Al despertar

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1 19. Al despertar Luego de pasar varios días en la ciudad de Oporto, llegaron a Lisboa. Fanáticos de Coelho, habían recorrido el extraño Camino de Compostela que va desde los Pirineos franceses hasta la ciudad de Santiago. En la ciudad capital se quedaron en un hostel, en la zona suburbana. Necesitaban un poco de tranquilidad. El viaje había empezado un mes atrás y aún debían atravesar el norte de España, para terminar su recorrido en París. Tenían como meta final el Château de Versailles. Rodrigo había estado allí y les había contado de la grandeza del Petit Trianon, los jardines, la granja de la reina y los aposentos del Gran Trianon. Aunque Gabriel y Abel no eran asiduos visitantes de museos les había convencido, al relatar con tanta pasión las historias que guardan las habitaciones en las que moraron los reyes Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI y la reina María Antonieta, de visitar algunos de los lugares históricos por los que pasarían. En el hostel tomaron dos habitaciones. La de Rodrigo y Gabriel daba a un parque interno, con balcón estilo francés. Tenía las paredes vestidas con papel floreado con un tono pastel como fondo. Abel estaba en la habitación de enfrente, con vistas a una calle interna que comunicaba con los baños turcos, una pileta climatizada y un galpón donde frecuentemente se hacían actividades, según especificaban folletos que estaban sobre las mesitas de luz. Para Abel era su primer viaje a Europa. Durante dos años había planificado hacerlo. Un camino que comenzó en la ciudad de Glasgow, donde Rodrigo y Gabriel viven desde hace cinco años, pasó por las ciudades británicas de Manchester, Londres y Edimburgo, prosiguió con el cruce del Canal de la Mancha, varias ciudades de Francia y el ingreso a tierras españolas. Los dos primeros días en Lisboa los tomaron para descansar y andar visitando algunos museos y restaurantes típicos. Al tercer día, Rodrigo tomó la ruta principal que los llevó a Alcobaça, donde se erigía un castillo cuya iglesia aledaña, frente a la plaza principal, contiene las tumbas de los reyes de Portugal.

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Lo que más me gustó es que, como la historia está narrada por uno de los personajes, utilices vocabularios muy coloquiales. Eso me encanta. Es como si un amigo mío me lo estuviera narrando.  La verdad eso hace de la historia más amistosa, más cálida; es una situación que se desarrolla entre amigos. Es linda. Y es agradable leerla.  /Neyda Pitt -Editora-.

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Al despertar

Luego de pasar varios días en la ciudad de Oporto, llegaron a Lisboa. Fanáticos

de Coelho, habían recorrido el extraño Camino de Compostela que va desde los Pirineos franceses hasta la ciudad de Santiago. En la ciudad capital se quedaron en un hostel, en la zona suburbana. Necesitaban un poco de tranquilidad. El viaje había empezado un mes atrás y aún debían atravesar el norte de España, para terminar su recorrido en París. Tenían como meta final el Château de Versailles. Rodrigo había estado allí y les había contado de la grandeza del Petit Trianon, los jardines, la granja de la reina y los aposentos del Gran Trianon. Aunque Gabriel y Abel no eran asiduos visitantes de museos les había convencido, al relatar con tanta pasión las historias que guardan las habitaciones en las que moraron los reyes Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI y la reina María Antonieta, de visitar algunos de los lugares históricos por los que pasarían.

En el hostel tomaron dos habitaciones. La de Rodrigo y Gabriel daba a un parque interno, con balcón estilo francés. Tenía las paredes vestidas con papel floreado con un tono pastel como fondo. Abel estaba en la habitación de enfrente, con vistas a una calle interna que comunicaba con los baños turcos, una pileta climatizada y un galpón donde frecuentemente se hacían actividades, según especificaban folletos que estaban sobre las mesitas de luz.

Para Abel era su primer viaje a Europa. Durante dos años había planificado hacerlo. Un camino que comenzó en la ciudad de Glasgow, donde Rodrigo y Gabriel viven desde hace cinco años, pasó por las ciudades británicas de Manchester, Londres y Edimburgo, prosiguió con el cruce del Canal de la Mancha, varias ciudades de Francia y el ingreso a tierras españolas.

Los dos primeros días en Lisboa los tomaron para descansar y andar visitando algunos museos y restaurantes típicos. Al tercer día, Rodrigo tomó la ruta principal que los llevó a Alcobaça, donde se erigía un castillo cuya iglesia aledaña, frente a la plaza principal, contiene las tumbas de los reyes de Portugal.

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Rodrigo les había contado que la suntuosidad que encontrarían en Versailles no se comparaba en nada con la austeridad que declamaba la construcción de piedra del Monasterio de Alcobaça donde estaban los monumentos centrales que contienen los restos del rey Pedro y la reina Inés. Entraron.

Fría, imponente, gris, tallada en piedra. Avanzaron por la nave principal hasta el transepto, previo al altar de la capilla mayor, hasta que dos alas perpendiculares se abrían, hacia ambos costados, con dos túmulos de estilo gótico, uno en cada una de ellas, enfrentados pies contra pies. Tomando el altar como norte, al este estaba la sepultura de Pedro y al oeste la de Inés. Se detuvieron en el centro de la inmensa galería. Observaron a ambos costados. Notaron que las cabeceras estaban hacia el lado de las respectivas paredes. “¿Por qué no estarán juntas?”, soltó Abel, acercándose al monumento con los restos de la reina. “Seguro que el decorador de la iglesia las dispuso así para generar una armonía”, apeló Gabriel con un guiño a sus compañeros de viaje. “Nada que ver. ¿Les cuento? Pero antes, obsérvenla un poco más y díganme qué les sugiere la disposición de las tumbas”. Era Rodrigo, ahora, quien contenía su entusiasmo por relatar, más allá de que siempre disfrutaba de la incógnita de alguno de los acertijos que solía proponer.

Gabriel ya lo conocía más y sabía que había gato encerrado. Abel prestó especial atención, se acercó a cada una de ellas, solo. Luego, se sumó Gabriel. Ninguno de los dos se animó a sugerir nada. No supieron qué decir. “Para Pedro, Inés fue el amor de su vida. Sin embargo, por razones de Estado tuvo que contraer matrimonio con Constanza, que dio a luz a Fernando, el heredero del trono, y después murió. Pedro quedó perpetuamente herido de muerte de amor cuando la vio. Inés representaba el amor absoluto, profundo. Entonces príncipe, no se anduvo con vueltas, la desvirgó, la hizo suya. Ella quería ser de él. La amó como jamás lo haría con otra mujer. Guardó de recuerdo, incluso, un pañuelo con sangre, fruto de la iniciación de Inés”. Gabriel lo interrumpió -“¿Qué asco? Dejate de joder” -sin dejar de gesticular muecas. Abel selló sus labios, como escondiéndolos hacia adentro. Luego se tapó la boca con su mano y entrecerró sus ojos. Las gesticulaciones y pronunciadas exageraciones atrajeron la mirada de dos señoras que, luego supieron, venían de la ciudad de Jassy -para ellas Iaşi-, “al pie de los montes Cárpatos…”, atinó a decir Rodrigo. “Yes, Carpaţi, Carpaţi”, la ciudad a la que todos llaman “la ciudad sobre siete colinas” y que ellas llamaron de manera coloquial “la ciudad de los grandes amores”. Rodrigo continuó con el relato que más tarde resumiría, en un claro inglés, para las damas Shelene y Viorica, a quienes les harían probar el mate como intercambio a los pasteles baklava de nueces trituradas, jarabe de miel y sésamo que las mujeres les ofrecieron. “Pedro fue considerado un rey justo, generoso, valiente. Pero también fue recordado como cruel, severo y justiciero. Por

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supuesto que después de lo que le hicieron, llamarlo cruel o severo es lo de menos. Fue un rey honesto y sencillo. Y fue traicionado. Más que traicionado fue ninguneado. Sí, traicionado por quienes veían, con malos ojos, la presencia de Inés como su esposa, ya que, además, si se coronaba, tendría en los hijos que tendría con Pedro, la descendencia en el trono. Y la reina madre, Beatriz, quería ver en Fernando al nuevo rey de Portugal. Así que Pedro desoyó las advertencias y sugerencias de su canciller, de su madre y de sus colaboradores más cercanos y, una vez viudo, se metió con Inés y tuvo tres hijos. Esa unión, desaprobada por todo su entorno, fue la sentencia de muerte para Inés. La conspiración fue total. No se anduvieron con vueltas. La mataron”.

Los tres se sentaron un rato en uno de los bancos del gran edificio. Abel le preguntó a Rodrigo los porqués de semejante confabulación. Estaba intrigado, se dejaba atrapar por el buen oficio de narrador de su amigo, pero Rodrigo prefirió centrarse en la relación de Inés y Pedro y dejar para después los pormenores de la inminente traición al futuro rey y su amante. “Inés reaccionó como Rose cuando fue inducida a bajar en el bote salvavidas desde el Titanic y, ¿se acuerdan?, se tiró nuevamente arriba del crucero para quedarse con su amado Jack. Claro que, a diferencia de la película, aquí fue Inés la que con su lógica terquedad sentenció su propia muerte. Y Pedro comenzó la primera de sus venganzas, una guerra sin cuartel contra su padre Afonso, pues sin su venia jamás se hubiera cometido el asesinato de Inés. Eso duró un tiempo hasta que se dio cuenta que la venganza llegaría mejor cuando heredara el trono, así que firmó la paz y dio su palabra al jurar que no vengaría la sangre derramada de Inés. Todos le creyeron. Su palabra era un símbolo sagrado. Pero en las profundidades de su corazón tenía reservado su desquite con aquellos que para él eran traidores, esos viles seres que habían conspirado y asesinado a la mujer que le había arrancado lo mejor de sí, a quien amó con una pasión que solo los que alguna vez amamos podemos entender. Luego, cuando rey, ordenó la captura de los tres principales implicados para darles muerte. Y eso trajo cola entre sus súbditos porque Pedro había jurado la paz y con ello no derramar más sangre. Pero su lucha interna fue una constante desde el mismo momento que Inés había muerto. Con ella no solo era feliz, se sentía hombre, plenamente, un ser hermoso. Solían frotarse muñeca con muñeca para reflejar la piel que los unía. La química que tenían. Eran como Yoko y John. Un hondo estado de gracia, de pasión, de amor infinito. Desde la muerte de Inés, Pedro no había podido ni querido amar a otra mujer. Ni siquiera fijaba su mirada en alguna y eso que las podía tener por docenas. No habituaba poseer a doncellas solo para saciarse sexualmente aunque se dijo que, a veces, tenía algunas relaciones y que dejaba a algunas mujeres embarazadas, cuyos hijos luego eran criados como bastardos, pero siempre bajo su supervisión y asistencia económica. No era de piedra, claro. Y además mantenía una interesante relación afectiva, y esto es interesante, con su escudero Afonso Madeira”. Los ojos de

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Gabriel y Abel se abrieron como los tremendos ojos de una lechuza. Se miraron. Sonrieron. Abel empezó a toser de la risa hasta que Rodrigo retomó el relato. Para estar más cómodos decidieron levantarse y salir de la capilla para tomar unos mates. Gabriel y Abel estaban maravillados con la historia. No dejaban de hacer preguntas. “¿Eran pareja el rey y su escudero?”, se preguntaron. “No chicos. Eran otros tiempos. Es decir… Pedro quería mucho a su escudero. No se olviden que estamos hablando de mediados del 1300. Una época como la que refleja la película El nombre de la rosa y donde tanto romanos como griegos y otras culturas entendían las relaciones de dos hombres como algo habitual, aunque algunos ya lo comenzaban a considerar profano. Claro que, en el caso del rey y su escudero, era más una especie de atención amistosa, completamente diferente a la que tuvieron Patroclo y Aquiles, Alejandro Magno y el eunuco Bagoas o Hephaistion, o Eduardo II y Gaveston. Pero no todos lo entendían, o por lo menos los que formaban parte de su séquito dudaban, creían que era una debilidad, resultado de la tristeza que lo había inundado luego de la muerte de Inés”.

Munidos con el termo de aluminio, un porongo con forma de árbol, bombilla corta y la yerba que habían comprado en un supermercado de Madrid, solicitaron agua caliente en una estación de carga de combustible y los amargos comenzaron a ser tamizados por un edulcorante natural y por scones de manteca y miel que habían comprado en una confitería artesanal, cercana a la iglesia. Rodrigo solo interrumpía su relato para chupar de la bombilla. Sus oyentes ahora, tanto como las rumanas después, esperaban que tragara para que avanzara con la historia. “La noche anterior a la concreción de su venganza, Pedro la pasó junto a su escudero. Permaneció callado, ensimismado. He leído que estaba contemplativo, expectante, lo que no le impidió coger con Madeira. Sin embargo, solo fue un buen polvo porque actuó como si nunca hubiera estado allí. Su escudero intentó persuadirlo que no llevase adelante su plan vengativo, porque lo admiraba y lo quería, porque sentía, se permitía ser franco ante el rey, que esta acción de desquite atentaría con su estirpe de honestidad. El rey lo escuchó. Le brillaron los ojos cuando su leal acompañante se animó a decir que sus ojos resplandecían como si su amada aún viviera y que entendía, a pesar de su juramento de paz, que quisiera limpiar su dolor. A pesar de su presencia, Pedro pudo redescubrirse y dar rienda suelta a sus instintos carnalas, esa noche, y a su arremetida represalia y arrasó con todo, todo, todo, todo un vendaval. Había jurado paz, pero no, en su interior se había jurado venganza y la venganza no era sembrar persecuciones, sentencias y muertes nada más sino incluír el reconocimiento de Inés como reina de Portugal”. “Imposible porque estaba muerta”, sostuvo Abel, tímidamente, sin pretender desviar lo que estaba a punto de soltar Rodrigo. “Para un rey poco resultaba imposible, amigo”. No pudo seguir. Gabriel, con su entusiasmo, lo detuvo. “¿Pero qué pasó entonces? Por favor, por favor, Abel, no lo

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interrumpás…”. Se miraron, como dos contrincantes frente a frente en el cuadrilátero de un ring y esbozaron una sonrisa. Prosiguió. “El rey juró venganza y en eso se focalizó. Esos colaboradores, que para Pedro debían morir, habían llevado adelante la disposición de don Afonso y habían matado a Inés mientras el príncipe estaba ausente. El rey tenía el consentimiento, aunque no la hubiera necesitado, del arzobispo de Braga, para destruir a Inés. Dos de sus hombres habían intentado convencerla de que partiese lejos, que estando en Albuquerque aún era un fantasma en fuego para el gobernante. Si partía lejos Pedro no podría ir a buscarla, y también evitaba riesgos que terminaran con su vida. Pero Inés no quería alejarse de Pedro. Ella no pensaba en ocupar el trono, simplemente lo amaba. Ya saben… la pureza del amor que tiraba por la borda los enunciados del nada es para siempre y menos el amor. Con Pedro era para siempre y era amor. Los hombres la persuadieron, le insistieron que se alejara porque Pedro debía contraer nuevas nupcias con alguien que tuviera sangre azul y la debilidad de su hijo Fernando, por su precaria salud, hacía tambalear la herencia del trono. Algo parecido a la historia con Lady Di y Camila Parker Bowles… Además, Pedro e Inés eran primos y necesitaban la bula papal para poder acceder a este tipo de matrimonio. Todo un garrón para ellos. Y don Afonso deseaba tener nietos legítimos”. Otra vez Abel, claramente molesto por lo que acababa de escuchar, interrumpió con sus frases en el medio del relato. “¡Pero si la mataron! Pero si no llegó a ser reina ¿cómo es posible que esté su tumba en una iglesia y frente a Pedro? Aclarámelo porque no entiendo”. Con un poco de parsimonia, Gabriel aquietó las aguas. “Es obvio que si las tumbas están juntas es poque ella ha sido reina. ¿O no? Quizás por eso las tumbas no están juntas... Era reina, pero no oficial. O algo así. ¿No?”. “Les cuento. La mataron nomás. La acusaron de hechizar a Pedro. Incluso leí que ella pidió que mataran a sus hijos para no dejarlos huérfanos. Tenía su carácter esta mina. Un verdugo le cortó la cabeza y con su muerte se encendieron maldiciones, venganzas, una guerra entre don Afonso y Pedro, hasta que Pedro reculó. Pero todo llega… y llegó el momento de su coronación”. Primero uno, luego el otro -sabían que interrumpiendo se atrasaba el desenlace-, necesitaban decirlo, necesitaban expresar el nudo que tenían en sus respectivas gargantas, aunque más no fueran dos o tres palabras. Algo que por respeto o excesiva curiosidad Shelene y Viorica prefirieron omitir después. “¿La hizo reina?”. “¿Post mortem?”. “Ajam… -prosiguió Rodrigo, como si las frases se hubieran perdido en un agujero negro del espacio-. Primero Pedro ordena las muertes de dos de los tres que han seguido las órdenes de su padre, cuando los atraparon; el tercero no pudo ser capturado. En el medio de una fiesta en el palacio real, el verdugo los mató, a uno por la espalda, al otro por el pecho, con certeros hachazos. Mientras Pedro bebe del buen vino y, seguramente, degusta suntuosos mangares, le muestran el corazón del que fue ejecutado por delante. Entre desmayos de mujeres y las

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aturdidas caras de los hombres, el verdugo mata al segundo y le muestra su corazón al rey, que ordena que los cuerpos ardan en la hoguera. Mientras sucede todo esto, en la iglesia de Santa Clara, por órdenes del rey, se prepara la exhumacion del cadáver de Inés. Las monjas estaban confundidas. No entendían la orden real. Se prepara todo para la llegada de Pedro. La tierra es removida, el cajón espera ser elevado a la superficie cuando llegue el rey. Un sendero de antonchas se había iluminado para que Pedro pudiera acercarse al sepulcro. Un canto de los pajes a su servicio daba un marco imponente a la llegada del rey. Hay una melodía, de Nino Bravo, no la tengo ahora la letra, esa que dice ´nana, nana, nana, nana, nanananananananana, nana nana’. ¿La tenés Gabi?”. Gabriel asintió, comentó a entonarla, entre susurros, para no alterar el regocijo de los turistas más cercanos.

Mi gran amor, quisiera ser mendigo, rey y centinela de tu querer,

poder soñar sin despertar, que soy tu alegría de noche y de día

y siempre tuyo, vida mía.

Rodrigo no pudo proseguir con el relato porque fue interrumpido por Abel. “¿Qué ibas a decir de la melodía?”. “Ah, sí… -Rodrigo se quedó pensativo y comenzó a recitar-.

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Suenan trompetas anunciando tu llegada, blanca hada de las luces,

las estrellas nunca estuvieron más sonrientes que hoy, los vientos se detuvieron a mirar

tu señorial entrada, los caminos traen alfombras del Oriente

para ilustrar tu paso, para regar de pétalos, para endulzar la brisa de tu amor.

Suenan trompetas anunciando tu llegada, mi reina, mi estrella, mi sol.

Suenan trompetas al son de tu corazón, mi reina.

A veces, cuando recuerdo le cuento la historia a mis alumnos, para adornarla en este punto, recito este poema. Husmeando entre manuscritos perdidos de vaya a saber quién y cuándo, apareció este poema, muy apropiado para el instante de la exhumación, y directamente lo asocié al tema de Nino Bravo y, nada, lo recito y los invito a componer su propia elegía para ese instante como trabajo práctico. Y nos divertimos mucho. De tantas veces que lo he contado, ya es como que el poema forma parte de la historia. Y hasta pudo suceder. ¿No lo creen?”. Los tres se quedaron callados. Fue un momento sublime para los tres. A Viorica y Shelene les pareció mágico el instante. “Imagino una columna de antorchas y velas y cánticos” -entibió el silencio la fina voz de Shelene-; con su adusta figura, aunque no menos efervecente, fue Viorica quien le exigió continuidad al narrador. “La madre superiora –prosiguó Rodrigo- se lo quiere impedir, el ingreso del rey, porque le dice que es suelo sagrado, que la iglesia no lo permite, que es tierra de Dios y sus muchos bla bla bla, pero Pedro ordena a su guardia que termine de cavar. La monja se oponía porque pesaba sobre ella la presión del obispo de Coimbra, donde pertenecía el monasterio de Santa María, la congregación de las religiosas de Santa Clara. Imposible. No puede con la decisión y la fortaleza de Pedro. El rey le dice que necesita el cuerpo para coronarla. La pingüino le dice que así va a perder su honra y su alma. ¿Importó? ¡Nada! Sin vueltas, Pedro fue concreto: le dijo que su honra y su alma estaban allí y que venía a buscarlas”. El entusiasmo se apoderó de los oyentes primarios y de las oyentes secundarias. “¿Pudo hacerlo? ¿Lo dejaron?”. “¿Si lo dejaron…?”, quiso continuar Rodrigo. “Y claro, sí. Era el rey. El rey todo lo podía”. Gabriel sintió que su aporte daba un pie a lo que estaba por venir. “Así que Pedro exhumó el cadáver de Inés y lo trasladó al palacio para consagrarlo como reina y hasta presentó la famosa bula, ¿falsificada?, ¿bajo amenazas?, ¿quién lo sabe? Era la bula que por fin lo dispensaba para casarse con quien quisiera. ¿Quién se hubiera atrevido a confrontarlo? ¿Quién se hubiera atrevido a poner en duda la

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bula? ¿Quién hubiera podido? Así que el cadáver de Inés fue limpiado con hierbas y sales aromáticas. Seguro la maquillaron. Su cuerpo no estaba corroído por bichos y roedores porque, seguro, me atrevo a afirmarlo, Pedro había dispuesto conservar el cadáver como hicieron con el de Evita. Ël tenía todo planificado para cuando fuera rey. Seguro, seguro. Así que, lo arroparon con las vestimentas que utilizan las reinas el día de su coronación, lo sentaron en el trono y todos se arrodillaron para rendirle los honores correspondientes”. Rodrigo se detuvo. Los tres permanecieron en silencio un buen rato. Sus bocas ocupadas, masticando o chupando, honraban el momento. El ferviente narrador se cebó el último amargo, tibio, insulso, y definió la historia. “Pedro seguirá gobernando, pero jamás volverá a enamorarse ni sentir una pasión como la que sintiera por Inés. Hizo construir un túmulo para ella y otro igual que, siete años después, albergará sus restos mortales”. “Pero Rodri, ¿y la pregunta de Abel...? ¿Por qué no están juntas las tumbas? ¿Por qué están enfrentadas?”. Dudas que, también, tenían Viorica y Shelene. “Las sepulturas fueron construidas de tal manera que el día del juicio final, el día que, según las escrituras bíblicas resucitarán los muertos, al despertar, Inés y Pedro vean, como primer flash, las caras, los labios, los ojos, la figura del otro, de la otra”.

Se mantuvieron callados, a diferencia de las mujeres, que proferían distintas enunciaciones en inglés y en rumano, acongojadas y refulgentes ante la templanza de Rodrigo para narrar, antes de despedirse de los tres con un cálido apretón de manos.

“¿Cómo nunca me habías hablado de esto?” -Gabriel rompió el silencio-. “¿Te digo algo? ¿Les digo algo? Esta historia la tiene que hacer Pepito Cibrián. Un musical. -Abel tenía iluminados sus ojos marrones, como si un destello los hubiera transformado en celestes cielo-. Es una historia de amor hermosa. Trágica. Pasional. Pero hermosa. Definitivamente. Y sí, también definitivamente, es ideal para Pepito y Mahler”.

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Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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