Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

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EL CAZADOR DE LA CRUZ DEL SUR Leyenda del Chaco argentino En las calurosas tierras del Chaco, Numa era un experto cazador. Usaba las boleadoras con tanta habilidad, que ninguna presa se le escapaba. Guanacos y vicuñas caían enredados en las cuerdas de su arma preferida. Lo que más le gustaba cazar era avestruces; la rapidez para correr de estas grandes aves, a hijo mayor las que llamaban "amanic", ponían a prueba su puntería y su experiencia. Numa llegó a ser tan famoso como cazador, que lo eligieron cacique de los mocovíes, su pueblo. Los guerreros lo admiraban y temían, las mujeres y los niños lo amaban, los ancianos contaban sus hazañas para que no se olvidaran. Y así fue como esta historia llegó hasta nosotros. Una tarde, Numa salió a cazar con su hijo para que aprendiera a ser tan diestro como él. —Si aprendes a manejar las boleadoras, puedes alcanzar una fama parecida a la de tu padre —aseguró Numa con orgullo. El muchacho asintió, tratando de hacer girar las cuerdas con las pesadas piedras que llevaban en sus extremos. En esto que iban caminando por un llano, apareció frente a ellos un avestruz de gran tamaño, como nunca se había visto por esas tierras. —Hijo, fíjate cómo lanzo las boleadoras para cazar a este extraordinario "amanic" —dijo Numa, echando a correr con el arma girando sobre su cabeza. En el momento preciso, lanzó las boleadoras, pero el avestruz fue más rápido y escapó corriendo por el llano, dándose impulso con sus espléndidas alas entreabiertas. —Espérame, hijo, vuelvo en un rato —gritó Numa, herido en su orgullo por no haber cazado el ave al primer intento. Corrió y corrió tras el esquivo "amanic", yendo cada vez más hacia el sur,

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EL CAZADOR DE LA CRUZ DEL SUR Leyenda del Chaco argentino

En las calurosas tierras del Chaco, Numa era un experto cazador. Usaba las boleadoras

con tanta habilidad, que ninguna presa se le escapaba. Guanacos y vicuñas caían

enredados en las cuerdas de su arma preferida. Lo que más le gustaba cazar era

avestruces; la rapidez para correr de estas grandes aves, a hijo mayor las que llamaban

"amanic", ponían a prueba su puntería y su experiencia. Numa llegó a ser tan famoso

como cazador, que lo eligieron cacique de los mocovíes, su pueblo. Los guerreros lo

admiraban y temían, las mujeres y los niños lo amaban, los ancianos contaban sus

hazañas para que no se olvidaran. Y así fue como esta historia llegó hasta nosotros.

Una tarde, Numa salió a cazar con su hijo para que aprendiera a ser tan diestro como él.

—Si aprendes a manejar las boleadoras, puedes alcanzar una fama parecida a la de tu

padre —aseguró Numa con orgullo. El muchacho asintió, tratando de hacer girar las

cuerdas con las pesadas piedras que llevaban en sus extremos. En esto que iban

caminando por un llano, apareció frente a ellos un avestruz de gran tamaño, como nunca

se había visto por esas tierras. —Hijo, fíjate cómo lanzo las boleadoras para cazar a este

extraordinario "amanic" —dijo Numa, echando a correr con el arma girando sobre su

cabeza. En el momento preciso, lanzó las boleadoras, pero el avestruz fue más rápido y

escapó corriendo por el llano, dándose impulso con sus espléndidas alas entreabiertas. —

Espérame, hijo, vuelvo en un rato —gritó Numa, herido en su orgullo por no haber cazado

el ave al primer intento. Corrió y corrió tras el esquivo "amanic", yendo cada vez más

hacia el sur, hasta perderse de vista. El muchacho esperó el regreso de su padre hasta el

amanecer del otro día; volvió a casa sin saber qué había sido de él.

Pasó el tiempo y Numa nunca regresó. Cuentan los ancianos que el cacique continuó

persiguiendo el avestruz hasta llegar al borde mismo donde termina el mundo. Allí lanzó

por última vez las boleadoras, inútilmente. Entonces el avestruz gigante, en vez de caer al

abismo, se dio un fuerte impulso y se elevó en el aire hacia el cielo. Numa no quiso darse

por vencido y permaneció en ese lugar, esperando que el "amanic" bajara; no quería

volver a su pueblo derrotado. En ese lugar se quedó hasta envejecer y, por último, morir.

El avestruz gigante se convirtió en una de las constelaciones más brillantes del cielo

sureño, aquella que guio a los indios y guía hasta hoy a los viajeros de tierra y mar, la

Cruz del Sur.

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El cazador de la cruz del sur (leyenda de cbaco argentino)

1. ¿Quién era Numa?2. ¿Qué era lo que más le gustaba cazar?3. ¿Qué es un amanic?4. ¿Qué paso con Numa?5. ¿En qué se convirtió el ave?

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CUANDO GÓOS LA BALLENA CAMINABA POR LA TIERRA Leyenda tehuelche

¿Se imaginan ustedes a Góos, la ballena azul, caminando con cuatro patitas cortas, de

aquí para allá, haciendo temblar la tierra con su corpachón? ¿Se imaginan a Góos

bostezando? ¡Qué enorme caverna, su boca! Bueno, así era, según cuentan las abuelas

de los pueblos tehuelches de la Patagonia. Sin embargo, durante un buen tiempo nadie

supo que Góos era peligrosa. Los que se enteraban de esta verdad no alcanzaban a

contárselo a nadie, porque sencillamente desaparecían. A Góos le gustaba mirar cómo se

movían los animales, cómo balanceaban sus ramas los árboles con el viento. ¡Qué

livianos y alegres saltaban los guanacos por los montes! ¡Cómo corrían los avestruces y

volaban los pájaros! Ella, que apenas se podía mover, se maravillaba ante la agilidad de

los otros animales. Lo que más le gustaba, sin embargo, era contemplar los poblados de

los tehuelches: sus rucas de ramas cubiertas con cueros, sus juegos, sus quehaceres y

hasta los grandes fuegos que encendían para calentarse. Sin duda, las fogatas la

entusiasmaban por sobre todo, como a nosotros los fuegos artificiales. ¡Qué danzas,

brillos y sorprendentes figuras, las del fuego! Góos pasaba inmóvil durante horas

contemplando, y entonces le daba sueño y bostezaba abriendo la tremenda boca. Y al

bostezar, se formaba una corriente de aire tan fuerte como la de una aspiradora gigante, y

se tragaba lo que tanto la entusiasmaba: toldos, rucas, gentes, animales, fogatas,

bosqueci- llos, en fin, todo lo que en un segundo antes la había fascinado. Ella misma no

se explicaba esta desaparición; a lo más, sentía la barriga más pesada y un ruido de

tripas que parecía trueno. Se echaba a dormir largas siestas y luego caminaba lentamente

en busca de otro espectáculo más duradero. Con el tiempo, la gente empezó a

preguntarse por tantas desapariciones. —¿No había un bosquecillo por aquí? ¿Qué será

de mi amigo Korcán y de su familia, que hace tiempo no los veo? Cada vez había menos

guanacos, menos cururos. Empezaron todos a inquietarse, porque la escasez de

alimentos es lo que más puede intranquilizar a hombres y animales. Hasta que un día

desapareció un jefe importante, Akainik, que quiere decir "estrella de la tarde". Entonces

el segundo jefe, Akin, decidió consultar a Elal, el dios familiar de los tehuelches, quien

solía vagar por llanuras, montes y mares. Akin se internó en las soledades, lejos de todo

poblado. Después de caminar tres días con sus soles y tres noches llenas de estrellas,

divisó a Elal cuidando una manada de avestruces. —¡Elal, Elal, necesito hablar contigo!

—llamó Akin, respetuosamente. —Acércate, Akin —contestó el dios sin abandonar su

trabajo. —Perdona que te distraiga, pero Akainik, nuestro jefe, ha desaparecido con su

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familia. Hemos notado que también desaparecieron bosques y animales sin que podamos

explicarnos qué pasa. —Eso es grave, porque precisamente yo me encargo de cuidar a

los seres y las cosas. Veré cuál puede ser la causa de este desorden. Elal tomó su

cayado y caminó por llanuras y montes mirando con atención a cada criatura. Así fue

como se encontró con Góos, que iba balanceándose con sus patitas cortas, haciendo

temblar la tierra. En eso, dio un gran bostezo y Elal vio cómo desaparecían por su bocaza

una docena de guanacos y varios matorrales, sorbidos por la corriente de aire. —Creo

que se ha resuelto el misterio —exclamó. Se acercó a Góos y le ordenó: —Abre la boca, a

ver qué tienes dentro. Pero la ballena tenía sueño y se echó en la hierba pesadamente,

con la bocaza bien cerrada. Elal agitó su cayado y se convirtió en un tábano. Empezó a

revolotear en torno a Góos, molestándola, chocando contra sus ojos a medio cerrar, hasta

que el animal abrió un poco la boca y se tragó sin más al tábano. Una vez dentro de la

barriga, Elal descubrió todo lo que se había chupado la ballena.

Para despertarla, empezó a hacerle cosquillas en la garganta, picándola varias veces

hasta que la hizo toser. Entonces la corriente de aire funcionó al revés, es decir, hacia

afuera, y empezó a devolver todo lo que se había tragado: rebaños de guanacos,

carnadas de cunaros y liebres, varias familias de tehuelches, entre ellas la del jefe

Akainik. También quedaron desparramados por los llanos toldos, rucas, fogatas, ropas y

toda clase de utensilios de cocina. Al final salió el tábano que se convirtió de nuevo en

Elal. —¡Mira lo que has provocado con tus bostezos! —le gritó, aunque sin enojo, porque

al fin y al cabo Góos no lo había hecho adrede. La pobre cerró bien la boca, procurando

no bostezar de puros nervios. Elal pensó un buen rato en cómo solucionar el problema de

la enorme criatura. La miró por todos lados, estudió y midió sus proporciones, contempló

los montes y, por último, dirigió la vista hacia el mar. —Ya sé qué haré contigo para que

seas más feliz que como criatura terrestre. Desde ahora vivirás en el mar. Al comienzo,

Góos tuvo miedo de caminar entre las olas, porque aunque ella era bastante grandota, el

mar se veía infinito. Toda clase de dudas pasaron por su cerebro: ¿Me hundiré con el

peso que tengo?, ¿podré nadar?, ¿me comerán los tiburones?... fueron algunas de las

preguntas que se hizo. Pero en cuanto perdió pie, flotó agradablemente en las

alborotadas aguas, y se dejó llevar feliz, sintiéndose liviana por primera vez en su vida.

Aprendió a sumergirse y a lanzar chorros de agua por un agujero que no sabía que tenía

en la cabeza. Hasta dio saltos y jugó como había visto hacer a los animales terrestres.

Lentamente las patitas se le convirtieron en aletas. Pero aunque su vida en el mar le dio

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una gran felicidad, de cuando en cuando se asoma para hacer señas con la cola a sus

antiguos hermanos de tierra adentro.

Cuando góos la ballena caminaba por la tierra (leyenda tebuelche)

1. ¿Qué le gustaba ver a Góos la ballena?

2. ¿Por qué los pueblos y animales desaparecían?

3. ¿Cómo se llamaba el jefe importante?

4. ¿Quién se encargó de resolver el misterio?

5. ¿Qué hizo Elial para que la ballena botara todo lo que tiene adentro?

6. ¿Qué hizo Elial con la ballena?

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CREACIÓN DE LOS ÁRBOLES Mito mapuche de los espíritus protectores

El bus daba saltos y tumbos por el camino que rodeaba el lago. El grupo de niños, junto a

su tío Marcelo, iba pegado a las ventanas buscando un lugar agradable donde acampar.

En una vuelta, divisaron una pequeña isla próxima a la orilla, unida a tierra por un rústico

puente de tablones. — ¡Acampemos en esa islita! —-gritó Francisca, la mayor del grupo.

Los otros niños, Noé, Margarita y Josefina, se entusiasmaron de inmediato, enamorados

de la isla. —Hay una casa —observó Noé. — ¡Es la casa del bosque! —exclamó

Margarita. — ¿Hay un lobo también? —preguntó Josefina en su media lengua. —Bueno,

tendríamos que pedir permiso al dueño para acampar —señaló tío Marcelo. — ¿Y si no

nos da permiso? —interrogó Francisca con cierta aflicción.

Una anciana que también iba en el bus, al ver el entusiasmo del grupo, explicó: —La isla

se llama Millaray, "flor de oro", y pertenece a Juan Lemunao, un hombre bueno, con el

que pueden conversar. Tío Marcelo agradeció a la señora e hizo parar el bus. —Aquí nos

bajamos —anunció en medio de los alegres gritos de los niños. Caminaron hacia la playa

y el puente de tablones: —Espérenme aquí. Hablaré con Juan Lemunao para explicarle

que somos cuidadosos para acampar. Los muchachos se sentaron sobre sus sacos de

dormir, mientras caía lentamente la tarde. Pasó una hora larga. Francisca sacó

provisiones para calmar los nervios y el hambre; oscureció y el tío no regresaba. ¿Por qué

demoraba tanto? Vieron moverse una luz en la isla, como si alguien recorriera un camino

entre los árboles. —Ya viene —murmuró la impaciente Margarita. Largo rato observaron

aún la temblorosa luz hasta que de pronto desapareció. Cuando estaban más

desalentados, vieron el foco al otro extremo de los tablones. — ¡Tío Marcelo! —gritaron a

coro. —Pueden venir —contestó el tío agitando su linterna—. No tengan miedo, el agua

no es honda. Cada uno sacó su linterna para iluminar el frágil puente y empezó el lento

desfile. Al otro lado, el tío los presentó a Juan Lemunao, hombre corpulento, de sonrisa

grande. Esa noche durmieron bajo los árboles, acompañados por el canto de pequeños

sapos; algunos se les metieron en el saco de dormir. Amaneció un día caluroso; dieron

vueltas en torno a la isla y cada uno escogió un rincón para jugar y pensar. También se

bañaron en el lago. Hacia el atardecer se reunieron en torno a una fogata que encendió

Juan Lemunao en una playa. —Hay que tener cuidado de no quemar el pasto, ardería

toda la isla —comentó. —Es un lugar maravilloso —exclamó Francisca. — ¡Es una flor de

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oro, como dijo la señora del bus! —agregó Noé. —¿Dónde está la flor de oro? —preguntó

Margarita. — ¿Y el lobo? —murmuró Josefina con cierta inseguridad.

Esta isla es la flor de oro que el Padre creador hizo florecer al centro del lago —contó

Juan—; pero el lago se fue secando y la isla se acercó a la orilla. A veces, en invierno, las

lluvias hacen crecer el lago y de nuevo la isla se aleja hacia el centro del agua. Así la hizo

Guene- chen, el Dios del cielo, que separó la tierra del agua para que nacieran las plantas

y los animales. Esto me lo contó mi padre, a quien se lo contó su abuelo y así llegamos

hasta el primer abuelo. El nombre de Lemunao viene de antiguo; significa gente del

bosque, gente amiga de la selva. Lemunao se quedó en silencio por unos minutos, como

si estuviera pensando. Después prosiguió: —Hace muchos, muchos años, mi primer

abuelo recibió el encargo de cuidar los árboles. Sucedió de este modo: los árboles

aparecieron sobre la tierra después de los diluvios, pero nadie sabía cómo se llamaban. El

Padre Dios le dijo a mi primer abuelo: "Da nombres hermosos a los árboles según sus

cualidades. Uno de ellos será árbol sagrado para ti y los hijos de tus hijos. Nunca harán

leña de él, porque mi luz y mi sombra estarán entre sus hojas". Mi abuelo primero

obedeció y nombró cada árbol según sus virtudes.

Llamó boigue al árbol sagrado, que ustedes llaman canelo; sus hojas son verdes por una

cara y plateadas por la otra, como la sombra y la luz de Dios. Pero junto a este árbol

bueno, había otro, que por esencia es amargo y venenoso: lo llamó latué, palo de los

brujos, porque representa el mal que hay en los hombres. Luego dio nombre a los

gigantes del bosque: coigüe, alerce y pehuén o araucaria. En cada uno vive el espíritu

protector de Lin anciano o anciana que los mantiene por muchos años. Por último,

nombró los medicinales como boldo, patagua, arrayán. También dio nombre a las

humildes hierbas que extraen su gran virtud de la tierra. Entonces los hombres supieron

cómo utilizar los frutos, los perfumes, los colores y los jugos que sanan. Pasaron tres días

en que los niños aprendieron a distinguir los árboles no sólo por sus nombres, sino por la

forma de sus copas y sus hojas. Tío Marcelo consideró que había llegado el momento de

partir. Los niños suplicaron quedarse por el resto de las vacaciones, pero comprendieron

que no se podía abusar de la generosidad de Juan Lemunao. La última tarde del tercer

día recolectaron hojas y anotaron en sus libretas los nombres de las plantas a que

pertenecían. Al despedirse tío Marcelo dijo a Juan: —Creo que también nosotros

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podemos llevar desde ahora el apellido Lemunao, porque hemos aprendido a amar los

árboles y a cuidarlos.

Creación de los árboles (mito mapuche de los espíritus protectores)

1. ¿Cómo se llamaba la isla?

2. ¿a quién le pertenece la isla?

3. ¿Cómo era Juan Lemunao?

4. ¿Por qué se llamaba la flor de oro?

5. ¿Qué significa Lemunao?

6. ¿Por qué los árboles son sagrados?

7. ¿Cómo le denomino el canelo?

8. ¿Cuál es el árbol que estaba junto al sagrado?

9. ¿Cómo se llamaban los árboles gigantes del bosque?

10. ¿Cuál eran los medicinales?

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LA PALOMA EQUIVOCADA Tradición de Catamarca, Argentina

Hace algunos años, allá en Catamarca, la anciana Efigenia López entretenía a niños y

grandes contando cuentos. Uno de ellos empezaba así: —En un zapatito roto encontré

este cuento, de una joven Paloma Torcaza, que en vez de hacer el nido en un árbol, como

era la costumbre, decidió hacerlo en el suelo. —Es hora de cambiar de moda, es mucho

más práctico hacer el nido en tierra. Se trabaja menos, y es más seguro, los pichones no

se caen desde lo alto de la rama. Empezó a acarrear palitos, hojas, unas lanas de oveja

que hallaba en las alambradas, en fin lo que se le ocurrió para tener un nido suave y

abrigado. Las torcazas mayores, al ver lo que hacía la más joven, movieron las cabezas

comentando: — ¿Cómo se te ocurre hacer el nido en el suelo? —Debes estar loca... —Es

muy peligroso... Pero la Paloma se rió del escándalo que hacían las viejas. —Lo que pasa

es que ustedes no tienen imaginación, hay que cambiar lo antiguo por lo nuevo. Terminó

el nidal bajo los matorrales, en menos tiempo que las otras. Por cierto, no era tan

ordenado como el del zorzal, ni tan firme; total, lo ocuparía durante poco tiempo. Se echó

con toda pompa y puso dos huevos blancos. Estaba en lo mejor empollando, cuando una

noche un ruido la sobresaltó. — ¿Quién anda ahí? —preguntó con un arrullo tembloroso.

—Soy Juan, el Zorro. Tengo mucha hambre y quería pedirte uno de tus huevos. ¡Qué

susto le dio a la Paloma! ¿Cómo salvar los huevos? —Mejor pasa dentro de una semana

—pudo responder al fin—, entonces habrán salido los pichones y te alimentarán mejor. —

Muy bien, vendré para entonces —dijo el Zorro con una sonrisa chueca.

El amanecer pilló a la pobre Torcaza llorando. El Chincol escuchó los tristes gemidos y se

acercó a la Paloma con su saltito distraído: — ¿Qué te pasa, para quejarte así? —Av,

Chincol, no sabes lo que me ha pasado. Anoche vino Juan, el Zorro, y quería comerse

mis huevos; pero yo le dije que volviera la otra semana, cuando salgan los pichones, y así

comía mejor. Por eso estoy llorando. —Eso te pasa por hacer el nido en el suelo. Tienes

que apresurarte en hacer otro nido arriba de un árbol, como lo hacen todas las torcazas

del mundo. El Zorro Juan no sabe trepar. La Paloma agradeció al Chincol el consejo, y

aunque sintió vergüenza por haberse equivocado, voló hacia el árbol que tenía más cerca

y trasladó palito a palito el nido a una rama y, enseguida, llevó sus huevos. A la semana

justa volvió el Zorro y al no hallarla bajo el matorral se puso furioso. — ¿Dónde se habrá

metido esa mentirosa? —aulló. La Paloma ni se movía, pero los pichones se agitaron y el

Zorro miró hacia las ramas. — ¿Qué haces ahí arriba? ¿Quién te dijo que pusieras el nido

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en el árbol? —El Chincol, mi tío Agustín, él me dijo que me subiera al árbol para que no te

comas mis pichones. — ¡Ah, ya verá el tío Agustín lo que le va a pasar cuando lo

encuentre! —amenazó Juan. Cierto día el Zorro sorprendió al Chincol distraído,

picoteando entre el barro. Ahí mismo lo cazó y lo llevó en el hocico hasta la orilla de un

camino, para devorarlo. Y por ese camino iban pasando unos arrieros con un piño de

animales, rodeados de sus perros. Cuando vieron a don Zorro que llevaba algo entre los

dientes, se pusieron a reír. — ¡Miren qué infeliz es este don Juan, que lleva en el hocico al

pequeño tío Agustín! ¿No le da vergüenza ser tan canalla? Entonces el Chincol le sopló al

Zorro: —Diles que qué les importa a ellos. Juan, furioso por las burlas, chilló: —¿Qué les

importa a ustedes? En cuanto abrió el hocico, el tío Agustín escapó en menos de un

segundo, y se paró en una rama para alisarse las plumas. Entonces los perros de los

arrieros vieron al Zorro, y se lanzaron contra él dando feroces ladridos. Juan escapó como

el viento; así y todo los perros le mordieron la cola y las patas traseras. Pero el terror del

Zorro fue tan grande que logró escapar a la tupida selva, sin ganas de volver por esos

lugares. La Paloma Torcaza crio a sus pichones y nunca más quiso cambiar la costumbre

de hacer nidos arriba de los árboles.

La paloma equivocada (tradición de Catamarca, argentina)

1. ¿Cómo se llamaba la anciana?

2. ¿Por qué la paloma hizo el nido en el suelo?

3. ¿con quién se encontró la paloma?

4. ¿Qué quería el zorro?

5. ¿Cómo la paloma convenció al zorro?

6. ¿Cómo se salvó la paloma?

7. ¿Cómo se vengó el zorro?

8. ¿Cómo se liberó el chincol?

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EL PRIMER FUEGO Mito guaraní

Después que llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, el Padre Primero de los

guaraníes hizo una Tierra Nueva. Miró todo lo que había creado, montañas, selvas, ríos,

mares; por último se acercó a las cabañas donde vivían los hombres. Oyó un ruido

extraño y al asomarse bajo las enramadas, se dio cuenta de que el ruido lo producían los

mismos hombres al masticar raíces y carne cruda. "No tienen fuego para cocinar sus

alimentos —pensó el Padre Primero—, no pueden hacer fogones y sentarse alrededor

para conversar y contar cuentos." Preocupado, miró las altas montañas donde sí había

fuego. Unos seres oscuros vivían allí, unos gigantes negros que se habían apoderado del

fuego. El Padre Primero vio que eran malvados porque no tenían corazón. —No quieren

compartir el fuego con nadie, y se alimentan de la carne de los hombres cocinándolos en

las llamas de los volcanes. El Padre Primero decidió quitarles el fuego a los gigantes y

llevar un brasa a los hombres de las cabañas. — ¿Quién me podrá ayudar? —se

preguntó. Miró con atención a los que vivían cerca del agua, a los que podían apagar el

fuego si escapaba, o llevarlo sin quemarse, y descubrió a Cururú, el sapo verde como la

hierba verde. —¡Cururú, Cururú, ven un momento! —llamó el Padre Primero. —Voy, voy,

voy —contestó a saltos el pequeño sapo. —Mira, tú me vas a ayudar a conseguir fuego

para los hombres, porque hay algo que sabes hacer muy bien: cazar cualquier cosa que

ande volando. —¿Y qué harás volar? —quiso saber Cururú. —Volarán brasas —contestó

el Padre Primero sonriendo misteriosamente. Cururú no comprendió mucho, pero como

tenía buena voluntad y confianza, se sintió feliz y algo orgulloso de ser ayudante del buen

dios de los guaraníes. —Te explicaré lo que tienes que hacer.

El Padre Primero se inclinó y sopló en el oído de Cururú algunas instrucciones: —Tienes

que... bsss... bsss... ¿entendiste? Y entonces yo... bsss... bsss... y eso es todo. Ahora, a

trabajar. Ambos partieron hacia las montañas, uno caminando con decisión, y el otro

saltando con su corazón verde. Cuando llegaron cerca de los gigantes, el Padre Primero

tomó la forma de hombre y se tiró, como desmayado de espaldas, al suelo. Cururú, en

cambio, se ocultó perfectamente entre el pasto, de manera que nadie lo podía descubrir;

pero él veía todo. No pasó mucho rato, y aparecieron los gigantes atraídos por la figura

tirada en el suelo. —¡Qué buena comida! ¡Ya tenemos qué cocinar! ¡Encendamos una

buena fogata! —gritaron con sus voces de trueno. En pocos momentos juntaron ramas y

encendieron un gran fuego rodeando el cuerpo del Padre Primero. Pero él no se

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quemaba, ni siquiera se calentaba, porque era dios. Cuando el fuego estuvo alto y las

llamas cubrían la figura de hombre, el Padre Primero pegó una gran patada a las brasas,

haciéndolas volar por el aire. Los gigantes no se dieron cuenta de nada. Una de las

brasas voló cerca de Cururú, y éste, de un gran salto, la cogió en su boca y se la tragó.

En seguida lanzó un agudo grito ¡cucururú! para avisar al dios que había cumplido su

parte. Entonces el Padre Primero se levantó en medio del fuego y salió caminando tan

tranquilo. Los gigantes se quedaron con la boca abierta, sin entender lo que veían.

Cuando estuvieron lejos, el Padre Primero dijo a corazón verde: —Hijo, arroja el fuego.

Cururú botó la brasa. —Ahora, busca mi arco y mis flechas —ordenó. El sapo, con

rápidos saltos, no tardó en volver con lo pedido. Entonces, el Padre Primero encendió la

punta de una de las flechas y la lanzó con el arco hacia el tronco de un árbol de laurel;

pero el árbol no se quemó, sino que el fuego quedó metido dentro de la madera. En

seguida tomó la otra flecha, encendió también su punta y esta vez la tiró contra una

enredadera de flexible tallo llamada "bejuco subterráneo". Tampoco se quemó la planta,

sino que guardó el fuego en el interior de sus ramas. El Padre Primero llamó a los

hombres de las cabañas y les mostró el laurel y el bejuco. —En estas plantas he puesto

fuego —les explicó—, cuando quieran hacer una fogata, corten un buen trozo de laurel o

bejuco, hagan un pequeño agujero en cada uno, y metan ahí la punta de una de sus

flechas y háganla girar rápido con sus manos: en seguida saldrán llamitas para encender

hojas y luego ramas más grandes. De esta manera, los guaraníes hicieron fuego y

cocinaron sus alimentos y nunca más metieron ruido al comer. Después el Padre Primero

convirtió a los gigantes negros en unos pájaros del mismo color, que sólo comen carroña.

Son los urubúes, los que también se conocen con el nombre de cuervos o jotes.

El primer fuego (mito guaraní)

1. ¿Cuál era el ruido extraño?

2. ¿Dónde estaba el fuego?

3. ¿Cómo les quito el fuego a los gigantes el padre primero?

4. ¿Cómo hizo más brasa el padre?

5. ¿Qué fue lo que les explico el padre a los hombres?

6. ¿Qué sucedió con los gigantes?

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LA FIESTA DE LA LUNA Tradición aimara del Altiplano

En el gran lago Titicaca hay muchas islas; una de ellas es la isla del Sol y otra la de la

Luna, porque hace siglos los aimaras adoraron allí a los astros del día y de la noche.

Quedan ruinas de templos donde se reúnen algunos animales del Altiplano para celebrar

la llegada de las diferentes estaciones. En una de estas oportunidades, cuando el lago

más alto del mundo estaba hinchado por las aguas del deshielo, se decidió dar un premio

al animal que se distinguiera por su elegancia para celebrar la fiesta de la primera Luna

de primavera. La mayoría opinó que lo de elegancia era una ridiculez. El Cóndor dijo: —

Yo tengo mi plumaje negro, mi cuello con un adorno blanco y un vuelo poderoso. Dios me

hizo así, y nada puedo agregar a la obra de Dios. Luego de limpiar sus plumas, abrió las

alas para secarlas al sol.

Las chinchillas se dieron su acostumbrado baño de tierra, dando chillidos de felicidad. La

más vieja, abuela de todas las chinchillas, opinó: -—La limpieza hace brillar nuestras

pieles azules, que son las más sedosas y finas del mundo. Nadie discute nuestra

elegancia.

La garza, que vive con sus patas en el barro, no necesitaba ningún esfuerzo para

mantener la blancura de su plumaje, y derramó luz al echarse a volar. El pequeño

carpincho que mora a orillas del lago, se dio su acostumbrado baño matinal y al salir a la

superficie, sus largos pelos centelleaban cubiertos de gotas. Los demás animales, liebres,

vicuñas y llamas, peinaron sus pieles y lanas quedando a cada cual más lustrosa. Sin

embargo había un animalito especialmente vanidoso. En lo profundo de su madriguera,

Tatú, el Armadillo, se puso a fabricar un manto de finísimos cordones que iba anudando

con cuidado. —Se las ganaré a todos —aseguró. Con su fino hocico y sus delicadas

patas, la capa iba saliendo como una obra de arte mayor. —Este traje me va a durar toda

la vida —le comentó a su señora—; lo haré firme para que no sólo sea hermoso, sino

también una verdadera capa antimordiscos y patadas. Doña Tatú asintió. Sabía desde

pequeña que no se discute con el marido, sobre todo cuando no tiene la razón. De puro

contento, el Tatú se puso a cantar a toda voz. Su señora le advirtió: —No cantes tan alto,

alguien se puede molestar. — ¡Que se moleste! Quiero que todos sepan que seré el más

elegante. Y mientras cantaba, cosía sin parar. La voz del Tatú salía amplificada por la

boca de la madriguera. —Do, do, do, así soy yo. Re, re, re, mejor que usted. Mi, mi,

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mi,estoy feliz. Fa, fa, fa, voy a ganar. Sol, sol, sol, soy un campeón. La, la, la, lueguito ya.

Si, si, si, voy a reír, voy a triunfar. Las notas se enredaron con las puntadas y el manto

guardó la canción como caja de música. Lo que temía la señora del Tatú se cumplió: el

Zorro escuchó el canto, se molestó y decidió hacerle una broma al pretencioso Armadillo.

—Ese farsante se está preparando para la fiesta con mucho adelanto. Le daré un buen

susto. Esperó que doña Tatú saliera a buscar comida para sorprenderlo solo.

Empinándose sobre sus patas traseras, metió el hocico en la madriguera y aulló: —

¿Todavía no terminas de arreglarte? —No hay apuro, faltan dos días para la fiesta y me

gusta la prolijidad —contestó el Tatú dando puntadas. — ¿Cómo que no hay apuro? La

Luna llena está saliendo y todos corren para subirse a las balsas que los llevarán a la

fiesta —inventó el Zorro al vuelo. — ¡No me digas! ¿Cómo iba yo a equivocarme tanto de

fecha? —gimió el Armadillo poniéndose pálido. —La mucha prolijidad te enredó la

memoria — rió el Zorro. Y se alejó muy contento de haber asustado al Tatú. El pobre

animalito se puso tan nervioso, que terminó el manto con unos feos costurones que se

notaban de lejos. Ya no tuvo ganas de cantar, preocupado de no llegar tarde a la fiesta.

Corrió a la orilla del lago, poniéndose la capa a la carrera. Pronto se dio cuenta del

engaño del Zorro, pero ya era demasiado tarde para arreglar su vestimenta; quedó para

siempre con unas costuras finas en el cuello y otras anchas y toscas en el lomo. Así y

todo asistió a la fiesta con su esposa. Como tenía buen carácter, perdonó al Zorro y olvidó

su rabia. Al ver a la alegre concurrencia que llegaba a la isla de la Luna, su cara y su

corazón se llenaron de risa; golpeando su sonoro caparazón con la cola, entonó

canciones tan divertidas, que al final recibió un premio de flores por ser el más musical de

los animales. Con el tiempo, su fama de melódico llegó a oídos de los aimaras. Desde

entonces persiguen al Tatú para quitarle su caparazón, con el que fabrican una especie

de pequeña guitarra, el "charango".

La fiesta de la luna (tradición aimara del altiplano)

1. ¿Cómo se llama el lago?

2. ¿Cómo se llaman las islas?

3. ¿Qué se celebraba?

4. ¿Cuál era el animal más vanidoso?

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5. ¿Por qué el zorro le hizo una broma al almadillo?

6. ¿Qué defectos tuvo el traje del almadillo?

7. ¿Cuál fue el premio para el almadillo?

8. ¿Qué fabrican con el tabú?

Page 16: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

LAGUNA GUATAVITA Leyenda colombiana

Aventureros del Viejo Mundo oyeron hablar de un tesoro fantástico, oro y esmeraldas,

gemas del tamaño de un huevo, allá en la lejana América del Sur, en el Perú, en Quito, en

las montañas y valles de Bogotá. Se pusieron en camino a través de cordilleras

desconocidas, de selvas húmedas y ríos salvajes, cruzando ciénagas llenas de

sanguijuelas y caimanes. Nada los detuvo, ni la muerte de compañeros y esclavos, ni la

sed ni el hambre. Se comieron hasta los perros que los acompañaban y toda cosa viva

que encontraron a su paso. Uno vino del norte, Gonzalo Jiménez de Quesada, hombre de

leyes, que guerreó con los pueblos chibchas. Otro avanzó por el oriente, desde

Venezuela, Nicolás Fe- derman. Sebastián de Benalcázar dejó Perú y atravesó territorios

desde el sur. Ninguno descubrió el tesoro de los chibchas, habitantes de los valles de

Bogotá, que vivían a orillas de largos ríos impetuosos como el Magdalena. Ninguno de los

hombres del Viejo Mundo descubrió el oro y las gemas que se encuentran al fondo de la

laguna Guatavita, custodiados por la diosa serpiente de las profundidades. Cada año, el

Zipa, jefe sagrado, semidiós al que revestían de polvo dorado, se bañaba en la laguna

Guatavita dejando una estela brillante como el sol. Tras él, los sacerdotes arrojaban al

agua miniaturas de oro que representaban barcos, cántaros, dioses, objetos copiados de

los que usaba el Zipa en la vida diaria. Y en seguida, esmeraldas, verdes como el agua

verde, para que Furatena, la diosa serpiente, abonara las raíces de los árboles y les diera

frutos abundantes y aumentara los animales de caza. Si Furatena aceptaba los regalos, el

Zipa salía del baño ritual sin una mota de oro en su cuerpo. Entonces los sacerdotes y el

pueblo chibcha que contemplaban desde las orillas la ceremonia, entonaban cantos y

lanzaban gritos y arrojaban más joyas al centro de la laguna. Los hombres del Viejo

Mundo descubrieron tierras nuevas, frutos nunca antes gustados, animales extraños,

pájaros e insectos como gemas. Encontraron otra clase de tesoros: flores increíbles, las

orquídeas que pendían de las ramas en las selvas, mariposas del tamaño de una mano. Y

abrieron caminos para los cazadores de orquídeas y mariposas, de caimanes y tortugas.

Luego, fundaron ciudades. Gonzalo Jiménez de Quesada puso la primera piedra de la

ciudad de Santa Fe de Bogotá, y llamó a la región Reino de Nueva Granada. Escribió el

libro Relación de la Conquista. Nicolás Federman intervino en la colonización de

Venezuela y escribió sus aventuras en Narraciones. Sebastián Benalcázar fundó, de

paso, Quito y Guayaquil. Hasta hoy, la diosa serpiente guarda el tesoro en el fondo de la

laguna Guatavita.

Page 17: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

Laguna guatavita (leyenda colombiana)

1. ¿Qué buscaban las aventureros del viejo mundo?

2. ¿Quiénes eran los aventureros?

3. ¿descubrieron el tesoro?

4. ¿Dónde vivían los chibchas?

5. ¿Quién es zipa?

6. ¿Qué descubrieron los hombres del viejo mundo?

7. ¿Quién puso la primera piedra y donde la puso?

8. ¿Qué hizo Nicolas Federman?

9. ¿Qué hizo Sebastian Benalcazar?

10. ¿Dónde está el tesoro?

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EL DUEÑO DEL FUEGO Mito de las tribus yanomani del Alto Orinoco, Venezuela

Cerca de donde nace el Orinoco, gran río que atraviesa Venezuela, vivía el Rey de los

caimanes pequeños, llamado Babá. Su mujer era una rana grandota, que a pesar de su

enorme boca, sabía callar. Porque este extraño matrimonio de rana y caimán tenía un

secreto que ignoraban no sólo los animales, sino también las tribus de los hombres que

habitaban en las sombreadas riberas. Sin embargo, todo se descubre en este mundo. El

Caimán Babá guardaba el secreto en el fondo de su garganta, lugar seguro, protegido por

la corrida de dientes del animal. Los dos con la Rana solían esconderse en una caverna a

la que habían prohibido entrar. Decían: —No sale con vida el que se mete en nuestra

caverna, porque allí vive un dios que todo lo devora. Sólo nosotros, reyes del agua,

podemos entrar.

Por cierto, a nadie se le ocurría acercarse a la caverna, temerosos del dios devorador.

Pero un día la Perdiz Colorada en su apuro por construir el nido, se metió a la caverna sin

darse cuenta. Al trajinar buscando pajuelas, encontró unas hojas y unas orugas

chamuscadas. —Qué raro —pió—, parece que el fuego del cielo anduvo por aquí. Por

curiosidad, probó las orugas tostadas y encontró que su gusto era mucho mejor que

cuando estaban crudas. Se fue aleteando a ras del suelo, para contar su hallazgo a

Tucusito, el Colibrí de plumas rojas. Sin aliento casi, contó: —Oye, encontré una oruga

cocida en la gruta del Rey Caimán y tenía un gusto muy bueno. —¿Y no te pasó nada en

la caverna? —preguntó Tucusito, espantado. —Nada. Parece que allí el Caimán y la Rana

cuecen orugas, por eso no quieren que nadie entre. — ¿Cómo lo harán? —trinó el

Tucusito. —Habrá que averiguarlo —pió la Perdiz. El Pájaro Bobo, que andaba por ahí

cerca, los oyó y quiso saber: — ¿Qué hay que averiguar? —Nada, nada... —alcanzó a

decir el Colibrí. Pero la Perdiz Colorada no se contuvo y chilló: —El Caimán y su mujer

comen orugas cocidas. — ¿Y cómo las cuecen? —preguntó Bobo. El Colibrí, algo molesto

con la Perdiz por no haber callado algo tan secreto, suspiró: —Eso es lo que tenemos que

averiguar. —¡Yo les ayudaré, yo les ayudaré! —chilló Bobo, feliz con la aventura. —Muy

bien —aceptó el Tucusito—, pero no tienes que decírselo a nadie. Si el Caimán Babá se

da cuenta de que intentamos descubrir su secreto, sin duda nos comerá, y bien cocidos.

Asustados, la Perdiz y el Pájaro Bobo prometieron callar. Ocultos bajo los matorrales,

urdieron un plan. —Como mis plumas son oscuras, puedo espiar en la caverna sin que se

note mi presencia —ofreció Bobo. —Pero cuidado con chistar —advirtió el Colibrí. —Sí,

Page 19: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

mucho cuidado —prometieron la Perdiz y Bobo. Durante un día completo espiaron a Babá

y la Rana. Al anochecer, la Perdiz y Tucusito los vieron dirigirse a la caverna, el Caimán

corriendo, la Rana saltando. Bobo estaba adentro hacía rato, en lo más sombrío,

confundiendo sus plumas con la noche de la caverna. Sólo sus ojos lanzaban chispas de

emoción. El Caimán entró seguido de su esposa, la que traía un montón de orugas en la

ancha boca; las dejó caer delante de Babá y se puso a cantar: —Abre tu boquita, querido

Caimán, necesito brasas para cocinar. Babá abrió la tremenda tarasca y el Pájaro Bobo

vio que de su garganta brotaban lenguas rojas y brillantes. "Ay —pensó encogiéndose—,

parece fuego del cielo." En ese momento la Rana croó: —Hazme una fogata para las

orugas, se queman las hojas, los bichos se arrugan. El Caimán lanzó una llama con fuerte

soplido y encendió la hojarasca ya preparada. Las orugas chirriaron al asarse, pero el

matrimonio estaba tan ocupado devorando las presas, que no se fijó en el Pájaro Bobo,

súbitamente iluminado por las llamas. Una vez satisfechos, el Caimán y la Rana se

durmieron, mientras las brasas echaban los últimos chisporroteos. Bobo salió con su torpe

vuelo a comunicar a sus amigos el resultado de la pesquisa. Encontró a Tucusito en su

enramada. —Oye, amigo, traigo novedades —susurró para que nadie más lo oyera. —

¿Qué averiguaste? —aleteó impaciente el Colibrí. —¡No lo vas a creer! El Caimán guarda

fuego en su garganta y con él enciende las hojas y cocina las orugas. —¿Estás seguro de

no haberlo soñado? Porque entonces el Caimán se quemaría la boca. Bobo se enojó un

poco. —Es imposible soñar algo tan fantástico. El Caimán, como Rey, tiene poderes de

los dioses y puede guardar fuego del cielo en su boca. Yo mismo lo vi, asó las orugas en

un segundo y luego se las comieron con la Rana. Volaron a contarle a la Perdiz Colorada

el secreto del Caimán. Pero había otro problema. —¿Cómo podremos quitarle el fuego sin

quemarnos? —meditó la Perdiz. —¿Y sin que nos devore con sus feroces dientes? —

agregó Bobo. —Mañana lo pensaremos —decidió Tucusito. Cansados de vigilar y de

guardar el secreto, los tres se fueron a dormir. En cuanto el sol pintó los árboles y los

matorrales, los amigos se juntaron en el nido de laPerdiz. —He pensado que el único

momento para robarle el fuego al Caimán es cuando bosteza —dijo Bobo. —Babá nunca

bosteza y tampoco se ríe. Es el bicho más serio y pesado que conozco —advirtió la

Perdiz. —Ah, ésa es la solución —trinó Tucusito—, ¡hacerlo reír! Cuando abra la tarasca,

como soy el más rápido y el más chico, me meteré hasta el fondo de su garganta y le

robaré el fuego. Esa misma tarde, cuando todos los animales estaban reunidos junto al

río, bebiendo y charlando, la Perdiz y el Pájaro Bobo llegaron haciendo piruetas que

hicieron reír a la concurrencia. Sólo Babá seguía serio, apretando las mandíbulas. La

Page 20: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

Rana, que chapoteaba en el barro, lanzó una risita nerviosa: —¡Qué divertidos están hoy!

¿Dónde aprendieron esos bailes? —Viendo moverse las ramas —chilló la Perdiz,

balanceándose y arrastrando las plumas de la cola. De pronto, el Pájaro Bobo recogió un

pelotón de barro y tomó impulso elevándose a duras penas a cierta altura del suelo.

La Rana estaba boquiabierta riéndose de los torpes contoneos de la Perdiz, cuando Bobo,

con gran puntería, dejó caer la pelota de barro en la boca misma de la Rana, que de la

risa pasó al atoro. Al ver los apuros de su mujer, el Caimán no pudo aguantar la carcajada

y abrió de par en par las fauces, riendo como nunca en su vida lo había hecho. Tucusito,

que observaba desde el aire, se lanzó en picada y en un santiamén le robó el fuego con la

punta de sus alas, elevándose en seguida hasta las ramas secas de un enorme árbol, que

ardió de inmediato. Furioso, el Rey Babá gritó: —Ustedes se robaron el fuego, pero otros

lo aprovecharán. En vez de las orugas, serán ustedes los que arderán. Mi mujer y yo

viviremos donde nace el gran río y seremos inmortales. El Rey de los caimanes pequeños

y la Rana se sumergieron en las aguas y desaparecieron para siempre. Con sus plumas

chamuscadas de oro, el Colibrí danzó en el aire, la Perdiz dio unos torpes vuelos y el

Pájaro Bobo no paró de chillar "bo, bo, bo", celebrando el robo del fuego. Sin embargo

ninguno de los animales supo aprovecharlo. Los hombres que vivían junto al río Orinoco,

se apoderaron de las brasas que durante muchos días ardieron en la sequedad del

bosque, y aprendieron a cocinar los alimentos y a conversar durante las noches en torno

a las fogatas. Asaron la carne de los animales y ya no hicieron ruido al masticar.

Convirtieron al Colibrí Tucusito, al Pájaro Bobo y a la Perdiz Colorada en sus animales

protectores por haberles regalado el don del fuego.

El dueño del fuego (mito tribus yanomani del alto Orinoco, Venezuela)

1. ¿Dónde vivía el rey de los caimanes, babá?

2. ¿Quién era su esposa?

3. ¿Dónde guardaba su secreto el caíman?

4. ¿Quién entro a la caverna?

5. ¿Cuál era el secreto?

6. ¿de dónde salía el fuego?

7. ¿Cómo se robaron el fuego del sapo?

8. ¿en que se convirtieron el colibrí tucusito, pájaro bobo y perdiz colorada?

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EL CONEJO QUE QUERIA CRECER Leyenda mexicana, cultura zapoteca

El Dios de los zapotecas, que es el mismo Dios de todos, se sentó en su trono de plumas

de "ave del Paraíso" y rió largamente. Su risa era igual a un trueno interminable, pero el

cielo estaba azul de pura alegría, porque Dios había terminado recién de crear los

animales. — ¡Oh, jo, jo! ¡Qué divertido resultó crear los animales! Unos tienen orejas

grandes y cola pequeña; otros, orejas chicas y colas larguísimas. El oso se balancea con

sus piernas cortas y sus patas empuñadas; el jaguar tiene graciosas manchas para

confundirse con los matorrales. ¡Y para qué hablar de los ciervos, rápidos para correr y

con una especie de árbol en la cabeza! El mono es el que más me entretiene, con su

facilidad para imitar todo lo que ve. Dios no terminaba de celebrar mirando su creación.

Los animales estaban felices de ser como eran. Sólo uno de ellos se sentía descontento.

No tardó en presentarse con su reclamo ante el trono de Dios. —Señor, me hiciste

demasiado pequeño —alegó el Conejo—. Es verdad que soy rápido y tengo maña para

que no me cacen ni el jaguar, ni la culebra, ni el caimán. Pero si tuviera un porte mayor,

digamos, como el que tiene el oso o el puma, todos me tendrían respeto. —Hay otros más

pequeños que tú y no se han quejado —contestó Dios, sonriendo. —Si te refieres a los

ratones, son seres sin dignidad que viven del robo. En cuanto a las aves, sus alas les

permiten volar igual que los ángeles. Otros, como la tortuga y el armadillo, se defienden

con sus corazas. Sólo yo estoy en desventaja. Pronto mi raza desaparecerá de tu

creación. El Señor de los zapotecas contempló un rato al Conejo y dijo por último: —Si me

traes las pieles de un jaguar, de una serpiente, de un mono y de un caimán, te haré

crecer. El Conejo volvió a la Tierra de un salto y se puso a trabajar de inmediato. Fabricó

una cuerda bastante firme y afiló un trozo de obsidiana. Se acercó prudentemente a la

madriguera del jaguar y se escondió entre las hierbas, donde empezó a lamentarse a toda

voz. —¡Ay! ¡Qué terrible noticia! [Ay! ¡Qué espantoso desastre! Alarmado con razón, el

Jaguar salió de su escondite. — ¿Qué pasa? ¿Quién anuncia desgracias? El Conejo

asomó la cabeza y explicó: —Vengo de visitar al Padre Dios y me ha dicho que se acerca

un huracán como hace años no se ha visto. Dijo que sólo amarrándose a un árbol grande

es posible salvarse. El Jaguar se estremeció de miedo. —¿Cómo puedo amarrarme a un

árbol grande? —gimió. El Conejo le mostró la cuerda que había tejido. —Puedo amarrarte

con esto, y, con lo que sobre, me amarraré yo. El Jaguar, agradecido, se dejó atar a un

tronco; el Conejo no perdió tiempo, tomó un palo, aturdió al jaguar y le sacó el pellejo con

el cuchillo de obsidiana. Escondió la piel en su madriguera y se puso a observar a los

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monos que jugaban entre las ramas de un bosque. Al poco rato ya sabía qué hacer: tomó

la obsidiana y fingió que se la pasaba por la garganta, lanzando al mismo tiempo largas

carcajadas, como si aquello le produjera gran diversión. Varias veces repitió el gesto y sus

risas se hicieron más y más locas y prolongadas. Luego, simulando cansancio, se alejó,

dejando el trozo de obsidiana en el suelo. No demoró en bajar un mono para repetir lo que

había visto hacer al Conejo; al pasarse el filo por el cuello, se degolló. De inmediato el

Conejo se apoderó de la piel y la escondió en su madriguera. Sin perder tiempo, se afiló

bien las uñas en una piedra y se echó junto al agujero donde vivía la serpiente. En cuánto

ésta asomó la cabeza, le enterró las uñas en los ojos, indefensos al no tener párpados.

En seguida le dio algunos golpes y la descueró, guardando la brillante piel en su

madriguera. —Sólo me falta el caimán —canturreó sin el menor remordimiento. Lo divisó

tomando sol junto al río. —Oye, te convido a jugar a la pelota, es un juego muy

entretenido. Entre los zapotecas, la pelota era de piedra, cosa que el caimán ignoraba. El

Conejo tomó entre sus patas una pesada piedra y antes que el caimán dijera que sí, le

aplastó la cola, dejándolo sin fuerzas. Se apoderó de la piel en segundos y corrió a

juntarla con las otras que guardaba en su madriguera. De varios saltos, porque iba

cargado, llegó al cielo. —Señor, aquí te traigo las cuatro pieles que me pediste para

hacerme crecer —dijo, inclinándose ante el trono de plumas. —Bien veo que las traes y

también vi de qué manera las conseguiste. Te haré crecer... —murmuró Dios entre serio y

sonriente, cogiendo al Conejo por las orejas— ... te haré crecer ¡las orejas! —concluyó el

Señor lanzando al animal a la región de los zapotecas. Mirando hacia la oscura Tierra,

Dios murmuró: —Conejo ambicioso y despiadado, mataste sin dudar cuatro hermosos

animales para conseguir tu deseo. Si te hubiera hecho más grande, habrías querido ser

como yo y sentarte en mi trono. Desde entonces, el Conejo tuvo las orejas más largas que

se pueden ver entre los animales. Sus patas delanteras, con el porrazo, le quedaron más

cortas que las de atrás, y con el tremendo susto que se llevó al caer de tan alto, se le

pusieron los ojos colorados para siempre.

El conejo que quería crecer (leyenda mexicana, cultura zapoteca)

1. ¿Quién era el dios zapoteca?

2. ¿Qué animal le fue a reclamar a dios?

3. ¿Qué le pidió el dios al conejo a cambio de hacerlo crecer?

4. ¿Cómo engaño el conejo al jaguar?

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5. ¿Cómo engaño el conejo a los monos?

6. ¿Cómo ataco a la serpiente o al caimán?

7. ¿dios le dio lo que el conejo quería?

8. ¿Por qué tiene los ojos colorados?

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EL ÚLTIMO GIGANTE

En tiempos de la vela y el brasero, hace muchos años, un fuerte temblor estremeció las

montañas y, a causa del remezón, el último gigante famoso brotó de un cerro cordillerano.

Un matrimonio de montañeses algo mayores, que no tenían hijos, oyeron unos fuertes

berridos y encontraron a la criatura entre las piedras que lo habían dado a luz; nunca

sospecharon que el robusto niño era hijo de la montaña; tampoco se les ocurrió que

crecería y crecería, hasta convertirse en gigante. La mujer, doña Delmira, fue la primera

en descubrirlo y tomarlo en brazos; lo arropó con su manto y lo quiso de inmediato. —

¿Quién sería la mala madre que abandonó a un crío tan hermoso? —se preguntó

escandalizada. —Tal vez no podía amamantarlo —argumentó Evaristo, el marido. —

Nosotros lo criaremos con la leche de nuestras cabras monteses —exclamó Delmira,

riendo al sentir que el niño, hambriento, buscaba su pecho. —¿Piensas quedarte con el

guachito? —preguntó el hombre, no muy contento—. ¿Cómo sabes si después, cuando

esté criado, no viene su madre a reclamarlo? No había terminado de hablar, cuando la

montaña lanzó un gruñido y la tierra se estremeció bajo sus pies. Asustados, ambos

corrieron buscando refugio bajo un frondoso boldo. El niño no dejaba de chillar. Pasado el

susto, Delmira razonó: —Lo mejor es volver pronto a casa. Allá alimentaremos al niño y lo

envolveremos en una de tus camisas. Luego, pensaremos qué hacer. A Evaristo le

pareció bien lo último, pero no lo de su camisa. Mientras trotaban hacia la cabaña,

continuaron discutiendo: —¿Por qué envolverlo en una de mis camisas? ¿No te parece

que una de tus enaguas serviría mejor? —¡Qué egoísta eres, Evaristo! Vas a ser padre de

un hermoso niño y le mezquinas una pobre camisa toda parchada. —Parchada estará,

pero es la única que tengo fuera de la que llevo puesta. Además, ¿quién te dijo que quiero

ser padre de este guachito? La madre montaña volvió a estremecerse, echando a rodar

piedras por el sendero donde iba el matrimonio. Ambos se pusieron a correr olvidando sus

desacuerdos. Una vez en casa, el hombre tuvo que entregar la camisa y la mujer aportó

su chai de lana. —Anda a lechar a la Casilda para alimentar al niño que llora de hambre

—urgió Delmira. Evaristo no discutió, con tal de que la criatura se callara. Desde ese día

las cabras empezaron a dar tanta leche, que tuvieron no sólo para alimentar al hambriento

hijo de la montaña, sino también para regalar y vender. —Parece cosa de magia —

comentó una noche Evaristo a su mujer—. He observado que cuando llevo a pastar el

rebaño al monte donde encontramos al muchacho, aumentan los litros que dan las

cabras, en especial nuestra Casilda. —Yo he notado otra cosa —contestó Delmira—, y es

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lo rápido que crece el niño, sobre todo si lo comparo con el crío de Clorinda o el de

Carmela: parece hijo de gigantes. Ésta fue la primera vez que mencionaron la verdadera

naturaleza del niño. La montaña no dejó de celebrarlo, moviendo la tierra en torno hasta

hacer caer los cacharros de las repisas; ollas y teteras rebotaron bulliciosamente como

una larga carcajada. Un cacharro de greda no resistió tanto gozo, y estalló por un

costado, derramando el azúcar rubia que contenía. La criatura devoraba jarros de leche,

platos hondos de cuajada. Pero el matrimonio no tenía de qué preocuparse: no sólo las

cabras dieron más leche, sino que los cerdos aumentaron sus carnadas y las gallinas

pusieron hasta dos y tres veces al día. Llegó un momento en que tanta abundancia les dio

mucho trabajo; no pudieron hacerlo con su sola fuerza y tuvieron que contratar a los

muchachos del vecindario para que les ayudaran. Una tarde, en un rato de descanso,

mientras Delmira ponía unas tortillas al rescoldo para tomar mate, confió a Evaristo algo

que la preocupaba hacía tiempo: —El niño nos ha traído muchas bendiciones y todavía no

le hemos puesto nombre. ¿No crees que ya es tiempo de bautizarlo en la iglesia del

pueblo? El hombre pensó un rato: —Todavía es muy pronto —dijo al fin—. Pueden

aparecer sus padres y reclamar que lo hayamos inscrito como hijo nuestro en el registro

de la parroquia. —El niño ya va a cumplir tres meses y no se ha oído que alguien lo eche

de menos. Ha crecido tanto, que ya parece que tuviera un año, y tú sabes que es malo

para la criatura estar sin el agua bendita y sin nombre. —Voy a conversarlo con el cura —

dijo Evaristo, para no seguir una discusión que de todos modos iba a perder. Así fue. A la

semana estaban ambos en la iglesia del pueblo, con el niño, al que apenas podían cargar.

Cuando el cura lo vio, pensó que los padres habían mentido sobre su edad. —¿Cuánto

tiempo dicen ustedes que tiene la criatura? —Tres meses, señor cura, ni un día más. —

Mmm..., debe pertenecer a la raza de los gigantes y si es así yo no puedo...

El sacerdote no alcanzó a decir más: la iglesia empezó a balancearse en varias

direcciones, moviendo sus altares, sus santos y sus luces y echando al vuelo las

campanas. Apenas terminó el temblor, el cura, olvidando las explicaciones teológicas de

por qué los gigantes no se pueden bautizar, echó el agua bendita, puso los óleos al niño y

le dio el nombre elegido por los padres: Efraín, que significa "tener hijos y dar frutos". De

este modo el matrimonio expresó su gratitud por el regalo hallado en la montaña. Efraín

no paró de crecer hasta los quince años, en que su estatura alcanzó los cuatro metros y

algo más, lo que no es excesivo si se la compara con la altura de los gigantes de la

antigüedad. Por cierto que al comienzo, no sólo del vecindario, sino de todos los pueblos

Page 27: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

cercanos, vino gente a mirar al fenómeno; pero pronto se acostumbraron y hasta solían

pedirle ayuda para levantar piedras y troncos, o cualquier cosa pesada. Sus padres,

ancianos ya, contaban con él para que les ayudara en los trabajos del campo. Efraín se

preocupaba de llevar las cabras a la montaña, de recoger leña y de alimentar a otros

animales que habían adquirido, bueyes para labranza y vacas que daban abundante

leche. Efraín necesitaba alimentarse como diez hombres, no sólo por su tamaño, sino por

el duro trabajo que hacía. Como las tierras del matrimonio no alcanzaban para alimentar

tanto ganado, tuvieron que pedir talaje en los campos vecinos, y buscar el pienso en

valles abrigados. El tiempo de mayor escasez coincidía con el invierno, cuando faltaba el

pasto. Las colinas, desoladas, estaban cubiertas de nieve. Efraín las recorría una y otra

vez, dejando anchas huellas de sus pasos. Un gran silencio surgía de las quebradas,

donde apenas corría un hilillo de agua. Este silencio inquietaba al joven gigante, como si

le faltara una voz querida, un apoyo necesario. No había comprendido aún que su

verdadera madre era la montaña que ahora dormía bajo su capa de hielo. Ni Delmira ni

Evaristo habían querido contarle que era un niño hallado. Fueron tantas las huellas que

Efraín dejó en la nieve, que parecía campo arado. Entonces se le ocurrió la idea de labrar

las colinas y sembrar en ellas la alfalfa que faltaba a sus bueyes, el maíz para las gallinas,

y girasoles para los cerdos. Su alma de gigante se llenó de alegría al pensar en la

cosecha; mientras enyugaba los bueyes y los ataba al arado, su canto parecía el

murmullo de un trueno que no termina.

De todas partes vinieron a mirar al gigante que araba la nieve, subiendo montes tan

empinados, que parecía que los bueyes iban a caer de espaldas. —Se ha vuelto loco —

era el comentario burlesco que iba de boca en boca. Sus ancianos padres se afligían; no

comprendían del todo lo que hacía el hijo, pero confiaban en él; creían en su buen juicio,

que por ser el de un gigante, apreciaba cosas que ellos no alcanzaban a divisar. Esa

primavera las colinas en torno a la cabaña reverdecieron, creció la alfalfa, se irguieron

lentamente los tallos del maíz, y los girasoles. En el verano fue una alegría contemplar

montes donde ondulaba el pasto con el viento, y brillaban al sol las mazorcas amarillas

del maíz y las pesadas cabezas de los girasoles. Ya nadie se burló de los trabajos de

Efraín; sus padres bendecían el día en que lo recogieron en la montaña. En los años

siguientes, los sembrados se fueron turnando en las antes áridas colinas; cambiaban de

color, del verde, al azul, cuando florecía la alfalfa; y del amarillo del maizal, al naranja de

los girasoles. Hubo una vez en que se añadió el rojo. Esto ocurrió cuando la madre tierra

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hizo crecer añañucas encarnadas y lirios rosados, para alegrar y agradecer los desvelos a

doña Delmira, que ya muy viejita, no se movía de su sillón. No paraba de trabajar, hilando

la lana de sus ovejas. —Efraín necesita muchos vellones para cubrir su enorme cuerpo —

explicaba a las vecinas que venían a ayudarle a tejer en el telar. Un día a los padres les

llegó la hora de descansar y cerrar los ojos. Mientras sus almas subían al cielo, sus

cuerpos volvían a la tierra. Efraín, siguiendo una orden misteriosa, los llevó a sepultar en

aquella quebrada donde, a raíz de un temblor, antaño brotó de las piedras. Cuando abrió

la doble fosa, comprendió que tenía dos madres, que ahora se hacían una sola. Su padre

Evaristo daría su carne y sus huesos a los árboles sagrados del canelo y la araucaria; el

gigante lo reconocería en todos los árboles que sostienen nidos y florecen y dan fruto. De

una mirada, Efraín abarcó campos y pueblos, sintiendo su vida cumplida; entonces se

internó montaña adentro, subió hasta las nieves eternas, y se transformó en una de las

cumbres de la cordillera. Esto que sucedió hace tantos años, todavía provoca temblores y

terremotos de alegría a la madre tierra, que no termina de celebrar al único gigante

bautizado.

El ultimo gigante

1. ¿de dónde salió el gigante?

2. ¿Quién fue la primera persona en ver al niño?

3. ¿Qué paso con la leche?

4. ¿Cómo llamarón al niño y que significa?

5. ¿Cuánto media a los 15 años?

6. ¿Qué hizo el gigante en las montañas?

7. ¿Qué le paso a los padres del gigante?

8. ¿de qué se dio cuenta el gigante?

9. ¿Qué eran los árboles?

10. ¿en qué se convirtió Efraín?

Page 29: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

LA LEYENDA DEL CERRO DE PLATA

Hace muchos años, una pequeña pastora guiaba cada día su rebaño de cabras hacia los

valles verdeantes que entonces rodeaban las cercanías de Copiapó. Apenas aclaraba en

la Sierra de Chañar- cilio, Flora salía de su cabaña, que se encontraba en un lugar

llamado Punta de Pajonales y arreaba su piño hacia los pastos. Invierno y verano cumplía

esta labor. La acompañaban las estrellas mayores, donde creía ver los ojos de su madre

que la protegían desde el cielo. Porque su madre había muerto al nacer ella. Vivía con su

padre, Juan Normilla, en una ruca de barro y paja cuya puerta miraba hacia la cordillera,

por donde sale el sol, como es tradición entre los indios. Las estrellas, los planetas, la

luna y el sol estaban en la cabecera de sus camas al despertar y a los pies de sus sueños

al anochecer. La mañana en que empieza esta historia era fría, pero el aire transparente y

apenas húmedo se entibiaba rápido al salir el sol. En su camino, Flora atravesó bosques y

extensos matorrales que entonces crecían en la zona. Siguiendo a sus animales, la

pastora entonó su diaria canción con el acompañamiento de un tintineo; el son cristalino

de la campanilla de plata que llevaba al cuello la cabra madrina. Según Juan Normilla,

aquella campanita era muy antigua: estaba hecha a golpes de piedra por un antepasado,

con el mineral de un enorme cerro de plata, cuyo secreto guardaban los indios desde

antes que llegaran los españoles. Juan contaba estas viejas historias a su hija, al caer la

noche, cuando se sentaban al calor del brasero a comer su sencillo alimento: pan y queso

de cabra, hechos por las manos de Flora. Esa tarde, al regresar con su rebaño, la niña

quiso saber más de los españoles y de los tesoros ocultos. —¿Cómo eran esos hombres,

padre? ¿Qué venían a hacer? —Eran ambiciosos y valientes. Sólo querían hallar las joyas

y adornos de oro y plata, y los minerales de donde se sacaba el material precioso. El oro

pertenecía al sol y la plata, a la luna. El primero en llegar fue Almagro, bravo y orgulloso,

de trato duro, que despreciaba a los indios. Nuestros antiguos padres supieron que se

acercaba, porque siempre había espías atentos. Las poderosas tribus del norte, los incas,

que dominaban nuestros territorios, vigilaban constantemente a nuestros antepasados

porque éstos solían rebelarse. Por eso, como estaban alerta, escondieron todo lo que

tenía valor, donde no pudieran hallarlo. Al ver los campos sembrados, los cacharros de

greda, las modestas rucas y la falta de lujo de nuestras vestimentas, Almagro,

desilusionado, se devolvió, creyendo que éste era un país pobre. Así lo pregonó al llegar

al Perú. —¿Vino alguien más a buscar tesoros? —Sí, llegó don Pedro de Valdivia que

también deseaba encontrar riquezas; pero se entusiasmó con la tierra, con los bosques y

Page 30: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

fundó un caserío, una guarnición que llamó con el mismo nombre indígena, Copiapó, que

significa "tierra verde o cultivada". —¿También hay escondido por aquí un cerro de oro?

—Sí, hay oro, abundante como la plata. Los españoles no tardaron en descubrir y explotar

algunos filones. Ahí empezó la tala de árboles que servían de leña para fundir los

metales. Pero sólo yo conozco donde se encuentra el cerro de plata. Flora se quedó

pensando sin averiguar más. Se encantaba con la música de las viejas historias, donde su

alma tenía raíces. Al otro día salió con sus cabras y acompañada del tintineo de la

campanita, entonó: —Yo tengo un cerro de plata, a nadie se lo diré. Sólo yo lo sé, lo sé, lo

sé... El eco repitió su canto y esto la entusiasmó para volver a cantarlo muchas veces.

Flora Normilla fue creciendo detrás de sus animales. Recorrió cerros y quebradas, y cada

vez tuvo que ir más lejos en busca de pastos, porque los mineros y pirquineros derribaron

uno a uno los árboles para encender los hornos y calentar los crisoles. Un día llegó por

Punta de Pajonales un leñador que se enamoró de la solitaria pastora y la pidió a su

padre para casarse. El leñador se llamaba Francisco Godoy. Juan Normilla, muy anciano

ya, dio su consentimiento. —Ahora tendrás quien te cuide cuando yo muera —dijo a Flora.

Al tiempo, el matrimonio tuvo un hijo, el único, al que llamaron Juan como el abuelo, y se

convirtió en el regalón del anciano pastor. A Juan Normilla le llegó la hora de morir, como

nos llega a todos. Llamó a su hija y le reveló el lugar donde se hallaba el cerro de plata. —

Este secreto no lo dirás a nadie, ni a tu marido. Sólo se lo comunicarás a tu hijo, cuando a

su vez te llegue la hora de morir. —El anciano bajó la voz hasta hacerla un susurro, como

el de los pastos que mueve el viento—: Cerca de Punta de Pajonales se halla la sierra de

Chañarcillo, que has recorrido muchas veces con tus cabras. Ese es el lugar donde está

el gran filón de plata. Y añadió otras señas conocidas sólo por él. Pasaron los años, Flora

se adentró junto con su marido por la cordillera, en busca de leña y pastos para sus piños.

Aunque nunca contó a nadie el secreto de sus antepasados, lo tenía presente en el fondo

de su memoria. Tal vez por eso crió al hijo muy consentido. Solía decirle en tono

misterioso, como quien relata un cuento lleno de magia: —No te afanes por buscar leña,

ni por aprender oficios de hombre; un día serás dueño de un cerro de plata.

Hizo mal, sin duda, pero puede perdonársele porque lo hacía para compartir un sueño, y

también porque amaba mucho a su hijo. Su durísima vida de pastora tenía dos fuentes de

consuelo y felicidad; las estrellas, ojos de su madre que la protegían, y el secreto del cerro

de plata. Pasaron los años. Ya anciana, Flora enviudó; decidió regresar a los lugares de

Page 31: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

su niñez con su hijo Juan y una majada de cabras retozonas, ahora más numerosa. A

pesar de conocer el secreto de un tesoro fabuloso, nunca dejó de ser pastora. Alzó de

nuevo su cabaña en Punta de Pajonales. Juan le ayudó en todos los quehaceres del

pastoreo y solía pasar los veranos en las empastadas cordilleranas, donde hizo amistad

con hombres rudos. Un día, pasó cerca de la cabaña de Flora, montado en un caballo

alazán, un caballero dedicado a la minería. Había hecho alguna fortuna, y se dedicaba a

explotar minerales y a buscar por los cerros nuevas vetas. Se detuvo frente a la casita y

saludó a Flora. -—Buenos días, señora. ¿No podría ofrecerme usted un mate y un queso

fresco, para calmar el hambre? He vagado desde el amanecer por estas serranías. —

Pase y siéntese, señor —invitó Flora, que era generosa con los caminantes y pirquineros

de la región. Al despedirse, agradecido, compensó con buen dinero la atención de la

pastora. El nombre del caballero era Miguel Gallo. No fue una vez sino muchas las que

Miguel Gallo tomó un refresco en la cabaña de la anciana Flora. En una de esas jornadas,

conoció al joven Juan Godoy, quien no tardó en entusiasmarse y en acompañar al

generoso y sencillo caballero en sus andanzas en pos de las vetas minerales. Su madre

había hecho de él un soñador de tesoros. Al poco tiempo Flora enfermó. Sintiendo que

había llegado su hora, reveló a su hijo el secreto del cerro de plata. —Si a alguien has de

contárselo, que sea a don Miguel Gallo. En él hay nobleza de corazón, no te engañará.

Sabe de explotación de minerales y compartirá contigo la riqueza. Cualquier día otro

puede descubrir el filón que te pertenece por herencia; las leyes han cambiado y te lo

quitarán. Ten confianza en don Miguel. La pastora se fue en paz al cielo de las grandes

estrellas donde estaban los ojos de su madre y el brasero encendido de su padre.

Juan recorrió por todos lados la Sierra de Chañarci- 11o. Las lluvias, abundantes esos

años, habían desnudado la veta de plata y al muchacho no le costó hallarla. Al palpar las

entrañas preciosas, sintió una felicidad desbordante, como si todos sus antepasados

rieran con él. Sin contenerse, corrió a confiarle a Miguel Gallo su hallazgo. Inscribieron la

mina a nombre de ambos: era el quince de mayo de 1832. Pero Juan no era hombre de

paciencia. El arduo trabajo que significaba extraer mineral, le pareció una manera muy

lenta de hacerse rico. Vendió el cerro de plata a Miguel Gallo en una buena cantidad de

dinero que no tardó en dilapidar. Dos veces Miguel le dio fortuna, pero el descubridor la

gastó a tontas y a locas, en fiestas, lujos y malas compañías; no tenía amigos sino

cuando lo veían rico. Miguel Gallo no abandonó nunca a su ex socio; le compró una

heredad cerca de La Serena, donde Juan Godoy vivió sus últimos años, y murió con sus

Page 32: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

sueños y los sueños de su madre. El mineral de Chañarcillo, uno de los más fabulosos

descubiertos en el país, transformó a Copiapó en un centro importante. Acudió gente de

todas partes a trabajar el filón de plata. Años más tarde, frente a la hermosa iglesia de la

ciudad, se levantó una estatua en memoria de Juan Godoy. Pocos recuerdan a su madre,

la sencilla pastora que cantaba detrás de su majada sobre un cerro de plata. Ahora

camina entre las estrellas, oyendo tintinear las campanillas de sus cabras celestiales.

La leyenda del cerro de plata

1. ¿de donde era la pequeña pastora?

2. ¿con quién vivía la pastora?

3. ¿Cómo era Almagro?

4. ¿Por qué se devolvió Almagro?

5. ¿Quién era pedro de Valdivia?

6. ¿Cómo se llamaba la pastora?

7. ¿con quién se casó flora?

8. ¿Qué le reveló Juan a su hija?

9. ¿Dónde estaba la plata?

10. ¿a quién conoció y siguió Juan Godoy?

11. ¿Qué hizo Juan en el tesoro?

12. ¿Qué paso con Juan?

Page 33: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

EL BARCO HUNDIDO EN EL CANAL ANCHO

En el invierno de 1928, en la zona de los canales, en una isla del grupo Milnes, varó un

vaporcito cargado con el mejor carbón de las minas de Cardiff. Los tripulantes y el capitán

se salvaron, pero el navio quedó con su carga completa a medio sumergir, prácticamente

colgado de una aguja o roca submarina. Sólo la proa y el castillo afloraban sobre el agua.

Lo alejado y peligroso del sitio donde se produjo el accidente hizo desistir a la compañía

de seguros de cualquier intento de reflotar el barco o recuperar el cargamento.

Simplemente lo dieron por perdido. Las claras aguas del Canal Ancho conservaron su

presa durante dieciocho años, es decir, hasta 1946, en que estalló en Chile una

prolongada huelga de los trabajadores del carbón, dejando sin este combustible a la zona

austral, especialmente a la ciudad de Punta Arenas. Las consecuencias más graves

fueron para los barcos destinados a ese puerto por la Armada, que tenían importantes y

variadas misiones, como hacer constantes sonda- jes en el Estrecho de Magallanes y en

los canales, porque las corrientes marinas y los sedimentos hacen cambiar la

configuración de los fondos, provocando accidentes y naufragios en las naves de mayor

calado. También deben reponer las baterías de faros y balizas y llevar a tiempo los

víveres a los hombres que viven aislados en los faros de difícil acceso, como es el caso

del Evangelistas. En esos años, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, los buques

chilenos se surtían de carbón y la falta de este combustible era desastrosa. Si bien cerca

de Punta Arenas, al sur de Otway, existía una mina de carbón, su rendimiento en calorías

era muy bajo y se necesitaban por esto grandes cantidades para hacer funcionar los

escampavías. Dichos barcos no podían cargarse en exceso y habrían tenido que

aprovisionarse a menudo, con una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. El comandante

Arturo Swett, hoy fallecido, estaba destinado en ese tiempo a Punta Arenas, al mando del

Cabrales y de dos barcos más. Era muy estudioso, con un gran ascendiente sobre sus

hombres. En uno de los "derroteros", gruesos libros que guardaban la historia detallada

de nuestras costas, descubrió el relato del barco hundido en el Canal Ancho. De

inmediato se puso en contacto con el ingeniero del Cabrales y le comunicó su proyecto.

—Ingeniero Mandiola, usted sabe el problema que tenemos. He pensado en la posibilidad

de extraer carbón de Cardiff, de un barco que naufragó el año 1928 en el Canal Ancho.

Vea cómo puede realizarse esta maniobra. El ingeniero no dejó de asombrarse ante la

osada empresa. —Es arriesgado, pero muy interesante. Me llevaré los antecedentes para

Page 34: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

estudiarlos. —Tiene que ser una operación rápida, porque temo que de un momento a

otro tengamos que parar los buques. —Sí, mi comandante, pondré todo mi empeño. El

asunto tiene su atractivo, un barco hundido en 1928... Una chispa de entusiasmo brilló en

los ojos de Man- diola; ubicar y aproximarse al barco del que sólo afloraba la proa y

programar la operación con los buzos, era un verdadero reto a la pericia marinera. El

carbón no se echa a perder bajo el agua, al contrario, mejora su calidad. La idea del

Comandante Swett, además de valiosa, era imaginativa y audaz; se presentaba una

oportunidad para poner a prueba la capacidad y el espíritu de cada hombre que

participaría en la tarea. Se estudiaron la ubicación y los antecedentes del naufragio, la

profundidad a la que tenían que descender los buzos, las corrientes del lugar y los

posibles cambios de tiempo. Viendo que era factible, se pidieron los permisos

correspondientes para sacar la carga. Precisaron el día más favorable, y tanto los oficiales

como la marinería se prepararon con entusiasmo para la operación. Todo se planeó

cuidadosa y rápidamente; las escampavías tienen gran facilidad de maniobra, gracias a

que son pequeñas y poseen un ancla especial que se agarra de cualquier fondo, además

de una "pluma" o grúa para levantar grandes pesos. Se alistaron dos buzos, ensayando

con los pesados trajes de antaño; ellos harían el reconocimiento de las bodegas

sumergidas, buscando el sitio adecuado para abrirlas. Una mañana a fines del verano,

con un cielo ligeramente nuboso y mar tranquila, el Cabrales, seguido de las otras

escampavías, partió rumbo al Canal Ancho, en el lugar donde las pequeñas islas casi se

juntan. El Comandante, serio y poco demostrativo, iba tranquilo, como si aquella fuera una

labor rutinaria. Al cabo de día y medio llegaron al sitio exacto y los buzos, que parecían

verdaderos monstruos con sus escafandras y cables conductores de oxígeno,

descendieron. Hubo una nerviosa espera, hasta que llegaron las señales que confirmaron

el hallazgo. Los buzos tuvieron que trabajar bastante apartando algas y bancos de

cholgas adheridas al casco, las que se enviaban prontamente a la superficie en los

"chinguillos", especie de canastos, donde los marineros se apresuraban a recoger el

preciado alimento. Guiándose por la luz que penetraba a través de la claridad del agua,

recorrieron puentes y cabinas hasta dar con las bodegas. Para abrirlas, colocaron

detonantes de poco calibre y subieron al barco para hacer efectivo el disparo. El agua se

levantó apenas en el sitio de la explosión y cuando la arena removida se aconchó, bajaron

de nuevo los buzos con los chinguillos. Un grito de triunfo acogió la aparición de la

primera carga de carbón. Entonces prepararon la grúa para ayudar a los buzos a subir el

valioso combustible. La faena fue pesada y larga. Durante cuatro días, buzos y marineros

Page 35: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

trabajaron sin descanso llenando las bodegas del Cabrales y de las otras escampavías

con el buen carbón inglés. Al terminar la tarea, fue natural que desearan investigar qué

otras cosas ocultaba el barco. Al recorrer cabinas y pasillos tanto tiempo sumergidos,

hallaron toda clase de objetos en muy buen estado, como porcelanas, cristales y aparatos

marinos. Los chinguillos subieron cargados de curiosidades que hasta cierto punto

despertaron la codicia de los hombres. El Comandante Swett puso freno de inmediato: —

Todo objeto que se saque del barco pertenece a la Armada. Zarparemos en media hora.

De este modo se sorteó una etapa difícil, con el carbón obtenido gracias a la imaginación

de un hombre y el trabajo aplicado de muchos.

El barco hundió en el canal ancho

1. ¿en qué año se hundió el barco?

2. ¿Qué consecuencias trajo la huelga de los mineros?

3. ¿Cómo se llamaba el comandante?

4. ¿Qué se le ocurrió al comandante?

5. ¿a quién le pidió ayuda?

6. ¿Cómo se llama el barco que ayudo en la operación?

7. ¿Cómo abrieron las bodegas?

8. ¿Qué paso después de hallar el carbón?

Page 36: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

LOS AZULES

Cuando muchacho, fui muy aficionado a hacer excursiones a la cordillera durante los

veraneos. Uno de los sitios más hermosos y extraños que recuerdo es aquel llamado "Los

Azules". La excursión duraba dos días y había que preparar un equipo liviano para

ascender por difíciles quebradas y riscos. Me acompañaron dos baqueanos

experimentados: Pedro, anciano fuerte y enjuto, y Gálvez, de mediana edad. Mientras yo

usaba zapatos especiales, chaquetón forrado, gorro de lana y el rifle que mi padre solía

prestarme para cazar conejos, ellos lucían sus viejos ponchos y unos sombreros que no

se sacaban jamás. Gálvez llevaba una escopeta de esas antiguas con el percutor externo

y de un solo tiro. Pensé que el arma le estallaría al primer disparo. Entre los dos nos

repartimos las mochilas. Pedro subía calzado con ojotas y llevaba un tarro con un aro de

alambre colgado del dedo meñique: era su olla, su cantimplora y su plato. Al llegar a un

portezuelo, Gálvez mató una liebre con toda limpieza y la colgó a su espalda. —La

comeremos esta noche —fue el breve comentario.

Había allí un explanada llena de agujeros hechos por los cururos, un verdadero campo

minado. Vimos amanecer a mitad de la quebrada de El Canelo: una a una se iluminaron

las grietas sombrías, las rocas adquirieron relieves inesperados, todo fue coloreándose

con la brocha del sol. Tomamos un rápido desayuno en las cantimploras con café; Pedro

lo preparó en su tarro, el que luego llenó de agua en el delgado riachuelo que en verano

cae por la quebrada. Subimos por el lecho casi seco pretendiendo acortar camino. Un

esfuerzo terrible. En uno de los riscos vimos seis o siete cóndores en reposo. Parecían

vigilar el valle lejano. Su tamaño y su aspecto orgulloso y feroz me hicieron temblar por

dentro. Pasamos alejados del ceñudo grupo por si acaso. —No les gusta lo vivo sino lo

muerto —comentó el anciano hablando por primera vez—. Sólo atacan si se amenaza su

nido. Deben tener crías, ahora, por eso buscan carroña para llevarles. Del lecho profundo

de la quebrada surgió un zorro de pelambre amarillo-rojizo. Nos detuvimos 80

y le hice puntería; pero algo en la belleza inocente del animal me hizo desviar el tiro.

Gálvez intentó dispararle y lo detuve: —Déjalo, tiene una sola vida. El zorro desapareció

en segundos y pensé en la persecución que sufría desde siglos. Pedro, con sus ojotas de

neumático, subió sin agitarse, manteniendo el mismo ritmo, indicando con gestos la ruta

que conocía como un mapa viviente. Durante seis horas sostuvo el tarro en el dedo

Page 37: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

meñique, tomando uno que otro sorbo de agua; varias veces estuve por preguntarle si no

le dolía el dedo, pero callé ante su expresión cerrada y la dignidad que emanaba de su

delgada figura. Gálvez llevaba la liebre junto a la mochila, pensando descuerarla al final

de la jornada. En su cara de japonés mantenía una sonrisa constante y hermética. Pasara

lo que pasara, sonreía igual. Nos detuvimos a comer a media tarde. —Las "láunas" están

por allá —indicó el viejo. Ya no se divisaba el valle. Al continuar nuestra ascensión, no

tardamos en penetrar en un inmenso anfiteatro de piedra blanquecina: se abrieron delante

las lagunas azules, como ojos abiertos en la roca. En el centro, el agua tenía color verde

esmeralda; al agitarse la superficie con el viento, el color parecía trasladarse sin tocar las

orillas. Cristalina e insondables, "Los Azules" no revelaban su misterio. Para Pedro y

Gálvez escondían divinidades peligrosas y se mantuvieron alejados de sus bordes. En

cambio, aquella transparente belleza fue un incentivo para mi curiosidad. ¿Cuál sería su

hondura? Con impulso súbito tomé el rifle y apuntando al fondo disparé dos balazos cuya

resonancia desapareció en segundos, como un chasquido. Los baqueanos se espantaron.

—El espíritu del agua se vengará —pronosticó el anciano con enojo. La sonrisa de Gálvez

se acentuó con la emoción. —Puras supersticiones —dije riendo. Para demostrarles que

no temía a las "láunas", decidí darme un baño y limpiarme los sudores del día. El

escándalo sacó a los hombres de su impavidez. —Los cueros se lo van a chupar por

atrevido —dijo Pedro. —No lo haga, porque no saldrá más de ahí —agregó Gálvez,

expectante a pesar de todo. Los baqueanos, por muy crédulos que fueran, conocían los

peligros reales. El ligero temor que despertaron en mí sus advertencias desapareció ante

el deseo de sumergirme en esas aguas de cambiantes matices, donde debería

esconderse una ondina más que un desagradable "cuero". Elegí una altura para caer en

lo hondo y evitar el choque con los bordes poco profundos que se traslucían. Me desnudé

y el viento me atravesó con su latigazo celeste. Sin pensar más, me tiré de piquero. El frío

me hizo soltar el aire y sentí que me hundía sin remedio. Mis pies tocaron la pared de lava

suavizada por el roce del agua y me di un impulso tratando de ascender. Manoteando con

desesperación, logré aferrarme a la muralla de forma cónica y pude asomar la cabeza.

Semiparalizado, aspiré aunque apenas podía expandir el pecho y mi corazón casi no

bombeaba sangre. Alcancé la orilla y salí del agua medio desvanecido. Los baqueanos

me vieron aparecer como a un resucitado. Entre los dos ayudaron a vestirme. Pedro sacó

una botellita con aguardiente y tomé dos tragos que me revivieron. —Se salvó de

porfiado, no más —comentó el viejo con una risita—. Casi se nos queda en las "láunas".

—Yo vi la sombra de un "cuero" —aseguró Gálvez con su máscara sonriente.

Page 38: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

Descendimos hasta un reparo para pasar la noche; Gálvez encendió una fogata y preparó

su liebre. Nos tendimos después cerca de las brasas y el cielo era como otro brasero

infinito que no dejaba de titilar. Pensé que por poco no me hallaba visitando las galaxias.

Al otro día subí para echar una última mirada a "Los Azules": el agua semejaba una seda

azul-gris estriada de oro. Nunca más volví a ver aquellos ojos cristalinos, pero la

sensación de hielo de las aguas virginales circula aún por mis venas; creo que así debe

ser el abrazo mortal de una ondina.

Los azules

1. ¿Quiénes acompañaron al muchacho en la excursión?

2. ¿Cómo se alimentarón?

3. ¿Qué son las lanuas?

4. ¿Por qué se alejaron Pedro y Galvez?

5. ¿Qué hizo el muchacho?

6. ¿Qué le paso al muchacho en el agua?

7. ¿Cómo describe los azules?

Page 39: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

PELIGRO EN LA ANTÁRTICA

En una de las "primaveras" antárticas avanzado ya el deshielo, le sucedió a un oficial de

la Base O'Higgins una peligrosa aven- tura al salir a inspeccionar los alrededores. En un

pequeño bote con motor fuera de borda, se embarcó junto a dos de sus hombres, provisto

de armas y capotes abrigados. Los tres iban de buen ánimo, porque un recorrido por islas

cercanas es un servicio muy deseado en la monótona vida de los hombres que pasan

gran parte del año encerrados en estrechos albergues. Observaron la vida que

comenzaba a despertar en el entorno. Pequeños y grandes témpanos tomaban coloración

azul eléctrico a causa de bacterias que se desarrollan en el hielo. El mar bullía de seres:

pingüinos y focas retozaban cerca de la costa; en las playas, los elefantes marinos

luchaban entre sí por las hembras. Mar adentro se divisaban ballenas azules, haciendo

increíbles cabriolas, capaces de volcar el pequeño bote. La soledad del polo no parecía

abrumadora en la luz de la mañana. De pronto ocurrió un percance que hizo dar un grito

de alerta al ayudante que iba junto al motor. —¡Se rompió el pasador de la hélice! Cortó el

contacto de inmediato, quedando al garete. El capitán Rojas ordenó reparar la avería

cuanto antes; no era una avería grave, pero sí desagradable, porque para arreglarla, hay

que sacarse los guantes y las manos no resisten más de dos minutos sin congelarse en el

ambiente polar. El pasador es una pieza frágil que sirve de seguro a la hélice y siempre se

llevan repuestos en los botes. Uno de los hombres, Jiménez, empezó la prolija tarea; las

manos se le adormecían con el intenso frío y debía desentumecerlas poniéndolas bajo

sus brazos a cada momento. El gran silencio polar pesaba sobre ellos mientras

observaban el trabajo de Jiménez. Al echar una ojeada en torno, el capitán Rojas notó un

movimiento sospechoso a corta distancia de la lancha. —Un animal grande nos está

rondando —advirtió. Un lomo ancho emergió por segundos y los hombres gritaron a una

voz: — ¡Es una orea! La reconocieron por la mancha blanca que tiene en los costados. —

Se atrevió a acercarse porque se paró el motor —comentó Jiménez, echándose aliento en

las manos y continuando su labor. —Mi capitán, puede darnos vuelta. Las he visto volcar

témpanos para devorar las focas que se refugian en ellos —explicó nerviosamente

Valdés, el otro ayudante. —Tendré listo el rifle para dispararle si se pone a tiro, por lo

menos la asustará el ruido —exclamó el oficial, preparando el arma. —Con perdón suyo,

mi comandante, no sacamos nada con los disparos, estos animales son duros de

atravesar y sólo conseguiremos enfurecerla —comentó Valdés—. Estos bichos tienen mal

genio. Mientras Jiménez procuraba arreglar la avería con entorpecidos dedos, el capitán

Page 40: Actividades Lectura Leyendas Bajo La Cruz Del Sur

Rojas y Valdés no quitaban la vista del mar en torno a ellos. —Dispararé al aire, algún

efecto puede tener —opinó el capitán. La orea los rondaba, su lomo aparecía aquí y allá,

emergiendo por instantes. De pronto se sumergió. Todos pensaron que en ese momento

los daría vuelta, era su táctica. Pasaron lentos segundos. El animal surgió súbitamente

frente a la embarcación, a corta distancia de la borda; sacando del agua la enorme

cabeza, fijó en ellos unos ojos redondos, rojos, con expresión tan sanguinaria y feroz, que

pensaron que los atacaría de inmediato. Comprendieron que la muerte en poder de

semejante criatura debía ser espantosamente cruel. Los miró durante unos segundos y se

hundió con una especie de bramido que les erizó el cabello. El capitán Rojas no alcanzó a

disparar, paralizado por la sorpresa. "Ahora sí que estamos perdidos", pensaron los tres

disimulando su temor. Se habían enfrentado a uno de esos seres capaces de crear

leyendas terroríficas. Jiménez comprendió que de él dependían sus vidas y continuó su

trabajo poniendo una especie de fervor al manejar la pequeña pieza. Por fin logró colocar

el pasador y soplándose los dedos suspiró: —Ahora hay que esperar en Dios que parta el

motor. La angustia los sobrecogía. Dieron el contacto y con profundo alivio escucharon el

estampido del motor con sus características explosiones a ritmo regular. ¿Qué había

sucedido bajo las aguas? Tal vez faltó sólo un instante para que la orea volcara el bote.

Casi podían adivinar los movimientos del animal como una gran sombra que se alejaba

entre los témpanos. Todavía nervioso, el capitán exclamó: —Creo que la orea no tenía

malas intenciones, sólo quiso vernos las caras de cerca, por eso nos miró tan feo. Los

tres rieron con verdadero alivio mientras a su alrededor el mundo volvía a colorearse con

una vida renovada.

Peligro en la antártica

1. ¿en qué estación ocurrió el hecho?

2. ¿Qué fueron hacer el suboficial y los ayudantes?

3. ¿Qué le paso al bote?

4. ¿Qué animal empezó a rondarles?

5. ¿la orca los ataco?

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LA MUJER DE LOS HIELOS

Raimundo, el anciano farero, ya retirado, vivía en una pequeña cabaña, camino hacia el

Fuerte Bulnes. Frente a sus ventanas se movían las oscuras aguas del Estrecho de

Magallanes, ondas y corrientes que Raimundo vigiló durante muchos años, desde

diferentes faros. El evangelistas, elevado sobre un peñón inabordable, vigilaba una de las

entradas del Estrecho, la que miraba hacia las soledades del océano Pacífico. El Félix, en

la Meteoro, una pequeña caleta de la isla Desolación, iluminaba el Estrecho mismo,

haciendo eco al Fareway, situado enfrente, en un islote, para indicar el camino entre las

islas y canales que allí se dispersan. La Cordillera de Darwin servía de respaldo al Félix, y

lo acompañaban achaparradas lengas y brillantes ñirres que en el otoño enrojecían como

la luna a la cual temían los yaganes. —Son los faros que más recuerdo, por las aventuras

y dificultades que vivimos con mis compañeros —solía contar Raimundo a sus visitantes.

Cuando llegaba el buen tiempo, no faltaban muchachos o pescadores novatos que

querían escuchar los cuentos del anciano farero. —En el evangelistas, aprendí a tener

paciencia y a dominar el carácter, cualidades que se necesitan en este oficio. Tres

hombres nos turnábamos cada ocho horas para mantener siempre encendido el haz de

luz, sobre todo en los meses invernales, en que las nubes confunden el cielo y mar,

desorientando a los navegantes. Día y noche el rayo azul giraba señalando la entrada del

Estrecho. Cada faro tiene su propio ritmo —explicaba Raimundo—, y ese ritmo indica a

los barcos a qué lugar o puerto se aproximan. Es como un lenguaje que conocen todos

los marinos. Recordaba ayunos a que muchas veces se vieron sometidos, porque los

barcos no podían acercarse al Evangelistas a causa de los temporales. —Olas

gigantescas se estrellaban día y noche contra el peñón, al que los marineros tienen que

saltar agarrándose a una red de cables de acero; mientras amainaba, la escampavía de la

Armada esperaba por allá, entre los islotes que rodean la isla Pacheco. A veces pasaba

un mes hasta que el mar permitía el peligroso acercamiento. — ¿Y por qué construyeron

el faro en un lugar tan difícil? —solían preguntar los muchachos. —Porque es el más

apropiado, por su tamaño, altura y estrategia; fue una verdadera odisea instalar el faro en

ese lugar. En cambio el Félix queda al paso de cualquier barco; es fácil conseguir ayuda

en casos urgentes. Cuatro hombres, con sus familias, vivíamos allí en pequeñas casas

confortables. Lo pasábamos bien; parientes y amigos iban a visitarnos con el buen

tiempo. Había playas donde solíamos pescar. A comienzos del verano, cuando no nos

tocaban turnos, y no soplaba demasiado fuerte el viento antártico, hacíamos largas

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caminatas por cerros y bosque- citos de lengas y ñirres. También ocurrió allí una de las

aventuras más extrañas de nuestra vida de fareros. La historia de "la mujer de los hielos"

era la que todos querían escuchar una y otra vez, y la que dio fama de narrador de

cuentos a Raimundo. Con voz pausada y expresiva tejía el relato misterioso. "Caía la

tarde. El tiempo estaba bueno, con la llegada del verano. La luz del faro barría la soledad

de las aguas frente a la caleta. Me tocaba el turno de noche por ser yo el más antiguo, y

tener mayor experiencia que mis dos compañeros. El reguero del sol deslumhraba.

Esperé ver pequeños barcos pesqueros, que pasan toda la noche en su faena, y que de

algún modo dan compañía con sus oscilantes luces; el horizonte de agua veíase

singularmente solitario, como debe haber sido cuando sólo los yaganes transitaban en

sus frágiles embarcaciones. Al frente, a la salida del Canal Smith, brillaba el rayo del

Fareway; otros hombres vivían allí, manteníamos con ellos una amistad de luces y varias

veces nos ayudamos en caso de enfermedades. "Siguiendo la rutina, revisé las baterías

del faro, para no tener la sorpresa de un apagón. Me entretuve contando los segundos

que demoran los haces de luz en deslizarse de un extremo al otro, pintando el suave

oleaje con mayor intensidad a medida que oscurecía: los del Félix y del Fareway, a ritmos

diferentes, como en una danza silenciosa. En uno de los giros del rayo, creí divisar una

sombra en el agua. Pensé: 'Las tuninas empiezan sus amores con el buen tiempo'.

Esperé otra vuelta para comprobar si era sólo una ilusión, o si en verdad los graciosos

animales iban a darme un espectáculo divertido. El viento del anochecer levantó

pequeñas olas, y si hubo algo allá afuera, se había ocultado; no vi sino agua a cada golpe

de luz. Me levanté para buscar una ligera cena de galletas y café, y en ese momento

divisé una pequeña canoa que se acercaba al faro. —"¡Qué diantre!... "Observé durante

un rato, para asegurarme que era cierto lo que veía y bajé enseguida la escalera de

caracol para llamar a mis compañeros. La oficina que compartíamos hallábase a cierta

distancia de la torre del faro. "—¡Eh! ¡Tenemos visita! —grité abriendo la puerta. "Manuel,

el más joven, se sobresaltó. "—¡Qué raro! No hace quince días, vinieron mis hermanos.

¿Habrá pasado algo? "—No creo que sean los hermanos, ni los tíos, porque estos vienen

por mar. —¿Por mar? —se asombraron Manuel, Vicente y José. "—En una pequeña

canoa. Los cuatro nos lanzamos hacia la estrecha playa, al pie del roquerío que sostenía

el faro. Vimos arribar una canoa de piel de lobo, con su pequeño fuego encendido al

centro, sobre un montón de arena. Con diestros golpes de remos el visitante varó la

embarcación en la playa pedregosa; saltó a tierra con un bulto en brazos. Recién nos

dimos cuenta de que se trataba de una mujer y de su pequeño hijo. El niño lloraba

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débilmente, como agotado, con gemidos de animalito. La mujer, una yagán joven vestida

con pieles, lo tendió hacia nosotros con gesto suplicante. En su extraño idioma, que

oíamos por primera vez, nos dio a entender que necesitaba auxilio. La vimos como si

brotara de otro tiempo, de una leyenda. Pero no, estaba ahí, se la podía tocar y oír. La

hicimos pasar a nuestro refugio y le ofrecimos café y galletas que bebió y comió con

ansias. Luego dio agua a su crío, deslizándola entre sus labios resecos gota a gota. Esto

pareció calmar al niño por un rato. Ella se veía muy cansada, quizás había remado días

enteros; cerró los ojos como si se replegara en sí misma para recuperar fuerzas. La mujer

y el niño formaban un solo bulto; me trajo a la memoria la imagen de una Virgen primitiva.

"Entretanto, Vicente se comunicó a Punta Arenas, avisando lo que ocurría. De allá

ofrecieron avisar a una patrullera para trasladar a la mujer y al pequeño enfermo. Mientras

esperábamos, tratamos de averiguar de dónde provenían. La mujer guardó silencio,

ausente de lo que sucedía a su alrededor; sólo a ratos hacía pequeños sonidos de

consuelo para tranquilizar al niño, que debía tener algo así como un año; se veía robusto,

aunque la enfermedad había hecho su mella: pálido, abría de pronto los ojos rasgados de

su raza y movía constantemente la cabe- cita para librarse de algún dolor insoportable.

Una de nuestras mujeres, que sabía de primeros auxilios, intentó darle alguna ayuda,

pero la madre la rechazó con su mirada de acero y su silencio. "Al cabo de tres largas

horas, llegó por fin la patrullera y se llevó a la yagán con su crío. Ella se levantó

perfectamente descansada y alerta. Su aparición, en el faro, produjo revuelo en toda la

zona; la radio trasmitió cada noche noticias de la enfermedad del niño, una meningitis, y

así pudimos saber de su recuperación al cabo de semanas. Sin embargo, lo que llamó

principalmente la atención de los médicos, fue la actitud de la madre, a la que fue

imposible separar del niño ni un solo instante. Sentada junto a la cama, suspendió sus

necesidades físicas, no comió ni bebió, vigilando a su retoño con el celo de una loba.

Cuando el pequeño sanó, enviaron a madre e hijo a Bahía Ukika, cerca de Puerto

Williams, a ver si las mujeres yaganes que vivían allí, podían averiguar de dónde había

venido; pero la mujer guardó un desconfiado silencio sobre el lugar que habitaba; al

comienzo, se alegró de encontrar gente como ella, que hablaba su idioma. Pero al cabo

de un tiempo empezó a inquietarse y expresó el deseo de irse. Exigió una y otra vez que

la llevaran al faro donde había dejado su canoa. Al final, la embarcaron a Punta Arenas y

un día la vimos llegar con su niño en brazos. "Nosotros habíamos revisado la canoa, y era

exacta a la que antaño usaban los yaganes; ahora es posible ver una semejante sólo en

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el museo de Puerto Williams. "Dimos provisiones para algunos días a la mujer; ella hizo

un pequeño fuego que instaló sobre la arena, en la canoa; acumuló leña y pasto secos, en

un extremo, puso al niño bien arropado con pieles de foca en el otro y dio impulso a la

embarcación. La miramos alejarse con la impresión de ver por última vez algo único: la

figura de los antiguos indios canoeros de aquellos mares. "Sólo quedaron preguntas:

¿Existiría en algún estrecho canal de hielo, una tribu de la antigua raza navegante?

¿Veríamos de nuevo, un día cualquiera, avanzar por el reguero del sol las antiguas

canoas, impulsadas por los fuertes brazos de yaganes misteriosamente vivos? Todavía

pienso que es posible, y que sólo el temor al hombre blanco que destruyó tantas vidas,

dioses y bellas costumbres, los detiene, encerrados entre sus hielos inaccesibles."

La mujer de los hielos

1. ¿Dónde vivía el anciano?

2. ¿Cómo se llamaba el anciano?

3. ¿Cómo se llamaba la isla en donde trabajo el anciano?

4. ¿por dónde tenía que entrar a la isla los marinos?

5. ¿Cuántas familias habitaban la isla?

6. ¿Qué hacían los veranos?

7. ¿Qué le paso a Reimundo?

8. ¿Quién era la mujer?

9. ¿y que paso al llevarla al refugio?

10. ¿Qué tenía él bebe?

11. ¿al recuperarse el niño que paso con ellos?

12. ¿Qué paso con la mujer?

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