A Donde El Silencio Nos Lleve Historia Asperger

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A DONDE EL SILENCIO NOS LLEVE Eliana Pérez-Egaña 1 La primera vez que José María me miró, tenía casi cuatro años. Solo fueron unos segundos, pero sus ojos me parecieron demasiado hermosos y tristes, como si en ellos se guardaran cientos de emociones, de palabras, de preguntas y de secretos. Entonces, supe que tal vez algún día mi hijo podría atravesar ese puente silencioso que lo separaba del resto del mundo y en el que yo caminaba a su lado llena de miedo, tratando incansablemente de adivinar sus pensamientos y sin saber que él no podía adivinar los míos. Varios años después se le diagnosticó el síndrome de Asperger, un Trastorno del espectro autista del que yo no sabía nada. El mundo se me partió en dos y me quedé perdida en un sin fin de palabras técnicas que no lograba entender. Estaba confusa, asustada y furiosa, pero de algún modo era más fácil esconder mi tristeza bajo una fingida valentía. Me decía a mi misma que estaba obligada a ser valiente, tan obligada como quince años atrás, cuando dejé mi país para emprender una nueva vida, tan obligada como cuando mi esposo enfermó del corazón y también mi corazón enfermó de pena. Estaba tan obligada a ser valiente como para olvidar mis emociones y no permitirme derramar ni una sola lágrima. Supongo que por eso escribo y solo por hoy no quiero ser valiente, solo esta vez no debo ser valiente, necesito decir lo asustada que estoy y lo mucho que temo el futuro. Un futuro que para otros está colmado de sueños y para mí de incógnitas. Las cosas materiales han dejado de interesarme, carecen de valor y están perdidas en algún lugar lejano de mi memoria, tal vez junto al Pacífico, donde transcurrió mi niñez, donde huele a mar, donde se quedó mi antes. Ahora solo dispongo de un después.

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A DONDE EL SILENCIO NOS LLEVEEliana Pérez-Egaña

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La primera vez que José María me miró, tenía casi cuatro años. Solo fueron unos segundos, pero sus ojos me parecieron demasiado hermosos y tristes, como si en ellos se guardaran cientos de emociones, de palabras, de preguntas y de secretos. Entonces, supe que tal vez algún día mi hijo podría atravesar ese puente silencioso que lo separaba del resto del mundo y en el que yo caminaba a su lado llena de miedo, tratando incansablemente de adivinar sus pensamientos y sin saber que él no podía adivinar los míos.

Varios años después se le diagnosticó el síndrome de Asperger, un Trastorno del espectro autista del que yo no sabía nada. El mundo se me partió en dos y me quedé perdida en un sin fin de palabras técnicas que no lograba entender. Estaba confusa, asustada y furiosa, pero de algún modo era más fácil esconder mi tristeza bajo una fingida valentía. Me decía a mi misma que estaba obligada a ser valiente, tan obligada como quince años atrás, cuando dejé mi país para emprender una nueva vida, tan obligada como cuando mi esposo enfermó del corazón y también mi corazón enfermó de pena. Estaba tan obligada a ser valiente como para olvidar mis emociones y no permitirme derramar ni una sola lágrima.

Supongo que por eso escribo y solo por hoy no quiero ser valiente, solo esta vez no debo ser valiente, necesito decir lo asustada que estoy y lo mucho que temo el futuro. Un futuro que para otros está colmado de sueños y para mí de incógnitas. Las cosas materiales han dejado de interesarme, carecen de valor y están perdidas en algún lugar lejano de mi memoria, tal vez junto al Pacífico, donde transcurrió mi niñez, donde huele a mar, donde se quedó mi antes. Ahora solo dispongo de un después.

De todos modos siento que en cada antes las personas están demasiado ocupadas en su desenfrenada carrera hacia el éxito, dentro de un mundo en el que solo cuentan las cosas y en el que se ama justo en la proporción adecuada a lo importante que eres.

Disfrazar mi dolor de valentía es la única manera que conozco de sobrevivir. Solo así es mas llevadero, menos intenso.

El diagnóstico confirmó y ordenó las sospechas que albergué en mi corazón desde que mi hijo era un bebé y me ayudó a salir del desconcierto en el que vivía brindándome la oportunidad de buscar la mejor manera de ayudarlo. Durante meses deseé que ocurriera un milagro, pero cada despertar me trajo la certeza de que el milagro no se produciría y de que todo seguía siendo igual.

Aún hoy, a José María le cuesta mirarme, pero logra hacerlo durante algunos segundos. Sé que es

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difícil para él, aunque a veces lo consigue, es en esos momentos cuando realmente siento la presencia de dios.

Cuando llamo, no vuelve la cabeza. Jamás lo obligo, no aprieto su cara forzándole a que me mire. Para llamar su atención hablo de lo bonitos que me parecen sus ojos. Un pestañeo imperceptible mientras juega construyendo inmensas torres con pequeños ladrillos de colores me indica que me escucha. Sé que lo hace, aunque parezca lo contrario. Sonrío, le froto la espalda y le digo bajito cuanto le quiero. También el sonríe. Dos años después me devuelve el mensaje: "Mi también te quiero".

Supongo que me he empeñado en recorrer su mundo para poder comprenderlo, y así luego mostrarle que el mío está lleno de estrategias. No me daré por vencida, al fin y al cabo estoy acostumbrada a hacerme la valiente. Intentaré que juntos rompamos las barreras invisibles del silencio para llegar hasta el otro lado. No sé si lo conseguiré, pero nada hará que me detenga.

A José María, aún le asustan las cosas que a otros resultan maravillosas, los ruidos, estar con demasiada gente....Solo sé que llegaremos a donde el silencio nos lleve, la meta no existe, ni los plazos. Trataré de conducirlo hasta ese futuro incierto que todos miran con esperanza y que para los niños como él solo es algo lejano y confuso.

No queremos que nuestro hijo viva intentando ser tan normal como los demás pretenden que sea. No sé si lograremos arrastrarnos entre los límites de estos dos mundos separados por una línea mágica. Temo al futuro y temo a la vida, me angustia pensar que no siempre estaremos aquí, me angustia pensar en la responsabilidad que recae sobre nuestro otro hijo, solo dos años mayor que José María y a quien no deseamos condenar a la soledad y a la incomprensión. Me angustia pensar en la tristeza de mi esposo cuando observa a sus hijos en silencio y luego les abraza. También él, a lo largo de toda su vida cuidó de su hermano enfermo. Me angustia pensar en quien amará y cuidará de José María cuando nosotros faltemos, me angustian los años y el paso del tiempo. No temo a la vejez, temo perder la esperanza.

Todos dicen que José María es un niño extraño, y cuando lo dicen da lo mismo tener un nombre, puesto que te etiquetan. José María tiene cinco años e intenta ser como todos quieren que sea, no lo consigue, es a él a quien el mundo le parece extraño, un lugar en el que se encuentra perdido y donde sus sentimientos no encajan. Un mundo diseñado para gente que no es diferente.

José María es diferente. Le gusta mirarse al espejo y comprobar que tiene un rostro normal, tal vez demasiado perfecto. Como a cualquier otro niño de su edad, le gusta sonreír, cree que así será mas fácil conseguir amigos, aunque no siempre lo logra. Una voz peculiar, demasiado infantil, acompañada por gesticulaciones, lo delata. Las miradas de otros niños se cruzan, algunos se ríen, otros se apartan y alguno, más curioso, pregunta a sus padres porqué habla así. Estos, avergonzados, intentan disimular, sonríen nerviosos y pronto desvían sus miradas.

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Al final de la tarde se resigna a jugar solo. Recoge hojas secas que coloca ordenadamente sobre la arena, encima de ellas pasan en fila innumerables tractores cuyos sonidos imita. De vez en cuando, entre distraído y ausente, observa a los otros niños que juegan juntos. Eso me duele, me duele que otros lo rechacen, me duele fingir que no me siento triste.

A Luis, nuestro hijo mayor, le encanta ir a la escuela, es parlanchín y no le resulta difícil hacer amigos. A veces pienso si José María desea ser como él. Pero no lo es, y tampoco hace muchos amigos, porque casi nunca comprende lo que le dicen o lo que le quieren decir, y esto nadie lo sabe, solo él, pero calla, no encuentra las palabras adecuadas para decirlo, no logra ordenarlas, las frases se quedan perdidas como piezas sueltas de un rompecabezas que nunca encajan.

José María se queda en silencio, con la mirada perdida en un punto fijo. Algunos pensamientos lo amenazan. Aparecen y desaparecen. Lucha con ellos, pero lo vencen y calla. Él cree que todo está bien si mamá sonríe, y yo siempre sonrío, así que el mundo debe estar bien. Aunque sea un mundo que no comprende y en el que todos parecemos hablar una lengua extraña.

Mi nombre es Lía y tengo 39 años, no 38, ni 40, de ser así, José María se enfadaría, puesto que no podría ser su madre, sino una mujer cualquiera. El próximo año cumpliré 40 y seguiré siendo Lía, así que he optado por no quitarme años, si lo hiciera, los sentimientos de confusión de José María aumentarían irremediablemente, y no podría ser su madre. Solo puedo tener 39 años, ninguna otra edad hasta que sople las velitas.

Antes veía el futuro de manera distinta, deseaba trabajar, volver a ejercer, como lo había hecho tiempo atrás en mi país, pero creí que era mejor esperar un poco, lo suficiente para que José María se adaptara a la escuela y empezara a hablar.

Luis también tardó bastante en hacerlo, y cuando empezaba a preocuparme, todo se resolvió. Estaba segura que con José María sería igual, aunque por la noche cientos de preguntas me asaltaban, como ....¿ Porqué el niño no mira a la gente?, ¿ Porqué permanece ausente como si sus pensamientos estuvieran lejos, en otro lugar, lejos de mi? En aquél entonces, ignoraba que a José María no le gusta mirar a la gente.

Yo deseo que lo haga, deseo que me mire con frecuencia, pero no encuentro la manera de atraerlo. Sabe que estoy aquí, siente mi olor y mi tacto, reconoce mis pasos con una sonrisa. Tal vez crea que la gente habla demasiado, tal vez por eso le molesta tener que mirar fijamente a las personas buscando algún tipo de respuesta. No intuye que mirar significa atender y entender, estar concentrado en una conversación, en lo que otroste dicen, en lo que los demás intentan transmitirte.

Irónicamente, nuestra sociedad está llena de reglas que nos conducen a una convivencia, sin embargo, no siempre decimos lo que pensamos. En ocasiones, miramos a nuestro interlocutor fingiendo escucharle, e incluso asentimos con la cabeza, mientras pensamos en otras cosas que

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nos resultan más interesantes, sin atrevernos a decir que aquella conversación nos resulta absurda o aburrida. A esto le llamamos cortesía.

José María no entiende las reglas sociales, no mira a la gente, no logra seguir una conversación, y si lo hace, no consigue respetar su turno, interrumpiendo constantemente e invadiendo el espacio de su interlocutor. No entiende la mentira, la broma o el engaño y suele ser demasiado sincero, infringiendo así las mínimas normas de cortesía que exige la sociedad y haciendo que los demás tengan una idea equivocada respecto a él, calificándolo de consentido o mal educado.

Realmente, creo que su mundo es más sincero, por lo menos, mas sincero que el nuestro, aunque también creo que es necesario que aprenda y adquiera ciertos hábitos o normas sociales, pues su ausencia de malicia lo hace mas vulnerable que el resto de la gente.

Todos intentan que José María los mire, y eso le molesta...puede cerrar los ojos y recorrer las calles del pueblo sin inmutarse, como si un mapa invisible y perfecto guiara sus pasos desde algún lugar desconocido de su memoria. Si todos cerráramos alguna vez los ojos, podríamos descubrir la maravillosa magia de la percepción que él posee y escuchar atentamente los sonidos que en cada caso distingue como diferentes, pero raras veces lo hacemos, siempre estamos demasiado ocupados o disponemos de alguna excusa que nos aleje de lo diferente.

José María es capaz de reconocer cada marca de tractor con solo oír el lejano ruido de su motor. Cuando lo descubrí, no conseguía entender qué pasaba ni porqué motivos ocultos un niño que aún no decía mas de unas cuantas palabras podía reconocer sin equivocarse cada tractor por su marca, mucho antes de que estos pasaran por delante de mi ventana. Además de "mamá" y "Papá", las primeras palabras de José María fueron..."New Holland", "Case", "Deutz Fahr", "John Deere", "Massey Ferguson", "Ford" y "Lamborghini", marcas de los tractores que en aquél entonces había en el pueblo.

Le fascinaba quedarse durante horas detrás de la ventana, aguardando al anochecer, sobre todo desde noviembre hasta febrero, para contemplar el incesante paso de los tractores regresando del campo después de la siembra o la recogida de aceituna. Era para él el mejor momento del día.

Cada noche, José María me anunciaba con segundos de anticipación la llegada de su padre del campo. Durante algún tiempo me dediqué a observar para intentar descubrir cómo podía adivinar algo así antes de verlo, desde luego, no se debía a extrañas artes premonitorias, sino a su extrema agudeza auditiva. José María reconocía perfectamente el ruido que producía el tractor de mi marido bastante antes de verlo aparecer frente a nuestra casa.

Fue así como cada uno de los sonidos, cada uno de los ruidos, los que le asustaban o los que toleraba, pasaron a ser una parte importante de nuestras vidas. Fue así como aprendí una característica más de ese mundo tan especial al que él pertenece y que lo hace tan fascinante.

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Recuerdo que mi esposo tenía un quitapiedras de color verde con una serie de pinchos en los bordes, que utilizaba en el campo. Uno de esos pinchos se quebró poco después de estrenarlo, quedando totalmente doblado hacia atrás en una de las esquinas.

Pronto, olvidé la existencia de aquel apero, hasta que un día José María salió a caminar al campo. Solía hacerlo todas las tardes junto con Luis, mi otro hijo, sobre todo en primavera y verano, ambos recorrían los caminos colindantes alas fincas de labranza para observar las tareas de los agricultores. Esa tarde, al regresar de su paseo habitual, José María me dijo:

- He visto pala con pincho torcido de papá.Yo lo miré extrañada y pregunté..."¿Dónde?"Su respuesta fue inmediata...- En parcela cerca de fuente Guijarra.- No puede ser - le dije-, papá no tiene parcelas por ahí.- Sí- insistió-, pala verde con pincho torcido y manchas.- La pala de papá es gris-contesté.- Verde con pincho torcido y manchas-insistió.

Permanecí un rato pensativa. Luis no recordaba haber visto nada, había estado recogiendo piedras y tirándolas a un charco de agua. Cuando mi esposo volvió, le comenté el incidente y él me confirmó que había dejado el quitapiedras en una finca cercana a la fuente Guijarra porque le estorbaba y lo había recogido al regresar.

Yo había olvidado que el quitapiedras era verde y que tenía un pincho torcido, y en lo que nunca me había fijado antes era en las manchas negras que llevaba a cada uno de los lados.

Otra vez, regresando de Cuenca a casa, en el desvío de la carretera a Guadalajara, Luis me preguntó:- ¿Cuántos kilómetros hay desde Cuenca hasta Tarancón ? José María, que parecía ir absorto en el paisaje otoñal, contestó inesperadamente: - Ochenta y dos.

Poco después leímos en una señal que la distancia exacta era de ochenta kilómetros, a lo que él replicó:- No, ochenta y dos.

El problema en cuestión estaba en la pregunta, que no era "¿Cuántos kilómetros hay desde aquí hasta Tarancón?", sino "¿Cuántos kilómetros hay desde Cuenca hasta Tarancón?".

Efectivamente, desde la salida de Cuenca hasta el desvío donde Luis nos hizo la pregunta habíamos recorrido una distancia aproximada de dos kilómetros, lo que hacía un total de ochenta y dos kilómetros. Para José María, no es lo mismo decir "Desde aquí" que decir "Desde Cuenca".

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- Distancia desde Cuenca a Tarancón: ochenta y dos kilómetros.

Distancia desde el desvío a Tarancón: ochenta kilómetros. La diferencia estriba en el sentido estrictamente literal que José María da a las palabras.

José María memoriza rutas, mapas, señales de tráfico, distancias.....observa detalles en los que posiblemente otros niños de su edad no reparan, pero no logra transmitir o expresar las emociones que estas cosas le producen.

La primera vez que lo hizo tenía seis años: al ver un rebaño de ovejas exclamó con una sonrisa: "¡Soy muy feliz!". Jamás antes lo había hecho, y lo mas probable es que esta frase la hubiera copiado de algún programa de televisión o de los dibujos animados. Aun así, al oírlo no pude evitar emocionarme, pues había logrado relacionar una frase probablemente memorizada y atribuirla a un estado de ánimo, a un sentimiento propio que él deseaba de alguna manera expresar. Creo que en aquel instante José María era realmente feliz.

José María tiene una voz peculiar, creo que el tono de su voz asusta a algunos niños, sobre todo si son pequeños. A otros, mayores que él y a ciertos adultos les resulta molesta, por lo que le hacen bromas al respecto, comparándolo con algún personaje de la televisión, por lo general con el pato Donald. José María no se enfada, no comprende porqué no entiende las bromas, está lejos de conocer o interpretar la verdadera intención que tenemos las personas con nuestras palabras. Carece de entonación, su voz no fluctúa, es alta y chillona. Cuando copia y repite con exactitud las palabras de otro, reproduce también exactamente el tono de la voz.

Cuando está nervioso, su voz se convierte en un gemido alargado, que acompaña haciendo muecas con la boca, como si las palabras se quedaran atrapadas en ella, dentro de una mueca constante que no puede evitar.

Durante mucho tiempo me vi asediada por el continuo reproche de distintas personas, incluidos algunos maestros, que atribuían el extraño tono de voz de José María a un exceso de engreimiento, o a una falta de autonomía calificándolo de "Ñoño".

A los ocho años, cuando por fin obtuve un diagnóstico acertado, se me confirmó que el tono de su voz es una alteración de la melodía o prosodia, característica típica de los niños con síndrome de Asperger. El diagnóstico resolvió algunos de mis constantes conflictos con ciertos maestros, en especial con los que fueron tutores de José María durante los dos últimos años de preescolar, pero confirmó mi ignorancia y me hizo sentir totalmente estúpida y culpable, pues debido a sus constantes reproches, que me acusaban de consentirlo demasiado y de ser éste el motivo de que él empleara esta ñoñería al hablar, le había regañado continuamente, creyendo que así dejaría de hacerlo, sin que él pudiera entender lo que pasaba o porqué le reñía.

Aún ahora continúo enfadada conmigo misma, pues me dejé llevar por quienes ni conocían ni

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estaban informados respecto a su problema. He intentado perdonarme infinidad de veces utilizando las mismas razones que ellos: que no lo sabía, que no conocía su problema. Pero si sabía que había algo en él que era diferente. Y aun así, no he conseguido justificar mi ignorancia culpando a los otros.

En todo caso, fuimos culpables todos, ellos por hacer juicios precipitados sobre mi hijo y yo por haberme dejado guiar por sus desinformadas y desacertadas instrucciones. Todavía hoy el inicio de cada curso escolar se me presenta como una incógnita y me produce angustia, pues sé que nuevamente tendré que poner en marcha todo tipo de explicaciones que puedan ayudar a los profesores a conocer las dificultades por las que cada día atraviesa José María y lo difícil que le resulta adaptarse al cambio; como quiendice, volver a empezar: cada año un nuevo maestro, cada año una nueva incógnita.

Hace poco recibí una nota de un maestro en la cual me indicaba textualmente: "José María es un niño inteligente, aunque la mayor parte del tiempo no tiene la mente preparada para aprender, cuando la abre asimila los conceptos correctamente". Efectivamente, hay días en los que el niño se muestra dispuesto a aprender, participa y hasta muestra alguna de sus habilidades; sin embargo, hay otros en los que permanece absorto y confuso, negándose a colaborar.

Su vida es como la mar, a veces está en calma y a veces con tempestad. Demasiados ruidos o instrucciones le confunden, como si no pudiera escuchar parte de lo que dices y se quedara solo con algún concepto. Los días de calma me resulta mas fácil obtener cosas de él a través de pequeñas notas, que acepta de buen agrado si le interesan; de no ser así, rompe el papel y vuelve a su rutina.

En muchas ocasiones, creo que no logro hacer las cosas bien del todo, o por lo menos no consigo que otros capten lo que le sucede; sin tener el Síndrome de Asperger, actúan igual que él, quedándose únicamente con una pequeña parte.

Recuerdo nuestras visitas semanales a una conocida hamburguesería a la que a mi marido le encantaba llevarnos y en la que había un espacio especial para jugar. Luis hacía amigos de inmediato, mientras José María permanecía observando, negándose a participar y sonriente. Todo transcurría con normalidad. Algunos niños se le acercaban y eso le hacía sentir feliz.

De pronto oía sus voces haciendo una y otra vez la misma pregunta: " ¿Cuántos años tienes?". El tono extraño y chillón de la respuesta, demasiado pomposo y alto, provocaba el rechazo como única reacción. Los niños se apartaban de él mirándole con desconcierto, en tanto que comentaban algún secretillo con sus padres. En aquellos momentos, el dolor me embargaba y le pedía a Dios que me pusiera en el lugar de mi hijo.

El tiempo me ha demostrado que el único milagro posible es dominar tu propio dolor. Nunca he creído que dios me castigara con el problema de José María, no creo en el dios inquisidor que te

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castiga por no acudir a misa. Me obligué a ser valiente. Debía ayudar a mi hijo y para hacerlo hacía falta una madre fuerte. Mi dolor no es más intenso que el de otros. Me hice valiente cuando me sentí egoísta y desagradecida.

Tengo dos hijos estupendos, un marido maravilloso y la experiencia única de conocer un mundo que con el paso de los años me ha hecho más humana, más humilde y más agradecida.

La mayoría de los padres vemos crecer a nuestros hijos con la única idea de que se conviertan en hombres o mujeres importantes; deseamos que sean grandes médicos, abogados, directores de multinacionales...... Mientras más importantes logren ser, más los amaremos. Yo he aprendido a amar solo por el mero hecho de amar, sin condiciones y sin prejuicios, por una mirada, por una sonrisa, por una palabra, y eso me reconforta.

No deseo que mis hijos se sientan obligados a ser importantes ni que desprecien a otros por serlo. José María no suele diferenciar adultos de pequeños, blancos de negros, pobres de ricos, feos de guapos. La apariencia no es importante para él, está al margen de los cánones de belleza, no los comprende. Ni siquiera comprende porqué la gente normal se pasa media vida intentando ser guapa o preocupándose en exceso por su imagen. Desconoce que es por agradarse a si mismos y agradar a los demás. Para él, la vanidad es sólo una palabra, una más de las que están en el diccionario. José María casi nunca agrada a los demás, su lenguaje remilgado y pedante le hace parecer antipático, su ausencia hace que crean que los ignora intencionadamente. Adquirió el lenguaje utilizando la memoria; aprendió a memorizar inmensas cantidades de palabras cuyo significado muchas veces ignora: frases, oraciones, diálogos enteros. No lo hace por vanidad, sino porque es la única forma que ha hallado para, de algún modo, comunicarse.

Igualmente, nadie le enseñó a leer las mismas palabras que fue memorizando de forma mecánica le sirvieron como código para descifrar la lectura. No me di cuenta de ello hasta poco después, cuando descubrí que le era imposible explicar aquello que había leído. Las palabras eran sólo palabras, no estaban unidas a ningún significado. Entonces buscamos la ayuda de un logopeda, e incluso así sigue siendo difícil que preste atención o se concentre en algo que no sea de su agrado.

Recuerdo que durante algún tiempo, la edad se convirtió en una encrucijada para José María. Estaba obsesionado con preguntarle la edad a todos cuantos se le cruzaban de camino a la escuela. Cuando alguien respondía, si sobrepasaba los 58, la siguiente pregunta era: "¿Vas a morir?". Esto lograba intimidar a unos cuantos, por lo general a quienes desconocían las dificultades de José María y, sobre todo, sus obsesiones. Otros, casi siempre los más ancianos, se lo tomaban con filosofía.

Me llevó un tiempo considerable explicarle que no es correcto preguntar la edad, sino más bien decir "Hola". Últimamente ha dejado de hacer aquello, pues está más interesado en la vida de los insectos.

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A medida que el tiempo pasa, la mayoría de personas tendemos a quitarnos años, algo que en mi caso está descartado, no por mi agrado, sino por la rigidez de José María; tampoco puedo ocultarla ya que si lo intento, él de inmediato me recuerda que nací en 1964. Sin duda, hacemos estas cosas porque deseamos permanecer siempre jóvenes.

Aún no entiendo muy bien porqué José María relaciona constantemente la edad con la muerte. Me dice: "No quiero que sea vieja, no quiero que te mueras", o "Tienes 39 años, eres un poco vieja, vas a morir". Intuyo que esto tiene que ver con la muerte de mi cuñado a los 58 años. En aquel entonces José María sólo tenía cinco años, pero todavía me pregunta por él de vez en cuando.

Pocas veces José María logra conectar con otros niños de su edad. Desea tener amigos, pero los amigos no son fáciles de hacer para un niño como él. Conforme se va haciendo mayor va siendo cada vez más consciente de su creciente soledad. Su lenguaje es y sigue siendo limitado, limita su mundo encerrándolo en el silencio con el que lo castigan aquéllos que no lo conocen, aquéllos que sienten temor de quienes son diferentes.

Pocas semanas después de haber comenzado el segundo de Preescolar empezaron los problemas. José María se negaba a ir a la escuela, así que pensé que era debido al cambio de maestro, pues quizá echaba de menos a su anterior profesora, que siempre fue con él especialmente cariñosa y paciente.

Sigo sin saber descifrar con exactitud sus miedos, pero dispongo de información que antes no tenía. Tampoco José María los sabe explicar, ni encuentra la manera apropiada para decir lo que le pasa. No sabe decir que le asusta. La mayoría de las veces las palabras se quedan atrapadas en su garganta y no logran salir; se entrelazan, permanecen ancladas dentro de él y luego se ahogan en un tembloroso silencio. Rompe a llorar y nadie comprende por qué, ni siquiera yo, pero no deja de hacerlo.

Supongo que si lo hiciera tendría que decir qué le sucede.¿Cómo podrá hacerlo si a los cuatro años aún es prisionero del silencio?

Después de varias semanas llorando continuadamente y de tener alguna conversación con el nuevo maestro, observé que el llanto de José María tenía que ver con los ruidos, pues casi siempre coincidía con la hora de entrada y salida del colegio, precisamente cuando los niños juegan, chillan, ríen, gritan o colocan en orden sus sillas. Aquel desorden, aquella confusión, podían paralizarlo.

De igual manera, le producía terror que le cortaran el pelo. Mientras fue un bebé se lo cortaba yo misma mientras dormía; luego empecé a preguntarme si probablemente era la máquina de cortar el pelo lo que temía, o el contacto de ella con su piel.

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Años después, el diagnóstico de José María me descubrió que habíamos estado perdidos en un sinfín de incógnitas que empezaban a descifrarse. Lo que ocasionaba sus miedos eran los ruidos.

Fue así, mediante un diagnóstico y una información adecuada, como pude comprender que aquella secuencia de ruidos dispares, así como la algarabía de los niños al salir de la escuela, le producían miedo y angustia, y la única salida posible al saberse incapaz de expresar su confusión era rompiendo a llorar.

Del mismo modo, pude comprender que el único motivo por el que se negaba a subir a las atracciones de la feria era el excesivo ruido. Montó en ellas por primera vez al cumplir los seis años. Lo hizo por su propia iniciativa y ahora le encantan. El hecho de que un diagnóstico definitivo llegara como un salvador resolviendo mis dudas, no solucionó del todo mis conflictos. Este se produjo cuando José María cumplió 8 años, dejándome una absoluta sensación de impotencia y de culpa por no haberle ayudado cuando las palabras se perdían confusas sin transmitirle nada, como si estuviera solo y perdido en un país desconocido en el que todos hablaban una lengua extraña.

Aquel curso de preescolar me resultó especialmente desastroso. El niño mantenía un marcado rechazo hacia su maestro, con quien en muchas ocasiones intenté aclarar dudas respecto al desenvolvimiento del niño durante el horario escolar. Empecé a percibir que aquel sentimiento era mutuo; su tono de voz no me pareció conciliador, sino más bien arrogante, como si se tratara de un desafío particular. Aquel hombre estaba más centrado en los fallos que en los aciertos de José María. Así mismo, opinaba que su comportamiento era sólo una muestra de mala educación, engreimiento y sobreprotección, basándose en una serie de conductas, como que el niño no le miraba a los ojos, ignorándolo por completo; no obedecía, no prestaba atención, se negaba a trabajar, hacía caso omiso de sus órdenes....

Algunos de los motivos de su enfado era que José María no conseguía abotonar o desabotonar la pequeña cazadora con la que acudía al colegio durante el invierno o que no conseguía colocarla correctamente en el perchero ; de hecho , este Señor consideraba que aquello era una muestra de cabezonería y daba por sentado que yo hacía todo a mi hijo, incluso abotonar y desabotonar sus chaquetas. Tiempo después comprendí que la torpeza de José María era otra causa de su enojo. Por aquel entonces, cosas tan simples como atarse los cordones, ponerse los calcetines, correr, subirse una cremallera o coger entre sus manos una pelota constituían un gran problema para él. Sus manos aún siguen siendo demasiado blandas, pero con paciencia ha logrado aprender algunas de estas cosas que antes le resultaban imposibles.

De todos modos, empecé a preocuparme cuando José María volvió a orinarse encima. Como no lo hacía en casa, pero si en la escuela, decidí hablar nuevamente con su profesor. Este me dijo que posiblemente se tratara de algún tipo de estrategia que utilizan los niños para no acudir a clase. Su actitud hosca, también hacia mi, me hizo sentir confusa y frustrada Él insistía en un exceso de mimo; sin embargo, mi hijo Luis, que acudía al mismo colegio en una única aula rural de solo siete

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niños, me confirmó que su profesor perdía frecuentemente la paciencia y que acostumbraba a gritar a José María cuando éste ignoraba sus órdenes.

¿Cómo podía cumplirlas si ni siquiera era capaz de entenderlas? José María no lo mira; escucha, pero no logra comprender el significado de sus palabras. Percibe que le desagrada, sobre todo cuando no le deja acercarse a la alfombra verde donde reposan tranquilamente los cochecitos con los que juega cuando su profesor está de buen humor. Casi nunca lo está, porque José María lo exaspera, ya que nunca está quieto, se levanta de la silla continuamente, llora sin un motivo aparente e ignora sus órdenes y para colmo no habla, repite algunas palabras mecánicamente, como si fuera un loro, y eso le irrita más, y mucho más aún que moleste tanto en clase.

Cuando le regaña, José María sigue ignorándolo; si grita, se tapa los oídos y rompe a llorar. Entonces, el maestro supone que se trata del típico berrinche de un niño malcriado, y su actitud confunde más a José María, lo hace sentir nervioso. Pero él continúa gritando y le tira de la oreja. El niño no comprende qué pasa ni porqué debe estar sentado y no jugando en la alfombra verde.

Me pregunto cuántas veces José María habrá intentado decir lo mucho que temía a su maestro sin encontrar las palabras.

Dos años después, a punto de cumplir los 6, José María empezó a hablar con fluidez, aunque siempre le ha resultado muy difícil comunicar determinadas situaciones, es incapaz de expresar con palabras lo que le ocurre.

Al volver del colegio, acostumbro a preguntarle cómo le ha ido; a veces responde con un escueto "Bien", otras permanece en silencio. Hablar no significa nada si no logras transmitir tus vivencias, tus experiencias, tus ideas.

Durante todo este tiempo, a excepción de algunas frases que aprendió de otros y repitió sin sentido, el mundo de José María fue silencioso y confuso. Repetía sin dificultad diálogos enteros que había escuchado en el colegio, explicaciones de algún profesor a sus compañeros e incluso actitudes y conductas que a veces me dejaban pensativa y confusa.

Recuerdo en especial a una monitora de Educación física, a quien le exasperaba el comportamiento y la actitud de José María. Los problemas siempre empezaban de la misma forma : el niño no atendía sus instrucciones ni mostraba ganas de trabajar, parecía ignorarla por completo y pasaba el tiempo molestando a los demás o comportándose de una manera inadecuada, enredando con las puertas, tumbándose en las colchonetas o intentando jugar en solitario con los aros. La monitora le regañaba e insistía dándole nuevas instrucciones que él volvía a ignorar. La irritación de la mujer iba en aumento a medida que el niño se negaba- o más bien rehuía- a mirarle a los ojos, motivo por el cual con tono amenazante y elevando la voz, le ordenaba que cuando ella le hablara le mirase a los ojos.

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Al cabo de varias semanas, empecé a notar un cambio en el comportamiento habitual de José María; estaba más irritado, lloraba por cualquier cosa y su nerviosismo iba en aumento, así que me decidí a preguntarle qué ocurría. No me contestó, pues no es habitual que exprese su dolor o se queje si algo le molesta. También pensé en la posibilidad de que mi pregunta no fuera la adecuada, ya que los tiempos se le confunden y en el momento en que se la formulé no le ocurría nada.

Entonces fui más directa: :- ¿Quién te tira del pelo?De inmediato obtuve la respuesta.

Decidí no dejarme llevar por la ira y sentarme a reflexionar. Consideré que la intención de la monitora no era hacer daño a José María, sino captar su atención, aunque desde luego de esta forma no lo conseguiría. Poco después le envié la traducción de un artículo que explicaba bastante bien y de forma detallada las dificultades por las que atraviesan los niños que padecen trastorno semántico pragmático (antes de ser diagnosticado con el Síndrome de Asperger, José María obtuvo otros distintos diagnósticos, entre ellos el de autismo, disfasia, y síndrome semántico pragmático), así como las estrategias que se pueden utilizar para que consigan entender lo que se les dice sin llegar a la confrontación.

A los pocos días, la monitora y yo mantuvimos una pequeña conversación en la cual, con gesto serio se refirió a la actitud negativa del niño, así como a su mal comportamiento. Me explicó que ella debía imponer unos límites con el único objetivo de que José María le hiciera caso y mostrara una conducta adecuada. Dejé claro que no me oponía a que le llamara la atención, e incluso le regañara si lo creía necesario – yo misma lo hacía en casa-, e intenté explicarle las dificultades del niño sobre todo en lo referente a la comprensión, pero la monitora no aceptó mis sugerencias.

Fui bastante cortés, aunque también dejé claro que si su única intención era captar la atención de José María, no resultaba apropiado recurrir a los tirones de pelo.

Ella consideraba que éstos no constituían ninguna forma de maltrato al niño y, ya que algunas veces también lo hacía con sus hijos. Tampoco yo pensé que ésta fuera su intención, es más, creí ingenuamente que aquella mujer se sentía desbordada por la actitud de José María, y que esperaba que fuera tan normal como los otros niños.

Sin embargo, ella no podía saber que ante la proximidad de cada una de sus clases el nerviosismo y la ansiedad del niño iban en aumento, los movimientos que efectuaba con los dedos y el aleteo de las manos se acentuaba más, al igual que el tono chillón de su voz y los gestos marcados que hace con la boca; su forma de caminar se hacía más descoordinado y repetía constantemente "Quiero descansar". Su ansiedad se debía indudablemente a sus pocas aptitudes para el ejercicio físico, a lo difícil que le resulta coger una simple pelota; y a ello se unía el rechazo que le produce

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la proximidad de otras personas, los ruidos y lo inflexible que es para aceptar juegos impuestos por otros, juegos en equipo o con demasiadas normas.

La monitora de educación física insistió en que José María podía aprender “Ciertas normas" y en eso siempre he estado de acuerdo; el problema no reside en que deba aprenderlas, sino más bien en cómo debe hacerlo.

No sólo creo que José María pueda aprender, también estoy convencida de lo necesario que resulta que lo haga. Aunque por supuesto, enseñar a un niño con síndrome de Asperger o con cualquier otro trastorno del espectro autista como el trastorno semántico pragmático, no sólo requiere de una dosis extra de paciencia, es necesario además disponer de una actitud conciliadora y de la información adecuada para conocer y comprender aquello a lo que te enfrentas. Es necesario que el personal docente reciba una capacitación para así poder desempeñar sus funciones educativas adecuadamente y proporcionar a los niños afectados programas especializados que faciliten su aprendizaje.

Las dificultades de José María residen especialmente en la comunicación: necesita un tiempo adicional para entender y procesar las instrucciones que otros le dan. Demasiadas palabras y órdenes le aturden y bloquean. Si, llevados por la irritación que nos produce que alguien nos ignore, recurrimos a elevar la voz y usar un tono de reprobación, un tono que lo haga sentirse amenazado, su turbación será mayor y su confusión total.

También en casa es necesario marcar los límites, aunque las circunstancias me obligan a hacerlo de una manera apropiada: he aprendido a modular el tono de mi voz y a reducir a lo concreto mis palabras, incluso muchas veces recurro a escribirle pequeñas notas en un papel para que las lea y se tome su tiempo.

A veces le oigo imitarme mientras juega, usando mi voz y mis palabras: "Hay que cumplir las normas".Creí que aquella profesora había cambiado su actitud hacia José María y que estaba dispuesta a centrarse no tanto en sus fallos como en sus aciertos, pero no fue así, pues ella considera que su manera de imponer disciplina es la adecuada y no está dispuesta a dejarse guiar por ninguna clase de informe.

José María nunca me ha hablado de ello, pero a través de su conducta, de sus actitudes, de las palabras y frases, instrucciones, conversaciones y diálogos aprendidos que repite con exactitud mientras juega, puedo guiarme para saber cómo se siente. El cambio de actitud de un profesor puede ser especialmente significativo para un niño con esta clase de dificultades, si la actitud es conciliadora, el niño estará más dispuesto a colaborar y se sentirá menos nervioso. Estoy segura que estos problemas se deben especialmente al desconocimiento, supongo que es necesario valorar la información sobre este tema y comprender lo difícil que resulta a los niños como José María mirar a los ojos, así como que su comportamiento no está en lo absoluto relacionado con un

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exceso de engreimiento o mala educación.

Temo que el hecho de que constantemente yo envíe todo tipo de información a los profesores pueda ser malinterpretado y lleve a pensar que lo que pretendo es dirigir su trabajo o que se conceda un trato especial a mi hijo. Y nada más lejos de mi intención. Sin embargo, posteriormente al diagnóstico de José María, pude comprobar que tanto los padres como los educadores desconocíamos por completo el tema. Implicarme en el mundo de mi hijo me ha hecho acercarme paso a paso a ese gran desconocido que aún cada día me ca enseñando cosas nuevas. Espero que en lo sucesivo pueda mantener una estrecha colaboración con los educadores de José María y a su vez proporcionarles el material del que dispongo y que la mayoría de veces me ha costado obtener. Espero no ser malinterpretada, que no se me considere soberbia o pedante; desearía que alguna vez se pusieran en mi lugar y entendiesen un poquito que a veces la tristeza va vestida de valentía.

Muchas veces, los niños se niegan a jugar al fútbol con José María. El último verano dediqué mucho tiempo a observarlo mientras jugaba y de este modo descubrí el motivo de que sus compañeros lo rechazaran.

Los primeros días no lo percibí; José María corría de un lado a otro detrás de la pelota, pateaba con la zurda y lo hacía bastante bien. Sin embargo, poco después llegaron las diferencias: José María pasaba la pelota a cualquier chico y no solo eso, sino que ntentaba hacer gol en cualquiera de las porterías, tanto en la de su equipo como en la del equipo contrario, fastidiándoles el juego, aunque sin ninguna intención de perjudicarlos.Eso es para él jugar al fútbol: correr detrás de una pelota, patearla y hacer gol. No tiene una idea precisa de lo que significa jugar en equipo ni comprende que hay que hacer gol en la portería contraria y no en ambas.

He tratado muchas veces de explicarle el sentido de las reglas del juego, pero sospecho que será una larga tarea, pues el fútbol ha dejado de interesarle. Actualmente está fascinado con la bicicleta.

También yo estaba fascinada por la brutal sinceridad de su mundo, por su ausencia de malicia, de prejuicios, de condicionamientos; un mundo que solo existe en algunos libros, un mundo lejano, difícil de comprender si lo comparamos con el nuestro.

Aun así, José María necesita tener amigos, y para tenerlos habrá que aprender ciertas conductas sociales; le cuesta mucho hacerlo, pero puede lograrlo si alguien le indica cuáles son correctas o incorrectas.

Para ilustrar lo que digo mencionaré el comentario que hizo a una amiga mía bastante obesa en la tienda:- ¿Eres gorda?

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O un día que le regañé por portarse mal. Le dije que si seguía portándose así no iría a montar en tren con su hermano, con papá y conmigo, algo que José María deseaba desde hacía mucho tiempo, a lo cual me contestó con una sonrisa:- No seáis estúpidos conmigo.

Me quedé sorprendida, ya que empleó una palabra que en casa no acostumbramos a utilizar; la única palabra fuerte que suelo emplear es el típico "carajo", muy usado por la gente de Latinoamérica.

Intenté averiguar dónde la había oído. Sin enfadarme, le pregunté, pero respondió con un escueto "No lo sé". Luego le pregunté si sabía el significado de aquella palabra, y después de un rato me contestó:- No lo sé.

Estaba segura de que me decía la verdad. Desconocía su significado, se limitó a repetir lo que en algún momento había oído.

Si hubiera dicho aquello delante de personas que desconocieran sus dificultades y las especiales características de los niños como él, de inmediato se le hubiera calificado de grosero y maleducado, y hasta me hubieran criticado por no darle un buen castigo.

Le expliqué, siempre con tono conciliador y en voz baja, que no debía emplearla.- .........porque es una palabra muy fea que no dicen los niños educados – y añadí-: José María es un niño educado.

Unas horas después le pregunté por la palabra que antes me había dicho y contestó rápidamente.- Ya no la recuerdo, porque es una palabra fea que dicen los maleducados, y yo quiero ser educado.

Había aprendido que usar tal palabra era incorrecto. Siguió contestando lo mismo posteriormente, cuando yo le preguntaba respecto a ella. En lo sucesivo, debido a su rigidez y a lo estricto que es consigo mismo, lo más probable es que no vuelva a emplearla.

Lo importante es darle una razón coherente, para que él pueda apreciar las conductas que debe seguir, no decirle solamente "No, porque No".

Al empezar el primer curso de primaria, el nuevo profesor puso por norma que los niños salieran de clase en una fila ordenada y guardando distancia. Aquello parecía sobresaltar a José María, que rompía a llorar inmediatamente después de que el maestro anunciase que era el momento de marcharse a casa. Después de varias semanas llorando, aparentemente sin ningún motivo, el maestro seguía pensando que el llanto del niño era sólo una muestra de cabezonería, así que cada

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vez que lo hacía lo castigaba a salir el último de la fila, y durante mucho tiempo también permaneció confuso y desorientado.

El maestro intentaba encontrar una explicación lógica a aquel llanto; sin embargo, no era posible saber lo que le sucedía. También yo me preguntaba las razones de su inquietud, pero estaban fuera de mi alcance.

El diagnóstico posterior nuevamente aclaró mis dudas y descubrí que entre sus dificultades estaba el no entender lo que para nosotros es algo tan simple como una secuencia de turnos. José María deseaba salir del colegio, sólo salir, digamos que en estampida; no comprendía porqué para hacerlo debía formar una fila y esperar a que el maestro diera la orden de romperla.

Sin embargo, poco después se adaptó a esta norma, dejó de llorar y aprendió a tolerar la inquietud que le producía tener que esperar. Todavía a menudo sigue sin comprender porqué la gente se ríe de cosas que para él carecen de sentido. Aunque esto es algo que ha aprendido a resolver fijándose en otros e imitándoles, con el único propósito de demostrar que comparte las mismas sensaciones que otros niños de su edad y así conseguir amigos.

Mi marido y yo solemos gastarnos ciertas bromas no sólo para provocar las risas de nuestros hijos, sino para que José María vaya introduciéndose en el juego de las palabras que encierran varios sentidos.

Un día les mencioné lo horrible que se me vería con una minifalda. Inmediatamente, Luis se echó a reír y José María lo hizo casi al mismo tiempo. Pero cuando le pregunté qué era una minifalda, se quedó callado, así que volví a insistir y después de unos segundos me respondió:- No sé.

Se reía porque Luis lo hacía y él deseaba ser parte del momento agradable que se estaba viviendo en nuestra familia. Él quiere agradar, pero jamás se atreve a pedir ayuda, aun cuando la necesite.

Sin embargo, también se ríe por cosas que realmente le hacen gracia, como el sonido de algunas palabras, que luego repite durante varios días.

Los sonidos son una parte especial de su mundo, y desde luego también del mío. Algunos le fascinan, otros los tolera y otros le resultan insoportables, como el de los globos al explotar o el de los petardos.

Un ruido repentino le produce confusión y terror; no obstante, adora la música, en especial la clásica. Los fines de semana se despierta temprano para escuchar los conciertos que transmiten por televisión. Los sábados, ya entrada la mañana, deja un lado sus juegos para oír "El conciertazo".

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Entre sus favoritos están Richard Clayderman y Barry White. De pequeño, la música de fondo de ciertos anuncios le aterrorizaba, lo que me obligaba a cambiar de cadena o a apagar la televisión, provocando el enfado de Luis, que deseaba verla. A medida que avanzaba el tiempo, su temor fue variando; esos mismos anuncios dejaban de atemorizarle y eran otros los que causaban sus miedos.

Aún hoy, cuando ha aprendido a tolerar los anuncios, sigue siendo selectivo en la programación televisiva. Los dibujos animados captan su atención siempre y cuando no contengan escenas violentas. Hasta hace poco, mientras Luis veía vídeos de Pokemon, él permanecía indiferente o se marchaba a su habitación. Esto dependía del comienzo de cada episodio, ya que parecía reconocerlos. Cuando eran de su agrado, se quedaba observando con atención lo que ocurría a Pikachu, su muñeco favorito, una preciosa, mezcla de conejo y ratón que no hablaba, pero que mantenía una estrecha comunicación con sus amigos. José María le adoraba y, por lo general, se enojaba muchísimo cuando los malos intentaban hacerle daño.

Aún ahora, es necesario explicarle que lo que ocurre en los dibujos animados no es verdad. De ellos aprendió frases enteras que memorizó con facilidad y posteriormente utilizó para tratar de iniciar pequeñas conversaciones. Sin embargo, no le valieron de mucho; los niños de su edad solían observarle como a un bicho raro y por lo general no se acercaban a él a no ser que algunos de sus juguetes le interesaran.

José María prefiere los programas de concursos, de preguntas y respuestas, de cifras y letras, documentales sobre la vida animal, sobre países, conciertos de música clásica, noticieros y ciclismo.

Hace poco empezó una nueva serie de dibujos animados que de inmediato se ha convertido en la favorita de mi hijo Luis. Pero la música que anuncia su inicio causa el enojo y nerviosismo de José María. Sigo creyendo que su rechazo reside en el sonido y no especialmente en el contenido de la serie, que es bastante similar a cualquier otra para niños de su edad.

José María no presta atención a las películas, ni siquiera a las de niños, así que supuse que aún carecía de la madurez suficiente para concentrarse y poder aguantar la hora y media como mínimo que duran. Hace unos días, Luis quiso ver Rain Man conmigo; José María protestó, porque él prefería ver otro programa; pero al final accedió a que su hermano la viera. Después de varios minutos durante los cuales permaneció indiferente y concentrado más bien en sus esculturas de plastilina, se decidió a decir:- Cambia el canal, esa película es triste.

Al oírlo, Luis cambió de canal de inmediato. Aún desconozco cómo pudo percibir aquella sutil tristeza que se desprende de una película tan excepcional, pero había sido capaz de transmitir aquel sentimiento.

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No ha sido fácil para mí admitir que mi hijo es diferente, sobre todo si se supone que los niños con síndrome de Asperger no entienden la empatía y les resulta prácticamente imposible advertir los sentimientos, pensamientos e intenciones de sus semejantes.

José María es dulce, cariñoso, está lleno de ternura y NO posee sentimientos dispares como la codicia o la envidia; no conoce la mentira, pues ni siquiera la entiende. En tanto nosotros, los que no somos diferentes, vivimos condicionados por demasiadas normas e intentamos corregir sus carencias, porque consideramos que hacerlo es indispensable para la convivencia. Y aún así, estamos llenos de esos sentimientos encontrados que él desconoce, y por lo que es especialmente vulnerable.

Somos nosotros, los que la mayoría de veces actuamos movidos por la codicia, la lujuria y la envidia, quienes nos enorgullecemos de ser capaces de percibir las emociones de los demás, sin que por esto nos preocupen o interesen realmente sus problemas. Somos nosotros quienes en el camino hacia nuestro propio egoísmo, perdemos la bondad y la ternura. Todo nos parece poco y siempre pedimos más, y con frecuencia olvidamos mostrarnos agradecidos y regalar a la vida una sonrisa, algo que José María conserva, pese a sus dificultades.

Éste es el mundo en el que vivimos y que nos resultan tan normal, un mundo lleno de normas que aprendemos necesariamente para relacionarnos, para vivir dentro de una sociedad, de una comunidad, sin tener en cuenta la cantidad de veces que traicionamos la amistad y nos burlamos de los defectos y las desgracias de otros.

He aprendido demasiadas cosas del pequeño y complejo mundo en el que vive José María, y espero aprender mucho más. Él me ha hecho descubrir mi parte más agradecida y humilde. Cosas que antes resultaban interesantes dejaron de serlo.

De pronto, adivinas que has pasado la mayor parte de tu vida preocupada por cosas absurdas como las apariencias, que te has rodeado de un montón de cosas inservibles, que son deseables solo porque otros las tienen; te has rodeado de un montón de personas vanidosas y frívolas cuya única preocupación es alimentarse de otras vidas porque no se sienten con fuerzas para arreglar las suyas propias. Te sientes estúpida, porque nada de esto te sirve para caminar entre la niebla del silencio.

Me gustaría que muchas personas que han criticado mi manera de educar a José María, al que han considerado un niño impertinente, consentido o maleducado, diciendo a mis espaldas lo bien que ellas lo harían, pudieran estar unas cuantas horas en mi lugar, posiblemente así se mostrarían más tolerantes y comprensivas.

El gran enigma de los niños que sufren trastornos de la comunicación reside en lo normal que resulta su apariencia física. Por lo general, la gente se conmueve o muestra una actitud mucho más comprensiva hacia las personas cuya minusvalía o discapacidad es manifiestamente evidente,

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como un invidente, un paralítico, un niño con síndrome de Down. Sin embargo, esa actitud no es la misma hacia los niños con Síndrome de Asperger, pues, como ya he comentado, su aspecto físico no indica nada anormal, aunque su comportamiento se aleje mucho de esa normalidad aparente.

La gente se siente obligada a ser tolerante y a demostrar su afecto y solidaridad con lo que es evidente. Me pregunto si los niños Asperger no deberían llevar una marca en la frente, una señal visible que los distinga de los demás, convirtiéndolos así en receptores no de compasión, sino de una actitud mas comprensiva y del mismo sentimiento de humanidad y tolerancia que alguien que padece otro tipo de discapacidad.

Una vez intenté explicar a una vecina de muchos años, con palabras sencillas, en qué consistía el problema de José María. Pero ella no me prestó atención, ni siquiera trató de entenderme o al menos de ponerse en mi lugar durante unos minutos. Su respuesta fue bastante contundente y crítica, sin titubeos, me culpó de ser la causante de la enfermedad de José María, pues según ella lo tenía demasiado consentido. En ese momento me sentí totalmente impotente y comprendí que nuestra vecina y amiga no sólo no deseaba escucharme, sino que no le importaba en absoluto lo que significaba para mi hablar de mi hijo y encontrar como respuesta una actitud comprensiva.

Me juzgó sin hacer ninguna concesión, así que, movida por el dolor, le respondí, de manera educada, que no se preocupase tanto por lo maleducado o excéntrico que pudiera parecerle mi hijo de seis años, que debería preocuparse un poco más por sus hijos de 35 y 38 años, que nunca habían trabajado y acostumbraban a dormir hasta las tres de la tarde.

No me arrepiento de haberle dado aquella respuesta, aunque sí de haberme molestado en intentar trasmitirle algo que ella no era capaz de comprender, y no por ignorancia, sino más bien porque casi siempre nos sentimos con la autoridad y el conocimiento suficiente para juzgar a los demás antes de hacerlo con nosotros mismos.

Nos resulta más fácil y cómodo criticar y hacer juicios de valor precipitados que echar una simple mirada a nuestro alrededor.

En este camino he encontrado a quien me ha juzgado severamente, sin tener en cuenta el sentimiento que me embarga y sin recordar la gravedad de sus propios problemas.

Infinidad de veces me he cuestionado a mi misma y me he preguntado si lo estaré haciendo bien. He criado a mis dos hijos de la misma manera; sin embargo, siempre intuí que en José María había algo especial, algo diferente. Y a medida que se va haciendo mayor, algunas personas se muestran menos tolerantes con él, criticando sin ningún tipo de piedad su tono de voz, opinando que intenta parecer más infantil; o me culpan de que hable así por tenerlo demasiado consentido.

No deseo vivir dando explicaciones ni quiero que José María lo haga. No tiene que justificarse por ser diferente.

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De todos modos, los hijos de mi vecina continúan durmiendo hasta las tres de la tarde y sigue siendo ella quien los mantiene y quien decide y gobierna sus vidas. Puede que ella lo hubiera hecho mejor que yo, pero sus hijos, superada la treintena, continúan estando bastante más consentidos que el mío, sólo con seis.

Así las cosas, la amistad no es fácil, puesto que la mayoría de las veces huimos de los problemas. A pocos les agrada aceptar o enfrentarse a lo diferente y comprobar que el mundo no es del todo perfecto. Preferimos verlo de lejos, en un reportaje sobre alguna ONG o en algún acto benéfico en el que participamos para aliviar nuestras conciencias, con la convicción de que no nos es posible arreglar el mundo en el que vivimos y por el que caminamos con cierta indiferencia.

También yo era indiferente, también me compadecía del sufrimiento ajeno desde lejos, sin implicarme. Ahora suelo colocarme en el lugar de cada madre con un hijo enfermo y doy gracias a la vida por todo lo que tengo. Ahora no es compasión lo que siento, ni lo que pretendo, sólo intento tener una actitud mucho más tolerante, y que, a su vez, mis hijos crezcan en ese mismo ambiente de tolerancia y respeto.

Mi experiencia como madre de un niño con síndrome de Asperger sólo intenta transmitir sentimientos positivos hacia otras madres y padres que también lo sean, y que de alguna forma no se encuentren tan solos y confundidos como nosotros lo estuvimos. No somos culpables, no hemos hecho nada que merezca un castigo ni debemos avergonzarnos ante la sociedad por ser diferentes. Aceptar las dificultades de nuestros hijos es un primer paso para seguir adelante y, sobre todo, para poder ayudarles.

Hace unos días, José María insistió en salir a jugar con un niño de 11 años con el que acude al colegio. Aquel niño estaba con una amiga de 14 que había venido a pasar unos días al pueblo. Al cabo de uno minutos empezaron a llamarle tonto y a reírse de su manera de hablar. José María estaba confundido sin saber qué responderles.

Curiosamente, la niña de 14 años, que era quien más le agredía, es tartamuda. No es habitual concienciar a nuestros hijos respecto a los defectos o limitaciones de otras personas; es más, los adultos acostumbramos a utilizar los defectos como motivo de burla e incluso hacemos chistes con ellos.

Aquel mismo día, por la tarde, José María salió a jugar al escondite con un grupo de niños. Pronto percibieron su ingenuidad, por lo que siempre le tocaba contar y buscar a sus compañeros de juego. Sin protestar ni quejarse, José María contaba una y otra vez, ante mi impotencia y la algarabía del grupo.

Con los ojos llenos de lágrimas y sin enfadarse, José María continuaba contando por séptima vez. De todo éste grupo, sólo una niña advirtió su confusión y malestar; se ofreció a contar y permitió

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que él se escondiera con los demás. Después de un rato, empezó a llover. Ella lo abrazó y lo acompañó hasta casa. Entonces me sentí infinitamente agradecida, pero también descubrí el alcance que tiene que mi hijo no sepa interpretar las intenciones que existen detrás de las palabras de los demás. Esto es algo que me preocupa especialmente, puesto que lo hace demasiado vulnerable y fácil blanco de burlas o manipulaciones.

He empezado a leer sobre la teoría de la mente; antes de hacerlo no era capaz de comprender que José María no sabe interpretar las intenciones reales, los verdaderos pensamientos que hay en los demás, lo que otros piensan, lo que sienten, lo que esperan de él o lo que creen.

Yo misma me he dejado guiar en ocasiones por las apariencias y las buenas palabras, que en realidad albergan sentimientos que no tienen nada que ver con la verdadera amistad.

No sé si actúo correctamente al no intervenir en estas cuestiones y permitir que otros niños abusen de la ingenuidad y falta de malicia de José María - y sobre todo que lo hagan intencionadamente-, o si por el contrario, debería explicarles lo necesaria que es para él su ayuda y su amistad. No sé si lo mejor es actuar con cautela, esperando a que él aprenda o descubra que las personas no siempre hacemos lo correcto y que a veces no se tiene en el pensamiento una intención clara, buena y transparente, que es lo único por lo que él se deja guiar. Ni siquiera sé si algún día lo aprenderá o si preferirá quedarse en ese mundo suyo, ausente de suspicacias.

Hace poco, he empezado a confeccionar una larga lista de acciones correctas e incorrectas mediante cartulinas. En cada una se lee, por una cara, una acción, como por ejemplo :"Pegar", "Saludar", "Trabajar en clase", "Molestar en clase", "Que algún niño me mande insultar a otras personas", "Pedir ayuda al maestro", etc. Por la otra cara se especifica si dicha acción es correcta o incorrecta. Después de leer una acción en la cartulina, José María debe decir cómo la considera, y luego darle la vuelta para comprobar si ha acertado. Lo hacemos como un juego y le divierte mucho, porque Luis también se integra.

No soy logopeda, ni médico, ni nada que se le parezca; sólo intento que de alguna manera agradable y más bien como un juego, José María pueda hacerse una idea de lo que se considera correcto o incorrecto, pues si tuviera que corregirle constantemente todo el día, su vida sería lamentable. Cuando le hablo demasiado acerca de lo que está bien y de lo que está mal, termina aburriéndose, cambia de tema o me ignora ; en el mejor de los casos me dice: "¿Cuándo vas a dejar de hablar?". De cualquier modo, cuando lee mensajes concisos y claros, los capta de inmediato.

Prueba de ello es que, después de jugar a las cartulinas, si Luis dice alguna palabrota, suele apostillar: "Decir palabrotas es incorrecto".

Me acongoja y angustia comprobar que la burla es cada vez más frecuente y que con el paso de los años José María percibirá cada vez más sensaciones, y que tal vez eso le hará sentirse igual de

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acongojado o angustiado que yo lo estoy ahora.

José María es dulce y trata a todos por igual; para él no existen diferencias, no distingue a las personas por su condición social, sexual o racial ni por su posición económica. No conoce la mentira ni el valor del dinero. Su único y exclusivo tesoro es su colección de monedas extranjeras. Su mundo está fuera de nuestro alcance mientras permanezcamos ajenos a él. Está exento de maldad, libre de prejuicios, y es fatalmente sincero, y digo fatalmente porque es incapaz de distinguir una mentira piadosa de otra que no lo sea: por muy piadosa que fuese nuestra intención, no la comprendería.

A veces me siento impotente y avergonzada por el comportamiento que manifestamos los que nos llamamos normales. Quisiera gritar de rabia, porque no logro que José María se defienda voluntariamente, protegiendo de alguna manera ese lado bondadoso, infantil e ingenuo que parece transgredir las normas de convivencia de un mundo cada vez más enloquecido, donde nos peleamos por una herencia o un trozo de tierra.

Tampoco sé si realmente él querrá cambiar o preferirá permanecer en esa frontera gris e invisible que separa su vida de otras vidas, el silencio de los ruidos, la sinceridad más brusca de la mentira piadosa, la verdad del engaño.

Vivo entre dos mundos y lucho por conducir a mi hijo hacia el mío. Sin embargo, en muchas ocasiones me pregunto si no debería luchar para que los demás, los que estamos fuera de esas extrañas y silenciosas fronteras, pudiésemos aprender algo de ese otro lado que cada día me sorprende y fascina más.

En mis días buenos, pienso que el futuro para José María es esperanzador y está lleno de posibilidades. Sus esculturas en plastilina están repletas de pequeños detalles que ni yo soy capaz de captar en lo cotidiano. Su afición por la informática es innata; aprendió a usar un ordenador de la misma forma que empezó a leer, sin que nadie se lo enseñara. Hace poco descubrí que había memorizado los nombres de todas las calles del pueblo, lo mismo que hace con rutas, mapas, países y distancias. En momentos así creo que puede existir gente maravillosa capaz de tolerar sus dificultades, entregarle sus sentimientos de afecto, manifestarle su bondad y servirle de Lazarillo en un mundo en el que anda a ciegas, pero del que puede aprender si le servimos de guías.

De este modo, resulta más fácil sentirte agradecida, respirar profundamente el olor de la lluvia cuando moja la tierra para llenar mis pulmones de un aire nuevo y saber que es posible seguir creciendo y sobre todo creer en todas las cosas buenas que me sigue brindando la vida.

En mis días malos, la oscuridad me ciega y, egoístamente, sólo puedo pensar en que deberíamos morir al mismo tiempo que José María, de este modo el futuro dejaría de ser algo amenazante que me llena de miedo, sólo así Luis podría ser libre y dejaría de sentirme culpable hasta por la

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posibilidad de morirme dejándole toda la responsabilidad a su hermano.

Cuando recupero los días buenos, que son la mayoría, vuelvo a sentirme animada y me avergüenzo de haber caído en la autocompasión y la desesperanza.

Hay quienes rechazan de plano el "mal de muchos, consuelo de tontos"; sin embargo, he aprendido a emplear este dicho en mi propio beneficio y en el de mi familia, y para hacerlo lo he adaptado de una forma positiva a las circunstancias de mi vida. No porque me alegre de la desgracia de otros, muy al contrario, para recordarme a mi misma lo agradecida que debo estar a la vida y lo tonta que resulto quejándome por todo. El saber que otras personas sufren no me hace feliz, no me consuela, y sí me hace sentirme avergonzada de dejarme llevar por el egoísmo de mi propio dolor, como si éste fuera el más grande o intenso del mundo; me da fuerzas para motivarme a ser más positiva.

También he aprendido a perdonarme por mis días malos, que son pocos, pero que me brindan la oportunidad de aceptar que no soy perfecta y que también me equivoco. En ellos consigo asumir mis errores. Entiendo mis miedos y reflexiono sobre el camino más adecuado y la actitud que en lo sucesivo debo tomar.

Espero servir de ayuda a los padres y madres de niños con problemas de comunicación y especialmente con Síndrome de Asperger, cuyos sentimientos pueden ser a menudo semejantes a los míos. No debemos negar lo evidente, no tenemos porqué avergonzarnos ni sentirnos culpables por las circunstancias de nuestros hijos. Hace mucho tiempo dejé de preguntarme qué es lo que he hecho mal, qué es lo que hemos hecho mal, para emprender un camino lleno de aciertos y errores, de sentimientos confusos y de ilusiones. Me alegro de mis aciertos e intento aprender de mis errores.

Ser madre de José María me ha convertido en alguien diferente, más humilde y más agradecida. La mujer que dejó su país hace casi quince años ya no existe, hay alguien nuevo dentro de mí, una mujer que poco a poco ha ido creciendo y que está dispuesta a crecer mucho más. Me enorgullece poder decir que también lo diferente está lleno de expectativas. Me enorgullece ser madre de Luis y, en especial, me enorgullece ser madre de José María.

Hace poco, dos amigos de Luis se reunieron a jugar en casa de uno de ellos. José María los vio y de inmediato se lo dijo a su hermano. Ambos salieron corriendo, pues habían oído decir en la escuela a esos mismos niños que quedarían después de clase para jugar en la vídeo consola. Estuve a punto de quitarles la idea de la cabeza, pero acabé dejándoles ir. Y sucedió lo que me esperaba; el juego no los incluía a ellos y enseguida. José María rompió a llorar. Esta vez, Luis no se quedó ni suplicó que lo dejaran jugar, abrazó a su hermano y con palabras cariñosas lo condujo de vuelta a casa.

Ya en ella, José María siguió llorando durante casi media hora. En situaciones así es difícil

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tranquilizarle, algo que sólo se consigue con largos paseos por el campo o alguna cinta de música clásica.

Luis permaneció en silencio intentando ocultar sus lágrimas. La elección que en ese momento tomó, con sólo ocho años, logró conmoverme. Fue la primera vez que realmente tomé conciencia de la capacidad de renuncia que poseemos los seres humanos. Aun así, en aquel momento no supe qué hacer: me alegraba que Luis hubiese elegido a su hermano, pero al mismo tiempo me entristecía y me parecía injusto que también él fuera rechazado y renunciara a jugar con sus amigos por proteger y acompañar a su hermano. Le he visto hacerlo muchas veces, lo cual me hace sentir orgullosa, aunque al mismo tiempo me preocupa. Quiero que Luis siga siendo un niño feliz, que participe de los mismos juegos que el resto de sus compañeros. Sin embargo, en estas circunstancias es difícil conservar o encontrar la amistad. A mi edad, aún puedes valorarla y decidir si merece la pena vivir dando explicaciones, pero tener que hacerlo a la edad de Luis es una injusticia.

A esto le llamo el efecto rebote. La mayoría de las actitudes negativas, como la burla, la agresión o el insulto, que algunos niños manifiestan hacia José María hacen el mismo efecto en Luis como consecuencia de lo primero.

José María desea ser como Luis y como los demás niños, quiere tener amigos y no conseguirlo le hace sentirse desdichado. Por otra parte, Luis comparte juegos y alegría con otros niños, aunque sufre también cuando se ríen o burlan de su hermano.

Hay niños que suelen aprovecharse de que José María nunca exprese su dolor y por lo general no se queje. Había uno en especial cuya apariencia angelical lo convertía en el favorito de un antiguo profesor, sin embargo, no perdía oportunidad de llamar a José María tonto, tirarle de las orejas o darle una patada. Como es normal en estos casos, éste nunca lo decía, ni siquiera se defendía, lo cual le hacía mucho más vulnerable, pero no ante los ojos de Luis, que de inmediato devolvía el golpe que antes le habían propinado a su hermano. El resultado siempre era el mismo: acababa siendo acusado de meterse con sus amigos.

Mis dos hijos acuden a la misma escuela rural, en cuya única aula, en aquel entonces, había sólo siete niños. Una vez, José María regresó a casa con una marca roja en la cara y detrás de la oreja. No me dijo nada, así que después de un rato le pregunté quién le había pegado. La única respuesta que obtuve fue: "Roberto me pegó", y siguió jugando.

Poco después le pregunté a Luis qué había ocurrido y él me explicó que Roberto, un niño dos años mayor que él, se ensañaba y se divertía pegando e insultando a José María aprovechando la circunstancia de que éste casi nunca protestaba. Como es lógico, Roberto hacía este tipo de cosas cuando nadie le veía.

He enseñado a José María que cuando algún niño le pegue debe decirlo. Sin embargo, son

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situaciones que pocas veces puedo evitar, pues de intentar controlarlas, el niño no podría salir de casa.

Por tal motivo, casi siempre salgo con él, por lo menos, hasta que tenga la madurez suficiente para saber relacionarse a nivel grupal. Actualmente le es más fácil relacionarse de tú a tú.

Mi actitud ha supuesto que algunas personas me acusen de ejercer sobre José María una "sobreprotección" y de estar convirtiéndolo en un niño "ñoño que habla con voz de bebé". Hace poco un vecino del pueblo me dijo que lo estaba maleducando, ya que los niños debían estar en la calle y " aprender a dar hostias".

Creo que soy muy respetuosa con la manera de educar de otros padres, pero me resulta decepcionante que la idea de buena educación que tiene mi vecino sea ésa. Supongo que lo dijo porque él permite a sus hijos de 11 y 13 años estar en la calle hasta las siete de la mañana durante las fiestas del pueblo, decisión que yo respeto, pero desde luego no comparto en absoluto.

No quiero decir con ello que los padres tengamos que estar constantemente pendientes del comportamiento de nuestros hijos, ni pretendo un trato especial para José María; tan sólo me gustaría que ciertas personas tuvieran en cuenta sus limitaciones para comunicarse e incluso para defenderse si alguien le agrede.

De pequeño nunca se quejaba si algo le dolía, era yo la que intuía que algo le ocurría, por su malestar o su quietud. Don José Luis Attance, su médico y amigo, ha llegado a conocerle y a ganarse su confianza de una manera especial. Al principio el rechazo de José María hacia él era absoluto, solo con verlo lloraba y gritaba sin descanso; sin embargo, el cariño y la infinita paciencia de este hombre, así como su incuestionable vocación por la medicina, han conseguido paso a paso que José María colabore con él e incluso señale el lugar donde le duele cuando se encuentra enfermo.

Casi siempre nos quedamos satisfechos con el resultado final sin preguntar qué actitud la ha motivado. Por esto deseo que José María aprenda a defenderse, y con ello no sólo me refiero a que sepa afrontar las agresiones con dignidad y sin violencia, e ignorar la burla o la intención de someterlo al ridículo, sino también los diferentes problemas que se nos presentan a lo largo del camino. Deseo que Luis quiera a su hermano, pero también que su vida no se convierta en la de un protector. Me gustaría que poco a poco José María fuera capaz de expresar su dolor y manifestar si hay algo o alguien que le molesta, y que Luis no fuera rechazado por defender a su hermano. Estas situaciones me hacen sentir más impotente y confusa, no sé cómo resolverlas.

He hablado alguna vez con los padres de los compañeros de mis hijos para tratar de explicarles las dificultades de José María, pero apenas he conseguido que me escuchasen más de tres minutos seguidos. Me dicen que lo mejor es no intervenir en peleas de chicos, y eso podría ser razonable si José María pelease o se metiese con uno menor que él.

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Curiosamente, estas mismas personas han reprendido a Luis cuando ha peleado con uno de sus hijos, lo cual me lleva a pensar que acostumbramos a creer que lo que directamente nos afecta es más importante que lo que afecta a los demás. Por ello, prefiero mantenerme al margen y sólo intervengo en casos extremadamente necesarios, aunque temo que se abuse de la vulnerabilidad de José María y que sea Luis el que tenga siempre que salir en su defensa para luego cargar con las culpas.

A veces aún creo en la amistad, otras pienso que hace mucho dejé de tener amigos.

José María adora a Luis. Ambos comparten sus juegos, van juntos al campo y a veces también pelean. Es José María quien siempre busca un acercamiento diciendo a su hermano: "Ahora vamos a perdonarnos"; luego lo abraza y lo besa diciéndole lo mucho que lo quiere. Es extraño verle expresar su afecto voluntariamente, pues no acostumbra a hacerlo; es más, no acepta de buen agrado el contacto físico, a no ser que él lo busque.Luis ha aprendido a respetar y sobre todo a entender la rigidez de su hermano. José María tiene juguetes intocables incluso para Luis, como sus interminables construcciones de ladrillos de colores con los que arma garajes, fuentes y almacenes, o las esculturas de insectos que hace con plastilina y a las que él llama "Monstruos". Del mismo, hay programas para él intocables, como El Conciertazo, Destino Castilla la Mancha, Planeta Sol, documentales, etc.

Para evitar peleas, impuse un sistema de turnos para ver televisión que José María no aceptó bajo ningún concepto. Un día se enfadó con Luis porque cada uno quería ver un programa diferente, y cuando traté de poner paz, de manera contundente me dijo señalando a su hermano:- ¿Por qué tienes ese hijo tan malcriado?

Hace unos días decidimos limpiar la tabla sobre la que reposa "la obra". Es así como José María llama a sus inmensas construcciones de ladrillos de colores, que forman garajes, almacenes o puentes, donde también coloca ordenadamente muchas señales de tráfico. Lo hicimos mientras el estaba en el colegio y después de limpiarlo dejamos todo exactamente igual, o por lo menos así lo creímos.

Cuando volvió a casa y lo vio, de inmediato subió a su habitación y empezó a llorar bastante enfadado.- ¡Han estropeado mi obra! - me dijo furioso.

Mientras lloraba, empezó a colocar las señales en sus respectivos lugares, que él conocía de memoria y que nosotros, sin darnos cuenta, habíamos cambiado. Todas eran del mismo tamaño, pero con diferentes signos. Supongo que eso fue lo que lo alertó. Lo abracé e intenté calmarlo, pero no lo logré del todo hasta que terminó de colocar "la obra" tal y como la había dejado. Creo que cualquier otro niño no lo hubiera notado, ni siquiera Luis lo notó.

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Luis también está aprendiendo a tolerar la interminable secuencia de preguntas con las que José María acostumbra bombardearlo, que le lleva fácilmente a perder la paciencia o exasperarse.

Después de informarnos, hemos conseguido encontrar cierta fórmula para frenarlo. Cuando José María insiste en preguntar las mismas cosas una y otra vez sin ninguna intención de escuchar las respuestas, utilizamos la frase; "No necesitas saber eso". Puede seguir insistiendo y de hecho lo hace, pero no tarda en comprender que no volveremos a darle otra respuesta, así que después de un rato deja de preguntar.

Una de esas veces en las que José María logró agobiar demasiado a Luis, persiguiéndolo por todas partes e insistiendo en que apagara la televisión, ya que la serie que veía no le gustaba, Luis rompió a llorar y me preguntó :- Mamá, ¿mi hermano se va a curar?

Preferí ser sincera y contestarle con la verdad, así le sería más sencillo saber que su hermano aprenderá muchas cosas, progresará y conseguirá llevar una vida bastante normal, pero siempre será diferente.

También le hablé de lo necesaria que es su ayuda para mí, de que nadie es culpable de lo que le ocurre a José María y de que actuaría del mismo modo si en vez de ser su hermano fuera él quien necesitara más de mí. Le reconocí que muchas veces exijo demasiado de él, sobre todo de su paciencia, y que también a veces dedico más atención a José María. Le hice saber lo orgullosa que me sentía y siento de él, y le recordé lo mucho que le quiero.

Ser madre de José María me ha hecho mucho más sensible al dolor de los demás, sobre todo al de los niños, ser madre de Luis me ha hecho más tolerante y paciente, el él quien con sólo nueve años me ha dado una lección de amor, de humanidad y sobre todo de renuncia.

Poco antes de finalizar el segundo de preescolar, dos jóvenes logopedas del equipo de atención temprana de esta comunidad me citaron en el centro escolar para hablar sobre José María. Ambas, guiadas por los comentarios e informes proporcionados por el profesor de turno, me comunicaron que por sus características, desarrollo y conducta, consideraban la posibilidad de que mi hijo fuera autista.

Meses después, una psicóloga clínica de APNA le realizó una exploración y me envió a casa un informe de seis páginas, en el cual no sólo discrepaba visiblemente del informe que el centro escolar le había remitido a petición mía, éste informe del equipo de atención temprana hacía referencia a un trastorno generalizado del desarrollo así como a una pobre capacidad intelectual, que después de varias pruebas ella descartó, siendo su diagnóstico "Disfasia receptiva".

Desde luego, en aquel momento no tenía idea de lo que el término disfasia significa. Tampoco creí que tuviera mucha importancia si sólo era un problema de "Coordinación". Lo único importante

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para mí en ese momento fue saber que mi hijo no era autista. Sin embargo, algo me empujaba hacia aquel mundo y pensaba constantemente en ello.

Por aquel entonces, José María sólo era capaz de formar frases de dos o tres palabras, por lo tanto, confiadamente, decidimos esperar. Cuando José María empezó a hablar de forma fluida, me sentí muy animada, pues pensé que al fin se habían resuelto los problemas y que todo volvería a la normalidad. Poco después observé que el lenguaje de José María se reducía a repetir lo que otros decían. Percibía olores y sabores y tenía miedos especiales, como a ciertos ruidos.

Nuevamente la incertidumbre me embargó. Había permanecido indiferente, aguardando a que algún milagro ocurriera, pero éste nunca sucedió.

Sé que es más fácil esperar a que todo lo resuelva Dios, pero Dios tiene una inmensa lista de espera y posiblemente esté cansado de resolvernos los problemas, así que decidí ponerme manos a la obra y averiguar por mis propios medios el significado de la palabra disfasia.

De pronto sentí que había estado demasiado tiempo paralizada por el miedo, disfrazando aquella palabra como un "Problema de coordinación" que con el tiempo se solucionaría y estúpidamente feliz de que mi hijo no fuera sordo ni autista. Deseaba encarar la verdad con todas sus consecuencias. Toda la información que obtuve a través de internet se me hacía muy familiar. Ciertas características de los niños disfásicos me resultaban muy conocidas, sin embargo , otras se quedaban suspendidas en una franja gris que yo no lograba descifrar, como el extraño tono de voz, las gesticulaciones con la boca, el aleteo de las manos, la postura de los dedos al señalar, la manera de andar, la interminable secuencia de preguntas, el empleo de palabras difíciles, el hablar continuamente como si pensara en voz alta, los olores, los sabores, las texturas, la rigidez, el rechazo al cambio, los temas obsesivos.....

Me encontraba perdida, confundida, animándome y desanimándome continuamente. Necesitaba respuestas y no encontraba quién me las pudiera dar. Navegando en internet descubrí la asociación de niños disfásicos e inmediatamente me puse en contacto con ellos. Carmen, una de las socias e integrantes de Afnidis, me proporcionó el apoyo, la solidaridad y la información que en aquellos momentos necesitaba. Por primera vez en mucho tiempo, tanto mi marido como yo sentimos que alguien compartía y entendía lo que ningún vecino ni amigo había logrado comprender.

De pronto nos sentimos unidos por un vínculo muy especial a una persona casi desconocida.

Hablé con ella en varias ocasiones y me expresó su sentir, lo positivo que le había resultado formar una asociación, me informó sobre las conferencias que organizaban con gente especializada en el tema y supo transmitirme la alegría y animosidad de la gente andaluza.

Fue Carmen quien me habló de la existencia del centro Entender y hablar en Madrid, donde

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habían diagnosticado a un familiar suyo. Hasta allí conduje a José María y tuve así la oportunidad de conocer a su director quien posteriormente diagnosticó que el niño "Responde a un cuadro descrito actualmente como Síndrome Semántico Pragmático". Se refirió al informe que la psicóloga que con anterioridad había valorado a José María con un "conocimiento cognitivo límite", diciendo que aquella apreciación "Debía ser corregida a la vista de su evolución, ya que su capacidad cognitiva de base aparece ahora como totalmente normal".

Su diagnóstico alivió mis dudas momentáneamente y me proporcionó orientaciones referentes a lo escolar que hice llegar al colegio de José María.

Actualmente cursa segundo de primaria. Sus profesores y yo mantenemos un contacto permanente y puedo sentirme satisfecha de que comprendan sus limitaciones y que, así mismo consideren su capacidad de aprender. José María recibe una adaptación curricular en algunas materias como Inglés y educación física, recibe apoyo logopédico y tiene un profesor de apoyo terapéutico. Todos me han demostrado su paciencia, así como sus deseos de que el niño progrese. A todos ellos; David, Elena, Mari Luz, Carmen, Enrique, Cristina Mantecón Contreras y en especial a Don ERNESTO NAVARRO, les estoy muy agradecida.

Al salir del centro Entender y hablar, José María se acercó a su logopeda director y, sonriendo le acarició la barba. Aquel gesto, muy poco habitual en mi hijo, sobre todo con personas extrañas, me hizo adivinar la dedicación y fascinación que tiene Marc Monfort por el mundo de los niños con trastornos específicos del lenguaje.

Poco después descubrí la existencia de Avatel, una asociación de padres de niños TEL, quienes organizan múltiples conferencias y brindan todo tipo de información y apoyo a las familias afectadas, y entre cuyos objetivos está proporcionar a los niños TEL mejoras educativas acordes con sus necesidades especiales.

Intenté encontrar alguna asociación similar en Cuenca, pero no la había, así que pensé en la posibilidad de poner en marcha una. Envié cartas a todos los colegios de Cuenca convocando una reunión para las familias que estuvieran interesadas. Sin embargo, no obtuve ninguna respuesta, ni siquiera una llamada. Aún así, la reunión se llevó a cabo y a ella sólo acudimos tres familias afectadas.

De todos modos, la reunión resultó positiva, pues en ella comentamos nuestras experiencias, nuestros sentimientos, y reflexionamos sobre los beneficios que podría proporcionarnos, tanto a nosotros como a nuestros hijos, la creación de una asociación. Hice hincapié en que ésta era especialmente necesaria no sólo como medio para mantener informados a padres y educadores respecto a la forma mas adecuada de enseñar y tratar a estos niños, sino también para la obtención de mejoras educativas.

Estoy segura de que habrá muchas mas familias afectadas por este tipo de dificultades. Sin

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embargo, también creo que muchas de estas familias prefieren no implicarse en una asociación, porque al hacerlo estarían aceptando tener un hijo discapacitado, lo que en el fondo les hace sentirse avergonzados de cara a la sociedad y sobre todo a sus familiares y amigos; no quieren que nadie se entere y hacen lo posible por llevar una vida normal, no desean ser señalados ni admiten que en sus casa existe alguien diferente. Tampoco creo en la necesidad de obligarlos a seguir un camino distinto. El que nosotros hemos elegido está lleno de altibajos, pero nos proporciona alivio y paz, es como un bálsamo reparador de esa angustia que a veces los padres llevamos en nuestros corazones.

No es malo ser diferente, también lo diferente tiene cosas maravillosas de las que podemos sentirnos orgullosos; su extremada sensibilidad nos enseña a ser más humildes y respetuosos, su bondad nos da una lección de generosidad, sus límites definen los nuestros y nos guían hacia la tolerancia, su dulzura nos alivia, su ausencia de malicia cuestiona nuestra frivolidad y lo apegados que vivimos a las apariencias.

Cuando veo sonreír a José María intentando integrarse en un mundo que no comprende, pero en el que desea participar, descubro que mi lucha no es inútil y que todo en nuestras vidas forma parte de etapas. Decidirnos a subir un peldaño podrá reconfortarnos de cara a la vida.

Sin embargo, no todos los caminos son adecuados. En mi incesante deseo por formar una asociación y concienciar a la sociedad de lo que significa ser un niño TEL, envié varias cartas a distintos medios de comunicación. A los pocos días uno de ellos se puso en contacto conmigo, ya que el tema les interesaba y esa misma tarde hicieron un reportaje sobre José María. Nos hicieron muchas preguntas y quedé satisfecha respecto al enfoque que querían darle, pensando en lo positivo que sería poner en marcha mis objetivos. Pocos días después lo vi con mi familia. Me alegró observar la imagen dulce y risueña de José María, sus ojos rasgados y grandes, un poco ausentes, como si de ellos brotara cierta tristeza.

A él le encantó verse en televisión, aunque después de un largo silencio observándose, me dijo en voz alta:- Mamá, yo no soy un niño raro.

En aquel momento me sentí furiosa conmigo misma, no sólo porque mi hijo hubiese sido capaz de percibir y comprender el significado de la palabra raro, sino porque, de hecho, no se identificó con ella, y además se sintió herido.

No pude evitar sentirme estúpida, culpable y absurda. Había elegido un camino precipitado creyendo que así podía ayudarle, sin tener en cuenta que él aún carecía de la suficiente madurez para entender aquellas palabras sin que le hicieran daño.

No supe qué decir, ni qué explicación dar, ni quise buscar la manera de justificarme. José María debía saber la verdad, pero paso a paso, sin precipitarme.

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Aquella experiencia me sirvió infinitamente para reflexionar. Cuando el enfado se me pasó decidí que tener un hijo con dificultades especiales es un tema bastante serio, pero que la información que proporcionemos al niño respecto a ésta no debe ser algo brusco, sino más bien gradual.

Me fijé como objetivo a largo plazo la creación de la Asociación y acepté que hacerlo llevaría su tiempo, pues no estaba dispuesta a equivocarme de nuevo.

Continué escribiendo cartas, puesto que sigo creyendo en lo necesario que es estar informados y concienciados. Sigo pensando que este tema es un gran desconocido para la mayoría de gente y creo que vale la pena intentarlo.

Durante los meses siguiente pude observar que el lenguaje de José María se perfeccionó y evolucionó rápidamente, no así su manera de establecer relaciones de amistad. En Septiembre de 2004, José María fue diagnosticado con el SINDROME DE ASPERGER por la directora y psicóloga clínica del Centro Cavendish de Madrid, Pilar Martín Borreguero. Gracias a ella José María sigue un tratamiento adecuado a través de historias sociales que sirven para modificar ciertos aspectos de su conducta y rigidez, así como en la adquisición de habilidades sociales, este tratamiento va dando sus primeros resultados, pues me ha permitido comprender que la manera de aprender de José María es muy distinta a la convencional, esto es que lo que los demás aprendemos de forma natural e instintiva a medida que nos vamos haciendo mayores, él debe aprenderlo desdela teoría, intelectualizarlo y sólo así llevarlo a la práctica, consiguiendo aplicarlo en situaciones reales de la vida cotidiana. José María confía y admira a Pilar, supongo que sus ojos le hablan y que en ellos encuentra todo su apoyo, vocación y solidaridad.

También en 2004 descubrí la existencia de la Asociación Asperger España que hace una estupenda labor de orientación, apoyo e información tanto para las personas afectadas por el síndrome de Asperger como para sus familias. Actualmente y junto a muchas otras personas, integro el grupo Asperger_Castellano, en este grupo de apoyo es donde cada día encuentro la verdadera amistad. Quiero agradecer especialmente la ayuda y apoyo que siempre he encontrado en todos ellos, especialmente en Rafa Jorreto, Rosa de Vigo, Manolo de Huelva, y en la maravillosa labor de nuestro querido "Tío Fernando", alma del grupo y también su creador, así como en todos mis compañeros a quienes me siento unida por los mismos vínculos y sentimientos.

En diciembre de 2004 se formó la Asociación Asperger de Cuenca como parte integrante de la Asociación Asperger España y espero que en el fututo de sus frutos y que las familias afectadas descubran que no están solas, que hay quienes comparten sus inquietudes, sus experiencias y sobre todo, que el objetivo de la asociación es trabajar para conseguir una mejor calidad de vida para todas las personas con Síndrome de Asperger.

FUTURO

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José María va evolucionando y ha progresado en ciertos aspectos, como en haber conseguido buscar y mostrar afecto, tolerar el contacto físico, expresar su dolor, entender algunas bromas e incluso intentar gastarlas, reconocer expresiones de alegría, tristeza, enojo o miedo; se ha hecho un tanto mas sociable e incluso tiene un amigo nuevo. Hace pocos días logró ver una película de Harry Potter y estuvo bastante atento a ella. Su comprensión del lenguaje sigue siendo literal, por lo que le sigue resultando difícil interpretar las intenciones que hay en las palabras de los demás.

Confío en que en el futuro adquiera la suficiente habilidad para vivir en un mundo que se lo exige. El futuro es algo que sigue preocupándome, sobre todo en una sociedad que casa vez demanda más lo perfecto.

Todos deseamos una vida perfecta, tener hijos perfectos, demostrar que son los mejores, los más guapos, los más listos, los más inteligentes; queremos que nuestros hijos sean una especie de superniños que después del colegio acudan a clases de todo, que sean deportistas, buenos estudiantes, políglotas, informáticos, y llenamos su tiempo con nuestras expectativas, no con las suyas. Menospreciamos cualquier tipo de trabajo que no vaya acompañado de traje y corbata, porque consideramos lo importante que es tener cierta categoría. No sólo aspiramos a que nuestros hijos tengan un futuro económicamente holgado, lleno de cosas, sino a poder mostrar a los demás esas cosas, esos trofeos.

Preocuparnos por la educación de nuestros hijos es algo a lo que estamos obligados, pero hacer de sus vidas una lucha constante por demostrar que son los mejores es sólo una cuestión de alarde.

Me sorprende que algunos niños que conozco y que no hace mucho hicieron la primera comunión, para lo cual se prepararon adecuadamente y recibieron catequesis, sean precisamente quienes más se han ensañado burlándose de José María. Supongo que la causa se halla en gran medida en la importancia que le damos a las cuestiones de forma y no de fondo: la necesidad de ofrecer a nuestros invitados un convite por todo lo alto, la importancia que damos a los trajes que estrenaremos, la sesión de fotos, la expectación que crean los regalos....

Hacemos lo que la sociedad impone porque creemos que, de no hacerlo, estaremos siendo inferiores a otros y eso afectará a nuestros hijos. Necesitamos competir porque así nos han enseñado y porque hacerlo está socialmente aceptado: tener cosas que otros no tengan, para mostrar lo bien que nos va y lo superiores que somos; contar lo importantes que somos, para que nuestro ego descanse y pueda sentirse gratificado; ser adulados, o cuando menos envidiados, para creer que nuestra vida es plena, tener una casa maravillosa, unos hijos maravillosos, un trabajo maravilloso y varios coches espléndidos, para sentirnos felices.

Por eso asusta lo diferente, no estamos preparados para ser más humildes y admitir que todo no es perfecto. También yo deseaba un mundo ideal, también yo vivía en un mundo que ahora me resulta demasiado frívolo y vacío. No soy perfecta ni pretendo serlo; ahora sé decir lo siento y

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admitirlo cuando me equivoco. Tampoco es mi intención juzgar a los demás, me juzgo a mí misma y a la experiencia de compartir dos mundos enfrentados que hasta hace poco se disputaban mis deseos.

Me alegro de ser un poco menos egoísta y un poco más tolerante; me alegro de contar con el apoyo de mi marido y compartir juntos nuestras dudas o proyectos, de que nunca nos hayamos culpado el uno al otro por el problema de José María; no creemos que lo importante sea saber de dónde vino, sino hacia dónde va.

Me alegra haber optado por mis hijos renunciando al plano profesional, que bullía dentro de mí intentando salir. Me alegro de haber aprendido a renunciar y de que ahora la vida me ofrezca otro tipo de compensaciones. No me arrepiento de haber elegido este camino. Sin embargo, me pregunto por el camino que seguirá José María; me pregunto si alguna vez conocerá el amor, si encontrará una mujer que lo ame o si, por el contrario, tendrá que resignarse a la soledad; si será capaz de aprender y entender las reglas del juego que la sociedad impone para vivir en ella. Y descubro que, extrañamente, o tal vez por mi rebeldía, siempre pasé olímpicamente de las reglas sociales para vivir a mi manera. Me pregunto si mis deseos escondidos se hicieron realidad en él y eso me hace sentir culpable, porque tal vez en mi irreverencia lo condené haciéndole vulnerable.

Me pregunto si esta sociedad a la que tanto cuestiono alguna vez lo aceptará entre sus filas y podrá trabajar en algo que lo compense y le ayude a enfrentar ese mundo en el que en ocasiones se encuentra extraño y solo.

Deseo que conozca la amistad, que algún día encuentre un buen amigo y que nunca más vuelva a sentirse como un niño raro. Espero que alguien desee escucharlo sin aburrirse o dejarle con la palabra en la boca. Antes me resultaba fácil hablar, ahora me es más fácil escuchar, porque el silencio habla.

Me preocupa que Luis cargue sobre sus hombros toda la responsabilidad de su hermano, desearía que él también pudiera disfrutar. Condenarlo a la soledad me angustia y me entristece, pero imaginar que olvide a José María me angustia mucho más.

El silencio nos ha traído hasta aquí y el silencio será el que guíe nuestros pasos a través de la vida; el fue nuestro punto de partida y el será quien nos conduzca hasta el final a quienes habitamos en esa franja gris entre dos mundos enfrentados y maravillosos, dos mundos que se necesitan pero que continuamente se olvidan. Será entonces cuando lleguemos a donde el silencio nos lleve...