Relatos eternos

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Colección de cuentos largos

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Amargado antisocial

Escondido en el cubo de cemento que llamaba hogar, a más de treinta metros de altura sobre la realidad, el amargado antisocial divagaba acerca de su enemiga la sociedad. Esa creatura humana que estaba ahí desde antes que él naciera y que se encargaba de ponerle límite a todo lo que nacía de su cuerpo, su mente y su espíritu, lo definía en ese instante en su esencia como objetivo vital. Cada acción y reacción que de su ser salían eran causa o efecto de otra acción o reacción de su enemiga. Su cuerpo estaba forjado para batallar contra las barreras físicas que su enemiga tenía diseminadas por todo el orbe. Su mente se había entrenado para superar los enigmas que entrañaba cada norma y ley que guiaba a los corderos ciegos y abúlicos que se hacían llamar personas. Su espíritu… su espíritu ya no era suyo, era parte de un corpus espiritual mayor que englobaba a todos aquellos como él, que habían despertado, que se habían sacado la venda, y que entendían que nada era lo que parecía, sino una perfecta mascarada creada para mantener en la cúspide de la pirámide del poder a los mismos de siempre.

Esa noche el amargado estaba escuchando un nuevo y poco novedoso blues, interpretado por una cantante que encantaba con su sensual voz, la misma que en el tema anterior casi lo había ensordecido con sus alaridos monocordes. Mientras se dejaba llevar por la envolvente voz y luchaba por elevarse en esos breves casi cuatro minutos de música, caía en cuenta que era cierto aquello que quienes lo rodeaban le repetían a cada rato: su amargura era una condición más que un estado. Por fin comprendía que no estaba sino que era así, que hasta los momentos alegres y afortunados de su existencia los veía a través de un velo gris; por fin aceptaba además que el problema no estaba en que no podía mover el velo, simplemente no quería. Esa voz sensual y cautivante, que hablaba de penas e infortunio, enmarcada por guitarras desgarradoras, un contrabajo pastoso, piano apagado y percusión arrítmica, lo había liberado del estigma social. Ahora era un amargado de tomo y lomo, orgulloso de su condición, y sin la necesidad de demostrarle nada a nadie. En cuanto terminó la canción que escuchaba apagó el reproductor: no quería que la siguiente canción lo hiciera cambiar de parecer.

El frío entraba por la ventana del antisocial. Pese a estar lloviendo con viento y una temperatura bastante baja, deseaba estar en contacto con la naturaleza. Encerrado en cemento y vidrio, con apenas un par de plantas en una pequeña terraza, lejos del suelo y más aún del cielo, el sentir la lluvia entrando por su ventana y mojando su alfombra y el roce del viento en su desafeitada cara le hacían sentirse cada vez más alejado de su enemiga. Cuando todos buscaban calor, él deseaba frío; cuando todos querían protegerse, él lograba exponerse; cuando muchos querían secarse, él chapoteaba y mojaba más a quienes lo rodeaban y evitaban. Era algo extraño que alguien que se definía como antisocial viviera tan inmerso en la misma sociedad que atacaba cada vez que podía en su discurso, De hecho muchos lo tildaban de inconsecuente trabajando, produciendo, gastando y financiando a su némesis; sin embargo el camino de la anarquía le parecía poco válido para él, pues en su fuero interno era más fácil atacar desde dentro que de afuera.

Con el televisor apagado, el blues sensual y desgarrador repetido infinitamente en su reproductor de música, las luces apagadas, la ventana abierta ya sin lluvia y un

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amargo café en su jarro favorito que lo ayudaba a ahuyentar al espíritu de los tres whiskys que había bebido previamente, había generado la atmósfera perfecta para que las ideas fluyeran, no desde su mente ni hacia su cuerpo, sino desde su alma individual hacia el corpus espiritual grupal al que pertenecía. En un principio sólo pareció un juego, una suerte de mentalización; luego se asemejó a un dogma, a una escuela de creencias compartida por los antisociales y antisistémicos. Pero hubo un momento en que su mente se logró conectar con su espíritu, y entendió racionalmente que ese corpus espiritual, esa suerte de alma colectiva sí existía, y que su espíritu era parte de ella. Por fin lograba entender, o a lo menos conocer racionalmente, esa extraña condición espiritual a la que había sido llamado a formar parte. Pero el mismo hecho de conocer de manera racional esa condición espiritual gatilló en él una desagradable reflexión: al ser su alma parte de la estructura fundacional de ese corpus espiritual, estaba formando parte de ese todo, generando y acatando normas para el bien del corpus. ¿No era eso acaso una sociedad espiritual, a la que él daba forma, vida y trascendencia temporoespacial por el solo hecho de formar parte estructural de ella? ¿Y ello no era tal vez más inconsecuente que estar dentro de la sociedad a la que tanto decía odiar? ¿O no era acaso la lucha real aquella que iba contra la sistematización de la sociedad sino más bien contra el orden social establecido? ¿Y si el orden antisocial se establecía, no cabía acaso la posibilidad que ahora ellos fueran las víctimas de los nuevos antisociales, aquellos que eran la sociedad del presente? Las paradojas empezaron a manar en su mente a una velocidad casi vertiginosa, y las dudas se apoderaron de su otrora seguridad.

Madrugada. Luego de apagar el blues eterno y quedar solo frente a la ventana, el amargado se sentía confundido, lo cual le causaba más amargura y lo reafirmaba como tal. En esos instantes le hubiera gustado poder dejar de lado su racionalidad, pues ella había sido la gatillante de su confusión; era obvio, la capacidad de razonar generaba dudas, y la resolución de esas dudas resultaban en conclusiones. Pero era ese instante intermedio, en que estaban planteadas las dudas y aún no se llegaba a las conclusiones, lo que lo atormentaba; definitivamente la incertidumbre era tanto más némesis inclusive que la sociedad. De todos modos algunas luces empezaban a iluminar esa boca de lobo generada por la falta de certezas. Lo primero y definitivamente menos importante era el error de forma: jamás debió dejar entrar a su mente al terreno espiritual. Nunca antes había olvidado que mente y espíritu eran agua y aceite, aunque algunas escuelas profesaran que la mente era la expresión física del alma, o inclusive que ambas eran una sola. Sin tener ello claro, sabía que meter raciocinio al reino del dogma siempre terminaba mal, tal como le había ocurrido en ese instante y al principio de su periplo

Alba. El sol despuntaba tímidamente entre las nubes luego de la lluvia nocturna. Una agradable sensación de frescura entraba por la ventana, mientras tomaba otro café, sin saber si era el último de la noche o el primero de la mañana. La irrupción racional dentro del corpus espiritual le había traído a la memoria su primer conflicto, el típico, el de la ruptura con los dogmas establecidos al intentar racionalizarlos, y caer en cuenta que ningún dogma puede ser racional. Pero el conflicto actual era diferente, era un conflicto dentro de la madurez que le daba el haber vivido largo tiempo cuestionando todo a su alrededor. Y en ese instante el motivo de su cuestionamiento era él mismo, el hacer algo que sabía que no debía

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hacer… ¿qué lo había llevado a romper su esquema? En ese instante el primer rayo de sol que logró traspasar las nubes y llegar a su cubo de cemento a treinta metros de altura por sobre la realidad pasó directamente por la ventana hacia su cerebro, y de ahí se transportó a su alma individual. Esquemas. La respuesta era tan simple. Para romper esquemas debió diseñar esquemas de ruptura, y luego nuevos esquemas que reemplazaran a los anteriores. Racionalmente eso era correcto, pero su alma no era racional, y ella simplemente lo guiaba hacia la ruptura. Luego de años viviendo racionalmente en su realidad de esquemas rupturistas, su alma lo llevó hacia la ruptura de esa nueva estructura. Y esa ruptura lo llevó a una nueva concepción, que se parecía mucho a su némesis original; la única diferencia era que la nueva sociedad en que había entrado era espiritual y trascendía de lo físico a un plano etéreo. Su error lo había llevado a una encrucijada sin solución: si no hubiera intentado racionalizar su pertenencia al corpus espiritual nada hubiera cambiado. Pero ahora que entendía que su esencia era la ruptura, y que cada vez que rompía con algo se generaba algo nuevo que con el tiempo también debería ser roto, se sumió en la mayor amargura que jamás había sentido. Y en ese momento le dio gracias a lo que fuera que hubiera creado su alma, y entendió que había alguien infinitamente sabio que había creado al menos su esencia. Esa sabia entidad creó su alma rupturista y la dotó de la amargura suficiente para que, cuando su mente racionalizara todo se colmara de amargura, y ello lo hiciera pleno. Así, concluyó que su amargura era felicidad, y que su ruptura eterna lo haría feliz para siempre.

Escondido en el cubo de cemento que llamaba hogar, a más de treinta metros de altura sobre la realidad, el amargado antisocial divagaba acerca de su enemiga. Al terminar de divagar, ya cerca del mediodía, entendió que la sociedad no era su enemiga, sino más bien la realidad lo era. Por ello es que vivir a treinta metros de altura le permitía ver a su enemiga y vigilarla, para saber a cada momento qué intentaría hacer en su contra. Poco antes de salir de su cubo de cemento, para bajar a la realidad a comer algo, bebió el resto de whisky de la botella, no sin antes hacer un brindis al cielo.

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Ying y Yang

En las entrañas de la tierra, veinte metros por debajo de las vías del ferrocarril subterráneo, Manuel dejaba volar su lápiz sobre el papel. Siempre había sido un soñador desadaptado viviendo en una familia donde sólo el raciocinio tenía cabida. Desde pequeño le tocó luchar con espadas de viento contra molinos de acero, y siempre salía perdiendo por inferioridad numérica: sus padres, hermanos y abuelos eran estudiantes eternos que salían del colegio para entrar a la universidad, y una vez fuera de ella arreglárselas para volver una y otra vez a la siga de diplomados, magister y doctorados que los mantuvieran al día en los conocimientos por venir. Un día se dio cuenta que la inteligencia era otra herramienta más para llevar a cabo sus sueños, y que en vez de desecharlos sólo debía postergarlos hasta que estuviera en condiciones de concretarlos con toda libertad. Así Manuel decidió que usaría los genes de su familia y entraría a la universidad a estudiar ingeniería. Al terminar la carrera y conseguir su primer trabajo estable tomó sus cosas y se independizó, antes que empezaran las presiones para que siguiera el camino académico. Diez años después había logrado financiar su sueño: comprar una casa de grandes dimensiones en un condominio de un barrio acomodado con un enorme subterráneo que le diera la posibilidad de construir bajo tierra a mayor profundidad que la habitual, para encerrarse a desarrollar sus sueños, y gracias a su dinero y profesión, verlos hechos realidad.

A cien metros sobre el suelo, en el piso treinta de una torre de más de sesenta niveles, Asael mezclaba minerales, vegetales y hasta derivados animales en sendos tazones de porcelana, más allá de las leyes de la física y la metafísica. Nacido y criado en una familia en que lo paranormal era normal, entendió desde pequeño que ciencia y magia eran distintos estados de la misma naturaleza, y pese a cierta reticencia de su padre, logró que le permitieran aprovechar su gran memoria, que usaba sin problemas para aprender decenas de dogmas, conjuros y demases, para entrar a la universidad a estudiar algo que pudiera servirle para complementar aquel conocimiento que no se impartía sino se heredaba de generación en generación entre elegidos o en línea sanguínea. Así, al cumplir los dieciocho años y luego de terminar su iniciación en los caminos del ocultismo, entró a la universidad a estudiar el complemento perfecto para dar un paso más allá en su desarrollo como ente integral: bioquímica. Sus habilidades le permitieron concretar sus planes sin mayores contratiempos, y más encima lograr una estabilidad económica tal que le dejara la posibilidad de experimentar con la naturaleza sin preocuparse del día a día.

Manuel soñaba con el pasado. Sus conocimientos como ingeniero le habían dado las herramientas para jugar con las propiedades físicas de los elementos, y luego de mucho ensayar y de dejar de lado las tecnologías amigables con el medio ambiente (no era fácil conseguir sol o viento a más de cincuenta metros bajo la ciudad), se decidió por el romanticismo, la versatilidad y el desafío que implicaba trabajar con vapor. El diseño de aparatos a vapor implicaba manejar inteligentemente la pobre energía que daba el carbón para poder calentar una caldera y generar la temperatura para alcanzar el punto de ebullición del agua y así iniciar el movimiento de pistones que llevaran a cualquier artilugio a funcionar. Pero el romanticismo tenía límites, y ya no era necesario usar un combustible que

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generara tan poco calor y tan lentamente si estaba a mano la energía nuclear. Con pequeñas cantidades de algún material radiactivo enriquecido podía generar la misma temperatura que toneladas de carbón quemado; y si era manejado cuidadosa y responsablemente era absolutamente no contaminante, a diferencia del carbón cuyas emanaciones a esa profundidad y con las dificultades de ventilación que tenía eran mortales. Ahora que ya había definido la fuente de poder y que dicha fuente le ahorraría una gran cantidad de espacio, podía dedicarse a diseñar libremente su opera prima, que eventualmente podía convertirse de un momento a otro en la mejor, o la única a su haber.

Asael era un apasionado de la metafísica del lejano oriente. Luego de completar su iniciación en las artes de la nigromancia y terminar su profesión se decidió por estudiar en profundidad todo lo que hubiera a mano acerca de las artes mágicas y brujería de China, cuya mitología estaba llena de seres fantásticos y otros reales pero potenciados por poderes y características ajenas a su naturaleza en el plano de la realidad. Decenas de bestias que bien podrían ser sacadas de laboratorios de biotecnología se paseaban frente a los ojos de Asael en cada página de manuscritos en chino mandarín que lograba a duras penas leer por la antigüedad de sus páginas y la complejidad del protoidioma en el cual estaban dibujados los caracteres. Sus conocimientos de bioquímica le habían sido increíblemente útiles al momento de revisar algunas fórmulas con las que reproducía en sus tazones de porcelana los textos de medicina natural y magia médica de los chinos. De pronto cayó en cuenta que podía utilizar dichos conocimientos, algunos contactos y su dinero como para tratar de llevar al mundo real alguna de las creaturas que estaba estudiando y mostrarle a todos que se podía amalgamar ciencia y magia en una disciplina para el futuro de la humanidad. Al fin había encontrado el punto de confluencia de sus dos pasiones, y tenía los medios disponibles de ambas para llevar al mundo tangible la ilusión que manejaba en su mente.

Manuel dedicaba tres o cuatro horas diarias a trabajar en su subterráneo. Luego de llegar a su casa después de cinco o seis horas exclusivas trabajando en terreno en las obras que hacía su empresa, y de un par de horas de consultoría a empresas e instituciones extranjeras, volvía a su casa para compartir con su esposa y sus dos hijos, y luego de ello bajar al subterráneo normal de su hogar donde estaba el ascensor con llave con el cual accedía al verdadera galpón cincuenta metros más abajo en el cual se dedicaba a cristalizar su sueño. Después de varios meses de ensayos en que había logrado la seguridad necesaria para su trabajo con combustible radiactivo y que había afinado la técnica para fabricar mejores sistemas de pistones a vapor, por fin podía empezar a trabajar en su proyecto a tamaño natural. Los planos estructurales estaban listos, los diseños de estilo y decorativos también, así que sólo faltaba poner manos a la obra y empezar a ver resultados en el mediano plazo: con lo alocada que era su idea debía trabajar solo para no generar conflictos con quienes lo rodeaban. Ni siquiera su familia estaba al tanto de lo que él hacía al desaparecer en la entrañas de la tierra al cerrarse la puerta de su elevador privado.

Asael estuvo trabajando concentrado varios días en la traducción literal del manuscrito chino que había elegido como texto de referencia para recrear alguna creatura mitológica en el presente, gracias a los arcanos conocimientos de la magia universal y el empujón final de la biotecnología. Si bien es cierto sentía que

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muchos de los pasos desde la óptica científica estaban de más, por respeto a los autores y a la herencia de sabiduría ancestral de su familia no se saltó ninguno. Luego de terminar de transcribir todo el texto se dedicó a conseguir y a encargar todos los materiales descritos: las hierbas y minerales no eran problema, la piedra de tope estaba en algunos extractos animales de difícil obtención por las leyes de protección de la fauna existentes en el presente. Dentro del listado había algunas hierbas y raíces con nombres no traducibles, así que consiguió que un amigo suyo que andaba de vacaciones en China se diera el trabajo de recorrer viejos mercados para conseguir los insumos o al menos el nombre y así saber qué buscar; un par de semanas después llegó al departamento una encomienda con bolsas con hojas y raíces secas molidas con sus nombres en castellano: “ala de murciélago”, “huesos de serpiente” y la de nombre más curioso, “espíritu sagrado”. De inmediato las sacó para pesarlas e incluirlas en sus tazones, pues era lo único que le faltaba, antes de llevar todo al laboratorio donde incluiría el ingrediente final, fruto de su inventiva y dinero.

Manuel trabajaba febrilmente soldando las piezas para hacer los pistones que harían las veces de músculos de su creatura. Había logrado en seis meses armar todo el esqueleto de su idea, usando y abusando del aluminio para lograr un sustento liviano pero firme para su invento. Con gran prolijidad trabajó a mano todas y cada una de las piezas de acero que articularían a las grandes estructuras de aluminio, logrando que el encaje de continente y contenido fuera tan perfecto en todos los casos que la necesidad de lubricante fuera mínima y facilitara el desempeño de su esperpento una vez estuviera armado. Había encargado a una empresa experta en el rubro la fabricación de los contenedores para el uranio radiactivo según su diseño, dejando para sí la hechura de la caldera de agua y las tuberías que surtirían de vapor hirviente a cada pistón encargado de mover el esqueleto de aluminio. El estudio de las presiones necesarias en cada parte del artefacto se había hecho y repetido en varias ocasiones, asegurando que una vez que todo estuviera armado el sistema de fuente nuclear y tuberías serían capaces de mover cada una de las piezas según estaba planificado.

Asael llegó al laboratorio. Estaba nervioso al tener que llevar esa extraña pasta a un laboratorio de biotecnología para concretar aquello que debería haber logrado con una piedra filosofal que nunca pudo conseguir. Ahora sería la mezcla de exposición a la radiación más un proceso de clonación lo que le daría el sustrato para la parte final de su proyecto. Lo más complicado era que una vez que la irradiación y la clonación del ADN extraído a esa pasta concluyeran, debía hacer una ceremonia en el acto, sin la cual todo lo activado por la ciencia se inactivaría en un santiamén por obra y gracia de la naturaleza; ello implicaba que los científicos encargados de ambos procesos lo verían haciendo dicho abracadabra, lo cual podría incidir negativamente en su fama a corto plazo. Por eso es que además de lo necesario se había aperado de una pócima que borraría sus memorias una vez que la hubiera lanzado al aire gracias a un frasco con atomizador; de todos modos llevaba su chequera por si el efecto no era el deseado y necesitaba comprar silencio. En cuanto terminaron el proceso de la muestra y lograron una célula con el material genético completo, Asael empezó a recitar una letanía que hizo vibrar las paredes de vidrio doble que aislaban la sala de clonación del resto del recinto. A medida que Asael murmuraba más y más suave el conjuro, más crujía todo a su alrededor; de pronto y frente a los

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asombrados ojos de los científicos, la placa de vidrio donde estaba la muestra empezó a oscurecerse y a dar lugar a una estructura que lentamente tomó una característica forma ovalada. Dos minutos más tarde la célula clonada había evolucionado a un huevo gris oscuro voluminoso, del triple del tamaño del huevo de una gallina; diez segundos después Asael se despedía de los confundidos científicos que habían olvidado qué estaban haciendo ahí luego de recibir el rocío del atomizador de manos del bioquímico brujo.

Manuel estaba cansado y adolorido. El tamaño de su proyecto resultó mucho mayor de lo que tenía planificado, pues los cálculos estaban hechos en base a la estructura del esqueleto y la maquinaria necesaria para que funcionara, pero no consideró los exteriores y las terminaciones del artefacto. Si bien es cierto no se alteraba mucho el funcionamiento del proyecto, podía provocar problemas en el rendimiento del combustible de su creación, además del empobrecimiento de la estética del esperpento al que cariñosamente definía como “máquina a vapor nuclear”. Ello lo llevó a tener que derribar antes de tiempo el techo del galpón subterráneo, dejando el túnel de cincuenta metros de profundidad (o altura dependiendo de donde se encontraba) completamente libre, y así dejar crecer su obra sin más limitaciones que las que la su imaginación impusiera. Obviamente ahora podría dedicarle más tiempo a su lado artístico para embellecer los exteriores de su creatura, montar y articular de una vez todas las secciones que había armado por separado por el problema del espacio, y perfeccionar los mandos a distancia: si alguna vez iba a entrar a manejar el esperpento, primero debía probar su seguridad por medio de ensayos a control remoto. Si todo salía bien, lograría tener su creación lista dentro del plazo que él mismo se había fijado.

Asael llevaba varias semanas incubando el huevo. Había buscado en todos los manuscritos disponibles hasta encontrar alguna referencia de cuál era la temperatura adecuada para permitir el desarrollo del producto dentro del huevo; no quería arriesgarse a cocinarlo o a que no se lograra desarrollar. Sabía que una de las virtudes de un buen brujo era la paciencia, y aunque no quisiera debía cultivarla: ya había usado un conjuro en el proceso, y si intentaba utilizar un segundo para apurar las cosas el resultado podría arrancar de sus manos. Ese día venía llegando de vuelta de su trabajo cuando notó que en la incubadora el sensor de movimiento acusaba los primeros crujidos previos a la eclosión. Rápidamente tiró sus cosas a uno de los sofás del living y partió corriendo al otro extremo del piso para ser testigo presencial del resultado de su trabajo. Con emoción y mucho orgullo vio cómo la cáscara crujió y de a poco se abrió un agujero en ella que de inmediato se extendió como fisura por el diámetro mayor del óvulo hasta alcanzarse a sí misma del otro lado. De improviso vino el crujido final, dando paso a la irreversible fractura final: de entre los restos una figura alargada verdosa empezó a abrirse paso entre los restos del huevo, empezando de inmediato a crecer apresuradamente. La cara de desilusión de Asael era evidente, algo había fallado en alguna parte del proceso, dando como producto una serpiente que crecía sin control. Pero del mismo modo en que el desánimo lo había invadido, una brusca oleada de satisfacción lo inundó: luego de un extraño alarido que salió de la alargada boca dentada de la criatura, una suerte de corona se extendió por detrás y encima de sus ojos, dos pares de extremidades empezaron a surgir de su ya grueso y extenso cuerpo, y algo por encima de sus recientes hombros un par de gigantescas y esplendorosas alas de murciélago

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crecían a la par de su acelerado desarrollo.

Manuel estaba terminando su máquina. Había completado el pulido de cada una de las placas que como escamas cubrían por completo su creación, y que cuando vieran la luz del sol brillarían y enceguecerían a cualquiera que intentara fijar su vista en ella. Ahora estaba en la fase de prueba de todos y cada uno de los sistemas de vapor: tomando los resguardos que le hizo el fabricante del contenedor radiactivo había activado la fuente nuclear que rápidamente llevó al agua de la caldera al punto de ebullición, dándole la potencia necesaria para empezar a mover, gracias al mando remoto, uno por uno los pistones que movían los huesos de aluminio articulados por sendas coyunturas de acero. El movimiento era perfecto, y como era de esperar de inmediato empezó la fuga de vapor entre las junturas de los pistones, que pese a estar encamisados no eran capaces de impedir que el agua vaporizada buscara por dónde huir de su destino de empujar y traccionar dentro de cada cilindro lubricado. Así, a los pocos minutos de iniciada la prueba la máquina parecía estar transpirando copiosamente por entre las escamas que la cubrían. De pronto un indicador en el mando a distancia le dio la señal: la presión del vapor era demasiado elevada en la caldera, haciendo que los remaches y las válvulas de distribución corrieran riesgo de explotar. Había llegado el instante de liberar un poco de la presión por los tubos de salida ubicados en el extremo superior de la creatura: tal como lo había imaginado, el diámetro de los tubos no fue suficiente, así que la salida provocó una importante vibración en forma de bramido que le daba el toque fantástico a su ingenio, casi como si tuviera vida. Todo estaba listo para el paso final: elevar el aparato y probar la aerodinamia de la cubierta de escamas.

Una explosión en el piso treinta de la torre remeció todo el edificio y regó de restos de vidrio el pavimento cien metros más abajo, haciendo que los transeúntes buscaran resguardo y guiaran sus miradas a las alturas para poder satisfacer su curiosidad. De las ventanas reventadas salió una imponente llamarada de más de cincuenta metros de extensión paralela al suelo acompañada de un espeluznante bramido. Casi en el acto un gigantesco dragón de treinta metros de largo y cincuenta de envergadura salió volando raudamente y empezó a revolotear alrededor del edificio como buscando algo o a alguien, provocando una estampida de individuos y vehículos hasta una distancia prudente como para seguir curioseando. Algunos segundos después Asael se asomó por la destrozada pared de vidrio de su departamento para ubicar a su dragón y empezar a guiar sus acciones recitando las instrucciones en chino. En cuanto la bestia escuchó en su cabeza las órdenes de su creador comenzó a planear alrededor de la manzana en la que se encontraba el edificio a mayor altura, hasta que un nuevo mensaje guiara su vuelo.

Un fuerte remezón en la plazoleta contigua al condominio de una intensidad similar a un temblor de seis grados hizo huir espantados a quienes estaban a esa hora disfrutando de los escasos lugares con tierra, pasto y árboles de la ciudad. La fuerza del movimiento se incrementó pasados los segundos hasta que de pronto la superficie de la plaza empezó a levantarse como si estuvieran en presencia del nacimiento de un volcán citadino. De improviso la tierra bajo el montículo pareció explotar lanzando cemento y vegetación hacia todos lados; pero cuando los curiosos esperaban ver salir lava, signo casi inequívoco del

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principio del fin de ese pedazo de ciudad, un imponente chorro de vapor de más de treinta metros de altura acompañado de un agudo sonido de silbato metálico salió de las entrañas de la tierra. Tras el chorro un impresionante último remezón se dejó sentir, para que tras éste saliera volando una especie de misil metálico de cerca de treinta metros de altura, que en cuanto abandonó por completo la tierra desplegó sendas alas de cincuenta metros de envergadura e inició un espectacular ascenso dejando una estela de agua evaporada a su paso y reflejando el brillo del sol por doquier. Un minuto después Manuel salía del ascensor y corría por las escaleras hasta llegar al patio de su casa, dentro del condominio. Llevaba puesto una especie de casco de fibra blanda lleno de sensores que transformaban sus ondas cerebrales en órdenes para su dragón de acero y aluminio movido a vapor y uranio radiactivo. Una vez que comprobó que el esperpento era aerodinámicamente funcional, lo guió hacia la torre del dragón de Asael.

A doscientos cincuenta metros de altura, cincuenta metros por sobre el penthouse del edificio, el dragón de Asael y el de Manuel revoloteaban amenazantes. Girando ambos en el sentido de las agujas del reloj y manteniéndose equidistantes en el círculo que trazaban, parecía que en cualquier instante acelerarían su vuelo e iniciarían un torbellino que acabaría con todo y todos a su alrededor. Las miradas de la ciudad y los medios de comunicación confluían hacia la torre y las bestias aladas que la circunvolaban sin aparente mayor preocupación o apuro. De un momento a otro y sin mediar provocación o señal evidente el dragón a vapor giró en ciento ochenta grados y se encontró de frente con la bestia de carne, sangre y huesos, iniciando una feroz contienda en el cielo, golpeándose y desgarrándose escamas de acero y piel con manos y patas, mordiéndose, cabeceándose y chocando sus alas con violencia y odio. El combate aéreo era apenas comparable con la lucha de las águilas en las alturas, enganchadas ambas bestias en busca de la muerte o rendición de su rival. Los golpes iban y venían, hasta que de pronto el dragón vivo logró empujar con sus patas el abdomen de la bestia a vapor alejándola unos veinte o treinta metros, distancia suficiente como para lanzar por sus narices una esplendorosa llamarada que no alcanzó a llegar a destino pues en el mismo instante el esperpento de metal lanzó dos potentes chorros de vapor de agua desde los tubos de liberación de presión ubicados en los agujeros que correspondían a las fosas nasales; ese fue el evento esperado por el dragón vivo para describir en el cielo un pequeño y rápido semicírculo que le permitió alcanzar la espalda del esperpento y atacar con todas sus fuerzas los pistones que movían sus pesadas alas. La creatura metálica logró desembarazarse rápidamente de su rival rotando sobre su eje pero sin lograr evitar el daño: si bien es cierto los pistones resultaron indemnes, las articulaciones de acero de las alas se quebraron dejándolas en posición de flecha lo que provocó que el monstruo de metal se precipitara en caída libre hacia el pavimento. El dragón de carne y hueso bramó su triunfo al viento retomando la altura inicial, pero se apresuró demasiado: cuando faltaban cerca de cincuenta metros para azotarse contra el piso y desencadenar una catástrofe inconmensurable, el dragón de metal y vapor curvó su cuerpo y cola de un lado y lanzó un potente chorro de agua presurizada por detrás de sus patas posteriores, logrando describir un arco que le permitió quedar con la cabeza apuntando hacia su rival. Aprovechando el impulso el esperpento se lanzó a máxima velocidad contra la criatura impactándola con la cabeza bajo el cuello y abrazándose a ella

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con sus cuatro extremidades, arrastrándola consigo hasta los diez mil metros de altura, donde se produjo lo inesperado: el recalentamiento de la caldera elevó a tal nivel la temperatura del esperpento que fundió los receptáculos de uranio provocando una reacción en cadena que hizo que ambas bestias estallaran en el cielo, sumándose a ello la irradiación inicial que requirió la mezcla de materiales para generar la célula que se clonó en el laboratorio y que dio origen al huevo del dragón. A ras de tierra los ojos y las cámaras vieron a las dos bestias alejándose de la superficie a gran velocidad, y luego de unos instantes un violento resplandor que tomó la forma de un gran óvalo amarillo brillante, que a los pocos segundos descargó una fuerte ráfaga de viento sobre todos quienes seguían el espectáculo.

Manuel caminaba algo mareado por la calle luego de haberse sacado el casco que le sirvió de control remoto, el esfuerzo de pensar cada movimiento para que su dragón lo ejecutase lo había dejado en malas condiciones, pero sin causarle daño alguno: sabía que luego de doce horas de sueño volvería a la normalidad. Mientras caminaba a los pies del edificio tratando de esquivar los vidrios rotos esparcidos en el pavimento, vio salir por la puerta principal a un hombre de contextura media, que se veía tan mareado como él.

Asael salió del ascensor luego de bajar los treinta pisos afirmado de la pared de vidrio, pese a lo cual seguía tan mareado y cansado como cuando terminó de darle órdenes telepáticas al dragón antes de su repentina muerte. Si la telepatía en sí le era complicada, dar mensajes en chino era de una complejidad suficiente como para agotar a cualquiera en esas condiciones. Al llegar a la salida del edificio vio acercarse a un hombre de contextura media, que se veía tan mareado como él.

-Asael.-Manuel.-¿Empate otra vez?-Sí, de nuevo. El próximo desafío lo planteas tú.-Está bien, tengo un par de ideas en carpeta. El lunes te llamo entonces.-Bueno. Saludos a la familia.-En tu nombre. A la próxima te derrotaré.-En tus sueños...

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Síntesis

“Me niego a creer, exijo saber”. La dura letanía repetida en voz baja por hombres y mujeres parecía ser capaz de hacer vibrar el aire, cambiando la frecuencia de la vida de quienes la sentían en sus huesos y oídos. Su brevedad hacía que la repetición continua e ilimitada de ese credo tomara cada vez más y más fuerza, pese a que el volumen de las voces se mantenía continuo en el tiempo. Lo único capaz de interrumpir la grata y casi hipnotizante vibración de esa suerte de conjuro, era el ruido del disparo en la nuca de cada uno de los recitantes, seguido de la caída del cuerpo hacia la fosa común. Los recitantes estaban arrodillados frente a una larga zanja hecha con una retroexcavadora; tras ellos, un grupo de soldados pasaban con sus pistolas en las manos, ajusticiando uno por uno a quienes estaban en la fila y seguían insistiendo con repetir una y otra vez el mantra prohibido. Por un asunto formal uno de los militares -generalmente el de peor comportamiento- pasaba delante de los recitantes y les mostraba el primer mandamiento del libro sagrado, donde se prohibía expresamente no creer en algo más allá de los sentidos, y poner al raciocinio sobre la fe. Cuando el militar les mostraba el texto y no lograba acallar a quien lo leía, de inmediato pasaba al siguiente recitante, dejando el espacio suficiente para que el cadáver de quien lo había ignorado cayera a la zanja que hacía las veces de fosa común; tal como hacía ya varios meses, terminada la jornada de ejecuciones, la misma retroexcavadora que había cavado la zanja se encargaba de taparla, para ocultar los miles de cadáveres de la vista de los fieles.

Los recitantes eran una secta de temer. Dueños de un tesón y un metodismo extraordinarios, fueron capaces de organizarse para memorizar todos y cada uno de los libros que fueron eliminados de la faz de la Tierra, una vez que la Revolución Religiosa se hizo cargo del gobierno mundial. Nadie creyó que todas las religiones del mundo serían capaces de ponerse de acuerdo para plantearse un objetivo central: guiar al mundo en el nombre de la divinidad. Luego de décadas de reuniones secretas, cónclaves públicos, asambleas y debates en cada uno de los cultos formales del planeta, y no ajenos a grandes conflictos propios de la lucha de los egos de cada credo para poner a su dios por sobre el de sus socios, se logró consensuar un gran libro sagrado, que si bien era cierto no reemplazaba al de cada credo, sirvió para hacer confluir todos los lugares comunes de la fe humana en un solo texto guía. En un principio, la Revolución Religiosa se planteó como una suerte de sociedad elitista que recibía miembros encargados de difundir sus ideas dentro de los círculos de poder económico, ofreciéndose como cara visible de los gobiernos en las sombras; una vez que se apoderaron de todos los cargos de poder intermedio y unas cuantas presidencias de países en vías de desarrollo, empezaron lentamente a formular modificaciones legales y constitucionales que les dieran un poco más de poder que el que recibían de la plutocracia gobernante. Pronto los grupos de poder dueños de los recursos energéticos y bancos del mundo, notaron los pequeños pero múltiples esfuerzos que los miembros de la Revolución Religiosa hacían para obtener algo de influencia y por ende poder, en todas partes del mundo. Ese era el momento que estaban esperando: luego de la caída en desgracia de la clase política por doquier, el liderazgo de muchos países estaba cayendo en manos de gente común que buscaba el bien del resto de la gente común, cosa absolutamente impensable e intolerable en el orden establecido, donde las élites económicas

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daban migajas de variados tamaños a quienes hacían ruido, para silenciarlos en la medida de lo necesario; esa gente común, la nueva clase política, no tenía precio ni ambiciones, por tanto no eran controlables, así que había que contrarrestarlos con una nueva clase que estuviera cimentada en la raigambre cultural de la humanidad. La fe entregaba a la gente común el mismo mensaje que los nuevos políticos, pero apelando a la iluminación divina como medio para obtener ideas, y como fin ulterior a lo logrado durante la existencia. Así, desde los sermones y los púlpitos se convenció a los electores de votar por los elegidos por la Revolución Religiosa para guiar a las naciones, ahora rebaños de la divinidad, por el camino de la corrección. Los plutócratas estaban felices, sin invertir mucho habían logrado la mejor pantalla posible para seguir gobernando en las sombras, a cambio de pequeñas migajas que no cambiarían a los destinatarios de las ganancias de la productividad mundial.

En un principio la Revolución Religiosa se dedicó a ganar cargos políticos de mayor importancia, y empezaron a demostrar con hechos que eran mejores gobernantes que antiguos y nuevo políticos. Poco a poco los problemas económicos de las sociedades en el mundo empezaron a equilibrarse, y la gente empezó a recuperar su poder adquisitivo y a ganar confianza en la nueva teocracia. De un día para otro las reuniones previas surtieron efecto, y cuando más de dos tercios del planeta estaban bajo las órdenes de miembros de la Revolución Religiosa, los líderes acordaron acabar con la democracia como tal, e imponer la designación divina como método de elección de representantes, eliminando los sufragios a cambio de mantener a la gente económicamente feliz. Luego de un par de años de aprender a gobernar por ese medio, los líderes de cada país le entregaron su poder a un consejo de gobierno mundial, quienes se encargarían del bienestar de las personas. A partir de ese momento, la Revolución Religiosa se hizo cargo de modificar leyes, y erigir al gran libro sagrado como la nueva constitución planetaria.

En todas partes del mundo aquellos que vivían del conocimiento alzaron sus voces, temiendo que sus ciencias ya no fueran necesitadas ni financiadas por el nuevo gobierno mundial; sin embargo todos fueron bien acogidos, con la sola condición que todos y cada uno de ellos, tal como el resto de los habitantes del planeta, estuvieran bautizados en alguna fe y la reconocieran públicamente como el origen de sus conocimientos. La gran mayoría estuvo dispuesto a aceptar el contrato social con tal de no perder sus recursos y libertades, y así poder seguir con sus vidas de un modo relativamente similar a como era antes del inicio de la nueva era teocrática. Un año más tarde, y una vez que el poder del nuevo gobierno mundial estuvo completamente consolidado, empezó la verdadera revolución.

Uno de enero. Mientras la mayoría de las personas despertaban de alguna celebración de año nuevo, el mundo había dejado de ser lo que era la noche del treinta y uno de diciembre. Cuando la gente encendió computadores, televisores o radios para enterarse de las clásicas notas donde se mostraba cómo se recibió la llegada del nuevo año en las diversas latitudes del mundo, se encontraron con una realidad incomprensible pero previsible. En cuanto dio el año nuevo en el último huso horario del planeta, el gobierno mundial decretó el inicio de la Nueva Era Divina: el año que había comenzado era desde ese instante el año cero de la

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nueva era, los meses cambiaban sus nombres por el de doce nombres de dios según las religiones conformantes del gobierno, y los días de la semana dejaban de lado su denominación astrológica para empezar a llamarse como cada uno de los siete libros sagrados principales del mundo. Durante ese año cero, definido como tal para probar los cambios que se harían definitivos a partir del año uno, se crearon consejos de sabios religiosos encargados de revisar uno por uno los textos de dominio público existentes en cada país, y definir si su existencia era acorde con el gran libro sagrado. Luego siguieron textos técnicos, música, programas de televisión, páginas web, y todo medio de difusión masiva local y global. Así, al comenzar el año uno de la nueva era, la tierra era regida por las leyes creadas por los hijos de dios.

A principios del año dos, los consejos locales empezaron a recibir noticias perturbadoras. El material prohibido se seguía produciendo y difundiendo clandestinamente, gracias a la aparición de grupos disidentes bastante bien estructurados, que no tenían identificaciones pues no estaban bautizados en ningún credo: durante el año cero se instauró como dato obligatorio en los documentos de identificación en todo el planeta la religión a la cual adhería el ciudadano. Durante el mismo período se oficializó la desaparición del papel moneda y su reemplazo por el dinero electrónico, cuyo chip estaría incorporado a la tarjeta de identidad: así, quien no estuviera bautizado en algún credo no podría recibir sueldo ni acceder a la economía moderna. Los grupos disidentes -aquellos que decidieron ser consecuentes y no bautizarse, así como muchos que pese a su falta de fe simplemente siguieron la corriente para poder vivir en paz- se armaron en torno a esa dificultad, primero generando comunidades cerradas de trueque e intercambios de bienes por servicios, y luego como pequeñas cooperativas agrícolas que consumían lo que producían, y generaban su propia energía gracias a la utilización de desechos orgánicos y fuentes renovables. Durante el transcurso del año cero dichas comunidades y cooperativas autónomas empezaron a comunicarse entre ellas y a generar una red paralela a la economía formal en lo local, y a interactuar por medios electrónicos compartiendo técnicas y conocimientos en lo global. Ese modo de resistencia pasiva basada en las necesidades básicas, pronto se abrió a la tarea de nutrir las otras necesidades de sus miembros: preservar el conocimiento que estaba proscrito por el gran libro sagrado, transmitiendo sus contenidos como archivos digitales e imprimiendo aquellos textos que resultaran fundamentales para la perpetuación del acervo cultural humano. Mientras el gobierno mundial estaba expectante frente a la distribución del conocimiento proscrito por doquier, sin saber bien de qué modo detener su viralización, la plutocracia en las sombras decidió intervenir lo antes posible para evitar el avance de la nueva economía, que amenazaba con diseminarse y ganar adeptos suficientes como para desestabilizar su status quo de dominación mundial. Así, influyeron en los líderes mundiales para reprimir y castigar la disidencia religiosa con cárcel, con lo que mataban ambos pájaros de un solo tiro: al encarcelar a sus miembros destruían todo el material de difusión existente, y al sacarlos de circulación los incorporaban a la economía legal, pudiendo inclusive destruir sus comunidades y avances. El temor a perder el conocimiento, el único bien preciado de estos grupos, los llevó a adoptar el método ancestral de transmisión de la información, usado por siglos e inclusive milenios por nuestros predecesores: el boca a boca. De ese modo se dieron a la ardua tarea de memorizar todos y cada uno de los libros que estaban prohibidos

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por ley, de modo tal de no arriesgar su sobrevivencia para las futuras generaciones. Como cada comunidad tenía sus propios textos, y muchos de los universales estaban traducidos, sus contenidos fueron memorizados y enseñados a sus descendientes. Para facilitar la memorización y su enseñanza, cada cual le dio un ritmo a su relato; de esa conducta nació su denominación común:los recitantes.

Año cinco. La radicalización de ambas partes estaba desencadenando un nuevo descalabro, peor que las crisis económicas y sociales que fueron el génesis de todo, y que ya estaban generando descontento en la población, que veían que miembros de sus familias eran detenidos y enjuiciados por no tener fe o por guardar libros viejos. Los recitantes estaban ganando fuerza como movimiento día tras día: aparte del tesón de sus integrantes para memorizar palabra por palabra cada libro escrito y proscrito, de la infinita paciencia para recitarlo una y otra vez a quien lo necesitara o pidiera, y de su extraña apertura a escuchar a quienes los intentaban convencer de las cualidades del gran libro sagrado sin entrar en discusiones o faltas de respeto, se sumaba su disposición a compartir sus excedentes de energía almacenada. La generación de energía pagada bajo las leyes de la revolución religiosa se hacía cada vez más cara y difícil de mantener en el tiempo, por lo que el regalo de electricidad era siempre bienvenido, y para desazón de las autoridades, agradecida por medio de la integración del trueque como forma de pago a quienes no podían recibir dinero electrónico. Así, día tras día los recitantes se pudieron rehacer de artículos suntuarios de los que disponían antes de la revolución, y con ello facilitar sus vidas y fortalecer el movimiento a escala mundial. Los plutócratas veían con espanto cómo los revolucionarios aceptaban sin mayores problemas a los recitantes, quieres ahora empezaban a enseñar a los bautizados cómo crear su propia energía: ya estaba decidido, había que dar un golpe que borrara de la faz de la tierra a ese grupo de disidentes, y que sirviera de advertencia a los bautizados para que se alejaran de esa lacra.

El día Torá cinco de Alá del año cinco N.E. (Nueva Era) a las ocho de la mañana, en dos ciudades importantes de cada continente, un total de diez estaciones de tren subterráneo atestadas de usuarios volaban en pedazos, producto de explosiones perfectamente programadas para ocurrir simultáneamente, acabando con las vidas de miles de personas que a esa hora esperaban para ir a sus trabajos, universidades, colegios o jardines infantiles. Las investigaciones preliminares encontraron en cada sitio evidencia que los artefactos se activaron con baterías hechizas que funcionaban con desechos orgánicos, invención propia de los recitantes. El gobierno de la Revolución Religiosa no tardó en tomar una decisión drástica, pues ya no bastaba con el bloqueo económico y social: ahora eran un grupo terrorista que atentó contra los seguidores del gran libro sagrado, por tanto debían ser eliminados de la faz de la Tierra. En una semana se dictó una ley mundial que ordenaba destruir cualquier libro que no estuviera aceptado por los consejos locales, y ejecutar a los dueños de dichos libros que no tuvieran tarjeta de identificación; en el mismo texto legal se dejaba claro que si el dueño de los libros, en el instante en que fuera sorprendido sin identificación, juraba en nombre del texto sagrado tener fe, y se bautizaba en cualquier credo ese mismo día, sería perdonado y podría integrarse a la sociedad: pese a la maldad demostrada por los recitantes, tenían derecho al perdón y a la piedad emanadas de la Revolución Religiosa. Tres días después, el Baghavad 8 de Alá, empezaron

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las redadas de libros para capturar y ejecutar recitantes, y los trabajos de inteligencia para desbaratar comunidades y terminar con los líderes de los terroristas. El plan maestro de la plutocracia había dado sus frutos.

Dos semanas después de los atentados, el Torá 19 de Alá, un extra noticioso a nivel mundial dio cuenta de la captura en una comunidad ecológica cercana a una de las capitales continentales de uno de los líderes del movimiento. En su poder se encontraron varios computadores que hacían las veces de servidores para alojar sitios de internet que facilitaran la comunicación de las diversas células de los recitantes a nivel mundial. La expectación de la gente y los medios era enorme, y la presión ejercida por el gobierno mundial era mayor aún, lo que llevó al capitán a cargo de la captura del líder a saltarse los conductos regulares: en cuanto vio las decenas de cámaras de televisión apostadas en la plaza de la ciudad, a la espera de ver el paso del vehículo donde debían transportar al terrorista hasta los tribunales, hizo detener el vehículo, bajó al recitante a la fuerza y lo hizo arrodillarse al lado de la camioneta. Luego llamó al conductor y le pidió que trajera la copia del gran libro sagrado que llevaba a todos los operativos, y le hizo buscar el versículo donde aparecía el primer mandamiento consensuado de la Revolución Religiosa: “No dejarás de tener fe en la divinidad, ni pondrás el raciocinio o el conocimiento por sobre el poder de la fe y la divinidad”. El capitán hizo que el conductor leyera a viva voz el versículo, y luego le preguntó en voz alta a su cautivo si creía en ello y juraba dejar de lado su conducta subversiva; el recitante, sin despegar la vista del versículo, gritó con todas sus fuerzas “¡Me niego a creer esta patraña, exijo saber quién inventó esta porquería!”. Los gritos destemplados de la masa de gente presente en el evento hizo que sólo se lograra escuchar a través de la transmisión televisiva “¡Me niego a creer... exijo saber...!”, luego de lo cual, y en el fragor del hedor a odio y adrenalina que inundaba el ambiente, el capitán desenfundó su pistola, se paró a espaldas del hombre, y le descerrajó un tiro en la nuca que acabó con su vida instantáneamente. A partir de ese instante todo cambió: los líderes de la Revolución Religiosa instauraron como norma de juicio abreviado y ejecución la metodología del capitán, que inmediatamente fue ascendido a coronel; por su parte los recitantes asumieron como grito de libertad las palabras que lograron escuchar de su líder asesinado, quien ahora se había convertido en mártir de la causa, y empezaron a usar dicha frase tanto como mantra y declaración de principios. En las sombras, los plutócratas se regocijaban de la locura desatada y de las ganancias que les reportaría la radicalización de la realidad.

Año seis. En el aniversario de los atentados a los trenes subterráneos se difundió una macabra estadística: cerca de un millón de recitantes había sido ejecutado gracias a la nueva ley. Debido a ello un grupo no menor de perseguidos decidieron darle la razón a sus perseguidores y tomar la vía armada. Así, durante ese año empezaron a sucederse pequeños atentados que de a poco iban creciendo en su grado de destrucción y número de víctimas, aunque sin siquiera acercarse a la magnitud de los atentados iniciales provocados por los plutócratas. Junto con ello, un grupo de aquellos que tomaron la decisión de violentar sus medidas, formaron células paramilitares destinadas a atacar objetivos específicos y a realizar asesinatos selectivos, especialmente de líderes de la revolución religiosa que buscaban endurecer más aún las políticas del gobierno mundial. La semilla de la guerra había sido sembrada, y los plutócratas se frotaban las manos

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con las ganancias que obtendrían con el contrabando de armas.

Año diez. El planeta llevaba ya dos años librando la Tercera Guerra Mundial, llamada alternativamente la Cruzada de la Nueva Era por el bando de la Revolución Religiosa. El conflicto era una masacre de proporciones, pues en los dos años previos al inicio formal de las hostilidades se libró una salvaje guerra de guerrillas que llevó a la facción rebelde de los Recitantes a apoderarse de armas de destrucción mediana y masiva a distancia, lo que derivó en atentados cada vez mayores hasta que finalmente se declaró la Tercera Guerra. Lo que en un principio se libró en las principales capitales del mundo civilizado, poco a poco empezó a abarcar más y más territorios, hasta encontrar batallas en campos y desiertos olvidados hasta ese entonces. En el mes de Yahvé del año diez -junio del 2030 para los Recitantes- las víctimas de la guerra alcanzaban a los quinientos millones de muertos y más de mil seiscientos millones de heridos. Las pérdidas económicas eran sencillamente incuantificables, y la realidad mundial ya no tenía vuelta atrás. A mediados de mes las tropas hicieron un alto al fuego no ordenado por los altos mandos, sino simplemente nacido de la inutilidad absoluta de intentar capturar cien metros de ciudad de día que serían reconquistados en la noche, y dejarían cientos de personas muertas en el proceso. Las autoridades mundiales de la Revolución Religiosa y los líderes de los Recitantes estaban en una encrucijada: la guerra que ellos habían creado moría de inanición, los pueblos de la Tierra se habían cansado de todo, y había llegado el tiempo de la renovación definitiva. Obligados por el devenir de la realidad, revolucionarios y recitantes acordaron crear una nueva realidad, más parecida a la anterior a la revolución, que permitiera a todos ser felices y vivir en paz. Para ello hicieron el cambio sustancial que necesitaban: cambiar de una vez y para siempre el sistema bancario. Los precios ya no serían fijados por grandes capitales sino por las personas, atendiendo a sus necesidades y no a los intereses del mercado; los intereses de los créditos quedarían establecidos por ley en base a los ingresos de cada grupo familiar; las acciones se transarían en la bolsa sólo una vez a la semana, para evitar especulaciones del día a día. Así, la distribución de los recursos sería más equitativa y la posibilidad de hacerse millonario de la nada a costa de los pobres estaba por fin un poco más controlada. Los plutócratas por su parte habían logrado su objetivo: después de diez años de lucha entre bandos que nunca debieron existir, eran por fin dueños absolutos de todos los recursos renovables, y de todos los derechos de administración de los no renovables. Desde ese momento en adelante los modelos económicos dejaron de tener importancia para ellos: la propiedad del planeta estaba en sus manos, y los habitantes seguían siendo felices en su ignorancia.

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Santiago del Aire

El dirigible 202 se disponía a despegar desde la torre ubicada a la entrada de Ahumada, en la estación de tranvía del mismo número. El servicio integrado de tranvía urbano y dirigibles luego de la fusión de Líneas Aéreas Nacionales y Empresa de Tranvías del Estado había dado lugar a una gran compañía de transportes intraurbano, conocida coloquialmente como LanEte, que facilitaba y abarataba los costos de movilización dentro del Gran Santiago y con Santiago del Aire, la ciudad voladora ubicada a mil metros de altura sobre la capital de la república. El Ministerio de Obras Públicas y el Ministerio de Tecnologías del Vapor habían logrado esa solución para paliar el hacinamiento dentro de la ciudad, fruto de la constante migración desde el norte y el sur, de gente que quería disfrutar de los adelantos tecnológicos del vapor que abundaban en la capital y que apenas se veían de vez en cuando en provincias. Dicha discriminación generó una sangrienta guerra civil de los ejércitos de las provincias contra la milicia capitalina: las tropas de provincias estaban bien preparadas, con soldados perfectamente entrenados y una disciplina y bravura incomparables, pero que lamentablemente eran insuficientes para contrarrestar a la moderna y poderosa Fuerza Aérea compuesta por dirigibles de todos portes y artillados de tal modo de convertirse en fortalezas de combate voladoras impenetrables. El fin de la guerra dejó una capital más poderosa y millonaria, y provincias pobres y diezmadas, que sólo podían intentar luchar por no morir de inanición. Ello llevó a un éxodo masivo desde el norte y el sur que rápidamente repletó la ciudad, generando campamentos y tomas que en un principio estaban cerca de los límites de la capital con las comunas agrícolas de la periferia, pero que pasados los meses comenzaron a ocupar más lugar hacia el interior. El gobierno federal de Santiago comprendió que intentar erradicar a esa gente generaría una insostenible nueva guerra civil, que podría hasta poner en peligro las fronteras nacionales, por lo que encargaron a Obras Públicas alguna solución. Un par de meses después, y luego del concurso de privados y del Ministerio de Tecnologías del Vapor, se presentó el gran proyecto: un nuevo Santiago, al que llamarían Santiago del Aire, ciudad que mantendrían levitando a gran altura gracias a cientos de motores a vapor que le darían un flujo permanente de helio a miles de grandes globos con armazones similares a los de los dirigibles en uso en ese entonces.

El trabajo de construcción de las bases de la ciudad fue sobrehumano. El levantamiento de tamaña obra -del porte de la comuna de Santiago- se hizo en el camino entre la capital y el puerto de Valparaíso, en terrenos aledaños a la línea del tranvía interurbano para no alterar las principales rutas de vuelo de los dirigibles de LanEte. Quienes pasaban a distancia en el tranvía o en dirigible, o más de cerca en los automóviles de caldera de vapor, quedaban pasmados al ver una mole de acero de diez pisos de alto y miles de metros de perímetro irregular levantándose casi en medio de la nada. En ella, decenas de miles de obreros, los mismos ocupantes de campamentos y tomas, se esmeraban en construir una obra del más alto nivel, que les asegurara la calidad de vida que de una vez por todas merecían los habitantes de provincia. Los pisos de más abajo estaban creados para instalar calderas, motores y todos los artefactos necesarios para mantener en el aire la ciudad de manera segura; los de más arriba llevarían alcantarillados, cañerías, y probablemente dejarían el espacio necesario para la instalación de una suerte de tren subterráneo que conectaría una red de

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estaciones entre sí, cosa impensable para el desarrollo de la tecnología del vapor, al menos bajo la superficie de la capital, por el riesgo de inundar todo de vapor y provocar la muerte de muchos pasajeros producto de la desesperación, y de todos modos innecesario gracias a la presencia de las máquinas de la compañía LanEte. Una vez terminada la monstruosa estructura y mientras se avanzaba en la habilitación de todos los servicios y conexiones que estarían ubicados en dicho lugar, otras decenas de miles de personas empezaron a cubrir de diversas capas de material poroso toda la superficie de metal, para luego empezar a cubrir de tierra la nueva ciudad, y con ello darle la posibilidad de albergar vida en su superficie. Los millones de metros cúbicos de contenido fueron sacados de varias regiones del país para no producir un impacto medioambiental mayor en la zona donde se armaba la ciudad, y para darle la diversidad de capas exigida por los geólogos para aprobar su funcionamiento. Pasados dos años del inicio de las obras, y mientras aún se trabajaba en la plataforma de servicios y sustentación y se seguía rellenando la periferia de la ciudadela de capas y capas de tierra, empezó la construcción de la civilización que cubriría la ciudad y le daría la habitabilidad necesaria para entregarle un nuevo futuro a la gente de provincias que viviría allí. El proceso fue lento, levantar esa cantidad de edificaciones, servicios, calles, líneas de tranvía, para albergar a más de tres millones de habitantes era casi impensable. Recién luego de cinco años de enconado esfuerzo de los habitantes de la nueva ciudad, sus edificaciones estaban listas para ser habitadas con todos los servicios que requerían para un pasar digno. Durante ese tiempo vivieron en campamentos armados en la misma ciudad que construían, mientras sus padres, esposas e hijos lo hacían en los alrededores de la ciudadela, para mantener a las familias unidas y darles a todos la posibilidad de ayudar a ser constructores de su futuro y ver cómo avanzaba el sueño que les habían prometido. Pero aún faltaba una de las partes principales de la innovadora idea: la maquinaria necesaria para elevar y mantener en el aire ese imponente esperpento amorfo.

En paralelo al inicio de la construcción de las viviendas, los motores instalados en las bases empezaron sus primeras pruebas para detectar fugas, fallas y riesgos al hacerlos funcionar sobrecargados: fue en esa etapa en que se produjeron más muertes, debido a las explosiones de las calderas cuyo diseño y tamaño no eran los adecuados para la función deseada. Equipos de ingenieros militares se unieron a la gente de Obras Públicas y a los de Tecnologías del Vapor, y los ayudaron a potenciar sus máquinas con algunos materiales y refuerzos utilizados en la industria militar, los que lograron entregar la energía suficiente para las exigencias del proyecto. Luego de ello los equipos de ingenieros rediseñaron los dirigibles que sostendrían toda esa gran mole, reforzando pilares y armazones internas, y creando un revestimiento de mayor resistencia a los cambios de temperatura y que pudiera ser reparado o reemplazado por partes, para no alterar la operatividad del sistema. Faltando poco para que terminaran de armar los hogares definitivos, y poco antes de iniciar la construcción de tranvías y servicios públicos, se hizo la prueba general de elevación. Cuando estaban a punto de despegarse del suelo, las calderas llegaron a sus temperaturas límite, poniendo en riesgo la integridad de los remaches de toda la plataforma, por lo que hubo que detener el ensayo e iniciar el diseño, armado e instalación de cientos de rotores enmarcados para poder ventilar integramente la base metálica de la ciudad y permitir que todo funcionara sin peligro para sus futuros habitantes. Dada la

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complejidad de las operaciones, se decidió no volver a hacer pruebas hasta la inauguración de la ciudad.

A los diez años de iniciado el proyecto el Presidente de la República y el Gobernador Federal daban por inaugurada Santiago del Aire, la única ciudad voladora del planeta. Luego del nombramiento del primer Alcalde de Aire, del corte de cinta, la bendición religiosa y el bautizo con la consabida botella de champaña, las autoridades se alejaron a distancia prudente en un dirigible para ver el triunfo de la tecnología o el colapso irreversible de sus carreras políticas. Las calderas y motores estaban encendidos desde antes, en espera del momento de iniciar su vuelo. En cuanto se dio la señal las calderas aumentaron abruptamente su temperatura y los motores se aceleraron lo suficiente para empezar el bombeo de helio hacia los miles de gigantescos dirigibles que sostendrían el portento. La tensión en los operarios era enorme, de hecho muchos de ellos debieron tomar tranquilizantes para poder hacer su trabajo, y algunos debieron ser reemplazados al caer en pánico en las horas previas al inicio de las operaciones. Los minutos pasaban y la ciudad permanecía en su sitio ante la preocupación de sus habitantes y autoridades, mientras en sus entrañas los trabajadores vigilaban las válvulas de presión de las calderas y los pistones de los motores para cerciorarse que nada explotaría. De pronto los marcos de los soportes metálicos empezaron a crujir, lo que hizo que los operarios empezaran a buscar fugas, filtraciones o piezas fuera de lugar, sin encontrar nada extraño; pese a ello los crujidos aumentaban con el paso de los segundos. En ese instante uno de los banderilleros de tierra, encargado de dar las señales a la gente de a bordo, empezó a agitar sus brazos y a apuntar al cielo con sus banderas; acto seguido el resto de los banderilleros se sumaron a esa extraña coreografía, hasta que llegó la comunicación oficial desde tierra: Santiago del Aire estaba despegando. A los cinco minutos, y luego de crujir desaforadamente por todos lados, la ciudad voladora estaba a cien metros de altura, llegando a los mil metros en apenas quince minutos; media hora más tarde, y gracias al uso de los timones de los dirigibles para usar las corrientes de viento, la ciudad voladora se ubicaba sobre su homónima terrestre.

Desde tierra la imagen era sobrecogedora. Sobre la capital una mole del tamaño de la comuna ocultaba parcialmente los rayos del sol y se mantenía suspendida de la nada, amenazante, como si en cualquier instante se dejara caer sobre tierra para reemplazar a la capital y sus habitantes originales, fruto de un plan maquiavélico urdido entre el gobierno y las regiones para quizás qué extraño fin. Pero nada de eso parecía ocurrir, Santiago del Aire seguía en su lugar, y salvo algunos tornillos y restos de tierra que caían de vez en cuando, al llegar la noche seguía donde mismo. Al amanecer siguiente nada había cambiado en Santiago, salvo la cada vez menos aterradora imagen de la mole sobre sus cabezas. Al terminar esa semana, LanEte inició sus vuelos regulares a Santiago del Aire usando como terminal la estación de tranvía Ahumada. A partir de ese día muchos santiaguinos pagaron su pasaje para ir a conocer su comuna hermana, y cientos de airinos hicieron de Santiago un destino cercano, acogedor, y hasta propio.

El dirigible 202 se disponía a despegar desde la torre ubicada a la entrada de Ahumada, en la estación de tranvía del mismo número. Los viajes intercomunales entre ambas Santiagos ya eran comunes, luego de un año de inauguración del

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portento tecnológico. Los pasajeros abordaban en orden la nave para hacer el breve pero siempre sorprendente viaje a la nueva comuna. De pronto un ensordecedor ruido se apoderó del ambiente en las dos Santiagos: poderosas sirenas de alerta de bombardeo, utilizadas durante la guerra civil, empezaron a sonar por todos lados. De inmediato Carabineros evacuó todos los dirigibles, los que fueron enviados a Santiago del Aire: al parecer algo andaba mal y había que evacuar lo más rápido posible a todos los habitantes de la mole. Los temores resurgieron en los santiaguinos, si iban a evacuar existía el riesgo que el esperpento cayera sobre sus cabezas, y con ello perecerían todos, pues una cosa era evacuar a los tres millones que vivían en la mole, y otra muy distinta era evacuar la comuna, tarea simplemente imposible: si las decisiones no eran las correctas, más de seis millones de almas estaban en riesgo vital. Al poco rato y de todas partes, gigantescos dirigibles militares enfilaron hacia Santiago del Aire para ayudar con la evacuación de civiles, quienes fueron rápidamente dejados en Santiago para que las autoridades en tierra decidieran cuáles eran los pasos a seguir para mantener la seguridad de la población. Cuando aterrizaron los primeros dirigibles la información era confusa: según todos los pasajeros, los dirigibles llegaron llenos de militares a la plataforma, quienes se quedaron en ella mientras la población bajaba. Extrañamente los soldados no iban con ropa de rescate sino que con tenidas militares y fuertemente armados. Luego de quince horas de vorágine se logró evacuar a todos los civiles, quedando el armatoste flotando donde siempre, hasta que todos los dirigibles se estacionaran en su superficie. De improviso los rotores ubicados en la parte baja de la plataforma base empezaron a girar a gran velocidad pero sólo los que apuntaban hacia el sur: ante el asombro de todos en tierra, Santiago del Aire inició un lento movimiento hacia el norte, que poco a poco empezó a ganar velocidad. En ese instante, y a través de los parlantes de todas las estaciones de tranvías y dirigibles de LanEte, y de los altoparlantes de cientos de vehículos policiales, se ordenaba a la población ir a sus hogares y albergar a quienes pudieran de los habitantes de Santiago del Aire: la ciudad voladora no era tal sino un gran portadirigibles volador, cuya misión era conquistar todos los territorios hasta el Ecuador y crear los Estados Unidos de Sudamérica.

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