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¿POR QUÉ TODOS SOMOS HACIENDA? Manfred Nolte La notoriedad alcanzada durante la pasada semana en Euskadi por una serie de episodios relacionados con un controvertido ‘Plan Conjunto de lucha contra el Fraude’ protagonizado por las Haciendas forales de nuestros territorios históricos ha vuelto a evidenciar que el de la recaudación fiscal es un tema que siempre despierta en quienes lo escuchan emociones encontradas, según se miren bajo el prisma de los que pagan los impuestos o del que se aplica a cobrarlos, en nuestro caso las Haciendas del País Vasco. La polémica invita a recordar las líneas maestras que inspiran la doctrina de la Hacienda Pública, una disciplina que incomprensiblemente va desapareciendo de forma paulatina de los programas de grado en nuestras Facultades de Económicas y Derecho. Comenzaremos señalando que es una característica común a cualquier país desarrollado que el Sector público tenga una participación entre el 40 y el 50% en los recursos económicos de ese país, eso que llamamos el PNB o Producto nacional bruto. En ausencia de desequilibrios presupuestarios el porcentaje alude por igual al Gasto público ejecutado por la administración y a su fuente básica de financiación: los impuestos. De modo que un país desarrollado tiene una alta presión fiscal que financia un alto gasto fiscal: no solo los mínimos del ideario liberal

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¿POR QUÉ TODOS SOMOS HACIENDA?Manfred Nolte

La notoriedad alcanzada durante la pasada semana en Euskadi por una serie de episodios relacionados con un controvertido ‘Plan Conjunto de lucha contra el Fraude’ protagonizado por las Haciendas forales de nuestros territorios históricos ha vuelto a evidenciar que el de la recaudación fiscal es un tema que siempre despierta en quienes lo escuchan emociones encontradas, según se miren bajo el prisma de los que pagan los impuestos o del que se aplica a cobrarlos, en nuestro caso las Haciendas del País Vasco. La polémica invita a recordar las líneas maestras que inspiran la doctrina de la Hacienda Pública, una disciplina que incomprensiblemente va desapareciendo de forma paulatina de los programas de grado en nuestras Facultades de Económicas y Derecho.

Comenzaremos señalando que es una característica común a cualquier país desarrollado que el Sector público tenga una participación entre el 40 y el 50% en los recursos económicos de ese país, eso que llamamos el PNB o Producto nacional bruto. En ausencia de desequilibrios presupuestarios el porcentaje alude por igual al Gasto público ejecutado por la administración y a su fuente básica de financiación: los impuestos. De modo que un país desarrollado tiene una alta presión fiscal que financia un alto gasto fiscal: no solo los mínimos del ideario liberal sino un moderno esquema de protección social como la educación, la sanidad, las pensiones y aquellos más beligerantes de las prestaciones de desempleo o de dependencia vital. Enseñaba Adam Smith que el Estado debía concentrarse sobre todo en garantizar la propiedad privada y resolver los conflictos de intereses entre individuos, contribuyendo a la provisión de los bienes esenciales de la defensa nacional, orden público, administración de la justicia y el “mantenimiento de la casa del soberano”. Pero también añade el gran economista y moralista escocés que aquel debía defender la competencia y en consecuencia corregir los fallos que alejen al mercado de su funcionamiento eficaz. Este último punto debe tenerse siempre presente.

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Existen por defecto otros modelos. Muchos de los países en vías de desarrollo que se rigen por patrones populistas o dictatoriales revelan unos porcentajes muy inferiores de presión y de gasto fiscal. Y ello, no solamente porque no tengan capacidad técnica y recursos humanos para construir un sistema fiscal aceptable, sino por la sencilla razón de que no les conviene, ya que a un sistema impositivo avanzado siempre le acompaña un régimen representativo y democrático evolucionado (‘ningún impuesto sin representación’), aspecto este del que el tirano huye como el demonio de la cruz. Quedémonos, por tanto, con un sistema fiscal desarrollado, democrático y responsable como el que rige en la generalidad de los países europeos.

En ocasiones los contribuyente defraudamos por más de una razón, no solo porque carezcamos de una conciencia cívica y un conocimiento adecuado de la ineludible necesidad de los impuestos en orden a financiar los correspondientes gastos presupuestarios. También por las incomprensibles lagunas operativas o la falta de actitud que exhibe la administración en determinadas parcelas de su actividad recaudadora y adicionalmente por el acicate de la crisis económica: cuando la necesidad aprieta y la renta disponible disminuye, la tentación de reclamar un precio ‘sin IVA’ es al mismo tiempo más frecuente y más comprensible, aunque nunca justificable.

Si aceptamos el valor de ratificación democrática que implica una alta participación del Estado en la actividad económica, a renglón seguido debe recordarse que la actividad impositiva debe someterse a un postulado ético congruente con el principio de distribución adecuada de la renta y de la riqueza. Nadie puede negar que el disfrute de los bienes y de las rentas, incluso en nuestras sociedades avanzadas, no obedece exclusivamente a la capacidad y al esfuerzo, sino que nos viene ‘dado’ por un buen número de factores geográficos, educativos, familiares, ambientales y otros que se generan de forma desigual y, en multitud de casos, injusta. La libre acción de la competencia del mercado asigna las rentas según las productividades de los factores en su aportación al proceso productivo. La distribución resultante no siempre es la justa y deseada ya que, como se ha dicho, procede en buena medida de las desiguales dotaciones personales de cada uno de los recursos económicos.

En consecuencia, a la ‘generalidad’ del impuesto –todo el que tenga capacidad de pago queda sometido a el-, le sigue el principio de ‘equidad’ según el cual el pago debe relacionarse con la capacidad o el beneficio directo obtenido por el usuario, para terminar en el de la ‘redistribución’ alterando o compensando la desigual e injusta distribución de mercado de la renta y la riqueza, reduciendo las diferencias mediante un sistema de progresividad impositiva.

La gran crisis de la que aún no hemos salido ha producido un notable aumento de las desigualdades. No solamente en Estados Unidos, como es notorio, sino también en el resto de países desarrollados, en Europa y también en España y en nuestro entorno más cercano. La desigualdad –además de ser ineficiente a determinados niveles- acarrea finalmente un incremento de la pobreza, e incluso de la pobreza extrema, inaceptable. No se trata con ello de descalificar el mecanismo de asignaciones del mercado sino sus externalidades perniciosas. Un sistema fiscal

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progresivo, esto es, redistributivo e incluyente, constituye un estabilizador automático para paliar las graves deficiencias detectadas.

En este marco se inscribe el pago del IVA, nuestra Declaración anual de la Renta o la que corresponda a las Sociedades Mercantiles y otros sujetos pasivos. Pagar los impuestos es ante todo un acto de reivindicación democrática, pero es también un acto necesario, cívico y justo.

Bajo el ideario descrito, la impopular función de la inspección tributaria es solo el mal necesario para paliar los efectos de una condición humana distraída, poco concienciada y -todo hay que decirlo- en ocasiones, fraudulenta y criminal. De este hilo tiraríamos hasta llegar al infame entramado de los paraísos fiscales y a la impunidad tributaria de las empresas multinacionales a través de los precios de transferencia. Pero temas tan graves requieren, para su tratamiento, de otro tiempo y lugar.

7.04.14.