(2004) Relatos policiacos

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Relatos policíacos: ÍndiceRelatos policíacos: Índice Varios autoresVarios autores

RELATOSRELATOS POLICÍACOSPOLICÍACOS

(2004)(2004)

Varios autoresVarios autoresÍNDICE

INTRODUCCIÓN

Manuel Yáñez Solana...........................................................................................................................3

LA PERRA Y EL CABALLO

François-Marie Arouet (Voltaire)........................................................................................................4

MATEO FALCONE

Prosper Mérimée..................................................................................................................................7

EL VELO NEGRO

Charles Dickens..................................................................................................................................13

EL MAESTRO DEL MISTERIO

Jack London.......................................................................................................................................20

EL CLAVO

Pedro Antonio de Alarcón..................................................................................................................28

EL CRIMEN DEL MAESTRO

Guy de Maupassant............................................................................................................................49

LAS PISADAS MISTERIOSAS

Gilbert Keith Chesterton....................................................................................................................54

LA CAÍDA DE MISTER READER

Edgar Wallace....................................................................................................................................65

UN PUESTO EN LA FRONTERA

Carter Scott.........................................................................................................................................74

CUANDO EL TELÉFONO ACUSA

Manuel Yáñez Solana.........................................................................................................................79

VIAJE ACCIDENTADO

Manuel Yáñez Solana.........................................................................................................................82

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IINTRODUCCIÓNNTRODUCCIÓN

MANUEL YÁÑEZ SOLANA

En el término «policíaco» se tiende a incluir todos los asuntos criminales, ya sean delitos menores o mayores. Sin embargo, cuando lo «policíaco» se convierte en un relato literario, lo que importa realmente es el ser humano, en ocasiones el delincuente, visto desde un plano social, con toda la complejidad de su psicología, sin olvidar en ningún momento la carga de violencia y unas oportunas dosis de misterio. Cuando se trata del representante de la Ley, ya sea un alguacil, un juez, un sacerdote detective, un miembro de Scotland Yard, un sargento de la guardia civil o un inspector de la Brigada Criminal, en ocasiones se acostumbra a ofrecerlos como héroes superficiales, provistos de un gran poder de deducción y tan inhumanos como un héroe.

No sucede lo último en los relatos seleccionados en este libro, porque se ha cuidado de elegir las formas más representativas de la esencia de lo «policíaco». De la mano de Voltaire, nos encontramos con un genio de la observación, nacido en la milenaria Babilonia, cuyas portentosas habilidades nos dejan estupefactos al comprender que estamos ante el precursor de Sherlock Holmes.

Prosper Mérimée nos ofrece al astuto representante de la ley que, al conocer las debilidades humanas, puede hacer uso de la codicia. Jack London se sirve de un viejo hechicero indio, el cual recurre a una añagaza de «corte mágico», para demostramos que se puede descubrir al ladrón que ha traído la desgracia a toda una tribu por medio de un recurso sorprendente.

Es posible que sea Pedro Antonio de Alarcón el más audaz de todos los autores escogidos; por algo su relato es casi una novelita corta. Porque a la complejidad de la trama, cuyo desarrollo es tan fluido como un río, a pesar de que en algunos recodos se vuelva turbulento, le mueve el propósito de entremezclar dos historias de amor con un asesinato espeluznante, que será descubierto por un juez responsable, a pesar de que, sin saberlo, el mismo se vaya a precipitar en un abismo de pasiones humanas exacerbadas...

Guy de Maupassant llega un poco más lejos, porque el criminal que nos ofrece es inhumano, al considerarse muy superior a todos sus semejantes, ya que en su locura razona como si fuera un dios... o un diablo. Todo un alegato a la necesidad de salvar a un condenado, cuando existe una duda razonable, a pesar de que se cometa un inmenso error.

Chesterton prefiere la pirueta burlesca, en el interior de un club inglés representativo de la decadencia del Imperio Británico, para que el inefable padre Brown, un sacerdote convertido en detective, pruebe que unos pasos misteriosos pueden conducir a la resolución de un delito, cuyo desarrollo tiene mucho del baile de una farsa.

Edgar Wallace busca el terreno más sencillo, por medio de un inspector de Scotland Yard, al que se le encarga resolver el caso de un envenenamiento con arsénico. Por medio de una serie de casualidades, muy hábilmente entretejidas, llegará a la resolución del enigma. Hasta concluir con un final de lo más humano...

Podríamos seguir mencionando a los otros autores, ya que incorporan nuevas caras al enorme prisma que supone lo «policíaco»; sin embargo, preferimos que sea usted quien compruebe la calidad literaria, unida a la emoción, de las historias que le ofrecemos.

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LLAA PERRAPERRA YY ELEL CABALLOCABALLO

FRANÇOIS-MARIE AROUET (VOLTAIRE)

El escritor y filósofo francés François-Marie Arouet, que utilizaría siempre el seudónimo de Voltaire, nació en París en 1694. Estudió con los jesuítas hasta que se convirtió en un eminente abogado. Sin embargo, pronto se entregó a la literatura, escribiendo versos irreverentes que le costaron la cárcel y, más tarde, el destierro. Con sus primeras obras teatrales conoció el éxito, que ya nunca le abandonaría. Y como volvió a ser detenido, por culpa de un duelo a espada con el caballero de Rohan, terminó exiliándose en Gran Bretaña, donde tomó contacto con la filosofía.

En 1731, publicó Historia de Carlos XII; y un año más tarde, Zaide. Pero fue con Cartas inglesas donde mostró su idea de la tolerancia, todo un alegato democrático en un período absolutista. La obra fue quemada en público. Esto no desanimó a Voltaire, ya que se convirtió en uno de los autores más prolíficos que ha conocido la Historia. Todo un genio de la Literatura y la Filosofía, admirado por los librepensadores y padre de los enciclopedistas. Siempre se opuso a la intolerancia, a la tortura, al fanatismo religioso y la superstición. Falleció en 1778, el mismo año de su triunfo más sonado en la Comedie Française.

Puede afirmarse que con el relato corto La perra y el caballo, Voltaire dio comienzo a la literatura deductiva, que tanta importancia adquirió en la novela policíaca del futuro. Todo un hallazgo que ha sido justamente valorado por Umberto Eco y otros intelectuales de hoy.

Zadig pudo darse cuenta de que el mes inicial del matrimonio resulta, como ya se escribió en el Zenda, una verdadera luna de miel, pero el segundo se convierte muy pronto en una luna de hiel. Esto le llevó a repudiar a Zora, su esposa, alegando que la convivencia con ella resultaba demasiado complicada y enojosa. Para consolarse se dedicó por entero a la Naturaleza, a la que estudió con el entusiasmo de un científico al que no le pasa inadvertido ni un solo detalle. Como se sintió tan complacido con esta ocupación tan absoluta, se le pudo oír el siguiente razonamiento:

«La auténtica felicidad se encuentra en la lectura de ese libro que Dios ha colocado ante nuestros ojos despiertos. Mientras lo conoces puedes llegar a sentirte el amo de las verdades que vas descubriendo. Con esto brindas provisión a tu alma y, a la vez, mantienes una existencia tranquila, sin tener miedo a los hombres. También vives lejos de la amenaza de que una exaltada mujer pueda llegar a cortarte la nariz.»

Convencido de estas ventajas, no dudó en retirarse a una vivienda en el campo, situada en las orillas del Éufrates. En este lugar pudo olvidarse de la cantidad de agua que fluía por segundo bajo las arcadas de un puente, o si llovía más metros cúbicos durante los meses del ratón o del carnero. Jamás se le ocurrió tejer seda con las telarañas o servirse de los cascos de botellas para fabricar porcelana, ya que prefirió observar minuciosamente el desplazamiento de los animales y el crecimiento de las plantas y los árboles, sin olvidarse de las piedras y de la arena. En seguida su ciencia fue tan prodigiosa, en estos terrenos, que pudo advertir fenómenos naturales que toda la humanidad entera, incluyendo a los más famosos científicos, habían pasado por alto.

Sin embargo, sus conocimientos le habían convertido en un ser excepcional, acaso un tanto peligroso, como veremos a continuación. Una mañana que estaba recorriendo un bosque bien conocido por él, vio llegar corriendo a uno de los eunucos de la reina, al que acompañaban varios oficiales. Todo el grupo mostraba una gran preocupación, ya que no paraban de mirar en todas las direcciones, igual que quien ha perdido el rumbo mientras busca algún tesoro.

–Escucha, joven –le preguntó el eunuco–, ¿has visto por aquí al perro de la reina?–Mejor sería que hablaras de una perra y no de un perro –contestó Zadig con la mayor

tranquilidad.–En efecto, estamos buscando a la perra de la reina –admitió el eunuco.–Además de ser una hembra resulta pequeña de tamaño –añadió Zadig–. Hace pocas semanas

que parió, cojea de la pata delantera izquierda y sus orejas son bastante largas.

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–Entonces, ¿la has visto? –siguió preguntando el eunuco, muy sorprendido.–Pues no –respondió Zadig–, jamás la he tenido delante de mí, y hasta desconocía que la reina

poseyera una perra.A los pocos días, obedeciendo a otro de esos caprichos del destino, uno de los palafreneros no

pudo evitar que se le escapara el más hermoso caballo del rey de Babilonia. En seguida, el montero mayor y un gran número de oficiales se lanzaron en su busca, mostrando parecida intranquilidad que el eunuco tras el rastro de la perra de la reina. Quiso el azar que este segundo grupo también encontrara a Zadig en su camino, y no dudaron en preguntarle si había visto a una de las más valiosas monturas del monarca.

–Ese caballo debe de ser el que mejor galopa de toda la cuadra –dijo Zadig–. Calculo que llega a los cinco pies de altura y posee unos cascos pequeños. Su cola alcanza los tres pies y medio de longitud, lleva un freno de oro de unos veintitrés quilates y sus herraduras son de una plata valorada en cerca de veinte denarios.

–¿Puedes indicarme hacia dónde se dirigió? ¿Sabes en qué lugar se encuentra? –inquirió el montero mayor, muy inquieto.

–Jamás lo he tenido delante de mis ojos –dijo Zadig–. Como tampoco sabía que nuestro rey contara con un caballo de tan soberbia estampa.

Poco después, cuando el montero mayor y el eunuco hablaron de sus breves conversaciones con Zadig, terminaron por deducir que habían tenido delante al verdadero ladrón del caballo del rey y de la perra de la reina. En seguida le detuvieron sin hacer caso de sus moderadas protestas y le condujeron a la asamblea general de los desterham. Y éstos condenaron al acusado, después de escuchar a los testigos, a sufrir los azotes del knout y a ser enviado a Siberia, donde pasaría el resto de su vida. Afortunadamente, al día siguiente de dictarse sentencia fueron localizados el caballo y la perra, con lo que los jueces se vieron ante la ingrata obligación de modificar la sentencia; no obstante, impusieron a Zadig una multa de cuatrocientas onzas de oro, por haber mentido al afirmar que no había visto lo que sin duda debió tener ante sus ojos. Y en el momento que pagó el dinero, se le permitió que se defendiera delante del sublime consejo de los desterham. El gran filósofo de la naturaleza se explicó de la siguiente manera:

«Luceros clarividentes de la Ley, bibliotecas de la ciencia, espejos de lo auténtico, ¡oh, magníficos portadores de los metales y de las joyas que confieren la fortaleza, el conocimiento y el equilibrio! Ya que me habéis concedido el honor de dirigirme ante tan famosa asamblea, me atrevo a jurar por Orosmande que nunca en mi vida vi a la honorable perra de la reina, ni al divino caballo del monarca de los monarcas. Escuchad lo que sucedió. Caminaba por el bosque cuando me encontraron el eunuco y el montero mayor, como es lógico en fechas distintas. Antes de que me preguntase el primero, yo había visto en la arena las huellas dejadas por un animal, lo que me permitió deducir fácilmente que era de pequeña estatura. Como descubrí, además, unos surcos ligeros y alargados entre las marcas grabadas por las patas, deduje que las había causado una perra cuyas mamas estaban muy crecidas debido, sin duda, a que todavía seguía amamantando a unas crías que habían nacido recientemente. Dado que había otros rastros, logré saber que el animal poseía unas orejas muy largas, que llegaban hasta el suelo y, al darme cuenta de que en la arena quedaba una marca de las patas menos pronunciada que las otras tres, comprendí que el delicado animalito de la reina cojeaba ligeramente, lo que me atrevo a contar suplicando que se me excuse el atrevimiento.»En lo que se refiere al caballo del rey de reyes, debéis creer, sublimes jueces, que mientras recorría los senderos del bosque, no me pasaron inadvertidas las marcas dejadas por unas herraduras. “¡Vaya, este caballo galopa de una forma perfecta! –me dije, lleno de admiración–. Posee una cola de tres pies y medio, como se puede apreciar al ver cómo ha ido limpiando con su movimiento semicircular el polvo del tronco de los árboles por donde pasaba.” También vi que en la parte baja de los árboles, cuyas

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ramas formaban un dosel de unos cinco pies de altura, había caídas unas hojas que, sin duda, fueron arrancadas por la cabeza del caballo en su carrera, luego esto me permitió conocer su altura. Respecto al freno sólo podía ser de oro de veintitrés quilates, ya que el animal lo restregó sobre varias piedras, en las que quedaron unas rayaduras doradas, cuyo polvillo me brindó esa información, Y, finalmente, gracias a las huellas dejadas por las herraduras en algunas piedras del suelo, obtuve la evidencia de que eran de una plata de once denarios.»

No hubo ni un solo juez que dejara de mostrarse estupefacto ante los grandes y sutiles conocimientos de Zadig, unido a la claridad de sus razonamientos. Este gran suceso fue conocido por el rey y la reina. En todas las estancias de palacio únicamente se hablaba de la sabiduría de Zadig. A pesar de que algunos magos decidieron que debía ser llevado a la hoguera por brujo, el monarca dio orden de que le devolvieran las cuatrocientas onzas de oro de la multa. Una restitución que necesitó la intervención de los alguaciles, los escribanos y los procuradores, con el fin de que se diera testimonio del hecho. Toda una ceremonia, aunque la cantidad entregada sólo fue de dos monedas de oro, ya que trescientas noventa y ocho debieron utilizarse para abonar las costas del proceso. Además, quienes habían ayudado a Zadig le exigieron la oportuna gratificación.

Esto llevó a que el sabio comprendiera que, en ocasiones, resultaba excesivamente peligroso y caro mostrarse sagaz.. Así se dijo que jamás volvería a cometer un fallo de aquella magnitud, por muy seguro que estuviera de sus descubrimientos.

Y la ocasión para demostrar la solidez de su propósito no tardó en ser puesta a prueba. Al fugarse un prisionero de Estado siguió un camino que pasaba por debajo de una de las ventanas de la casa de Zadig. Y éste le vio pasar, aunque pudo haberlo deducido por medio de las numerosas huellas dejadas por el evadido en el suelo y en otros lugares. Sin embargo, al ser preguntado por los alguaciles, prefirió mantenerse en silencio. Esto no le impidió enfrentarse de nuevo a los jueces, debido a que alguien le había visto asomado a la ventana en el momento en que pasaba delante de su vivienda el fugitivo. Y la condena que se le impuso fue de quinientas onzas de oro, lo que le obligó a mostrar su agradecimiento ante la indulgencia del tribunal, siguiendo las costumbres de Babilonia. «¡Qué desgracias le caen encima a uno, Dios mío –se lamentó el filósofo de la Naturaleza–, si paseando por el bosque descubres que estás recorriendo los mismos senderos que han atravesado la perra de la reina y el caballo del rey! ¡Cuánto peligro se asume por el simple hecho de asomarse a una ventana! ¡Y qué complicado resulta pretender encontrar la felicidad en esta vida!»

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MMATEOATEO F FALCONEALCONE

PROSPER MÉRIMÉE

Prosper Mérimée nació en París en 1803. De familia acomodada pudo adquirir una gran cultura, a la vez que alcanzaba grandes triunfos mundanos y literarios. Fue amigo de Stendhal y de Sainte-Beuve, y de los primeros que impulsaron en Francia el gusto por la literatura rusa. Ocupó el cargo de inspector de monumentos históricos y se hizo amigo de la familia Montijo (la conoció en uno de sus frecuentes viajes a España), a la que trató en la corte de París después del matrimonio de Eugenia con Napoleón III.

En 1825, Mérimée publicó Theátre de Clara Gazul, que es una colección de obras dramáticas pretendidamente escritas por una actriz española. Dos años más tarde, y simulando ser en esta ocasión un refugiado italiano, dio a conocer La Guzla, que son una serie de canciones populares, las cuáles alcanzaron un gran éxito. Su estilo literario representó el desplazamiento del romanticismo a los motivos naturales. Entre las obras de este género destaca Crónica del reinado de Carlos IX. Sin embargo, donde su inspiración encontró la mejor manifestación fue en el relato breve, como en Mateo Falcone, El caso etrusco, Tamango y, especialmente, en Colomba, que se considera su obra maestra, y en Carmen, la cual inspiró la famosa ópera de Bizet.

Mérimée falleció en Cannes en 1870. Si hemos seleccionado el relato Mateo Falcone es por la novedad que supone la utilización de la codicia para resolver una investigación criminal. Recurso muy utilizado en la novelística policíaca del siglo XX.

Todo aquel que abandona Porto Vecchio para tomar el rumbo noroeste en el interior de la isla de Córcega, no tarda en comprobar que el terreno se eleva bruscamente. Y en el caso de que siguiera caminando, al cabo de tres horas de marcha por enrevesados senderos, que se ven acompañados de enormes peñascos, los cuales obstruyen, de cuando en cuando, unos profundos barrancos, tendrá que detenerse repetidamente, para verse obligado a dar un rodeo, hasta que se encontrará frente a un extenso y abrupto malezal.

En este malezal hallan seguro refugio no sólo los pacíficos pastores corsos, sino todos aquellos que han dejado con la Justicia alguna cuenta pendiente.

Deben saber los lectores que el labrador de estas tierras, para evitarse el trabajo de abonar su campo, prende fuego a determinada parte del bosque, sin cuidarse de que el incendio se extienda más allá de lo necesario. Le interesa únicamente que las cenizas aumenten la fertilidad de la tierra, contribuyendo a la cantidad y a la calidad de las cosechas. Luego, recogidas éstas, las raíces que no se han secado producen retoños que en pocos años se espesan y crecen, alcanzando a veces siete u ocho pies de altura. Es esto lo que allí se conoce por malezal. Se compone de arbustos y árboles diversos, que se entremezclan al desarrollarse de la forma más enrevesada. Únicamente con la ayuda de un hacha puede el hombre desconocedor de aquel laberinto avanzar a través del mismo. Y existen algunos malezales tan impenetrables que ni los cameros de monte logran adentrarse en ellos.

El corso que elimina a un semejante se apresura a dirigirse a Porto Vecchio, seguro de que allí podrá vivir sin ser importunado, siempre que lleve consigo una buena escopeta y la necesaria provisión de pólvora. Además de esas dos cosas, sabe que le será de gran utilidad uno de los capotes que los lugareños llaman pilone y que cumple simultáneamente funciones de manta y de colchón. Queso, castañas y leche tendrá en abundancia, gracias a la ayuda de los pastores, que no le delatarán jamás. Sólo se hallará en peligro cuando, obligado por la necesidad de obtener municiones, deba ir al pueblo.

Allá por el año mil ochocientos y tantos, tiempo en que andaba yo por Córcega, la vivienda de Mateo Falcone se encontraba establecida a una media legua de aquel malezal. Mateo era un hombre al que podía allí considerarse rico, ya que vivía sin trabajar, con lo que le producían sus rebaños, que llevaban a pacer a los diferentes montes de la isla pastores nómadas. Cuando le conocí, uno o dos años antes de los sucesos que voy a relatar, andaría cifrando la cincuentena. Aunque recio, era de talla más bien pequeña, y tenía los caballos rizados y negros, la nariz un poco aguileña, los labios finos, la tez morena y los ojos grandes y vivos. Gozaba de la fama de ser un buen tirador, y ello,

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trascendiendo a todas las comarcas corsas, le había granjeado un envidiable respeto. Decíase que su puntería, a causa de la agudeza de su vista, era tan buena de noche como de día.

Resultaba Mateo Falcone un amigo tan consecuente como un temible enemigo. Hacía favores a cuantos lo necesitaban y vivía, por tanto, en términos de gran cordialidad con la totalidad de los habitantes de Porto Vecchio. Se contaba, no obstante, de él que no había vacilado en eliminar a un rival, de fama tan justificada en las lides del amor como en las de la pelea. Las gentes, por lo menos, relacionaron la puntería de Falcone con el balazo que aquel hombre recibió en la sien mientras se afeitaba ante una ventana. Pero lo cierto es que no sólo las murmuraciones cesaron pronto, sino que inmediatamente se olvidó el asunto.

Giuseppa, la mujer de Mateo Falcone, dio a su marido tres hijas, y cuando éste había perdido ya la esperanza de ver continuado su apellido, llegó el varón. En el momento en que las tres muchachas contrajeron matrimonio, ventajosamente al decir del padre, que estaba seguro de contar en caso necesario con los tres puñales y las tres escopetas de sus yernos, Fortunato contaba ya diez años.

Una mañana de otoño, Mateo salió a primera hora con su esposa en dirección a un claro del malezal donde pastaban en aquel momento sus rebaños. Quiso el chico acompañarlos, pero su padre no accedió a ello alegando que iban demasiado lejos y no convenía dejar sola la casa.

Unas horas más tarde, mientras Fortunato, tendido al sol con los ojos fijos en la mole azul de los montes, pensaba en la visita que el domingo próximo haría a su tío el caporal, que habitaba en el pueblo, escuchó, sobresaltado, el estampido de una escopeta. Se incorporó vivamente y con atención comenzó a mirar en dirección al sitio donde se había producido el disparo. Con intervalos regulares, pero cada vez más cercanas, sonaron otras detonaciones, y segundos después, un hombre tocado con un gorro y cubierto de harapos apareció por el sendero que llevaba a la casa de Mateo Falcone. Le habían acertado con una bala en el muslo izquierdo y avanzaba con dificultad arrastrando la pierna herida.

Se trataba de un proscrito que, habiendo abandonado aquella noche su refugio para aprovisionarse de pólvora en el pueblo, acababa de caer en la emboscada que le tendieron los guardias corsos. Peleó valientemente, pero al fin, derrotado por la superioridad numérica, tuvo que huir, perseguido por los implacables atacantes y contemplando cómo se acortaba por momentos el trecho que le separaba de ellos. Al ver a Fortunato, y comprendiendo que, herido como estaba, no podría ganar a tiempo el malezal, se acercó al muchacho y le preguntó ansiosamente:

–¿Tú eres el hijo de Mateo Falcone?–Lo soy –contestó el chico.–Yo me llamo Gianetto Sampiero, y ando escapando de los cuellos amarillos. Me siguen de

cerca y estoy sin fuerzas. Permite que me oculte en tu casa.–¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin que él lo sepa?–Dirá que has hecho bien.–No estoy convencido de eso.–Decídete pronto, que van a aparecer de un momento a otro.–Espera a que mi padre vuelva.–¿Cómo voy a aguardar si éstos se encuentran ya encima de mí? ¡Apresúrate a esconderme o te

pego un tiro!–No puedes pegarme un tiro porque llevas la escopeta descargada y no te quedan más cartuchos

en el cinto –observó el chico.–Usaré el puñal.–Pero te sería difícil alcanzarme, herido como estás –se empecinó Fortunato, que de un salto se

alejó del hombre.–¿Será posible que siendo hijo de Mateo Falcone actúes de esa forma? ¿Vas a permitir que me

capturen precisamente ante la puerta de tu casa?El chico, a quien estas palabras produjeron impresión, preguntó acercándose al fugitivo:–¿Qué me darás si te oculto?

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Buscó Gianetto en sus bolsillos y mostró una gran moneda de plata, con la que seguramente pretendía comprar la pólvora. Al verla Fortunato sonrió codicioso, la tomó rápidamente y dijo con acento firme:

–Te pondré a salvo, no temas.Hurgó en una pila de heno que se alzaba cerca de la casa y en contados segundos abrió en ella un

agujero, donde hizo agazaparse al herido, cuidándose de abrir algunas aberturas para que no se asfixiara. Tuvo luego la feliz idea de colocar encima una gata y su cría, con el fin de despistar, y disimuló con arenilla varias manchas de sangre que había en el suelo. Hecho todo aquello, volvió a tenderse tranquilamente al sol y esperó.

No tardaron mucho en aparecer seis hombres pintorescamente uniformados y precedidos por un sargento que era por lo visto quien estaba al mando. Hicieron alto todos ellos ante la casa, y Fortunato reconoció en el jefe del grupo a Teodoro Gamba, pariente lejano suyo, hombre implacable y de triste nombre entre los proscritos, a los que perseguía con saña.

–¡Buenos días, primo!–saludó con excesiva amabilidad el recién llegado–. Veo que estás hecho un guapo mozo. Dime: ¿ha pasado por aquí hace unos minutos un hombre corriendo?

El chico, haciendo caso omiso a la pregunta, respondió astutamente:–Todavía me falta bastante para ser un guapo mozo.–No tanto, hombre, no tanto –dijo el otro–. Pero, ¿has visto al hombre que te digo?–¿Cómo era?–Llevaba una americana bastante harapienta, con restos de adornos amarillos y colorados, y se

cubría la cabeza con un gorro puntiagudo.–Por aquí pasó esta mañana el señor cura. Montaba su caballo «Piero» y me preguntó qué tal le

iban las cosas a mi padre. Yo le respondí que...–Tú eres un granuja y por lo visto te estás haciendo el tonto. Lo que quiero que me digas es hacia

dónde se ha dirigido Sampiero. Le venimos siguiendo de cerca y estoy convencido de que ha pasado por aquí.

–¿Y cómo puedo saber yo a dónde se ha ido?–Tienes que saberlo, puesto que le has visto.–¿Acaso ve uno cuando duerme?–Si hubieras estado durmiendo te habrían despertado los tiros. Pero me doy cuenta de que es

inútil interrogarte. Sé que has visto a ese pillo y no me sorprendería que lo hubieras escondido en tu casa. Entrad conmigo, compañeros, y registremos bien. Herido como está en una pierna, Gianetto no puede haber ido muy lejos. Debe andar oculto por aquí, pues, además, los rastros de sangre se pierden ahí cerca.

Fortunato dejó oír una risa de burla. Luego dijo con acento irónico:–A mi padre no le va a agradar mucho que hayan estado registrando la casa sin su permiso...–¡Me dan ganas, pedazo de sinvergüenza –masculló el sargento tirándole de una oreja–, de

hacerte dar unos cuantos vergajazos para ver si hablas!–Mi padre –contestó el chico recalcando significativamente las palabras– es Mateo Falcone...–No nos metamos en líos con Mateo Falcone, sargento –sugirió uno de los hombres.Y la recomendación fue aceptada, porque Teodoro Gamba permaneció indeciso unos instantes y

cambió de tema.Limitándose la vivienda de Mateo a una habitación, los muebles eran escasos y nada

complicados, por lo que el registro no requirió mucho trabajo. Mientras se efectuaba, Fortunato sonreía socarrón, celebrando el fracaso de la búsqueda.

Un cuello amarillo, con gesto que denotaba claramente el poco éxito que esperaba de ello, dio un bayonetazo en el heno. Pero nada se movió en la parva, y por lo que al semblante del chico respecta, permaneció impasible, sin nada que delatara ansiedad o temor.

–Tengo la seguridad, primo, de que has mentido –dijo el sargento. Y agregó con tono insinuante–: Lamento tu actitud, porque sé que eres un mozo inteligente que podrías llegar lejos. Te puedo asegurar que no perderías nada confesándome la verdad.

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–Pues yo –respondió Fortunato– lo único que puedo contar es que si quieren atrapar a Gianetto deberán dejarse de perder el tiempo aquí. Como logre llegar al malezal no le encontrarán en él ni con un galgo.

Teodoro Gamba sacó para ver la hora un enorme reloj de plata sobre el que se fijaron codiciosos los ojos del niño. Como el hecho no le pasara inadvertido, el sargento sostuvo el reloj en la mano mientras simulaba estar meditando.

–Parece que te gusta, ¿eh? –exclamó después–. ¿Desearías poseer uno igual para mostrarlo orgullosamente por el pueblo? ¡Figúrate la importancia que podrías darte cuando alguien te preguntara la hora...!

–Mi tío el caporal ha prometido obsequiarme uno parecido cuando yo sea grande.–¡Ah, pero tu primo, el hijo del caporal, que es más pequeño que tú, ya tiene el suyo...! Claro que

no es tan bonito como éste... Bueno, ¿te gustaría quedarte con él?Fortunato observaba con el rabillo del ojo. Parecía un gato relamiéndose frente al pollo que está

a punto de engullirse y que probablemente resultará muy sabroso. A pesar de ello permaneció quieto, sin arriesgarse a tender la mano, pensando que la cosa no pasaba de ser una broma. Finalmente reprochó:

–No veo qué gana con burlarse de mí.–¿Burlarme? Nada de eso. Dime dónde se ha escondido Gianetto y te lo regalo.Una sonrisa incrédula distendió los labios del chico. Después sus ojos escrutaron el rostro del

sargento, deseosos de descubrir qué había de cierto en su promesa.–Pongo a mis hombres de testigos se apresuró a asegurar Teodoro Gamba–. Que me quiten los

galones si falto a mi palabra.Y diciendo esto acercó de tal forma el reloj al rostro del chico, que éste sintió el frío de su

contacto con la pálida mejilla. El sentido de la solidaridad empezó a librar en su conciencia una ruda batalla con la codicia tan hábilmente incitada. Mientras tanto, el reloj continuaba ante sus ojos, balanceándose como una tentación y mareándolo con los destellos que el sol arrancaba de su bruñida tapa. Venció la codicia, y Fortunato, lentamente, señaló con el dedo hacia el lugar en que se amontonaba el heno.

Teodoro Gamba, comprendiendo, entregó el reloj y la cadena al chico, que se alejó con ellos, mientras los hombres empezaban a remover la parva.

Se agitó el heno unos instantes, y el proscrito, puñal en mano, dejó ver entre la broza su cuerpo ensangrentado. Intentó incorporarse, pero a causa de la debilidad producida seguramente por la pérdida de sangre, no lo consiguió, volviendo a desplomarse. Esta circunstancia fue aprovechada por el sargento, que se arrojó sobre él y le arrebató el puñal. Momentos más tarde, pese a sus esfuerzos por impedirlo, Gianetto se encontró con los brazos fuertemente sujetos por la espalda.

Debatiéndose todavía, desde el suelo, el herido volvió el rostro para fijar sus ojos en el pequeño traidor. Después le escupió con mas desdén que ira:

–¡Hijo de...!Fortunato le arrojó la moneda de plata que recibiera para ocultarle, entendiendo que ya no la

merecía. Pero el prisionero no le volvió a prestar atención, y dirigiéndose al sargento, dijo extraordinariamente tranquilo:

–Me parece que van a tener que cargarme, porque no puedo caminar...–Hace un rato, sin embargo, corrías como un gamo –replicó implacablemente a su aprehendido–.

De todos modos te confieso que estoy tan satisfecho por haberte atrapado, que no tendría inconveniente en llevarte a cuestas. Improvisaremos una camilla con tu capote y algunas ramas.

–Está bien –aceptó Gianetto–. Ahora sólo tengo que pedirle que pongan en ella un poco de heno. Así iré más cómodo.

En tanto que los cuellos amarillos realizaban aquella tarea, Mateo Falcone y su mujer aparecían en un recodo del sendero que llevaba a la casa. Ella caminaba trabajosamente, encorvada bajo el peso de una bolsa de castañas. Falcone, en cambio, iba muy tranquilo, con la escopeta en una mano y llevaba en la otra un arma en bandolera. Jamás se habría molestado él en cargar otra cosa.

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Al principio imaginó, viendo a la patrulla, que habrían ido a apresarle, pero no tardó en comprender que era imposible aquello, ya que no tenía por entonces cuenta alguna que saldar con la Justicia. Dada su doble condición de corso y de montañés, no resultaba difícil que existiera en el pasado alguna hazaña justificativa de la intervención de la ley pero de todos modos la cosa no era como para alarmarse, pues desde hacía más de diez años su escopeta jamás había encañonado a ningún semejante. Sin embargo, hombre previsor, se puso a la defensiva para el caso de que a los visitantes se les ocurriera atacarle.

–Deja en tierra la bolsa –ordenó a su mujer– y ponte alerta.Acató ella sin chistar y recibió de manos de su marido la escopeta que llevaba al hombro;

mientras, Mateo, cargando con la que tenía en la mano, comenzó a avanzar despacio, pegado a los árboles del sendero con objeto de guarecerse si se producía alguna agresión. Tras de él, con la otra arma y la cartuchera, se deslizaba la mujer, sabedora como buena corsa de que toda esposa digna debe acompañar en tales trances a su hombre, alcanzándole las armas y prestándole toda la colaboración posible.

Viendo acercarse en tal actitud a Mateo Falcone, el sargento no dejó de experimentar inquietud. Sabía que las dos escopetas de aquel individuo lanzarían certeros y terribles disparos si su dueño se empeñaba en defender a Gianetto Sampiero. Tomó entonces una resolución temeraria: adelantarse, solo, al encuentro del montañés. «Si alguien tenía que morir en aras del deber, lo haría él», pensó.

El trayecto le pareció interminable.–¿Cómo estás, Mateo? Soy yo, Teodoro Gamba, tu primo.Falcone permaneció en silencio, sin dejar de encañonarle.–Salud, hermano –insistió Gamba, tendiéndole la mano.–Salud –habló al fin Mateo Falcone.–Andábamos cerca y decidí llegarme a saludarte. La jornada de hoy ha sido dura, pero fructífera:

hemos tenido la suerte de capturar a Gianetto Sampiero.–El otro día se llevó una cabra de mis rebaños.Gamba se alegró ante las palabras de Mateo. Pero su satisfacción se esfumó bien pronto cuando

éste dijo:–¡Pobre infeliz! Le debió de obligar el hambre...–¿Pobre infeliz? El condenado se resistió como una fiera: mandó al otro mundo a uno de mis

hombres y le rompió un brazo a otro. Luego se nos escurrió corriendo como un gamo y no le habríamos prendido si no hubiera sido por la colaboración de Fortunato.

–¿De Fortunato? –se asombró Mateo Falcone.–¿De Fortunato? –repitió como un eco la voz de su mujer.–De Fortunato, efectivamente –corroboró el sargento–. Fue él quien nos señaló la parva de heno

donde el fugitivo se había escondido. Te prometo que hablaré de esto a tu tío el caporal para que le haga al chico un buen regalo. Su nombre y el tuyo figurarán en el parte que mandaremos al juez.

–¡Maldición! –rugió Mateo sin atender las últimas palabras de Teodoro, y se acercó a la patrulla.Cuando el prisionero, que estaba en la camilla, listo para partir, vio al padre de su entregador,

estalló en una risa sarcástica, y volviendo el rostro hacia la puerta de la vivienda, dijo a la vez que lanzaba un salivazo:

–¡La casa de un traidor...!Una puñalada habría sido en cualquier otra circunstancia la respuesta de Mateo Falcone a

semejante insulto. En aquella se limitó, no obstante, a apretarse las sienes, completamente anonadado.

Teodoro Gamba ordenó la partida y se despidió del dueño de la casa, que se encerró en hostil silencio. Y pasaron diez minutos antes de que dijera una sola palabra.

–¡Buen comienzo! –habló al fin con acento sereno pero capaz de alarmar al conocedor de su carácter.

Y se quedó mirando a su hijo con reconcentrado furor.–¡Padre! –exclamó llorando Fortunato mientras se postraba a sus pies.–¡No me toques! ¡No te acerques a mí! –gritó el padre.

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–¿Y esto? ¿Quién te lo ha dado? –interrogó en ese momento Giuseppa acercándose al chico, que permanecía inmóvil ante Mateo.

Y señalaba al reloj y la cadena que asomaban por encima de la camisa.–Me lo regaló el primo Teodoro, el sargento.Mateo le arrebató el reloj arrojándolo iracundo contra una roca, donde quedó destrozado.

Después dijo a su mujer:–¿Es posible, Giuseppa, que éste sea mi hijo?–¡Mateo! ¿Sabes lo que estás diciendo?–se escandalizó ella.–Lo único que sé es algo que tampoco tú ignoras, que es el primer Falcone a quien se le ha

podido llamar traidor.Fortunato, de quien el padre no apartaba la sombría mirada, prorrumpió nuevamente en llanto. El

hombre, por último, se echó al hombro la escopeta luego de golpear con su culata el suelo, y se dirigió decidido hacia el malezal ordenando a su hijo que marchara tras él, lo que se apresuró a cumplir el chico.

Giuseppa salió al encuentro de su marido, le dio alcance y le dijo mientras le tomaba por un brazo.

–¡Él es tu hijo, Mateo!Angustiada trataba de leer en los ojos del hombre sus terribles intenciones. Y él la apartó.–Yo soy su padre –dijo lacónicamente.La infeliz estrechó entre sus brazos al chico y corrió a refugiarse en la casa con el dolor de

madre, y a orar fervorosamente, de rodillas ante la imagen de la Virgen.Falcone, en tanto, luego de haber caminado unos doscientos metros, se detuvo cerca de un

pequeño desfiladero. Escarbó la tierra de aquel lugar con la culata de su arma y, convencido por lo visto de que se prestaba para sus propósitos, mandó:

–Acércate a aquella piedra, Fortunato.Sumisamente, el muchacho cumplió la orden.–Ahora reza tus oraciones.–¡Padre! ¿Qué va a hacer, padre mío? ¡No me mate, padre!–¡Reza tus oraciones! –volvió a ordenar con frío acento Mateo Falcone.Interrumpido frecuentemente por los sollozos, Fortunato rezó el Padrenuestro y el Credo. Cada

plegaria del chico era seguida por su padre, que decía al final con voz firme:–Amén.Cuando terminó sus oraciones, sin dejar de sollozar, el pequeño imploró:–¡Perdóname, padre mío! Nunca más traicionaré a nadie. Y solicitaré a mi tío el caporal que

haga perdonar a Sampiero. Se lo pediré tantas veces que accederá a ello, padre mío...Mateo Falcone, sin prestarle atención, cargó la escopeta, se la echó a la cara y murmuró

gravemente:–¡Qué te perdone Dios, muchacho!La criatura intentó avanzar, desesperada, para abrazarse a las rodillas de su padre. Pero éste, sin

darle tiempo, apretó el gatillo. Y Fortunato se desplomó muerto, al ser alcanzado en pleno recorrido.

El padre regresó a su casa sin pronunciar una palabra ni hacer un gesto, y tampoco volvió la cabeza para dirigir una mirada al cadáver. Iba en busca de la azada para cavar la sepultura. Poco antes de llegar, tropezó con su mujer, que venía desolada, porque había escuchado la detonación.

–¡Mateo! ¿Qué has hecho? –interrogó con voz ahogada.–Justicia...–¿Dónde quedó...?–Junto al desfiladero. Voy ahora a darle sepultura. Ha muerto cristianamente y, además, ordenaré

que le digan una misa. Tú ocúpate de que avisen al yerno Teodoro Bianchi para que se venga a vivir con nosotros.

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EELL VELOVELO NEGRONEGRO

CHARLES DICKENS

Charles Dickens nació en Portsmouth (Inglaterra) en 1812. Su infancia no pudo ser más desgraciada por culpa de la miseria, lo que nunca olvidaría. Como todo genio que se ha formado fuera de los cauces universitarios, fue el trabajo y la lectura lo que fraguó sus sólidos conocimientos. Después de unos años desempeñando el empleo de taquígrafo en el Parlamento, publicó Los papeles póstumos del Club Pickwick, que en seguida obtuvo un gran éxito de ventas, gracias a la capacidad observadora del autor y a su fina ironía. Pronto creó varias revistas e inició sus viajes al extranjero, sobre todo a Estados Unidos.

Entre la copiosa obra de Dickens destacan David Copperfield, Las aventuras de Oliver Twist, Almacén de antigüedades, Canción de Navidad, La pequeña Dorrit, Historia de dos ciudades y Las grandes esperanzas. Toda la literatura de este coloso de la novela presta una gran atención a los problemas sociales, sin importarle recurrir a la historia para dar validez a sus principios morales. Acaso una de sus mayores cualidades sea la hábil combinación de ironía con la tragedia, sin que se distorsione el argumento, ya que, al contrario, adquiere una fuerza inusitada. En ningún momento evitó Dickens el melodrama, que en él jamás llegó al folletín. Este maestro de la novelística falleció en Gadshill (condado de Kent) en 1870.

El relato El velo negro constituye una variante, dentro de la temática policíaca, al incorporarla intriga psicológica, con un desenlace sorprendente que encierra una crítica a las injusticias sociales y jurídicas.

Una tarde invernal de las últimas semanas de 1800, un nuevo médico, joven y con el título sin estrenar, se hallaba acomodado delante de una animosa chimenea, dentro de una reducida sala de espera, oyendo el sonido del viento que azotaba el agua de la tormenta sobre el ventanal en ruidosas gotas y, a la vez, ululaba tétricamente en el hueco del hogar encendido. La noche era húmeda y gélida. Aquel individuo se había pasado casi toda la jornada pisoteando el fango y los charcos, y en ese instante reposaba, bien sentado y protegido bajo una bata y con los pies calzados con zapatillas de fieltro. Casi adormilado, dejó que su mente vagase de un tema a otro. Comenzó fijándose en la intensidad con que se desplazaba el viento y cómo le hubiese podido castigar el rostro el fuerte aire y la fría lluvia de haber continuado en la calle. Seguidamente, su cerebro se concentró en el viaje anual que realizaba, durante las Navidades, hasta su ciudad natal, queriendo encontrarse con sus amigos más íntimos. Se dijo lo mucho que le agradaba verlos a todos juntos y lo feliz que se hubiera sentido Rosa de haberle podido contar que al fin iba a curar a su primer paciente. Porque esto supondría la llegada de otros más, lo que les permitiría casarse y contar con una bonita casa. De esta manera dejaría de pasar solo las largas veladas y encontraría un gran estímulo para superarse. Comenzó a pensar en el momento que le permitiesen demostrar sus conocimientos médicos con una persona o si, por caprichos de la Providencia, terminaría por no llegar a atender a ninguna. Finalmente, recordó de nuevo a Rosa y se fue quedando dormido. En sueños creyó estar oyendo una voz delicada y optimista, y a la vez percibió que una mano tierna y gratificante le presionaba el hombro derecho...

En efecto, terminó descubriendo una mano sobre su hombro; sin embargo, tenía muy poco de tierna, ya que pertenecía a un chico fornido de redondeada cabeza que, a cambio de un chelín semanal y la comida, se encargaba de llevar medicinas y recados a todos los habitantes del área que cubría la parroquia. En el momento que no podía desempeñar esas labores, empleaba su tiempo libre –algo más de catorce horas al día aproximadamente– en mascar pastillas de menta, dar cuenta de un pequeño trozo de carne o dormir.

–¡Una mujer muy alta, señor! ¡Una mujer muy alta! –susurró el chiquillo, no queriendo despertar a su amo de una forma brusca.

–¿Te refieres a una dama? –chilló el joven médico, creyendo todavía que se hallaba en medio de los sueños, aunque le quedase la remota esperanza de que esa «mujer muy alta» pudiera ser la misma Rosa.

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–¿A quién te refieres? ¿Dónde se encuentra?–Ahí delante, señor –replicó el chiquillo, indicando la puerta acristalada que llevaba al

consultorio.El médico contempló esa puerta y, durante unos segundos, se quedó parado para observar a la

desconocida. Ésta mostraba un gesto sobresaltado, lo que presuponía que era portadora de una noticia inesperada.

En realidad podía ser considerada altísima, vestía ropas de un luto absoluto y se encontraba tan próxima a la puerta que su cabeza casi se pegaba al cristal. La parte superior de su cuerpo se cubría con un chal negro, acaso porque no quería ser identificada, lo mismo que llevaba el rostro oculto bajo un velo, tan negro como todas sus prendas. Se mantenía bien erguida, con lo que podía apreciarse su gran estatura. Y a pesar de que el médico percibió que ella le miraba fijamente, por detrás del velo, se diría que no se había dado cuenta de que ya no estaba sola.

–¿Necesita usted hablar conmigo? –preguntó con un evidente titubeo, a la vez que no se decidía a cerrar la puerta. Por cierto, ésta se había abierto de tal manera que no obligó a la mujer a moverse.

La señora terminó por agachar levemente la cabeza, en un gesto que pareció afirmativo.–Haga el favor de seguirme –aconsejó el médico.La mujer dio unos pasos y, después, girando un poco hacia el chiquillo –el cual casi gritó de

espanto– mostró una ligera vacilación.–Déjanos solos, Tom –pidió el joven galeno, hablando al muchacho con voz tranquila, acaso

para que redujera el tamaño de sus ojos, que se agrandaban exageradamente–. Antes echa la cortina y cierra la puerta con cuidado.

El chiquillo cubrió la puerta acristalada con una cortina verde y, acto seguido, abandonó el consultorio. Pero no lo hizo del todo, ya que se cuidó de mirar atentamente por el ojo de la cerradura.

Mientras tanto, el médico aproximaba una silla a la chimenea y, luego, invitaba a la señora a que tomara asiento. La desconocida se movió despacio, hasta quedar bien acomodada. En el momento en que el resplandor de las llamas iluminó sus ropas negras, el joven pudo advertir que los bajos del vestido estaban sucios de barro y de agua fangosa.

–Se ha empapado usted –comentó.–Tiene la culpa esta tormenta que sufrimos –contestó la mujer con un tono bajo y profundo.–¿Está usted enferma? –inquirió el galeno con una voz compasiva, entendiendo que se hallaba

delante de alguien que sufría alguna desgracia.–Lo estoy, y de gravedad –replicó ella–; pero mi dolencia es más mental que física. No me

encuentro aquí queriendo reparar un mal personal. En el caso de padecer algún tipo de enfermedad normal, jamás me hubiese atrevido a venir sola, menos a estas horas de la noche. Y si me aquejara algún mal a partir de este momento, bien sabe Dios lo dispuesta que estoy de abandonarme a la muerte. Requiero su ayuda para otra persona, señor. Quizá usted piense que se halla ante una loca, es posible que ya lo esté; sin embargo, una noche tras otra, a merced de unas prolongadas vigilias, en las que no ceso de sollozar, siempre termino por llegar a un mismo pensamiento, que ha terminado por apoderarse de mi espíritu. A pesar de estar convencida de que debe existir alguien que quiera ayudarme, la idea de que terminaré depositándolo en la tumba, sin esforzarme al máximo para impedirlo, me deja helada la sangre.

Como estas palabras fueron acompañadas de unos estremecimientos muy acusados, el joven médico se enfrentó a una situación que materialmente no se recogía en los libros que había estudiado.

Pero ella había expresado tanta ansiedad, que no dejó de sentirse conmovido. Como estaba estrenándose en la medicina, casi desconocía las miserias que diariamente se presentan ante los médicos más expertos, los cuales ya están curtidos lo suficiente para hacerles frente.

–Si esa persona a la que usted menciona –dijo intentando reaccionar con premura– se encuentra en una situación tan angustiosa, considero que se debe actuar de inmediato. Debemos ir a cuidarla. ¿Por qué ha tardado tanto en solicitar la ayuda de un médico?

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–Creí que sería inútil, y lo mismo pienso ahora –contestó la señora, apretando las manos desesperadamente.

El médico intentó leer en aquel rostro que seguía oculto bajo el velo negro.–Sé que usted se siente enferma –habló con suavidad–. Es posible que se niegue a reconocerlo;

sin embargo, presenta los síntomas de una fiebre inicial que, unida al cansancio que ha soportado al caminar bajo la tormenta, la tienen sometida a un fuego interior. Por favor, tome esto –siguió, al mismo tiempo que le ofrecía un vaso de agua–. Descanse unos momentos y, después, procure contarme, sosegadamente, cuál es la dolencia de esa otra persona y cuánto tiempo hace que la padece. Nada más que sea informado de todo esto, con el fin de que su visita sea provechosa, me encontraré en disposición de acompañarla donde usted me indique.

La desconocida se acercó el vaso a la boca, pero no levantó el velo negro. Seguidamente, dejó la bebida en la mesa, sin probarla, y rompió a llorar.

–Supondrá usted –comentó gimiendo– que sigo comportándome como una loca. No será la primera vez que me lo dicen, y de una forma poco cariñosa. Ya no soy una chiquilla. Cuenta la gente sabia que según la vida avanza hacia el final definitivo, lo último a lo que podemos agarrarnos, aunque nos pueda parecer insignificante, es todo aquello que hemos ido colocando a nuestro alrededor. Lo personal nos resulta tan querido porque representa el tiempo que se ha dejado atrás, acaso por el vínculo que tiene con las amistades muertas o con esas otras personas, ya sean jóvenes o viejas, que por haberse desligado de nosotros parecen haber caído en la tumba.

Se quedó callada, acaso para concederse una pausa, y luego prosiguió:–Sé que me quedan pocos años de vida, lo que me debería forzar a gozarlos con la mayor

intensidad. No obstante, deseo entregar esa posibilidad, jubilosamente, si todo lo que le estoy contando fuese mentira. Precisamente mañana a primera hora, esa persona de quien le vengo hablando se encontrará, aunque pretenda ignorarlo, en un lugar donde ya no podrá recibir ningún tipo de ayuda humana. Lo que no sucederá esta noche, a pesar de que continúe la amenaza de muerte; sin embargo, usted no debe atenderle, ni siquiera contemplarle.

–Está muy lejos de mí querer incrementar su pena –dijo el médico, después de haber esperado unos segundos–, al ofrecerle mi opinión sobre lo que usted me acaba de confiar. Tampoco le apremiaré a resolver ese misterio que se obstina en no desvelar con palabras más claras. Sin embargo, por todo lo oído, debo reconocer que hay muchas contradicciones, hasta el punto de que el suceso que intuyo me resulta del todo inverosímil. Si esa persona se halla en la antesala de la muerte, existe una posibilidad de que mi presencia consiga salvarla... Lo extraño es que no podré verla... Para mi confusión, usted ha indicado que mañana ya no se podrá hacer nada por él... Entonces, ¿cuál es mi misión en todo esto? De ser cierto que la vida de ese desconocido le resulta a usted tan preciosa, como ha demostrado con sus palabras y sus gestos, ¿qué le impide socorrerle en este mismo momento, para impedir que lleguemos tarde, debido a que el avance de su enfermedad convertirá en un esfuerzo baldío el trabajo de un médico?

–¡Qué Dios me socorra! –exclamó la señora gimiendo desconsoladamente–. ¿Cómo pueden creer los extraños en algo que a mí me parece inconcebible? ¿Debo considerar que usted se niega a visitarle, señor?

–Nunca he dicho que fuese a negarle mi ayuda –aclaró el médico–; sin embargo, le prevengo que si se obstina en tan insólito retraso, con lo que esa persona podría fallecer, caería sobre usted una horrible responsabilidad.

–Todos seremos culpables de lo que suceda –se defendió la mujer, agriamente–. El peso moral que recaiga sobre mí lo soportaré con agrado, y hasta pagaré por ello si fuera preciso.

–No creo que haya nada contrario a la ley en su actitud –siguió el médico–; por eso estoy en disposición de brindarle la ayuda que usted considere oportuna. Iré mañana mismo, siempre que me proporcione usted la dirección conveniente. ¿A qué hora desea que llegue?

–Exactamente a las nueve –contestó la extraña señora.–Disculpe si con mi curiosidad resulto indiscreto, pero, ¿esa persona se encuentra a su cuidado?–Claro que no –respondió secamente.

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–Si yo le diese unas medicinas, junto a un tratamiento, ¿usted se las suministraría a la vez que cumple la función de enfermera?

–¡Jamás podría realizar ese trabajo! –replicó, a la vez que volvía a gemir desconsoladamente.El joven médico estimó que no iba a obtener una mayor información, aunque alargase la

entrevista unas horas más. Al mismo tiempo, debía evitar sufrimientos a una mujer que estaba a punto de caer en un ataque de histerismo. Prefirió reiterar la promesa de efectuar la visita a la hora convenida. Después de obtener la dirección de una casa de Walworth, acompañó a la singular señora hasta la salida. Mientras la veía partir, no pudo por menos de pensar que ella se alejaba con el mismo misterio que le había rodeado durante su llegada.

Resulta fácil entender que tan insólita visita causó una honda impresión al inexperto médico. Le obligó a reflexionar durante horas sobre las causas de todo lo que acababa de escuchar. En la universidad de Medicina había podido conocer algunos casos parecidos, sobre personas que llegaban a presentir sus propias muertes o la de algún ser querido.

En muchas ocasiones se dijo que se hallaba ante uno de esos casos de premonición; sin embargo, no tardaron en asaltarle otras ideas, al tener en cuenta que debía aceptar que acababa de atender a una loca. No obstante, la señora se refirió a otra persona –todo apuntaba a que era un hombre–, lo que convertía en imposible creer que hablara en función de una fantasía o de un espejismo mental, capaz de hacerla sufrir tanto por la próxima muerte de un ser querido. ¿Acaso esa persona se hallaba bajo la amenaza de un asesinato, que iba a producirse a la mañana siguiente, lo que la mujer conocía al haber sido cómplice en la trama del mismo, hasta que se arrepintió de sus actos, sin poder desvelarlo al haber jurado mantenerlo en secreto, y ahora pretendía que un médico le ayudase a evitarlo? Pero el convencimiento de que un hecho así pudiera ocurrir en un suburbio de Londres terminó por parecerle descabellado. Prefirió retomar su primera idea, lo que suponía considerar loca a la mujer. Una opinión tan frágil, que no tardó en rodearle de dudas. Mientras tanto, era incapaz de dormir al verse sometido a una noche de insomnio, a lo largo de la cual, por mucho que se esforzó en conceder unas horas a su descanso, en ningún momento pudo olvidar aquel velo negro de la mujer, tan similar al que rodeaba a su inquieta imaginación.

Debido a que los arrabales de Walworth se hallan muy distantes de la ciudad, continúan en la actualidad ofreciendo el mismo aspecto desolador que en aquellos tiempos. Aunque entonces, hace unos cuarenta años, podían considerarse un muladar, donde sobrevivían un montón de individuos de mala catadura, a los que la miseria forzaba a moverse en medio de los peores vecinos, tal vez porque sus trabajos, si se les puede dar ese nombre, y su forma de subsistir les sometía al aislamiento. La mayoría de las casas eran horribles y destartaladas, dignas de los miserables que las habitaban.

El escenario por el que avanzó el joven médico aquella mañana no era el ideal para alimentar su entusiasmo. Desde el primer momento había sentido una gran angustia, que ya no le desaparecería. Al separarse del camino urbano, se vio recorriendo un terreno fangoso y desnivelado, en cuyos laterales aparecían casuchas destartaladas a punto de desplomarse, al haber sido construidas con desechos. También se veían árboles desnudos, grandes charcos de agua cenagosa, agitada por la lluvia de la noche anterior. Lo extraño era encontrarse con algunas imitaciones de jardines, rodeados de unas tablas viejas y unas puertas mal rematadas, todo ello robado de las cercas de la ciudad. Allí quedaba bien representada la pobreza social y los pocos escrúpulos de sus moradores ante las propiedades ajenas. En ocasiones se veía a una mujer saliendo de su chabola, para arrojar en un arroyo maloliente el contenido de un barreño, o para insultar a una chiquilla calzada con zapatillas rotas que jugaba a unos metros de distancia. No dejaban de aparecer muchachas llevando en los brazos a unos niños que casi eran tan altos como ellas. Sin embargo, lentamente una neblina comenzó a formar una especie de tapiz censor sobre aquel desolador paisaje. De esta manera se incrementó la sensación de soledad y miseria.

El joven médico caminó agotadoramente por el barro y el agua, sin dejar de formular infinidad de preguntas a quienes se cruzaban en su camino, para recibir unas respuestas que llegaban a ser contradictorias. A pesar de todo esto, llegó ante la casa que se había puesto como meta. Se vio ante un edificio pequeño, de dos plantas, rodeado de un terreno repleto de inmundicias, nada

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esperanzador. A punto estuvo de desistir. Sin embargo, se notó morbosamente atraído por una cortina amarillenta, tras la cual debía de haber una ventana. No tardó en comprobar que los postigos de la entrada se hallaban cerrados. Se detuvo y miró a un lado y a otro, para darse cuenta de que no había otra casa cerca.

Le costó accionar el llamador, como si presintiera que iba a adentrarse en un mundo completamente distinto a todo lo conocido hasta entonces. Sin embargo, había estudiado Medicina para curar las enfermedades más terribles. Esto suponía que estaba formado en la curiosidad más audaz y que no debía espantarle lo repugnante. Es verdad que pensó en la policía, a la que no había visto por allí. Es posible que se encontrara en unos parajes ignorados por la Justicia. Quedaban algunos años para que la fiebre de la construcción llegase allí. Y si recordamos que hasta muchas de las calles céntricas de Londres no contaban con alumbrado, podemos comprender el abandono que se apreciaba en aquel sitio. De ahí que fuese un nido de malhechores, como el joven galeno conocía al haber realizado las pruebas de final de carrera en los hospitales públicos; luego había oído hablar de los famosos maleantes como Burke y Bishop, los cuales vivían en arrabales como éste.

Al final se decidió a llamar en la puerta. Escuchó un bisbiseo atenuado, dando idea de que unas personas, en el pasillo interior, estaban hablando sobre la conveniencia de dejar entrar a un extraño. Poco más tarde, percibió el ruido de unas pisadas que se aproximaban, fue descorrida una cadena y la puerta quedó abierta. En el umbral apareció un hombre alto, de rostro desagradable, pelo negro y un aire tan enfermizo que parecía haber salido de un panteón.

–Puede entrar, señor –dijo con voz tenebrosa.El médico se atrevió a pasar, y aquel personaje le condujo, después de haberse asegurado de que

la puerta quedaba cerrada con la cadena, a una pequeña estancia que servía de recibidor.–¿He venido demasiado pronto?–Sí, pero no importa –replicó el sujeto.El recién llegado se dio la vuelta, al momento, componiendo una expresión de alarma que fue

incapaz de contener.–Tiene que venir por aquí, señor –indicó el mismo personaje, sin dejar de observar la reacción

del médico–. Ella no se retrasará ni cinco minutos, le doy mi palabra.Entraron en otra habitación, donde el joven galeno se quedó solo.Se encontraba en una estancia fría y casi desnuda, ya que los únicos muebles eran una mesa y

dos sillas de pino. Lo que aliviaba el escenario era la existencia de una chimenea encendida, aunque no contara con una pantalla antihumos. El calor impedía que hubiese mucha humedad, a pesar de lo cual por las paredes brotaban gotas de insalubridad, similares a los regueros que deja el paso de las babosas... La ventana rota había sido tapada toscamente con unos parches tan poco resistentes, que se hallaban reblandecidos por la reciente tormenta. El joven galeno decidió tomar asiento ante el fuego y quedó a la espera de su primera visita profesional.

Pocos minutos más tarde, escuchó el ruido de un coche tirado por dos caballos que se acercaba. Se incorporó muy nervioso. La puerta que daba a la calle fue abierta y unas personas hablaron en voz baja. A esto siguió un caminar de pasos sigilosos por el corredor y en la escalera, dando idea de que unos pocos hombres estaban transportando una carga pesada a una de las habitaciones del piso superior. Por medio del crujido de los peldaños, unos minutos después, supo que los desconocidos se disponían a marcharse. Así lo atestiguó el sonido de la puerta principal al ser abierta y cerrada. Después volvió a reinar un silencio casi total.

Al cabo de unos pocos minutos, cuando el médico estaba sopesando la idea de echar un vistazo a las habitaciones más cercanas, entró allí la señora de la noche anterior. Llevaba las mismas ropas de luto y seguía cubriéndose el rostro con el velo negro. Con una seña le indicó que la siguiera. La gran altura de su cuerpo, unido al hecho de que parecía haberse vuelto muda, llegó a confundir al médico, hasta el punto de creer que iba detrás de un hombre disfrazado de mujer. No obstante, al escuchar esos gemidos que tanto recordaba, se dio cuenta de su equivocación. Por eso la siguió con más decisión.

La mujer le llevó, escaleras arriba, hasta la estancia que ocupaba la parte delantera de la planta alta. También allí había pocos muebles, pues sólo se contaba con una antigua arca de pino, varias

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sillas y un camastro sin colgaduras, ni travesaños, cubierto tan sólo por una manta remendada. La poca claridad que atravesaba la cortina amarillenta, que él pudo ver desde el exterior, conseguía que se hicieran más confusos los contornos del cuarto. Es posible que al joven médico le hubiese costado mucho descubrir lo que había sobre el tosco lecho, de no haber visto como la mujer se adelantaba unos pasos, con ademanes bruscos, para terminar arrodillándose.

Entonces sí que pudo contemplar lo que había allí, después de caminar unos metros. Era una figura humana estática, tan rígida que daba escalofríos, semitapada con unas viejas sábanas. No tardó en reconocer a un hombre, cuyo rostro se veía como si fuera el de una momia... Además, un vendaje sostenía la cabeza y otro rodeaba el cuello. El brazo izquierdo se hallaba cruzado sobre el cuerpo, a la vez que la mujer sujetaba la mano derecha.

El galeno retiró a ésta con delicadeza y cogió aquella diestra inerte.–¡Dios mío! –exclamó aterrorizado–. ¡Si está muerto!De repente, ella se levantó y juntó las manos en actitud suplicante.–¡Por favor, no diga eso, señor! –exclamó en un arrebato de pasión que bordeó el frenesí–. ¡Calle

usted, se lo ruego! ¡No mienta! Sé de hombres que resucitaron a pesar de que la ignorante muchedumbre proclamaba que estaban muertos... ¿Cuántos se hubieran salvado de haberlos atendido a tiempo...? ¡No permita que siga tumbado en la cama, señor, y luche por despertarle! Es posible que sólo se encuentre en el umbral de la muerte... ¡Sáquele de ahí... Ayúdele! ¡Vamos, le he traído aquí para que le preste ese servicio!

Al mismo tiempo que gritaba, la mujer no dejaba de tocar el cuerpo inmóvil, yendo desde la frente al cuerpo. Por último, se entregó a golpear los brazos fríos, que, al soltarlos, cayeron pesadamente sobre la manta.

–Ya nada se puede hacer, señora –dijo el médico sin perder la calma, al mismo tiempo que dejaba de tocar el cadáver–. ¡Tranquilícese! Ahora, si no le importa, deseo que descorra la cortina de la ventana.

–Pero, ¿qué está diciendo usted? –preguntó ella, como enloquecida.–¡Le estoy pidiendo que descorra la cortina!–exigió con energía, sabiendo que era la única

manera de que se le obedeciera.–Si yo dejé la habitación a oscuras intencionadamente –susurró la mujer alta, poniéndose delante

del médico, cuando éste intentó llegar a la ventana–. ¡Oh, señor, apiádese de mí! Si usted entiende que no hay otra solución... En el caso de que mi hijo estuviera de verdad muerto..., le ruego que no le coloque a merced de otros ojos distintos a los míos...

–Usted sabe que no ha muerto de una forma natural –advirtió el galeno–. ¡Necesito examinar este cuerpo!

Y de un salto descorrió la cortina, actuando con tanta rapidez que ella fue incapaz de impedírselo.

–La causa ha sido un acto violento –comenzó a decir, mientras observaba el rostro del muerto muy de cerca. Además retiró algunos de los vendajes.

Durante el breve enfrentamiento, la mujer había perdido el tocado y hasta se le cayó el velo negro. Continuaba erguida, con los ojos clavados en el muerto. Su rostro era el de una señora de unos cincuenta años, que pudo haber sido muy bella en su juventud. Pero el sufrimiento e infinidad de llantos habían cavado surcos irrecuperables en su semblante, cuya palidez revelaba esa enfermedad mental de quien ha perdido la fe en el mundo y en sus semejantes. Sus labios se cerraban con cierta rabia y en sus ojos aparecía la tristeza del desmoronamiento físico, ante la imposibilidad de soportar tantos sufrimientos.

–La muerte de este hombre ha sido violenta –dijo el médico, intentando que ella no apreciara su mirada escrutadora.

–Sí, es cierto –aceptó la mujer.–¿Un asesinato?–¡Dios es testigo de que eso fue lo que ocurrió! –exclamó ella apasionadamente.–¿Quién lo ha hecho? –quiso saber el joven, al mismo tiempo que cogía a la mujer por un brazo.

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–El culpable dejó las señales de su delito. Obsérvelas y, luego, vaya a preguntarle qué motivo le empujó a ejecutarlo –musitó ella, demencialmente.

El médico siguió examinando el cadáver, terminó de retirar el vendaje del cuello y, sin que fuera necesario ese incremento de la claridad que entraba por la ventana, descubrió la verdad:

–¡Es uno de los reos que han sido ahorcados esta madrugada en la prisión! –comentó, dando unos pasos atrás, bajo el peso de la realidad.

–Eso es lo que ha ocurrido –reconoció la mujer, con una expresión helada, casi vencida.–¿Puedo saber quién es? –inquirió el joven.–Mi único hijo –respondió ella y, al momento, se desplomó sin sentido.Era cierto. A un compañero de delitos, acaso más culpable que aquel infeliz, se le había

concedido la libertad, mientras a él se le condujo a la horca. Exponer las circunstancias quizá no merezca la pena, cuando ya nada se podía hacer por resucitarle. Sólo diremos que la madre era una viuda sin familia, ni fortuna, porque hasta el último penique ganado lo gastó queriendo recuperar a su hijo enfermo. Pero éste, olvidando su precaria salud y el amor de su madre, se unió a unos delincuentes, los cuáles le engañaron al ofrecerle una vida artificial por medio de la bebida y el vicio. Como pago le exigieron que participara en robos y en asesinatos, cuyo desenlace sólo pudo ser uno: el patíbulo. Una muerte en la horca que terminó por enloquecer a la madre.

A lo largo de muchos años, después de esta tragedia, a pesar de que el médico terminó triunfando en su carrera, hasta llegar a alcanzar una estimable posición social, en ningún momento se olvidó de la inofensiva loca. Cada semana iba a visitarla, para atenderla cariñosamente. Había conseguido que viviera en una casa limpia, sin apuros económicos. Bajo el recuerdo de aquel enfermo ahorcado, nunca pudo olvidar la fe de una madre al creer que él, un médico con el título aún sin enmarcar, podía ser capaz de resucitar el cadáver de su hijo. Y cuando ella falleció, sus últimas oraciones las dedicó a su protector. Sus palabras fueron tan sentidas, reunieron tal fervor, que el más duro de los mortales se hubiera sentido conmovido.

No hay duda de que aquella oración llegó al cielo, donde fue bien oída. La respuesta consistió en que al joven médico se le reconocieran, en esta vida, todos sus méritos en una proporción de mil a uno con relación a la ayuda prestada a la viuda loca. Sin embargo, entre todos los títulos y honores que llegó a obtener, tan merecidamente, en su larga vida jamás pudo desaparecer de su corazón el recuerdo más sólido, ése que da aliento para seguir progresando. Nos referimos al velo negro que cubría el rostro de la mujer alta.

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EELL MAESTROMAESTRO DELDEL MISTERIOMISTERIO

JACK LONDON

Jack London se llamó realmente John Griffith. Nació en San Francisco en 1876. Desde niño ya inició su vida aventurera, especialmente en los barcos de largo recorrido, lo que le permitió conocer ampliamente todo el área del Pacífico, sobre todo las tierras de Alaska y de Canadá, donde se unió a los buscadores de oro. Como su educación fue autodidacta, adquirió un estilo tan directo y ameno que desde su primera novela se ganó al público de medio mundo. Esto le permitió ganar mucho dinero, gracias a que su obra fue traducida a más de once idiomas.

Convencido de las ideas marxistas, nunca dejó de mostrar su pasión por el naturalismo en una obsesiva lucha por la supervivencia. Sus mejores títulos son La llamada de la selva, Martin Eden, El pueblo del abismo e infinidad de relatos. En toda esta obra se percibe una técnica narrativa casi cinematográfica, en la que prima la intensidad del argumento y la violencia. No hay duda de que su escritura es ágil y directa, como se puede apreciar en El maestro del misterio, donde refleja el mundo de una tribu de indios de Alaska, cuyo hechicero es capaz de servirse de una añagaza «policial», que luego ha sido muy utilizada por otros autores. Jack London se suicidó en Ellen, California, en 1916.

La tristeza había invadido el pueblo. Las mujeres llevaban mucho tiempo gimiendo con los gritos más desgarrados. Los hombres manifestaban unos gestos retraídos e insatisfechos, y hasta los perros iban de un lado a otro, sin rumbo, intranquilos y siempre listos a escapar al bosque en el momento que apareciesen los primeros indicios de la gran tragedia que se avecinaba. El temor reinaba en cada una de las casas. Todos desconfiaban del vecino y no había nadie que dejara de sentirse vigilado recelosamente. Los niños tampoco se libraban de un comportamiento desconfiado. En lo que concierne al pequeño Di Ya, la causa de aquel enojoso suceso, ya había sido severamente castigado. La primera que lo hizo fue Hooniah, la madre, y seguidamente intervino Bawn, el padre. Precisamente, en aquel momento éste contemplaba un paisaje desolador, aunque él se hallara protegido junto a una enorme canoa que acostumbraba a encontrarse volcada en la playa.

Terminó de envenenar la atmósfera general el hechicero indio, Scundoo, debido a que nadie pudo recurrir a sus consejos al haber perdido la credibilidad, luego no se creía en sus poderes mágicos, ni siquiera para averiguar el responsable de un delito menor. Todo esto obedecía a que formuló una predicción –de aquello hacía un mes– anunciando la llegada de un benigno viento del Sur, gracias al cual la tribu podría marchar hasta el potlalch de Tonkin, allí donde Taki Jim se encargaba de repartir los frutos de un ahorro de veinte años. Sin embargo, al llegar la fecha señalada lo que apareció fue un helado viento del Norte, cuyos terribles resoplidos provocaron el hundimiento de uno de los tres barcos que partieron, mientras los otros terminaban por estrellarse contra las rocas de la playa. Lo peor fue que se pudo comprobar que un niño se había ahogado en los naufragios.

Scundoo intentó justificarse alegando que se le olvidó emplear el cordón imprescindible, de ahí su tremendo error. Pero los habitantes del pueblo no le disculparon y hasta dejaron de entregarle las acostumbradas ofrendas de carne y pescado. Esto supuso que al hechicero no se le volviera a ver salir de su casa, con lo que las gentes supusieron que estaba viviendo una larga época de ayuno; sin embargo, pudo sobrevivir gracias a las provisiones que guardaba en la despensa, al mismo tiempo que no cesaba de pensar sobre la incomprensión de los seres humanos.

En realidad el motivo de la tragedia se hallaba en la inesperada desaparición de los cobertores de Hooniah. Unos cobertores espléndidos, envidiados por el inmenso calor que proporcionaban, por su colorido y por la delicadeza de su tejido. La mujer que los había poseído se mostraba muy orgullosa, especialmente porque los obtuvo a cambio de un simple trozo de pan. Todos reconocían que Ty-Kwan, un indio de la aldea más próxima, se había comportado como un idiota al realizar ese intercambio. Bueno, conviene dejar las cosas claras: Hooniah ignoraba al realizar el trato que los cobertores habían pertenecido a un inglés asesinado, y que una embarcación norteamericana llevaba varias semanas navegando en busca de alguna prueba de ese delito. También desconocía que Ty-

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Kwan se deshizo de tan peligrosas telas ante el temor de que las gentes de su tribu se vieran enfrentadas a la ira del Gobierno. Y debido a que no sabía lo anterior, Hooniah pudo ser la más dichosa de las mujeres, mientras todas sus vecinas la envidiaban, al no estar al tanto de que los cobertores representaban las pruebas de un crimen. Lo más singular es que el lado bueno del intercambio fue tan comentado, que su fama superó de largo el espacio geográfico donde se había producido, para cubrir toda la costa de Alaska desde Dutch Harbnos hasta Sr. Marys. Y este tótem adquirió tanto renombre, que no dejó de ir en los labios de los viajeros, ya fueran pescadores, tramperos, buscadores de oro o simples amantes de las diversiones. Por eso corrió los mismos senderos la noticia de la desaparición de los cobertores, lo que a todo el mundo le pareció uno de los sucesos más misteriosos que se habían conocido en esa parte de la tierra.

–Terminaba de dejarlos al sol para que se airearan, junto a mi casa –no se cansaba de contar Hooniah un millar de veces, aunque en esta ocasión estuviera hablando con sus hermanas thlinklet–. Me di la vuelta un instante, debido a que Di-Ya, ese pequeño demonio, se había caído de cabeza en el enorme barreño de hierro. Se encontraba boca abajo, moviendo las piernas en el aire, lo mismo que si fueran las ramas de un árbol azotado por la tormenta. Sólo fue el tiempo de sacarle y atizarle un par de golpes en el trasero, porque se le debe enseñar a comportarse, y... al volver a la faena, comprobé asustada que los cobertores ya no estaban allí...

–¡Alguien te los robó! ¡Sólo pudo ocurrir eso! –gritaron las mujeres llenas de pánico.–Has perdido lo más valioso que poseías –dijo una de ellas.–Realmente eran preciosos, lo mejor que he visto –añadió otra.–Compartimos tu pena, hermana –afirmó una tercera.–¡Si nada más que los saqué de la casa para dejarlos al sol! –se lamentó Hooniah.–¡Basta de palabrerías, mujeres! –interrumpió Bawn con una muestra de desgana–. Aquí sólo se

puede saber una cosa: ¡uno de nuestros vecinos nos robó los cobertores!–¿Cómo te atreves a decir eso, Bawn? –protestaron las mujeres unidas en una especie de coro

irritado–. ¿Eres capaz de acusar a alguien en particular?–El caso debería resolverlo el hechicero –continuó Bawn con su tozudez habitual, sin dejar de

vigilar las reacciones de las mujeres.–¡El hechicero!Nada más pronunciar estas dos amenazadoras palabras, que en la aldea ya eran tenidas por tabú,

Hooniah y sus hermanas se quedaron mudas, de repente, y comenzaron a observarse desconfiadamente.

–En efecto –reconoció Hooniah–. Acabamos de avisar a Klok-No-Tom. Creo que llegará esta tarde, justamente con la marea.

El reducido grupo se deshizo y las dudas se incrementaron entre las gentes de la aldea. Todos sabían que la mayor tragedia era recurrir a un hechicero, a pesar de que sólo éste podía enfrentarse a los sucesos sobrenaturales o a esos otros que nadie se atrevía a pensar. De esta manera, cuando todos los hombres y las mujeres, unidos a los niños de ambos sexos, creían que su alma se hallaba poseída por el demonio, procuraban consultar con ese personaje tan temible. Y el más terrorífico de todos los hechiceros era Klok-No-Tom. Nadie le superaba a la hora de averiguar la presencia del maligno y, además, conocía la magia para aplicar los martirios más insufribles. ¿Alguien podía olvidar que un día llegó a descubrir un diablo en el interior del cuerpo de un niño de tres meses? A pesar de que el maligno se mostrara obstinado y cruel mientras la criatura se encontraba enredada entre los espinos y las zarzas, donde permaneció casi una semana. Como no se lograba expulsarle, se echó el cuerpecito al mar repetidamente, debido a que las olas no cesaban de devolverle a la playa. Después esta maldición permaneció sobre la aldea hasta que un día, meses más tarde, dos hombres fornidos navegaron hacia el horizonte estando la marea baja y murieron ahogados. Entonces se dio por concluido el endemoniamiento.

¡Y Hooniah se había atrevido a solicitar la ayuda de Klok-No-Tom! Todos lamentaron que Scundoo, el hechicero de la tribu, hubiese perdido todo su prestigio, ya que siempre recurría a unos procedimientos menos brutales. Lo demostraba el hecho de que en una ocasión expulsó al diablo del cuerpo de un hombre, el cual tuvo después ocho hijos. ¡Nunca se debió recurrir a Klok-No-Tom!

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Una sombra de pánico cubrió toda la aldea, sólo los más valientes pudieron disimular sus temblores y nadie se libró de sentirse acechado por los demás, como si en cualquiera de las casas se pudiera ocultar el ladrón de los cobertores. No obstante, allí se daba una excepción en la persona de Sime, al que se le consideraba el espíritu más fuerte, a pesar de que no creyera en los dioses. Claro que todos le pronosticaban el más amargo de los finales.

–¡Ja, ja, ja! –se burlaba este personaje–. Nunca me convenceréis de la existencia de los demonios, ni del poder de Klok-No-Tom. Este sí que es el peor enemigo de las tribus thlinkets.

–¡Calla, descreído! El hechicero pronto se encontrará aquí con su arsenal mágico. Entonces será mejor que te mantengas callado, ya que te podría ocurrir algo más terrible de lo que nunca hayas podido imaginar.

De esta forma habló La-Lah. Sin embargo, Sime le respondió con una risa despreciativa:–Me llaman Sime. A nada le temo, ni siquiera a la oscuridad. Me considero tan fuerte como mi

padre, y mis ideas son abiertas y claras. Ninguno de nosotros hemos visto jamás a los demonios de que me hablas.

–Tienes razón, pero sí los ha visto Scundoo –replicó La-Lah–. Y también Klok-No-Tom los ha tenido ante sus ojos. Lo damos por cierto.

–¿En qué os basáis, parientes de bobos? –rezongó Sime, agitada de ira la piel de su cuello de toro.

–Los dos lo contaron así, y los creímos.Sime movió la cabeza en una negativa.–Los hechiceros están hechos de nuestra pasta, son como tú y como yo. También mienten o

confunden como nosotros. ¡Lo que cuentan son tonterías, nada más que tonterías! ¿Me entiendes?Al mismo tiempo que decía estas cosas, Sime movía las manos en señal de desprecio.

* * *Aquella misma tarde llegó Klok-No-Tom a la aldea. Sime mostraba la misma actitud, por lo que

no se ahorró las burlas en el momento que vio desembarcar a quien consideraba un farsante, sobre todo al observarle tropezar en la arena. El hechicero le devolvió una mirada amenazadora. Después, sin responder a los saludos de quienes le esperaban, marchó decidido a la casa de Scundoo.

Nadie de la aldea pudo conocer lo que los dos hechiceros hablaron durante la larga entrevista que mantuvieron, porque todos procuraron quedarse a una prudente distancia, como muestra de respeto ante el importante visitante. Había que dejar que los dueños de los misterios deliberasen.

–Recibe mis más sentidos respetos, ¡oh, Scundoo! –dijo Klok-No-Tom, sin importarle la enorme preocupación que le embargaba.

Como su estatura era gigantesca, materialmente dominaba al pequeño Scundoo; quizá por eso éste alzó su voz, sin poder modificar el tono tan similar, en agudeza y debilidad, al de un grillo.

–¡Te deseo salud, oh, Klok-No-Tom! –exclamó–. Sé bienvenido a mi casa.–Yo suponía... –comenzó a decir Klok-No-Tom con una voz insegura...–Lo comprendo –le interrumpió el otro con evidente intranquilidad–. Te sorprende verme en una

situación tan miserable; pero, de todas las maneras, debo agradecerte que hayas consentido en ocupar mi puesto.

–Lo hago con disgusto, Scundoo, mi gran amigo...–Oírte me llena de dicha.–Dejemos esa cuestión aparte, porque estoy dispuesto a repartir contigo todos los regalos que se

me hagan.–No me parece justo, amado Klok-No-Tom –susurró Scundoo con un gesto displicente–. Tendría

que ser yo quien te pagara a ti por el servicio que vas a prestar.–Bien, he podido entender que es un suceso muy amargo éste de los cobertores de la señora

Hooniah.El hechicero de gran estatura hizo un intento, bastante torpe, de conseguir alguna información

sobre el robo. Pero Scundoo se limitó a escucharle sin interrumpirle, aunque desde el primer momento formase una sonrisa enigmática. Había adquirido la costumbre de leer los pensamientos

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de sus interlocutores, lo que le permitía considerar a todos los hombres muy pequeños, por enormes que parecieran físicamente.

–Tú que has manejado las drogas más potentes –habló cuando lo estimó oportuno–, dispones de los medios para localizar al culpable lo antes posible.

–¿Lo antes posible? Necesitaría poder fijar mis ojos en él... ¿De quién sospecha la gente de la aldea?

Scundoo agitó la cabeza tranquilamente.–Observa. ¿No te parecen espléndidos estos mocasines?Alargó la mano con la que sujetaba un calzado de piel de foca. El recién llegado lo contempló

interesado, aunque le preocupasen otras cosas.–Entraron en mi casa luego de realizar un trabajo muy singular.Klok-No-Tom permanecía atento a cada palabra salida de los labios del otro.–Un hombre llamado La-Lah los preparó con sus manos y, luego, me los entregó. Como le

considero un gran artesano, en ocasiones he pensado que...–No te quedes callado... ¿Qué has pensado? –preguntó Klok-No-Tom, cada vez más impaciente.–Pensé en muchas ocasiones que podía existir alguna relación –respondió al fin Scundoo,

componiendo una expresión de considerable inteligencia–. Bello día el que has elegido para visitarnos, ¿no es cierto? He oído que cuentas con las drogas más potentes, Klok-No-Tom.

La cara de éste se cubrió de rubor.–Tú sí que eres un gran hechicero, Scundoo. Te considero el maestro de todos los hechiceros.

Ahora debo marcharme, para mi desgracia. Jamás te alejarás de mi memoria. ¿Me has dicho que La-Lah es un gran artesano del calzado?

Scundoo intensificó su sonrisa enigmática y, después, cerró la puerta de su vivienda casi en los mismos talones de su visitante. En seguida echó los cerrojos y se cuidó de girar la llave dos vueltas completas. Algo que nunca había hecho antes.

Sime se encontraba reparando su canoa en el momento que vio a Klok-No-Tom llegar a la playa. Dejó el trabajo y se dedicó a cargar su rifle de una forma descarada, a la vez que se situaba delante del hechicero.

Y éste empezó a gritar al notar el gesto de enemistad:–¡Qué todo el pueblo venga aquí! ¡Os lo ordena Klok-No-Tom, el que localiza a los demonios

para arrojarlos lejos de los cuerpos humanos!Había pensado reunir a la gente ante la casa de Hooniah; sin embargo, al darse cuenta de que

Sime no iba a obedecerle, prefirió cambiar su decisión. De esta manera impediría un escándalo.–Decid a la señora Hooniah que venga a la playa –ordenó el hechicero, dedicando a todos los

presentes esas miradas terribles que causaban escalofríos a los más débiles.Hooniah apareció manteniendo la cabeza baja y una mirada esquiva.–¿Dónde crees que se encuentran tus cobertores?–Los dejé al sol –sollozó ella–. Me volví de espaldas por culpa de mi hijo... No sé nada más...–¿Por qué cometiste ese error?–Me distrajo Di Ya.–¿Y...?–Le castigué duramente por haber llenado de desgracia la casa de una familia humilde.–¡Desaparecieron tus cobertores, mujer! –chilló Klok-No-Tom con un tono ronco, intuyendo las

intenciones de la mujer de entregar los peores regalos por los servicios que se le iban a prestar–. ¡Lo que importa son tus cobertores! ¡Todos conocen que era lo único valioso que poseías!

–Terminaba de dejarlos a secar –sollozó ella–. Es cierto que somos muy pobres. Sólo teníamos eso que mereciese la pena.

El hechicero se irguió de repente, con la cara crispada. Esto provocó que Hooniah retrocediese. Sin embargo, Klok-No-Tom saltó hacia delante de una forma tan inesperada, con la boca desencajada y la barbilla levantada, que la mujer dio un traspié y cayó al suelo. Seguidamente, el gigante desplazó en el aire, aparatosamente, sus largos brazos, sin dejar de contorsionarse.

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Cualquiera hubiera supuesto que estaba sufriendo un ataque de epilepsia. Hasta una espuma blanquecina brotó de sus labios y su cuerpo se vio sacudido por unas violentas convulsiones.

Las mujeres comenzaron a entonar un canto de dolor, danzando en medio de la plaza. Mientras, los hombres se iban dejando arrastrar, uno tras otro, por el frenesí colectivo. Únicamente Sime se mantuvo quieto, junto a la canoa volcada, observando el espectáculo con una mirada burlona. Al mismo tiempo, Klok-No-Tom ofrecía un aspecto cada vez más terrible. Ya se había quitado casi toda la ropa, y sólo llevaba una especie de taparrabos que era sacudido por los frenéticos movimientos de las caderas. Sin dejar de componer muecas y proferir gritos, con su larga cabellera flotando, brincaba como un demente en mitad del círculo, siguiendo el ritmo de unos sonidos salvajes. En el momento que hubo sometido a las gentes a una cadencia enloquecida, sin dejar de chillar con todas sus fuerzas, decidió tomar asiento en el suelo, recto el torso, a la vez que alargaba un dedo como si fuera una garra amenazadora. Un prolongado sollozo se alzó entre la masa y todos se agacharon con las rodillas convulsas mientras el hechicero los señalaba acusadoramente, porque el gesto adquirió el valor de una sentencia de muerte. Sólo tendrían derecho a seguir vivos los que se hallaran libres de la acusación.

Pasados unos minutos se pudo oír un alarido aterrador. El índice fatal estaba apuntando, definitivamente, a La-Lah, el cual se vio sometido a los mismos temblores que una hoja azotada por el viento. Ya se veía en el interior de la tumba, mientras los demás se repartían lo que le había pertenecido en vida; hasta su propio hermano, casado recientemente con una viuda, se comportaría como un buitre. Quiso alegar algo en su defensa; sin embargo, la lengua se le había convertido en un obstáculo pegado al paladar, impidiéndole hablar. Cuando Klok-No-Tom había adquirido el aspecto de ir a perder el sentido, dando idea de que su trabajo había finalizado. Aguardó un momento con los ojos entrecerrados, sabiendo que no tardaría en escucharse el grito de venganza, el prolongado aullido salvaje al que estaba acostumbrado, al proferirlo los miembros de las tribus en el momento de abalanzarse como lobos sobre el vencido culpable. Sin embargo, lo único que se pudo oír allí fue el silencio más sepulcral. Luego se fue elevando un susurro nada uniforme, que terminó formando una carcajada apocalíptica.

–¿Que sucede aquí? –preguntó el hechicero, anonadado.–¡Ja, ja, ja! –se reían hombres, mujeres y niños–. ¡Esta vez tu medicina te ha confundido!–Todos saben –expuso La-Lah en aquel momento, con un tono aún vacilante por la risa

contenida– que yo he estado ausente de la aldea durante ocho meses, porque me marché con los cazadores de focas. He vuelto hoy mismo. Los cobertores de Hooniah desaparecieron mientras yo estaba lejos de aquí.

–¡Es verdad! –exclamaron los thlinkets en una especie de coro–. Los cobertores fueron robados mucho antes de que él volviese.

–Por eso me niego a entregarte un regalo –advirtió Hooniah, poniéndose en pie–, debido a que tu medicina no ha servido de nada.

Sin embargo, para Klok-No-Tom ya sólo existía una persona: Scundoo. Sus oídos se sentían heridos por la fría y aguda voz del pequeño hechicero.

Por eso corrió hasta aquella maldita casa, sin que ninguno de los componentes del círculo humano le impidiese el paso. Nada más que Sime le dedicó una mueca burlona desde lo alto de la canoa volcada, que vino a suponer el reinicio de las risas y de las burlas de las mujeres. Cuando a él le preocupaba su venganza. Se plantó ante la puerta de la vivienda de Scundoo, cuya madera golpeó con los dos puños, sin dejar de gritar horribles maldiciones. Como no escuchó otra respuesta, excepto los rezos de su enemigo, cogió una enorme piedra.

En el momento en que intentaba utilizarla para derribar la puerta, las gentes mostraron sus protestas con murmullos crecientes. Esto le permitió a Klok-No-Tom comprender que ya no ejercía ninguna autoridad sobre los habitantes de la aldea. En seguida pudo ver a un thlinklet agachándose para coger un canto, una acción que comenzó a ser imitada por otros muchos. El miedo invadió al hechicero.

–Lárgate de ahí y deja en paz a Scundoo –exclamó una mujer–. ¡Ha vuelto a ser nuestro maestro!–¡Regresa a tu tribu! –aconsejó un hombre amenazadoramente.

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Klok-No-Tom se dio la vuelta y caminó hasta la plaza, cargado el corazón de furia. Pero nadie le apedreó, sólo los pequeños le siguieron insultándole con motes y bromas. Nada más que esto. Algo que no le permitió sentirse tranquilo, hasta que se vio en su canoa muy lejos de la playa. Entonces se incorporó para arrojar mil maldiciones a todo el pueblo y a sus ingratos habitantes, cuidándose de dedicar las peores a Scundoo, por haberle tendido aquella trampa.

Poco más tarde, los thlinkets acudieron a la puerta de la casa de Scundoo, al que suplicaron que los atendiese. Y el hechicero terminó apareciendo. Alzó la mano exigiendo silencio.

–Sigo considerando que todos sois mis hijos –dijo con serenidad–, y os disculpo sinceramente por haberme ignorado estos meses. Pero nunca más dejaré impune vuestras locuras. Pienso concederos lo que necesitáis. Esta misma noche, en el instante en que la luna haya viajado al otro lado del mundo, acudid todos ante la casa de Hooniah. Hacedlo en medio de la oscuridad. A esa hora el culpable será descubierto, para que reciba el castigo merecido. Os he hablado.

–Significará su muerte –reconoció Bawn–, porque nos trajo las calamidades y la humillación.–Eso sucederá –ratificó Scundoo, a la vez que cerraba la puerta de su casa.–Ahora sabemos que el misterio se aclarará, con lo que la paz volverá a nuestra aldea –dijo La-

Lah.–Todo se lo deberemos a Scundoo, el pequeño gran hombre –ironizó Sime.–La magia de Scundoo, el pequeño hombre, nos salvará –rectificó La-Lah.–¡Sois todos una pandilla de locos! –gritó Sime, golpeándose las caderas burlonamente–.

Enfermo al contemplar a unos hombres fornidos y a mujeres sensatas arrodillarse en la tierra para escuchar historias que me hacen coger el sueño estando en pie.

–Yo he recorrido muchos paisajes distintos –recordó La-Lah–, navegando por mares hondos o poco profundos, lo que me ha permitido contemplar infinidad de maravillas y un mayor número de hechos misteriosos. Creo que la magia de los buenos hechiceros es muy poderosa. Tengo la certeza yo, La-Lah.

–He viajado menos que tú, de eso no hay duda, pero...–¡Entonces no tienes derecho a darnos tu opinión! –chilló Bawn.Y todos los habitantes de la aldea se marcharon a sus casas con el corazón lleno de furia.

* * *En el instante en que el último rayo plateado de la luna viajó al otro lado del mundo, Scundoo

apareció delante de la gente, que se hallaba reunida junto a la vivienda de Hooniah. Llegó allí con paso rápido, y quienes pudieron contemplarle gracias a la luz de la cabaña advirtieron que llevaba las manos vacías, cuando lo habitual era que fuese a utilizar unas matracas, máscaras y todos los otros distintivos propios de un hechicero.

–¿Habéis traído la suficiente leña para la hoguera, cuyo resplandor nos permitirá ver a todos, cuando mi trabajo haya concluido? –preguntó elevando la voz.

–Sí –contestó Bawn–. Hemos amontonado más troncos de los necesarios.–Bien, ha llegado el momento de que me escuchéis. No necesitaré hablar mucho. Viene conmigo

Jelchs, la graja, la sabia diosa que resuelve todos los misterios. La dejaré sobre la gran olla de Hooniah, en el rincón más oscuro de su vivienda. Apagaremos la lámpara, con el fin de que el lugar quede en la oscuridad más absoluta. Luego, iréis entrando todos en la casa, en fila de uno y a intervalos de varios minutos, para volver a salir. Cuando el culpable llegué junto a la olla y toque sus bordes superiores, lo que es obligado para que mi trabajo funcione, Jelchs nos lo hará saber de alguna forma, es posible que con fuertes graznidos. ¿Estáis dispuestos?

–Sí –exclamaron los hombres y mujeres de la aldea.La-Lah entró el primero en la vivienda. No hubo nadie que dejara de prestar atención, y como el

silencio era total se pudieron escuchar las pisadas sobre la madera del suelo. Sólo esto. La graja permaneció callada. Seguidamente, le llegó el turno a Bawn. Tenía fama de honrado, aunque pudo haber robado sus propios cobertores, o los de su esposa, con la intención de que se sospechara de quienes eran sus enemigos. Hooniah y las demás mujeres prestaron una gran atención a su recorrido, sin que sucediera nada anormal.

–¡Ahora tú, Sime! –ordenó Scundoo.

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No hubo ninguna respuesta.–¡Sime! –insistió el hechicero.Pero el aludido no hizo acto de presencia.–¿Acaso le asusta la oscuridad de la noche? –se burló La-Lah en un tono muy alto.Sime replicó con una risotada.–Este juego engañoso me divierte mucho. A pesar de que no crea en él, voy a entrar en la casa.

Lo haré para demostraros que nada me asusta.Se metió en la casa sin dejar de bromear.–Un día te ocurrirá una calamidad de la que te lamentarás toda la vida –susurró La-Lah muy

indignado.–Es posible –replicó el descreído–. Claro que esa amenaza pesa sobre todos. La muerte anda tras

los pasos de cualquiera, sin dejar de lado a los hechiceros.En el momento en que media aldea había pasado la prueba sin oírse los graznidos de Jelchs, se

pudo apreciar que la intranquilidad general ya resultaba inaguantable. Y al superar los dos tercios, la excitación provocó que una mujer rompiese a reír histéricamente mientras estrechaba a su hijo contra el pecho.

Hasta que se encontraron ante el último de los que debían someterse a la prueba. Era Di Ya, luego sólo podía ser él quien robó los cobertores. Hooniah alzó la mirada al cielo y comenzó a rezar, en medio del llanto; al mismo tiempo, todos se separaban del niño. Y éste se hallaba medio muerto de terror. Le flaqueaban las piernas al cruzar el umbral. Scundoo debió empujarle para que entrase de una vez; pero, luego, cerró la puerta. Fueron pasando los segundos, sin que se escucharan nada más que los lamentos del desgraciado. Poco más tarde, muy despacio, se oyó el sonido de los pasos en la madera del suelo. La puerta fue abierta, y todos pudieron ver al chico. Era el último y la grulla no había emitido su veredicto.

–¡Encended la hoguera! –ordenó el hechicero.–La prueba no ha funcionado –susurró Hooniah, desilusionada.–En efecto –dijo Bawn–. Scundoo ya sólo es un viejo farsante. Debemos buscar un nuevo

maestro del misterio.Sime mostró el pecho orgullosamente y habló al pequeño brujo:–¡Ya os lo había advertido! ¡Esto ha sido una burla!–Tenéis razón al sacar esas conclusiones, porque os habéis fijado en las apariencias, en lo

superficial –expuso Scundoo tranquilamente–. Este proceder sólo puede extrañar a quienes no me han visto resolver los problemas más misteriosos.

–¡Como los que tú descubres! –se burló Sime.–Es posible que estés en lo cierto –contestó Scundoo con una voz baja y manteniendo los ojos

cerrados–. Sin embargo, voy a proponeros a que os sometáis a una prueba: Todos los hombres, mujeres y niños deben alzar de inmediato las manos sobre sus cabezas.

La petición resultó tan sorprendente y apremiante, que nadie dejó de obedecerla. Ni siquiera se escuchó la más leve protesta.

–A partir de ahora –volvió a proponer Scundoo–, bajad las manos y miraros las palmas, ya que...Una risotada rompió el silencio de la gente, una risotada que había interrumpido las palabras del

hechicero. Todos se volvieron hacia quien la había proferido: Sime.Entonces pudieron comprobar que era el único que tenía las palmas de las manos blancas,

mientras los demás las tenían negras al haberse manchado con el hollín. Esto demostraba que él no había tocado los bordes superiores de la gran olla de Hooniah, como se le había ordenado.

De pronto, un canto surcó el aire y le golpeó en la cara.–¡Os miente! –chilló el culpable–. ¡No creáis este truco! ¡Yo no sabía que Hooniah poseyera

esos cobertores!Un segundo canto se estrelló en su frente y un tercero le dio en la mejilla. Ya se había

organizado un impresionante clamor de protesta. Y de todas partes volaban las piedras en una sola dirección.

–¿Dónde los ocultas? –preguntó la voz estruendosa de Scundoo.

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–Están en mi casa, en el gran armado situado junto a la puerta –se rindió Sime, al creer que se libraría de la lluvia de piedras si contaba la verdad–. Lo hice para bromear...

El hechicero agachó la cabeza, viendo cómo el culpable continuaba siendo castigado por el pueblo. La mujer de Sime no dejaba de llorar, pero hasta su hijo se había unido a quienes tiraban piedras.

En seguida Hooniah volvió fatigada bajo la carga de los cobertores. Scundoo se puso delante de ella.

–Mi familia y yo somos muy pobres –se quejó ella–. No seas muy exigente con nosotros, ¡oh, gran maestro!

Las gentes habían dejado de tirar piedras porque les interesaba más contemplar el desenlace del trato.

–Nunca ha sido costumbre mía abusar de los demás, bondadosa Hooniah –dijo Scundoo, llevando sus manos hacia los cobertores–. Para demostrarte que tengo sentido de la justicia, voy a quedarme con éste. ¿Os parezco un hombre sabio, hijos míos?

–¡Sí, Scundoo, tú eres el más sabio entre los sabios! –exclamaron todos los habitantes de la aldea.

Y el hechicero, después de probar que era el maestro del misterio, se introdujo en la oscuridad de la noche, llevando el cobertor sobre un hombro y a Jelchs, la graja, posada en su brazo derecho.

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EELL CLAVOCLAVO

Causa célebre

PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

El granadino Pedro Antonio de Alarcón nació en 1813. Desde sus primeras obras se pudo observar que sabía llegar como nadie a los lectores, porque en su forma de narrar existía una vena popular, que no vacilaba a la hora de tocar temas que en otras manos se hubieran convertido en folletines. Desde el romanticismo fue viajando por distintos estilos literarios, sin despreciar el naturalismo y hasta los argumentos de tesis. Pasa por ser uno de los mayores novelistas españoles del siglo XIX. Lo demuestran los grandes éxitos que consiguió con obras como El sombrero de tres picos (1874), El escándalo (1875), La pródiga (1882), El niño de la bola (1180) y El clavo. También se hicieron muy populares sus crónicas sobre la guerra de África de 1859.

En realidad gozó del favor del público durante casi toda su vida literaria. En el relato largo El clavo, el autor urde un argumento romántico, donde las casualidades juegan una baza muy importante. Al mismo tiempo, introduce varios elementos claves en un tema policíaco: la investigación criminal a partir de unos pocos restos humanos y el enfrentamiento entre el amor y el deber. Todo un desafío, que el público de la época entendió al convertir este argumento en uno de sus preferidos. Alarcón falleció en 1891, luego de haber sido un gran polemista, un revolucionario y un personaje de lo más inquieto; por eso se vio envuelto en algunos «duelos de honor» y se le desterró de Madrid en varias ocasiones.

Prólogo

Felipe encendió un cigarro y habló de esta manera:FIN DEL PRÓLOGO

I

EL NÚMERO 1

Lo que más ardientemente desea todo el que pone pie en el estribo de una diligencia para emprender un largo viaje es que los compañeros de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad.

Porque, como ya han dicho y demostrado Larra, Kock, Soulié y otros escritores de costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más personas que nunca se han visto, ni quizá han de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas de casa y de familia.

Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una vieja con asma, un fumador de mal tabaco, una voz que no tolera el humo del bueno, una nodriza que se marea de ir en carruaje, angelitos que lloran y demás, un hombre grave que ronca, una venerable matrona que ocupa asiento y medio, un inglés que no habla el español (supongo que vosotros no habláis el inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis encontrar.

Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa compañera de viaje; por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis), con quien sobrellevar a medias las molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando os apresuráis a desecharla melancólicamente, considerando que tal ventura sería demasiado para un simple mortal en este valle de lágrimas y despropósitos.

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Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de la diligencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844; noche oscura y tempestuosa por más señas.

Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel incógnito número 1 que me traía inquieto antes de serme conocido.

Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado, según confesión del mayoral en jefe.

–¡Buenas noches! –dije, no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.

Un silencio tan profundo como la oscuridad reinante siguió a mis buenas noches.–¡Diantre! –pensé–. ¿Si será sordo..., o sorda, mi epiceno cofrade?Y alzando más la voz, repetí:–¡Buenas noches!Igual silencio sucedió a mi segunda salutación.–¿Si será mudo? –me dije entonces.A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos

caballos.Mi perplejidad subía de punto.¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una vieja? ¿Con una joven? ¿Quién?

¿Quién era aquel silencioso número 1?Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no respondía a mi saludo? ¿Estaría ebrio? ¿Se

habría dormido? ¿Se habría muerto? ¿Sería un ladrón...?Era cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces y no tenía fósforos.¿Qué hacer?Por aquí iba en mis reflexiones, cuando se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que tan

ineficaces eran el de la vista y el del oído...Con más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el pañuelo en la Puerta del Sol,

extendí la mano derecha hacia aquel ángulo del coche.Mi dorado deseo era tropezar con una falda de seda, o de lana, y aun de percal...Avancé, pues...¡Nada!Avancé más; extendí todo el brazo... ¡Nada!Avancé de nuevo; palpé con entera resolución en un lado, en otro, en los cuatro rincones, debajo

de los asientos, en las correas del techo...¡Nada..., nada!En este momento brilló un relámpago (ya he dicho que había tempestad), y a su luz sulfúrea vi...

¡que iba completamente solo!Solté una carcajada, burlándome de mí mismo, y precisamente en aquel instante se detuvo la

diligencia.Estábamos en el primer relevo.Ya me disponía a preguntarle al mayoral por el viajero que faltaba, cuando se abrió la portezuela

y, a la luz de un farol que llevaba el zagal, vi... ¡Me pareció un sueño lo que vi!Vi poner el pie en el estribo de la berlina (¡de mi departamento!) a una hermosísima mujer,

joven, elegante, pálida, sola, vestida de luto...Era el número 1; era mi antes epiceno compañero de viaje; era la viuda de mis esperanzas; era la

realización del sueño que apenas había osado conceder; era el non plus ultra de mis ilusiones de viajero... ¡Era ella!

Quiero decir: había de ser ella con el tiempo.

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II

ESCARAMUZAS

Luego que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que ella tomó asiento a mi lado, murmurando un «Gracias... Buenas noches...» que me llegó al corazón, se me ocurrió esta idea tristísima y desgarradora:

«¡De aquí a Málaga sólo hay dieciocho leguas! ¡Qué no fuéramos a la península de Kamchatka!».

Entretanto, se cerró la portezuela y quedamos a oscuras.Esto significaba ¡no verla!Yo pedía relámpagos al cielo, como el Alfonso Munio de la señora Avellaneda, cuando dice:¡Horrible tempestad, mándame un rayo!Pero, ¡oh dolor!, la tormenta se retiraba ya hacia el Mediodía.Y no era lo peor no verla, sino que el aire severo y triste de la gentil señora me había impuesto

de tal modo, que no me atrevía a cosa ninguna...Sin embargo, pasados algunos minutos, le hice aquellas primeras preguntas y observaciones de

cajón, que establecen poco a poco cierta intimidad entre los viajeros.–¿Va usted bien?–¿Se dirige usted a Málaga?–¿Le ha gustado a usted la Alhambra?–¿Viene usted de Granada?–¡Está la noche húmeda!A lo que respondió ella:–Gracias.–Sí.–¡No, señor!–¡Oh!–¡Chis!Seguramente, mi compañera de viaje tenía poca gana de conversación.Me dediqué, pues, a coordinar mejores preguntas, y, viendo que no se me ocurría, me puse a

reflexionar.¿Por qué había subido aquella mujer en el primer relevo del tiro, y no desde Granada?¿Por qué iba sola?¿Era casada?¿Era viuda?¿Era...?¿Y su tristeza? ¿Qua de causa?Sin ser indiscreto no podía hallar la solución de estas cuestiones, y la viajera me gustaba

demasiado para que yo corriese el riesgo de parecerle un hombre vulgar dirigiéndole necias preguntas.

¡Cómo deseaba que amaneciera!De día se habla con justificada libertad..., mientras que la conversación a oscuras tiene de algo de

tacto, va derecha al bulto, es un abuso de confianza...La desconocida no durmió en toda la noche, según deduje de su respiración y de los suspiros que

lanzaba de cuando en cuando...Creo inútil decir que yo tampoco pude coger el sueño.–¿Está usted indispuesta? –le pregunté una de las veces que se quejó.–No, señor; gracias. Ruego a usted que se duerma descuidado... –respondió con seria afabilidad.–¡Dormirme! –exclamé.Luego añadí.–Creí que padecía usted...

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–¡Oh!, no; no padezco –murmuró blandamente, pero con un acento en que llegué a percibir cierta amargura.

El resto de la noche no dio de sí más que breves diálogos como el anterior.Amaneció, al fin...¡Qué hermosa era!Pero, ¡qué sello de dolor sobre su frente! ¡Qué lúgubre oscuridad en sus bellos ojos! ¡Qué trágica

expresión en todo su semblante! Algo muy triste había en el fondo de su alma.Y, sin embargo, no era una de aquellas mujeres excepcionales, extravagantes, de corte

romántico, que viven fuera del mundo devorando algún pesar o representando alguna tragedia.Era una mujer a la moda, una elegante mujer, de porte distinguido, cuya menor palabra dejaba

traslucir una de esas reinas de la conversación y del buen gusto, que tienen por trono una butaca de su gabinete, una carretela en el Prado o un palco de la Opera; pero que callan fuera de su elemento, o sea, fuera del círculo de sus iguales.

Con la llegada del día se alegró la encantadora viajera, y ya consistiese en que mi circunspección de toda la noche y la gravedad de mi fisonomía le inspirasen buena idea de mi persona, ya en que quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fue el caso que inició a su vez las cuestiones de ordenanza.

–¿Dónde va usted?–¡Va a hacer un buen día!–¡Qué hermoso paisaje!A lo que yo contesté más extensamente que ella me había contestado a mí.Almorzamos en Colmenar.Los viajeros del interior y de la rotonda eran personas poco tratables.Mi compañera se redujo a hablar conmigo.Excusado es decir que yo estuve enteramente consagrado a ella y que la atendí en la mesa como

a una persona real.De vuelta en el coche, nos tratábamos ya con alguna confianza.En la mesa habíamos hablado de Madrid, y hablar bien de Madrid a una madrileña que se halla

lejos de la corte, es la mejor de las recomendaciones.¡Porque nada es tan seductor como Madrid perdido!«¡Ahora o nunca, Felipe! –me dije entonces–. Quedan ocho leguas... Abordemos la cuestión

amorosa...»

III

CATÁSTROFE

¡Desventurado! No bien dije una palabra galante a la beldad, cuando conocí que había puesto el dedo sobre una herida...

En el momento perdí todo lo que había ganado en su opinión.Así me lo dijo una mirada indefinible que cortó la voz de mis labios.–Gracias, señor, gracias –me dijo luego, al ver que cambiaba de conversación.–¿La he enojado a usted, señora?–Sí, el amor me horroriza. ¡Qué triste es inspirar lo que se siente! ¿Qué haría yo para no agradar

a nadie?–¡Algo es menester que usted haga, si no se complace en el daño ajeno...! –repuse muy

seriamente–. La prueba es que aquí me tiene pesaroso de haberla conocido... ¡Ya que no feliz, por lo menos yo vivía ayer en paz..., y ya soy desgraciado, puesto que la amo a usted sin esperanza!

–Le queda a usted una satisfacción, amigo mío... –replicó ella sonriendo.–¿Cuál?–Que si no acojo su amor, no por ser suyo, sino porque es amor. Puede usted, pues, estar seguro

de que ni hoy, ni mañana, ni nunca... obtendrá otro hombre la correspondencia que le niego. ¡Yo no amaré jamás a nadie!

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–Pero, ¿por qué, señora?–¡Porque el corazón no quiere, porque no puede, porque no debe luchar más! ¡Porque he amado

hasta el delirio..., y he sido engañada! En fin, ¡porque aborrezco el amor!¡Magnífico discurso! Yo no estaba enamorado de aquella mujer. Me inspiraba curiosidad y

deseo, por lo distinguida y por lo bella; pero de esto a una pasión había todavía mucha distancia.Así, pues, al escuchar aquellas dolorosas y terminantes palabras, dejó la contienda mi corazón de

hombre en ejercicio y mi imaginación de artista. Quiere esto decir que comencé a hablar a la desconocida en un lenguaje filosófico y moral del menor gusto, con el que logré reconquistar su confianza, o sea, que me dijese algunas otras generalidades melancólicas del género Balzac.

Así llegamos a Málaga.Era el instante más oportuno para saber el nombre de aquella singularísima señora.Al despedirme de ella en la Administración, le dije cómo me llamaba, la casa donde iba a parar y

mis señas en Madrid.Ella me contestó con un tono que nunca olvidaré:–Doy a usted mil gracias por las amables atenciones que le he merecido durante el viaje, y le

suplico que me dispense si le oculto mi nombre, en vez de darle uno fingido, que es con el que aparezco en la hoja.

–¡Ah! –respondí–, ¡Luego nunca volveremos avernos!–¡Nunca...! Lo cual no debe pesarle.Dicho esto, la joven sonrió sin alegría, tendiéndome una mano con exquisita gracia, y murmuró:–Pida usted a Dios por mí.Yo estreché su mano linda y delicada, y terminé con un saludo a aquella escena, que empezaba a

hacerme mucho daño.En esto llegó un elegante coche al parador.Un lacayo con librea negra avisó a la desconocida.Subió ella al carruaje, saludándome de nuevo, y desapareció por la Puerta del Mar............................................................................................................................................................

Dos meses después volví a encontrarla.Sepamos dónde:

IV

OTRO VIAJE

A las dos de la tarde del 1.º de noviembre de aquel mismo año caminaba yo sobre un mal rocín de alquiler por el arrecife que conduce a ***, villa importante y cabeza de partido de la provincia de Córdoba.

Mi criado y el equipaje iban en otro rocín mucho peor.Me dirigía a *** con objeto de arrendar unas tierras y permanecer tres o cuatro semanas en casa

del Juez de Primera Instancia, íntimo amigo mío, a quien conocí en la Universidad de Granada cuando ambos estudiábamos Jurisprudencia, y donde simpatizamos, contrajimos estrecha amistad y fuimos inseparables. Después no nos habíamos visto en siete años.

Según iba aproximándome a la población término de mi viaje, llegaba más distintamente a mis oídos el melancólico clamoreo de muchas campanas que tocaban a muerto.

Maldita la gracia que me hizo tan lúgubre coincidencia...Sin embargo, aquel doble no tenía nada de casual y yo debí contar con él, en atención a ser

víspera del día de Difuntos.Llegué, con todo, muy de mal humor a los brazos de mi amigo, que me aguardaba en las afueras

del pueblo.Él advirtió al momento mi preocupación, y después de los primeros saludos:–¿Qué tienes? –me dijo, dándome el brazo, en tanto que sus criados y el mío se alejaban con las

cabalgaduras.

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–Hombre, seré franco... –le contesté–. Nunca he merecido, ni pienso merecer, que me eleven arcos de triunfo; nunca he experimentado ese inmenso júbilo que llenará el corazón de un gran hombre en el momento en que un pueblo alborozado sale a recibirle, mientras que las campanas repican al vuelo; pero...

–¿Adónde vas a parar?–A la segunda parte de mi discurso. Y es que si en este pueblo no he experimentado los honores

de la entrada triunfal, acabo de ser objeto de otros muy parecidos, aunque enteramente opuestos. ¡Confiesa, oh juez de palo, que esos clamores funerales que solemnizan mi entrada en *** hubieran contristado al hombre más jovial del universo!

–¡Bravo, Felipe! –replicó el juez, a quien llamaremos Joaquín Zarco–. ¡Vienes muy a mi gusto! Esa melancolía cuadra perfectamente a mi tristeza...

–¡Tú triste...! ¿De cuándo acá?Joaquín se encogió de hombros, y no sin trabajo retuvo un gemido...Cuando dos amigos que se quieren de verdad vuelven a verse después de larga separación,

parece como que resucitan todas las penas que no han llorado juntos.Yo me hice el desentendido por el momento, y hablé a Zarco de cosas indiferentes.En eso penetramos en su elegante casa.–¡Diantre, amigo mío! –no pude menos de exclamar–. ¡Vives muy bien alojado...! ¡Qué orden,

qué gusto en todo! ¡Necio de mí...! Ya caigo... Te habrás casado...–No me he casado... –respondió el juez con la voz un poco turbada–. ¡No me he casado, ni me

casaré nunca...!–Que no te has casado, lo creo, supuesto que no lo has escrito... ¡Y la cosa valía la pena de ser

contada! Pero eso de que no te casarás nunca, no me parece tan fácil ni tan creíble.–¡Pues te lo juro! –replicó Zarco solemnemente.–¡Qué rara metamorfosis! –repuse yo–. Tú tan partidario siempre del séptimo sacramento; tú,

que hace dos años me escribías aconsejándome que me casara, ¡salir con esa novedad...! Amigo mío, ¡a ti te ha sucedido algo, y algo muy penoso!

–¿A mí? –dijo Zarco estremeciéndose.–¡A ti! –proseguí yo–. ¡Y vas a contármelo! Tú vives aquí solo, encerrado en la grave

circunspección que exige tu destino, sin un amigo a quien referir tus debilidades de mortal... Pues bien: cuéntamelo todo y veamos si puedo servirte de algo.

El juez me estrechó las manos diciendo:–Sí..., sí... ¡Lo sabrás todo, amigo mío! ¡Soy muy desventurado!Luego se serenó un poco, y añadió secamente:–Vístete. Hoy va todo el pueblo a visitar el cementerio y parecería mal que yo faltase. Vendrás

conmigo. La tarde está buena y te conviene andar a pie para descansar del trote del rocín. El cementerio se halla situado en medio de un hermoso campo y no te disgustará el paseo. Por el camino te contaré la historia que ha acibarado mi existencia, y verás si tengo o no tengo motivos para renegar de las mujeres.

Una hora después caminábamos Zarco y yo en dirección al cementerio.Mi pobre amigo me habló de esta manera:

V

MEMORIAS DE UN JUEZ DE PRIMERA INSTANCIA

I

Hace dos años que, estando de Promotor fiscal en ***, obtuve licencia para pasar un mes en Sevilla. En la fonda en que me hospedé vivía hacia algunas semanas cierta elegante y hermosísima joven, que pasa por viuda, cuya procedencia, así como el objeto que la retenía en Sevilla, era un misterio para los demás huéspedes.

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Su soledad, su lujo, su falta de relaciones y el aire de tristeza que la envolvía, daban pie a mil conjeturas; todo lo cual, unido a su incomparable belleza y a la inspiración y gusto con que tocaba el piano y cantaba, no tardó en despertar en mi alma una invencible inclinación hacia aquella mujer.

Sus habitaciones estaban exactamente encima de las mías; de modo que la oía cantar y tocar, ir y venir, y hasta conocía cuándo se acostaba, cuándo se levantaba y cuándo pasaba la noche en vela –cosa muy frecuente–. Aunque en lugar de comer en la mesa redonda se hacía servir en su cuarto y no iba nunca al teatro, tuve ocasión de saludarla varias veces, ora en la escalera, ora en alguna tienda, ora de balcón a balcón, y al poco tiempo los dos estábamos seguros del placer con que nos veíamos.

Tú lo sabes. Yo era grave, aunque no triste, y esta circunspección mía cuadraba perfectamente a la retraída existencia de aquella mujer; pues ni nunca le dirigí la palabra, ni procuré visitarla en su cuarto, ni la perseguí con enojosa curiosidad como otros habitantes de la fonda.

Este respeto a su melancolía debió de halagar su orgullo de paciente; lo digo porque no tardó en mirarme con cierta deferencia, cual si ya nos hubiéramos revelado el uno al otro.

Quince días habían transcurrido de esta manera, cuando la fatalidad..., nada más que la fatalidad..., me introdujo una noche en el cuarto de la desconocida.

Como nuestras habitaciones ocupaban idéntica situación en el edificio, salvo al estar en pisos diferentes, eran sus entradas iguales. Dicha noche, pues, al volver del teatro, subí distraído más escaleras de las que debía y abrí la puerta de su cuarto creyendo que era la del mío.

La hermosa estaba leyendo y se sobresaltó al verme. Yo me aturdí de tal modo, que apenas pude disculparme, pero mi misma turbación y la prisa con que intenté irme, la convencieron de que aquella equivocación no era una farsa. Me retuvo, pues, con una exquisita amabilidad «para demostrarme –dijo– que creía en mi buena fe y que no estaba incomodada conmigo», acabando por suplicarme que me equivocara otra vez deliberadamente, pues no podía tolerar que una persona de mis condiciones de carácter pasase las noches en el balcón, oyéndola cantar –como ella me había visto– cuando su pobre habilidad se honraría con que yo le prestase atención más de cerca.

A pesar de todo creí mi deber no tomar asiento aquella noche y salí.Pasaron tres días, durante los cuales tampoco me atreví a aprovechar el amable ofrecimiento de

la bella cantora, aun a riesgo de pasar por descortés a sus ojos. ¡Y era que estaba perdidamente enamorado de ella; era que conocía que en unos amores con aquella mujer no podía haber término medio, sino delirio de dolor o delirio de ventura; era que le temía, en fin, a la atmósfera de tristeza que la rodeaba!

Sin embargo, después de aquellos tres días, subí al piso segundo.Permanecí allí toda la velada: la joven me dijo llamarse Blanca y ser madrileña y viuda; tocó el

piano, cantó, me hizo mil preguntas acerca de mi persona, profesión, estado, familia, etc., y todas esas palabras y observaciones me complacieron y enajenaron. Mi alma fue desde aquella noche esclava de la suya.

A la noche siguiente volví, y a la otra noche también, y después todas las noches y todos los días.Nos amábamos y ni una palabra de amor nos habíamos dicho.Pero, hablando del amor, le había yo encarecido varias veces la importancia que daba a este

sentimiento, la vehemencia de mis ideas y pasiones, y todo lo que necesitaba mi corazón para ser feliz.

Ella, por su parte, me había manifestado que pensaba del mismo modo.–Yo –dijo una noche– me casé sin amor a mi marido. Poco tiempo después... le odiaba. Hoy ha

muerto. ¡Sólo Dios sabe cuánto he sufrido! Yo comprendo el amor de esta suerte: es la gloria o es el infierno. Y para mí, hasta ahora, ¡siempre ha sido el infierno!

Aquella noche no dormí. La pasé analizando las últimas palabras de Blanca.¡Qué superstición la mía! Aquella mujer me daba miedo. ¿Llegaríamos a ser yo su gloria y ella

mi infierno?Entre tanto, expiraba el mes de licencia.Podía pedir otro pretextando una enfermedad... Pero, ¿debía hacerlo?Consulté a Blanca.

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–¿Por qué me lo pregunta usted a mí? –repuso ella, cogiéndome una mano.–Más claro, Blanca... –respondí–. Yo la amo a usted... ¿Hago mal en amarla?–¡No! –respondió Blanca palideciendo.Y sus ojos negros dejaron escapar dos torrentes de luz y de voluptuosidad...

II

Pedí, pues, dos meses de licencia, y me los concedieron... gracias a ti. ¡Nunca me hubieras hecho aquel favor!

Mis relaciones con Blanca no fueron amor: fueron delirio, locura, fanatismo...Lejos de atemperarse mi frenesí con la posesión de aquella mujer extraordinaria, se exacerbó

más y más: cada día que pasaba descubría nuevas afinidades entre nosotros, nuevos tesoros de ventura, nuevos manantiales de felicidad.

Pero en mi alma, como en la suya, brotaban al propio tiempo misteriosos temores.¡Temíamos perdernos...! Esta era la fórmula de nuestra inquietud.Los amores vulgares necesitan el miedo para alimentarse, para no decaer. Por eso se ha dicho

que toda relación ilegítima es más vehemente que el matrimonio. Pero un amor como el nuestro hallaba recónditos pesares en su precario porvenir, en su inestabilidad, en su carencia de lazos indisolubles.

Blanca me decía:–Nunca esperé ser amada por un hombre como tú; y, después de ti, no veo amor ni dicha

posibles para mi corazón, Joaquín, un amor como el tuyo era la necesidad de mi vida: moría yo sin él; sin él moriría mañana... Dime que nunca me olvidarás.

–¡Casémonos, Blanca! –respondía yo.Y Blanca inclinaba la cabeza con angustia.–¡Sí, casémonos!.–volvía yo a decir, sin comprender aquella muda desesperación.–¡Cuánto me amas! –replicaba ella–. Otro hombre en tu lugar rechazaría esa idea, si yo la

propusiese. Tú, por el contrario...–Yo, Blanca, estoy orgulloso de ti; quiero ostentarte a los ojos del mundo; quiero perder toda

zozobra acerca del tiempo que vendrá; quiero saber que eres mía para siempre. Además, tú conoces mi carácter; sabes que nunca transijo en materias de honra... Pues bien: la sociedad en que vivimos llama crimen a nuestra dicha... ¿Por qué no hemos de rendirnos al pie del altar? ¡Te quiero pura, te quiero noble, te quiero santa! ¡Te amaré entonces más que hoy...! ¡Acepta mi mano!

–¡No puedo! –respondía aquella mujer incomprensible.Y este debate se reprodujo mil veces.Un día que yo peroré largo rato contra el adulterio y contra toda inmoralidad, Blanca se

conmovió extraordinariamente; lloró, me dio las gracias y repitió lo de costumbre:–¡Cuánto me amas! ¡Qué bueno, qué glande, qué noble eres!A todo, expiraba la prórroga de mi licencia.Me era necesario volver a mi destino, y así se lo anuncié a Blanca.–¡Separarnos! –gritó con infinita angustia.–¡Tú lo has querido! –contesté.–¡Eso es imposible...! Yo te idolatro, Joaquín.–Blanca, yo te adoro.–Abandona tu carrera... Yo soy rica... ¡Viviremos juntos! –exclamó, tapándome la boca para que

no replicara.Le besé la mano y respondí.–De mi esposa aceptaría esa oferta, haciendo todavía un sacrificio... Pero de ti...–¡De mí! –respondió llorando–. ¡De la madre de tu hijo!–¿Quién? ¡Tú! ¡Blanca...!–Sí... Dios acaba de decirme que soy madre... ¡Madre por primera vez! ¡Tú has completado mi

vida, Joaquín, y no bien gusto la fruición de esa bienaventuranza absoluta, quieres desgajar el árbol de mi dicha! ¡Me das un hijo y me abandonas tú...!

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–¡Sé mi esposa, Blanca! –fue mi única contestación–. Labremos la felicidad de ese ángel que llama a las puertas de la vida.

Blanca permaneció mucho tiempo silenciosa.–Seré tu esposa.–¡Gracias! ¡Gracias, Blanca mía!–Escucha –dijo al poco rato–: no quiero que abandones tu carrera.–¡Ah! ¡Mujer sublime!–Vete a tu Juzgado... ¿Cuánto tiempo tardarás en arreglar allí tus asuntos, solicitar del Gobierno

más licencia y volver a Sevilla?–Un mes.–Un mes... –repitió Blanca–. ¡Bien! Aquí te espero. Vuelve dentro de un mes y seré tu esposa.

Hoy estamos a 15 de abril... ¡El 15 de mayo, sin falta!–¡Sin falta!–¿Me lo juras?–Te lo juro.–¡Aún otra vez! –replicó Blanca.–Te lo juro.–¿Me amas?–Con toda mi alma.–Pues vete, y ¡vuelve! Adiós...Dijo, y me suplicó que la dejara y que partiera sin perder momento.Me despedí de ella y partí a *** aquel mismo día.

III

Llegué a ***.Preparé mi casa para recibir a mi esposa; solicité y obtuve, como sabes, otro mes de licencia, y

arreglé todos mis asuntos con tal eficacia que, al cabo de quince días, me vi en libertad de volver a Sevilla.

Debo advertirte que durante aquel medio mes no recibí ni una sola carta de Blanca, a pesar de haberle escrito yo seis. Esta circunstancia me tenía vivamente contrariado. Así fue que, aunque sólo había transcurrido la mitad del plazo que mi amada me concediera, salí para Sevilla, donde llegué el día 30 de abril.

Inmediatamente me dirigí a la fonda que había sido nido de nuestros amores.Blanca había desaparecido dos días después de mi partida, sin dejar razón del punto al que se

encaminaba.¡Imagínate el dolor de mi desengaño! ¡No escribirme que se marchaba! ¡Marcharse sin dejar

dicho a dónde se dirigía! ¡Hacerme perder completamente su rastro! ¡Evadirse, en fin, como una criminal cuyo delito se ha descubierto!

Ni por un instante se me ocurrió permanecer en Sevilla hasta el 15 de mayo aguantando a ver si regresaba Blanca... La violencia de mi dolor y de mi indignación, y el bochorno que sentía por haber aspirado a la mano de semejante aventurera, no dejaban lugar a ninguna esperanza, a ninguna ilusión, a ningún consuelo. Lo contrario hubiera sido ofender a mi propia conciencia, que ya veía en Blanca al ser odioso y repugnante que el amor o el deseo habían disfrazado hasta entonces...

¡Indudablemente era una mujer liviana e hipócrita, que me amó sensualmente, pero que, previendo la habitual mudanza de su caprichoso corazón, no pensó nunca en que nos casáramos! Hostigada, al fin, por mi amor y mi honradez, había ejecutado una torpe comedia, a fin de escaparse impunemente. ¡Y en cuanto a aquel hijo anunciado con tanto júbilo, tampoco me cabía ya duda de que era otra ficción, otro engaño, otra sangrienta burla...! ¡Apenas se comprendía semejante perversidad en una criatura tan bella y tan inteligente!

Tres días más estuve en Sevilla, y el 4 de mayo me marché a la Corte, renunciando a mi destino, para ver si mi familia y el bullicio del mundo me hacían olvidar a aquella mujer, que sucesivamente había sido para mi la gloria y el infierno.

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Por último, hace cosa de quince meses que tuve que aceptar el Juzgado de este otro pueblo, donde, como has visto, no vivo muy contento que digamos, siendo lo peor de todo que, en medio de mi aborrecimiento a Blanca, detesto mucho más a las demás mujeres... por la sencilla razón de que no son ella...

¿Te convences ahora de que nunca llegaré a casarme?

VI

EL CUERPO DEL DELITO

Pocos segundos después de terminar mi amigo Zarco la relación de sus amores, llegamos al cementerio.

El cementerio de *** no es otra cosa que un campo yermo y solitario, sembrado de cruces de madera y rodeado por una tapia. Ni lápidas ni sepulcros turban la monotonía de aquella mansión. Allí descansan, en la fría tierra, pobres y ricos, grandes y plebeyos, nivelados por la muerte.

En estos pobres cementerios, que tanto abundan en España y que son acaso los más poéticos y los más propios de sus moradores, sucede con frecuencia que, para sepultar un cuerpo, es menester exhumar otro, o mejor dicho, que cada dos años se echa una nueva capa de muertos sobre la tierra. Consiste esto en la pequeñez del recinto, y da por resultado que, alrededor de cada nueva zanja, hay mil blancos despojos que de tiempo en tiempo son conducidos al osario común.

Yo he visto más de una vez estos osarios... ¡Y en verdad que merecen ser vistos! Figuraos, en un rincón del campo santo una especie de pirámide de huesos, una colina de multiforme marfil, un cerro de cráneos, fémures, canillas, húmeros, clavículas rotas, columnas espinales desgranadas, dedos diseminados... y todo ello seco, frío, muerto, árido... ¡Figuraos, figuraos aquel horror!

Y, ¡qué contactos! Los enemigos, los rivales, los esposos, los padres y sus hijos, están allí, no sólo juntos, sino revueltos, mezclados por pedazos, como trillada mies, como rota paja... Y, ¡qué desapacible ruido cuando un cráneo choca con otro, o cuando baja rodando desde la cumbre por aquellas huecas astillas de antiguos hombres! Y, ¡qué risa tan insultante tienen las calaveras!

Pero volvamos a nuestra historia.Andábamos Joaquín y yo dando sacrílegamente con el pie a tantos restos inanimados, ora

pensando en el día que otros pies hallarían nuestros despojos, ora atribuyendo a cada hueso una historia; procurando hallar el secreto de la vida en aquellos cráneos donde acaso moró el genio o bramó la pasión, y ya vacíos como celda de difunto fraile, o adivinando otras veces (por la configuración, por la dureza y por la dentadura) si tal calavera perteneció a una mujer, a un niño o a un anciano, cuando las miradas del Juez quedaron fijas en uno de aquellos globos de marfil.

–¿Qué es esto? –exclamó, retrocediendo un poco–. ¿Qué es esto, amigo mío? ¿No es un clavo?Y así hablando daba vueltas con el bastón a un cráneo bastante fresco todavía, que conservaba

algunos mechones de pelo negro.Miré y quedé tan asombrado como mi amigo... ¡Aquella calavera estaba atravesada por un clavo

de hierro!La chata cabeza de este clavo asomaba por la parte superior del hueso coronal, mientras que la

punta salía por el que fue el cielo de la boca.¿Qué podía significar aquello?De la extrañeza pasamos a las conjeturas, ¡y de las conjeturas al horror...!–¡Reconozco la Providencia! –exclamó finalmente Zarco–. ¡He aquí un espantoso crimen que iba

a quedar impune y que delata por sí mismo a la justicia! ¡Cumpliré con mi deber, tanto más, cuanto que parece que el mismo Dios me lo ordena directamente al poner ante mis ojos la taladrada cabeza de la víctima! ¡Ah! Sí... ¡Juro no descansar hasta que el autor de este horrible delito expíe su maldad en el cadalso!

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VII

PRIMERAS DILIGENCIAS

Mi amigo Zarco era un modelo de jueces.Recto, infatigable, aficionado, tanto como obligado, a la administración de justicia, vio en aquel

asunto un campo vastísimo en que emplear toda su inteligencia, todo su celo, todo su fanatismo (perdonen la palabra) por el cumplimiento de la ley.

Inmediatamente hizo buscar a un escribano, y dio principio al proceso.Después de extendido testimonio de aquel hallazgo, llamó al enterrador.El lúgubre personaje se presentó ante la ley pálido y tembloroso. ¡A la verdad, entre aquellos dos

hombres, cualquier escena tenía que ser horrible! Recuerdo literalmente su diálogo:El Juez: ¿De quién puede ser esa calavera?El sepulturero: ¿Dónde la ha encontrado vuestra señoría?El Juez: En este mismo sitio.El sepulturero: Pues entonces pertenece a un cadáver que, por estar ya algo pasado, desenterré

ayer para sepultar a una vieja que murió anteanoche.El Juez: ¿Y por qué exhumó usted ese cadáver y no otro más antiguo?El sepulturero: Ya le he dicho a vuestra señoría, para poner a la vieja en su lugar. ¡El

Ayuntamiento no quiere convencerse de que este cementerio es muy chico para tanta gente como se muere ahora! ¡Así es que no se deja a los muertos secarse en la tierra, y tengo que trasladarlos medio vivos al osario común!

El Juez: ¿Y podrá saberse de quién es el cadáver a que corresponde esta cabeza?El sepulturero: No es muy fácil, señor.El Juez: Sin embargo, ¡ello ha de ser! Conque piénselo usted despacio.El sepulturero: Encuentro un medio de saberlo...El Juez: Dígalo usted.El sepulturero: La caja de aquel muerto se hallaba en regular estado cuando la saqué de la tierra

y me la llevé a mi habitación para aprovechar las tablas de la tapa. Acaso conserven alguna señal, como iniciales, galones o cualquiera otra de las cosas que se estilan ahora para adornar esas tablas.

El Juez: Veamos esas tablas.En tanto el sepulturero traía los fragmentos del ataúd, Zarco mandó a un alguacil que envolviese

el misterioso cráneo en un pañuelo, a fin de llevárselo a casa.El enterrador llegó con las tablas. Como esperábamos, se encontraron en una de ellas algunos

jirones de galón dorado, que, sujetos a la madera con tachuelas de metal, habrían formado letras y números...

Pero el galón estaba roto, y era imposible restablecer aquellos caracteres.No desmayó, con todo, mi amigo, sino que hizo arrancar completamente el galón, y por las

tachuelas, o por las puntas de otras que había habido en la tabla, recompuso los siguientes caracteres.

A.G.R.1843R.I.P.

Zarco radió en entusiasmo al hacer este descubrimiento.–¡Es bastante! ¡Es demasiado! –exclamó gozosamente–. ¡Asido de esta hebra, recorreré el

laberinto y lo descubriré todo!Cargó el alguacil con la tabla, como había cargado con la calavera, y regresamos a la población.Sin descansar un momento, nos dirigimos a la parroquia más próxima.Zarco pidió al cura el libro de sepelios de 1843.Lo recorrió el escribano hoja por hoja, partida por partida...Aquellas iniciales A.G.R. no correspondían a ningún difunto.

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Pasamos a la parroquia.Cinco tiene la villa; a la cuarta que visitamos, halló el escribano esta partida de sepelio:«En la iglesia parroquial de San... de la villa de ***, a 4 de mayo de 1843, se hicieron los oficios

del funeral, conforme a entierro mayor, y se dio sepultura en el cementerio común, a D. ALFONSO GUTIÉRREZ DEL ROMERAL, natural y vecino que fue de esta población, el cual no recibió los Santos Sacramentos ni testó, por haber muerto de apoplejía fulminante, en la noche anterior, a la edad de treinta y un años. Estuvo casado con doña Gabriela Zahara del Valle, natural de Madrid, y no deja hijos. Y para que conste, etc.»

Tomó Zarco un certificado de esta partida, autorizado por el cura, y regresamos a nuestra casa.Por el camino me dijo el Juez:–Todo lo veo claro. Antes de ocho días habrá terminado este proceso que tan oscuro se

presentaba hace dos horas. Ahí llevamos una apoplejía fulminante de hierro, que tiene cabeza y punta, que dio muerte repentina a un don Alfonso Gutiérrez del Romeral. Es decir, tenemos el clavo... Ahora sólo me falta el martillo.

VIII

DECLARACIONES

Un vecino dijo:Que don Alfonso Gutiérrez del Romeral, joven y rico propietario de aquella población, residió

algunos años en Madrid, de donde volvió en 1840 casado con una bellísima señora llamada doña Gabriela Zahara.

Que el declarante había ido algunas noches de tertulia a casa de los recién casados, y tuvo ocasión de observar la paz y ventura que reinaba en el matrimonio.

Que cuatro meses antes de la muerte de don Alfonso había marchado su esposa a pasar una temporada en Madrid con su familia, según explicación del mismo marido.

Que la joven regresó en los últimos días de abril, o sea, tres meses y medio después de su partida.

Que a los ocho días de su llegada ocurrió la muerte de don Alfonso.Que habiendo enfermado la viuda a consecuencia del sentimiento que le causó esta pérdida,

manifestó a sus amigos que le era insoportable vivir en un pueblo donde todo le hablaba de su querido y malogrado esposo, y se marchó para siempre a mediados de mayo, diez o doce días después de la muerte de su esposo.

Que era cuanto podía declarar, y la verdad, a cargo del juramento que había prestado, etc. Otros vecinos prestaron declaraciones casi idénticas al anterior.

Los criados del difunto Gutiérrez dijeron, después de repetir los datos de la vecindad:Que la paz del matrimonio no era tanta como se decía en público.Que la separación de tres meses y medio que precedió a los últimos ocho días que vivieron

juntos los esposos, fue un tácito rompimiento, consecuencia de profundos y misteriosos disgustos que mediaban entre ambos jóvenes desde el principio de su matrimonio.

Que la noche en que murió su amo se reunieron los esposos en la alcoba nupcial, como lo verificaban desde la vuelta de la señora, contra su antigua costumbre de dormir cada uno en su respectivo cuarto.

Que a medianoche los criados oyeron sonar violentamente la campanilla, a cuyo repiqueteo se unían los desaforados gritos de la señora.

Que acudieron y vieron salir a ésta de la cámara nupcial, con el cabello en desorden, pálida y convulsa, gritando entre amarguísimos sollozos: «¡Una apoplejía! ¡Un médico! ¡Alfonso mío! ¡El señor se muere...!»

Que penetraron en la alcoba y vieron a su amo tendido sobre el lecho ya cadáver, y que habiendo acudido un médico, confirmó que don Alfonso había muerto de una congestión cerebral.

El médico: Preguntado al tenor de la cita que precede, dijo:Que era cierta en todas sus partes.

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El mismo médico y otros dos facultativos:Habiéndoseles puesto de manifiesto la calavera de don Alfonso, y preguntados sobre si la muerte

recibida de aquel modo podía aparecer a los ojos de la ciencia como apoplejía, dijeron que sí.Entonces dictó mi amigo el siguiente auto:«Considerando que la muerte de Alfonso Gutiérrez del Romeral debió ser instantánea y

subsiguiente a la introducción del clavo en la cabeza.»Considerando que, cuando murió, estaba solo con su esposa en la alcoba nupcial.»Considerando que es imposible atribuir a suicidio una muerte semejante, por las dificultades

materiales que ofrece su perpetración con mano propia.»Se declara reo de esta causa, y autora de la muerte de don Alfonso, a su esposa doña Gabriela

Zahara del Valle, para cuya captura se expedirán los oportunos exhortos, etcétera.».–Dime, Joaquín... –pregunté yo al Juez–, ¿crees que se capturará a Gabriela Zahara?–¡Indudablemente!–Y, ¿por qué lo aseguras?–Porque, en medio de estas rutinas judiciales, hay cierta fatalidad dramática que no perdona

nunca. Más claro: cuando los huesos salen de la tumba a declarar, poco les queda que hacer a los Tribunales.

IX

EL HOMBRE PROPONE...

A pesar de las esperanzas de mi amigo Zarco, Gabriela Zahara no apareció.Exhortas, requisitorias; todo fue inútil. La causa se sentenció en rebeldía.Yo abandoné la villa de ***, no sin prometer a Zarco volver al año siguiente.

X

UN DÚO EN «MI» MAYOR

Aquel invierno lo pasé en Granada.Érase una noche en que había gran baile en casa de la riquísima señora de X..., la cual había

tenido la bondad de convidarme a la fiesta.A poco de llegar a aquella magnífica morada, donde estaban reunidas todas las célebres

hermosuras de la aristocracia granadina, reparé en una bellísima mujer, cuyo rostro habría distinguido entre mil otros semejantes, suponiendo que Dios hubiese formado alguno que se le pareciera.

¡Era mi desconocida, mi mujer misteriosa, mi desengañada de la diligencia, mi compañera de viaje, el número 1 de quien os hablé al principio de esta relación!

Corrí a saludarla, y ella me reconoció en el acto.–Señora –le dije–, he cumplido a usted mi promesa de no buscarla. Hasta ignoraba que podía

encontrar a usted aquí. A saberlo, acaso no hubiera venido, por temor de ser a usted enojoso. Una vez ya delante de usted, espero que me diga si puedo reconocerla, si me es dado hablarle, si ha cesado el entredicho que me alejaba de usted.

–Veo que es usted vengativo... –me contestó graciosamente, alargándome la mano–. Pero yo le perdono. ¿Cómo está usted?

–¡En verdad que lo ignoro! –respondí–. Mi salud, la salud de mi alma, pues no otra cosa me preguntará usted en medio de un baile, depende de la salud del alma de usted. Esto quiere decir que mi dicha no puede ser sino un reflejo de la suya. ¿Ha sanado ese pobre corazón?

–Aunque la galantería le prescriba a usted desearlo –contestó la dama–, y mi aparente jovialidad haga suponerlo, usted sabe... lo mismo que yo, que las heridas del corazón no se curan.

–Pero se tratan, señora, como dicen los facultativos, se hacen llevaderas; se tiende una piel rosada sobre la roja cicatriz; se edifica una ilusión sobre un desengaño.

–Pero esa edificación es falsa...

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–¡Como la primera, señora, como todas! Querer creer, querer gozar..., he aquí la dicha. Mirabeau, moribundo, no aceptó el generoso ofrecimiento de un joven que quiso transfundir toda su sangre en las empobrecidas arterias del gran hombre... ¡No sea usted como Mirabeau! ¡Beba usted nueva vida en el primer corazón virgen que le ofrezca su rica savia! Y pues no gusta usted de galanterías, le añadiré, en abono de mi consejo, que, al hablar así, no defiendo mis intereses...

–¿Por qué dice usted eso último?–Porque yo también tengo algo de Mirabeau; no en la cabeza, sino en la sangre. Necesito lo que

usted... ¡Una primavera que me vivifique!–¡Somos muy desdichados! En fin..., usted tendrá la bondad de huir de mí en adelante...–Señora, iba a pedirle a usted permiso para visitarla.Nos despedimos.–¿Quién es esta mujer? –pregunté a un amigo mío.–Una americana que se llama Mercedes de Meridanueva –me contestó–. Es todo lo que sé, y

mucho más de lo que se sabe generalmente.

XI

FATALIDAD

Al día siguiente fui a visitar a mi nueva amiga a la Fonda de los Siete Suelos de la Alhambra.La encantadora Mercedes me trató como a un amigo íntimo, me invitó a pasear con ella por

aquel edén de la Naturaleza y templo del arte, y a acompañarla luego a comer.De muchas cosas hablamos durante las seis horas que estuvimos juntos, y como el tema a que

siempre volvíamos era el de los desengaños amorosos, hube de contarle la historia de los amores de mi amigo Zarco.

Ella lo oyó muy atentamente, y, cuando terminé, se echó a reír y me dijo:–Señor don Felipe, sírvale a usted eso de lección para no enamorarse nunca de las mujeres a

quienes no conozca...–No vaya usted a creer –respondí con viveza– que he inventado esa historia; se la he referido,

porque me figuro que todas las damas misteriosas que se encuentra uno en viaje son como la que engañó a mi condiscípulo...

–Muchas gracias... pero no siga usted –replicó, levantándose de pronto–. ¿Quién duda de que en la Fonda de los Siete Suelos de Granada pueden alojarse mujeres que en nada se parezcan a esa que tan fácilmente se enamoró de su amigo de usted en la fonda de Sevilla? En cuanto a mí, no hay riesgo de que me enamore de nadie, puesto que nunca hablo tres veces con el mismo hombre...

–¡Señora! ¡Eso es decirme que no vuelva...!–No, esto es anunciar a usted que mañana, al ser de día, me marcharé de Granada, y que

probablemente no volveremos a vernos nunca.–¡Nunca! Lo mismo me dijo usted en Málaga, después de nuestro famoso viaje... y, sin embargo,

nos hemos visto de nuevo...–En fin, dejemos libre el campo a la fatalidad. Por mi parte, repito que esta es nuestra

despedida... eterna...Dichas tan solemnes palabras, Mercedes me alargó la mano y me hizo un profundo saludo.Yo me alejé vivamente conmovido, no sólo por las frías y desdeñosas frases con que aquella

mujer había vuelto a descartarme de su vida (como cuando nos separamos en Málaga), sino ante el incurable dolor que vi pintarse en su rostro, mientras que procuraba sonreírse, al decirme adiós por última vez...

¡Por última vez...! ¡Ay! ¡Ojalá que hubiera sido la última!Pero la fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo.

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XII

TRAVESURAS DEL DESTINO

Pocos días después me llamaron de nuevo mis asuntos al lado de Joaquín Zarco.Llegué a la villa de ***.Mi amigo seguía triste y solo, y se alegró mucho de verme. Nada había vuelto a saber de Blanca,

pero tampoco había podido olvidarla ni siquiera un momento.Indudablemente, aquella mujer era su predestinación... ¡Su gloria o su infierno, como el

desgraciado solía decir!Pronto veremos que no se equivocaba en este supersticioso juicio.La noche del mismo día de mi llegada estábamos en su despacho leyendo las últimas diligencias

practicadas para la captura de Gabriela Zahara del Valle, todas ellas inútiles por cierto, cuando entró un alguacil y entregó al joven juez un billete que decía de este modo:

«En la fonda del León hay una señora que desea hablar con el señor Zarco.»–¿Quién ha traído esto? –preguntó Joaquín.–Un criado.–¿De parte de quién?–No ha dicho nombre alguno.–¿Y ese criado...?–Se fue al momento.Joaquín meditó y luego dijo lúgubremente:–¡Una señora! ¡A mí...!¡No sé por qué me da miedo esta cita...! ¿Qué te parece, Felipe?–Que tu deber de juez es asistir a ella. ¡Puede tratarse de Gabriela Zahara!–Tienes razón... ¡Iré! –dijo Zarco, pasándose una mano por la frente.Y cogiendo un par de pistolas, se envolvió en la capa y partió, sin permitir que le acompañase.Dos horas después volvió.Venía agitado, trémulo, balbuciente...Pronto conocí que una vivísima alegría era la causa de aquella agitación.Zarco me estrechó convulsivamente entre sus brazos, exclamando a gritos, entrecortados por el

júbilo:–¡Ah! ¡Si supieras...! ¡Si supieras, amigo mío!–¡Nada sé! –respondí–. ¿Qué ha pasado?–¡Ya soy dichoso! ¡Ya soy el más feliz de los hombres!–Pues, ¿qué ocurre?–La esquela en que me llamaban a la fonda...–Continúa.–¡Era de ella!–¿De quién? ¿De Gabriela Zahara?–¡Quita allá, hombre! ¿Quién piensa ahora en desventuras? ¡Era de ella! ¡De la otra!–Pero, ¿quién es la otra?–¿Quién ha de ser? ¡Blanca! ¡Mi amor! ¡Mi vida! ¡La madre de mi hijo!–¿Blanca? –repliqué con asombro–. Pues, ¿no decías que te había engañado?–¡Ah! ¡No! ¡Fue alucinación mía...!–¿La que padeces ahora?–No, la que entonces padecí.–Explícate.–Escucha: Blanca me adora...–Adelante. El que tú lo digas no prueba nada.–Cuando nos separamos Blanca y yo el día 15 de abril, quedamos en reunimos en Sevilla para el

15 de mayo. Al poco tiempo de mi marcha, recibió ella una carta en que le decían que su presencia era necesaria en Madrid para asuntos de familia, y como podía disponer de un mes hasta mi vuelta, fue a la Corte y volvió a Sevilla muchos días antes del 15 de mayo. Pero yo, más impaciente que

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ella, acudí a la cita con quince días de anticipación de la fecha estipulada y, no hallando a Blanca en la fonda, me creí engañado..., y no esperé. En fin..., ¡he pasado dos años de tormento por una ligereza mía!

–Pero una carta lo evitaba todo...–Dice que había olvidado el nombre de aquel pueblo, cuya promotoría sabes que dejé

inmediatamente, yéndome a Madrid...–¡Ah! ¡Pobre amigo mío! –exclamé–. ¡Veo que quieres convencerte; que te empeñas en

consolarte! ¡Más vale así! Conque, veamos: ¿Cuándo te casas? ¡Porque supongo que, una vez deshechas las nieblas de los celos, lucirá radiante el sol del matrimonio...!

–¡No te rías! –exclamó Zarco–. Tú serás mi padrino.–Con mucho gusto. ¡Ah! ¿Y el niño? ¿Y vuestro hijo?–¡Murió!–¡También eso! Pues, señor... –dije aturdidamente–. ¡Dios haga un milagro!–¡Cómo!–Digo... ¡Que Dios te haga feliz!

XIII

DIOS DISPONE

Por aquí íbamos en nuestra conversación, cuando oímos fuertes aldabonazos en la puerta de la calle.

Eran las dos de la madrugada.Joaquín y yo nos estremecimos sin saber por qué...Abrieron, y a los pocos segundos entró en el despacho un hombre que apenas podía respirar y

que exclamaba entrecortadamente con indescriptible júbilo:–¡Albricias! ¡Albricias, compañero! ¡Hemos vencido!Era el promotor fiscal del Juzgado.–Explíquese usted, compañero... –dijo Zarco, alargándole una silla–. ¿Qué ocurre para que venga

usted a deshora y tan contento?–Ocurre... ¡Apenas es importante lo que ocurre...! Ocurre que Gabriela Zahara...–¿Cómo...? ¿Qué...? –interrumpimos a un mismo tiempo Zarco y yo.–¡Acaba de ser presa!–¡Presa! –gritó el Juez lleno de alegría.–Sí, señor, ¡presa! –repitió el Fiscal–. La Guardia Civil le seguía la pista hace un mes, y, según

acaba de decirme el sereno, que suele acompañarme desde el Casino hasta mi casa, ya la tenemos a buen recaudo en la cárcel de esta muy noble villa...

–Pues vamos allá –replicó el Juez–. Esta misma noche le tomaremos declaración. Hágame usted el favor de avisar al escribano de la causa. Usted mismo presenciará las actuaciones, atendida la gravedad del caso... Diga usted que manden a llamar también al sepulturero, a fin de que presente por sí propio la cabeza de don Alfonso Gutiérrez, la cual obra en poder del alguacil. Hace tiempo que tengo excogitado este horrible careo de los dos esposos, en la seguridad de que la parricida no podrá negar su crimen al ver aquel clavo de hierro que, en la boca de la calavera, parece una lengua acusadora. En cuanto a ti –me dijo luego Zarco–, harás el papel de escribiente, para que puedas presenciar, sin quebrantamiento de la ley, escenas tan interesantes...

Nada le contesté. Entregado mi infeliz amigo a su alegría de Juez –permítaseme la frase–, no había concebido la horrible sospecha que, sin duda, os agita a vosotros...; sospecha que penetró desde luego en mi corazón, taladrándolo con sus uñas de hierro... ¡Gabriela y Blanca, llegadas a aquella villa en una misma noche, podían ser una sola persona!

–Dígame usted –pregunté al promotor, mientras que Zarco se preparaba para salir–: ¿En dónde estaba Gabriela cuando la prendieron los guardias?

–En la fonda del León –me respondió el Fiscal.¡Mi angustia no tuvo límites!

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Sin embargo, nada podía hacer, nada podía decir, sin comprometer a Zarco, como tampoco debía envenenar el alma de mi amigo comunicándole aquella lúgubre conjetura, que acaso iban a desmentir los hechos. Además, suponiendo que Gabriela y Blanca fueran una misma persona, ¿de qué le valdría al desgraciado el que yo se lo indicase anticipadamente? ¿Qué podía hacer en tan tremendo conflicto? ¿Huir? ¡Yo debía evitarlo, pues era declararse reo! ¿Delegar, fingiendo una indisposición repentina? Equivaldría a desamparar a Blanca, en cuya defensa tanto podría hacer, si su causa le parecía defendible. ¡Mi obligación, por tanto, era guardar silencio y dejar paso a la justicia de Dios!

Tal discurrí por lo menos en aquel súbito lance, cuando no había tiempo ni espacio para soluciones inmediatas... ¡La catástrofe se venía encima con trágica premura...! El Fiscal había dado ya las órdenes de Zarco a los alguaciles, y uno de éstos había ido a la cárcel, a fin de que dispusiesen la sala de Audiencia para recibir al Juzgado. El comandante de la Guardia Civil entraba en aquel momento a dar parte en persona –como muy satisfecho que estaba del caso– de la prisión de Gabriela Zahara... Y algunos trasnochadores, socios del Casino y amigos del Juez, noticiosos de la ocurrencia, iban acudiendo también allí, como a olfatear y presentir las emociones del terrible día en que dama tan principal y tan bella subiese al cadalso... En fin, no había más remedio que ir hasta el borde del abismo, pidiendo a Dios que Gabriela no fuese Blanca.

Disimulé, pues, mi inquietud y callé mis recelos, y a eso de las cuatro de la mañana seguí al Juez, al promotor, al escribano, al comandante de la Guardia Civil y a un pelotón de curiosos y de alguaciles, que se trasladaron a la cárcel regocijadamente.

XIV

EL TRIBUNAL

Allí aguardaba el sepulturero.La sala de la Audiencia estaba profusamente iluminada. Sobre la mesa se veía una caja de

madera pintada de negro, que contenía la calavera de don Alfonso Gutiérrez del Romeral.El Juez ocupó su sillón; el promotor se sentó a su derecha, y el comandante de la Guardia Civil,

por respetos superiores a las prácticas forenses, fue invitado a presenciar también la indagatoria, visto el interés que, como a todos, le inspiraba aquel ruidoso proceso. El escribano y yo nos sentamos juntos, a la izquierda del Juez, y el alcalde y los alguaciles se agruparon a la puerta, no sin que se columbrasen detrás de ellos a algunos curiosos a quienes su alta categoría pecuniaria había franqueado, para tal solemnidad, la entrada en el temido establecimiento, y que habrían de contentarse con ver a la acusada, por no consentir otra cosa el secreto del sumario.

Constituida en esta forma la Audiencia, el Juez tocó la campanilla y dijo al alcalde:–Que entre doña Gabriela Zahara.Yo me sentía morir y, en vez de mirar a la puerta, miraba a Zarco, para leer en su rostro la

solución del pavoroso problema que me agitaba...Pronto vi a mi amigo ponerse lívido, llevarse la mano a la garganta como para ahogar un rugido

de dolor y volverse hacia mí en demanda de socorro...–¡Calla! –le dije, llevándome el índice a los labios.Y luego añadí, con la mayor naturalidad, como respondiendo a alguna observación:–Lo sabía...El desventurado quiso levantarse...–¡Señor Juez! –le dije entonces con la voz y con tal cara, que comprendió toda la enormidad de

sus deberes y de los peligros que corría. Se contrajo, pues, horriblemente, como quien trata de soportar un peso extraordinario y, dominándose al fin por medio de aquel esfuerzo, su cara ostentó la inmovilidad de una piedra. A no ser por la calentura de sus ojos, hubiérase dicho que aquel hombre estaba muerto.

¡Y muerto estaba el hombre! ¡Ya no vivía en él más que el magistrado!Cuando me hube convencido de ello, miré, como todos, a la acusada.

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Figuraos ahora mi sorpresa y espanto, casi iguales a los del infortunado Juez... ¡Gabriela Zahora no era solamente la Blanca de mi amigo, su querida de Sevilla, la mujer con quien acababa de reconciliarse en la fonda del León, sino también mi desconocida de Málaga, mi amiga de Granada, la hermosísima americana Mercedes de Meridanueva!

Todas aquellas fantásticas mujeres se resumían en una sola, en una indudable, en una real y positiva, en una sobre quien pesaba la acusación de haber matado a su marido, en una que estaba condenada a muerte en rebeldía...

Ahora bien: esta acusada, esta sentenciada, ¿sería inocente? ¿Lograría sincerarse? ¿Se vería absuelta?

Tal era mi única y suprema esperanza, tal debía ser también la de mi pobre amigo.

XV

EL JUICIO

El Juez es una ley que habla y la ley un Juez mudo.La ley debe ser como la muerte, que no perdona a nadie.

MONTESQUIEU

Gabriela –llamémosla, al fin, por su verdadero nombre– estaba sumamente pálida, pero también muy tranquila. Aquella calma, ¿era señal de su inocencia, o probaba la insensibilidad propia de los grandes criminales? ¿Confiaba la viuda de don Alfonso en la fuerza de su derecho o en la debilidad de su Juez?

Pronto salí de dudas.La acusada no había mirado hasta entonces más que a Zarco, no sé si para infundirle valor y

enseñarle a disimular, si para amenazarle con peligrosas revelaciones o si para darle mudo testimonio de que su Blanca no podía haber cometido un asesinato... Pero, observando sin duda la tremenda impasibilidad del Juez, debió de sentir miedo y miró a los demás concurrentes cual si buscase en otras simpatías auxilio moral para su buena o su mala causa.

Entonces me vio a mí, y una llamarada de rubor, que me pareció de buen agüero, tiñó de escarlata su semblante.

Pero muy luego se repuso, y tomó a su palidez y tranquilidad.Zarco salió al fin del estupor en que estaba sumido y, con voz dura y áspera como la vara de la

Justicia, preguntó a su antigua amada y prometida esposa:–¿Cómo se llama usted?–Gabriela Zahara del Valle de Gutiérrez del Romeral –contestó la acusada con dulce y reposado

acento.Zarco tembló ligeramente. ¡Acababa de oír que su Blanca no había existido nunca, y esto se lo

decía ella misma! ¡Ella, con quien tres horas antes había concertado de nuevo el antiguo proyecto de matrimonio!

Por fortuna, nadie miraba al Juez, sino que todos tenían fija la vista en Gabriela, cuya singular hermosura y suave y apacible voz considerábanse como indicios de inculpabilidad. ¡Hasta el sencillo traje negro que llevaba parecía declarar en su defensa!

Repuesto Zarco de su turbación, dijo con un formidable acento, y como quien juega de una vez todas sus esperanzas:

–Sepulturero, venga usted, y haga su oficio abriendo ese ataúd...Y le señalaba la caja negra en que estaba encerrado el cráneo de don Alfonso.–Usted, señora... –continuó, mirando a la acusada con ojos de fuego–, ¡acérquese y diga si

reconoce esa cabeza!El sepulturero destapó la caja y se la presentó abierta a la enlutada viuda.Ésta, que había dado dos pasos adelante, fijó sus ojos en el interior del llamado ataúd, y lo

primero que vio fue la cabeza del clavo, destacándose sobre el marfil de la calavera...

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Un grito desgarrador, agudo, mortal, como los que arranca un miedo repentino o como los que preceden a la locura, salió de las entrañas de Gabriela, la cual retrocedió espantada, mesándose los cabellos y tartamudeando a media voz:

–¡Alfonso! ¡Alfonso!Y luego se quedó como estúpida.–¡Ella es! –murmuramos todos, volviéndonos hacia Joaquín.–¿Reconoce usted, pues, el clavo que dio muerte a su marido? –añadió el Juez, levantándose con

terrible ademán, como si él mismo saliese de la sepultura...–Sí, señor... –respondió Gabriela maquinalmente, con entonación y gesto propios de la

imbecilidad.–¿Es decir, que declara usted haberle asesinado? –preguntó el Juez con tal angustia que la

acusada volvió en sí, estremeciéndose violentamente.–Señor... –respondió entonces–. ¡No quiero vivir más! Pero, antes de morir, quiero ser oída...Zarco se dejó caer en el sillón como anonadado y me miró cual si me preguntara: ¿Qué va a

decir?Yo estaba también lleno de terror.Gabriela arrojó un profundo suspiro y continuó hablando de este modo:–Voy a confesar, y en mi propia confesión consistirá mi defensa, bien que no sea bastante a

librarme del patíbulo. Escuchad todo. ¿A qué negar lo evidente? Yo estaba sola con mi marido cuando murió. Los criados y el médico lo habrán declarado así. Por tanto, sólo yo pude darle muerte del modo que ha venido a revelar su cabeza, saliendo para ello de la sepultura... ¡Me declaro, pues, autora de tan horrendo crimen...! Pero sabed que un hombre me obligó a cometerlo.

Zarco tembló al escuchar estas palabras; dominó, sin embargo, su miedo, como había dominado su compasión, y exclamó valerosamente:

–¡Su nombre, señora! ¡Dígame pronto el nombre de ese desgraciado!Gabriela miró al Juez con fanática adoración, como una madre a su atribulado hijo, y añadió con

melancólico acento:–¡Podría, con una sola palabra, arrastrarle al abismo en que me ha hecho caer! ¡Podría arrastrarle

al cadalso, a fin de que no se quedase en el mundo, para maldecirme tal vez al casarse con otra...! ¡Pero no quiero! ¡Callaré su nombre, porque me ha amado y le amo! ¡Y le amo, aunque sé que no hará nada para impedir mi muerte!

El Juez extendió la mano derecha, cual si fuera a adelantarse.Ella le reprendió con una mirada cariñosa, como diciéndole: ¡Ve que te pierdes!Zarco bajó la cabeza.–Casada a la fuerza con un hombre a quien aborrecía, con un hombre que se me hizo aún más

aborrecible después de ser mi esposo, por su mal corazón y por su vergonzoso estado..., pasé tres años de martirio, sin amor, sin felicidad, pero resignada. Un día que daba vueltas por el purgatorio de mi existencia, buscando, a fuer de inocente, una salida, vi pasar a través de los hierros que me encarcelaban, a uno de esos ángeles que libertan a las almas ya merecedoras del cielo... Me así a su túnica, diciéndole: «Dame la felicidad...» Y el ángel me respondió: «¡Tú no puedes ser ya dichosa!» «¿Por qué?» «Porque no lo eres.» ¡Es decir, que el infame que hasta entonces me había martirizado, me impedía volar con aquel ángel al cielo del amor y de la ventura! ¿Concebís absurdo mayor que el de este razonamiento de mi destino? Lo diré más claramente: ¡Había encontrado un hombre digno de mí y de quien yo era digna; nos amábamos, nos adorábamos; pero él, que ignoraba la existencia de mi mal llamado esposo; él, que desde luego pensó en casarse conmigo; él, que nunca transigía con nada que fuese ilegal o impuro, me amenazaba con abandonarme si no nos casábamos! Érase un hombre excepcional, un dechado de honradez, un carácter severo y nobilísimo, cuya única falta en la vida consistía en haberme querido demasiado... Verdad es que íbamos a tener un hijo ilegítimo; pero también es cierto que ni por un solo instante había dejado de exigirme el cómplice de mi deshonra que nos uniéramos ante Dios... Tengo la seguridad de que si yo le hubiese dicho: «Te he engañado: no soy viuda; mi esposo vive», se habría alejado de mí, odiándome y maldiciéndome. Inventé mil excusas, mil sofismas, y a todo me respondía: «¡Sé mi esposa!». Yo no

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podía serlo; creyó que no quería, y comenzó a odiarme. ¿Qué hacer? Resistí, lloré, supliqué; pero él, aun después de saber que teníamos un hijo, me repitió que no volvería a verme hasta que le otorgase mi mano. Ahora bien: mi mano estaba vinculada a la vida de un hombre ruin, y entre matarle a él o causar la desventura de mi hijo, la del hombre que adoraba y la mía propia, opté por arrancar su inútil y miserable vida al que era nuestro verdugo. Maté, pues, a mi marido... creyendo ejecutar un acto de justicia en el criminal que me había engañado infamemente al casarse conmigo, y –¡castigo de Dios!– me abandonó mi amante... Después hemos vuelto a encontrarnos... ¿Para qué, Dios mío? ¡Ah! ¡Qué yo muera pronto...! ¡Sí! ¡Que yo muera pronto!

Gabriela calló un momento, ahogada por el llanto.Zarco había dejado caer la cabeza sobre las manos, cual si meditase; pero yo veía que temblaba

como un epiléptico.–¡Señor Juez! –repitió Gabriela con renovada energía–. ¡Qué yo muera pronto!Zarco hizo una seña para que se llevasen a la acusada.Gabriela se alejó con paso firme, no sin dirigirme antes una mirada espantosa, en que había más

orgullo que arrepentimiento.

XVI

LA SENTENCIA

Excuso referir la formidable lucha que se entabló en el corazón de Zarco, y que duró hasta el día en que volvió a fallar la causa. No tendría palabras con que hacer comprender aquellos horribles combates... Sólo diré que el magistrado venció al hombre, y que Joaquín Zarco volvió a condenar a muerte a Gabriela Zahara.

Al día siguiente fue remitido el proceso en consulta a la Audiencia de Sevilla, y al propio tiempo Zarco se despidió de mí, diciéndome estas palabras:

–Aguárdame acá hasta que yo vuelva... Cuida de la infeliz, pero no la visites, pues tu presencia la humillaría en vez de consolarla. No me preguntes a dónde voy, ni temas que cometa el feo delito de suicidarme. Adiós, y perdóname las aflicciones que te he causado.

Veinte días después, la Audiencia del territorio confirmó la sentencia de muerte.Gabriela Zahara fue puesta en capilla.

XVII

ÚLTIMO VIAJE

Llegó la mañana de la ejecución sin que Zarco hubiese regresado ni se tuvieran noticias de él.Un inmenso gentío aguardaba a la puerta de la cárcel la salida de la sentenciada.Yo estaba entre la multitud, pues si bien había acatado la voluntad de mi amigo no visitando a

Gabriela en su prisión, creía mi deber representar a Zarco en aquel supremo trance, acompañando a su antigua amada hasta el pie del cadalso.

Al verla aparecer, me costó trabajo reconocerla. Había enflaquecido horriblemente y apenas tenía fuerzas para llevar a sus labios el Crucifijo, que besaba a cada momento.

–Aquí estoy, señora... ¿Puedo servir a usted de algo? –le pregunté cuando pasó cerca de mí.Clavó en mi faz sus marchitos ojos, y cuando me hubo reconocido, exclamó:–¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué consuelo tan grande me proporciona usted en mi última hora!

¡Padre! –añadió, volviéndose a su confesor–. ¿Puedo hablar al paso algunas palabras con este generoso amigo?

–Sí, hija mía –le respondió el sacerdote–; pero no deje usted de pensar en Dios...Gabriela me preguntó entonces:–¿Y él?–Está ausente...–¡Hágale Dios muy feliz! Dígale, cuando le vea, que me perdone, para que me perdone Dios.

Dígale que todavía le amo..., aunque el amarle es causa de mi muerte...

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–Quiero verla a usted resignada...–¡Lo estoy! ¡Cuánto deseo llegar a la presencia de mi Eterno Padre! ¡Cuántos siglos pienso pasar

llorando a sus pies, hasta conseguir que me reconozca como hija suya y me perdone mis muchos pecados!

Llegamos al pie de la escalera fatal...Allí fue preciso separamos.Una lágrima, tal vez la última que aún quedaba en aquel corazón, humedeció los ojos de

Gabriela, mientras que sus labios balbucieron esta frase:–Dígale usted que muero bendiciéndole...En aquel momento se sintió viva algazara entre el gentío..., hasta que al cabo percibiéronse

claramente las voces de:–¡Perdón! ¡Perdón!Y por la ancha calle que abría la muchedumbre se vio avanzar a un hombre a caballo, con un

papel en una mano y un pañuelo blanco en la otra...¡Era Zarco!–¡Perdón! ¡Perdón! –venía gritando también él.Echó al fin pie a tierra y, acompañado del jefe de cuadro, se adelantó hacia el patíbulo.Gabriela, que ya había subido algunas gradas, se detuvo; miró intensamente a su amante, y

murmuró:–¡Bendito seas!En seguida perdió el conocimiento.Leído el perdón y legalizado el acto, el sacerdote y Joaquín corrieron a desatar las manos de la

indultada.Pero toda piedad ya era inútil... Gabriela Zahara estaba muerta.

XVIII

MORALEJA

Zarco es uno de los mejores magistrados de La Habana.Se ha casado, y puede considerarse feliz, porque la tristeza no es desventura cuando no se ha

hecho a sabiendas daño a nadie.El hijo que acaba de darle su amantísima esposa disipará la vaga nube de melancolía que

oscurece a ratos la frente de mi amigo.Cádiz, 1853

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EELL CRIMENCRIMEN DELDEL MAESTROMAESTRO

GUY DE MAUPASSANT

Guy de Maupassant nació en el castillo de Miromesnil en 1850. Forma parte del grupo de escritores naturalistas franceses, que se aproximaron a los problemas de la sociedad para contarlos de una forma descarnada, sin olvidar la calidad literaria. Puede decirse que, no desechando del todo el romanticismo, mostraron la otra cara de la realidad que tenían a su alrededor, aunque pudiera ofrecer más aspectos desagradables. Uno de los primeros éxitos de este autor fue Bola de sebo (1880), que se considera una obra naturalista. En seguida eligió el realismo en novelas como La casa Tellier (1881), Una vida (1883) y Bel Ami (1885). En ésta plasmó la vida decadente de un gran amante dentro de la alta sociedad parisina.

Maupassant fue también un excelente escritor de relatos, como se puede apreciar en el que incluimos en nuestra selección policíaca, y de crónicas viajeras, algunas de las cuales ofrecen un estilo literario que resulta asombrosamente actual, aunque se lea más de un siglo después de haber sido escrito. Murió en 1893 víctima de la locura, al haberse visto arrastrado por una enfermedad de mala curación y por una serie de fracasos sentimentales y económicos.

No dejaban de hablar sobre Pranzini, de sus tropelías, y monsieur Maloureau, por el hecho de haber sido fiscal del Supremo en la época de Napoleón III, se creyó con el derecho de comentar:

–A mí me correspondió participar, hace algunos años, en un proceso, de los considerados importantes y singulares, en base a diferentes conceptos, como pronto observarán todos ustedes.

Entonces desempeñaba el empleo de fiscal en la Audiencia territorial, y se me consideraba, debido a los cargos que había ocupado mi padre, presidente en aquellos momentos de Audiencia en París. Un día me correspondió intervenir en un proceso que terminaría adquiriendo una gran notoriedad; me refiero «al crimen del maestro».

El acusado era monsieur Moirón, un maestro de primaria, que disfrutaba de un justo prestigio en toda la región. Sujeto inteligente, de mente reflexiva, asiduo de la iglesia y un poco introvertido, había terminado por contraer matrimonio con una mujer del pueblo de Boislinot, donde se encontraba su escuela. Llegó a ser padre de tres hijos, los cuales fueron muriendo de la misma dolencia: tisis. Bajo el peso de esta calamidad, el padre se entregó por completo a los niños que le habían sido confiados, en los que volcó toda la ternura paternal. Llegaba hasta el extremo de emplear su propio dinero para adquirir juguetes, con los que premiaba a los alumnos más aventajados, a los más juiciosos y a los más guapos. En ocasiones se excedía en este terreno, ya que prefería invitarlos a merendar, sin importarle que los pequeños terminaran dándose un atracón de pasteles, caramelos y otros dulces.

No había familia que dejase de elogiar la generosidad y el cariño del maestro, hasta que cinco de sus discípulos, unos tras otros, fueron muriendo de una forma demasiado singular. Quiso encontrarse la causa en la mala calidad del agua de los pozos de la localidad, que acaso habían terminado por corromperse debido a una sequía bastante prolongada. También se intentaron localizar otros motivos; sin embargo, ninguno terminó por convencer a los investigadores, porque se tuvo muy en cuenta que los pequeños habían sufrido unas enfermedades demasiado extrañas, que en seguida les arrastraron a la muerte. Se ponían tristes, perdían el apetito, sufrían intensos dolores de vientre y, al cabo de unos días, agonizaban en medio de unos sufrimientos terribles.

Cuando el médico forense efectuó la autopsia a la última de las víctimas, no encontró ninguna evidencia que pudiera hacer pensar en un crimen. No conformes con este resultado, se enviaron las entrañas a un laboratorio de París, cuyos especialistas tampoco descubrieron huellas de algún veneno.

A lo largo de todo un año no se produjo ningún otro incidente. Hasta que los dos alumnos favoritos de Moirón murieron en un período nunca superior a los cuatro días. En esta ocasión los jueces recomendaron que se realizaran unos exámenes más exhaustivos de las entrañas, y pudieron descubrirse, al fin, unas minúsculas partículas de vidrio triturado.

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Esto llevó a que se dedujera que los niños habían ingerido, acaso en un descuido, algún alimento que contenía los cristalitos. Como esa tragedia podía ser causada por el sencillo acto de beber leche de una jarra, cuyos bordes se hubieran roto momentos antes ya estando el líquido en el interior, el caso se hubiera dado por cerrado, si en aquellas fechas la criada que cuidaba la casa de Moirón no hubiera sufrido una enfermedad similar a la de los niños. Esta coincidencia la advirtió en seguida el médico al pueblo, ya que nunca se le podía borrar de la memoria su imposibilidad para curar a las criaturas. Cuando preguntó a la infeliz sobre a qué podía reprochar sus males, ella vaciló antes de descubrir su pequeño hurto... Sin embargo, terminó contando que había comido un poco de confitura, que el maestro guardaba en unos frascos, con el fin de regalar con la misma a sus discípulos predilectos.

Se efectuó un registro de la escuela bajo mandato judicial, lo que permitió encontrar un armario repleto de juguetes y dulces para los pequeños. Una vez analizados todos estos dulces, pudo comprobarse que contenían una gran cantidad de vidrio machacado y trocitos minúsculos de agujas.

En seguida Moirón fue detenido; sin embargo, reaccionó con tanta indignación, al mismo tiempo que mostraba la sorpresa del inocente, que convenció a los jueces, hasta el punto de que se le dejó en libertad. Claro que las pruebas resultaban tan contundentes, frente a la reputación de honradez del acusado, además de la atrocidad del delito si se tenía en cuenta el amor que Moirón siempre había sentido por los niños, que la sociedad se encontró enfrentada a una verdadera polémica, en la que las opiniones se hallaban divididas casi al cincuenta por ciento.

¿Quién podía afirmar que aquel hombre, sencillo, amable y católico practicante, pudiera ser un asesino despiadado, capaz de someter a unos martirios tan diabólicos a unas criaturas inocentes?

No tardó en predominar la idea de que el acusado podía sufrir ataques de locura pasajera. Se habían dado casos similares, en los que una persona juiciosa, enemiga de llamar la atención y sensata, caía durante ciertos períodos de tiempo en unas fases esquizofrénicas, que le transformaban en un verdadero monstruo capaz de perpetrar los crímenes más espeluznantes.

Como se continuaron realizando análisis químicos, se pudo saber que los pasteles, caramelos y confituras que guardaba el maestro provenían de dos locales distintos. Y al comprobar estos productos en sus puntos de origen, pudo saberse que no presentaban ninguna anormalidad, mucho menos esos trocitos de vidrio o de agujas.

La reacción de Moirón fue que debía contar con algún enemigo, el cual se encargaba de echar esas materias dañinas en los tarros y hasta elaboraba dulces en los que depositaba los mismos elementos nocivos. Y hasta llegó a culpar a un labriego, sin dar su nombre, de ser el verdadero responsable, al querer cobrar la herencia de alguno de los niños. «A ese canalla –añadió– le trajo sin cuidado que otros inocentes pudiesen morir al haber envenenado tanta cantidad de productos.»

Esta suposición formaba parte de lo posible, y se tuvo en cuenta. Además, el maestro hablaba con tanta convicción, sin dejar de insistir en que estaba dispuesto a colaborar con la Justicia en todo momento, que hubiésemos llegado a absolverlo. Claro que aparecieron nuevas evidencias, las cuáles resultaron abrumadoras.

Se localizó una petaca repleta de vidrio machacado, identificada como la petaca personal de Moirón, que él había escondido en el sobrefondo de uno de los cajones de su escritorio, donde también guardaba el dinero. Este hallazgo se efectuó casualmente, y gracias a la presencia de un carpintero que, al observar el cajón, pudo advertir que no ofrecía la altura correspondiente al hueco por el que se desplazaba.

De nuevo el maestro se mostró ofendido por las acusaciones y, sin perder el ánimo, recordó que tras sus pasos andaba un enemigo tan astuto y peligroso, que llegó también a preparar el doble fondo en el cajón y, además, compró una petaca similar para introducir en ella el vidrio triturado. Claro que no pudo mostrar su propia petaca, alegando que la había perdido. Sin embargo, un tendero de Saint-Marlouf vino a desbaratar todos estos razonamientos defensivos. El acusador se presentó voluntariamente ante los jueces, para declarar que un individuo le había venido comprando unas cajas de agujas muy finas, exigiéndole que fueran de un gran temple, lo que no debería impedir que se rompieran al someterlas a una fuerte torsión. Una cualidad que él mismo se cuidó de comprobar en el mostrador del establecimiento.

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La policía organizó una prueba de reconocimiento, en la que se utilizaron a doce hombres de unas características aproximadas a las descritas por el tendero. Y en el grupo se introdujo a Moirón, el cual fue identificado al momento. Esto supuso que las demás pruebas quedasen ensambladas con esta última, con lo que las diligencias judiciales instruidas ya sólo apuntaron en una dirección: el maestro de Boislinot.

Voy a ahorrarles las horribles declaraciones de los niños sobre el reparto de los dulces, y esa morbosa petición del criminal de que los comiesen delante de él. Así se cercioraba de que no se guardaran los restos, para que no quedaran pruebas de su delito.

Como las gentes estaban escandalizadas y la prensa no dejaba de exigir un castigo ejemplar, nos vimos colocados en una situación apremiante, a pesar de saber que el acusado ya no contaba con ningún tipo de defensa.

En efecto, Moirón terminó siendo condenado a muerte sin posibilidad de apelación. Le quedó alguna remota opción de indulto, lo que supuse que jamás se le concedería.

Cierta mañana, mientras yo me encontraba en mi despachó, me visitó el capellán de la prisión.Era un viejo religioso con fama de conocer a los seres humanos y habituado a tratar con los

homicidas más astutos. Al exponer su caso se mostró indeciso, intranquilo y desalentado. Antes estuvimos hablando unos diez minutos de temas intrascendentes, hasta que me soltó de sopetón:

–¡Señor fiscal: si se llegara a ejecutar a Moirón, toda la judicatura de Francia sería la responsable de la muerte de un inocente!

Y antes de que yo pudiera reaccionar, salió de allí sin decir ni siquiera un cortés adiós. Quedé profundamente impresionado ante una acusación tan «solemne». Como no pude borrarla de mi mente, llegué a suponer que el sacerdote se apoyaba en una confesión del acusado, acaso formulada bajo la protección del sacramento católico.

Bajo esta influencia no dudé en viajar a París, y como mi padre ya estaba al tanto de lo que sucedía, pues me cuidé de enviarle por correo un amplio informe, me ayudó a conseguir una audiencia para hablar con el Emperador.

Nos entrevistamos con éste al día siguiente de mi llegada. Cuando llegamos ante su presencia, le encontramos trabajando en su salón privado. Yo me cuidé de exponerle todo el proceso de una forma breve, aunque sin olvidar los detalles principales, hasta que llegué a las palabras del capellán de la prisión. Recuerdo que iba a mencionarlas cuando, de pronto, fue abierta una puerta que se encontraba junto al sillón del Emperador. Allí entró la Emperatriz, al suponer que su esposo se hallaba solo. Nada más conocer el caso de Moirón, ya que se lo contó el mismo Napoleón, la oímos decir:

–Considero una obligación que indultes a ese inocente.¿Como la repentina decisión de una mujer bondadosa llegó a provocar en mi mente una duda tan

horrible? Yo también era partidario de que se conmutara la pena, y, de repente, supe que estaba siendo utilizado por un homicida de una mente fría y sutil, que se había servido del secreto de confesión para convencer a un cura y, más tarde, a la misma Emperatriz.

No silencié mis dudas ante los soberanos de Francia. El Emperador se quedó pensativo, sopesando los hechos bajo la perspectiva de su bondad natural y de sus conceptos de la justicia. Era posible que nos enfrentáramos todos ante el engaño de un criminal; sin embargo, la Emperatriz no dejaba de estar convencida de que el sacerdote fue movido por la inspiración divina, por lo que insistió:

–¡No debemos olvidar que es preferible perdonar a un culpable antes que condenar a muerte a un inocente!

Este punto de vista terminó por convencer a Napoleón, y la pena de muerte fue conmutada por una condena de cadena perpetua.

Pocos años más tarde, pude enterarme de que Moirón había conseguido el empleo de criado personal del director del presidio, gracias a que desde el primer día había venido manteniendo una conducta ejemplar.

Luego pasó mucho tiempo, hasta que me llegaron más noticias de aquel personaje.

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No obstante, hace unos diez años, cuando estaba veraneando en Lila, en la casa de mi primo Larielle, antes de que me sentara en la mesa del almuerzo, fui avisado de que un cura me estaba esperando en la sala de visitas.

Me entrevisté con el religioso, y así pude enterarme de que un moribundo quería hablar conmigo con la mayor urgencia.

Como no era la primera vez que me sucedía algo parecido en mi larga carrera judicial, no dudé en atender la demanda.

Siendo guiado por el religioso, entré en una mísera guardilla, situada en la zona más alta de un edificio de vecindad. Allí contemplé, sentado en un jergón y con la espalda apoyada en la pared, a un moribundo bastante singular. Puedo asegurarles que tenía delante a un esqueleto humano, el cual realizaba unas muecas espantosas y, al mismo tiempo, era dueño de unos ojos brillantes hundidos en unas cuencas amoratadas.

Nada más verme dijo con una voz debilitada por las dificultades respiratorias:–Al parecer usted se ha olvidado de mí.–Tiene razón. ¿Cuál es su nombre?–Me llamo Moirón.Me sentí invadido por un tropel de escalofríos, e intentando dominarme le pregunté.–¿El maestro Moirón?–Sí.–¿Cómo ha llegado a este pueblo?–Resultaría muy largo de explicar... Me queda poco de vida... Aquí me trajo un sacerdote... Yo

estaba enterado de que usted había elegido Lila para sus vacaciones... Por eso he rogado que le llamaran... Deseo confesarme... ante usted... Nunca olvidaré que hace años... me libró de la muerte...

En medio de unas leves convulsiones, intentaba sujetarse al jergón con sus dedos sarmentosos. Realizó un supremo esfuerzo para seguir hablando, hasta que pudo hacerlo con una voz enronquecida...

«No quiero irme a la otra vida... sin contar la verdad a alguien... Yo asesiné a los niños... A todos ellos... ¡Lo hice por venganza!

»Siempre me había considerado un hombre honrado... Demasiado... Bondadoso, lleno de temor a Dios; me refiero al Dios que se muestra caritativo con el género humano... El mismo que se refleja en los Evangelios... Jamás el Dios verdugo, ladrón y homicida... que gobierna tiránicamente sobre el mundo... Nunca hice daño a nadie en aquellos tiempos... Ni siquiera se me podía reprochar el más insignificante pecadillo... Yo era un dechado de virtudes... casi un santo...

»De mi bendito matrimonio tuve tres hijos..., a los que amaba como ningún padre ha amado a sus descendientes... Vivía totalmente entregado a ellos... Ver lo mucho que me querían colmaba todas mis esperanzas...

»¡Pero los tres murieron! ¿Cómo fue posible? ¿Acaso yo merecía un castigo tan terrible? Pasé meses protestando contra la injusticia divina... De repente, un destello de claridad entre tantas tinieblas me iluminó... Desperté a otra dimensión del mundo... Entonces comprendí que Dios es malo... ¿No se le debía acusar de asesinato por haber permitido la muerte de mis hijos? Se me abrió la mente, y comprendí que Dios goza matando a los seres humanos... Lo hace de una forma caprichosa, disfrutando... Si nos da la vida, es para llevamos a la muerte... Dios es un homicida... Como necesita millones de víctimas, las elige caprichosamente en todos los rincones de la tierra, sin importarle el daño que pueda causar... Para eso ha inventado las enfermedades, los accidentes, el agotamiento físico por la edad y tantos otros medios... Estoy convencido de que le divierte muchísimo este juego mortal... En el momento en que se cansa de tal diversión, busca algo más masivo; por eso desata las epidemias de peste, cólera, fiebres de todo tipo, la viruela... ¡Cuántas cosas más puede idear ese monstruo! En el momento en que no tiene suficiente con las enfermedades, permite que se desaten las guerras, ya que éstas le asegurarán cientos de miles de muertos destrozados entre la sangre y el barro.

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»Pero consiguió en el principio de la Humanidad todavía más, al permitir que los hombres se devoraran los unos a los otros... En el momento en que las sociedades humanas comenzaron a civilizarse, hizo que surgiera la caza de los animales indefensos... con el fin de los que los hombres los dieran caza, los degollaran y se los comieran... Todavía consintió algo más: el nacimiento de insectos que viven y mueren en un solo día... Las moscas que son destruidas a millares en una hora, las hormigas que aplastamos con nuestros pies y tantas otras víctimas inocentes que ni siquiera somos capaces de imaginar. Todas ellas viven dándose muerte por medio de la depredación... La vida surge sin parar de la misma muerte. Y a Dios le divierte este espectáculo... ¿No lo ve todo? Entonces lo está consintiendo en lugar de evitarlo... Controla lo más grande y lo más pequeño, lo que sucede en el interior de una gota de agua o lo que se realiza en el universo, donde se encuentran las estrellas. Lo observa todo y le divierte este juego de aniquilación... ¡Asesino!

»Por eso yo también maté a los niños. Sólo imité a Dios, divirtiéndome como él, arrebatando lo vivo con la sutileza de quien juega con sus inferiores... Quité la vida a aquellas criaturas, y hubiera seguido haciéndolo durante mucho tiempo, como Dios... Pero no me lo permitieron...

»¡Estoy convencido de que a Dios le hubiese divertido mucho verme en el patíbulo! Pero le privé de ese goce mintiendo... He sabido hacerlo con gran maestría, por eso engañé al capellán de la prisión ante el confesonario... Gracias a las mentiras pude seguir vivo mucho años...

»Pero he llegado al final... Son mis últimos minutos... Ya es imposible que pueda eludir mi destino... Le juro que no siento miedo... ¡Dios nunca podrá atemorizarme, porque le desprecio!».

***Resultó terrible contemplar al desgraciado ahogándose, abriendo la boca desesperadamente para

conseguir balbucir algunas palabras... Pero ya sólo podía emitir unos estertores ininteligibles... Aunque lograría, más tarde, pronunciar varias frases, sin que pueda entender de dónde obtuvo las fuerzas necesarias. Mientras tanto, sus manos destrozaban la tela del jergón, se agitaban sus piernas enflaquecidas bajo una sábana negruzca de suciedad, dando idea de que luchaba por escapar de un destino ya inexorable.

Antes de marcharme le pregunté:–¿Desea usted algo más de mí?–No, señor... –creí escuchar.–Entonces le dejo.–Hasta pronto..., caballero...Me volví hacia donde estaba el sacerdote, cuyo rostro expresaba una gran angustia, a la vez que

se apoyaba en la pared como si aún no pudiera soportar las palabras del moribundo, y le dije:–¿Se queda usted aquí?–Sí, creo que se me necesita...El agonizante todavía pudo soltar una última frase, que los dos conseguimos entender:–Ahí se mantendrá... hasta mi final... Porque Dios... siempre arroja a los cuervos... sobre los

cadáveres.Yo tuve que marcharme, porque ya estaba cansado de aquel repugnante espectáculo.

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LLASAS PISADASPISADAS MISTERIOSASMISTERIOSAS

GILBERT KEITH CHESTERTON

Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874. Comenzó escribiendo en los periódicos, teniendo tanta aceptación entre los lectores que terminó siendo contratado por los principales rotativos. Forma parte de los escritores neocatólicos británicos, que se enfrentaron a lo que consideraban las tendencias anárquicas del romanticismo. Enemigo del imperialismo, ideó con su amigo Hilaire Bellot el «distribucionalismo», que basó en la encíclica de León XIII «Rerum Novarum».

En la producción narrativa de Chesterton proliferan las narraciones extravagantes y grotescas, con una fantasía inclinada a la paradoja. Entre sus novelas resaltan El hombre que fue jueves, La esfera y la cruz, Las historias del padre Brown, El Superviviente y otras muchas. También escribió ensayos, poemas y obras de teatro. Falleció en Beaconsfield (Inglaterra) en 1936.

El personaje del padre Brown es considerado como uno de los grandes hallazgos de la novelística y los relatos policíacos. Puestos a ser originales a la hora de dar forma a un detective aficionado, resultó todo un hallazgo elegir a un humilde sacerdote católico, de aire despistado, prudente y gran observador, al que nunca se le pasan inadvertidos los detalles más insignificantes, ésos que van a permitir resolver los más complicados casos criminales. Sin embargo, en ocasiones prima en tan singular personaje el lado caritativo de su condición de religioso...

Si alguna vez, lector, te encuentras con un individuo del selectísimo club de «Los Doce Pescadores Legítimos», cuando se dirige al Vernon Hotel o a la comida anual reglamentaria, advertirás, en el momento en que se despoje del abrigo, que su traje de etiqueta es verde en lugar de negro. En el caso de que tengas la inmensa audacia de dirigirte a él, debes preguntarle el motivo, y te contestará probablemente que lo hace para que no le confundan con un camarero. Entonces tú deberás retirarte desconcertado, ya que habrás dejado atrás un misterio aún no resuelto, junto a una historia digna de contarse.

En efecto, para seguir en esta vena de conjeturas improbables, puedes encontrarte con un curita muy suave y bastante dinámico, llamado el padre Brown. De poder interrogarle sobre lo que él considera como la mayor suerte que ha tenido en su vida, tal vez te conteste que su mejor aventura la vivió en el Vernon Hotel, donde logró evitar un crimen, y hasta llegó a salvar un alma, gracias al sencillo hecho de haber oído unos pasos por un corredor. Como está un poco orgulloso de la perspicacia que demostró, no dejará de referirte el caso. Sin embargo, dado que es del todo punto inverosímil que logres levantarte tanto en la escala social para encontrarte con algún individuo de «Los Doce Pescadores Legítimos», o que te rebajes lo bastante entre los granujas y criminales para que el padre Brown dé contigo, me temo que nunca conozcas la historia, a menos que la escuches de mis labios.

El Vernon Hotel, donde celebraban sus banquetes «Los Doce Pescadores Legítimos», era una de esas instituciones que sólo existen en el seno de una sociedad oligárquica, casi enloquecida por las buenas maneras. Hemos de verla como una empresa comercial «exclusiva». Quiere decir que no pagaba por atraer a la gente, sino por alejarla. En el corazón de una plutocracia, los comerciantes acaban por ser bastante sutiles para sentirse más exigentes, todavía, que sus clientes. Crean enormes dificultades con el fin de que su clientela rica y aburrida gaste dinero y diplomacia para triunfar sobre ellos. Si hubiera en Londres un hotel elegante donde no fueran admitidos los hombres menores de seis pies, la sociedad organizaría dócilmente partidas de hombres de seis pies para ir a cenar a ese local. En el caso de que existiera un restaurante caro, que por capricho de su propietario sólo se abriera los jueves por la tarde, lleno de gente se vería ese día y a la misma hora. El Vernon Hotel se hallaba en el ángulo de una plaza de Belgravia. Era pequeño y no aconsejable. Pero sus mismos inconvenientes servían de muros protectores para una clase particular. Una de ésas, sobre todo, se consideraba de vital importancia, y era el hecho de que sólo podían comer simultáneamente en aquel lugar veinticuatro personas. La única mesa grande se encontraba en la terraza, al aire libre, en una galería que daba sobre uno de los más exquisitos jardines del antiguo Londres. De modo que

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los veinticuatro asientos de aquella mesa únicamente podían disfrutarse en tiempo de verano, y esto, al dificultar el placer, lo hacía más deseable. El dueño del hotel era un judío llamado Lever, y le sacaba a su negocio casi un millón de libras mediante el procedimiento de hacer difícil su acceso. Cierto es que esta limitación de la empresa se hallaba compensada por el servicio más cuidadoso. Los vinos y la cocina eran de lo mejor de Europa, y la conducta de los criados correspondía exactamente a las maneras estereotipadas de las altas clases inglesas. El amo conocía a sus criados, que eran quince en total, como a los dedos de sus manos. Resultaba más fácil ser miembro del Parlamento que camarero en aquel hotel. Todos habían sido educados para servir en el más absoluto silencio y con la mayor delicadeza, tal como lo hacían los servidores de los caballeros. Y, realmente, por lo general había un servidor para cada cliente de los que allí acudían.

Y sólo en aquel lugar consentían en comer «Los Doce Pescadores Legítimos», porque eran muy exigentes en materia de comodidades privadas, y la simple idea de que los miembros de otro club compartieran la misma mesa con ellos les hubiera molestado excesivamente. Durante sus banquetes anuales, los «Pescadores» tenían la costumbre de exponer todos sus tesoros, como si estuvieran en su casa, y especialmente el famoso juego de cuchillos y tenedores de pescado, que, por decirlo así, suponía la insignia de la Sociedad, y en el cual cada pieza había sido labrada en plata con la forma de un pez y con una gran perla en el puño. Este juego se reservaba siempre para el plato de pescado, que venía a ser el más magnífico de aquel opíparo banquete. La Sociedad observaba muchas reglas y ceremonias, pero carecía de historia y de un objeto concreto, y por eso resultaba tan aristocrática. No había que hacer nada para pertenecer a «Los Doce Pescadores», pero de no ser una persona de cierta categoría, no existía la menor esperanza de conseguir ni siquiera oír hablar de ellos. Hacía doce años que la Sociedad existía. Su Presidente era míster Audley, y su vicepresidente, el duque de Chester.

Si he logrado describir el ambiente de este hotel extraordinario, el lector experimentará un legítimo asombro al verme tan bien enterado de cosa tan inaccesible, y mucho más se preguntará cómo una persona tan ordinaria como es mi amigo el padre Brown, pudo tener acceso a aquel dorado paraíso. Pero en lo que a estos asuntos se refiere, mi historia resulta sencilla y hasta vulgar. Hay en el mundo un agitador y demagogo, ya muy viejo, que se desliza hasta los más refinados interiores, diciéndoles a todos los hombres que son hermanos, y dondequiera que esté el nivelador montado en su pálida sensación de culpa, el padre Brown tiene por oficio seguirle. Uno de los criados, un italiano, sufrió una tarde un ataque de parálisis, y el amo, judío, aunque maravillado de tales supersticiones, consintió en mandar traer a un sacerdote católico. Lo que el camarero confesó al padre Brown no nos concierne, por el sencillísimo hecho de que el curita se lo ha callado; pero, según parece, aquello le obligó a escribir cierta declaración para comunicar un mensaje que pudiese enderezar el entuerto. El padre Brown, en consecuencia, con un impudor humilde, como el que hubiera mostrado en el palacio de Buckingham, pidió que se le proporcionara una habitación y papel de escribir. Entonces míster Lever sintió como si le partieran en dos. Era un hombre amable y también poseía esa falsificación de la cortesía: el temor de provocar dificultades o ingratas «escenas». Por otra parte, la presencia de un extranjero en el hotel aquella noche suponía una mancha sobre un objeto recién limpiado. Nunca en el Vernon Hotel había habido antesala o sitio de espera; jamás nadie había tenido que aguardar en el vestíbulo, debido a que los clientes no eran hijos del azar. Había allí quince camareros para doce clientes. Recibir aquella noche a un nuevo huésped se consideró tan extraordinario como encontrarse a la hora del almuerzo o del té con un nuevo hermano en la propia casa. Sin contar con que la apariencia del sacerdote era muy de segundo orden, y su traje mostraba huellas de lodo; sólo el contemplarlo podía originar una crisis en el club. Míster Lever, queriendo eliminar el mal, inventó un plan para disimularlo. Según se entra en el Vernon Hotel, se atraviesa un pequeño corredor decorado con algunos cuadros deslucidos, pero importantes, y se llega al vestíbulo principal, que se abre a mano derecha a unos pasillos que conducen a la cocina y a los servicios del local. Y a mano izquierda, aparece el ángulo de una oficina provista de una vitrina de cristal que llega hasta el vestíbulo, como si fuera una casa dentro de otra, por exponerlo así, donde tal vez estuvo en otro tiempo el bar del hotel anterior.

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En esta oficina se había instalado el representante del propietario, y algo más allá, camino de la servidumbre, se encontraba el vestuario, último término del dominio de los señores. Pero, entre la oficina y el vestuario, había un cuartito privado, que el amo solía utilizar para los asuntos importantes y delicados, como el prestarle a un duque mil libras o excusarse por no poder facilitarle medio chelín. La mejor prueba de la espléndida tolerancia de míster Lever consistía en haber permitido que este sagrado lugar fuera profanado durante media hora por un simple sacerdote que necesitaba garabatear unas cosas en un papel. Sin duda, la historia que el padre Brown trazaba en su escrito era mucho mejor que la nuestra; no obstante, nunca podrá ser conocida. Me limitaré a decir que resultaba casi tan extensa como ésta y que los dos últimos párrafos deben ser considerados los menos importantes y complicados.

En el instante en que el sacerdote llegaba a estas últimas páginas, comenzó a liberar sus pensamientos, con lo que permitió a sus sentidos irracionales, bastante agudos por lo general, que se despertaran. Estaba oscureciendo; ya se hallaba cercana la hora de la cena. Aquel olvidado cuartito se iba quedando sin luz, y acaso la oscuridad creciente, como a menudo sucede, afinó los oídos del curita. Cuando éste redactaba la última y menos importante sección de su documento, se dio cuenta de que escribía al compás de un sonido rítmico que venía del exterior, así como a veces piensa uno a tono con el ruido de un tren. Al advertir esto, comprendió también de qué se trataba: sólo era el sonido habitual de unos pasos, cosa nada extraña en un hotel. Sin embargo, a medida que iba aumentando la oscuridad se concentró con mayor ahínco en oír el ruido. Tras haberlo percibido algunos segundos como en sueños, se puso en pie y comenzó a escucharlo atentamente. Llegó hasta a inclinar la cabeza. Después se sentó de nuevo y hundió la cara entre las manos, no sólo para oír, sino también para reflexionar.

El sonido de los pasos debía ser considerado algo normal; sin embargo, no dejaban de presentarse cosas extrañas. Era el único ruido que allí se escuchaba. El edificio acostumbraba a ser muy silencioso, debido a que los escasos huéspedes del hotel se retiraban a sus habitaciones a la misma hora y los bien educados servidores tenían orden de ser imperceptibles mientras no se les necesitara. No había otro lugar en el que fuese más difícil sorprender la menor irregularidad. Por eso aquellos pasos debían ser considerados una excepción. El padre Brown se dedicó a seguirlos con sus dedos sobre la mesa, como el que trata de aprender una melodía en el piano.

Primero le llegó el ruido de unos pasitos apresurados; diríase de un hombre de escaso peso que concursara en una sala de bailes rápidos. De pronto, el sonido se detuvo, para iniciarse con una lentitud propia de quien duda. Esta nueva secuencia duró casi tanto como la anterior, aunque resultara cuatro veces más pausada. Cuando los ruidos cesaron, retornó aquella ola ligera en busca de la aceleración y, luego, de nuevo el proceso de caminar despacio. No había ninguna duda de que se trataba de un solo par de botas, porque únicamente se percibía a un caminante, el cual no dejaba de producir una especie de chirrido, que terminó por resultar inconfundible. El padre Brown poseía un espíritu que gustaba de los interrogantes, y ante aquel problema, aparentemente trivial, se puso muy inquieto. Alguna vez había visto a hombres que necesitaban correr para dar un salto, mientras que otros elegían el deslizamiento para conseguir lo mismo... ¿Era posible que alguien corriera mientras andaba? Sin embargo, aquel invisible par de piernas no parecía hacer otra cosa: avanzaban medio pasillo y, acto seguido, desandaban lo conseguido. Lo que debía considerarse un comportamiento absurdo. Mientras tanto, la mente del padre Brown se iba oscureciendo lo mismo que el cuarto donde se encontraba.

Lentamente la falta de luz pareció aclarar sus ideas y creyó estar contemplando aquellos pies prodigiosos realizando cabriolas por el corredor en actitudes simbólicas y nunca naturales. ¿Acaso se trataba de una danza pagana? ¿No sería una especie de ejercicio científico? El sacerdote se preguntaba a qué ideas podían corresponder exactamente aquellos pasos. Consideró primero el ritmo lento: así no andaba el propietario del hotel. Los hombres de su especie se mueven con veloz decisión o permanecen quietos. Tampoco debía pensar en los criados o en un mensajero que estuviera aguardando una orden. En toda sociedad mercantil, los subordinados suelen bambolearse cuando están ebrios; sin embargo, lo habitual es que permanezcan inmóviles o se impongan una marcha forzada, al menos en aquel hotel. Pero aquellos andares pesados, sin dejar de ser flexibles,

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mostraban el descuido de quien no le importa producir un ruido continuado. Quizá perteneciesen a un caballero despreocupado, que jamás había debido trabajar para ganarse la vida.

Al llegar el padre Brown a esta conclusión, volvió a escuchar los pasos en su secuencia más lenta, como si avanzaran por delante de la puerta con la velocidad de una rata. Y el sacerdote advirtió que el andar se estaba haciendo más sigiloso, acaso porque el individuo misterioso avanzaba en puntillas. No obstante, este proceder no invitaba a suponer un secreto, sino algo más complicado, que el padre Brown no pudo recordar. Por eso intentó aumentar su perspicacia. Recordó que no era la primera vez que escuchaba un sonido como ése. Y, de nuevo, volvió a incorporarse, animado pollina idea. Se acercó a la puerta de la oficina. Comprobó que estaba cerrada con llave; se volvió hacia la ventana, que a esas horas parecía un cuadro de vidrio lleno de la niebla rojiza producida por los últimos destellos solares, y por un instante creyó estar olfateando las cercanías de un delito, igual que el perro descubre el rastro dejado por un conejo.

La parte racional de su mente terminó por sumergirse en esta labor. Recordó que el dueño del hotel le había dicho que cerraría la puerta con llave y, a su debido tiempo, volvería para sacarle de allí. Entonces, se dijo que aquellos ruidos anormales bien pudieran tener mil explicaciones que a él no se le ocurrían, y se dio cuenta de que apenas le quedaba luz para finalizar su tarea. Se aproximó a la ventana para aprovechar los últimos destellos de claridad de la tarde. Pronto se entregó por entero a la redacción de su memoria. Al cabo de unos veinte minutos, durante los cuales tuvo que acercarse cada vez más al papel para distinguir las letras, suspendió de nuevo la escritura. Estaba volviendo a oír aquellos pasos inexplicables.

En aquel momento los pasos ofrecían una tercera característica. Antes parecía como si el individuo misterioso anduviese despacio o deprisa en unas secuencias imprevisibles; sin embargo, avanzaba o retrocedía. Y la novedad provenía del hecho de que parecía haberse decidido a correr dando saltos por el pasillo, como los de una veloz pantera. Quizá es que se sintiera nervioso. No obstante, en el momento en que desapareció como una ráfaga hacia las zonas donde estaban las oficinas, se repitió el andar lento e indeciso.

El padre Brown abandonó los papeles y, al saber que la puerta de su cuartito se hallaba cerrada, intentó utilizar la que correspondía a los vestuarios. El criado se hallaba ausente por casualidad, acaso porque era la hora de la cena. Después de andar a tientas por entre un bosque de abrigos, localizó el pequeño vestuario que, ante el iluminado pasillo, disponía de un mostrador de esos que se montan en los lugares donde los clientes dejan sus sombreros, bastones o paraguas a cambio de unas fichas numeradas. Sobre el arco semicircular de esta salida se había instalado una lámpara. Pero su luz apenas conseguía alumbrar la cara del padre Brown, la cual se distinguía como un bulto oscuro entre la nebulosa ventana situada a sus espaldas. En cambio, el mismo foco de luz iluminaba teatralmente al hombre que andaba por el pasillo.

Era un individuo elegante, vestido de frac, y aunque se le podía considerar alto, su figura no ocupaba demasiado espacio. Se diría que se hallaba listo para escurrirse como una sombra por donde muchas personas más pequeñas no hubieran podido pasar. Su rostro, al quedar iluminado, resultó ser moreno y vivo. Parecía extranjero. De buena presencia, se le podía considerar atractivo e inspiraba confianza. Un crítico sólo hubiera dicho de él que aquel traje le caía igual que una sombra capaz de oscurecer sus facciones y su figura, convirtiéndolas en unas bolsas muy desagradables. De repente, este personaje pudo contemplar la silueta del padre Brown, y no dudó en mostrarle una papeleta con un número, a la vez que decía con amable autoridad:

–Déme mi sombrero y mi abrigo. Debo salir al momento de aquí.El curita ni rechistó. Tomó el papel y fue a buscar lo que se le había pedido, ya que no era la

primera vez que cumplía el papel de criado. Localizó los objetos y los colocó en el mostrador. El caballero rebuscó en sus bolsillos y, luego, dijo riendo:

–No he encontrado ni una sola moneda. Tenga usted.Y le dio media libra esterlina; mientras, recogía su sombrero y su abrigo.El rostro del padre Brown siguió impávido; sin embargo, estaba perdiendo el control de su

cabeza. Una circunstancia que siempre le hacía más valioso. En tales momentos sumaba dos y dos, y obtenía un total de cuatro millones. La Iglesia católica no aprobaba este proceder, a pesar de

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admirar el sentido común de su curita. Quizá se debiera a la inspiración, tan importante en los momentos críticos, cuando se debe salvar el pellejo de quien está a punto de jugárselo a perdedor.

–Me parece, señor –dijo con una exquisita cortesía–, que usted lleva mucha plata en los bolsillos.–¡Hombre! –exclamó el caballero–. Si yo prefiero darle a usted oro, ¿de qué se queja?–Porque los objetos que usted oculta, al ser de plata y llevar algunas perlas, valen más que el oro

–rectificó el sacerdote–. Me refiero a cuando se guardan en grandes cantidades.El desconocido le miró con curiosidad; después, llevó su atención, con mayor interés, hacia la

entrada del pasillo. Volvió a contemplar al padre Brown y, acto seguido, se quedó fijo en la ventana que se encontraba a espaldas de aquél. El cristal aparecía todavía coloreado por un atardecer que se había vuelto lluvioso. Súbitamente, con gran decisión, puso una mano en el mostrador, saltó sobre el mismo con la agilidad de un acróbata y se irguió ante el sacerdote, a la vez que le rodeaba el cuello con una poderosa garra.

–¡Quieto! –amenazó con un resoplido–. No quería asustarle a usted, pero...–Yo si deseo alertarle a usted –advirtió el padre Brown, sirviéndose de una voz que parecía el

redoble de un tambor–. Me refiero al infierno, donde el fuego es eterno.–¿Qué extraño bicho han dejado al cuidado de este vestuario? –preguntó el caballero.–Soy un sacerdote, monsieur Flambeau. Y estoy en disposición de escuchar su confesión.El otro se quedó un instante desconcertado y, luego, se dejó caer en una silla.

***Los dos primeros servicios de la cena se habían desarrollado de la forma habitual. No poseo una

copia del menú de «Los Doce Pescadores Legítimos»; sin embargo, de disponer del mismo creo que resultaría irrelevante para nuestra historia. Sólo diré que se escribía en un francés bastante ininteligible, que acaso ni pudieran leer los hijos de París. Una de las tradiciones del club era la abundancia de términos como hors d’ovres. También resultaba normal que la sopa fuese ligera y de escasas pretensiones, como un entremés a la espera del auténtico festín de pescado que venía después. Y si nos fijamos en las conversaciones de los huéspedes, podríamos decir que sonaban tan triviales como se espera de quienes gobiernan el Imperio Británico, siempre tan alejados del habla normal de los ciudadanos ingleses. Por cierto, míster Audley, el presidente del club, no dejaba de ser un anciano afable, que seguía utilizando cuellos a lo Gladstone: todo un símbolo de una sociedad estereotipada. No se le podía considerar derrochador, ni exageradamente rico. Sus méritos hemos de verlos en que se hallaba en la cima de los personajes más famosos de Londres. Todos le conocían, y si se hubiera propuesto ingresar en el Gobierno lo hubiese logrado. El duque de Chester, como vicepresidente, pertenecía a los jóvenes políticos que no dejan de ascender. Nadie ponía en duda su atractivo, más allá de un rostro simple y algo pecoso, y su inteligencia resultaba moderada, aunque lo que más se envidiaba eran sus grandes posesiones. En público siempre le acompañaba el éxito: cuando se le ocurría un chiste, lo soltaba y a los demás les tocaba aplaudirle por su brillantez; sin embargo, si prefería callar al no ocurrírsele nada ingenioso, alegando que no eran tiempos de bromear, los otros lo valoraban como una postura muy juiciosa. Y dentro del Vernon Hotel prefería comportarse de la forma más espontánea, es decir, como un bobalicón. En lo que se refiere a míster Audley, el tercero en importancia dentro de «Los Doce Pescadores Legítimos», nunca tomaba partido, excepto a la hora de demostrar que era conservador hasta en su vida privada. Le caía sobre la nuca una ola de cabellos grises, como a ciertos estadistas de la antigüedad, y si se le miraba de espaldas, podría ser tomado como el líder que necesitaba la patria. Y visto de frente sólo era un soltero delicado, tolerante consigo mismo, y con domicilio en Albany, que estaba considerado el barrio más importante de Londres.

Como ya he escrito, la mesa de la terraza disponía de veinticuatro asientos y el club sólo contaba con doce miembros. De modo que éstos podían instalarse a sus anchas en el lado interior, sin tener enfrente a nadie que les estorbara la vista del jardín, cuyos colores eran todavía perceptibles, a pesar de que la noche se anunciara algo tétrica. En el centro de la línea se encontraba el presidente, y el vicepresidente ocupaba el extremo derecho. En el momento en que los doce miembros se dirigían a sus asientos, lo acostumbrado era que los quince camareros se alinearan en la pared, como tropa que presenta armas al rey; mientras tanto, el obeso propietario se inclinaba ante los huéspedes,

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aparentando estar sorprendido de su presencia allí, como si nunca hubiese oído hablar de ellos. Pero, antes de que se produjera el primer tintineo de los cubiertos, el ejército de criados desaparecía y sólo quedaban uno o dos, los indispensables para distribuir los platos con la mayor rapidez y en medio de un silencio sepulcral. Seguidamente, míster Lever, el dueño, desaparecía en medio de reverencias y otros movimientos de cortesía. Sería exagerado, y hasta insultante, decir que volvía a dejarse ver por sus clientes. Pero a la hora del plato de solemnidad, el de pescado, se advertía en el ambiente la sombra de aquel individuo, como una proyección de su personalidad, dando idea de que nunca se hallaba lejos. En realidad, si hemos de ser sinceros el plato nada más que era una monstruosa pirámide de budín, de las formas de un pastel de boda, en la que se habían reunido un considerable número de peces en bien de un festín más venerado que sabroso.

«Los Doce Pescadores Legítimos» empuñaron sus cuchillos y tenedores, dispuestos a atacar el manjar tan cuidadosamente como si cada partícula del mismo costara tanto como los cubiertos que utilizaban. En efecto, creo que el budín llegaba a resultar más valioso. Poco después, la comida se desarrollaba en ese profundo silencio propio de los devotos. Sólo cuando los platos quedaban vacíos, el joven duque se decidía a formular la observación esperada:

–Sólo aquí saben preparar esta obra de arte. No la encontraríamos en ninguna otra parte.–Tiene usted razón –añadió míster Audley con voz de bajo profundo, volviéndose hacia el duque

y agitando con convicción su venerable cabeza–. Aunque me han contado que en el café Anglais...En aquel momento fue interrumpido un instante por el camarero que le estaba cambiando el

plato; sin embargo, retomó el hilo precioso de su argumentación:–... lo preparaban igual. Cosa que quise comprobar personalmente. ¡Qué error! Lo que se sirve

allí no se parece a esta maravilla –concluyó moviendo el mentón como una marioneta.–Todos los elogios que dediquemos a este plato tan exquisito se quedan cortos –observó un tal

coronel Pound, al que pocas veces habían oído hablar los demás miembros del club.–No sé si apoyar sus palabras –intervino el duque de Chester, manteniendo su optimismo–. Yo

creo que aquí se cocinan excepcionalmente algunas cosas; pero hay otras que...De repente, apareció un servidor de una forma sorprendente, inusual. Todos le vieron deslizarse

presuroso junto a la pared, donde se quedó inmóvil, sin dejar de actuar en el mayor silencio. Lo que agradecieron aquellos caballeros, tan vagos ante la novedad, pues ésta no parecía haber alterado excesivamente la maquinaria de lo esperado. Sin embargo, les quedó la sensación de que se había producido un chirrido. Pronto se dieron cuenta de la pérdida del ritmo, porque acababa de sucederles lo que a nosotros, incluyéndote a ti, lector, si nos viéramos desobedecidos por el mundo inanimado: por ejemplo, al ver a una silla echarse a andar.

El camarero se mantuvo quieto unos segundos; mientras, todos los huéspedes le observaban con unos rostros ligeramente ruborizados, tan normal entre quienes se ven situados en la cima del abismo, por su condición de ricos, mientras a los demás los contemplan en el fondo, al ser los parias de la sociedad. Un aristócrata genuino hubiese arrojado algo a la cabeza del servidor, empezando por las botellas vacías y terminando probablemente con unas monedas. Un demócrata auténtico le hubiese preguntado al instante, con una claridad llana de crudo compañerismo, qué diablos se le había perdido allí. Pero estos plutócratas modernos no saben tratar a los pobres, ni siquiera como se haría con un esclavo o con un amigo. De modo que una equivocación de la servidumbre los sumerge en un profundo y bochornoso embarazo. No quisieron ser brutales y temieron verse en el caso de resultar benévolos. Y todos, interiormente, desearon que «aquello» desapareciera en el acto. ¡Pronto lo consiguieron! El camarero trató de permanecer unos instantes más rígido que un muerto, hasta que dio media vuelta y escapó como si se diera a la fuga.

Cuando reapareció en la galería, venía acompañado de otro, con el que hablaba de algo secreto, sin dejar de gesticular con unos movimientos meridionales. Después, el primero de ellos se fue, dejando en la puerta al segundo, y al poco rato se le vio llegar junto a un tercero. Y cuando un instante más tarde un cuarto servidor se aproximó al grupo, míster Audley estimó conveniente romper el silencio. A guisa de mazo presidencial utilizó una tos estrepitosa, para terminar diciendo:

–Es espléndido lo que está realizando en Birmania el joven Moocher... No hay otra nación en el mundo que pueda...

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Pero un quinto camarero llegó a su lado como una saeta, para susurrarle al oído:–¡Es un asunto muy urgente! ¡De vital importancia! ¿Permite el señor que el propietario del hotel

hable con usted?El presidente se quedó muy desconcertado ante aquella novedad tan insólita. Y sus ojos se

llenaron de pánico al descubrir que míster Lever venía hacia él con pasos intranquilos. Mostraba una expresión muy alterada: si por lo general su rostro ofrecía un tono cobre oscuro, en aquel instante aparecía con un color amarillo enfermizo.

–Dispénseme usted, míster Audley –dijo con una fatiga propia de asmático–. Estoy muy asustado. ¿En los platos de pescado dejaron los señores los cubiertos?

–Sí, naturalmente –contestó el presidente con cierto calor.–¿Y lo comprobaron ustedes? –jadeó el propietario, aterrorizado–. ¿Pudieron ver al criado que se

los llevó? ¿Le conocen ustedes?–¿Conocer al camarero? –preguntó míster Audley muy indignado–. No, por cierto.Entonces míster Lever abrió los brazos con ademán agónico.–¡Yo no le autoricé a tomar esa decisión! –exclamó–. No sé de dónde ha salido y cómo ha

podido formar parte del grupo de camareros. Cuando yo mandé a uno de ellos que recogiera los cubiertos, se fue a encontrar con que otro, el desconocido, se le había anticipado... ¡Incomprensible!

Míster Audley se mostraba demasiado azorado para ser el hombre que le estaba haciendo falta a la patria. Nadie pudo articular una palabra, excepto el coronel Pound, que parecía galvanizado dentro de una actitud un poco artificial. Se levantó rígido; mientras tanto, los demás seguían sentados, y habló así, en un tono enronquecido, como si se le hubiera olvidado hacerlo con coherencia:

–¿Quiere usted decir que alguien se ha atrevido a robar nuestro servicio de plata?El propietario repitió el ademán de los brazos todavía con mayor desesperación. Esto provocó

que todos se pusieran en pie dando un salto.–¿Se hallan presentes sus quince camareros? –preguntó el militar con un tono duro y fuerte.–Sí, aquí se encuentran. Yo mismo lo he comprobado –dijo el joven duque adelantando la cara

hacia el interior del grupo de servidores–. Yo los cuento siempre al llegar, sobre todo cuando están formados junto a la pared.

–La verdad es que no resulta fácil acordarse exactamente... –reconoció míster Audley.–¡Pero yo lo recuerdo con precisión! –gritó el duque–. Siempre ha habido aquí quince camareros,

y todos ellos se encontraban presentes, puedo jurarlo: ni uno más, ni uno menos.El propietario se volvió hacia él con un espasmo de sorpresa y tartamudeó:–Dice usted... ¿Tiene la seguridad de que vio a mis quince camareros?–Como de costumbre –asintió el aristócrata–. ¿Qué tiene eso de extraño?–Nada –dijo Lever con un profundo acento–, lo que sucede es que resulta imposible, porque uno

de ellos ha muerto hoy mismo en el piso alto.¡La noticia desencadenó un espantoso silencio! Parecía tan sobrenatural la palabra «muerto», que

un gran número de aquellos caballeros pensaron en sus almas durante unos instantes, y acaso les parecieran más miserables que un guisante seco. Hasta que uno de ellos, acaso fuese el duque, dijo con la estúpida amabilidad que da la riqueza:

–¿Podemos hacer algo por él?Y el propietario judío, a quien la pregunta había conmovido, contestó:–Ya le ha auxiliado un sacerdote.Entonces, como el clarinazo de la trompeta del Juicio, cayeron en la cuenta de su verdadera

situación. Por algunos segundos no habían podido por menos que sentir que el camarero número quince era el espectro del muerto, capaz de venir a sustituirle. Y este sentimiento los dejó ahogados, porque los fantasmas resultaban tan incómodos como los mendigos. Pero el recuerdo de los cubiertos de plata rompió el sortilegio de una forma brutal, devolviéndoles a la realidad. El coronel arrojó su silla al suelo y, luego, se encaminó hasta la puerta.

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–Amigos míos –dijo–, si existe un camarero número quince, ése debe ser el ladrón. Todo el mundo a cubrir las salidas para impedirle la fuga. Las veinticuatro perlas del club merecen que nos molestemos un poco.

Míster Audley vaciló, al pensar si sería propio de caballeros el darse prisa aun en semejante circunstancia; pero al ver que el duque se lanzaba por las escaleras con un ardor juvenil le siguió, aunque con una decisión propia de sus muchos años.

En aquel instante, un sexto camarero entró a decir que acababa de encontrar el montón de platos en un aparador, pero sin la menor huella de los valiosos cubiertos.

La multitud de huéspedes y criados que desbordaba sin concierto los pasillos se dividió en dos grupos. La mayoría de los «Pescadores» siguieron al dueño del hotel, con el fin de comprobar si alguien había salido. El coronel Pound, con el presidente, el vicepresidente y uno o dos más, se dirigieron al corredor, en dirección a las dependencias del servicio, por parecerles un camino más apto para la fuga. Y al pasar junto a la salida o pequeña estancia que servía como vestuario, vieron una figura de hombre pequeño, vestido de negro –al parecer otro criado–, que estaba perdida en la sombra.

–¡Hola! ¡Escúcheme! –llamó el duque–. ¿Ha visto usted pasar a alguien?El hombrecito no contestó directamente, pero dijo:–Caballeros, tal vez yo haya encontrado lo que están buscando.Todos se detuvieron, asombrados, y aquel personaje se dirigió tranquilamente al interior del

vestuario, para volver con las manos llenas de los refulgentes cubiertos de plata. Su preciada carga la depositó sobre el mostrador con la tranquilidad de un joyero. Y entonces todos pudieron comprobar que allí se encontraban las dos docenas de piezas de elegantísimas formas...

–Usted..., usted... –balbuceó el coronel, perdiendo por primera vez el aplomo.Luego se asomó al cuartito para observar mejor el tesoro. Esto le permitía descubrir dos cosas: la

primera, que el hombrecillo vestido de negro llevaba un traje clerical, y la segunda, que el cristal de la ventana del fondo estaba roto, como si alguien lo hubiese utilizado para escapar.

–Son objetos de mucho valor para depositarlos en un vestuario, ¿no les parece? –observó el padre Brown con plácido comedimiento.

–Usted... ¿Usted ha robado los cubiertos?–tartamudeó míster Audley con ojos relampagueantes.–De ser así –dijo el clérigo en tono burlón–, al menos ya los he devuelto.–Pero no fue usted... –dijo el coronel Pound, sin quitar los ojos del cristal roto.–Para hablar claro de una vez –contestó el curita humorísticamente– no he sido yo.Y con afectada gravedad se sentó en un taburete que tenía al lado.–En todo caso, usted sabe quién fue –advirtió el coronel.–Su verdadero nombre lo ignoro –continuó el otro plácidamente–; sin embargo, algo conozco de

su fuerza para el combate y de sus problemas espirituales. Me formé idea de la primera, cuando trató de estrangularme, y de lo segundo, en el momento en que se arrepintió.

–¡Hombre! ¿Conque se arrepintió? –gritó el joven Chester con un alarde de risa.El padre Brown se puso en pie y se llevó las manos a la espalda.–Muy extraño, ¿verdad? –preguntó–. ¿Es muy raro que un vagabundo aventurero se arrepienta

cuando tantos que viven en la seguridad y la riqueza continúan su existencia frívola, estéril para el Señor y para los hombres? Pero aquí, si me permite, le advertiré que usted se ha atrevido a invadir mi recinto. Sin duda cree que la verdad de la penitencia tiene poco que ver con esos cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Pescadores Legítimos», y ahí se encuentra ya su servicio para el pescado. En cuanto a mí, Dios sólo me hizo pescador de hombres.

–¿Ha ocultado usted a un delincuente? –preguntó el coronel arrugando el ceño.El padre Brown le miró a la cara abiertamente.–Sí –contestó–. Yo lo he pescado con un anzuelo invisible y con hilo que nadie ve, y que resulta

lo bastante largo para permitirle errar por los términos del mundo, sin que por eso se libere.Se produjo un largo silencio. Los presentes se alejaron para llevar a sus compañeros de club la

plata recobrada o consultar el suceso con el propietario. Pero el coronel de la cara gesticulante se sentó en el mostrador, dejando colgar sus piernas y mordiéndose los bigotes.

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Y al fin dijo con mucha calma:–Ese hombre debe ser muy inteligente, pero yo creo conocer a otro que lo es más todavía.–En efecto, ese hombre es bastante inteligente –contestó el cura–, pero el otro, ¿quién puede ser?–Es usted –dijo el coronel sonriendo–. Yo no tengo especial empeño en ver al ladrón

encarcelado. Haga usted con él lo que guste. Pero de buena gana daría yo muchos tenedores de plata por saber cómo logró conseguir esta hazaña, y de qué manera se sirvió para que soltara lo robado. Me está resultando usted más listo que el mismo demonio.

El padre Brown supo saborear el candor algo saturnino del militar.–Bueno –contestó sonriendo–. Yo no le puedo decir a usted todo lo que sé, porque forma parte

del secreto de confesión, sobre la persona y los hechos de ese sujeto; sin embargo, no tengo razones para ocultarle lo que pude descubrir por mi propia cuenta.

Y diciendo esto, saltó con agilidad sobre el mostrador y se sentó junto al coronel Pound, moviendo sus piernecitas como un niño. En seguida comenzó su historia con tanta naturalidad como si narrara cuentos a un viejo amigo, junto a la hoguera de Navidad.

–Vera usted, coronel. Estaba yo encerrado en ese gabinete, escribiendo, cuando oí unas pisadas por el corredor, tan misteriosas que parecían la danza de la muerte. Primero, unos pasitos rápidos y llamativos, como de un hombre que anda en puntillas; después, un caminar lento, descuidado, crujiente, propio de alguien que pasea fumando un cigarrillo. Pero todo surgía de los mismos pies, yo lo hubiese jurado, y se alternaba: primero a la carrera, luego al paso y de nuevo con celeridad... Me llamó la atención, y al fin sentí una gran inquietud, por el hecho de que un mismo individuo caminase de maneras tan distintas. Esta forma de comportarse no me resultaba desconocida... pertenecía a alguien como usted, coronel, el andar de un caballero bien nacido que hace tiempo a la espera de alguna cosa y que se desplaza de aquí para allá, más empujado por la impaciencia que por su vitalidad. La carrerita tampoco me resultaba del todo desconocida; sin embargo, me costaba precisar qué ideas podían corresponderle... ¿A qué extraña criatura había yo encontrado en mis andanzas que se moviera de esa manera; casi en puntillas y muy deprisa? Después me pareció escuchar un ruido de platos, y la respuesta a mis interrogaciones me resultó tan clara como la de San Pedro: aquél era el caminar apresurado de un criado, que se desplaza con el cuerpo echado hacia delante y la mirada baja, en puntillas, con la cola del frac y una servilleta. Medité un poco. Y creí poder descubrir o representarme el delito tan claramente como si yo mismo lo fuese a cometer.

El coronel Pound le miró con desconfianza, pero los mansos ojos grises del cura contemplaban el cielo raso con la mayor inocencia.

–Un delito –continuó lentamente– es como cualquier otra obra de arte. No se extrañe usted de lo que le digo: los crímenes y robos son las únicas obras de arte que salen de los talleres infernales. Pero toda realización de esta clase, ya sea celestial o diabólica, requiere un elemento indispensable, que es la simplicidad esencial, aun cuando el procedimiento pueda resultar complicado. Así, en el Hamlet, por ejemplo, los elementos grotescos: el sepulturero, las flores de la doncella loca, la fantástica elegancia de Osric, la lividez del espectro, el cráneo verdoso, todo ello es como un remolino de extravagancia en torno de la sencilla figura de un hombre vestido de negro. Bien, pues aquí también –añadió dejándose resbalar suavemente del asiento con una sonrisa–, se trata de la sencilla tragedia de un individuo vestido de negro. En efecto –prosiguió ante el asombro del coronel–, todo este enredo gira alrededor de un frac. Lo mismo que sucede en el Hamlet, surgen los aspectos ridículos, que en este caso lo son usted y los demás miembros del club. Hay un camarero que, a pesar de estar muerto, se presenta a servir la cena. Interviene una mano invisible que roba la platería de la mesa y, luego, la oculta. Pero todo delito inteligente se basa en un hecho simple, poco misterioso por sí mismo. Y la mixtificación ulterior no tiene más fin que encubrirlo, desviarlo del pensamiento de las víctimas. Este delito sutil, generoso y que, en otras circunstancias, hubiera resultado muy provechoso, se basa en la circunstancia sencillísima de que el frac de un caballero es igual al frac de un camarero. Y todo lo demás fue ejecución y representación, aunque, debemos reconocerlo, de lo más refinado.

–Alto –dijo el coronel, poniéndose en pie y contemplando siempre con el ceño fruncido sus relucientes botas–, no sé si he entendido bien.

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–Coronel –afirmó el padre Brown–, le aseguro a usted que ese arcángel de impudor que robó los cubiertos anduvo de aquí para allá por este corredor y a plena luz, lo menos unas veinte veces, y ante los ojos de todo aquel que se le puso delante. No se ocultó en los rincones, donde la sospecha pudo ir a buscarle, sino que anduvo paseando por los lugares más iluminados, y dondequiera que se le sorprendiese parecía estar en su derecho de encontrarse allí. No me pregunte usted cómo era. Seis o siete veces le habrá usted visto, sin duda. Todos «Los Doce Pescadores Legítimos» se hallaban en el vestíbulo, que se encuentra entre este corredor y la terraza, ¿no es cierto? Pues bien, cuando nuestro hombre se aproximaba a usted, iba con la ligereza de un criado, la cabeza baja, columpiando la servilleta y con pasos presurosos. Entraba a la terraza, realizaba algo sobre el mantel, volvía de nuevo a la oficina y a las otras dependencias de la servidumbre, y cuando caía bajo la mirada del administrador o de los demás servidores, ya era otro. Se había transformado en todas y cada una de las pulgadas que mide su cuerpo, y hasta en sus ademanes y gestos instintivos. Y pasaba entre los camareros con la misma insolencia divagadora que los criados están acostumbrados a ver en los amos. Para los que sirven no es cosa nueva que los elegantes de los banquetes se pongan a pasear por toda la casa como un animal del jardín zoológico: nada es de mejor gusto y ofrece una superior distinción que el moverse por donde a uno le da la gana. Cuando se sentía aburrido de moverse por este lado, se marchaba a otra zona y volvía a cruzar de nuevo ante el cuartito donde yo me encontraba encerrado. Y al superar la sombra de ese arco, se metamorfoseaba como por un toque de magia y otra vez llegaba con su trotecito menudo a donde se encontraban los «Pescadores», convertido en un criado solícito. Naturalmente, los señores no reparaban en él. ¿Y qué podían sospechar los camareros de aquel distinguido señor que paseaba de aquí para allá? Una o dos veces se dio el lujo de extremar su juego con la mayor serenidad; en el despacho del propietario, por ejemplo, se asomó a pedir muy atrevidamente una botella de agua de soda, diciendo que tenía sed. Y añadió, humorísticamente, que el mismo se la llevaría, y lo hizo en efecto, porque la terminó entregando a uno de ustedes con la mayor corrección y atrevimiento, convertido de esta manera en un verdadero camarero que cumple la orden de un huésped. Claro que esto no podía durar mucho, pero era innecesario que se prolongara más allá del momento en que se llevara el pescado a la mesa –continuó–. Su peor situación la sufrió cuando tuvo que alinearse junto a los demás camareros, al entrar los caballeros en la terraza. Pero aun entonces se las arregló para quedar en el ángulo de la pared, donde los criados pudieran figurarse que era uno de los huéspedes. Y lo demás lo realizó sin la menor dificultad. Todo camarero que se fue encontrando con él, lejos de la mesa, le tomó por un perezoso aristócrata. Y no tuvo más trabajo que acercarse a la mesa dos minutos antes de que acabaran de comer el pescado, donde se transformó en un activo servidor al retirar todos los platos. Luego los arrinconó en cualquier aparador y se llenó los bolsillos con los cubiertos de plata, de tal manera que su traje formaba unos bultos. Por último, escapó como una liebre (yo le escuché cuando se aproximaba a este vestuario). Aquí se convirtió nuevamente en un plutócrata a quien acaban de llamar para algún asunto urgente. Y con dar su ficha al empleado del vestuario, pudo haber escapado tan elegantemente como se había venido escurriendo por el edificio... Sólo que... dio la picara casualidad de que, en aquel instante, el empleado del vestuario era yo.

–¿Y qué hizo usted? –preguntó el coronel con sobreexcitado interés–. ¿Puedo saber lo que le dijo?

–Pido a usted mil perdones –contestó el sacerdote, imperturbable–, pero en ese punto acaba mi historia.

–Y es donde empieza lo más interesante –murmuró Pound–. Porque creo haber entendido los manejos profesionales de ese sujeto; pero los de usted, francamente, no llego a asimilarlos.

–Tengo que marcharme –dijo el padre Brown.Y juntos se dirigieron por el pasillo hasta el vestíbulo, donde se encontraron con la cara fresca y

pecosa del duque de Chester, que ruidosamente venía hacia ellos.–Acompáñeme usted, coronel –gritó jadeante–. Le he buscado por todas partes. La cena se ha

reanudado ya a toda prisa y el viejo Audley ha pronunciado un discurso en honor de la recuperación

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de los cubiertos. Hay que inventar alguna nueva ceremonia para conmemorar el caso. ¿No le parece a usted? ¿Qué se le ocurre?

–¡Cómo! –exclamó Pound contemplándole con cierta sardónica aprobación–. Pues yo he decidido que, en adelante, nos presentemos siempre aquí con un frac verde, en lugar del negro. Porque nunca sabe uno a lo que se expone por parecerse tanto a los camareros.

–¡Calle usted! ¡Un caballero nunca se parece a un vulgar criado!–Ni un criado a un caballero, ¿no es cierto? –dijo el coronel Pound con una creciente ola de

risa–. ¿Sabe su paternidad que su amigo ha de ser todo un elegante para haber podido pasar por caballero?

El padre Brown se abotonó su humilde abrigo hasta el cuello, porque la noche era tormentosa, y cogió un pobre y viejo paraguas.

–Sí –admitió–. Representar el papel de un caballero debe ser una tarea muy ardua; sin embargo, ya ve usted, yo he creído a veces que es igualmente difícil hacer de criado.

Y diciendo «buenas noches», empujó las pesadas puertas de aquel palacio de los placeres mundanos. Las maderas de caro roble se cerraron tras de él, y se echó a anclar a toda prisa por esas calles húmedas y oscuras, en busca del autobús cuyos viajes sólo costaban un penique.

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LLAA CAÍDACAÍDA DEDE MISTERMISTER R READEREADER

EDGAR WALLACE

Edgar Wallace nació en Londres en 1875. Desde sus primeros escritos buscó el contacto con el público, sin importarle que se le tachara de «popular». Llegó a crear 175 novelas, unos 15 dramas teatrales e infinidad de relatos cortos, además de un gran número de artículos y reportajes. Donde más fama adquirió fue en la creación de argumentos policiacos, como la serie de Los cuatro hombres justos. Muchas de sus obras fueron best-sellers, como El círculo carmesí y La pista del alfiler. Entre los personajes que dio forma, hemos de resaltar al detective Reader, al que en ocasiones llamo «El Conferenciante», como en el relato que presentamos a continuación, el cual constituye el último de la saga.

Al ser Wallace un autor con tanto éxito, Hollywood le contrato para escribir, al mismo tiempo que adaptaba algunas de sus novelas. Pertenece a este autor inglés el argumento de la primera película de King Kong, la cual supone todo un acierto al utilizar el mito de la «bella y la bestia», en este caso por medio de un gigantesco gorila capturado en una isla del Pacífico. Edgar Wallace murió en Hollywood en 1932.

«El Conferenciante» era un sujeto de costumbres modestas y nada amigo de lo original. El hecho de que poseyera un aparato de radio se debía a que se lo regaló alguien que le estaba agradecido, ya que de otra forma jamás se habría decidido a comprar uno por mucho que se lo elogiaran. Lo dejó en la habitación de su casa, sin ponerlo en funcionamiento a lo largo de unos seis meses y, cuando quiso hacerlo sonar, pudo descubrir que se habían gastado sus baterías. Después, llegó a esperar otro medio año hasta que se decidió a enviarlo al taller.

No le agradaban los programas de música, especialmente si ésta era clásica, ya que le gustaban más los de entrevistas, conferencias y diálogos, debido a que le agradaba escuchar sin verse obligado a dar una respuesta. Esto no impedía que, en ocasiones, se entretuviera oyendo a las orquestas de baile, al haber comprobado que por el hecho de transmitirlas desde locales abiertos al público, si agudizaba bien el oído, lo que en él constituía un don especial, podía llegar a escuchar algunas frases aisladas, que se «colaban» en la emisión como a hurtadillas.

En cierto momento llegó a oír la voz de un hombre, que parecía agotado, hablando de sus asuntos económicos, con tal nitidez como si estuviera delante del micrófono:

–...considero que la contabilidad retrasada jamás debe archivarse. Recuerdo que recibimos un escrito suyo en Glasgow...

Luego siguieron unos sonidos difíciles de clasificar, hasta que percibió unas carcajadas femeninas, a las que siguieron estas expresiones:

–...casualmente hoy me he encontrado con él en la calle. Aproveché la ocasión para recordarle: ¡Escuche, espero que no se haya olvidado de la deuda que tiene conmigo...! Debe considerar que mi memoria es asombrosa. Sólo lo tuve a usted una vez delante, ¡y de esto hace cinco años!... Ya le dije que era necesario demostrar que se pertenecía a un servicio de ventas para que pudiéramos venderle el arsénico que nos solicitaba..

«El Conferenciante» tenía una fe absoluta en la ley de las casualidades, por este motivo no le sorprendió encontrarse con el término «arsénico» en uno de los primeros informes que le llegó del comisario de Wessex, en los que se trataba «el caso Fainer».

Estos papeles fueron remitidos a Scotland Yard con algunos días de retraso, en el momento que mistress Fainer ya llevaba bastante tiempo en prisión aguardando a que se iniciara la causa criminal. «El Conferenciante» dedicó a la misiva el tiempo conveniente, sin abandonar su tranquilidad acostumbrada.

«No puedo asegurar que esta mujer deba ser considerada culpable (escribía el comisario de policía que, junto al hecho de ser un excelente amigo del “Conferenciante”, se le consideraba el más sagaz entre todos los que desempeñaban un cargo parecido al suyo). Debo reconocer que mis hombres no se han comportado, en esta investigación, de la forma que se hubiera esperado de

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ellos. Supuso una torpeza retrasar la solicitud de ayuda de Scotland Yard, ya que debimos requerirla nada más abrirse el caso. Como supongo que aún disponemos de tiempo, le estaría agradecido a usted que nos hiciera una visita con el propósito de resolver algunas cuestiones bastante complicadas.»

Nada más pedir opinión a su jefe, mister Reader, «el Conferenciante», cogió el tren con dirección a Burntown, en cuya estación le esperaba su amigo, el comisario.

–El juicio dará comienzo dentro de una semana. No creo que consigamos más pruebas. La verdad es que contamos con las suficientes para colgar a esa desdichada –informó–. Por cierto, es una mujer muy bonita... Una belleza de gran valía que se casó con un semi-invalido protestón, que se pasaba todo el día y toda la noche lamentándose... ¡Cuando conocí los detalles de un matrimonio tan desigual, llegué a la conclusión, disculpe mi sinceridad, de que ella hizo bien al librarse de ese pelmazo, aunque lo realizara de una forma tan drástica!

Por cierto, el muerto se apellidaba Fainer y se dedicó muy poco tiempo al comercio, aunque le resultaron tan provechosos los negocios que pudo retirarse a los treinta años con una pequeña fortuna. Y unos diez años más tarde se casó con la misma joven que en aquellos momentos se hallaba encarcelada. Si hemos de ser sinceros, para ésta la vida conyugal no resultó nada agradable, aunque la pudo ir soportando resignadamente. Al parecer había establecido una gran amistad con varios hombres, uno de los cuales era mister Alejandro Brait, representante-vendedor de algunos fabricantes de loza y de bisutería, ocupación que alternaba con la de agente comercial.

Mister Brait se había sabido labrar un cierto prestigio en Burntown. Se le consideraba uno de los creadores de la Junta local para la tutoría de los menores con problemas, solía ser invitado a dar conferencias, formaba parte del coro de la iglesia y, por lo general, era tenido por uno de los individuos más educados y caritativos de la región.

–Fainer tenía todos los motivos para confiar en Brait ciegamente, si nos atenemos al historial de este último –dijo el comisario–. Si a ello unimos que el amigo del matrimonio es abierto, posee sentido del humor y sabe hablar de tal manera que les gentes olvidan sus preocupaciones al escucharle, tampoco ha de extrañarnos que llegara a intimar con la acusada. Lo desagradable para él va a ser tener que cumplir el papel de testigo de cargo, ya que lo va a presentar el fiscal.

–¿Por que se le ha elegido? ¿Acaso presenció cómo la detenida envenenó a su marido? –preguntó «El Conferenciante».

El jefe de policía asintió con la cabeza, ante la sorpresa de su interlocutor y, después, expuso las razones:

–No hay duda de que el veneno fue administrado a la hora del té. En la salita se encontraban mister Fainer, su mujer y Brait. Y éste pudo ver cómo ella servía a su marido unas pastas, además de la bebida tradicional. Como a la mañana siguiente mister Fainer apareció muerto y, días más tarde, el dictamen del forense rebeló que se había utilizado arsénico, Brait recordó que su amiga un día, que los dos se encontraron en la calle, le hizo el insólito encargo de que le proporcionase un poco de arsénico, aunque tuviese que comprarlo en una farmacia. El infeliz se quedó sin palabras y, después de pedir disculpas, recordó que el arsénico sólo se podía obtener dejando los datos personales y la firma en el libro de registro de la farmacia. También estaría obligado a informar sobre la utilidad que se le iba a dar al veneno. La señora se mostró algo aturdida al escuchar todas esas prevenciones y, finalmente, prefirió anular el encargo. Horas más tarde, los dos se volvieron a ver durante la hora del té, sin que ella abordase un tema tan peligroso.

–¿Han podido descubrir algún resto de arsénico en la casa? –inquirió «El Conferenciante».El comisario movió la cabeza en un gesto de negación.–No encontramos nada en los diferentes registros, aunque dejamos todas las habitaciones patas

arriba. También desconocemos dónde pudo conseguirlo. Como es lógico, ella rechaza las acusaciones de que envenenó a su marido. Reconoce que habló con Brait en la calle, en las proximidades de Broadway, aunque desmiente que trataran sobre la compra de arsénico. Lo singular es que a Brait no le ha causado asombro esta negativa a su confesión, tal vez porque es un

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hombre de mentalidad abierta y comprende que la infortunada debe mentir para evitar que se la condene.

–¿Sabe usted el tiempo que Brait lleva viviendo en esta ciudad?–Verá... Creo que unos cinco años. Ya le he contado que disfruta de un gran prestigio...–¿Se conoce si esa mujer tenía algún lío amoroso? –le interrumpió «el Conferenciante».–¿¡Pero qué dice!? ¡No, de ninguna manera! ¡Qué cosas piensan ustedes las gentes de Londres!

Como aquí no somos puritanos, llevamos nuestra investigación por ese terreno. Esto nos ha permitido comprobar que la acusada mantuvo siempre una existencia intachable.

Mister Reader movió la cucharilla en el interior de la taza de té manteniendo una actitud reflexiva.

–Creo que mi deber, desde este momento –dijo al fin–, es entregarme a averiguar dónde pudo conseguir esa mujer el arsénico.

En el momento que volvió a la City en tren, tuvo muy en cuenta que siempre le importaba mucho la ley de las casualidades. Por eso su primer destino fue el hotel, donde la noche anterior había actuado la orquesta elegida por la emisora de radio, en cuya transmisión pudo escuchar las conversaciones sueltas. En seguida se vio atendido por el maître, que era un viejo amigo suyo.

–Así que usted oyó hablar de arsénico... Permítame que piense... Es posible que fuera mister Langfort, un empresario de Glasgow. Creo que tiene allí una fábrica de productos químicos. Se encontraba entre los invitados, y esta misma mañana piensa regresar en tren a su ciudad. ¿Desea telefonearle?

«El Conferenciante» debió esperar unos cinco minutos mientras era localizado mister Langfort. Por último le indicaron la cabina telefónica, desde la que pudo hablar con el empresario. Por cierto éste se encontraba preparando las maletas. Y desde el primer momento que comenzó a hablar, supo mister Reader que volvía a oír la misma voz de la emisión de radio. En seguida expuso el motivo de su llamada.

–¡No me diga, vaya coincidencia! –exclamó mister Langfort con un tono marcadamente escocés–. ¡Así que me escuchó usted por la radio! Mi mujer se va a divertir mucho cuando se lo cuente. Sí, tiene usted razón, hablé de arsénico... Ahora debo hacerle un ruego: por favor, no cuente a nadie que yo estaba acompañado por una señora...

Como es lógico, «el Conferenciante» compuso una mueca de complicidad y, luego, prometió guardar el secreto.

–Me estoy refiriendo a un hombre con el que me tropecé ayer en una de las calles del centro –siguió diciendo el empresario–. Es un viajante de comercio o un agente de compra y venta de una empresa famosa. Recuerdo que le conocí en Glasgow, aunque sólo nos tratamos en una sola ocasión. Nos vimos ayer por casualidad... Ahora que recuerdo, me compró una libra de arsénico. Su nombre era... Espere que me venga a la memoria... Sí, se llamaba Grinnet. Me contó que tenía una oficina abierta en Bristol. Sin embargo, nunca nos pagó el arsénico, lo que supuso un hecho excepcional... Creo que por eso le reconocí, a pesar de los años transcurridos...

–¿Consiguió usted que saldara la vieja deuda?–¡Claro que sí, menudo soy yo para los negocios! –casi gritó mister Langfort, con un tono

victorioso.Mister Reader no dejó de anotar las declaraciones del empresario. Horas después, mientras se

encontraba cenando con su jefe en la policía, no dudó en hacerle una petición.–Claro que se lo autorizo –afirmó el comisario–. Vaya usted a la prisión todas las veces que

quiera. Con el simple hecho de mencionar mi nombre, le permitirán la entrada. Es posible que la acusada no quiera hablar de su tragedia, aunque usted ha conseguido grandes resultados en este terreno. Confiemos que de nuevo haga valer su facilidad de palabra y su gran poder de convicción.

A la mañana siguiente, exactamente a las nueve, «el Conferenciante» llegó a la cárcel de Wilsey, donde fue conducido a la sección de mujeres. Allí debió esperar en una sala reservada para las visitas de los abogados. Pocos minutos más tarde, la puerta fue abierta para que entrase una joven pálida, de ademanes desconfiados, aunque se podía apreciar en su figura una innata distinción y una

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gran nobleza. Por otra parte, su belleza era de las que nunca pasan desapercibidas, aunque vistiera el uniforme de las presas y no llevase maquillaje.

–Buenos días, mistress Fainer. Soy el inspector Reader, de Scotland Yard, donde desempeño las funciones de «el Conferenciante» –se presentó cordialmente–. Desearía mantener una pequeña conversación con usted.

Ella bajó la cabeza, cerró los ojos y movió la cabeza con aire de cansancio. Seguidamente, susurró:

–No voy a contarle a usted nada que haya dejado de quedar reflejado en los continuos interrogatorios a los que he sido sometida...

«El Conferenciante» caminó unos pasos, se colocó al otro lado de la mesa y se sentó junto a la joven acusada. En seguida hizo una seña al vigilante, para indicarle que debía alejarse hasta el extremo más apartado de ellos.

–Sólo pretendo averiguar un asunto... –inició la conversación.–¿Va a preguntarme usted de dónde obtuve el arsénico? –intuyó ella–. Yo no lo eché en las

pastas que comió mi esposo. También ignoro dónde pudo ser adquirido. Me agota tanto repetir siempre las mismas cosas, ya que tengo la sensación de que nadie me cree... Como le pasará a usted, ¿o me equivoco?

–Dentro de una semana usted se verá ante un tribunal. ¿Sigue manteniendo lo que declaró en relación a la conversación que sostuvo con mister Brait sobre el veneno?

Ante esta pregunta mistress Fainer levantó la cabeza y miró al «Conferenciante» con cierta agresividad.

–Nunca hablé con mister Brait de arsénico ni de ningún otro veneno. Pienso jurarlo ante los jueces, a pesar de estar convencida de que no seré creída.

–¿Por qué dice usted que ese hombre miente si presume de haber sido amigo de usted? –preguntó Reader.

La mujer volvió a agachar la cabeza y encogió el cuerpo.–Lo desconozco por completo –replicó con una voz apenas audible.«El Conferenciante» se hallaba provisto de una intuición excepcional, por eso entendió que ella

estaba ocultando un gran secreto.–¿Llegó usted a intimar mucho con mister Brait?–¡No..., y mucho menos si se refiere a algo inmoral! –dijo ella, aunque las afirmaciones se vieran

rodeadas de una cierta vacilación–. Nuestra amistad fue superficial...–¿Le confesó en alguna ocasión que se había enamorado de usted?De repente, ella levantó la cabeza y miró a su interlocutor con ojos asustados.–¿Quién ha podido contarle eso...? Sí, lo hizo... ¿Esto qué cambia las cosas?–No lo sé, por el momento... ¿Cómo podría describirme a mister Brait?La detenida le observó con una mirada cargada de asombro.–¿Tengo que contárselo a usted? ¿Es que nunca le ha tenido delante?–Sólo le ha visto el comisario, mi jefe. Quizá usted no me crea, mistress Fainer, pero el motivo

que me ha traído aquí es brindarle todo el apoyo posible. Quiero ayudarla, sin intentar sonsacarle algo que pueda comprometerla.

La mujer le siguió mirando atentamente, dando idea de que iban desapareciendo sus temores.–Confío en usted –admitió al fin–. En esta prisión se habla del «Conferenciante» como de

alguien que no parece policía, aunque lo sea. –Expuso muy despacio, al mismo tiempo que le desaparecía la palidez del rostro para dar forma a una ligera sonrisa–. Creo que conmigo usted está hablando más de lo que tiene por costumbre, ya que mis compañeras le consideran muy lacónico.

Esta valoración de su propia persona dejó al inspector Reader completamente desarmado. Hasta se ruborizó. Sin embargo, tardó poco en recuperarse.

–Me parece que sus compañeras me conocen muy bien –admitió–. Y dejando a un lado lo que se opine de mí, ¿quiere contarme lo que conozca sobre mister Brait?

La mujer tenía poco que decir. Se limitó a comentar que mister Brait se había insinuado en dos o tres momentos, llegando a escribirle varias cartas apasionadas.

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«El Conferenciante» obtuvo la sensación de que ella dejaba algo oculto, acaso porque el asedio amoroso al que se vio sometida le resultó muy desagradable. Y en lo que concernía a las misivas...

–¿Guarda usted algunas de las cartas? –preguntó.La joven vaciló de nuevo antes de responder:–Las conservaba todas... Lo hice a pesar de lo mucho que me comprometían... Creo que intuí que

iba a suceder algo como esta tragedia que me rodea... ¿Me entiende usted? ¡Debo advertirle que mi esposo había entregado su confianza a mister Brait de una forma total, ya que le consideraba como una especie de hermano consejero! Una mañana me llevé un susto tremendo, debido a que yo había guardado las cartas en un cofrecito, que siempre me cuidaba de cerrar con llave. Es posible que aquel día me olvidase de cerrarlo, o mi marido supiera dónde guardaba yo la llave... Pero me cuesta entender por qué lo abriría, si él sabe que yo allí nada más que guardaba papel de cartas y sobres sin importancia...

–¿Le habló usted a su esposo de esas misivas de mister Brait?Mistress Fainer volvió a componer un gesto de negación.–Es posible que lo abriera alguna de sus doncellas –pensó el inspector de Scotland Yard en voz

alta–. ¿Tiene la completa seguridad de que las robaron porque siempre las mantuvo dentro del cofre?

–Totalmente. Me parece que ahora el cofre lo tiene la policía.–¿Puede describirme a ese Brait? –pregunto «El Conferenciante».–Mientras le consideré un amigo me resultó simpático. Luego comenzó a tomarse ciertos

atrevimientos... Claro que debe considerarse normal que un hombre se enamore de una mujer, por lo que no tendría que reprochárselo... Aunque no creo que lo suyo fuese un amor auténtico... Cualquier mujer diría que Brait es atractivo, tiene el pelo rubio y los ojos azueles. Usted mismo lo podrá comprobar.

–Pienso entrevistarme con él esta misma noche –dijo Reader, al mismo tiempo que se incorporaba–. Me parece que ya no voy a hacerle más preguntas. Sólo me preocupa ese cofre... ¿Disponía de una cerradura normal?

La mujer compuso otro gesto de negación y, después, añadió:–No, lo que hace más extraño todo. Contaba con una cerradura «Yale» bastante complicada de

abrir. Fue uno de los regalos de boda que me hicieron mis familiares. Me gustaba guardar en el cofre distintas cosas, además de las cartas. Hasta que éstas me fueron robadas.

–¿Qué le había llevado a guardar como si fueran algo secreto el papel de carta y los sobres? –inquirió «El Conferenciante».

La acusada de envenenar a su esposo se ruborizó de una forma exagerada.–A mi marido no le gustaba verme escribiendo cartas –confesó con la cabeza baja–. Lo

consideraba un gasto absurdo. En su obsesión por quitarme la costumbre de escribir, llegaba a contar el papel y los sobre que había en mi mesa. Y si comprobaba que faltaba algo, se atrevía a exigirme explicaciones. Resulta absurdo, ¿no es cierto? Debido a esa obsesión suya, tuve que adquirir papel y sobres a escondidas. Es posible que mi marido tuviese celos de mis viejas amistades, por lo que se empeñaba en que perdiese esos contactos. Algo que no consiguió, porque yo nunca he dejado de cartearme con mis compañeras de colegio. A usted mismo le resultaría muy fácil comprobar que no le miento.

–En sus declaraciones a la policía no constan las insinuaciones amorosas de mister Brait. ¿Por qué las silenció?

La bonita viuda acusó un ligero temblor.–¿Me habría sido de alguna utilidad? –preguntó.En el momento que «el Conferenciante» abandonó la cárcel se sentía distinto. Había defendido a

muchos acusados de homicidios; sin embargo, jamás llegó a sentirse tan convencido de la inocencia de cualquiera de ellos como en este caso.

Por la noche se entrevistó con mister Brait, al que no dudó en contarle todo lo que había hablado con mistress Fainer. Aquel hombre le escuchó con atención, sin borrar de su rostro una leve expresión de tristeza.

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–¡Cuantas veces he lamentado que los dos nos encontrásemos en aquella calle! –exclamó con los ojos brillantes–. He de reprochárselo a la casualidad, porque yo nunca seguía esa ruta. Cambié el rumbo y fui a terminar encontrándome, sorprendentemente, con la infortunada junto a una farmacia. Estimo mucho a esa desgraciada señora.

–¿Qué importancia concede a la palabra «estimo» al referirse a la acusada? ¿Es cierto que se siente enamorado de ella? –inquirió el inspector Reader, queriendo coger el toro por los cuernos.

Mister Brait se puso tan colorado como un chiquillo descubierto en una falta.–¿Le he dado yo motivo para que me formule esa pregunta? –dijo con un tono orgulloso–. La

estimo, sencillamente. Mistress Fainer exagera al hablar de que yo me insinué amorosamente... Siempre me ha parecido una mujer agradable. Pero su marido era mi mejor amigo... Nunca le hubiese traicionado, ni siquiera con el pensamiento... Debe creerme...

–¿Le ha escrito usted alguna carta?–¿Es lo que le contado ella? –quiso saber aquel hombre, a la vez que formaba una sonrisita

irónica–. En efecto, sería inútil que lo negase. Pero nada más que fueron unas breves esquelas, como unos billetitos para anunciarle que me disponía a visitarles para jugar a las cartas con su marido. Nada íntimo... ¿Se atreverá usted a acusarme de que llegué a proponerle algo deshonesto?

–Yo no me atrevo a otra cosa que a contar lo que mistress Fainer me dijo. Tenga en cuenta que lo nuestro es un interrogatorio policial –recordó «el Conferenciante», sin poder evitar que sus palabras adquiriesen un sonido algo brusco.

La entrevista se estaba realizando en la oficina de uno de los comisarios de Scotland Yard casi en la medianoche. Y nada mas que Brait hubo salido, el inspector Reader fue abordado por su superior.

–No me ha parecido correcto el trato que usted ha dado a Brait. Le considero una persona cordial y educada, que sería incapaz de hacer daño a una mosca... ¿Puedo saber lo que opina usted de esa mujer?

–¿Se refiere a mistress Fainer? ¡Me parece una criatura excepcional!El comisario se dijo que esa exclamación en boca de un hombre que ya había cumplido los

cincuenta y dos años resultaba improcedente. Claro que tenía delante a un soltero, que podía haberse dejado impresionar por una mujer demasiado bonita. Una cuestión ésta, por otra parte, bastante impropia en «El Conferenciante», cuya hoja de servicios no mostraba ni un sólo caso de irreflexión.

Al día siguiente, el inspector Reader se hallaba inmerso en sus investigaciones. No tardaron en llegarle los primeros resultados: su joven ayudante apareció con varias noticias muy interesantes:

–Acaban de despedir al chico que trabajaba como ordenanza en el despacho de Brait. He podido hablar con él antes de que terminase de recoger sus cosas, y me dio la impresión de que tiene la cabeza bien aposentada sobre los hombros.

–Sabe que detesto a los jovencitos muy agudos, ya que los prefiero que no intenten destacar en nada –protestó «el Conferenciante».

Sin embargo, la sagacidad de aquel muchacho quedó ampliamente probada cuando apareció, a eso de las diez de la noche, en la casa de mister Reader llevando una agenda consigo. Unas horas más tarde, éste pudo realizar tres visitas a una población cercana, donde telefoneó sin despertar el interés de las operadoras. De esta manera estableció unas conferencias con el pueblo de St. Helens, en Lancashire, mantuvo contacto con el sacerdote de Somerset y, al anochecer, únicamente le quedaba pendiente resolver el enigma del cofre.

–No va a encontrar nada importante en su interior –advirtió el comisario que lo había conservado como prueba–. Su propietaria nos entregó la llave. Sólo contiene unos papeles y algunos sobres.

–Eso se puede considerar material de escritorio, ¿verdad?–Claro que sí –contestó el superior, sin disimular su sorpresa.Unos minutos después, «el Conferenciante» pudo disponer del cofre que tanto le interesaba. Lo

colocó sobre la mesa, lo abrió con cierta impaciencia y...En el interior encontró varias hojas de papel de cartas de distintas tonalidades, además de unos

seis sobres.

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Un puesto en la fronteraUn puesto en la frontera Carter ScottCarter Scott

–¿Por que utilizaba papeles de varios colores y no blancos como es lo habitual? –susurró el inspector Reader.

Extrajo todas las hojas y las extendió ante él, para irlas clasificando de acuerdo a su tamaño.–¿No se da cuenta de lo descolorido que están estos papeles? –preguntó muy extrañado–. Si me

lo permite, jefe, voy a llevármelos a Londres. Pienso volver el domingo. Pero, antes, desearía entrevistarme de nuevo con la acusada.

Este encuentro resultó muy singular, acaso porque no se pareció en nada al primero. De momento, ella entró con paso seguro, la cabeza alta y con una mirada firme. Era fácil advertir que había volcado toda su confianza en «el Conferenciante». Sin embargo, la causa de su comportamiento resultó algo muy diferente a lo que el inspector Reader suponía.

–Estoy resignada a mi destino, a pesar de tener la seguridad de que en usted he hallado al mejor aliado –confesó la bonita joven–. Me encuentro preparada para morir, porque seré condenada.

–¡No diga esas bobadas, mistress Fainer! –protestó «el Conferenciante» bastante disgustado.–Seamos sinceros, mister Reader. Vamos a suponer que, milagrosamente, el jurado llegara a

absolverme. Esto es imposible, pero acaso mi abogado defensor consiguiera mostrarse tan hábil, que terminara demostrando mi inocencia... ¿De qué me valdría a mí? No cuento con medios para sobrevivir. Además, no me libraría de las acusaciones de la sociedad, pues todo el mundo me señalaría con el dedo... Mi marido me desheredó... Como no falleció en el acto, al saber que había sido envenenado, me consideró culpable y, al instante, llamó a su abogado para dictar otro testamento... Como usted imaginará, no me atrae regresar al mundo libre para verme obligada a llevar esa insoportable carga.

–Todo se resolvería si volviera a casarse –refunfuñó el inspector de Scotland Yard sin querer mirarla.

No obstante, ella le observó atentamente, bastante interesada.–¡Es usted una persona muy singular, a pesar de su condición de policía, mister Reader! Ahora

me doy cuenta de que las descripciones que me dieron mis compañeras de prisión no corresponden a la realidad. En ningún momento se ha mostrado lacónico, al menos conmigo, y estoy convencida de que le interesa mucho mi caso.

«El Conferenciante» se vio obligado a dejar la silla, al mismo tiempo que carraspeaba un poco nervioso.

–Voy a confiarle algo, mistress Fainer –dijo–. Ha de acumular un gran valor para afrontar la vida, porque le espera un futuro lleno de esperanzas.

La joven viuda intentó leer en el fondo de aquel rostro que le miraba atentamente.–¿Me está diciendo que me considera inocente?–¡Claro que sí! –afirmó rotundamente el inspector de Scotland Yard–. Estoy convencido... Ahora

hemos sido informados de que una mendiga recogió unos trozos de tela de un basurero, con los que hizo remiendos en los pantalones de su hijo...

Mistress Fainer se quedó alelada, observando al «Conferenciante» como si se hubiera vuelto loco, ya que no entendía nada de lo que acababa de oír.

–Le ruego que me disculpe... Creo que me he dejado llevar por un repentino apasionamiento, al contarle algo sin empezar desde el principio... Ya lo entenderá a su debido tiempo... Ahora debo marcharme... ¡Adiós, y siga confiando en mí, pues soy su amigo!

–Mi único amigo. Hasta pronto, mister Reader.El asunto de la mendiga que había encontrado unas telas en el basurero era uno de los

descubrimientos del joven ayudante del inspector de Scotland Yard. Toda una proeza que merecía un ascenso, cuya solicitud ya se estaba tramitando.

«El Conferenciante» se desplazó a la ciudad de Whitehall, donde permaneció dos días. Volvió a Burntown en el tren de las seis de la mañana. El comisario le aguardaba en uno de los andenes.

–He enviado a dos de mis hombres para que traigan a mister Brait a mi despacho –informó a Reader con una voz poco amistosa.

Parecía estar lamentando haber pedido ayuda a Scotland Yard, debido a que le disgustaba la forma de comportarse del «Conferenciante».

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–Le recomiendo que no vuelva a insultar a ese caballero, al menos delante de mí. Ha sido el testigo que mejor disposición ha mostrado siempre que le hemos solicitado su ayuda. Casi todo lo que conocemos de este caso se lo debemos a él.

–Es posible que deba tratarle con algo de brusquedad –advirtió Reader–. Todo dependerá de su forma de reaccionar ante las nuevas pruebas que hemos obtenido, jefe. Confío en dejarle satisfecho.

–¿Qué me cuenta usted? ¿Ya ha averiguado dónde consiguió la acusada el veneno?«El Conferenciante» hizo un gesto de asentimiento, aunque no quiso contar nada más. Prefirió

encontrarse en la gran oficina que el comisario disponía en el edificio del Ayuntamiento. En el momento que entraron allí, vieron a la pareja de detectives que acompañaba a mister Brait. Éste dejó su silla y avanzó para saludar a Reader efusivamente. Sin embargo, el inspector no prestó ninguna atención a la mano que se le extendía.

–¿Desde cuándo reside usted en esta ciudad, mister Brait? –preguntó secamente, apoyado en la repisa de la chimenea.

–Unos cinco años –contestó el otro, algo extrañado.–¿Puede decirnos dónde vivió usted anteriormente?El interpelado no dudó al responder a la pregunta.–Tengo entendido que ejercía un trabajo como agente comercial, ¿verdad?Mister Brait asintió con una inclinación de cabeza.–¿A que se sintió usted muy sorprendido en el momento que mistress Fainer le pidió que le

comprase el arsénico?–Claro que sí. Me pareció algo tan insólito –contestó aquel personaje, sin darse cuenta de su

contradicción.–¿En alguna ocasión ha comerciado usted con arsénico?–¡Jamás! –replicó Brait fríamente.–¿Podemos creer que nunca se le ocurrió ir a comprar una libra de arsénico a un fabricante de

productos químicos? Le formulo esta pregunta en base a que, el mismo día que mister Fainer notó los primeros síntomas del veneno, usted recibió por correo un paquete certificado. Este envío lo registró usted, en su libro de contabilidad, como un producto químico. Le advierto que yo estoy informado de lo que se elabora en la fabrica de St. Helens que le mandó ese paquete.

Brait aprobó lo que acababa de oír sin acusar ningún tipo de alteración. Nada más que se limitó a decir:

–Sí, perdone que lo hubiese olvidado. Es verdad que adquirí una libra... No, es posible que fuera media libra, como usted ha mencionado... Ahora me cuesta asegurarlo... De lo que me acuerdo es que envié ese paquete, aquel mismo día, a un cliente de Shangai.

–¿Puede citar el nombre de ese cliente?–No tengo tanta memoria... Si me permitieran consultar mis notas...–¿Encontraríamos nosotros en su despacho el resguardo de ese paquete certificado que mandó a

Shangai?Todos pudieron observar que mister Brait dudaba unos segundos.–Me parece que no lo envié por correo certificado –musitó.–¿Cómo pudo cometer ese error? –inquirió «el Conferenciante» agresivamente–. Usted mismo

solicitó que se certificase el paquete que se le mandaba desde St. Helens, que se encuentra aquí mismo... ¿Cree que vamos a aceptar que no hiciera lo mismo al reenviarlo a China?

El interpelado ya se quedó sin palabras, al no saber qué contestar.–¿A qué hora llegó usted a la oficina de correos a depositar ese paquete?–Creo que era la una... –respondió con un hilo de voz, que al ser tan apagado casi obligó a que

todos los presentes adelantaran las cabezas para oírle.–Exactamente diez minutos antes de dejar a mistress Fainer junto a la farmacia. ¿Va a negarnos

que ya lo ocultaba usted en uno de los bolsillos de su chaqueta?El rostro de Brait cambió del rojo escarlata a una palidez de difunto.–Debo recodarle que no estoy obligado a contestar a las preguntas que puedan comprometerme...

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Un puesto en la fronteraUn puesto en la frontera Carter ScottCarter Scott

–¡Seguirá respondiendo a mi interrogatorio, porque se encuentra en una dependencia de la policía! –le interrumpió «el Conferenciante»–. Usted tardó en llegar a las oficinas de Correos, ¿no es cierto?

–Sí... Lo dejé por la noche –afirmó Brait amargamente.–Esto nos permite saber que usted llevaba el arsénico cuando se encontraba en el hogar de los

Fainer tomando el té, ¿verdad? Voy a contarle lo que sucedió entonces... En el momento que usted entró allí, ya se había cuidado de romper el paquete en el interior del bolsillo de la chaqueta... Luego le resultó fácil echar la cantidad suficiente en la bebida y en las pastas... Al día siguiente, se cuidó de quemar la chaqueta con el fin de eliminar las pruebas de su crimen. Sin embargo, la prenda no se consumió del todo... Nada más llegar a la basura, una pobre mujer la encontró, cortó la parte que había quedado intacta y se cuidó de convertirla en unos remiendos para la ropa de su hijo. Lo más singular es que en esa tela quedaban restos de arsénico. ¿Lo ignoraba usted?

El acusado se derrumbó en una silla, aplastado por la contundencia de los argumentos del inspector de Scotland Yard.

–Pero aún queda algo más. Hace unos cinco años adquirió usted arsénico en una fábrica de Glasgow, sin que abonara la factura hasta hace unos pocos días. Fue obligado por el mismo director, después de encontrarse los dos casualmente en la calle. Pues este caballero se ha ofrecido a identificarle. Por aquellas fechas, el veneno le llegó a la ciudad donde residía entonces. Sé que también era el despacho de un agente comercial. ¿Lo envió usted a Shangai como hizo con el segundo?

Brait ya carecía de fuerzas para replicar.–Tres días más tarde falleció su primera esposa... ¿Puede negarlo?En aquel momento el acusado se incorporó, vomitando un alarido de furia.–¿Qué pretende usted imputarme? –balbució–. ¿Cómo iba yo a desear la muerte de Fainer...

cuando era mi mejor amigo?–Porque amaba a su esposa, a la que estaba escribiendo cartas en las que le proponía que se

fugara con usted.–¡Eso tendrá que probarlo mostrando esas cartas!–Puedo hacerlo. Pronto las tendrá ante sus ojos, no se intranquilice... Mistress Fainer había

guardado tres en su cofre. Estaba convencido de que le habían sido robadas, cuando la explicación era un poco más complicada... ¡Usted le escribió las cartas de amor con tinta invisible, que a las pocas horas desaparece; sin embargo, deja el papel descolorido de una forma muy peculiar! ¡El hombre que se sirve de unos medios tan repugnante bien merece la horca! ¡¡Procuren que no escape, caballeros!!

El mismo comisario corrió hasta la puerta, con el propósito de impedir la fuga del acusado. Durante unos instantes, Brait no supo qué hacer y, antes de que «el Conferenciante» pudiera impedirlo, se llevó una mano al bolsillo de su chaqueta... Resplandeció un fogonazo, tronó el estampido de una pistola, y el criminal se desplomó en el suelo con un arma en la diestra...

***El juicio del caso de mistress Fainer por el homicidio de su marido fue uno de los más cortos que

se conocen. Nada más concluir con el veredicto de inocencia, «el Conferenciante» se cuidó de llevar a la viuda a Londres en un coche de dos plazas. Durante todo el recorrido sólo habló en dos ocasiones, a pesar de lo cual no se mostró nada lacónico. Una de las veces fue para detener el vehículo en una curva de la carretera, donde se contemplaba un paisaje espléndido por su belleza, ya que lo componía un verde valle atravesado por un río de aguas tranquilas. Y fue entonces cuando el inspector de Scotland Yard debió hablar más de lo habitual, ya que estaba dispuesto a dejar de ser un soltero empedernido...Actualmente, su esposa, la ex acusada de homicidio, se divierte con frecuencia al recordar el emocionante momento del principio de la «caída de mister Reader».

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Un puesto en la fronteraUn puesto en la frontera Carter ScottCarter Scott

UUNN PUESTOPUESTO ENEN LALA FRONTERAFRONTERA

CARTER SCOTT

Carter Scott nació en Los Ángeles (17 de noviembre de 1941), cerca de Hollywood; sin embargo, la influencia de su abuelo Joseph, que había sido brigadista en la Guerra Civil le invitó a ir a España hacia 1960. Pero el panorama literario de nuestro país no le gusta demasiado, por lo que volvió a su hogar norteamericano, para comenzar a colaborar como guionista para algunas productoras cinematográficas como la «Universal» y la «Metro», aunque pocas veces apareció su nombre en los títulos de crédito. Sus primeras novelas en castellano, idioma que domina a la perfección, las publicó en la editorial Diana de México en 1968: La muerte nunca será tu amiga, Poliface y Riendo y muriendo, entre otras.

En 1976, volvió a España, donde se ha quedado para siempre, al menos es su propósito al haber contraído matrimonio con una sevillana, a cuyo hogar han venido cinco hijos. Escritor de los considerados «todo terreno» ha pasado por el erotismo, el «porno», las novelas del «Oeste» y las de Terror. Algunos de sus mejores relatos los adquirió Ediciones V, pero no fueron publicados al desaparecer por una crisis editorial. Luego este relato, Un puesto en la frontera, es editado por vez primera en España. Confiamos que os guste tanto como a nosotros...

Conviene resaltar que Carter Scott ha escrito, también, el Diccionario Esotérico y varios libros de Enigmas para nuestra Editorial.

El guardia civil Salvador Cortés apuró un sorbo de café y se quedó mirando al horizonte.«Ojalá –se dijo– todos los turistas que acampan junto al lago hicieran siempre un buen café.»–¿Otra tacita, sargento? –preguntó el hombre, y antes de que Cortés pudiera negarse, se volvió

hacia la mujer–. Sírvele de nuevo, Rosa.Anochecía, y muy pronto empezaría a nevar. Cortés ya debería encontrarse en el puesto. Pero no

había ningún asunto urgente como para impacientarse. Los dos turistas, el matrimonio Villegas, eran sin duda unos recién casados: sólo así podía explicarse que hubiesen venido a acampar junto al lago cuando ya las primeras nevadas amenazaban con que se cerraran los caminos.

Terminada la segunda taza, el sargento se puso en pie.–Ya empieza a nevar. Ahora sí que debo irme.La mujer le sonrió.–Ya sabe, cada vez que pase por aquí, de regreso al pueblo, habrá un café esperándole.Ella continuó hablando, pero Cortés no la escuchaba ya. Porque allí, entre los grandes pinos,

había creído ver la silueta furtiva de un hombre.–Perdone, señora –el sargento habló rápidamente, sin mover casi los labios–. Pero alguien nos

espía. No se muevan...El hombre y la mujer se quedaron como congelados, y entonces llegó hasta ellos el claro

chasquido de una rama que se rompía. Cortés no dudó ya. Echando mano a la pistola se sumergió en la espesura.

Agazapado corrió hacia donde viera la figura. Pronto se encontró cerca cuando, entre los árboles, la sombra pareció estallar. Se produjo un repentino fogonazo amarillento y algo dio un golpe seco contra un tronco cercano. El extraño acababa de disparar contra el sargento de la Guardia Civil.

Pero éste no se detuvo. Dio dos saltos más, en rápidos zigzag, y se guareció tras otro árbol. Desde allí le vio.

Era un hombre que iba vestido con impermeable y chambergo, y empuñaba una pesada «45». Parapetado tras un grueso tronco, miraba ansiosamente hacia delante. Cortés le había despistado con su velocísimo zigzag y no vaciló en aprovecharse de la ventaja: agachado se lanzó en busca del enemigo.

Cuando éste le oyó venir ya era tarde para él. Ni siquiera consiguió disparar la pistola. La derecha del sargento se estrelló con la fuerza de un mazazo contra la cabeza del desconocido, mientras la izquierda se hundía con un seco impacto en el pecho.

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El hombre se desplomó de bruces. Cortés encendió la linterna y le examinó. Era corpulento, vestía con ropas de ciudad y todavía empuñaba la «Lugger» con la que había atacado al guardia civil.

«Algún contrabandista –pensó Cortés–, aunque demasiado armado para ser un delincuente de poca monta.»

***Una hora después el sargento Salvador Cortés, ya en el puesto de la Guardia Civil de Montaña, y

con el prisionero en el calabozo, se enfrentó a uno de los más intrincados problemas de sus doce años como defensor de la Ley.

Después de comunicarse por radio con la Jefatura Central, había podido identificar al desconocido como Tomás Hernández, un delincuente perseguido por la policía de varios países, especialista en secuestros. Cuando dispuso de esta información, Cortés se sintió en el mejor de los mundos: aquello le iba a valer sin duda un ascenso. Pero, en seguida, recibió una segunda comunicación, en la que se le informaba de que el detenido había planeado cruzar la frontera con varios cómplices, los cuales no escatimarían esfuerzos para rescatarle. La Jefatura recomendaba al sargento que extremara las precauciones para defenderse de un posible ataque mientras se le enviaban refuerzos.

Normalmente todo aquel problema debía corresponderle al jefe de puesto. Pero el oficial, con todo el resto del destacamento, estaba en aquellos momentos a muchos kilómetros de distancia en los Pirineos, tratando de interceptar a un grupo de contrabandistas que pretendía cruzar la frontera entre Francia y España... El sargento Cortés se encontraba solo, sin otro hombre que el cabo García.

Pidió refuerzos, pero no le dieron muchas esperanzas: se estaba desencadenando en los Pirineos una de las primeras grandes nevadas de la estación, y difícilmente podría llegar al puesto una patrulla en las próximas veinticuatro horas. Además, la proximidad de la noche y la tormenta impedía el vuelo de los helicópteros.

–Parece que tendremos que arreglárnoslas solos... –dijo el cabo García, cuando terminó la transmisión.

–Eso me temo... Montaremos guardia por turnos. Yo vigilaré hasta las dos de la madrugada...No terminó la frase, cuando «Risko» y «Feroz», los dos perros del cabo García, comenzaron a

ladrar, anunciando la proximidad de unos extraños.Los guardias civiles miraron por la ventana: de las orillas del lago venían tres hombres envueltos

en un torbellino de nieve, y en el agua habían dejado un bote que estaba a punto de destrozarse contra las piedras.

Los dos pensaron lo mismo: resultaba muy sospechoso que alguien cruzara el lago con semejante tempestad.

Debemos detenerlos antes de que lleguen aquí –decidió Cortés.–Yo me adelantaré a darles el alto –se ofreció el cabo García, extrayendo su pistola.–Bien. Entretanto yo le cubriré desde aquí.Fusil en mano, el sargento se apostó en la ventana.Pero no fueron necesarias las precauciones: dócilmente los hombres se dejaron conducir por

García al puesto de la Guardia Civil de Montaña.Eran tres individuos de rostros torvos y parecían franceses. Sin perder un segundo, el cabo los

registró: aparecieron tres revólveres. Cortés examinó sus documentaciones: eran hermanos de apellido Franquin.

–¿Por qué decidieron atravesar el lago con esta tormenta? –preguntó el sargento.–Tenemos al abuelo mulléndose al otro lado de las montañas, hacia Huesca –contestó el mayor,

sirviéndose de un castellano con acusado acento catalán y clavando en Cortés sus ojos inquietos.–Se arriesgaron sin razón, porque con esta nevada no pueden seguir avanzando.Los tres se sentaron en silencio. De pronto, uno de ellos alzó la cabeza.–¿Y el teniente? ¿Y los demás guardias civiles?–Ya vendrán –Cortés trató de que su voz sonara bastante indiferente.

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Un puesto en la fronteraUn puesto en la frontera Carter ScottCarter Scott

El cabo y el sargento intercambiaron una mirada furtiva. Pero no tuvieron ocasión de comentar nada. Estaban volviendo a ladrar los perros...

En esta ocasión venía gente del otro lado de los Pirineos. Eran dos hombres.Los representantes de la Ley repitieron la maniobra anterior. Pero también en este caso resultó

inútil toda precaución.Eran dos excursionistas de Zaragoza, con las mochilas bien equipadas, armados con navajas y

otras armas blancas.–¿Para qué las necesitan? –Cortés apartó la vista de los carnés de identidad.–A veces tenemos que cortar las cuerdas y la comida. También nos han contado que hay osos por

la zona.–Hace años que no se ve ninguno por aquí –intervino el cabo García–. ¿Qué les ha traído al

puesto?–Necesitábamos un refugio mientras dure la nevada.El cabo García se acercó al sargento Cortés.–No me gusta esto, señor. Cualquiera de los dos grupos pueden ser los cómplices del preso.–Quizá. Pero, ¿por qué no opusieron ninguna resistencia cuando tú los detuviste?–Es posible que esperen otros fuera. Ahora sabrán que usted y yo nos encontramos solos. No

podremos vigilarlos a todos... O los franceses o los zaragozanos, cualquiera de ellos puede ser una especie de «caballo de Troya»... –García hizo una pausa y, luego, agregó con una expresión enérgica–: ¡Sargento, llevemos a todos al calabozo!

–¿Y si ninguno tiene nada que ver con Tomás Hernández? –preguntó Cortés.Fue entonces cuando, entre las ráfagas de la tormenta, llegaron hasta los guardias civiles los

nuevos ladridos de los perros...En silencio, García desapareció por la puerta. Cortés se apostó en la ventana, sin descuidar la

vigilancia de los que estaban sentados en las sillas y en los bancos. Desde allí vio al cabo detener a dos figuras, que se acercaban luchando contra el vendaval. Pero, como las otras veces, también resultó innecesaria cualquier precaución.

Cuando García volvió, el sargento suspiró aliviado; acababan de entrar un hombre y una mujer: los turistas cuyo campamento estuvo a punto de asaltar el secuestrador.

–Se nos vació el depósito de gasolina –explicó el hombre–. Hemos venido a que nos proporcionen combustible.

–De acuerdo, señor Villegas. En seguida les conseguiremos lo que necesitan; pero, por supuesto, no pensarán regresar en seguida... –Cortés no estaba dispuesto a desprenderse del inapreciable refuerzo que el matrimonio representaba para la reducida guarnición del puesto.

–Llevaban esto –García se adelantó, tendiendo al sargento dos pistolas «Astra»–. No sé para qué las necesitan dos simples turistas.

Cortés sonrió:–Si hubieras visto lo poco que faltó para que Tomás Hernández los asaltara, no te asombrarías

ahora de verlos armados... Apunta el número de esas armas, para comprobar las licencias en el momento en que funcione el ordenador.

–¿Qué sucede, sargento? ¿Ocurre algo malo? –los ojos de la señora Villegas miraron asustados al suboficial de la Guardia Civil–. ¿A qué vienen tantas precauciones?

Cortés iba a responder, cuando García le llamó desde el fondo.–No me parece acertado devolver las armas a ese matrimonio, señor.–¿Por qué?–Si pasa algo, los franceses o los zaragozanos, cualquiera que sean los cómplices de Tomás

Hernández, se las quitarán...–Tienes razón –admitió Cortés.–¿Por qué no los encerramos a todos en los calabozos? Muerto el perro...–No podemos hacerlo, García. Ya se lo he dicho...–¿Vamos a permanecer cruzados de brazos, esperando a que éstos tramen alguna manera de

apoderarse del puesto?

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Las mandíbulas de Cortés se apretaron con fuerza. El cabo tenía razón: la situación era insostenible. Un puñado de hombres resueltos, sin la ayuda de los posibles cómplices que ya estaban dentro, podía aniquilar en minutos toda su resistencia.

–De acuerdo, García –dijo echando los hombros hacia atrás–. Ahora mismo vamos a descubrir quiénes son los cómplices de Tomás Hernández, si es que hay alguno. Los que no tengan nada que ver nos ayudarán a cuidar el puesto.

–¿Qué piensa hacer, sargento?–Ya verá. Vigile mientras yo voy a proveerme de lo necesario.Regresó varios minutos después. Entre los brazos traía siete pistolas en sus correspondientes

fundas.Todos le miraron extrañados. Cortés se adelantó y dijo con voz tranquila:–Escuchen. Deben saber que estamos corriendo un serio peligro: allí, en el calabozo, tenemos

encerrado a un tal Tomás Hernández, un famoso secuestrador. Me han avisado de que, en cualquier momento, el puesto puede sufrir el ataque de los cómplices resueltos a rescatar a su jefe. Mientras llega la patrulla de refuerzo, que estará aquí dentro de poco, quiero pedirles que cooperen con nosotros en caso de que el ataque se produzca. Aquí tienen pistolas de nuestro depósito.

Sin prisa, el sargento empezó a repartir las armas. Cuando el mayor de los Franquin recibió la suya alzó la ceja.

–¿No sería mejor que nos devolviera nuestros propios revólveres, amigo?–Ya lo haré más tarde –replicó Cortés–. Confío más en estas pistolas, porque tengo la seguridad

de que no se encasquillarán en el momento en que las necesitemos. Ahora es conveniente que el cabo las tome el número. No olviden que nos hallamos en la frontera...

Franquin no hizo otro comentario. Se limitó a sacar la pistola de la funda y la balanceó pensativamente en la mano; luego, la volvió a guardar.

Apoyando el fusil contra la pared, Cortés se volvió, dando por vez primera la espalda a los turistas, y regresó junto a García.

–Ahora podemos estar tranquilos, cabo –comentó seguro–. Puede ir enfundando su arma, que ya no hace falta permanecer con el dedo en el gatillo...

–Pero... –empezó a decir García, obedeciendo maquinalmente.No soltó ninguna otra palabra, porque...–¡Al suelo las armas! –rugió en seguida otra voz.Cortés se dio la vuelta. En medio de estancia, los dos turistas dominaban sorpresivamente la

situación.Aquello resultó algo inesperado para el sargento.–Pero...–¡No hay pero que valga! –Villegas se había transformado: ya no era el apacible hombre de

antes, sino un enemigo peligroso, que parecía familiarizado con el uso de las armas de fuego.–¡Pronto! ¡Al suelo las pistolas, he dicho!El cañón apuntó a un lado y a otro, amenazando a todos a la vez. Con un ruido sordo los dos

zaragozanos y los Franquin dejaron caer sus armas.–Así me gusta –Villegas rió burlonamente–. Ahora, señor Sherlock Holmes, abra usted la puerta

del calabozo y suelte al preso... Yo le acompañaré. ¿No se le ocurrió pensar que Tomás Hernández venía a reunirse con nosotros en el momento en que usted le atacó? –el delincuente se acercó, a Cortés–. Su ayudante tiene más sentido común que usted. Confieso que nos sorprendió en el camino, por eso consiguió desarmamos.

–¿Sabían ustedes que el puesto se hallaba casi desguarnecido?–¡Claro! Al mediodía vimos marchar al destacamento desde la otra orilla del lago... ¡Ya basta de

charla! ¡Al calabozo!No había otra alternativa. Seguido por Villegas, el sargento marchó hasta donde se le imponía.

Le mujer quedó atrás, dominando la situación.Pronto volvieron Cortés y Villegas. Junto a ellos caminaba Tomás Hernández.

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–Os habéis portado mejor de lo que esperaba –sonrió el secuestrador, guiñando un ojo a la mujer–. Pero antes de seguir quiero devolver a cierto sargento las «atenciones» que tuvo conmigo...

El delincuente se acercó a Cortés. Tras éste, apuntándole con la pistola, se encontraba su cómplice.

–Si intenta defenderse, ¡quémale sin ningún miramiento! –dijo el recién liberado.Tomás Hernández llevó la mano derecha hacia atrás y, fija la mirada en el mentón del suboficial

de la Guardia Civil, lanzó el golpe.Pero no se produjo el impacto. Cortés se hizo a un lado y el puño del secuestrador le pasó

rozando.Detrás de él, Villegas apretó el gatillo del arma.Mientras tanto, con un contragolpe de corta trayectoria, el sargento había detenido a Tomás

Hernández.Villegas apretó el gatillo otra vez...El secuestrador lanzó un violentísimo puñetazo, que Cortés eludió con un movimiento de torso.

Otro contragolpe, en esta ocasión en la barbilla, proyectó a Hernández hacia atrás. Antes de que pudiera reaccionar, el sargento pasó al ataque: un durísimo impacto bajo la oreja derribó a su enemigo de una forma fulminante, sin sentido.

Mientras tanto, ¡Villegas no había podido volver a apretar el gatillo, debido a que el mayor de los Franquin, alzando la mano como si fuera a descolgar el fluorescente del techo, le clavó contra el suelo de un tremendo puñetazo! Reaccionando del estupor que la paralizaba, Rosa Villegas quiso descargar entonces su arma contra el sargento de la Guardia Civil. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano. También su arma se hallaba descargada...

***Minutos después, y esposados los tres delincuentes, el cabo García preguntó a Cortés:–¿Cómo supo que eran los cómplices, sargento?–Le aseguro que me engañaron, nunca pensé en ellos... Pero, por si había pelea, también a los

dos les entregué unas pistolas descargadas.Franquin miró desconcertado su arma.–¿Así que las nuestras están descargadas?–Por supuesto. Quería que todo se redujera a un combate con los puños cuando los cómplices se

delataran. El cabo y yo hemos sido campeones de boxeo en categoría de aficionados.–Pero entonces, ¿por qué nos redujo a golpes en seguida? ¿Y cómo se atrevió a sacar del

calabozo a Tomás Hernández?–Cuando detuve a ese granuja –Cortés guiñó un ojo– desconocía que era un criminal, dedicado a

los secuestros de millonarios. Al soltarle, pensé que contaría con otra ocasión para propinarle una nueva paliza.

Franquin sonrió con aire complacido.–Además mentí sobre los refuerzos para que los cómplices de Tomás Hernández se descubrieran

cuanto antes. Ahora, en el caso de que hubiera más fuera, ustedes me ayudarán a repelerlos... ¿No es así?

–¡Por supuesto! Siempre que usted nos proporcione munición para las pistolas.Si había otros cómplices, no aparecieron. Al día siguiente, una patrulla de la Guardia Civil se

llevó a los presos. Los franceses reanudaron el viaje y los zaragozanos volvieron a los Pirineos, para seguir con sus escaladas al haber pasado la tormenta.

–¿Sabe una cosa, sargento Cortés? –preguntó el cabo García, cuando se quedaron solos–. Lo que usted hizo anoche para desenmascarar a los cómplices de Tomás Hernández, es como para salir en los noticiarios de televisión...

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CCUANDOUANDO ELEL TELÉFONOTELÉFONO ACUSAACUSA

MANUEL YÁÑEZ SOLANA

Manuel Yáñez Solana es un escritor autodidacta que nació en Madrid el 23 de enero de 1939. Luego de publicar novelas populares, se dedicó a escribir miles de guiones de cómic para diferentes editoriales de Europa. En 1972, casi toda su labor la concentró en la realización de adaptaciones de los grandes clásicos del Terror y de la Aventura, hasta comenzar a escribir sus propios relatos. La mayoría de este trabajo se publicó en el diario «Pueblo». Luego de una abundante producción en el terreno del Erotismo, cuando la censura española se aligeró lo suficiente, publicó en la colección «Biblioteca Universal del Misterio y del Terror», de Ediciones V, varios relatos de gran calidad.

En la actualidad, Yáñez es un colaborador asiduo de «ME Editores, S. L.», para la cual ha escrito el «Gran libro de los nombres», varias obras de Enigmas y una veintena de cuentos infantiles. La gran versatilidad, de este creador queda patente en los dos cortos relatos policíacos que ofrecemos a continuación...

Beatriz Cortez había sido demasiado amable con los hombres, y por eso uno de ellos acababa de clavarle un puñal entre la tercera y cuarta costillas, sin que, al parecer, le hubiese importado lo más mínimo el que su víctima sólo llevara una pequeña toalla sobre su cuerpo por toda indumentaria.

–¿Algún indicio, sargento Ramírez? –preguntó Santiago Palacios, inspector de la Brigada Criminal, cuando llegó al escenario del homicidio.

El suboficial tosió nerviosamente, admirando la frialdad de su superior, porque él se hallaba bajo los efectos causados por lo que consideraba la destrucción de un «monumento anatómico» perfecto.

–Sabemos, según ha certificado el forense, que fue apuñalada al salir del baño, entre las ocho y las nueve de la noche –contestó.

El cadáver continuaba caído en el pasillo, boca abajo, exhibiendo involuntariamente la suavidad cautivadora de unas formas agradables. Una toalla, manchada de sangre, apenas ocultaba la parte inferior del cuerpo de la víctima.

–Y ese teléfono, ¿por qué se encuentra descolgado? –continuó preguntando el inspector, después de mirar distraídamente en torno suyo.

–No hemos querido tocarlo, jefe. Parece que Beatriz salió del baño para contestar una llamada... Y entonces fue cuando la apuñalaron –explicó el sargento, volviendo a cubrir a la muerta con una manta.

Las palabras dieron paso a una acción tranquila, pero concienzuda, que les permitió llegar a la conclusión de que la joven ocupaba el apartamento asiduamente, y varios hombres lo tomaban como residencia esporádica.

–Los trajes y los zapatos corresponden a cuatro individuos diferentes. ¿Cómo podríamos localizarlos?

–Tráigame al portero de la finca, Ramírez.Durante la breve espera, Santiago Palacios se entretuvo en examinar el vestíbulo del

apartamento.–Yo vine aquí a las siete de la tarde porque deseaba comprobar el número telefónico que

acababan de asignar a la señorita Cortez, inspector –declaró Villegas, el portero-conserje, cuando estuvo ante la policía–. La verdad es que apenas pude verla, debido a que ella estaba en el baño, y me contestó a través de la puerta entreabierta.

–¿Quién le facilitó la entrada al apartamento?–Tengo una llave, inspector, y el permiso de no tocar el timbre aunque la señorita Cortez

estuviera acompañada. Esto me ha servido, en más de una ocasión, para librarla de algún pelmazo.–¿Cuántas personas disponen de una llave similar? –continuó Santiago Palacios, estudiando a

aquel sujeto de cincuenta años, alto y cargado de espaldas.El conserje se acarició la barbilla, miró al techo, luego contó con los dedos, haciendo memoria, y

terminó diciendo:

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–Han llegado a tenerla unos diez o doce hombres, quizá más. Es difícil calcularlo, porque muchos la devolvieron y otros se la pasaron a sus amigos... Pero le diré –siguió, después de una pausa– que actualmente sólo cinco, incluyéndome yo mismo, nos servimos de este favor.

El sargento Ramírez pareció desear aclarar más el concepto cuando preguntó:–¿Quiere usted indicarnos, Villegas, que la víctima era..., digamos, una prostituta de lujo?–¡De ninguna manera, señores policías! La señorita Cortez jamás aceptaba dinero ni el menor

regalo que pudieran hacerle por sus amabilidades –se lamentó el aludido, frotándose las manos nerviosamente–. Admito que quizá se excediera un poco en dar hospedaje a quienes muchas veces eran completamente desconocidos, incluso para ella, pero como trabajaba en el «Caimán Club», no cabe duda que establecía muchas relaciones. De todas formas, sus invitados sabían que era la chica de don Rafael, el propietario del local.

–Supongo que al tal Rafael nadie podría tacharle de celoso, ¿verdad? –ironizó el sargento Ramírez, mirando de reojo a su superior.

–¿Quiere usted decir, Villegas –intervino rápidamente Santiago Palacios–, que todos sus amigos acostumbraban a ser clientes del «Caimán Club»?

–Así es, inspector. Y, casi siempre, conocidos del propio don Rafael –afirmó el hombre, satisfecho de que al fin le hubieran comprendido.

En aquel momento hizo su aparición en el apartamento un hombre elegante, vestido con un impecable abrigo de corte italiano, que recordaba por sus ademanes al Vittorio de Sica de los años cincuenta.

A las primeras preguntas del inspector de la Brigada Criminal explicó:–Me llamó Rafael Madariaga y soy, en efecto, el dueño del club donde Beatriz trabajaba todas

las noches. Por si también le interesa, le diré que éramos novios desde hace aproximadamente dos años.

–¿Puede explicarme lo que hizo esta tarde, a partir del momento en que llegó al apartamento? –interrogó el inspector.

–Naturalmente –contestó el aludido–. Llegué, como ya le habrá dicho el conserje, alrededor de las ocho y cuarto de la tarde y encontré a Beatriz muerta, con un terrible puñal clavado en su pecho, el auricular del teléfono caído y un gesto de estupor en su rostro...

–¿Por qué no nos avisó entonces?–Acostumbro a solucionar mis problemas sin buscar otro tipo de ayuda. Pero no tema, inspector:

Beatriz era mi chica y sabré vengarla como se merece –afirmó, con el acento de quien está acostumbrado a lograr hasta sus menores caprichos.

–¿Observó algo extraño durante el tiempo que estuvo aquí? –prosiguió Santiago Palacios, comprendiendo que estaba ante un delincuente muy refinado.

–No. Además tampoco toqué nada... Bueno, miento. Recuerdo, eso sí, que al otro lado del hilo telefónico se escuchaba la inconfundible señal de comunicar. Luego dejé el auricular como lo había encontrado y me marché a buscar a mi abogado, seguro de que ustedes no tardarían en molestarme... Como así ha sido –concluyó con suficiencia.

La entrada de Jesús Lozano, el último de los sospechosos, fue menos espectacular, debido a que se trataba de un hombre de constitución enclenque, cabellos largos, labios delgados –casi una línea imperceptible de color rojo en torno a su boca– y ojos azules, transparentes. Parecía muy consternado por todo lo que estaba ocurriendo.

–Yo quería casarme con Beatriz, inspector –fueron sus primeras palabras.–¿Qué está usted diciendo? –se extrañó el sargento Ramírez, volviéndose a mirarle.Como si no hubiera oído la pregunta, el insignificante personaje siguió diciendo:–La amaba y ella compartía mis sentimientos –al advertir el asombro de sus interlocutores trató

de justificarse–: Manteníamos nuestras relaciones en secreto, por miedo a los hombres de don Rafael. Hace tres días que nos separamos, mientras yo preparaba cuidadosamente todos los detalles de nuestra huida. Esta tarde, alrededor de las ocho, la llamé por teléfono... ¡En el mismo instante que Beatriz descolgó el auricular comprendí que le amenazaba un grave peligro!

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–¿Qué le hizo suponer tal cosa? –se interesó Santiago Palacios, como si aquello fuera lo único que le importase de la declaración.

–Beatriz me dijo, muy asustada, que un desconocido acababa de penetrar en su apartamento... ¡Fue horrible, se lo juro! La oí gritar, seguido de un violento forcejeo y, por último, se escuchó un alarido de terror...

El hombrecillo se mordió los labios, quizá para contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.

–¿Qué hizo usted entonces, señor Lozano? –preguntó el inspector de la Brigada Criminal, procurando dar a su voz un tono de comprensión.

–Nada podía hacer. Les llamé a ustedes inmediatamente y me vine corriendo hasta aquí... Pero ya era tarde.

(Concédase usted una pausa antes de responder a estas preguntas: ¿Sabe ya quién apuñaló a Beatriz Cortez? ¿Hasta qué punto tiene importancia el teléfono en este caso?)

–Lo último sí pudo hacerlo fácilmente porque el número de la Policía se encuentra en todas las guías telefónicas –intervino Santiago Palacios, imaginando las consecuencias de su acusación–. Pero la llamada a este apartamento era imposible, de no ser usted un adivino, señor Lozano, porque el número lo acababan de cambiar y todos, incluso el propio Villegas, lo ignoraba.

El aludido palideció, volvió a morderse los labios y miró en torno suyo como un animal acosado.–Empecé a dudar en el momento en que le oí contar esa fábula de su boda con la señorita Cortez

–continuó explicando el inspector de la Brigada Criminal–. Realmente usted la apuñaló aquí mismo, cuando ella salió del baño, y después, para que la hora de la llamada fuera registrada en la Brigada, denunció el supuesto ataque oído por teléfono. Un acto inútil que hubiera podido resultarle fatal si llega a ser descubierto por don Rafael...

–¡No! ¡Don Rafael, no, por favor! ¡Ese hombre es un canalla...! –gimió el acusado.–Tuvo el «valor» de matar a la mujer que le rechazaba amorosamente, impulsado por un falso

orgullo, y ahora tiembla ante las represalias de un solo hombre... –la voz del inspector Santiago Palacio sonó muy dura–. Lo siento, Lozano..., me da usted asco.

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VVIAJEIAJE ACCIDENTADOACCIDENTADO

MANUEL YÁÑEZ SOLANA

El mozo del coche-cama descompuso sus morenas facciones en una amplia sonrisa de satisfacción.

–Aquí tiene el refresco que me ha pedido, señor Palacios. Ha sido difícil encontrar las hojas de menta.

–Lo imagino, Tomás. Pero tú solucionas lo imposible.El inspector de la Brigada Criminal sonreía cuando cogió el vaso de la bandeja. Entonces les

llegó el lejano pitido de la locomotora, que se abría paso en la noche como una gigantesca luciérnaga.

–¿Por qué no ha ido a Barcelona en avión?–Digamos que, en esta ocasión, se trata de un viaje de placer. A veces es necesario ir despacio

para advertir que nos rodean cosas bellas –el policía puso el vaso en una mesita fija a la pared y sacó su billetera–. Coge esto, Tomás.

–¿Pretende darme una propina, señor Palacios? ¿Después de salvarme de una condena de treinta años? Sepa que fui a buscar las hojas de menta cuando supe que usted viajaba con nosotros... ¡Jamás olvidaré sus gustos!

–Conforme –admitió el aludido, tomando el vaso.En ese preciso momento, el compartimento fue sacudido por una inmensa fuerza, mientras fuera

se escuchaba un chirrido estremecedor. Santiago Palacios y el mozo rodaron por el suelo, cayeron las ropas y el colchón de la cama y se volcó lo que no estaba fijo a las paredes, el suelo o el techo del compartimento. Luego se hizo un gran silencio y una quietud angustiosa, que nada bueno parecía presagiar.

–¡Vaya frenazo! –exclamó el inspector, quitándose las hojas de menta de la chaqueta–. ¡Han armiñado tu refresco!

–Me alegra que conserve el humor, señor Palacios. ¿Se encuentra usted bien?–Perfectamente. Pero, ¿qué haces?–Limpiarle la enorme mancha que tiene en el traje.–Eso puede esperar. Vamos a enterarnos de lo que ha ocurrido... ¡Hum! Las veintidós treinta –se

acercó el reloj al oído–. Al menos el golpe no lo ha parado.Después supieron que habían estado a punto de chocar con un tren de mercancías, que el

maquinista logró evitar al ver encenderse repetidamente la luz roja de un poste de señales. Cuando prosiguieron el viaje, el suceso ya era una anécdota, olvidada en el momento que el sueño se hizo general. Pero el inspector Santiago Palacios fue uno de los pocos viajeros que no pudieron dormir. Fumaba en el pasillo, pensando en la conferencia sobre criminología en la que iba a participar, cuando algo le dejó estupefacto.

–¡Detengan a ese mozo! –gritó una recia voz varonil.–¡Tomás! ¿Por qué te persiguen con una pistola?El mozo se apoyó en la pared. Su rostro estaba bañado de sudor, le temblaban los hombros y

parecía estar a punto de sufrir un ataque de histerismo.–¡Había un cadáver en el cuarenta y dos, señor Palacios! ¡Lo vi después de cruzar la puerta

abierta y cuando me agaché para recoger la cartera...!–¡Mientes! ¡Te sorprendí robando al muerto, gitano! –exclamó su perseguidor, cubriéndole con

el arma.–Deténgase –intervino el inspector de la Brigada Criminal, enseñando su placa–. Soy policía.–Menos mal. Me llamo Ramón Arnau, dirijo «Diáspora, S. L.», una empresa de informática, y

descubrí a este tipo junto al cadáver de un hombre, sin duda saqueándolo –dijo el otro, guardando la pistola en una funda sobaquera.

–Me temo, señor Arnau, que se precipita. Creo que lo mejor será que busquemos al agente de servicio para informarle de lo ocurrido –murmuró Palacios.

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–No acostumbro a emitir juicios en vano, inspector. Registre a este tipo y verá cómo encuentra la cartera que le vi coger hace unos minutos.

–¿Es verdad eso, Tomás?El aludido sacó del bolsillo el objeto incriminatorio, repleto de billetes, y se lo entregó al

inspector.–No me explico cómo me lo guardé... El señor Arnau irrumpió en el compartimento

amenazándome con la pistola y... ¡le juro, señor Palacios, que el pasado volvió a mi mente! Por eso he actuado de una forma maquinal, tratando únicamente de huir... ¡Necesitaba encontrarle a usted! –se defendió, haciendo un gran esfuerzo para resultar coherente.

–Tranquilízate, amigo. No te pasará nada...–¿Amigo? ¡Creo que se deja convencer por una torpe representación! Es normal en quienes se

sienten muy liberales con el «hermanito oprimido».Santiago Palacios optó por ignorar la recriminación que aquellas frases encerraban. Por otro lado

era un suceso que estaba fuera de su jurisdicción.Recorrieron los pasillos de cuatro vagones, y al entrar en el vacío restaurante se tropezaron con

dos individuos y con algo que estaban muy lejos de suponer.–¡Ese hombre es el asesino! ¡Mató al abogado Blanco Castejón porque iba a denunciarle por

malversación de cien millones de pesetas! –gritó uno de ellos al reconocer a Ramón Arnau.–¿Eh? ¿Cómo te atreves a acusarme, canalla? ¡Tú, mejor que nadie, sabes que entré en el

compartimento después del mozo!Y sin poder contenerse, inesperadamente, saltó sobre el acusador, rodeándole el cuello con sus

manazas. De no intervenir Palacios y el policía del ferrocarril seguramente le habría estrangulado.–¡Tú, Luis Gonzalo, sí que tenías motivos para matar al abogado, porque utilizaste su firma en

muchos negocios sucios! ¡Y sabías que tarde o temprano te descubriría!–No descargues tu culpa sobre mí, Ramón –continuó el otro cuando se vio libre–. ¡Tengo las

pruebas que te llevarán a prisión!De nuevo fue necesario contener la furia del exaltado. Santiago Palacios le golpeó hasta lograr

dejarle casi inconsciente. Ayudado por Tomás se refugiaron en el vacío salón de fumadores.–He logrado que los curiosos vuelvan a sus compartimentos –indicó el policía del ferrocarril,

cerrando la puerta–. Dentro de quince minutos llegaremos a Zaragoza. ¿Tiene usted alguna idea de lo ocurrido, inspector?

–Creo que sí. Pero será mejor que ellos nos lo expliquen según sus versiones. ¿Cuándo vio al abogado Blanco Castejón por última vez, señor Gonzalo? –preguntó dirigiéndose al ayudante de la víctima.

–A las veintidós veinticinco. Le dejé dormido y después cerré la puerta del compartimento. ¿Le extraña? Pude hacerlo porque el abogado suele tomar somníferos y siempre pide que me cuide de que nadie le moleste.

–¿Cómo estaba la puerta abierta al entrar el mozo y el señor Arnau?–¡Estoy seguro de que Ramón la forzó!Santiago Palacios advirtió cómo el exaltado, que acababa de recobrar el conocimiento, dirigía

una mirada de odio al hombre que le acusaba. Todos llegaron al compartimento de la víctima. El inspector de la Brigada Criminal encendió la luz y vio que el espacioso recinto estaba en el mayor de los desórdenes: maletas, ropas de cama, el colchón, botellas, vasos y un sinfín de objetos aparecían tirados por el suelo. El cadáver del abogado se hallaba medio cubierto por una sábana. En la puerta se apreciaba que la llave había sido echada, pero no presentaba ninguna huella de que se hubiera forzado la cerradura.

–La causa de la muerte se debe a un golpe occipital, que debió ser propinado con un objeto contundente –expuso Palacios después de examinar el cuerpo del abogado–. Me parece que ya sé quién es el asesino, señores...

(Concédase usted una pausa antes de responder a esta pregunta: ¿Puede señalar al verdadero culpable del asesinato del abogado Blanco Castejón?)

–¿Cómo es posible, inspector? –preguntó el policía del ferrocarril.

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–Usted escuchó que el señor Gonzalo dejó al abogado, cerrando el compartimento con llave, a las veintidós veinticinco. Momentos después se produjo el brusco frenazo que convirtió el tren en una coctelera... Observe ahora este lugar. ¿No trata de dar idea la posición del cadáver de que cayó en aquel preciso instante?

–¡Es usted muy observador, polizonte! ¡Manos arriba! –exclamó el ayudante del abogado, sonriendo diabólicamente al ver que era obedecido–. Cometieron un error al no registrarme cuando Ramón mencionó mis verdaderas intenciones. Este revólver me permitirá escapar porque estamos llegando a Zaragoza.

Quiso demostrar que no fantaseaba acercándose hacia la puerta del vagón. Pero Palacios también cometió otro error, olvidó que tenía cerca a un veterano empleado gitano. Tomás saltó, asiéndose a las piernas del asesino, con lo que logró derribarle. Pero no pudo impedir que la pistola fuera disparada y que una bala se incrustara en su brazo derecho.

Cuando Luis Gonzalo fue reducido, Ramón Arnau se consideró en el deber de admitir:–Sí, entré en el compartimento dispuesto a todo... Por eso, al ver al mozo del vagón con la

cartera en las manos, pensé en lo peor. Y por tratar de cogerle, no advertí que ese miserable de Gonzalo todavía estaba allí, sin duda escondido.

–¿Cómo te encuentras, amigo? –preguntó el inspector.–Perfectamente, inspector. ¿Sabe que ahora me siento más unido a usted? Considero esta herida

como un pacto de sangre entre nosotros, como algo que le debía desde hace tiempo –murmuró el aludido, con una sonrisa–. Soy feliz con haberle podido ayudar, señor Palacios.

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