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CONCILIUM Revista internacional de Teología Año XX Seis números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Se publica en forma bimensual desde enero de 1984. CONTENIDO DE ESTE NUMERO 1. Pueblo de Dios en medio de los pobres U. Molina: Estructura y funcionamiento de una comunidad cristiana popular 321 P. Richard: La Iglesia de los pobres en el movimiento po- pular 331 G. Pixley: Pueblo de Dios en la tradición bíblica 341 G. Alberigo: El pueblo de Dios en la experiencia de la je. 353 E. Dussel: «Populus Dei» in populo pauperum. Del Vatica- no II a Medellín y Puebla 371 2. Las junciones eclesiales orientadas desde los pobres A. Lorscheider: Redefinición de la figura del obispo en el ámbito popular pobre y religioso 383 J. Mutiso Mbinda: El presbítero 387 Testimonios de Brasil: Perfil de la vida religiosa en los ám- bitos populares 395 G. Gutiérrez: Quehacer teológico y experiencia eclesial 401 C. Zarco Mera: La vocación y la misión del animador en la comunidad 407 L. Tellería: El humilde servicio de coordinadora 411 C. M. Sánchez: Comunidades comprometidas con la libera- ción 413 C. Floristán: Modelos de Iglesia subyacentes a la acción pastoral 417 3. Reflexiones sistemáticas P. Ribeiro de Oliveira: ¿Qué significa analíticamente «pue- blo»? 427 L. Boff: Significado teológico de pueblo de Dios e Iglesia popular 441 E. Schillebeeckx: Ministerios en la Iglesia de los pobres ... 455 V. Elizondo/L. Boff: Epílogo 471 EDICIONES CRISTIANDAD Huesca, 30-32 - 23020 Madrid CONCILIUM Revista internacional de Teología 196 LA IGLESIA POPULAR, ENTRE EL TEMOR Y LA ESPERANZA EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1984

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CONCILIUM Revista internacional de Teología

Año XX

Seis números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Se publica en forma bimensual desde enero de 1984.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

1. Pueblo de Dios en medio de los pobres

U. Molina: Estructura y funcionamiento de una comunidad cristiana popular 321

P. Richard: La Iglesia de los pobres en el movimiento po­pular 331

G. Pixley: Pueblo de Dios en la tradición bíblica 341 G. Alberigo: El pueblo de Dios en la experiencia de la je. 353 E. Dussel: «Populus Dei» in populo pauperum. Del Vatica­

no II a Medellín y Puebla 371

2. Las junciones eclesiales orientadas desde los pobres

A. Lorscheider: Redefinición de la figura del obispo en el ámbito popular pobre y religioso 383

J. Mutiso Mbinda: El presbítero 387 Testimonios de Brasil: Perfil de la vida religiosa en los ám­

bitos populares 395 G. Gutiérrez: Quehacer teológico y experiencia eclesial 401 C. Zarco Mera: La vocación y la misión del animador en la

comunidad 407 L. Tellería: El humilde servicio de coordinadora 411 C. M. Sánchez: Comunidades comprometidas con la libera­

ción 413 C. Floristán: Modelos de Iglesia subyacentes a la acción

pastoral 417

3. Reflexiones sistemáticas

P. Ribeiro de Oliveira: ¿Qué significa analíticamente «pue­blo»? 427

L. Boff: Significado teológico de pueblo de Dios e Iglesia popular 441

E. Schillebeeckx: Ministerios en la Iglesia de los pobres ... 455 V. Elizondo/L. Boff: Epílogo 471

EDICIONES CRISTIANDAD Huesca, 30-32 - 23020 Madrid

C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

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LA IGLESIA POPULAR, ENTRE EL TEMOR Y LA ESPERANZA

EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1984

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«Concilium» 1984: temas de los seis números

1. DIVERSAS TEOLOGÍAS, RESPONSABILIDAD COMÚN.

¿BABEL O PENTECOSTÉS? Enero

2. LA ÉTICA ANTE EL DESAFÍO DE LA LIBERACIÓN Marzo

3. SEXUALIDAD, RELIGIÓN Y SOCIEDAD Mayo

4. TRANSMITIR LA FE A LA NUEVA GENERACIÓN Julio

5. E L HOLOCAUSTO JUDÍO, RETO PARA LA TEOLOGÍA

CRISTIANA Septiembre

6. LA IGLESIA POPULAR: ENTRE EL TEMOR Y LA

ESPERANZA Noviembre

«Concilium» se publica en nueve idiomas: espa­ñol, francés, alemán, inglés, italiano, holandés, portugués, polaco (parcial) y japonés (parcial).

No se podrá reproducir ningún artículo de esta revista, o extracto del mismo, en nin­gún procedimiento de impresión (fotocopia, microfilm, etc.), sin previa autorización de la fundación Concilium, Nimega, Holanda, y de Ediciones Cristiandad, S. L., Madrid.

Depósito legal: M. 1.399.—1965

COMITÉ DE DIRECCIÓN DE CONCILIUM

Giuseppe Alberigo Gregory Baum Leonardo Boff

Antoine van den Boogaard Paul Brand

Marie-Dominique Chenu John Coleman

Mary Collins Yves Congar

Mariasusai Dhavamony Christian Duquoc Virgilio Elizondo Casiano Floristán

Claude Geffré Norbert Greinacher Gustavo Gutiérrez

Peter Huizing Bas van Iersel

Jean-Pierre Jossua Hans Küng

Nicolás Lash Rene Laurentin

Johannes Baptist Metz Dietmar Mieth

Jürgen Moltmann Roland Murphy Jacques Pohier

David Power Karl Rahner t

Luigi Sartori Edward Schülebeeckx

Elisabeth Schüssler Fiorenza David Tracy

Knut Walf Antón Weiler

John Zizioulas

SECRETARIA

Ellen de Waal-Wijgers

Bolonia-Italia Toronto/Ont.-Canadá Petrópolis-Brasil Nimega-Holanda Ankeveen-Holanda París-Francia Berkeley/Cal.-EE. UU. Washington D. C.-EE. UU. París-Francia Roma-Italia Lyon-Francia San Antonio/Texas-EE. UU. Madrid-España París-Francia Tubinga-Alemania Occ. Lima-Perú Nimega-Holanda Nimega-Holanda París-Francia Tubinga-Alemania Occ. Cambridge-Gran Bretaña París-Francia Münster-Alemania Occ. Tubinga-Alemania Occ. Tubinga-Alemania Occ. Durham/N. C.-EE. UU. París-Francia Washington D. C.-EE. UU. Innsbruck-Austria Padua-Italia Nimega-Holanda Notre Dame/Ind.-EE. UU. Chicago/Ill.-EE. UU. Nimega-Holanda Nimega-Holanda Glasgow-Gran Bretaña

GENERAL

Nimega-Holanda

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COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Directores:

Leonardo Boff OFM Virgil Elizondo

Petrópolis/RJ-Brasil San Antonio/Texas-EE. UU.

Miembros:

K. C. Abraham Duraisamy Amalorpavadass

Hugo Ássmann Georges Casalis

F. Chikane Enrique Dussel

Gustavo Gutiérrez Juan Hernández Pico sj

Francois Houtart Joao Batista Libanio

Beatriz Melano Couch José Míguez Bonino

Uriel Molina Zwinglio Mota Dias

Ronaldo Muñoz John Mutiso Mbinda

Alphonse Ngindu Mushete M. A. Oduyoye

Soon-Kyung Park Aloysius Pieris sj Samuel Rayan sj

Pablo Richard J. Russel Chandran

Jon Sobrino Anselme Titanma Sanon

Sergio Torres

Bangalore-India Bangalore-India Piracicaba-Brasil Noyon-Francia Pretoria-Sudáfrica México DF-México Lima-Perú México DF-México Louvain-la-Neuve-Bélgica Belo Horizonte-Brasil Buenos Aires-Argentina Buenos Aires-Argentina Managua-Nicaragua Río de Janeiro-Brasil Santiago-Chile Nairobi-Kenia Kinshasa-Zaíre Ibadán-Nigeria Seúl-Corea Gonawala-Kelaniya-Sri Lanka Delhi-India San José-Costa Rica Bangalore-India San Salvador-El Salvador Alto Volta Santiago-Chile

PRESENTACIÓN

. La llamada Iglesia popular se ha convertido, en los últimos tiempos, en manzana de discordia. Para muchos es una señal de esperanza por representar a la Iglesia en medio de los pobres; para otros es causa de temor, por el riesgo de división que puede supo­ner en la comunidad eclesial. Juan Pablo II , hablando a los obis­pos latinoamericanos en Puebla (28-1-79), rechazó la oposición entre una «Iglesia institucional u oficial» y otra «Iglesia popular que nace del pueblo y se concreta en los pobres» (1,8). En agosto de 1982, en carta a los obispos de Nicaragua, afirmaba enfática­mente: «Es absurdo y peligroso imaginar junto —por no decir en oposición— a la Iglesia construida alrededor del obispo otra Igle­sia concebida como 'carismática' y no institucional, nueva y no tradicional, alternativa y, como se preconiza últimamente, popular» («L'Osservatore Romano», 8-VIII-1982). Las mismas palabras re­pitió, hablando en Managua, el 4 de marzo de 1983, ante más de medio millón de personas (cf. «L'Osservatore Romano», 13-IV-1983).

Por otra parte, el mismo papa ha afirmado que Iglesia popular «puede tener un significado aceptable cuando se toma como sinó­nimo de 'Iglesia que nace del pueblo'». Esto ocurre «cuando una comunidad de personas... se abre a la buena noticia de Jesucristo y comienza a vivirla en comunión de fe, de amor, de esperanza, de oración y de celebración» («L'Osservatore Romano», 8-VIII-1982). En su encíclica Laborem exercens afirmaba que «la fidelidad de la Iglesia a Cristo se comprueba al convertirse ella misma, por la soli­daridad con los trabajadores explotados, en Iglesia de los pobres» (núm. 8).

La XIX Asamblea General del CELAM, del 9 al 14 de marzo de 1983 en Haití, recalcó, entre otras, la siguiente recomendación: «Que el CELAM ofrezca a las conferencias episcopales una refle­xión teológica sobre la problemática de la Iglesia popular, teniendo también en cuenta los elementos socio-económico-políticos» (REB 1983, 412).

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318 Presentación

El presente número de «Concilium», dedicado a la temática de la Iglesia popular o de los pobres —o del pueblo de Dios en me­dio de los pobres—, puede entenderse como una colaboración a tal llamamiento. Para abordar este asunto con seriedad conviene guar­dar un cierto distanciamiento crítico frente a la polémica desenca­denada, como consecuencia de las observaciones del papa, sobre la Iglesia popular.

Nos alegra observar que los diferentes colaboradores han sabi­do guardar ese precepto de objetividad que favorece a la verdad y a la autenticidad de la Iglesia inserta en el universo de los conde­nados de este mundo. Siempre que se trata de la causa de los po­bres —como en este caso— debemos proceder con sumo cuidado; el afán de cortar la cizaña puede arrancar demasiado trigo, y el vino nuevo se pierde cuando se guarda en odres viejos. Eso defraudaría la esperanza de los pobres, que, al menos en América Latina, han descubierto el evangelio como fuerza de liberación integral, y la Iglesia como un espacio de vivencia de la dignidad humana y de la filiación divina. No debemos reforzar los argumentos de quienes no dudan en afirmar que la Iglesia, históricamente, casi siempre re­fuerza la causa de los poderosos al tratar de manera paternalista a los pobres, adormeciendo sus ideales de liberación en una socie­dad diferente.

El hecho al que asistimos inequívocamente es el siguiente: nu­merosos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, inspirados en el evangelio y en una renovada conciencia ¡de la misión social de la Iglesia, están penetrando cada vez más en los medios populares y asumen una actitud de encarnación en la cultura popular, consi­guiendo así que la Iglesia se haga popular. Al mismo tiempo, esto ha permitido que el pueblo (o bloque social de los que están fuera del poder y de la participación en la vida cultural), en la medida en que ha participado y asumido tareas eclesiales, se sienta y se con­sidere verdaderamente Iglesia. Esta «pericoresis» eclesial caracte­riza a la Iglesia popular, en el sentido exacto de la expresión. No se trata de una división dentro de la misma y única Iglesia —por un lado la institución y por otro los fieles en sus comunidades—, sino de la constitución de lo que la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil llamó «una nueva forma de ser Iglesia» (Comu­nidades eclesiais de base na Igreja do Brasil, Sao Paulo 1982, n. 3).

Pueblo de Dios en medio de los pueblos 319

Toda la Iglesia (obispos, presbíteros, laicos, religiosos) entra en un proceso de desplazamiento del centro a la periferia; la base social de la Iglesia comienza, cada vez más, a estar constituida por los estratos pobres de la población. No sólo asume la cultura domi­nante (ésta se encuentra en el mundo occidental bajo la hegemonía de la burguesía), sino que también se inserta en la cultura de las clases populares, confiriendo características específicas al lenguaje, a las celebraciones, a las formas de organización y al pensamiento teológico. Este fenómeno es característico de América Latina; pero, como veremos en este número, aparece también en África y ger-minalmente en Asia.

Nuestro número ordena la materia alrededor de tres ejes princi­pales: el pueblo de Dios en medio de los pobres, antes y ahora; re­definición de los papeles eclesiales a partir de la experiencia de la Iglesia de los pobres; reflexión sistemática sobre el pueblo de Dios en medio de los pobres.

La primera parte presenta el fenómeno de la estructura y fun­cionamiento concretos de una comunidad eclesial popular, base de lo que se ha llamado Iglesia popular, tanto en América Latina (Uriel Molina Oliu) como en África (Josaphat Le Bourbon Same). Pablo Richard contempla la Iglesia popular dentro de un gran pro­ceso de movilización de las clases populares en busca de su libe­ración. ¿Cómo un pueblo llega a ser pueblo de Dios? Lo expone, a la luz del pueblo de Dios bíblico, el exegeta Jorge Prixley. El conocido historiador italiano Giuseppe Alberigo muestra, con gran poder de síntesis, las vicisitudes por las que pasó el pueblo dentro de la Iglesia, entre un modelo comunitario que permitía la parti­cipación real y diferenciada de todos y un modelo societario que introdujo la división jurídica predominante entre clérigos y laicos. Otro historiador latinoamericano, Enrique Dussel, estudia los di­ferentes sentidos y también los equívocos inherentes a la expresión «pueblo de Dios» en los documentos recientes del Vaticano II (1965), Medellín (1968) y Puebla (1979).

En la segunda parte se da más cabida a los testimonios que a la reflexión. ¿Cómo se definen hoy las distintas funciones eclesiales y cómo surgen nuevos ministerios? Así, el cardenal Aloisio Lor-scheider narra su propio proceso de «conversión» a partir de su convivencia con el mundo de los pobres. John Mutiso Mbinda

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320 Presentación

muestra cómo su ministerio sacerdotal se enriqueció al contacto con el pueblo. La vida religiosa salió fortalecida en su experiencia de Dios y en su misión, cuando fue vivida, inserta en los medios populares. El conocido teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez muestra su propia trayectoria teológica a partir de los retos que presentan los oprimidos, las clases marginadas y las razas domina­das. Tres coordinadores laicos cuentan su práctica de servicio en el seno de sus comunidades eclesiales de base (Carlos Zarco Mera, Carlos Manuel Sánchez y Leonor Tellería). Por fin, Casiano Floris-tán demuestra cómo en el fondo de todas las prácticas pastorales se esconde el modelo de Iglesia que, consciente o inconscientemen­te, se quiere construir. En la Iglesia popular, estructurada en una vasta red de comunidades eclesiales de base, aparece el modelo comunitario, profético, liberador y misionero.

Por último, se intenta profundizar críticamente en los términos de la cuestión. ¿Qué significa analíticamente «pueblo»? Pocas pa­labras están tan cargadas de ideología como ésta. Pedro Riveiro de Oliveira realiza un notable esfuerzo por construir analíticamente una categoría que pueda ser utilizada como instrumento de cono­cimiento y que permita entender mejor la realidad de la Iglesia popular. Leonardo Boff procura, en estrecha unión con las conclu­siones de Pedro Riveiro de Oliveira, purificar el concepto de pue­blo de Dios de aquellos usos inadecuados que favorecen una espi­ritualización de la realidad histórico-salvífica de la Iglesia o un populismo eclesiástico. La Iglesia popular, tal como se está reali­zando en América Latina, configura una realización histórica (entre otras posibles) del concepto teológico de pueblo de Dios. Por fin, Edward Schillebeeckx estudia la nueva distribución del poder sa­grado dentro de un modelo de Iglesia comunidad-comunión que permita una mayor participación de todos.

Esperamos que estos estudios ayuden a los cristianos a com­prender mejor lo que significa la Iglesia popular: un esfuerzo de significativas fracciones de la Iglesia por penetrar en el mundo de los pobres, por engendrar posibilidades para que los pobres sean de hecho Iglesia. Sólo entonces llegará a ser verdad, y no pura retó­rica, la «Iglesia de los pobres».

V. ELIZONDO

[Traducción: S. GARCÍA DÍEZ] L. BOFF

ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO DE UNA COMUNIDAD CRISTIANA POPULAR

I . SU ORIGEN

Hasta 1961 Managua contaba únicamente con dos parroquias, a pesar de sus casi 200.000 habitantes. Se imponía una mejor divi­sión parroquial para atender a las necesidades pastorales de los barrios periféricos de Managua. El Riguero contaba entonces con 20.000 habitantes. El trabajo pastoral en esa zona marginada se reducía a la visita esporádica de algún sacerdote que llegaba a decir misa o a celebrar los oficios de Semana Santa. Algunas religiosas se encargaban de preparar niños para la primera comunión.

En octubre de 1965 —después de doce años de estudios filosó­ficos y teológicos en Italia, Alemania y Jerusalén— llegué a inser­tarme en el trabajo pastoral de la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, del barrio Riguero, de Managua. Una parroquia que había sido confiada a la atención pastoral de los padres franciscanos ita­lianos de Asís y que formaba parte de la nueva distribución parro­quial de la capital de Managua. Los franciscanos construyeron el templo, la casa religiosa y un dispensario médico. Su acción pasto­ral era de corte tradicional. Me propuse, por tanto, desde un prin­cipio, trabajar en la línea del Concilio Vaticano II , recién clausu­rado. Comencé a invitar a los fieles para explicarles las exigencias de los nuevos tiempos, y poco a poco aquella convocatoria se fue convirtiendo en una escuela bíblica permanente, que duró alrede­dor de diez años.

Mis primeros enfoques de la Biblia se redujeron a cuestiones introductorias y a la solución de preguntas planteadas por los pro­testantes. Poco después elaboramos un curso de historia de la sal­vación. No era tarea fácil. La gente sencilla, cansada por las labores del día, sin saber leer ni escribir y acostumbrada a un catolicismo folklórico, no podía abordar con propiedad un estudio bíblico. Pero demostraba mucha voluntad, y con la ayuda de mapas bíblicos y de diapositivas fue conociendo la tierra de Jesús, hasta que se despertó en ella un gran interés por conocer la Biblia.

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Medellín (1968) ayudó a las comunidades de Nicaragua a com­prender el concilio desde la propia realidad. Y fue así: el Concilio Vaticano II se inauguró oficialmente en el año 1962, un año des­pués de haberse fundado el Frente Sandinista de Liberación Nacio­nal. Desde entonces se da en Nicaragua un doble movimiento pa­ralelo de renovación. Por un lado, el Frente Sandinista, como un incipiente esfuerzo de liberación a través de la lucha armada, y, por el otro, el tímido impulso de renovación conciliar en el interior de la Iglesia. El Frente Sandinista representa en Nicaragua una autén­tica fuerza social y política nueva, frente a los partidos políticos tradicionales. Pretendía retomar la gesta de Sandino para recon­quistar la identidad nacional, hipotecada tantas veces por las inter­venciones norteamericanas, con el beneplácito de los partidos oli­gárquicos. Ambos movimientos continuaron sin conocerse, hasta que Medellín pudo unirlos a manera de puente. Los cristianos co­menzaron a renovarse organizándose en comunidades eclesiales de base. Citemos algunas: la comunidad de San Pablo Apóstol, fun­dada en el barrio 14 de Septiembre, que se fue configurando cada vez más sobre el modelo de la comunidad de San Miguelito, en Panamá, que produjo la Misa Nicaragüense; la comunidad de So-lentiname de Ernesto Cardenal, en donde se logró hacer una relec­tura bíblica de los salmos y del evangelio; las comunidades campe­sinas del Pacífico, que fueron alimentadas y asistidas por el padre Gaspar García Laviana, junto con un equipo de sacerdotes y laicos. Existían también movimientos estudiantiles, a niveles de secundaria y de universidad, que manifestaban un anhelo creciente por con­jugar las exigencias del cristianismo con la lucha revolucionaria.

En el Riguero bien pronto se formaron diversas comunidades eclesiales de base. La característica principal de estas comunidades es el haber acogido en su seno a un grupo de estudiantes universi­tarios durante dos años, los cuales pretendían vivir su fe en medio del pueblo pobre y sencillo. Uno de los jóvenes universitarios se expresaba así: «... Allí nos dábamos cuenta que teníamos que tener una proyección más directa en los sectores populares. Y por otro lado había un desgaste, en ese momento, de lo que era nuestra experiencia religiosa. En el sentido de que muy teóricamente se planteaba la necesidad de ver la fe no como una cuestión indivi­dual, sino como una cuestión colectiva. De tratar de proyectarnos

Una comunidad cristiana popular 323

ul pueblo, de estar con los oprimidos, de lucha por la justicia. To­das estas cuestiones nos parecían también agotarse dentro del am­biente familiar y universitario en que nosotros nos movíamos. Esto nos hizo a nosotros, por lo menos a mí, comenzar a plantear la ¡dea: 1) que la fe no se podía vivir de manera individual, sino colectiva; 2) que la fe no podía ser auténtica si no era alrededor de los pobres y de los explotados. En ese momento probablemente no teníamos una concepción de clase de la sociedad nicaragüense, pero sí, genéricamente, de los pobres. Entonces, bajo estas dos ideas básicas, nosotros comenzamos a inquietarnos por la idea de hacer una comunidad de vida, una comunidad de trabajo». Estos cristia­nos, agrupados en comunidades, dieron un aporte muy significa­tivo a la lucha del Frente Sandinista. Porque hicieron posible que se ampliara la base social del movimiento sandinista. En efecto, el Frente estaba sufriendo golpes muy duros en las montañas y nece­sitaba trasladar su lucha del campo a la ciudad. Surgió así la nece­sidad de un contacto entre los cristianos y los revolucionarios. El terreno estaba abonado prácticamente, y así fue que los cristianos entraron a militar en el Frente, pasando por la clandestinidad y comprometiéndose en la lucha de liberación.

I I . DESCRIPCIÓN DE LA COMUNIDAD ECLESIAL DE BASE

La comunidad eclesial de base no se parecía en nada a los tra­dicionales movimientos apostólicos, como la legión de María, con­gregaciones marianas, apostolado de la oración, etc. Ni tenía nada que ver con los movimientos de cursillos de cristiandad. Estos se desplazaban en medio de la clase alta y media. No planteaban cla­ramente la relación fe-política. Pero lograron ser numerosos, y mu­chos de sus participantes entraron posteriormente en el Frente y colaboraron en la insurrección popular.

En las comunidades de base, sus miembros eran pobres, a ve­ces sin empleo, a ratos subempleados. Pronto el método de Mede­llín, ver, juzgar y actuar, les despertó su conciencia. Un día, por ejemplo, resultó que la leche había subido considerablemente de precio. Este hecho, que afectaba a los pobres, fue sometido a la consideración de la comunidad. Los universitarios, pertrechados

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con sus análisis sociopolíticos, llegaron a concluir que esa injusticia tenía que superarse a través de la toma de conciencia y de la orga­nización de la clase pobre. Se llegó así al momento del esclareci­miento bíblico. Tomamos la primera carta a Timoteo, capítulo 6, 6-10; 17-19: «La piedad es ciertamente un buen negocio cuando uno se conforma con lo que tiene; porque nada trajimos al mundo, como nada podremos llevarnos; así que, teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos... porque raíz de todos los males es el amor al dinero... A los ricos de este mundo insísteles que no pongan su confianza tan incierta sino en Dios, que nos procura todo en abundancia para que lo disfrutemos... Que sean generosos y con sentido social».

Del esclarecimiento bíblico había que pasar al compromiso con­creto. La Biblia nos daba elementos que nos empujaban a la lucha por la transformación de la realidad. Para ello se necesitaba de un instrumental sociopolítico. La Biblia nos dice, por ejemplo, en el texto citado: «quedémonos contentos con ropa y comida». Nuestra reflexión nos lleva a imaginar una sociedad nueva, donde estuvie­ran satisfechas las primera necesidades (educación para todos, co­mida para todos, habitación para todos, salud para todos). La Bi­blia dice también: «insísteles a los ricos para que repartan sus bienes con sentido social». El análisis social nos llevaba a la cons­tatación de una sociedad mal organizada, en función de las mino­rías privilegiadas. Había que urgir a los ricos para que se convir­tieran. Se concluía que jamás lo harían de buena gana y que, por tanto, era necesario pasar por una revolución estructural para que el mensaje fuera eficaz. Se finalizaba la reunión con un signo con­creto de compromiso: decidimos regar con clavos las calles por donde debían transitar los camiones distribuidores de leche, a fin de que se pincharan sus llantas. Se persuadía luego al conductor del vehículo para que dejara que los jóvenes distribuyeran la leche a los niños. De este modo, la reunión de comunidad no era única­mente de reflexión y análisis, sino también de organización para la lucha.

1. Biblia y vida de la comunidad

El que tiene práctica con una comunidad de base, en seguida se da cuenta de que los pobres poseen una especie de sexto sen-

Una comunidad cristiana popular 325

tido para captar el mensaje bíblico. Los pobres se saben expresados por la Biblia, de tal modo que, cuando leen atentamente su texto, inmediatamente comienzan a expresarlo en forma muy rica y elo­cuente. Ejemplo de esto es la obra de Ernesto Cardenal El Evan­gelio de Solentiname. En el Riguero no escribimos nuestra expe­riencia. Fundamentalmente partíamos del Éxodo. La comunidad aprendió a descubrir así a un Dios que no era el del catecismo, un Dios ordenador, sino un Dios de los pobres, que escucha el clamor de los oprimidos. Los jóvenes amaban mucho el capítulo 3 de Da­niel, en que tres jóvenes rechazan adorar la estatua de Nabucodo-nosor. Así aprendieron desde la fe a no doblegarse y a continuar en su lucha.

Gastábamos muchas horas para comprender el verdadero sen­tido de la conversión cristiana (la metanoia). Marcados por un ca­tolicismo pietista, mucho me costaba que entendieran la conversión como cambio de mentalidad y de actitud hacia la propuesta del evangelio. En mi comunidad, los textos bíblicos que más sirvieron de base para consolidar la comunidad fueron el Éxodo, los pro­fetas, especialmente Isaías 58, Miqueas, Amos; los textos del Deu-teroisaías y Daniel 3. En el Nuevo Testamento, Lucas 4, las bien­aventuranzas, Mateo 25, la primera carta a los Corintios, Santiago y, en general, todos los textos relacionados con el hombre nuevo.

2. Oración y comunidad

La oración fue siempre un elemento importantísimo de la co­munidad. Casi siempre oramos en forma comunitaria. La oración venía a ser la puesta en común de una necesidad social que luego se presentaba al Señor. Se celebraban retiros espirituales para diri­gentes, pero el pueblo sencillo se expresaba mejor en las grandes fiestas del ciclo litúrgico. En las celebraciones de Semana Santa se trataba de expresar en el Cristo paciente el dolor del pueblo su­friente. La cruz de madera que cargaba el Nazareno era cubierta de recortes de periódico en que se leían las denuncias de los muer­tos y desaparecidos o la protesta por la violación de los derechos humanos. Los jóvenes predicaban el viacrucis por las calles denun­ciando los atropellos de la dictadura.

La vigilia del Sábado Santo era también muy participada. No

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se hacían lecturas, sino grupos de estudio alrededor de fogatas, donde se meditaba sobre tres puntos: la Pascua hebrea, la Pascua de Jesús y la Pascua de nuestros pueblos. Nos ayudaba mucho el número 5 de la Introducción a Medellín: «No podemos dejar de sentir el paso del Señor que nos salva, cuando de condiciones me­nos humanas pasamos a condiciones más humanas...». Se termina­ba con una procesión encabezada por una cruz de flores, símbolo de la resurrección y de la esperanza de nuestro pueblo.

A menudo se hacían vigilias, especialmente para protestar con­tra la dictadura. Aprendimos a vivir nuestra fe en el conflicto. Y cada día crecía más el número de los que llegaban a la comuni­dad y, desde su fe, se integraban al movimiento popular.

3. Movilización popular a partir de la Biblia

Las comunidades eclesiales de base desempeñaron ciertamente un papel protagonista en la renovación de la Iglesia. En la primera semana de pastoral (enero de 1969) fueron consideradas como la alternativa por excelencia de evangelización y de trabajo pastoral. Durante los años 69-72 se fue gestando un vasto movimiento ecle-sial, que tenía que culminar en un encuentro de pastoral a nivel nacional. Fue un período muy rico que permitió profundizar en la fe, en el compromiso político de los cristianos, en los nuevos mi­nisterios que emergían y en la unidad de los cristianos en torno al proyecto de liberación de los pobres. Fue la única vez en que el pueblo, los sacerdotes, las religiosas y los obispos nos encontramos en Nicaragua unidos en la gestión de Iglesia. Lamentablemente, no se pudo realizar el proyectado encuentro de pastoral a nivel nacio­nal, porque el secretariado social del CELAM envió en septiembre de 1972 una carta previniendo contra ese encuentro, que, según ellos, estaba siendo dirigido por elementos marxistas infiltrados. Algunos meses después acontecía el terremoto devastador. Se des­articulaba así la pastoral y penetraban en la Iglesia los movimien­tos neocatecumenales y carismáticos, con un planteamiento total­mente diferente.

La comunidad de Riguero desempeñó un papel muy importante en el período de agitación entre los años 74 y 77. El pueblo cris­tiano sentía la necesidad de organizarse y de hacer actos públicos

Una comunidad cristiana popular 327

de solidaridad y apoyo al Frente Sandinista. Las formas más co­munes de movilización popular eran las tomas de templos para denunciar las injusticias y para capitalizar el apoyo popular y las procesiones organizadas desde las gradas del templo. Una vez se reunió la comunidad, como de costumbre, en las gradas del templo. La cocinera de la parroquia, una anciana llamada doña Julia, tomó la Biblia, abrió el segundo libro de los Macabeos y comenzó a leer el capítulo 7, donde se narra la famosa exhortación de una madre hebrea a sus siete hijos para que sufrieran el martirio antes que traicionar la fe de sus padres. La lectura se transformó en una ver­dadera arenga intercalada con consignas y cantos: «pueblo, únete». Comenzaba así la procesión por las calles del barrio. En una de ellas, doña Julia, la cocinera de la parroquia, arengó una vez al pueblo leyendo el capítulo 7 del primer libro de los Macabeos, y con la Biblia en la mano organizó la marcha por las calles del barrio. Muchas de estas procesiones terminaron violentamente, con bombas lacrimógenas, descargas de metralla, golpes y culatazos. Así aconteció cuando Somoza prohibió a las emisoras de radio transmi­tir noticias. Muchos sacerdotes prestaron los micrófonos de sus templos a los periodistas y el pueblo acudía en masa para oír lo que estaba pasando en el país. Este tipo de concentraciones es conocido en Nicaragua como «periodismo de catacumbas». A mcnutlo se comenzaba y se terminaba la reunión con un canto y una reflexión bíblica. Los obispos condenaron a los periodistas como profanado­res; pero en el pueblo se abría paso, cada vez más, la convicción de que el templo tenía que cumplir, sobre todo en ese momento, una función de denuncia profética.

4. ]erarquía y comunidad parroquial

La comunidad se fue sintiendo cada vez más como Iglesia de Cristo en el barrio Riguero. Muchas veces expresó su sentir pasto­ral al obispo, enviándole cartas que manifestaban su grado de con­ciencia de su pertenencia a la Iglesia. Lamentablemente, el obispo nunca dialogó con la comunidad, sino sólo indirectamente, a través de su sacerdote. Fue surgiendo, sin embargo, una Iglesia más ma­dura. Se fueron perfilando nuevos ministerios y se fue configuran­do un ecumenismo de base.

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5. Las dificultades para integrarse en la lucha política

La mayor dificultad fue siempre aceptar la violencia armada como camino de liberación. Las atrocidades cometidas por Somoza fueron llevando poco a poco a la convicción de que si es verdad que la violencia no es evangélica, Pablo VI nos enseña en la Po-pulorum progressio que no se puede «abusar de la paciencia de un pueblo». Otra dificultad era conciliar el amor cristiano con la lucha de clases. Concluíamos que se puede y se debe amar al enemigo, combatiéndole para que se convierta. También era difícil conciliar el riesgo con la práctica de la fe. Los cristianos no estábamos acos­tumbrados, como los sandinistas, a arriesgarnos por nuestra causa. Teníamos también que aprender a liberarnos de una concepción purista de la vida y aprender a ensuciarnos las manos. También teníamos que librarnos de aquella permanente desconfianza de que los sandinistas nos estuvieran instrumentalizando.

6. Testimonios de fe en la comunidad

Cada cristiano sentía como un deber arriesgarse alojando a los combatientes. En el dolor comenzaron a surgir los testimonios de todo tipo. Las ancianas de la comunidad y los niños servían de correo hacia las casas de seguridad donde se alojaban los guerrille­ros. A veces —como el día en que murió doña Julia— salía un guerrillero desde su escondite para entregarle un poema de amor a aquella anciana, como un reconocimiento a su vientre de mujer, madre del hombre nuevo: «Vieja matriz, inclaudicable...» Cuando torturaron a David, me escribió muchas cartas: «Hermano: no sé si es de día o de noche. Me encuentro desnudo. Un guardia se paró sobre mí y me lastimó los testículos. Estoy orinando sangre. Di le a la comunidad que ofrezco todos mis sufrimientos al Señor, por el hombre nuevo que queremos construir». Yo contestaba con frases hilvanadas de textos bíblicos y enviaba la eucaristía para que en la prisión comulgara junto con sus compañeros. Nunca fue tan intensa la vida de oración en la comunidad como durante la prisión de David. Sus sufrimientos confirmaron la fe de muchos, incluso la mía... Sus palabras me sirvieron de aliento en los mo­mentos en que parecía que hubiésemos perdido toda esperanza.

Una comunidad cristiana popular 329

Hoy siguen sucediéndose los testimonios de entrega. Hace poco una madre llegó a pedirme que celebrara una misa para su hijo caído en combate. Cuando la vi llorar le comenté: «Le duele mu­cho haberlo perdido, ¿verdad?... Sí, padre —respondió—, pero su causa fue mayor que mi vientre». Todo esto hace comprender la dimensión del amor a la causa del pueblo. Así aconteció cuando un rocket destrozó el cuerpo del hijo de Lupita Montiel; arriesgán­dose bajo los bombardeos intensos, Lupita recogió los despojos de su hijo para darles cristiana sepultura. Me llamaron para el sepelio. La madre estaba como dolorosa inclinada frente a su hijo exáni­me. Yo no tenía valor para descubrir el cuerpo, pero ella me invitó a hacerlo repitiéndome en voz alta: «Me siento orgullosa de haber parido un hijo sandinista».

I I I . ABRIR LAS PUERTAS AL ESPÍRITU

Yo pienso que la revolución sandinista plantea grandes retos a la Iglesia nicaragüense y, en concreto, a las comunidades eclesia-les de base. Me parece simplista querer condenar a los cristianos de estas comunidades a permanecer divorciados de la institución eclesial. Los cristianos no queremos separarnos de la jerarquía; sólo queremos diálogo y que se asuma como legítima nuestra opción pastoral de fe en el compromiso revolucionario. Tenemos que evangelizar desde dentro del proceso, y para ello no podemos seguir adelante con la misma manera de ser cristianos que tuvimos en otros tiempos. La jerarquía tiene que abrirse a un diálogo para reformular las mismas verdades de la fe con categorías que puedan ser entendidas por los revolucionarios y, sobre todo, expresar la fe por gestos de amor y de bondad. Este pueblo, tan castigado por la explotación, por el terremoto y por la guerra de liberación, ne­cesita de un buen samaritano como el herido del camino. Hay que plantar signos nuevos de presencia en medio del pueblo movilizado en armas o que corta café o algodón. Debemos también celebrar la fe, asumiendo la vida y el dolor de nuestro pueblo y, sobre todo, no herirlo negándole la misa por sus héroes y mártires. Celebrar la memoria de un héroe y mártir equivale a celebrar el acontecimien­to revelador de Dios en la liberación, porque no se recordaría a los

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JJU U. Molina Oliú

héroes si no hubiera habido revolución. El recuerdo de un héroe es la evocación del acontecimiento liberador de Dios en la revolu­ción. Es la celebración de la causa de todo un pueblo.

El sacerdote, así, experimenta una nueva manera de ser sacer­dote. Se siente sacerdote porque en todo momento se encuentra ligado a la muerte de un pueblo que quiere defender su vida. De igual manera, la consagración religiosa se ve como entrega de amor a la causa de un pueblo que se libera.

Los múltiples desafíos que esta revolución plantea a la Iglesia nicaragüense no lograremos resolverlos desde posiciones rígidas. Se necesita mucha flexibilidad. Abrir las puertas al Espíritu, que está soplando por todas partes y que no logra todavía abrir ni siquiera una rendija de las casas de los obispos, a fin de que se realice un mayor entendimiento del mensaje que nos quiere comu­nicar el lenguaje del soplo de Dios, el más evidente de toda la Bi­blia. «El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, aunque no sabes de dónde viene ni adonde se marcha. Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

Se necesita mucha comprensión, mucha reflexión teológica, mu­cha libertad de espíritu para comprender los signos de los tiempos, y, sobre todo, mucha humildad y amor para no condenar lo que peyorativamente llaman «Iglesia popular», y que es el signo nove­doso de un nuevo modelo de Iglesia, que quiere afirmarse con todo derecho entre los que ven en el compromiso revolucionario la exigencia de fe que nos manda optar preferencialmente por los pobres.

U. MOLINA OLIÚ

LA IGLESIA DE LOS POBRES EN EL MOVIMIENTO POPULAR

Nuestro trabajo busca identificar y definir la Iglesia de los pobres dentro del movimiento popular de América Latina. Nues­tra experiencia y reflexión se sitúa principalmente en los últimos seis años en América Central, sobre todo en Nicaragua. Entende­mos por «movimiento popular» simplemente el pueblo en movi­miento, es decir, el conjunto de las organizaciones, movimientos y otras expresiones de los pobres y oprimidos en lucha por su libe­ración. El nombre «Iglesia de los pobres» (abreviado IP) puede ser intercambiado por «Iglesia popular», «Iglesia que nace del pueblo», «Iglesia en el pueblo», etc. No se trata de una nueva Iglesia, de una Iglesia paralela, clandestina o rebelde, o de una anti-Iglesia, opuesta a la Iglesia oficial o jerárquica. Se trata sim­plemente de un movimiento de renovación eclesial, al interior de la Iglesia actualmente existente, que surge de la respuesta de fe de los sectores populares a la acción liberadora de Dios en la his­toria (cf. Puebla, n. 263, y Laborem exercens, 8).

I . IDENTIFICACIÓN DE LA IGLESIA DE LOS POBRES

EN EL MOVIMIENTO POPULAR

1. Dónde está y cómo se expresa la Iglesia de los pobres

La IP no es simplemente la suma de las comunidades eclesiales de base (CEB), sino todo el influjo liberador de esas CEB en el seno del pueblo. Las CEB, los agentes de pastoral y otras institu­ciones eclesiales son únicamente —utilizando una comparación— la parte visible del iceberg; el cuerpo invisible de la IP se sumerge en la profundidad de ese mar que es el movimiento popular y la conciencia religiosa. El impacto del testimonio cristiano liberador rebasa el espacio eclesial tradicional y crea nuevos espacios de cre­cimiento de la IP en el movimiento popular. No podemos «medir» la presencia de la IP en el movimiento popular con criterios pura­mente cuantitativos, propios de un régimen de cristiandad.

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)Í2 P. Richard

La IP se expresa y se identifica en varias formas y niveles en el interior del movimiento popular.

a) Los militantes cristianos.

Se integran individualmente a los movimientos de liberación o partidos populares. En la medida que viven su fe explícita y pú­blicamente, con alguna referencia eclesial y cierta reflexión teoló­gica, estos cristianos se constituyen en una expresión de la fe del pueblo. Muchos de ellos han muerto como mártires de la fe. Son «minorías proféticas» que han re-creado e interpretado en toda su radicalidad evangélica la teología de la liberación, las conferencias de Puebla y Medellín. No son muchos, pero su testimonio tiene una fuerza liberadora profunda y eficaz en la conciencia popular.

b) Los agentes de pastoral.

Se trata de sacerdotes, religiosas o laicos encargados de la pas­toral de la Iglesia. Algunos de estos agentes se incorporan directa­mente a las organizaciones políticas del pueblo, después de un largo trabajo pastoral, cuando el mismo pueblo con quien trabajan pas­toralmente se moviliza y organiza por su liberación. Pero la mayor parte de los agentes de pastoral continúa en su parroquia o comu­nidad, acompañando pastoralmente al pueblo en su maduración política. El trabajo pastoral mismo, con su propia identidad ecle­sial, se incorpora como una dimensión del movimiento popular. El pueblo encuentra en este trabajo pastoral una fuerza espiritual que le permite participar en el proceso revolucionario con mayor con­ciencia, autonomía e identidad.

c) Las comunidades eclesiales de base.

Los militantes cristianos se incorporan no sólo individualmente a los movimientos de liberación, sino que también lo hacen las mismas CEB como comunidad y conservando su identidad eclesial específica. Las CEB multiplican el trabajo de los agentes pastorales y lo enraizan más profundamente en la conciencia popular. Las CEB participan en los movimientos de liberación, creando en su interior un espacio donde los cristianos pueden rezar, celebrar su fe y leer la Biblia. Las CEB se convierten así en un foco de evan-

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Utilización liberadora y en educadoras de la fe del pueblo en el seno mismo del movimiento popular.

d) El pueblo pobre y creyente.

No sólo los militantes cristianos, los agentes de pastoral o las CEB expresan o identifican a la IP en el movimiento popular; también el mismo pueblo, como sujeto de su propia historia, es capaz de transformar su conciencia religiosa. Esto no sucede espon­táneamente, tampoco por influencia directa de los partidos u orga­nizaciones populares; se hace necesaria la mediación o referencia de la IP articulada en el movimiento popular. La relación entre proceso revolucionario y conciencia religiosa es fecunda y positiva cuando existe en el pueblo la referencia de un cristianismo revolu­cionario. El pueblo es capaz de transformar una religión alienada en otra expresión religiosa o cristiana liberadora. El pueblo pobre y creyente irrumpe también en la Iglesia como sujeto de creativi­dad eclesial. Todas las formas y niveles de identificación de la IP en el movimiento popular encuentran en este último nivel su máxi­ma expresión y profundidad, rompiendo los marcos teóricos tradi­cionales para medir la presencia y la fuerza de la Iglesia.

2. Iglesia de los pobres y nueva concepción de movimiento popular

El crecimiento de la IP en el movimiento popular es a la vez efecto y causa de una nueva concepción política de pueblo y de movimiento popular. Sin esta nueva concepción, la IP encuentra obstáculos serios para su profundización en la conciencia popular. Pero también es cierto que allí donde no hay IP, tampoco se des­arrollan nuevas formas sociales y políticas de movimiento popular. En América Latina ninguna revolución auténtica es posible sin la participación de las mayorías. Sólo el pueblo mayoritariamente acti­vo, consciente y organizado como sujeto histórico puede vencer los tremendos obstáculos, externos e internos, a la revolución popular y a la construcción de una nueva sociedad. Para que se de este tipo de movilización popular es necesario que el pueblo vea en la revolución dos cosas fundamentales. Por un lado, la satisfacción de sus necesidades básicas: trabajo, alimento, salud, casa, educa-

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ción, etc. Por otro, la realización de su identidad como pueblo. La consideración teórica y práctica de esta identidad popular es lo más original de los nuevos procesos revolucionarios, especialmente en América Central, donde esta identidad desempeña un papel deci­sivo en la toma de conciencia del pueblo y en su voluntad de par­ticipar hasta la victoria final. Ahora bien, un elemento constitutivo de esta identidad popular es la dimensión religiosa y cristiana. El pueblo se moviliza cuando se ve la posibilidad de realizar su iden­tidad cristiana tanto en la lucha política por el poder como en la construcción de la nueva sociedad. Los dos momentos son impor­tantes, pues el pueblo rechaza que se hable únicamente de la toma del poder, sin explicitar desde el inicio lo que se quiere construir con el nuevo poder popular. Las CEB han sido muy sensibles a esta experiencia en la comunidad, desde el inicio de la lucha, de la nueva sociedad que se quiere construir (descuidando a veces la dimensión política de la toma del poder). Cuando el pueblo siente o entiende que la revolución (en su fase anterior o posterior a la toma del poder) contradice su identidad cristiana, entonces el pue­blo no participa —o participa minoritariamente— en la revolución, aunque ésta realice objetivamente sus intereses de clase y sus nece­sidades básicas.

Otros elementos constitutivos de la identidad popular son lo étnico (tanto en su vertiente indígena como afroamericana) y lo nacional (las raíces geopolíticas e históricas del actual sujeto popu­lar); de una manera parcial, también constituyen la identidad popu­lar la realidad de la mujer y la de la juventud. Una nueva concep­ción política de pueblo y de movimiento popular debe responder no sólo a los intereses de clase (satisfacción de las necesidades bási­cas), sino también a la identidad popular en todas sus formas y contenidos. Esto es lo que en Nicaragua llamamos la «lógica de las mayorías». Ciertamente, la identidad popular sufre en el proceso revolucionario una transformación crítica interna, pero siempre en la continuidad de una identidad. Es esta identidad fundamental la que posibilita al pueblo ser sujeto de la revolución y también ser sujeto de su propia transformación interna como pueblo, sometien­do a una crítica positiva todos los elementos constitutivos de su propia identidad religiosa, étnica, nacional y social. Esta nueva concepción política de movimiento popular contradice la práctica

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y la teoría de las izquierdas tradicionales de América Latina. Estas no han considerado suficientemente la identidad popular, pues su composición social y su discurso era normalmente secularizado, étnicamente blanco y socialmente machista, lo que los incapacitaba para entender la realidad cristiana, étnica y nacional del pueblo; igualmente la realidad de la mujer. Esta «lógica de las minorías» nunca creó una movilización masiva del pueblo. Esto se está supe­rando en América Central.

I I . IDENTIDAD Y MISIÓN DE LA IGLESIA DE LOS POBRES

EN EL MOVIMIENTO POPULAR

La definición teológica de la IP en el movimiento popular no limita el carácter universal de la Iglesia. La universalidad de la IP está en su raíz y en su vocación. La IP busca en la profundidad del movimiento de los pobres y oprimidos la presencia del Dios vivo, y ésta es su raíz teológica fundamental. Desde esta presencia, la IP convoca a todos los hombres a la salvación; incluso los opresores del pueblo pueden recuperar su condición humana y cristiana por un proceso de conversión e integración a la IP. La IP no pretende, por tanto, totalizar el conjunto de la Iglesia, sino ser su raíz fun­damental de conversión y renovación; la IP tampoco es una secta, sino la dimensión fundamental de la vocación universal de la Igle­sia. Ahora pasamos a definir en concreto esta identidad y misión de la IP en el movimiento popular según el esquema clásico de las tres dimensiones constitutivas —profética, sacramental y pasto­ral— de la Iglesia.

1. Identidad y misión profética de la Iglesia de los pobres

La IP realiza su dimensión profética por la evangelización y la educación de la fe en el seno del movimiento popular. La evange­lización tiene por centro y objeto el descubrimiento y anuncio del Dios verdadero: el Dios revelado en el Éxodo, en los profetas, en los evangelios, en el Apocalipsis; el Dios de Jesús, que es el Dios de los pobres. Esta evangelización no se enfrenta fundamentalmen­te con el ateísmo, sino con la idolatría. El problema no es demos-

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trar que Dios existe, sino demostrar que Dios está con los pobres y sus luchas de liberación. Para evangelizar, la IP debe, por un lado, enfrentarse con las raíces idolátricas de la opresión: desen­mascarar la falsa dimensión «trascendente» y «sobrenatural» del sistema de dominación; por otro lado, la evangelización, al descu­brir al Dios de los pobres en el movimiento de liberación, crea en su interior un espacio, una fuerza, una corriente de espiritualidad, gratuidad, trascendencia y utopía, que constituye lo que Puebla (n. 1147) llama el «potencial evangelizador de los pobres».

En la práctica de las CEB se ha desarrollado una metodología de evangelización que tiene tres momentos: se inicia como espiri­tualidad, continúa como discernimiento bíblico y termina como reflexión teológica. No son tres etapas sucesivas y cronológicas, sino tres momentos lógicos que nos muestran la racionalidad de la evangelización o el camino concreto que ésta sigue en nuestras co­munidades. Veamos sus diversos momentos.

a) Espiritualidad.

La raíz o experiencia original y originante de toda evangeliza­ción es la experiencia de Dios en la historia de los oprimidos. Los pobres nos evangelizan cuando en sus luchas de liberación nos co­munican su experiencia de Dios y los «secretos del reino» que sólo a ellos les han sido revelados (cf. Mt 11,25). La evangelización no es tanto un largo y complicado discurso sobre Dios como una larga práctica de silencio, que crea en nosotros el hábito de escuchar, ver y tocar esa presencia de Dios en la historia de liberación de los oprimidos. Esta espiritualidad no se reduce a un sentimiento indi­vidual, sino que encuentra expresión corpórea y comunitaria en múltiples signos, fiestas, cantos y oraciones donde el pueblo cele­bra su fe y anuncia en qué Dios cree. Una expresión de esta fe, especialmente importante en América Central, es la celebración de los mártires. Aquí tenemos la más densa y dramática expresión cor­poral de la dimensión trascendente y espiritual de las luchas de liberación. En esta celebración no hay sólo un recuerdo del pasado, sino que se expresa el sentido absoluto de Dios en la práctica de la justicia por la que el mártir entregó su vida. Esta espiritualidad, como primer momento de la evangelización, tiene como condición de posibilidad el conocimiento de la realidad histórica que emerge

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de una práctica militante en el movimiento popular. Este conoci­miento es una exigencia política compartida con todos los que luchan por la justicia; pero, asumido como parte de un proceso de evangelización, adquiere, además de su dimensión política, una dimensión espiritual. La historia de los pobres es el lugar del en­cuentro con Dios, y el que no está en ese lugar no puede descubrir y anunciar al Dios de los pobres. El conocimiento de la realidad no nos lleva mecánica y necesariamente a la experiencia de Dios, pero es la condición de posibilidad por parte nuestra para acoger el don y la gracia de dicha experiencia. Por eso, la práctica de evangeliza­ción de nuestras comunidades siempre arranca del compromiso político y del análisis de la realidad como exigencia de una espiri­tualidad que nos abre a la revelación de Dios en la historia. El des­conocimiento de la realidad, por razones políticas o ideológicas, no sólo nos aparta del mundo de los oprimidos, sino que también nos incapacita espiritualmente para poder anunciar el Dios de Jesús.

b) Discernimiento bíblico.

Si la evangelización comienza como experiencia espiritual en el movimiento de liberación de los oprimidos, para que exista evan­gelización es necesario que dicha experiencia sea confesada y comu­nicada a otros. Debemos pasar de la práctica de la fe al testimonio de la fe, que es lo que permite que la fe sea comunicada y difun­dida en el seno del movimiento popular. Esta comunicación de la fe se hace normalmente a través de la re-lectura bíblica. El texto de la Biblia no es utilizado en las comunidades como revelación direc­ta de Dios, sino como un instrumento de discernimiento de la revelación de la palabra viva de Dios en nuestra situación actual. Ese discernimiento de Dios en la historia lo comunicamos en una re-lectura bíblica. Ya no se trata de un simple comentario bíblico, sino de la experiencia de Dios en la historia de los oprimidos, dis­cernida con el criterio de la lectura bíblica y comunicada con el instrumento de la re-lectura bíblica.

c) Reflexión teológica.

Todo lo anterior debe concluir con una confrontación teórica con la racionalidad total del proceso de liberación de los oprimidos.

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La experiencia de Dios en la historia no sólo debe ser vivida, cele­brada, comunicada, sino también reflexionada desde la racionalidad de la práctica de liberación. Esta teología, como parte y prolonga­ción de un proceso de evangelización realizado por las CEB en el movimiento popular, es la que nos permite dar «razón (logos) •de nuestra esperanza» (1 Pe 3,21). Esta teología vivida en la prác­tica de liberación permite a la evangelización llegar a fondo en la conciencia popular. La IP vive su fe en aquella racionalidad que los pobres asumen, entienden y difunden en sus luchas de libera­ción. Por su teología, la IP reafirma así su identidad y misión pro-íética en el movimiento popular.

2. Identidad y misión sacramental de la Iglesia de los pobres

La IP es fundamentalmente un «movimiento carismático» den­tro del movimiento popular; la IP prolonga hoy día entre los po­bres y oprimidos la práctica y el movimiento de Jesús; como tal, la IP tiene muchas de las características radicales, evangélicas, utópicas y apocalípticas de las primeras comunidades cristianas. Sin embargo, la II' no excluye una institucionalización eclesial de la fe. Su estrategia institucional no es la ruptura con la Iglesia insti­tucional realmente existente, sino la radical renovación de esta institucionalidad. Para la IP, la referencia fundamental de la reno­vación institucional no es la conservación del reino o poder de la Iglesia, sino la afirmación del reino o poder de Dios que irrumpe en el movimiento de los pobres y oprimidos. La IP quiere ser signo o sacramento del reino de Dios en el corazón del movimiento popular, y en función de esto busca renovar la institucionalidad de la Iglesia. La IP quiere así realizar institucionalmente la dimensión sacerdotal o sacramental del pueblo como pueblo de Dios. Es el reino de Dios, que emerge en la historia, el que discierne y juzga continuamente toda institucionalización eclesial del movimiento de Jesús en la historia. Esto exige también una conversión interior de la Iglesia: el paso de estructuras eclesiales internas de poder y de •dominación a otras de servicio fraternal (cf. Me 10,41-45).

3. Identidad y misión pastoral de la Iglesia de los pobres

Quisiéramos aquí esbozar las líneas pastorales mínimas para dibujar el perfil pastoral o proyecto pastoral de la IP en el movi­miento popular.

a) La IP debe concentrar su trabajo pastoral en lo que cons­tituye su fuerza principal: el pueblo explotado y creyente. La fuer­za de la IP está en su raíz: el potencial evangelizador de los pobres, que descubre y anuncia la acción liberadora de Dios (el reino de Dios) en las luchas populares de liberación. Por eso, el desafío pastoral principal de la IP es la «pastoral popular»: una pastoral que asuma la «lógica de las mayorías», que construya a la Iglesia como pueblo de Dios a partir de la conducción pasto­ral masiva del pueblo de los pobres y oprimidos. El objetivo de esta pastoral no es dominar, sino servir al pueblo con una pastoral de liberación de la conciencia popular por el anuncio del evangelio. Hay que construir CEB en todos los «rincones» y «profundidades» del pueblo, no para organizado como «pueblo de la Iglesia», sino para liberarlo espiritualmente como «pueblo de Dios». La Iglesia debe ponerse al servicio del pueblo y no organizar al pueblo al servicio de la Iglesia. Esta pastoral popular debe pensarse y cons­truirse, por decirlo con una imagen, «desde fuera hacia dentro» y «desde abajo hacia arriba». Un elemento importante para ello es la creación de nuevos ministerios a los cuales tengan acceso directo los pobres, los indígenas, los negros, los jóvenes, las mujeres, etc.

b) La IP no es un proyecto político y nunca debe utilizar el poder político como medio de crecimiento propio. Los cristianos y las CEB deben vivir su fe dentro del movimiento popular, lo que implica vivir la fe en medio de un proceso de construcción del poder popular (en este sentido no hay «apoliticismo» en la IP); pero eso no significa que la IP deba usar ese poder para sí misma como Iglesia. Mucho menos debe utilizar este poder para resolver los conflictos y contradicciones internas de la Iglesia. El poder po­lítico del pueblo podrá enfrentarse políticamente contra toda mani­pulación de la Iglesia por parte de los enemigos del pueblo, pero la IP como Iglesia sólo debe apoyarse en el poder del evangelio, en el poder de su fe, esperanza y caridad. Esta fue la estrategia

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«pastoral» de Jesús, que lo llevó a la cruz, pero también a la re­surrección. Esta renuncia por parte de la IP a utilizar el poder polí­tico para su proyecto pastoral es una debilidad, pero en esa debi­lidad justamente está su fuerza: la fuerza del evangelio, que crece desde el potencial evangelizador de los pobres.

c) Si bien la IP debe crecer desde la fe del pueblo, donde ella tiene su fuerza principal, y no debe utilizar el poder político del pueblo en beneficio de su proyecto pastoral como IP, también es cierto que el proyecto pastoral de la IP debe «seguir el ritmo» de los procesos históricos. En situaciones de extrema opresión, la IP normalmente acentúa su trabajo pastoral de base y asume en cierto sentido, en sus comunidades, el dinamismo político del pueblo. Es diferente el proyecto pastoral de la IP en situaciones revoluciona­rias o de revolución triunfante. En tales casos la IP debe llegar al conjunto del pueblo creando signos eficaces y masivos de un cris­tianismo evangélico y revolucionario. Las CEB tienen también otra dinámica: pueden eventualmente disminuir, pero ser más eficientes en la expresión del dinamismo evangélico y espiritual que surge del mismo proceso revolucionario. En situaciones de opresión, la IP es «la voz de los que no tienen voz», pero en situaciones revolucionarias la misión de la IP es simplemente dar nombre y expresión eclesial a ese Dios escondido en el corazón de los mo­vimientos populares y sus fuerzas espirituales de liberación.

d) El último elemento del proyecto pastoral de la IP que quisiéramos solamente mencionar es el ecumenísmo. Nada daña más la identidad y la misión de la IP que el sectarismo religioso y el proselitismo. El ecumenismo afirma que el pueblo no es pro­piedad privada de ninguna Iglesia, sino que el pueblo es de Dios. El ecumenismo exige a las Iglesias ponerse al servicio del pueblo como pueblo de Dios. El escándalo no es tanto que los cristianos estemos divididos, sino el que estemos peleándonos unos contra otros en vez de servir, desde múltiples tradiciones religiosas y con­fesiones cristianas, al único pueblo de Dios. El ecumenismo nos exige conversión al pueblo, y desde el pueblo, conversión a Dios.

P. RICHARD

PUEBLO DE DIOS EN LA TRADICIÓN BÍBLICA

«Pueblo de Dios» es a la vez una doctrina, con múltiples va­riantes en los mismos libros bíblicos, y una referencia a una reali­dad histórica, también con sus variantes a lo largo de los más de mil años durante los que se fueron formando los libros de la Bi­blia. Esta complejidad abre las puertas a varias maneras de abordar el tema que nos ocupa. Sin embargo, no es arbitrario cómo decida­mos hacerlo.

En primer lugar, reconocemos una prioridad lógica al hecho histórico del pueblo de Israel, que es el referente primario de la expresión «pueblo de Dios» en la Biblia: de no haber existido un pueblo de Israel nunca hubiera surgido esta reflexión. «Pueblo de Dios» es una confesión que hace Israel acerca de su naturaleza, su peculiaridad entre las naciones de la tierra. Como no es posible en los fenómenos humanos separar la «pura» realidad de su interpre­tación, es válido decir que no existe Israel aparte de su confesión como pueblo de Dios, pero a pesar de ello la confesión hace refe­rencia a la existencia empírica e histórica del pueblo.

En segundo lugar, daremos un privilegio a los inicios del pue­blo de Israel. Israel surgió como un movimiento revolucionario entre los pueblos que habitaban la tierra que ellos llamaban Ca-naán y que luego se ha venido a conocer como Palestina. Decir que Israel se inició como una revolución es decir que sus forjado­res tuvieron la conciencia de estar creando algo nuevo en la histo­ria, con todas las salvedades que son necesarias por la relativa falta de conciencia histórica de los humanos en el siglo xin a. C. comparada con los del siglo xx d. C. Un pueblo que debe su exis­tencia a una gesta revolucionaria tendrá que justificar todas sus nuevas iniciativas en el futuro por referencia a los inicios que lo identificaron como un pueblo particular. Tendrá que hacer «relec­turas» de la gesta revolucionaria que legitimen las nuevas direccio­nes que vaya tomando la vida nacional. Siempre el momento fun­dante tendrá un lugar privilegiado en su imagen de sí mismo. Por ello creemos correcto que nosotros, además de privilegiar la reali­dad histórica sobre las «lecturas» de ella, privilegiemos también el momento inicial sobre los desarrollos históricos posteriores.

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I . ISRAEL, UN MOVIMIENTO CAMPESINO,

COMO PUEBLO DE YAHVE

Israel surgió en los siglos x m y xn a. C. como el resultado de la unificación paulatina de una serie de levantamientos campesinos dentro de las sociedades de Canaán. Visto desde las ciencias socia­les modernas, fue un movimiento revolucionario campesino contra la dominación de las ciudades, que existían en torno a la adminis­tración monárquica. Los reyes de Canaán, como los reyes de Egip­to y los de Mesopotamia, sostenían un aparato militar, administra­tivo y religioso en sus ciudades capitales mediante el tributo que exigían de las aldeas campesinas donde vivía la mayor parte de la población. Tenemos en la Biblia una descripción de este sistema en una forma anecdótica en Gn 47,13-26. Aquí se «explica» cómo el pueblo de Egipto llegó a ser en su totalidad esclavo del faraón y cómo éste llegó a ser el dueño de todas las tierras del país. Aun­que hoy se dude que todo esto sucediera en el momento particular de una época de hambre, tal como se describe en el Génesis, la pura descripción social es fiel a la realidad egipcia y también a la cananea.

Ya en el siglo xiv a. C , Egipto estaba perdiendo su control sobre los reyezuelos de Canaán, que anteriormente le habían estado sujetos. La correspondencia diplomática de Tell-el-Amarna contiene muchas cartas dirigidas a la corte egipcia por reyes que se dicen leales a Egipto y que piden ayuda militar para resistir la amenaza de los 'apiru. Se ha demostrado, tras varias investigaciones, que estos 'apiru eran rebeldes de todo tipo y no un solo grupo homo­géneo, y que el término se usó en un área muy difundida del Cer­cano Oriente para referirse a grupos rebeldes que no tenían víncu­los entre sí. Los movimientos cananeos de 'apiru en el siglo xiv son los antecesores inmediatos de los levantamientos campesinos que integraron las tribus de Israel (quienes también se llamaron hebreos, que equivale lingüísticamente a 'apiru) 1.

1 Sobre los 'apiru se ha escrito mucho. Reciente y bueno es Marvin L. Chaney, Ancient Palestinian Peasant Movements and the Formation of Premonarchic Israel, en Palestine in Transition: The Emergence of Ancient Israel, ed. David Noel Freedman y David Frank Graf (Sheffield 1983) 39-94.

Pueblo de Dios en la tradición bíblica 343

Para el siglo x m se estaba difundiendo en Canaán la técnica del hierro, lo cual tuvo un impacto muy grande, pues permitió abrir para el cultivo tierras montañosas antes abandonadas a la vegetación silvestre. Estas tierras antes no rentables se encontraban en las montañas, mientras que las ciudades de los reyes estaban en su mayoría en las llanuras más fértiles. La combinación de la debilidad de la potencia imperial egipcia con el avance tecnológica en los implementos de la agricultura explica por qué a lo largo de los siglos xiv, x m y xn se dieron una serie de insurrecciones cam­pesinas en todo Canaán, desde Galilea en el norte hasta la Araba en el sur. Estas insurrecciones causaron la destrucción de varias ciudades y un desplazamiento de la población desde las llanuras hacia las montañas, que se desmontaron y poblaron por los campe­sinos que venían huyendo de las zonas que los reyes controlaban. Tradiciones acerca de sus batallas contra las ciudades se encuentran en los libros de Josué y Jueces, insertadas dentro del marco redac-cional de una invasión y conquista que probablemente nunca suce­dió 2. Algunos de los grupos en las montañas centrales comenzaron a llamarse Israel, nombre que posteriormente se aplicaron todos estos grupos. La organización era típicamente campesina, por fami­lias, clanes y tribus, donde la asamblea de los patriarcas más vene­rados (los ancianos) tomaba las decisiones para el conjunto3.

La cohesión de estas tribus se dio en un proceso de varias ge­neraciones en torno al dios Yahvé, quien se caracterizaba por haber liberado a un grupo «hebreo» de su condición de campesinos al servicio del rey de Egipto. El Cántico de Débora (Jue 5), un poema del siglo xi, quizá el texto más antiguo de la Biblia, refleja un estado avanzado de este proceso. Las tribus norteñas de Galilea y las del macizo central de la montaña de Efraín emprenden en nom­bre de Yahvé la guerra contra los habitantes de las ciudades del valle que los separa. Se reconoce la existencia de tribus de Yahvé en TransJordania, que, sin embargo, no participan en la guerra. Na llega el horizonte de las tribus de Yahvé hasta el sur hasta lo que

2 Jorge Pixley, La toma de la tierra de Canaán: ¿liberación o despojo?: «Taller de Teología» 12 (México 1983) 5-14.

5 Norman K. Gottwald, The Tribes of Yahweh: A Sociology of the Reli­gión of Liberated Israel, 1250-1050 B. C. E. (Maryknoll, N. Y. 1979). Esta obra discute ampliamente la organización social de Israel en sus orígenes.

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luego será la tribu importante de Judá. Pero ya en este poema an­tiguo se deja ver que son tribus de Israel aquellas que confiesan tener por rey y dios a Yahvé, el Dios del éxodo.

En un principio, pues, el «pueblo de Yahvé» es el conjunto de tribus campesinas que habitan las montañas de Canaán y que rehu­san dar tributo a los reyes de las ciudades. Todo indica que las insurrecciones son anteriores tanto a la cohesión del movimiento como un solo «Israel» como a la confesión de Yahvé como su dios. Evidencia de esto segundo es que se designaran Israel, nombre teo-fórico compuesto con el nombre del dios El, dios importante cono­cido por los mitos contenidos en las tablillas ugaríticas. Deriva de una etapa anterior a la adhesión del movimiento al dios Yahvé. ¿Cómo llegaron, entonces, las tribus campesinas de Canaán a acep­tar a Yahvé como su Dios y a reconocerse a sí mismas como el pueblo de Yahvé? La respuesta «oficial» la encontramos en el rela­to del éxodo: Israel confesaba a Yahvé como su único Dios porque Yahvé los había liberado de la servidumbre al rey de Egipto.

El éxodo es el relato oficial de los orígenes de Israel y de la revelación originaria de su Dios, Yahvé. Israel confiesa a Yahvé como su Dios porque Yahvé es el dios de los campesinos, el dios que libró batalla contra el rey más fuerte de ese tiempo para que los campesinos salieran de Egipto y buscaran una tierra que fluye leche y miel. La religión cananea, con dioses como El, Baal, Aserá y Anat, se practicaba bajo el patronato de los reyes en los santua­rios de las ciudades de Canaán. Era parte del aparato opresor, pero en cualquier tiempo es difícil que una insurrección campesina sea atea. No hay evidencia de que Israel jamás lo fuera. Antes de cono­cer a Yahvé rendían culto a los mismos dioses cananeos que habían conocido sus padres, con preferencia, Baal, quien, según suponían, les mandaba la lluvia a su tiempo. Pero los lugares más sagrados del culto de Baal estaban en manos de los sacerdotes, que forma­ban parte de los funcionarios reales de las ciudades. La experiencia de los campesinos rebeldes de Egipto fue distinta. Ellos hicieron su revolución inspirados por Yahvé, un dios desconocido para el rey y sus oficiales, y conducidos por Moisés, el profeta de Yahvé. Tenían, pues, una religión exclusiva de campesinos, con un dios que no tenía nada que ver con las religiones oficiales de los opre­sores.

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Lo dicho es una reconstrucción probable de los orígenes de Israel y de la manera en que Israel llegó a considerarse el pueblo de Yahvé. Se basa en buena medida sobre el libro del Éxodo. El texto del Éxodo es el producto de una serie de relecturas de los orígenes desde diferentes momentos históricos, relecturas que son perfectamente naturales en el desarrollo de cualquier pueblo que revisa sus orígenes a la luz de nuevas circunstancias. De ser el re­lato de la rebelión de unos hebreos contra la monarquía pasó a ser el relato de la rebelión de las tribus de Israel contra la monarquía.

Cuando Israel llegó a estar sujeto a monarcas autóctonos, los ideólogos de la corte convirtieron el relato en una lucha de libera­ción nacional, una lucha de israelitas contra egipcios. Cuando Is­rael, después del exilio, vino a ser una nación dirigida por sacerdo­tes, el éxodo se convirtió en la ocasión para que Yahvé demostrara que era el único Dios verdadero, jugando mediante prodigios y ma­ravillas con el faraón y sus magos4.

Una evolución aún más violenta sufrieron las historias de la liberación de los campesinos en Canaán, que vinieron a convertirse en una historia de la invasión de la tierra, por un Israel ya consti­tuido desde el desierto, y de su conquista de lo que sería su terri­torio nacional. La reconstrucción de los orígenes que aquí hemos bosquejado es la más probable de entre las que han propuesto los exegetas. Teológicamente nos permite explicar el significado que tuvo el que Israel se confesara pueblo de Yahvé. Su relación con Yahvé tenía una exclusividad («Yahvé es un dios celoso») reflejada en el mandamiento de no rendir culto a otros dioses, lo cual se explica a la luz de la lucha de clases en el origen de Israel, en que Yahvé era el dios de los campesinos y el enemigo de los dioses de los reyes que exigían tributo de los campesinos.

A pesar del carácter clasista de su dios, Israel admitía una se­mejanza entre su relación con Yahvé y la de Sidón con Astarté, la de Moab con Kemós y la de Ammón con Milcom (1 Re 11,33). Yahvé era el dios nacional de Israel. Sin embargo, ni Astarté, ni Kemós, ni Milcom exigían lealtad exclusiva a sus fieles. Ellos no eran dioses de los pobres. Posteriormente, Yahvé, también como

4 Un comentario sobre el Éxodo que reconoce la importancia de las relec­turas del relato de Jorge V. Pixley Éxodo: una lectura evangélica y popular (México 1983).

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un dios nacional cualquiera, se convirtió en el dios de todos los israelitas, incluso de sus reyes. El relato del éxodo mantuvo viva la memoria de que Yahvé era el dios de los pobres. En cada gene­ración los profetas de Yahvé pronunciaron juicio sobre los reyes en nombre del dios del éxodo. Dentro del Israel monárquico, las dos visiones de Yahvé se confrontaron cuando el profeta Ajías incitó a Jeroboán a rebelarse contra Salomón, quien estaba construyendo un templo para Yahvé con el trabajo forzado de los campesinos israelitas (1 Re 5,27-32; 11,26-40; 12,1-19).

I I . ISRAEL COMO PUEBLO MISIONERO DE DIOS

Si bien Yahvé no era un dios nacional como Kemós o Milcom, era únicamente Dios en Israel, Su naturaleza como Dios de (todos) los pobres estaba en tensión con esta limitación. Desde temprano se intentó superarla de varias formas. La teología de la alianza del siglo vn reaccionó tratando de justificar teológicamente la elección de Israel como un pueblo especial de Yahvé. Sobre esto último no profundizaremos, pero conviene examinar algunas de las formas de dar un carácter misionero al pueblo de Yahvé.

La obra yahvista en el Pentateuco, en un lugar importante, pone en boca de Yahvé las siguientes palabras: «Haré de ti un pueblo grande; te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quie­nes te maldigan. Por ti serán benditas todas las familias de la tierra». Esto representaba para el pueblo de Yahvé, personificado en el patriarca Abrahán, una misión. La promesa se repite luego a Jacob: «Y será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al sur, y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 28,14).

¿Qué significa para el yahvista que Israel se extenderá y que será bendición para toda la tierra? En la continuación del relato yahvista hay algunos ejemplos: José, en Egipto, salva a los egipcios de los siete años de hambre al hacer construir graneros para alma­cenar alimentos antes del hambre. El faraón pide a Moisés que los israelitas intercedan por él cuando hagan la fiesta de Yahvé en el

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desierto (Ex 8,24; 10,17). Especialmente claras son las bendiciones de Balaán, el profeta no israelita que anuncia cómo Israel domi­nará sobre muchos pueblos (Nm 24,3-9.15-19). Es, pues, probable que el yahvista, quien escribe durante el período expansionista de David y Salomón, vea la expansión del gobierno de los monarcas israelitas (su imperialismo) como una extensión de las bendiciones de Yahvé a las naciones. Nada extraña aquí, si recordamos cómo los españoles vieron la conquista de América como la misión de evangelizar a los indios, y cómo los ingleses vieron su dominio en Asia y África como una misión civilizadora en beneficio de los pue­blos atrasados de la tierra. La idea de la bendición tiene, pues, un aspecto justificador del expansionismo davídico y encubridor de intereses, sin negar que, como en los casos modernos, contenga una parte de verdad.

Tenemos que preguntarnos por qué la segunda gran tradición del Pentateuco usó el nombre genérico Dios (Elohím) en lugar del nombre propio Yahvé. Por supuesto, la tradición elohísta preserva el recuerdo históricamente fiel de que el nombre Yahvé comenzó a utilizarse a partir del éxodo. Esto lo dice el elohísta al relatar que Yahvé le reveló a Moisés su nombre, antes desconocido (Ex 3, 14-15). Lo llamativo es que para el dios de los patriarcas esta tradición evite usar cualquier nombre usando el plural genérico elohim como un singular gramatical. Aun después de la revelación del nombre Yahvé, el elohísta sigue mostrando una predilección por el nombre genérico «Dios». En esta tradición, Israel comienza a mirarse como el pueblo de «Dios», del Dios universal, si bien le conoce en su naturaleza propia e íntima mediante su obra de libe­ración en el éxodo. La universalidad de Dios se deja ver en algunos de sus relatos característicos, como su protección sobre Agar, la egipcia, y su hijo Ismael, padre de los árabes (Gn 21,8-21); en su actitud positiva hacia Jetró el madianita, suegro de Moisés (Ex 18); en la revelación con que Dios protege a Abimelec, rey de Guerar, para no hacerse culpable de adulterio por causa del engaño de Abrahán (Gn 20,6-7), y en el pacto de Abrahán con Abimelec (Gn 21,22-34). Este interés por los no israelitas no es el paternalismo que creímos discernir en la tradición yahvista. Este interés univer­sal no es ajeno a su preferencia por borrar la particularidad que significaba usar el nombre Yahvé para el Dios de Israel.

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Los grandes profetas de Israel llevan más adelante esta con­ciencia de que Yahvé es más que el Dios de Israel. Para Amos, Yahvé es un dios de los pobres, que defiende la justicia, y así como sacó a Israel de Egipto, también sacó a los filisteos de Kaftor y a los árameos de Quir (Am 9,7). Una profecía en Is 19,25 anuncia la llegada del día en que Yahvé dirá: «Bendito sea mi pueblo de Egipto; la obra de mis manos, Asiría, y mi heredad, Israel». Isaías anuncia el día cuando las naciones vendrán a Sión para inquirir so­bre la ley de Yahvé, y convertirán sus espadas en azadones y sus lanzas en podaderas (Is 2,1-5). En Is 10,5-15 el profeta interpreta las conquistas de Asiría como resultado de un mandato que Yahvé le ha dado para dominar sobre las naciones. Amos también entiende que Yahvé es el Señor de todas las naciones (Am 1-2). En la mis­ma línea, Jeremías entiende que en su generación Yahvé está some­tiendo todas las naciones al rey de Babilonia (Jr 27). De estas y otras maneras, los profetas de Israel entienden que Yahvé es el único Dios de toda la historia. Esto significa una relativización del lugar de Israel en la historia, una conciencia de que no pasa de ser un pueblo entre tantos, si bien ha tenido el privilegio de ser objeto de la gracia liberadora y reveladora de Yahvé en el éxodo y en el monte Sinaí. Si Yahvé es el Dios de todo el mundo, cobra un sentido misionero llamarse Israel el pueblo de Yahvé.

Es el Deuteroisaías quien saca las consecuencias del reconoci­miento de que Yahvé es el único Dios verdadero. Estas son de varios tipos: los otros dioses no son más que vanidad, y quienes los adoran son necios (Is 40,18-20; 41,6-7; 45,14-19). Yahvé diri­ge toda la historia, y puede perfectamente tomar al gran rey persa Ciro para someter ante él las naciones de la tierra (Is 41,1-5; 45,1-7). E Israel, el siervo de Yahvé, tiene la misión de dar a cono­cer la justicia y el derecho en toda la tierra (Is 42,1-4). Sin hacer demostraciones de poderío, Israel será una luz para las naciones.

Hemos repasado varios pasos en la conciencia israelita de ser pueblo de Dios: 1) En su primer momento Israel es el pueblo de Yahvé porque es el pueblo que se constituyó de aquellos a quienes Yahvé había resfalado de la servidumbre en Egipto (y en Canaán). 2) Desde la forte de David y Salomón, Israel se convierte en el pueblo bendecido por Yahvé para favorecer con su dominio a las naciones. 3) La tradición elohísta del Pentateuco reflexiona sobre

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Yahvé como simplemente Dios, que bendice a Israel en particular, pero no se olvida de los pobres de otros pueblos, como, por ejem­plo, la sierva egipcia Agar. 4) Los profetas reconocen a Yahvé como el señor de todas las naciones, lo cual relativiza el privilegio de Israel, cuya relación con Yahvé ha de medirse por su cumpli­miento de la justicia (Amos). 5) Cuando con Jeremías y el Deute­roisaías se cobra plena conciencia de que no hay más que un Dios y que los dioses de los pueblos no son más que vanidad, se con­fiesa que Dios ha escogido al pueblo de Israel para ser maestro de las naciones para que vengan al conocimiento del Dios verdadero.

I I I . JESÚS FUNDA UN PUEBLO NUEVO DE DIOS

EN VISTA DE LA INMINENCIA DEL REINO DE DIOS

Cuando Marcos resume la misión de Jesús, dice: «Después de que Juan fue encarcelado, marchó Jesús a Galilea y proclamaba el evangelio de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios se ha acercado, convertios y creed en el evangelio» (Me 1, 14-15). Existe un acuerdo casi unánime entre los exegetas en que el centro del mensaje y de la práctica de Jesús fue el reino de Dios. Jesús, en el fondo, no hablaba de otra cosa. El reino era la perla preciosa por la cual el comerciante vende todos sus bienes (Mt 13, 45-46). Jesús creía que en la práctica de santidad que realizaban él y sus discípulos ya el reino de Dios se había hecho presente (Le 11, 20; 17,20-21). Y aseguraba que la perfección del reino de Dios era tan inminente que algunos de su generación lo verían (Me 9,1).

Al hablar del reino de Dios, Jesús retomaba una larga tradición que remontaba hasta la insurrección campesina cuando se rechaza­ron todas las monarquías como formas de esclavizar a los campe­sinos. Por ser leal al reino de Yahvé, Gedeón rechazó la oferta de ser rey de Israel (Jue 8,22-23). La fábula de Jotán hace una burla hiriente de los reyes del mundo (Jue 9,7-15). Y, según la tradición, el profeta Samuel entendió la insistencia de Israel en tener reyes «como las naciones» como una rebelión contra Yahvé que sola­mente podía desembocar en la esclavitud (1 Sm 8,4-18). No sabe­mos por supuesto, cuánta conciencia tenía Jesús de esta tradición bíblica, que en alguna medida era conocida por todos los judíos,

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aunque fuera sólo a través de la mediación de las profecías que anunciaban la llegada de un rey bueno, el Mesías, que tomaría el dominio usurpado por los reyes humanos y restituiría el verdadero reino de Dios.

Jesús insistió en no hablar literalmente del reino de Dios sino en parábolas y símiles. Con ello tenía, al parecer, un doble propó­sito: por un lado, no dar oportunidad a sus enemigos para tomar en contra suya alguna expresión «herética», y, por el otro, desviar la atención de sus palabras a los hechos de su práctica. Tomando nuestra pista de esto segundo, conviene que examinemos la prác­tica de Jesús para entender su visión del reino y, por ende, del pueblo de Dios.

Lo más obvio es que en el pueblo que formaba la base del reino de Dios eran todos pobres. Cuando un rico quiso «heredar la vida eterna», Jesús le exigió que vendiera todo lo que tenía, lo diera a los pobres y le siguiera (Me 10,17-27). A quienes le seguirían advertía que ni siquiera tendrían dónde reclinar la cabeza (Le 9, 57-58). Al hombre que quiso conseguir una prórroga para sepultar a sus padres, Jesús no se la dio (Le 9,59-62). Esta austeridad entre los seguidores de Jesús confirma e interpreta los dichos de que el evangelio es para los pobres (Le 4,18; 7,22).

En este pueblo del reino todos serían hermanos, sin títulos ni distinciones (Mt 23,8-10). Lo familia natural debía abandonarse, ya que la familia también podía servir como refugio en el cual ampararse olvidando la primacía del pueblo constituido por los que hacen la voluntad del Padre (Me 3,31-35). Al padre, la madre, la mujer y los hijos había que odiarlos para ser un discípulo de Jesús (Le 14,25-26). En este pueblo nuevo, los primeros puestos no se­rían como entre las naciones, donde los grandes son los que ejercen autoridad sobre los demás. En este pueblo, el más grande sería quien más servicio rindiera a los demás (Mt 10,41-45).

Muerto Jesús, un núcleo importante de sus seguidores estable­ció en Jerusalén una comunidad que continuara en un contexto urbano el movimiento ambulante de Jesús. Para hacerlo, quienes tenían propiedades las vendían y traían el producto a los pies de los apóstoles. De esta manera nadie pasaba privaciones, pues se repartía a los más pobres según lo necesitaran (Hch 2,43-47; 4, 32-37).

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Pablo entendió la misión de Jesucristo como un acto solidario con los pobres para que mediante la pobreza del Hijo de Dios fueran los pobres enriquecidos (2 Cor 8,9; Flp 2,5-11). Dentro del pueblo de quienes se llamaban con el nombre de Cristo, cada uno debía llevar las cargas de los otros (Gal 6,2-3). En esta nueva hu­manidad no debían existir distinciones ni privilegios, de manera que el judío y el gentil, el esclavo y el libre, el hombre y la mujer, eran una sola cosa en Cristo Jesús (Gal 3,28). La epístola a File-món, los privilegios de algunos en la Iglesia de Corinto y los ataques de Santiago contra la acepción de personas revelan que fue más fácil enunciar este nuevo estilo de pueblo que vivirlo. Pero, a pesar de sus deficiencias, este nuevo pueblo tenía un modelo dado por la práctica de Jesús y de sus discípulos, práctica que se consagró en los libros de memorias que llamamos los cuatro evan­gelios.

¿Qué diremos, pues? En la Biblia encontramos como experien­cia fundante el movimiento campesino que fue establecido sobre el rechazo revolucionario de la clase dominante en las sociedades antiguas, el rey y su corte. Este pueblo se llamó el pueblo de Yahvé, porque conocían a Yahvé como el Dios que los liberó de la servidumbre derrotando al poderoso rey de Egipto. Jesús reto­mó en otro momento la convicción de que era posible establecer en la tierra el reino de Dios. Sin contar con una clase campesina homogénea ni con un enemigo de clase tan claramente definido, llamó a personas de todas las clases en Palestina a vivir la comuni­dad y la igualdad, asegurando que el poder del mismo Dios de sus padres obraba y obraría prodigios en medio de ellos.

J. PIXLEY

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EL PUEBLO DE DIOS EN LA EXPERIENCIA DE FE

En la Iglesia primitiva, lo que distingue al cristiano del no cristiano es la fe que lo incorpora a Cristo mediante el bautismo y la participación en la eucaristía. Esto es lo que constituye a los cristianos, es decir, al pueblo de Dios, independientemente de toda otra condición o situación social (cf. Gal 3,27-28). Esta afirmación no sólo es cierta con respecto a los no cristianos, sino también dentro de la misma Iglesia: ninguna clase de servicio, mandato o carisma, ni siquiera la participación peculiar del obispo en el sacer­docio de Cristo, hace a quienes lo poseen más cristianos, ni los separa de la condición cristiana común o los sitúa en una condición privilegiada. La existencia activa de una pluralidad de ministerios (1 Cor 12,4-11 y 14,26), casi siempre temporales, ayuda a tener una conciencia clara de que, independientemente de los dones que uno haya recibido y de las funciones que desempeñe, lo perma­nente y decisivo es el carácter cristiano. Una convicción no menos clara es que, desde este punto de vista, existe una única «jerar­quía», la de la santidad (1 Cor 12,31 y 13): todos los cristianos son discípulos de un único Señor y «hermanos» entre sí.

En esta fundamental unidad dentro de la pluralidad de los mi­nisterios, los cristianos de cada Iglesia, reunida en torno al testi­monio de la Pascua del Señor, viven la profundidad inagotable del misterio cristiano, que encuentra en cada uno de ellos una mani­festación parcial y complementaria. Cada comunidad vive la comu­nión de amor entre todos sus miembros a la espera de la consuma­ción de tal misterio. En esta perspectiva, las Iglesias convocadas por el Espíritu en los diferentes lugares son conscientes de vivir en la celebración eucarística la esencia de la nueva alianza y una auténtica anticipación del reino, pero cada Iglesia sabe igualmente que sólo de la comunión fraterna de todas puede surgir una Iglesia como pueblo convocado y elegido por Dios y como cuerpo de Cris­to en su relación de amor con el Padre y el Espíritu.

La tensión escatológica preponderante en la época apostólica restó atención a las consecuencias de la adopción de lenguajes y

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tipologías sociales, cuyo influjo e importancia va aumentando a me­dida que las comunidades cristianas se van consolidando histórica y socialmente. En la actualidad, la perspectiva histórica nos permite caer en la cuenta de que, sobre todo en los ambientes cristianos, en los que ha sido más directo el influjo judío, ha adquirido gran relieve el legado religioso de este pueblo que se caracterizó por la separación de la clase sacerdotal. Tal separación se fundaba bien en el carácter «sagrado» del culto, es decir, en una concepción precisa de la creación con respecto a Dios, bien en el concepto teológico del «resto de Israel», identificado con la propia clase sacerdotal. Por contagio de esta situación surgió en algunas comu­nidades cristianas la tendencia a reintroducir en la Iglesia (el nuevo Israel) una separación de los sacerdotes, atenuando así la unidad fundamental del pueblo de Dios.

Sin embargo, la distinción que muy pronto se introduce en el lenguaje cristiano entre clérigos y laicos no adquiere en este perío­do unos caracteres rígidos y sistemáticos ni llega a tener efectos decisivos, como se evidencia en las funciones eclesiales que se re­conocen al emperador, aun en los casos en que éste es una mujer, o en el magisterio teológico ejercitado por un laico como Oríge­nes \ Y no se trata de casos excepcionales, sino de ejemplos de una situación. En los primeros siglos, el pueblo cristiano participaba de diversas formas en el ejercicio de la actividad sacramental de la Iglesia, particularmente en lo que concierne a los sacramentos de la penitencia y la eucaristía2. La exclusión de los simples fieles de esta participación sólo tuvo lugar a partir del siglo iv, al mismo tiempo que, desde el punto de vista arquitectónico, se daba una separación entre la zona del altar y el espacio del templo reservado a los fieles3.

En el aspecto más propiamente magisterial y jerárquico del go­bierno de la comunidad tampoco tiene lugar una neta separación entre fieles y clérigos. En particular, las ordenaciones no expresan nunca una inserción del nuevo clérigo en un orden aparte (el con-

Cf. E. Lanne, Le láicat dans l'Église ancienne: «Verbum Caro» 71-72 (1965) 105-126.

B. Renaud, L'Église comme assemblée liturgique selon S. Cyprien: «Re-cherches de théologie ancienne et médiévale» 38 (1971) 5-68.

Cf. Hipólito, In Danielem 1,17; Sources Chrétiennes 14, p. 85.

El pueblo de Dios en la experiencia de fe 355

cepto de orden nace más tarde), sino la colación de un oficio en el seno de la comunidad, expresando al mismo tiempo una especial participación en el sacerdocio de Cristo. Lo más importante a este respecto es que el carácter indeleble de la ordenación sólo llegará a reconocerse después del siglo iv.

Otro punto en el que se manifiesta al máximo la participación de todo el pueblo en la responsabilidad de la comunidad es la mis­ma forma de elegir los ministros. Los nuevos miembros no son elegidos por el grupo de los clérigos ni separados del pueblo, sino que es la comunidad misma en su conjunto la que designa a los responsables del propio gobierno. Es un hecho bien conocido que no necesita mayor clarificación: baste recordar la elección de Am­brosio y la afirmación de Cipriano sobre la participación del pueblo y sobre la recepción de los fieles como elemento esencial para la validez de una elección episcopal. A este respecto es significativa la equivalencia de los términos elección y consagración, amplia­mente difundida en el lenguaje cristiano de estos siglos.

De hecho, en lo que realmente se carga el acento es en la dis­tinción entre Iglesia y mundo; en orden a éste, todo el pueblo de Dios se halla empeñado en un esfuerzo de testimonio y de misión. Toda comunidad es al mismo tiempo una parte y una dimensión sacramental del único pueblo de los fieles que camina en la historia intentando construir el reino.

En el paso del siglo iv al v, la Iglesia cristiana sufre modifica­ciones profundas, y no sólo de orden cuantitativo. El número de bautizados y de comunidades crece enormemente; los cristianos es­tán presentes en todos los grupos sociales y en todos los ambientes; el fin de la lucha contra el cristianismo debilita la espera escatológi-ca y la conciencia de ser «extranjeros» en la sociedad. Todas estas modificaciones repercuten también en el seno del pueblo de Dios. Así, poco a poco va tomando cuerpo la distinción entre preceptos, que obligan a todos los bautizados, y consejos, que obligan sólo a unos pocos4. En este contexto, el monacato empieza a ser conside-

4 Juan Crisóstomo escribe elocuentemente en el Adversas oppugnatores viatae monasticae: «Nam cum dicit: Venite ad me omnes qui laboratis... (Mt 11,28); non monachis tantum loquitur, sed toto humano geneti. Cumque

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rado como un grupo intermedio entre los clérigos y los laicos; el carisma y la experiencia monástica pasan de hecho a constituir el ordo monachorum. También empiezan a distinguirse varias clases de cristianos (doctores, contemplativos, casados) como consecuen­cia de una lectura agustiniana del Antiguo y del Nuevo Testamen­to, pero que quizá respondía a categorías cada vez más marcadas en la sociedad civil (oradores, guerreros, trabajadores). Con todo, hay que advertir que Agustín sólo concede a estas categorías un significado descriptivo y no un carácter intrínseco que pudiera de algún modo constituir una jerarquía moral de estados de vida ' .

Otro factor importante fue la consolidación de una organiza­ción eclesiástica de notables proporciones, que, sobre todo en Occi­dente, llega a constituir uno de los mayores centros de autoridad y de poder, con una verdadera relevancia política y económica para quienes lo detentan. Esta realidad se convierte en causa de tensio­nes entre quienes tienen el poder y quienes querrían tenerlo, dando lugar a una estructura eclesiástica que, según los casos, se presenta como reservada a los «clérigos» o abierta a los «laicos».

En el momento en que la Iglesia adquiere un estatuto en el derecho público del Imperio no sólo es tocada su estructura, sino que también sufre modificaciones el papel de los simples fieles. En tiempo de Constantino éstos tuvieron que asumir funciones en la administración civil, y su «inserción» en la sociedad no dejó de tener consecuencias notables. Además, la entrada masiva de paga­nos en la Iglesia acarreó una disminución del fervor y cierta mun-danización en la vida cristiana. Esto dio lugar a la nivelación de los simples fieles con el pueblo en general, como se manifiesta en la desaparición del catecumenado y del diaconado de las mujeres, así como en la anticipación de la edad para la administración del bautismo. Al difuminarse la oposición Iglesia-mundo, nace —como consecuencia y como reacción— una acepción estricta de Iglesia, identificada con el «clero» y con lo «sagrado».

iubet per angustam incídere viam, non illos modo, sed omnes nomines alloqui-tur» (PG 47, 374; cf. también PG 63, 67).

5 Cf. G. Folliet, Les trois catégories de chrétiens a partir de Luc (17, 34-36), Mathieu (24,40-41) et Ezéchiel (14,14), in Augustinus Magister (Pa­rís 1954) 631-644, y Les trois catégories de chrétiens. Survie d'un théme augustinien: «L'année théologique augustinienne» 14 (1954) 81-96.

El pueblo de Dios en la experiencia de fe i!7

Con el tiempo, y por motivos de orden, se asiste a la extinción progresiva de la pluralidad dinámica de ministerios y cansinas den­tro de la Iglesia, en beneficio del solo ministerio sacerdotal, cuchi vez más caracterizado como permanente, exclusivo (no participa-ble), separado (en cuanto a trabajo y familia). Con la caída del Imperio romano de Occidente y el predominio bárbaro en Europa, al cual únicamente escapan los monasterios y las escuelas catedrali­cias, los cristianos no clérigos pierden toda posibilidad de presencia eficaz y activa en el ámbito de la reflexión religiosa. La cultura se convierte en elemento discriminante entre bautizados.

La estructura feudal de la sociedad cristiana entre los siglos vi y x acentúa la tendencia a la fragmentación y particularización tam­bién en la Iglesia, relegando a un segundo plano su conciencia de unidad. Más importantes que la unidad son las diferenciaciones debidamente jerarquizadas. La Iglesia deja de ser considerada hori-zontalmente como comunión de comunidades hermanas, para ser representada verticalmente como una pirámide6.

El endurecimiento de las relaciones y su preponderancia sobre la unidad sustancial de la condición cristiana se prolonga hasta entrada la baja Edad Media.

En este período maduran ciertos elementos ya presentes, aun­que en forma embrional e incierta, en los siglos precedentes. El contexto histórico a que nos referimos, se halla dominado por una exigencia de reforma y purificación de la Iglesia, pero también por el reconocimiento de una autoridad cada vez mayor a la dimensión jurídica de la realidad eclesial, por una teología sistemática fuer­temente alimentada por una determinada filosofía social y, en defi­nitiva, por una inclinación a acentuar los aspectos estáticos, más bien que los dinámicos, del cuerpo social. En este contexto se sitúan algunos hechos decisivos. Nos referimos particularmente a una concepción de la Iglesia —tanto a nivel doctrinal como prác­tico— en la que predomina el valor jerárquico, por lo cual la uni-versitas fidelium se queda en mera base pasiva y subordinada de

6 Gilberto de Lemerick, en su De statu ecclesiae, escribe: «Et tota quidem imago pyramidis formam praetendit (Ecclesia) quia infetius ampia est, ubi carnales et coniugatos recipit; superius autem acuta, ubi arctam viam reli-giosis et ordinatis proponit» (PL 159, 997a).

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una compleja pirámide jerárquica cuya parte activa está constituida por clérigos y cuyo vértice es el papa. Significativamente se cons­tata también en la Iglesia la asimilación de la distinción de los hombres en genera y ordines, como se evidencia en numerosos tex­tos teológicos y canónicos desde los siglos xn y xni hasta el signi­ficativo y bien conocido dicho de Graciano: «Dúo sunt genera christianorum» 7. Según este texto, se trata de géneros bien preci­sos y separados entre sí, es decir, del ordo clericorum y el ordo laicomm, a los cuales, según algunos, hay que añadir el ordo mo-nachorum (que en definitiva viene a estar integrado por clérigos); tales órdenes funcionan cada vez más como mónadas, como mun­dos impermeables y extraños entre sí. El crecimiento constante del patrimonio eclesiástico permite además una autonomía creciente del ordo clericorum, al que se concede en exclusiva el uso y la po­sesión de tal patrimonio. A principios del siglo x m parece que esta situación va a ser puesta en crisis por la fundación de las órdenes mendicantes, lo cual explica de algún modo el enorme éxito popu­lar de que éstas gozaron. De hecho, con el paso de la primera a la segunda generación, los mendicantes aceptan una clericalización in­tegral, con la sola particularidad de la exención de la autoridad episcopal.

La manifestación más importante de este desarrollo parece ha­llarse en una antropología cristiana de tipo dualista que considera la distinción de los cristianos en genera no sólo como normal y.

7 «Dúo sunt genera christianorum. Est autem genus unutn, quod manci-patum divino officio, et deditum contemplationi et orationi, ab omni strepitu temporalium cessare convenit, ut sunt clerici, et Deo devoti, videlicet conversi. Kleros enim grece latine sors. Inde huiusmodi nomines vocantur clerici, id est sorte electi. Omnes enim Deus in suos elegit. Hi namque sunt reges, id est se et alios regentes in virtutibus, et ita in Deo regnum habent. Et hoc designat corona in capite. Hanc coronam habent ab institutione Romanae ecclesiae in signo regni, quod in Christo expectatur. Rasio vero capítis est temporalium omníum depositio. lili enim victu et vestitu contenti nullam inter se proprietatem habentes, debent habere omnia communia. Aliud vero est genus Christianorum, ut sunt laici. Laós enim est populus. His licet tem-poralia possidere, sed non nisi ad usum. Nihil enim miserius est quam propter nummun Deum contemnere. His concessum est uxorem ducere, terram colere, inter virum et virum iudicare, causas agere, oblationes super altaría poneré, decimas reddere, et ita salvari poterunt, si vicia tamen benefaciendo evitave-rint» (c. 7 C. XII q. 1; ed. Friedberg, p. 678).

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rígida, sino como acorde con la que existe entre el cielo y la tierrn, más todavía, entre lo carnal y lo espiritual, con una clara c inme­diata implicación moral sin duda más estoica que paulina. Como dice, significativamente, el prólogo de la Summa de Esteban de Tournai (f 1203): «Civitas Ecclesia, civitatis rex Christus, dúo populi in Ecclesia, dúo ordines, clericorum et laicorum; dúo vitae, spiritualis et carnalis...» Todo está, pues, preparado para atribuir a los diversos ordines un diverso valor cristiano8. La realidad bí­blica del pueblo de Dios ya no parece adecuada para expresar una Iglesia tan celosa de sus estructuras y tan satisfactoriamente inte­grada en la sociedad, que empieza a perseguir el espejismo de una sociedad cristiana, la «Christianitas»9.

Con todo, se dieron varios intentos de cambiar las cosas e in­cluso de emprender una dirección totalmente nueva. Por un lado, las herejías populares medievales oponían al principio de derecho «clérigo igual a cristiano de primera clase» la constatación de he­cho «clérigo igual a mal cristiano», invocando una «ecclesia spiri­tualis» en la que fueran radicalmente eliminados la estructura jurídica y el ministerio sacerdotal, o al menos reducidos a su justa proporción. Por otro lado hay que recordar el fenómeno de gran­des organizaciones de simples fieles en las confraternidades y las terceras órdenes. Estos intentos aceptaban sustancialmente la situa­ción existente y trataban de obtener —mediante la participación en los privilegios espirituales concedidos sobre todo a los mendi­cantes— una asimilación a la condición ventajosa en que se halla­ban los clérigos. Se estaba asistiendo a los primeros brotes de lo que con el tiempo se llegará a llamar «promoción del laicado», esencialmente orientada a vivir algunos aspectos de la vida clerical, haciéndose así acreedores a algunos de sus privilegios (recuérdese la legislación canónica a favor de los oratorios y de la exención de las confraternidades).

Entre los siglos x m y xiv se dieron también algunos intentos

8 Cf. I laici nella societas christiana dei secoli XI e XII (Milán 1969), especialmente las colaboraciones de Y.-M. Congar, L. Prosdocimi y G.-G. Meersseman.

9 Forme e problemi attuali della Cristianitá: Cristianesimo nella storia 5 (1984) 30-180.

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de mayor relieve que expresaban la exigencia en ciertos grupos, a veces bastante amplios, de cristianos de reemprender efectivamente la vida eclesial con verdadero espíritu responsable, superando tanto la condición de cristianos de segunda clase o la actitud puramente pasiva y consumista como el espíritu de emulación al que nos he­mos referido. Grandes fenómenos religiosos como las confraterni­dades de los blancos o de los flagelados, así como la devotio mo­derna, intentaban, sobre todo mediante la entrega personal reali­zada en comunión con los hermanos, afirmar la autenticidad de una condición no clerical, sin limitación alguna a la imitatio Christi. En estos ambientes se revaloriza fuertemente la vocación eclesial de todo cristiano como respuesta a la llamada de Dios, donde lo único que cuenta es el grado de generosidad y fidelidad de la res­puesta misma. De hecho, estos movimientos, aunque suscitaron amplísimas adhesiones, no encontraron una situación eclesial favo­rable y fueron definitivamente marginados cuando, por reacción al protestantismo, se eligió el camino de una defensa intransigente de la eclesiología medieval, confiada al celo de Belarmino10.

La defensa de la autenticidad del sacerdocio ministerial y de la vida religiosa (que no es sinónimo de vida cristiana, sino de vida según los «consejos»), junto con la contestación del concepto pro­testante del sacerdocio común de los cristianos, sólo parecen posi­bles mediante una reafirmación global de la situación objetiva de privilegio del grupo clerical, aunque ésta se caracterice por un nue­vo rigor de vida moral. El controvertido desarrollo de la teología de estos decenios y de los siglos sucesivos impide hasta el plan­teamiento del problema del sentido profundo, más aún, providen-

10 Es particularmente significativo el exordio de la segunda controversia, dedicada a la doctrina de los miembros de la Iglesia: «Quid haec nomina Clerici atque laici sibi velínt, neminí dubium esse puto: tametsi enim Grae-cam originem habeant tamen trita sunt, ac per vulgata. Quis enim ignorat idem esse laón Graecis, quod populum Latinis? ídem illis, Rieron, quod sor-tem, sive haereditatem nobis? Inde igitur laici dicti sunt quasi plebeii, ac po­pulares, quibus nulla pars functionis Ecclesiasticae demandata est; Clerici autem quasi Domini sors et haereditas qui divino cultui consecrad, procuran-dae religionis ac rerum sacrarum, Deo ipso iubente, providentiam, ac solicitu-dinem susceperunt» (Be controversis christianae fidei II [Milán 1721] col. 207). Belarmino le añade el tratado Dúo sunt genera christianorum, que él atribuye erróneamente a san Jerónimo.

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cial de las tesis protestantes sobre la condición común del cris­tiano.

Los cánones del Tridentino, aunque muy sobrios, serán leídos durante siglos en la perspectiva de una Iglesia en la que el pueblo cristiano no pasa de ser un corolario de la jerarquía. Como ya he­mos indicado, el concepto de Iglesia en sentido estricto adquiere un significado cada vez más exclusivo, de modo que los términos eclesial y eclesiástico se convierten en sinónimos; más todavía, el segundo termina por sustituir y eclipsar al primero. A causa de la pluralidad de Iglesias cristianas, el significado decisivo del bautis­mo es atenuado en favor de una valoración prevalente e individua­lista de la misa, de la eucaristía y de las mismas estructuras disci­plinares. La salvación se busca cada vez menos mediante la Iglesia en cuanto comunidad de los bautizados y cada vez más a través de la relación individual con el sacerdote. Vida cristiana y vida ecle­sial dejan progresivamente de ser sinónimas, y el aspecto moral del cristianismo adquiere un lugar de privilegio: se da una valoración cada vez más filantrópica de la «caridad» y de las «misiones». La reflexión teológica pasa a consolidarse como monopolio de los clé­rigos, y las dimensiones no morales del cristianismo se consideran comúnmente como «cosas de los curas», tanto por parte de la gen­te clerical como de la anticlerical. La existencia de un «cuerpo» clerical es un hecho no sólo social, cultural y ambiental, sino tam­bién sancionado por el derecho canónico y por el mismo derecho de los Estados modernos (los eclesiásticos son exentos de la juris­dicción común, de los impuestos, del servicio militar, etc.).

Además, determinados grandes acontecimientos de la época moderna contribuyen a ahondar el abismo doctrinal y concreto que separa al común de los cristianos del clero. Hay que recordar en primer lugar la restauración moral del clero católico realizada a continuación del Concilio Tridentino, particularmente mediante el ejemplo y los impulsos de la Compañía de Jesús y de otras órdenes y congregaciones, sin olvidar la institución de los seminarios. Esta restauración se realiza bajo el signo de una más profunda separa­ción entre los sacerdotes y el común de los cristianos, poniendo de relieve la figura del clero como grupo cristiano particular y como fortaleza de la vida cristiana a la que se remiten por derecho, o por debilidad, ciertas prerrogativas y obligaciones del simple fiel.

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Por otra parte, se va consolidando en determinados ambientes iluministas del siglo XVIII europeo una tendencia a plantear en tér­minos cada vez más crudos la exigencia del reconocimiento, de hecho y de derecho, de un cristianismo no clerical, aclerical o, in­cluso, anticlerical. Si bien se trata de una tendencia de escasa con­sistencia doctrinal, resulta significativa por el amplio consenso que es capaz de suscitar con respecto al divorcio entre clero e Iglesia, aunque se presente bajo un signo positivo.

En la Edad Moderna se asiste a un progresivo y mutuo aleja­miento del cristianismo y del mundo tanto en el ámbito del pensa­miento y de la cultura como en el de la vida de las masas. Durante largo tiempo esta situación será considerada como efecto incontesta­ble del progreso del mal (descristianización) por una óptica miope y sólo nominalmente cristiana. Frente a la progresiva reducción del área del «bien», se adoptará durante mucho tiempo una actitud meramente pasiva, que se limita a protestar contra tal situación, pero no es capaz de hallar fuerzas para emprender un nuevo rum­bo. Diríamos que más bien se asiste a una actitud de desconfianza instintiva con respecto a toda iniciativa orientada a un renacimien­to cristiano dentro de una perspectiva eclesial de conjunto. Siguen cada vez más vigentes un cristianismo aristocrático, culto y que sabe latín, y un cristianismo de procesiones, de culto de los santos y de asistencia meramente pasiva a la liturgia; los tiempos en que va a ser preciso enfrentarse con el renacimiento de un paganismo práctico están próximos.

De este modo, la Iglesia, que cada generación se ve reducida a un espacio más estrecho, se convierte cada vez más claramente en un «asunto de curas», hasta el punto de que esta dramática situación histórica llega a ser considerada como una situación natu­ral . En definitiva, se acepta que la Iglesia se reduzca al clero (y

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más tarde a la jerarquía), invitando a los «fieles» a permanecer unidos a la fe de los padres y al mismo Cristo mediante una estruc­tura tan enormemente sutil y esclero tizada; el resto de cristianos no católicos y «otros» quedan en la categoría de simple masa de perdición.

La aceptación del estado de cosas que acabamos de describir supone una creciente valoración de la dimensión jurídico-institu-cional, favorecida insensiblemente por un constante desplazamiento del eje vital y del mismo concepto de la Iglesia. La marginación de la dimensión sacramental se pone de manifiesto incluso dentro del mundo sacerdotal con el reconocimiento de una autoridad jerárquica a los cardenales y a los miembros de la curia romana, totalmente independiente de la participación de los mismos en el ministerio sacerdotal o episcopal. Un hecho significativo en este sentido es la clericalización de todos los «cargos» eclesiásticos, in­cluso los más materiales e irrelevantes.

Esta fase culmina en el Vaticano I: los dos decretos aprobados sancionan, respectivamente, el privilegio de la infalibilidad para la jerarquía y el deber de la fe para los fieles.

Mientras tanto, se hace el descubrimiento cada vez más acu­ciante del aislamiento de la Iglesia como consecuencia de los regí­menes sociales y políticos de participación popular. En el siglo xix, una movilización espontánea del laicado católico europeo trata de superar el profundo alejamiento de la Iglesia con respecto a los problemas del momento, particularmente en el plano social. Las organizaciones laicas católicas se comprometen fervorosamente en el campo social y con frecuencia también en el político.

La Acción Católica, en cuanto colaboración en el apostolado jerárquico 12, es una confirmación de la total subordinación de los movimientos laicos al clero: los laicos son aceptados como colabo-

12 Con respecto a esta definición hay que recordar que, mientras Pío XI hablaba de «participación en el apostolado jerárquico», Pío XII prefería el término «colaboración» para evitar que la Acción Católica reivindicara una verdadera participación en el poder y en la autoridad, es decir, en el mandato de la jerarquía (cf. Pío XII, Alocución a los dirigentes de la Acción Católica italiana el 3 de mayo de 1951, en Discorsi e radiomessaggi, vol XIII, pini­nas 68-69).

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radores indispensables desde el momento en que la escasez de vo­caciones hace inviable la autosuficiencia del clero, al mismo tiempo que la sociedad parece cada vez más reluctante a depositar su con­fianza y prestar acatamiento a cuanto tenga sabor clerical13.

El laicado se convierte en una especie de batallón de asalto, de tropa especializada. Sin embargo, esta dependencia sigue mante­niendo al laico apartado de toda función teológica y cultural. «La Acción Católica no tiene una función directora en el orden teórico, sino que se limita a ser ejecutora en el orden práctico» u. Así, la acción viene a ser el único modo en que el laico puede expresar el propio compromiso cristiano: se justificaba sin dificultad cual­quier exageración activista u organizativa '5.

El laicado constituye, pues, una categoría de cristianos que se va deslizando desde el anonimato hasta la clericalización (espiritua­lidad parasacerdotal: consagraciones, votos, entendidos no como expresión de earismas especiales, sino de la simple vocación cris­tiana). La dimensión doctrinal de esta situación es la teología del laicado. Una teología para laicos indica que en el fondo permanece intacto el dualismo de cristianos de primera y de segunda clase.

En sentido paralelo hallamos la fase de la consecrado mundi como vocación propia del laico. De hecho, obedece a una visión pesimista de la relación del cristianismo con el mundo, según la cual las «realidades terrenas» necesitarían de una aplicación actual de la redención, como si toda la creación no estuviera ya bajo el signo del Hijo del hombre. En esta perspectiva asistimos a la ma-

13 Cf., además de la parte de la encíclica de Pío X // fermo proposito, que se refiere a las relaciones entre la Acción Católica y la jerarquía, la carta de Pío XI al cardenal Cerejeira, de Lisboa, de 10 de noviembre de 1933: «Pero ésta (la A. C.) no dará frutos saludables sí sus miembros no son for­mados y dirigidos por responsables experimentados y, sobre todo, por buenos consiliarios eclesiásticos, en cuyas manos hay que poner la suerte y el destino de las asociaciones».

14 Carta del cardenal secretario de Estado al cardenal Hlond, primado de Polonia, de 10 de abril de 1929.

15 Pío XI decía a los peregrinos españoles el 22 de septiembre de 1933: «La acción es signo de la vida, signo de esta vida que Dios ha traído al mun­do y que nosotros hemos adquirido con el precio de su preciosa sangre. Sin acción, sin movimiento, sin actividad, sólo existe la muerte o bien una vida vana, adormecida, somnolienta, inútil; de modo que la Acción Católica es el signo, la causa, la medida misma de la vida».

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nifestación de grandes energías alimentadas por un impulso misio­nero, pero orientadas hacia una problemática de tipo social y exter­no que continúa considerando las res sacrae, la Iglesia, como legí­timo monopolio de los clérigos. Por consiguiente, se perfila una especie de acuerdo que establece las diversas zonas de influencia, cosa que ya se había intentado en el siglo precedente.

El interés suscitado por estos dos filones, particularmente a cau­sa de la inercia en la que tan largo tiempo habían permanecido no pocas energías, coincidió con una modificación general y cada vez más rápida del contexto histórico que dio lugar al resurgimiento de los grupos tradicionalmente pasivos, a una reactivación del espí­ritu asociativo y comunitario y a una nivelación teórica y práctica de los derechos reconocidos a todos. Caía definitivamente el orden jerárquico de la sociedad humana, basado sobre condiciones privi­legiadas e independientes del mérito de cada uno, a favor de un acentuado igualitarismo, fundado únicamente en las capacidades personales o en las funciones sociales. En este contexto, el Espíritu Santo suscitaba en un creciente número de cristianos la conciencia de la inminencia de un «tiempo de la Iglesia» en que se hiciera real el esfuerzo por reestructurar toda la realidad eclesial a partir de los datos más auténticos del Nuevo Testamento y de las instan­cias históricas más urgentes, los «signos de los tiempos».

Esta exigencia apareció al mismo tiempo en diversos ambientes y situaciones, dando lugar, a principios de nuestro siglo y particu­larmente en el período entre las dos guerras, a un fermento de ini­ciativas doctrinales, espirituales y prácticas a las que hoy no duda­ríamos en dar el nombre de movimientos. Se dio el movimiento bíblico, el movimiento litúrgico, el movimiento de retorno a las fuentes (sobre todo patrísticas), el movimiento misionero, el movi­miento ecuménico. Una característica constante de estas experien­cias fue que, en torno a convicciones y compromisos comunes, se reunieron en un plano de igualdad cristianos de diversas proceden­cias, vocaciones y estados de vida. Este encuentro había sido faci­litado por los múltiples contactos que en los decenios anteriores habían tenido lugar entre miembros del clero y simples fieles en el seno de la Acción Católica y de otras organizaciones. Las conse­cuencias de esta situación se irían haciendo cada vez más vastas y profundas, a pesar de que con frecuencia la fluidez de los con-

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tactos y la mutua confianza discurrían paralelas a una estructura de separación en la que lo distintivo estaba mucho más presente que lo común.

Al terminar la segunda guerra mundial, los factores dinámicos que animaban tal situación llegaron a ciertos desarrollos que con frecuencia eran considerados como sorprendentes o aberrantes, pero que no eran sino la consecuencia lógica del planteamiento que, diez años antes, se había dado a la Acción Católica. Este mo­vimiento experimentó un rápido crecimiento, llegando a incorporar a sus filas amplios sectores de cristianos sensibles a la llamada del Espíritu y a la nueva situación histórica.

Principalmente en el plano organizativo se formaron «movi­mientos», «obras», «grupos», de algún modo especializados, si­guiendo una orientación pastoral sectorial que no tenía en absoluto en cuenta la unidad sustancial —humana y teológica— del pueblo de Dios, mientras se entregaban a un eficacismo sociológico en contradicción con una Iglesia realmente empeñada en ser «familia de Dios». Desde el punto de vista estructural se tendía a hacer de la Acción Católica, y principalmente de sus «cuadros», una segunda Iglesia (incluso más que un «clero de reserva»); ¡se trataba de una estructura que duplicaba a todos los niveles la de la jerarquía ecle­siástica y, debido a su relación inmediata con el papa, adquiría una especie de «exención» todavía más peligrosa que la de los monjes y los frailes.

Cada vez es más claro que, en los últimos cien años, la secular división de la Iglesia en clero y laicado ha llegado a su última fase a causa de una crisis determinada no sólo por la oposición externa, sino también por las críticas que se han manifestado en el interior de la misma Iglesia. Ambas circunstancias ponen de manifiesto la irremediable incongruencia de la dicotomía «clero-laicado» para expresar la realidad profunda de la Iglesia de acuerdo con el cono­cimiento eclesial que el Espíritu Santo está suscitando en nuestra época.

El somero análisis histórico que acabamos de esbozar nos per­mite resaltar algunos aspectos particularmente interesantes de esta problemática, puestos de manifiesto en determinados textos del Vaticano II . A la hora de hacer su lectura es preciso tener presente

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que en los debates conciliares se dieron cita dos orientaciones doc­trinales distintas:

1) La teología del laicado, cuya formulación más autorizada había tenido lugar en Jalons pour une théologie du Idicat, del pa­dre Congar, en el año 1952, y en el volumen de monseñor G. Phi­lips Le role du la'ic dans l'Église, en 1954, fue llevada a la práctica en los mejores momentos de la Acción Católica. Esta teología ins­piró, sobre todo, el capítulo IV de la Lumen gentium y el decreto Apostolicam actuositatem, como momento cumbre de tal orienta­ción. Sin embargo, de este modo, lejos de superarse el plantea­miento esencialmente negativo de la división «clero-laicado», se contribuyó a aumentarla superponiéndola a la de «sagrado-profa­no» y sumándose a la «teología de las realidades terrenas». Los intentos de una definición positiva del «laico» 16 sirvieron sobre todo para poner en evidencia los límites de este planteamiento, que tuvo el mérito de desarrollar la conciencia de los laicos, si bien no tiene rango de «teología», debido a que carece de apoyo en la reve­lación y en la tradición teológica católica. Además, la problemática de la secularización ha puesto en crisis hasta los mismos términos de la consecratio mundi. Hoy ya no cabe duda de que la «teolo­gía del laicado», por su origen de suplencia y superación con res­pecto a la situación privilegiada del clero, no fue ni podía ser teo­logía, sino únicamente ideología. Los múltiples elementos teológicos en ella contenidos sólo adquieren su necesaria coherencia en una verdadera teología de la Iglesia ".

16 Particularmente significativos a este respecto han sido los artículos de K. Rahner, L'apostolat des lates: «Nouvelle Revue Théologique» (1966) 3-33, y de Ch. Baumgartner, Formes diverses de l'apostolat des lates: «Christus» (1957) 9-33, retomados en 1957 por Congar en Esquisse d'une théologie de l'Action Catholique (actualmente en Sacerdoce et Idicat devant leurs taches d'évangélisation et de civilisation [París 1962] 328-356) y, nuevamente, en algunas páginas de la tercera edición de Jalons (648-651). La síntesis más reciente ha sido publicada por el P. Congar suh verbo «Láfc et Laicat», en DS 9 (1976) 79-108.

17 Un interesante testimonio de la ambivalencia de esta orientación es el confuso título que en un primer momento se daba al futuro cap. II de la Lumen gentium: «De populo Dei et speciatim de laicis» (cf. Constitutionis dogmaticae «Lumen gentium» synopsis histórica, en G. Alberigo y F. Magis-tretti [eds.] [Bolonia 1975] 43 y 163).

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2) Una eclesiología sacramental es significativamente la se­gunda orientación doctrinal puesta de relieve en el concilio, sobre todo en los capítulos I, II y V de la constitución Lumen gentium y también en muchos pasajes de las constituciones sobre la liturgia y la revelación y del decreto sobre el ecumenismo. Como es sabido, se trata de una teología basada en la Escritura y en la tradición apostólica. En el último siglo, y en particular en los últimos dece­nios, ha conocido una nueva primavera en el mundo católico y tam­bién en las otras áreas cristianas. Esta orientación ha ido adquirien­do cada vez más fuerza y conquistando nuevos horizontes gracias al potente impulso del Espíritu, de modo que una etapa de este des­arrollo tan fundamental como la Mystici corporis de Pío XII, pu­blicada en el año 1943, aparece como superada en muchos aspectos por el magisterio conciliar. Es muy significativo que esta teología de la Iglesia sea fruto de los movimientos de renovación que flo­recieron en los decenios pasados y que se caracterizaban en general por una colaboración fraterna de clérigos y laicos, movidos por el único deseo de ser fieles a su condición cristiana y a su ser Iglesia, pueblo de Dios en marcha18.

No conviene perder de vista la presencia conjunta de estas dos orientaciones distintas en el cor pus doctrinal del Vaticano II . Una de ellas se presenta en su fase conclusiva, al término de un largo, fatigoso y meritorio esfuerzo por reconquistar un estatuto eclesial activo, y no sólo pasivo y minoritario, al menos en los grupos y ambientes más sensibles del común de los fieles. La otra se halla en una fase predominantemente dinámica, que tiende a movilizar energías y suscitar experiencias de vida eclesial de comunión plena, activa y visible de todos los bautizados. Históricamente podemos decir que estas dos orientaciones pueden ser consideradas como dos segmentos sucesivos de una línea interrumpida, a través de la cual el cristianismo moderno se mueve hacia un conocimiento cada vez más pleno del misterio pascual. Sin embargo, desde un punto de vista doctrinal no sería correcto ignorar la profunda diversidad,

18 Cf. el óptimo comentario de O. Semmelroth, La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, en G. Baraúna (ed.), La Iglesia del Vaticano II (Barcelona 1968) 451-465; Y. Congar, La Iglesia como pueblo de Dios: «Concilium» 1 (1965) 9-33, y R. Schnackenburg-J. Dupont, La Iglesia como pueblo de Dios, ibíd., 105-113.

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propiamente teológica, que separa estas dos orientaciones. Tam­poco se puede ignorar que, desde un punto de vista práctico y operativo, mientras hasta el fin de la segunda guerra mundial las modernas organizaciones laicales, sobre todo la Acción Católica, han sido frecuentemente un vehículo de formación de la conciencia eclesial, en los dos últimos decenios, y particularmente en nuestros días, constituyen en general una remora y un obstáculo para que la conciencia eclesial alcance el esplendor sugerido por el Espíritu y programado por el concilio. Actualmente esta problemática pue­de ser vista en una nueva perspectiva. Teniendo en cuenta la enor­me herencia histórica acumulada en torno a este problema, es posible recuperar una sustancial libertad gracias a un mejor cono­cimiento del misterio de la Iglesia en cuanto pueblo de Dios. La comunidad cristiana reconoce cada vez mejor la urgencia y la nece­sidad de sentirse unida en el común bautismo, en la escucha de la palabra y en la comunión eucarística. También advierte que la par­ticipación de los cristianos y del obispo (con sus ministros) en el único sacerdocio de Cristo es diversa, si bien ambos sacerdocios se hallan en una continua y fecunda tensión dialéctica. Esta tensión es análoga a la que existe entre los datos definitivos del ser cris­tiano (destinados a continuar, después de la Iglesia, en el reino) y los elementos históricos de la condición eclesial (destinados a cesar con el fin de la Iglesia, como el sacerdocio ministerial). Cada vez es más fuerte la necesidad de recuperar en cada comunidad eclesial un espacio para los carismas y servicios que el Espíritu quiera suscitar, de modo que, mediante ellos (desde el diácono pa­dre de familia hasta el teólogo padre de familia, etc.), se realice una adecuación más rica y multiforme de cada Iglesia y de la co­munión de todas las Iglesias al multiforme misterio de Cristo.

Para moverse en esta dirección, todos los bautizados, tanto simples fieles como miembros del colegio episcopal, deben dispo­nerse a un compromiso de investigación y experimentación, a un esfuerzo de comprensión del verdadero estado de las cosas, y tam­bién a la invención, para terminar por la renuncia a una unifor­midad impuesta y al consuelo de esa falsa seguridad de lograr la unidad; por el contrario, deberán entregarse a una búsqueda hu­milde, comprometida, dinámica y confiada de los caminos que «el Espíritu dicta a las Iglesias».

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Existen diversos temas críticos que constituyen el campo de prueba para este aggiornamento de la actitud fundamental. A títu­lo de ejemplo citaremos la vocación y formación del clero, el siste­ma de vida del mismo, el modo de celebrar la liturgia como acto de toda la Iglesia, el planteamiento y realización de la catequesis, el anuncio de la palabra tanto en el seno de la Iglesia como de cara a todos los hombres, el reconocimiento e interpretación de los «signos de los tiempos». Sobre estos temas, en torno a los cuales no cabe una «exclusiva eclesiástica», por cuanto que afectan esen­cialmente a la vida religiosa de cada uno, todas las Iglesias deben llegar a sentir el deber y a ejercer el derecho de un compromiso cristiano y comunitario de responsabilidad, de testimonio y de caridad.

En una perspectiva general, el redescubrimiento de la Iglesia como pueblo de Dios no puede limitarse a estériles planteamientos de principio19, sino que, para incidir realmente en ser de la Iglesia y en sus estructuras fundamentales, debe poner nuevamente en juego algunos elementos tradicionales durante largo tiempo atro­fiados. El sensus fidelium debe recuperar un lugar central entre los criterios de discernimiento de la fe20; el consentimiento del pueblo de Dios debe reconquistar una incidencia real en el proceso de formación de la voluntad eclesial; la recepción no puede dejar de ser un lugar decisivo de verificación de la validez de las orien­taciones de las Iglesias zl.

G. ALBERIGO [Traducción: G. CANAL]

19 El nuevo Código de Derecho Canónico titula el libro II «De populo Dei», pero, de hecho, los cánones de carácter general dedicados a todos los fieles sin distinción son muy pocos y bastante vagos (ce. 204-223).

20 Cf. M.-D. Chenu, «Vox populi vox Dei». L'opinione pubblica nall'ambi-to del popólo di Dio, en La fine della Chiesa come societa perfetta (Milán 1968) 209-226, y, sobre todo, J.-M. R. Tillard, Le «sensus fidelium». Reflexión théologique, en Foi populaire-Foi savante (París 1976) 9-40, y los ensayos de J.-L. d'Aragón, F. Dumond, E. R. Fairweather y E. Lamirande, en el mismo volumen.

21 Cf. «Concilium» 77 (1972), especialmente los artículos de Congar y Legrand.

«POPULUS DEI» IN POPULO PAUPERUM

Del Vaticano II a Medellín y Puebla

La cuestión de la «Iglesia popular», como cuestión teológica que debe ser clarificada, es sumamente compleja y no puede sim­plificarse rápidamente, como lo han hecho muchos críticos. Debo indicar desde el principio que parte de la dificultad estriba en la ambigüedad no sólo de la ya multifacética categoría «pueblo», sino también de sus usos diferentes. «Pueblo» puede referirse al primer pueblo (Israel) o al nuevo pueblo (la Iglesia), a los gentiles (no cristianos) o a un «pueblo cristiano» (como el de la cristiandad latinoamericana o polaca). La expresión de Juan XXIII «Iglesia de los pobres» —retomada en la Laborem exercens, 8— puede ser sinónimo de «Iglesia popular», si por «popular» se entiende a los «pobres» de un pueblo cristiano. Si, en cambio, como veremos, se toma «pueblo» por «gentes» (gentiles), y se dice que la «Iglesia nace sólo del pueblo», se caería en un cierto pelagianismo. Aun­que, por otra parte, decir que la «Iglesia nace sólo del Espíritu Santo» supondría un cierto monofisismo. Si se entiende por «Igle­sia» a los cristianos, parte de la única Iglesia oficial e institucional, que se renuevan, que reevangelizan, que optan o viven entre los oprimidos y los pobres, tal «Iglesia» renovada —que no es una nueva Iglesia— puede «nacer del pueblo», de entre los pobres y oprimidos (ya cristianos en América Latina), mediante la acción del Espíritu Santo (que nunca ha negado la teología de la libera­ción). En este sentido se expresan Medellín y Puebla, y también los cristianos que optan y viven entre los pobres. La teología de la liberación, más que inspirar a la Iglesia popular, se inspira en ella.

I . «POPULUS DEI» EN EL VATICANO II (1962-1965)

Viendo la cuestión con perspectiva histórica, nadie habría pen­sado en 1965 que hoy discutiríamos el capítulo segundo de la cons-

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titución sobre la Iglesia (acerca del pueblo de Dios) más que el capítulo tercero (acerca de los obispos), el cual pareció entonces central para mejor contextualizar las definiciones del Vaticano I.

En efecto, el 1 de diciembre de 1962 se presentó el primer esquema De Ecclesia, con un capítulo primero sobre la «naturaleza militante de la Iglesia» y un capítulo segundo sobre los «miembros de la Iglesia» *. Es célebre el discurso del cardenal Liénart recha­zando el esquema, porque sólo aparecía el aspecto jurídico («mere iuridico»)2, pero no su naturaleza de misterio, mística («in natura sua mystica»)3, terminando con aquel lapidario: «Soy amigo de Platón, pero más de la verdad». El mismo cardenal Koenig indicó que es al «universal pueblo de los creyentes» a quien compete la «indefectibilitas fidei» 4, porque los fieles no sólo reciben la doc­trina, sino que, «como comunidad de fieles», influyen en sentido positivo en el magisterio. Monseñor Devoto, de Goya (Argentina), expresó que, «por otra parte, se deseaba una clara y evidente reva­lorización de la noción de todo el pueblo de Dios... como inicio de toda la constitución sobre la Iglesia 5. El mismo cardenal Hengs-bach aprobaba el rechazo del esquema por su «clericalismo y juri-dicismo» *. En definitiva, el esquema fue rechazado.

Una comisión teológica trabajó hasta la presentación del nuevo esquema en la 37.a congregación general (el 30 de noviembre de 1963). El padre Chenu7 refiere que un cardenal polaco se pro­nunció a favor de la doctrina de la societas perfecta, pero la comi­sión se inclinó por la noción más bíblica y espiritual de «pueblo de Dios».

La cuestión del pueblo de Dios se había hecho presente ya en otros esquemas del concilio, lo mismo que el tema de los pobres, en cuanto «multitudes con hambre» 8 que «exigen justicia social» 9.

1 Cf. Acta Synodalia S. Conc. Oec. Vaticani Secundi 1/1 (Vaticano 1970) y 1/4 (1971) Congregación 21.

2 Ibíd., 1/4, p. 127. 3 Ibíd., p. 126. 4 Ibíd., p. 133. 5 Ibíd., p. 250. 6 Ibíd., p. 254. 7 Le Monde (París, mayo 1983). 8 En la Congregación 3, en el mensaje a todos los hombres, el concilio

expresa: «Caritas Christí urget nos... super turbam fame, miseria, ignorantia laborantem...» (1/1, p. 225).

9 Ibíd., p. 256. Monseñor Enrique Rau refiere, en la cuestión de la «len-

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Con todo, en el nuevo esquema, después del misterio de la Igle­sia 10, se trataba del episcopado, dejando para el capítulo tercero el tema del «pueblo de Dios y, especialmente, los laicos» ". De inmediato comenzó un debate importante. Si el «pueblo de Dios» son los laicos y toda la Iglesia, este tema debería tratarse en el capítulo segundo, pasando al tercero el del episcopado. El cardenal Frings, en nombre de los alemanes, propuso que el capítulo segun­do se dedicara al pueblo de Dios n. Se producía, pues, un giro total: en lugar de limitarse a los laicos, el pueblo de Dios se trans­formaba en un sinónimo de Iglesia. Algunos latinoamericanos ya vinculaban la cuestión del pueblo de Dios con «una mayor dedica­ción apostólica a la evangelización de los pobres» 13.

En la congregación 54.a, del 23 de octubre, monseñor Manuel Larraín habló sobre el pueblo de Dios en un sentido profético y martirial (testimonial), como destinado no a una «recepción pa­siva», sino activa M.

Por fin, en la congregación 80.a, del 15 de noviembre de 1964, se propuso el texto «corregido» del capítulo segundo De populo Dei15, que, con modificaciones, pasará como texto definitivo a la Lumen gentium. Desde la primera afirmación, «luz de los gentiles es Cristo» (LG 1), ya entramos en tema: gentium no es populo-rum, aunque ambos términos se refieren a grupos, comunidades, sociedades: «El Señor quiso, sin embargo, santificar y salvar a los hombres, no individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo ... Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel... (para que) constituyera el nuevo pueblo de Dios» (LG 9). Se establece así una dialéctica entre un pueblo primero o antiguo y un pueblo nuevo o segundo («nuevo pacto»).

Una cuestión fundamental que nos interesa esencialmente para el desarrollo posterior es la siguiente: ¿Llama o convoca Dios a

gua de la liturgia», que es una «expresión de América Latina que la misa está destinada al pueblo, y ¿cómo puede intervenir si no entiende (la len­gua)?» (ibíd., p. 480ss).

10 Ibíd., I I / l , p. 216. " Ibíd., pp. 256ss. 12 Ibíd., p. 344. " Ibíd., p. 798. 14 Ibíd., II/2, pp. 223-226. El cardenal De Barros Cámara habló igual­

mente (Congregación 51, del 18 de octubre de 1963; pp. 55ss) sobre «De populo Dei in genere».

15 Ibíd., I I I / l (1973) 181ss.

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individuos separados de su comunidad de gentiles y del pueblo de Israel, o los llama en comunidad? El concilio es claro: No los llama «individualmente y aislados entre sí». Pero, se podría obje­tar, constituye el nuevo pueblo desde el antiguo pueblo de Israel, pero no desde los gentiles en cuanto pueblos. Es verdad que «entre todas las gentes de la tierra está el pueblo de Dios» (LG 13), pero no se dice entre los «pueblos gentiles». De todas maneras, podría decirse que el nuevo pueblo nació del antiguo, del «resto» de Is­rael (como Jesús nació de María), por obra del Espíritu Santo . Jesús era parte del antiguo pueblo, lo era María, lo eran los após­toles. El nuevo pueblo nació por el Espíritu Santo desde el antiguo (la carne): «Derramaré mi Espíritu sobre todo hombre: profetiza­rán sus hijos e hijas, sus jóvenes tendrán visiones» (Hch 2,17).

Israel es la carne, como «el Verbo se hizo carne» en María: es la encarnación. Sin carne no habría Cristo, ya que sólo se daría una naturaleza (monofisismo). Sin pueblo no habría nuevo pueblo, sino una colección de individuos «aislados» (LG 9). Ciertamente, afirmar que el pueblo antiguo ha producido desde su potentia al pueblo nuevo significaría negar que la encarnación de Cristo es fruto y obra del Espíritu Santo. Nada tiene esto que ver con los teólogos latinoamericanos, que no han pensado siquiera en avanzar una afirmación semejante. Pero sí les importa indicar que, al haber asumido en el Espíritu Santo, con Cristo y por designio del Padre, al antiguo pueblo de Israel «y a los gentiles, para que se fundiera en unidad... y constituyera el nuevo pueblo de Dios» (LG 9), el nuevo pueblo, la Iglesia, nace (como Cristo) en la historia de la humanidad, desde un pueblo concreto, una raza, una lengua, una tradición, unas luchas, unos héroes reales. Asumir un pueblo his­tórico (Israel y los gentiles) es asumir la carne, la historia, la rique­za de la historia anterior de los hombres. La historia de los pueblos («como el pueblo de Israel, según la carne, peregrino del desierto» de la historia, LG 9), comunitariamente, es «santificada y salvada» en el nuevo pueblo de Dios, y no sólo la biografía individual de cada convocado. Es una dialéctica entre pueblo antiguo y pueblo

16 «El nuevo Israel... se llama también Iglesia de Cristo, porque él la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social» (LG 9).

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nuevo, y no entre un individuo (Cristo) que convocaría exclusiva­mente individuos abstractos, ahistóricos, sin comunidad, ni histo­ria, ni memoria, ni luchas, ni mártires.

En el Vaticano II , por estar precedida la cuestión del episco­pado (cap. III) por la del pueblo de Dios en general (cap. II), se indicó explícitamente que el papado, el episcopado, el sacerdocio ministerial, etc., son partes o momentos internos del pueblo de Dios.

I I . EL PUEBLO DE DIOS

Y LA PASTORAL «POPULAR» EN MEDELLIN ( 1 9 6 8 )

En Medellín se retoma del Vaticano II el doble sentido de pue­blo: «Así como antes Israel, el primer pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto..., así también nosotros, nuevo pueblo de Dios, no pode­mos dejar de sentir su paso que salva...» (Introducción, 6). «Esta segunda Conferencia... en la esperanza de que todo el pueblo de Dios, alentado por el Espíritu, comprometa sus fuerzas para su plena realización...» (ibíd., fin). Pero, de inmediato, surge una diferencia, aunque no contradicción, con el Vaticano I I ; se trata de algo más concreto, más explicativo, más latinoamericano: «En la gran masa de bautizados de América Latina, las condiciones de fe, creencias y prácticas cristianas...» (6. Pastoral Popular, I, 1). «Al enjuiciar la religiosidad popular no podemos partir de una interpretación cultural del Occidente...» (ibíd., 4). «La fe y, por consiguiente, la Iglesia se siembran y crecen en la religiosidad cul-turalmente diversificada de los pueblos» (ibíd., II , 5). «La Iglesia de América Latina, lejos de quedar tranquila con la idea de que el pueblo en su conjunto posee ya la fe, y de estar satisfecha con la tarea de conservar la fe del pueblo..., se propone... una seria re-evangelización..., una reconversión de nuestro pueblo... que im­pulse al pueblo creyente hacia la doble dimensión personalizante y comunitaria..., (ya que) los hombres deben santificarse y salvarse no individualmente, sino constituidos en comunidad» —termina el texto— (ibíd., 8-9). Y aún se dice después: «Que se impregnen las manifestaciones populares, como romerías, peregrinaciones, de­vociones diversas, de la palabra evangélica» (ibíd., I I I , 12).

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Estos textos son suficientes para comprender que ahora «pue" blo» no significa ya lo mismo que «pueblo de Dios» en la Lutria gentium. Y esto en dos sentidos. En primer lugar, porque la «graf masa de bautizados» latinoamericanos es un pueblo. Por pueblo se entiende la comunidad histórica y cultural, pero también la co­munidad de creyentes (la Iglesia). Es decir, en América Latina, p° r

la ambigua realidad de ser una cristiandad (cultura, civilización cris-tiana), hay confusión entre pueblo (bloque social en la sociedad civil) y pueblo de Dios (Iglesia). Sin embargo, incluso el pueblo como bloque social no es ya una comunidad de gentiles, sino uü pueblo cristiano. De ahí que pueda haber una dialéctica entre u° pueblo ya cristiano, pero no suficientemente evangelizado, conver­tido, y un pueblo (Iglesia) re-evangelizado, re-convertido. En este sentido estricto (pueblo cristiano no suficientemente evangelizado y pueblo cristiano reevangelizado) podría hablarse de una Iglesia renovada, comunitaria, etc. Estos adjetivos califican a la Iglesia, a grupos internos de ella (obispos, sacerdotes, religiosos, laicos). No significa que son otra Iglesia, ni nueva, ni paralela, ni opuesta a la «oficial», etc.

En segundo lugar, cuando se habla de «manifestaciones popu­lares», se está pensando en los pobres reales, grupos oprimidos, clases, etnias, razas; el bloque social de los dominados. No se trata, pues, de toda la comunidad, sino de una parte: «... Las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo... Las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener y del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones...» (Introducción, 6). En este con­texto, «popular» se refiere sólo a ciertos sectores sociales, no a todo el pueblo latinoamericano cristiano. En este segundo sentido, «Iglesia popular» significaría aquella parte del pueblo de Dios (en el sentido del Vaticano II) que se ha comprometido de manera especial para reevangelizar, para reconvertir a los oprimidos, los pobres reales, los explotados, los reprimidos, los torturados, etc. El adjetivo «popular» viene a indicar la «Iglesia de los pobres» de Juan XXIII o, al menos, uno de sus posibles sentidos legítimos: «Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte» (14. La

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pobreza en la Iglesia, 2). «En el contexto de pobreza y aun de miseria en que vive la mayoría del pueblo latinoamericano, los obispos, sacerdotes...» (ibíd., 3). «En este contexto, una Iglesia pobre denuncia la carencia injusta de los bienes...» (ibíd., 5). «Con la ayuda de todo el pueblo de Dios esperamos superar el sis­tema arancelario...» (ibíd., 13). «Serán una llamada continua para todo el pueblo de Dios a la pobreza evangélica» (ibíd., 10).

Por supuesto, no todos responden a estas exigencias de pobreza objetiva por la que luchaba Francisco de Asís. Los que responden realmente y se comprometen en sus vidas concretas por los pobres reales, los oprimidos y explotados son una parte de la Iglesia insti­tucional, oficial, única. Esa parte podría ser calificada de «Iglesia popular», por habitar con el pueblo pobre real, hablar como ellos, sufrir con ellos, luchar por ellos: reevangelizar, reconvertir, como dice Medellín.

Algunos, no sin cierta conciencia de falsear la realidad, juzgan esa Iglesia como «paralela», como opuesta a la Iglesia oficial, como «otra» Iglesia. La teología de la liberación no ha caído nunca en tal ingenuidad o simplismo. Sólo un juez que sacara las frases de su contexto podría, quizá, encontrar expresiones susceptibles de ser interpretadas en ese sentido.

Por su parte, el 6 de mayo de 1973 los obispos del nordeste del Brasil dan a conocer un memorable documento de la Iglesia oficial, institucional, la única Iglesia: «Ante el sufrimiento de nues­tra gente, humillada y oprimida hace tantos siglos en nuestro país, los hemos convocado (acto eclesial por excelencia) por la palabra de Dios a asumir una posición. Posición al lado del pueblo. Posi­ción justamente con todos aquellos que con el pueblo se empeñan por su verdadera liberación... Somos servidores, ministros de la liberación... Como ministros de la liberación, tenemos ante todo que convertirnos para servir mejor. Tenemos que aceptar la inter­pelación del hombre nordestino, que grita por este ministerio de liberación, que clama por nuestro compartir su 'hambre y sed de justicia'...»17. Podríamos traer cientos de otros testimonios, pero no lo creemos necesario. Iglesia popular, es decir, aquellos cristia-

" SPES (Lima) 4,21 (1973) 5ss. Los obispos latinoamericanos entre Me­dellín y Puebla (San Salvador 1978) 40-63. Cf. mi obra De Medellín a Puebla (México 1979) 299ss.

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nos que como parte de la única Iglesia oficial se comprometen efectivamente por los pobres reales, «es la que nace del pueblo». Esta fórmula desató tempestades, en su mayoría entre aquellos que no habían optado por los pobres reales, por el pueblo de los oprimidos e injustamente expoliados: «Somos perseguidos porque estamos con el pueblo, defendiendo sus derechos. La prelatura de Sao Félix —decía monseñor Casaldáliga— es una Iglesia persegui­da porque no ha querido mezclarse con el poder de la política y el dinero. Y seremos cada vez más perseguidos porque, con la fuerza de Dios, continuaremos al lado de los oprimidos y los pobres» 18. Estar junto al pueblo y en el pueblo de los pobres es ser una Igle­sia popular. Puesto que este pueblo es pueblo cristiano, la Iglesia renovada, reevangelizada, reconvertida nace del pueblo, el cual, por obra del Espíritu Santo, es Iglesia de renovación de la vida. No se trata, pues, de los «gentiles» a los que se refiere la Lumen gentium, y, por tanto, no tiene fundamento alguno el temor a la pretensión de que el pueblo (no cristiano, gentil) en cuanto tal pueda erigirse en pueblo de Dios, en Iglesia.

I I I . PUEBLO DE DIOS Y COMUNIDADES

ECLESIALES DE BASE EN PUEBLA ( 1 9 7 9 )

La conferencia de Puebla se preparó en un ambiente de confu­sión, a veces provocado. Textos como el que citamos a continua­ción son un indicio de ello: «Sin admitir la simplista identificación del pueblo con el pobre, y entendiendo la expresión pueblo de Dios como la propone el Concilio Vaticano II (...), sería también per­fectamente correcto afirmar que el pueblo de Dios es el portador del evangelio, el sujeto de la Iglesia...» w. Aquí se mezclan varios planos. Pueblo en la primera línea es más bien un concepto social (como bloque social de los oprimidos), y el autor se opone a que pueda ser identificado con pobre (sociológicamente pueden iden­tificarse sin que ello implique una valoración teológica). Claro que pretender identificar la categoría sociológica de pueblo con el pue­blo de Dios de la Lumen gentium es una ingenuidad en la que nin-

18 Cf. «Mensaje» (Santiago de Chile) 226 (1974) 52. 19 B. Kloppenburg, Informe sobre la Iglesia popular (México 1978) 58.

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gún teólogo puede caer, a menos que sus palabras sean sacadas de contexto. Pero también se podría afirmar que aquellos que optan por el pueblo o se sitúan en él, entre los pobres reales, siendo cris­tianos (pueblo de Dios popular) son también portadores del evan­gelio y sujeto de la Iglesia. Esa significación, que es la que está en la intención y en los textos, es pasada por alto por quienes critican a la «Iglesia popular» tratando de hallar una «secta» don­de sólo existe una legítima parte de la Iglesia, oficial e institu­cional.

En Puebla, la palabra «pueblo» es usada en todos los sentidos que hemos ido indicando, pero frecuentemente no hay clara con­ciencia del paso de un nivel semántico a otro. Veamos algunos ejemplos: «Esto ha preparado el ambiente en el pueblo católico para abrirse con cierta facilidad a una Iglesia que también se pre­senta como pueblo. Y pueblo universal, que penetra los demás pueblos» (Puebla, n. 233). «Nuestro pueblo latinoamericano llama espontáneamente al templo casa de Dios... para expresar la reali­dad más profunda e íntima del pueblo de Dios» (ibíd., n. 238). Puede observarse cómo, en algún caso, se trata de toda la sociedad civil latinoamericana, mientras que en otros se alude a la sociedad en general, pero en cuanto cristiana, y, por fin, a la Iglesia. Con estos conceptos, no bien definidos, se planteó la cuestión de la Iglesia popular: «El problema de la Iglesia popular, que nace del pueblo, presenta diversos aspectos. Si se entiende como una Igle­sia que busca encarnarse en los medios populares del continente y que por lo mismo surge de la respuesta de fe que esos grupos den al Señor, se evita el primer obstáculo» (ibíd., n. 263). Este sentido, obviamente, es el que se da al concepto de «Iglesia popu­lar»: una parte de la única Iglesia, el pueblo de Dios que se ha comprometido con el pueblo de los pobres reales, los oprimidos, los que sufren, etc. En este sentido, la Iglesia «ha nacido» (decía un padre conciliar), por obra del Espíritu Santo, de la carne: del pueblo histórico latinoamericano. Pero este pueblo, como un Israel ya elegido (ya Iglesia, aunque necesite concluir su evangelización), ha «re-nacido». La Iglesia popular es la parte de la Iglesia (carde­nales, obispos, sacerdotes, laicos, etc.) que ha optado por los po­bres reales y convive con ellos. No es una Iglesia paralela contra una Iglesia oficial. Esta escisión maniquea es producto de una

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interpretación falseante, que se sigue intentando todavía hoy, y que parece querer desautorizar a una parte legítima de la única Iglesia.

Se acusa a la Iglesia popular de un cierto pelagianismo, de ser una Iglesia que nace del pueblo, en el sentido de los «gentiles». Se pasa así a la posición contraria, ésta sí, fuera de la tradición eclesial conciliar: «Esta es la única forma de ser Iglesia, (la) que no nace del pueblo, sino que ella hace al pueblo de Dios, en cuanto es convocación..., pero no es 'popular' en cuanto que se origine de este mismo pueblo»20. Por deslegitimar una posición pelagiana, es decir, que la Iglesia, pueblo de Dios, nace totalmente del pue­blo como «gentiles», se cae en una posición monofísita: la Iglesia nace exclusivamente de Dios, sin contar para nada con la carne, con una comunidad convocada. Se afirma, contra la Lumen gen-tium, que la convocación «hace al pueblo», que cada hombre es «individual y aisladamente» santificado, salvado. No se comprende que la Iglesia, como enseña Puebla en muchos textos, convoca y asume un pueblo, una comunidad humana, y, por tanto, se enri­quece también con todos los frutos históricos de los pueblos. El pueblo de Dios, nuevo pueblo, no nace única y exclusivamente del primer pueblo, ni sólo del Espíritu, excluyendo la carne. Sin María no hay Cristo. Pero sin carne tampoco hay en-carnación. Sin pue­blo convocado no hay pueblo de Dios. En todo caso, no es éste el problema que se debate en la cuestión de la Iglesia popular, ya que no se trata del origen primero de la Iglesia (el nuevo pueblo Igle­sia que nace del primer pueblo Israel, por obra del Espíritu Santo y teniendo a Jesús por cabeza), sino de la renovación, reevangeli-zación, reconversión de una Iglesia, ya existente como pueblo cris­tiano, pero que puede llegar al pleno desarrollo de su fe. En otras palabras: la Iglesia renovada por su opción y por ser pobre con los pobres nace de la única Iglesia oficial, pero desde los pobres de esa Iglesia, desde el pueblo oprimido. Esta renovación de la Iglesia nace del mismo pueblo cristiano. Su actual momento orga­nizativo no rechaza globalmente a la Iglesia oficial, sino que in­cluye desde laicos y religiosos hasta obispos y cardenales: «La comunidad eclesial de base..., fomentando su adhesión a Cristo,

20 J. Lozano Barragán, La Iglesia del pueblo (México 1983) 106.

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procura una vida más evangélica en el seno del pueblo... Las co­munidades eclesiales de base son expresión del amor preferente de la Iglesia por el pueblo sencillo» (Puebla, nn. 641-643).

Las comunidades eclesiales de base son, sin duda, el lugar orgá­nico del cristiano, pueblo oprimido y pueblo de Dios, parte de los pobres y parte de la Iglesia. No todos los miembros de la Iglesia optan por los pobres ni son pobres. La comunidad de base es el lugar propio de la participación de los pobres, del pueblo de los pobres, en la Iglesia pueblo de Dios, y también de los que optan por ellos. Esos pobres y los que optan por ellos, miembros del «pueblo de Dios», podrían perfectamente ser denominados «Igle­sia popular». Lo sustantivo es Iglesia (pueblo de Dios, según la Lu­men gentium); lo adjetivo, popular (compromiso con los pobres, explotados, con el pueblo histórico: bloque social de los oprimi­dos). «Iglesia popular», en el seno de la única Iglesia oficial e ins­titucional, serían aquellos cristianos que tienen otro «modelo», otra visión y actitud acerca del tipo de evangelización que la Iglesia debe cumplir en el mundo y entre los pobres, y acerca de la Iglesia misma a la que pertenecen con toda legitimidad.

I V . CONCLUSIONES

En el sentido indicado, la Iglesia popular o comprometida con los pobres y solidaria con ellos es, de algún modo, definida por Juan Pablo I I : «La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa (del trabajador), porque la considera como su miáión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la Iglesia de los pobres. Y los pobres se en­cuentran bajo diversas formas: aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano» (Laborem exer-cens, 8).

El teólogo polaco Józef Tischner, en Etica de la solidaridad, nos deja ver la importancia que para su Iglesia particular tienen los conceptos de patria, nación y libertad: «El problema de la patria se presenta cotidianamente... y de allí se desprende la cues­tión de la conservación de la patria... Esta conciencia guía toda

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nuestra nación... La libertad es como un espacio en el que pode­mos movernos con seguridad» n. En América Latina, en cambio, nosotros percibimos las cosas de otra manera. Más que la patria o la nación, el sujeto de nuestra historia presente es el pueblo, y> más que la libertad, nuestro pueblo aspira a la justicia. No es cues­tión de poder comer con libertad, sino de tener algo que comer. Del mismo modo que algunos pueden hablar de Iglesia nacional o de una Iglesia que encarna la identidad nacional, en América Latina nos sentimos autorizados a ver reflejada nuestra identidad en una Iglesia popular. La devoción a María es popular (por ejem­plo, con la Virgen de Guadalupe por bandera, el cura Hidalgo luchó contra los españoles en el siglo xrx para liberar a México, y el campesino Emiliano Zapata ocupaba Cuernavaca teniendo tam­bién por bandera a una imagen de la Guadalupana sacada de una iglesia), y como «lo señala Juan Pablo II , pertenece a la íntima identidad propia de estos pueblos» (Puebla, n. 283). «María fue también la voz que impulsó a la unión entre los hombres y los pueblos» (ibíd., n. 282) latinoamericanos. Hay personas, también de Iglesia, que tienden a confundir todas estas cosas. Es necesario, de todas maneras, conocer la experiencia de una Iglesia particular, como la latinoamericana, para no juzgarla simplistamente desde otros parámetros, desde otras culturas, desde otras naciones o pue­blos. Nuestro pueblo creyente merece el respeto de ser escuchado, de ser incorporado al pueblo de Dios como un pueblo histórico, con memoria, con lengua, con cultura, con héroes, mártires y san­tos. Monseñor Osear A. Romero murió por ese pueblo y con conciencia explícita de ser parte de la Iglesia popular. No habría inconveniente en abandonar la palabra «popular» si existieran ver­daderas razones para ello. Pero el sentido de la cuestión fue clara­mente enunciado por el papa Juan XXIII cuando empleó la ex­presión «Iglesia de los pobres». Personalmente, junto con Paul Gauthier, tmn la suerte de vivir en Nazaret desde 1959 a 1962; solíamos hablar sobre Jesús, la Iglesia y los «pobres», trabajando como carpinteros en el Shikum arab, en el mismo pueblo donde Jesús dijo: «El Espíritu del Señor me ha ungido para evangeliza a los pobres».

E. DUSSEL 21 Traducción italiana, CSEO (Bolonia, 1981) 137.

REDEFINICION DE LA FIGURA DEL OBISPO EN EL ÁMBITO POPULAR POBRE Y RELIGIOSO

1. Esta contribución tiene como objetivo mostrar descriptivamente la propia andadura: cómo se aprende y se enseña, cómo ve el pueblo confirmada su fe por el obispo, cómo confirma el obispo su propia fe a través de la fe del pueblo.

2. Soy obispo desde el 20 de mayo de 1962. Tomé posesión de la diócesis de San Ángel, en Río Grande del Sur, Brasil, el día 12 de junio de aquel mismo año. En 1973 fui trasladado al nordeste de Brasil: a Fortaleza, en el estado de Ceará.

3. Con mi llegada a Fortaleza, en agosto de 1973, bien pronto tuvo lugar en mí un cambio en cuanto a la manera de ver mi ministerio epis­copal. En el sur me parecía haber ejercido mucho más el papel de quien enseña lo que sabe, sin demasiada preocupación por los problemas con­cretos del pueblo. Era la transmisión de un conocimiento meramente teórico. El pueblo mismo debía ver cómo traducirlo a la vida.

En la misma línea de adoctrinamiento se situaba la celebración sa­cramental. Celebración del misterio de nuestra fe, pero sin atender demasiado a su sentido para la vida real del pueblo. Las comunidades eclesiales existentes tenían su origen más en el culto que en la bús­queda de solución, a la luz de la fe, para los problemas reales. Se cele­braba el culto de la palabra de Dios, ante la imposibilidad de celebrar en todas partes el culto eucarístico.

Yo llevaba la fe al pueblo como se lleva un remedio ya preparado, sin reflexionar con más detenimiento en su significación o sentido fren­te al contexto sociopolítico, económico, cultural y religioso de ese mis­mo pueblo.

Mi papel era más de profesor y presidente del culto que de verda­dero evangelizador dentro de la realidad vivida por el pueblo.

En el nordeste (Ceará-Fortaleza), en contacto con un modelo dis­tinto de comunidad eclesial de base, nacida no tanto de la necesidad del culto cuanto de la necesidad de buscar soluciones cristianas a los problemas concretos de la vida, mi ministerio episcopal —en su triple función de enseñar, santificar y gobernar— fue adquiriendo otra fiso­nomía.

4. Una primera actitud que influyó en este cambio fue escuchar al pueblo. Por el hecho de ser nuevo en la región, desconocedor de su

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historia y cultura, y a veces incluso de la lengua, me vi obligado a es­cuchar para tener una idea de lo que realmente estaba sucediendo. Pero esta escucha, nacida por la urgencia de lo nuevo, llegó después más lejos. Se convirtió en un hábito, en un descubrimiento que fue creando una transformación en mí y en mi ministerio.

Al pueblo le resultaba difícil hablar y más aún reflexionar, pero era muy concreto en la aplicación de la palabra de Dios a la realidad vivida de forma hondamente evangelizadora. No era un conocimiento que se comunicara, sino una vivencia, una vida que desbordaba, una vida de fe con raíces profundas en la realidad. Y no sólo eso. Observé, incluso, la franqueza fraterna con que, comunitariamente y en un am­biente de gran paz, se abordaban problemas delicados, con conclusiones muy prácticas para la vida.

En una comunidad, durante una fiesta folklórica (un baile), un mu­chacho no se comportó correctamente con una joven. Se expuso el caso a la comunidad durante una reunión nocturna, estando presentes los jóvenes y sus padres y los miembros de la comunidad, incluidos los ni­ños. Con la mayor naturalidad, y siempre con cierta lentitud, se abordó el caso, se esclareció y finalmente se resolvió. Fue para mí una gran experiencia aquella noche.

Casos similares tuvieron lugar en distintas ocasiones, siempre con el mismo resultado. Eran los más hermosos ejemplos de corrección fra­terna que había visto en mi vida. Y lo más interesante era ver el celo de la comunidad para que tales casos no se repitiesen.

¿Y yo, como obispo? Me limitaba a estar presente y escuchar. Ni se solicitó mi juicio ni creí deber intervenir. Ellos mismos, como comu­nidad, llevaron a feliz término el necesario dictamen. Mi presencia ni siquiera les produjo embarazo. Parecían estar tratando sobre la vida ordinaria de la comunidad. Y entonces era la primera vez que estaba yo allí como parte de la comunidad.

5. Al poco tiempo vi claramente que mi ministerio episcopal debía adoptar otras formas. Yo iba a estar cada vez más dentro de la comu­nidad, con mi propia responsabilidad, pero sin considerarme ni dejarme considerar como jefe de la comunidad, como su superior, sino como un miembro de la misma que, revestido de la exousia de Cristo mediante el sacramento del orden, debía estar allí solamente para servir cuando ellos tuviesen necesidad de mi servicio o cuando yo mismo compren­diese, con espíritu de fraterna caridad, que podía orientarlos en su camino. Había dejado de ser profesor o instructor para ser animador con los animadores. Me convertiría, igualmente, en discípulo antes de pensar en ser maestro. Ni siquiera pienso en ser maestro, porque uno

La figura del obispo en el ámbito popular 385

solo es el Maestro. Lo que pretendo es ser, con ellos, discípulo del Maestro, a la escucha de Jesús y de su Espíritu, preocupado, con toda I ii comunidad, de saber lo que Jesús y el Espíritu tienen que decir a la Iglesia.

En este sentido, la misma celebración eucarística y de los demás sacramentos fue adquiriendo, dentro de mi vida de obispo, una dimen­sión distinta: celebrar en unión con la comunidad el misterio de la fe insertándolo lo más posible dentro del contexto vital de la gente, de suerte que fuera igualmente celebración de esa vida. La misma liturgia comenzó a presentar distinta fisonomía.

Evocando la alegoría del Buen Pastor (cf. Jn 10), no me veía ya como alguien que camina al frente de su rebaño, sino como alguien que va en medio del rebaño, juntamente con él, dispuesto a no oscu­recer en ningún momento la figura del único verdadero Pastor, Jesu­cristo.

6. En este contexto, con las comunidades de ámbito popular pobre y religioso, hice otro descubrimiento: un modo nuevo de orar.

El pueblo lo inicia todo, incluso sus reuniones, con la lectura de la palabra de Dios: palabra interiorizada en silencio durante unos minu­tos, para pasar inmediatamente a un intercambio verdaderamente vivo* de lo que, en su propia vida, le sugiere a cada participante esa palabra,, terminando muchas veces con una espontánea oración formal. Lo nota­ble es que el comenzar las reuniones con la palabra de Dios marca todo, el día, convirtiéndolo en una gran oración que, al caer de la tarde, cul­mina con la celebración eucarística.

En esto veo una feliz armonía entre fe y vida, entre acción y oración..

7. ¿Cómo es considerado en las comunidades el obispo por este pueblo pobre y religioso?

Estoy vivamente impresionado con lo que observo. ¡Cómo anhelan la presencia del obispo! Esa presencia en sus reuniones y en la vida, cotidiana es lo que más estiman; les procura un gran apoyo, un estí­mulo que los hace felices, que los alienta y entusiasma. El obispo puede: pasar el día entero sin despegar los labios en la reunión; su sola pre­sencia lo es ya todo para ellos. Sucede, sin embargo, que de vez en cuando se le pide expresamente su dictamen de obispo, teniendo él, por lo demás, absoluta libertad para intervenir como tal cuando lo crea oportuno o necesario.

Me resultaba mucho más fácil la práctica de las visitas pastorales. Ya no necesito preparar charlas ni catequesis. Todo brota de la realidad vivida por este pueblo pobre y altamente religioso. El sentido de su fe es una realidad que se toca con la mano.

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386 A. Lorscheider

8. Hoy veo también de modo distinto el problema vocacional en Ja Iglesia. El problema consiste en crear pequeñas comunidades eclesia-les vivas y apostólicas más que en reclutar gente para conventos y semi­narios. De esas pequeñas comunidades eclesiales brotan los distintos ministerios y servicios que el pueblo de Dios necesita. Está naciendo una nueva estructura de vivencia eclesial. Lo que hoy preocupa es cómo formar a esos ministros y servidores en el espíritu de Cristo y de la Iglesia.

9. Finalmente, esta nueva forma de ser desde el contacto más con­creto con las comunidades del pueblo pobre y religioso lleva al obispo a una mayor sencillez de vida, haciéndole sentir la necesidad de iden­tificarse cada vez más con Cristo pobre y con los pobres, rehuyendo todo cuanto pueda sugerir la idea de grandeza o de mando. El obispo va transformándose en hermano entre los hermanos.

He ahí, pues, algunos aspectos de la vida de las comunidades que me enseñan cómo debe ser el obispo hoy en una Iglesia del Tercer Mundo, y quizá también del Primero.

A. LORSCHEIDER

[Traducción: M. DÍEZ PRESA]

EL PRESBÍTERO

I . INTRODUCCIÓN

Mi testimonio se sitúa en un contexto específico: en el Tercer Mun­do, en África y, particularmente, en Kenía, país en el que durante los últimos quince años he ejercido mi ministerio sacerdotal. Soy muy cons­ciente de la situación sociocultural en que nací, crecí y me formé, edu­cado en un sistema extranjero que me llevó a una alienación cultural. Soy también consciente de que el contexto histórico en que nací surgió en el seno de la explotación de unos seres humanos por un gobierno extranjero y de la lucha que condujo a mi pueblo a su liberación en 1963. Aquel mismo año decidí iniciar mi formación en el seminario. Tuve la fortuna de seguir el desarrollo y las consecuencias del Concilio Vaticano II (1962-1965).

Mi país alcanzó políticamente la independencia, pero económicamen­te continuó dependiendo de los mecanismos y sistemas extranjeros de dominación. Este país, donde ejerzo mi sacerdocio, se halla dividido. Existen dos grupos de personas: los propietarios y los trabajadores. Está apareciendo gradualmente una clase media debido a que se ofre­cen salarios más altos a los técnicos, profesionales y ejecutivos. El éxodo hacia los centros urbanos ha dado lugar a un nuevo fenómeno: el cre­ciente número de marginados, sin tierras, sin empleo, sin nada. En el plano rural se mantiene un intenso sentido comunitario que constituye una sólida base para la nueva imagen de la Iglesia: la Iglesia popular, una Iglesia de los pobres, en la que éstos son de hecho ricos por el modo de celebrar su fe, utilizando símbolos, formas artísticas y expre­siones tomadas de su propia cultura.

I I . TESTIMONIO

Mi testimonio es fruto de ese contexto, que creo ha constituido un reto en mi estilo sacerdotal y en mi actitud hacia el pueblo al que sirvo. Ha sido para mí un proceso lento y doloroso.

Poco después de mi ordenación, en 1968, fui destinado a una parro­quia rural, donde supuestamente había de aprender de la experiencia del párroco. Pero, al cabo de un mes, éste se marchó a Irlanda de vaca­ciones. Hube de suplirle durante casi cinco meses. Me vi obligado a con-

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tinuar con el sistema que había heredado, organizándolo todo desde arriba. Durante los siguientes cinco meses mi papel fue principalmente sacramental o cultual, pero ni siquiera desempeñé bien ese papel, pues­to que no se había dado la importancia debida al verdadero sentido de la celebración litúrgica. Me hallaba tan ocupado en la organización de la parroquia que mis contactos con el pueblo eran indirectos y esporá­dicos. Recorría los diversos centros parroquiales, celebrando a veces cinco misas en un domingo. En consecuencia, no logré conocer a los feligreses y tenía la sensación de carecer de comunidad.

Mi estilo era sencillamente mecánico. No sabía hacer nada mejor, pues aquello era lo que había aprendido en el seminario. Había de aten­der a gran número de personas, y la calidad no importaba tanto como el número de bautismos, confesiones, comuniones y grandes asambleas. Me preguntaba por qué eran tan pocos quienes se comprometían en las actividades parroquiales cuando había tantos feligreses. Yo era el centro de toda la vida y actividad parroquial, el que organizaba todas las cele­braciones. En la misa era yo quien dirigía toda la liturgia de la palabra, mientras los asistentes escuchaban; también dirigía yo el canto, puesto que me consideraba experto y la gente no habría sabido qué ni cuándo cantar. Daba por supuesta una considerable ignorancia en los laicos. Después de todo, yo había estudiado filosofía y teología. Al cabo de los cinco meses, mi experiencia parroquial me había hecho «experto» en un modelo de Iglesia: el modelo piramidal, en el que yo era la cabeza y co­nocía prácticamente la respuesta a todas las preguntas. Mis catequistas aprendieron el mismo estilo de ministerio, y en sus poblados se com­portaban también como pequeños párrocos. Disponía de muy escaso tiempo para estudiar y leer. En consecuencia, permanecí casi al margen de los cambios que estaban operándose durante el período inmediata­mente posterior al Concilio Vaticano I I . No conocí ningún documento posconciliar hasta obtener un permiso de cuatro años para proseguir mis estudios.

Entonces empecé a ser consciente de las discrepancias existentes en­tre mi ministerio sacerdotal y el contexto en que estaba ejerciéndolo. Tras concluir mis estudios de sociología fui destinado a otra parroquia rural, y, a pesar de mis conocimientos, ignoraba por dónde empezar. Pero algo estaba claro en mí: me hallaba resuelto a ir donde estaba la gente y a considerar seriamente su situación vital. Con la ayuda de los catequistas llevé a cabo una encuesta para obtener algunos datos básicos sobre la situación de la parroquia. Gracias a aquella encuesta descubrí que la parroquia constaba de unas cien mil personas, de las que el 60 por 100 eran jóvenes, el 20 por 100 católicos y sólo el 15 por 100

El presbítero 389

de la población total sabía leer y escribir. El 95 por 100 de los habitan­tes se dedicaba a una agricultura y a una ganadería de pura subsisten­cia, mientras que el 5 por 100 trabajaba en ciudades.

De esta encuesta parroquial emergía muy claramente la necesidad de formar dirigentes. En consecuencia, se organizó un cursillo de formación al que asistían tres personas por cada uno de los centros en donde se decía misa. Este cursillo inicial alcanzó tanto éxito que desencadenó el desarrollo de todo un programa de renovación parroquial y provocó ciertos cambios de actitud con respecto a la estructura parroquial y al papel del sacerdote en este modelo renovado de parroquia.

El desarrollo de las comunidades de base de ámbito popular comen­zó tras un cursillo sobre cómo utilizar la Biblia en las reuniones de oración o en las celebraciones en ausencia del sacerdote. Surgieron es­pontáneamente en torno a la parroquia diversas comunidades populares de base para la oración y meditación bíblica, y yo era invitado a la ora­ción con cada una de ellas. Hube de tomar una decisión para consolidar estas comunidades populares y de barrio, que estaban convirtiéndose en comunidades de fe viva, de oración y reflexión. Pronto comprendí que las comunidades se iban consolidando. Constituyen grupos naturales populares o de barrio, donde todos se conocen y mantienen entre sí relaciones informales y directas.

Debido a su natural sentido comunitario, los miembros de cada co­munidad de base reaccionan espontáneamente ante las necesidades de algunos de ellos y ante infortunios como la enfermedad o la muerte. Esto pronto se fue convirtiendo en una respuesta de fe que fluía de la vida de oración de las comunidades. Se puede apreciar una auténtica solidaridad en acontecimientos comunitarios como matrimonios, naci­mientos, funerales y especialmente en la contribución tanto económica como física de cada miembro a los preparativos para tales celebraciones. Gradualmente se ha ido creando un nuevo modo de ser Iglesia en este ámbito de la comunidad popular de base, una Iglesia con un rostro hu­mano. Estas comunidades cristianas de base se tornaron autosuficientes poco a poco, en cuanto que se reunían semanalmente en casa de algu­no de sus miembros, «perseverando en la oración y en la alabanza a Dios» 1. Tal evolución suscitó en mi mente numerosos interrogantes en relación con mi misión como ministro consagrado dentro de una comu­nidad cristiana de base. Pronto empecé a comprender que ésta era la imagen de la Iglesia presentada por el Vaticano I I respecto del sacer­docio común de los fieles y del sacerdocio ministerial, por lo que todos,

Cf. Hch 2,42-47.

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cada uno a su propia manera, participamos en el sacerdocio de Cristo2. En la aceptación de este nuevo modelo de Iglesia y de la imagen reno­vada del presbítero influyó considerablemente en mí el mensaje final de la reunión plenaria de la Asociación de Conferencias Episcopales del África Oriental correspondiente al año 1973, la cual, entre otras cosas, declaraba: «Estamos convencidos de que en estos países de África Oriental ha llegado el momento de que la Iglesia se convierta en ver­daderamente 'local', es decir, de que se gobierne, se desarrolle y se sus­tente por sí misma. En los próximos años, nuestros esfuerzos se centra­rán en esas Iglesias locales. Creemos que para ello hemos de cimentar en las comunidades cristianas de base la vida y el trabajo eclesiales, tanto en las áreas rurales como en las urbanas» 3. Otra declaración que me ayudó a comprender el nuevo papel del presbítero fue la contenida en las conclusiones de la Asociación de Conferencias Episcopales de África Oriental correspondiente a la reunión plenaria de 1976: «Las comunidades cristianas que tratamos de crear son sencillamente las en­carnaciones más locales de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. La Iglesia de Cristo se halla verdaderamente presente en todas las legí­timas asambleas locales de los fieles, quienes, unidos con sus pastores, son llamados 'Iglesias' en el Nuevo Testamento» 4.

Cada vez estoy más convencido de que esta eclesiología de las comu­nidades cristianas de base constituye la eclesiología renovada del Vati­cano II , en la que debo hallar el significado de mi ministerio sacerdotal. Considero que en esta eclesiología de comunión, tal como aparece en la Lumen gentium y en el Presbyterorum ordinis 5, el ministerio debe si­tuarse en la comunidad de base más que por encima de ella. Me he con­vertido en un auténtico discipulus, que aprende dentro de la comunidad, y no en una persona que conoce las respuestas a todas las preguntas. Juntos buscamos la significación de nuestra vida presente y de nuestra historia, a la luz del evangelio, la historia de Dios. Creo que en el pasado me excedí realmente en mi papel de presbítero, hasta el punto de negar a personas muy dotadas dentro de la comunidad de base la posibilidad de contribuir a la vida y al desarrollo de dicha comunidad. Para supe­rar ese problema preparé un equipo de laicos capacitados, hombres y

2 Vaticano II, Lumen gentium, 10, donde esta imagen se halla claramente descrita junto con las distinciones relevantes. Cf. también Presbyterorum ordi­nis, 2, que ofrece la misma imagen.

3 AFER, vol. XVI, núms. 1 y 2, pp. 9-10. 4 AFER, vol. XVIII, núm. 5, p. 250. Aquí los obispos remiten a los nú­

meros 2 y 6 de Presbyterorum ordinis. 5 Op. cit.

El presbítero yn

mujeres, que colaboraran conmigo en los ministerios específicos surgi­dos en las comunidades cristianas de base. Unidos hemos dedicado mu­cho tiempo a la formación de responsables de la oración comunitaria, capaces de dirigir las reuniones de reflexión bíblica y las plegarias de esas comunidades, de consejeros familiares y matrimoniales, para guiar y ayudar a las parejas antes, durante y después de la celebración del matrimonio. Hemos formado promotores del espíritu comunitario capa­citados para intervenir y facilitar una reconciliación cuando surgen difi­cultades o conflictos en la comunidad. Contamos con un coordinador del desarrollo de base para promover la toma de conciencia y la realiza­ción de proyectos comunitarios. En cada comunidad de base dispone­mos de un coordinador general que guía constantemente el ejercicio de los diversos ministerios. Aunque yo siga siendo un coordinador indis­pensable para toda la parroquia, mi ministerio se ha adaptado más a este nuevo modelo de Iglesia, la Iglesia popular. Sigo desempeñando mi específico papel sacerdotal como ministro litúrgico y sacramental y asu­mo la responsabilidad de formar eficaces coordinadores generales en el nivel de las comunidades de base. Una de mis funciones vitales consiste en seguir siendo el nexo vivo entre las comunidades cristianas de base y el conjunto de la parroquia, entre la comunidad parroquial y mi obis­po y, a través de él, con la Iglesia universal6.

La proclamación de la palabra se ha convertido en una gozosa res­ponsabilidad, pues ahora la proclamo a unas personas cuya situación vital y cuya historia he llegado a conocer, amar y apreciar. Ellos me evangelizan cuando les proclamo la palabra de Dios. Ahora comprendo la importancia de escuchar y mi propia pobreza al respecto. Como «dis­cípulo» fiel, he de aprender a escuchar orando y meditando a los pies de mi único Maestro, Cristo, para así poder transmitir su mensaje a otros. No me ha sido fácil escuchar a mis compañeros de equipo y aprender de ellos. Tengo que estar continuamente atento a los diferen­tes dones del Espíritu en la comunidad. Como humilde servidor, he de aceptar ser un hermano entre los hermanos, aunque se me llame «pa­dre» y «maestro» 7.

Esta nueva imagen y papel del presbítero ha hecho que mis feligre­ses esperen ahora que yo sea un animador más que un dirigente solita­rio, un oyente más que un orador, un mediador más que alguien que toma partido. El mismo pueblo ha conseguido enseñarme que el gobier-

6 Esta diversificación de ministerios fue muy subrayada por Pablo VI, Evangelii nuntiandi, donde hace hicapié en el carácter esencial de la for­mación.

' Presbyterorum ordinis, 9.

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no y la autoridad no consisten en ocupar una cátedra y decir al pueblo lo que debe hacer y lo que no debe hacer, sino que, en términos evan­gélicos, son un servicio según el modelo de Cristo, el servidor, que lavó los pies de sus discípulos para enseñarles en qué consiste la auténtica autoridad. He logrado aprender que con los pobres de la comunidad de base no hay nada que administrar y, por consiguiente, el énfasis no debe ser puesto en la administración, sino en la creación de relaciones humanas. Lo prioritario no es la eficacia, los resultados y el factor del tiempo; lo que verdaderamente importa es el proceso de humanización, la vida de la comunidad de base. A menudo me he impacientado ante •este tosco modo de enfocar la vida, pero he tenido que morir a mí mismo y convertirme en uno del pueblo. Si bien son importantes tanto la administración como las relaciones humanas, en mi educación se car­gó excesivamente el acento en la administración. Ahora estoy conven­cido de que un papel importante del presbítero estriba en servir de mediación, reconciliación y curación en el seno de la comunidad cris­tiana de base. Mi misión ha sido a menudo la de puente entre los individuos, las familias, los barrios, las aldeas, los clanes y las tribus. A veces, cuando hablamos, hemos de superar graves dificultades hasta llegar a un acuerdo. Pero si hoy no se logra un acuerdo o un consenso, ¡mañana será otro día! El diálogo desempeña un importante papel en mi ministerio, y también la capacidad para escuchar con el corazón. En •el proceso de diálogo, debate y meditación en la comunidad de base he constatado que la curación se va produciendo poco a poco cuando se da al sacramento de la reconciliación su más profundo significado8.

I I I . CONCLUSIÓN

Mi testimonio permite ciertas deducciones que creo pueden servir como conclusión de mi actual idea de la nueva misión del presbítero.

1. La no dicotomía. En razón de la visión global totalmente inte­grada y de la manera de abordar la vida de los pobres en una comuni­dad cristiana de base, he llegado a comprender que no existe dicotomía entre la vida y la fe, entre la teoría y la práctica, entre el desarrollo y la acción pastoral. Para mis feligreses, la santidad no es una abstrac­ción que afecta tan sólo al alma, a lo espiritual, sino una realidad inte­gral que alcanza al cuerpo, a la materia y al mundo. Un anciano «tswana» a quien David Livingstone preguntó una vez qué era la santidad («Boit-

Ib'ti.

El presbítero 393

sefo» en tswana) dio la siguiente respuesta: «Cuando copiosos aguace­ros han caído durante la noche y todas las tierras y las hojas y el gana­do han quedado limpios y el sol al alzarse revela una gota de rocío en cada brizna de hierba, eso es santidad» 9. En esta descripción no hay términos abstractos. La santidad y la espiritualidad auténticas han de ser integrales. Esta es mi experiencia en la comunidad cristiana de base cuando el día de Año Nuevo participamos en una celebración eucarís-tica en la que son bendecidos el ganado, las semillas, los aperos, las gallinas y cualquier símbolo del trabajo.

2. Irrupción del reino. Poco a poco he podido constatar la irrup­ción del reino en la comunidad cristiana de base cuando, a través de la educación para lograr una toma de conciencia, van siendo eliminadas muchas de las barreras que dividen a los seres humanos. Los margina­dos de la sociedad (los despreciados, los olvidados, las personas con incapacidades de todo género) son paulatinamente puestos en el centro; los oprimidos (por obra de la ignorancia y de su falta de concienciación) son liberados; los que no tienen poder recobran gradualmente el control de sus propios destinos y vidas; los sin voz (reducidos a eso cuando se prima la administración en perjuicio de las relaciones humanas) empie­zan a hablar por sí mismos; los desarraigados arraigan de nuevo en su propia cultura a través de un proceso de inculturación a diferentes niveles; los alejados vuelven de su exilio al hallar más significado en la comunidad cristiana de base, y quienes al principio no habían sido invitados comienzan a deleitarse en el banquete eucarístico. Cada comu­nidad de base se halla conscientemente implicada, de un modo muy práctico, en el programa del advenimiento del reino. Pienso que la crea­ción no ha concluido, y esa creencia me ha permitido impulsar a mi pueblo hacia la decisiva tarea de «edificación y consumación del mun­do», en expresión de la Gaudium et spes, 93.

3. Planificación. Este programa del reino es demasiado importante para dejarlo en manos de la suerte. He llegado a considerar la planifica­ción como un proceso de orientación, en el cual la comunidad cristiana de base, que constituye en la parroquia una comunión de comuniones, se compromete y participa activamente en la conformación de su futuro. A través del intercambio y la complementariedad de dones y carismas hemos discernido muchas veces los «signos de los tiempos». Hemos alcanzado una experiencia del cuerpo de Cristo en que todos los miem­bros tienen su papel que desempeñar. Hemos descubierto que ello sólo es posible en el seno de una atenta comunidad de base. Me he llegado

5 D. Livingstone, Expedition to the Zambeú, p. 64.

26

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a convencer de que la planificación es una manera de tomar en serio el papel que Dios nos ha confiado como hacedores de historia, como colaboradores de Dios en la creación. Para mí, la «praxis» o acción so­cial transformadora del mundo y de la sociedad significa que nuestra fe ha de ser un compromiso plasmado en acciones específicas, en un programa definido, en una planificación. En esto consiste para mí una acción eclesial y colectiva.

4. Meianota. En el mismo centro de la nueva misión del presbí­tero se halla la conversión del corazón, de la mente y de las actitudes para ver a los hombres y abordar la vida como Cristo la ve. Así he logrado abrirme a un nuevo acercamiento a los demás. Se trata de un lento y duro proceso de muerte a los propios gustos y criterios, prescin­diendo de prejuicios y de concepciones previas. No me ha resultado fácil mostrar una verdadera atención hacia los demás y a lo que ellos consideran importante. Mi conversión es en gran medida consecuencia de haber sido evangelizado por los pobres en la comunidad de base, en su pugna por la supervivencia, cuando sufren un infortunio tras otro y, sin embargo, mantienen una profunda fe en un Dios que salva a aquellos que creen en él y en su Hijo Jesús, el Señor elevado a los cie­los. Tengo que convertir esta espiritualidad básica de la kénosis en parte de mi vida de sacerdote; ella me conducirá a aceptar la dirección compartida, el trabajo en equipo y la responsabilidad mutua como carne y hueso de la nueva tarea pastoral del presbítero.

5. Un ministerio orientado al pueblo. Parte de mi conversión ha representado un cambio desde un estilo de ministerio orientado hacia la tarea a otro orientado hacia el pueblo, un ministerio en el que lo verdaderamente importante es el pueblo y no las cosas. En la formación que recibí en el seminario la atención recaía ante todo en la administra­ción de las cosas, las instituciones, etc. Ahora he de aprender a inte­resarme por las personas más que por las cosas, por las relaciones hu­manas más que por la administración, por un proceso humanizador más que por los resultados. Ambas orientaciones son necesarias, y por eso el problema principal consiste en actuar de modo que se logre el equi­librio. A la hora de buscar ese equilibrio me doy cuenta perfectamente de que la gente es el sujeto y no el objeto de la evangelizacíón.

[Traducción: G. SOLANA] J. MUTISO MBINDA

PERFIL DE LA VIDA RELIGIOSA EN LOS ÁMBITOS POPULARES

Los días 13 al 15 de agosto de 1981 se reunieron en Lagoa Seca, en el estado de Paraíba, Brasil, unos trescientos veinte religiosos y religio­sas de pequeñas comunidades insertas en ambientes populares. Se tra­taba de intercambiar experiencias y de profundizar en la identidad de la vida religiosa desde tal modelo de inserción. El material de los infor­mes presentados, junto con las reflexiones a que dio lugar, se recogió en un libro publicado en Recife, Pernambuco, con el título Caminhada das pequeñas comunidades de vida religiosa inserida (1981). En 1984, del 16 al 19 de agosto, se celebró un segundo encuentro para estudiar la importancia de la religiosidad popular en la revitalización de la expe­riencia de Dios dentro de la vida religiosa. Presentamos aquí dos testi­monios de aquel encuentro de 1981 que, a través de simples rasgos, revelan el nuevo perfil de la vida religiosa en los ámbitos pobres y populares.

I. LAS PEQUEÑAS COMUNIDADES DE NATAL (1964-1982)

El día 25 de febrero de 1964 se instaló en la ciudad de Taipu, Río Grande del Norte, una comunidad de religiosas de la Congregación del Inmaculado Corazón de María con la intención de ensayar una expe­riencia de trabajo eclesial de base. Una vez informadas y orientadas por el administrador apostólico y el párroco, las cuatro religiosas, hermanas Natalina María Rossetti, Teresa Piovesan, Teresita Mazzurana y Luisa Fagundes, conscientes de su misión, iniciaron sus actividades pastorales. Para mejor alcanzar sus objetivos, he aquí las directrices que siguieron:

— informarse sobre la realidad local mediante un estudio socio­económico, cultural y religioso;

— coordinarse con personal de la comunidad, en orden a un tra­bajo conjunto de pastoral, a través de la reflexión;

— valorar a las personas fomentando una verdadera amistad y mos­trándoles la capacidad de servicio a los hermanos;

— concienciar a la comunidad sobre los fines y objetivos del tra­bajo parroquial, mostrándoles su propósito de trabajar juntos y de seguir un mismo camino;

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estudio y reflexión asiduos en torno a la pastoral, a tenor de las directrices de la pastoral diocesana;

— como punto de partida, se realizó el curso del movimiento «Mundo Mejor», en orden a una más eficaz concienciación de la vivencia cristiana y a un mayor compromiso.

En un principio, las religiosas se veían en la comunidad parroquial como instrumentos llamados a solucionar el problema de la falta de sacerdotes; pero bien pronto fueron tomando conciencia de que sola­mente estaban en su puesto, el propio de su vocación, cuando la vida religiosa, con su enraizamiento en la consagración del bautismo, llegase a vivir de una manera más concreta la realidad del pueblo.

En un principio las hermanas tenían demasiada prisa y querían abar­car muchas cosas en poco tiempo. Pero, reflexionando, se percataron de cómo era imprescindible respetar el ritmo, las etapas, el paso lento del pueblo e intentar una inserción dentro de las bases.

Después de organizar un plan de trabajo, se dieron cuenta de que para el éxito eran necesarios el estudio, la reflexión, la oración y la re­visión. Y así es como iniciaron su nueva vida en la fraternidad. De esta manera, la unión en la caridad y en la acción por parte del equipo se concretaba en el compromiso de los consejos evangélicos, que aparecían ante los de fuera como signo convincente que había de arrastrar al cum­plimiento de los deberes cristianos. Llegaron más tarde a la conclusión de que la pastoral de base sólo es posible como fruto de una auténtica vivencia en fraternidad, a ejemplo de la vida comunitaria de los pri­meros cristianos. Tampoco les fue fácil en un principio vivir integra-doramente y con equilibrio aquella vida religiosa de inserción debido al estilo diferente de vida, costumbres y cultura, debido a que las her­manas llegadas al nordeste para iniciar aquel trabajo pastoral provenían del sur. Fue preciso un esfuerzo incesante para concretar tal vivencia comunitaria.

Al vivir insertas en la comunidad eclesial, las hermanas llegaron a descubrir el verdadero sentido de la pobreza: total disponibilidad en el servicio a los hermanos, valor para unirse activamente a la marcha de la Iglesia y renovarse, despojándose de todo cuanto ya no tiene sen­tido para la vida religiosa. O, como diríamos hoy, optar por los pobres. Lo más edificante para el pueblo fueron las visitas de las hermanas a sus humildes viviendas, por amistad, por deseo de ayudarlos y por los servicios prestados en diversas circunstancias, como fallecimientos, pro­blemas familiares, valorando a las personas, participando en sus fiestas, dialogando con todos y haciéndoles descubrir sus propios valores y su misión cristiana. El pueblo se edificaba con la caridad de las hermanas,

La vida religiosa en los ámbitos populares 397

quienes dejaban familia, bienes y tierra en el sur para venir a vivir con ellos.

En medio de todo ello, las hermanas encontraban sentido y razón de ser en su vivencia de los consejos evangélicos por unos caminos de com­promiso e inserción entre los hermanos menos favorecidos, los predi­lectos de Dios, sintiéndose felices de poder servir a la Iglesia de Natal.

Frente a una necesidad de mayor presencia de la Iglesia en los ámbitos rurales y en pequeñas ciudades del interior de Río Grande, nlgunas religiosas llegaron a mezclarse más directamente con el pueblo menesteroso. Así nacieron nuevas pequeñas comunidades en distintos puntos de la diócesis, señalados por los obispos como zonas más nece­sitadas. En la actualidad contamos con la presencia de cuarenta y siete religiosas, procedentes de ocho congregaciones y que actúan en veinte pequeñas comunidades, de las que diecinueve trabajan en ciudades pe­queñas y en ambientes rurales. Ya en 1981 surgió una en la periferia de Natal. Más tarde, las pequeñas comunidades se comprometieron a planificar, reflexionar, encontrarse, para realizar juntas un plan de mejor inserción en el pueblo. Con esperanza y valentía, comenzamos a reorganizarnos y a planificar nuestros futuros encuentros. Con la ayuda de un asesor eclesiástico, estudiamos diversos temas: educación política, religiosidad popular, inserción en el pueblo, revisión de lo realizado y planificación para el siguiente año. Los encuentros se realizan cada dos días y cada grupo trae ya observaciones y experiencias vividas.

Las pequeñas comunidades muestran gran interés por tal forma de inserción en el pueblo y están obteniendo un apoyo total por parte de los obispos locales; éstos se hicieron presentes en momentos críticos de algunas comunidades rurales y tuvieron que experimentar tensiones a causa de su toma de posición en favor del pueblo injustamente tratado por algunas autoridades. Sus actuaciones nos han infundido valor para llevar adelante nuestra misión de evangelización liberadora. Nos senti­mos igualmente muy satisfechas de contar en nuestros encuentros con la asesoría de un asistente eclesiástico, que seguirá orientándonos en la prosecución de nuestro caminar al lado del pueblo de Dios.

I I . LAS PEQUEÑAS COMUNIDADES DE PARAIBA (1969-1982)

1. Origen

Las pequeñas comunidades religiosas surgieron de una doble instan­cia: en primer lugar, del deseo de la Iglesia local por encontrar un camino nuevo para la vida religiosa, de suerte que, al aproximarse ésta

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al pueblo, estuviese efectivamente a su servicio, y, en segundo lugar, de la aspiración de las mismas hermanas, movidas por diversas urgen­cias: un seguimiento más radical de Jesús y del evangelio, la realidad misma, el sufrimiento del pueblo y sus ansias de liberación, las llamadas de la Iglesia después del Vaticano II y de Medellín, la necesidad expe­rimentada en renovar las estructuras de la vida religiosa.

El grupo de pequeñas comunidades de Paraíba, al nordeste de Bra­sil, cuenta ya con catorce años de existencia. La primera comunidad se instaló en Pitimbu en 1969. Se le agregaron después otras más. Unas optaron por la zona rural, otras por la urbana, insertándose en sus peri­ferias. En la actualidad, el grupo cuenta con veintidós comunidades y un total aproximado de sesenta y cinco miembros. Pertenecen a trece dife­rentes congregaciones religiosas. En la zona rural hay ocho, y catorce en las periferias urbanas y ciudades del interior. Ocho pequeñas comunida­des, sitas en la región del Brezo, compartían nuestra tarea; pero desde diciembre de 1981 forman parte de la nueva diócesis de Guarabira, con lo que la suma total serían treinta pequeñas comunidades. Estas ocho últimas comunidades son de cuatro congregaciones distintas.

2. Pasos y organización

La primera fase, durante los primeros años, se caracterizó por un esfuerzo de presencia solidaria y amistad con el pueblo y, a la vez, de conocimiento de la realidad. Sin prescindir de tal base, siempre esencial, el avance fue ensanchando nuestra actuación, que bien pronto vino a identificarse con la génesis y desarrollo de las comunidades y los peque­ños grupos populares, y también con su proceso de organización. Con­forme iba consolidándose la experiencia de vida de las hermanas, urgía también una mayor organización interna de dichas pequeñas comunida­des: una organización flexible y que respondiera a los ritmos de la vida, que fue lográndose a través de una amistad compartida y un intercam­bio de experiencias entre las comunidades (mediante visitas, conviven­cias, solidaridad en determinados momentos), de dos encuentros anua­les, de un retiro anual, de una función coordinadora (por medio de un equipo de hermanas). El equipo coordinador se renueva cada tres años.

Los encuentros se preparan sobre lo que está viviéndose. Los temas surgen de la obligada situación con que nos enfrenta nuestra misión, y ellos orientaron y siguen orientando nuestro caminar. Por ejemplo, en 1971 se discutieron: objetivo de nuestra misión, dificultades que encon­tramos, aspectos invariables de vida religiosa e inserción y compromiso en el medio ambiente, trabajo de concienciación en la fraternidad y en

1M vida religiosa en los ámbitos populares 399

IH comunidad local. En 1972 se estudió: unidad de presencia ante Dios y con los hombres. En 1973 se examinó: nuestro compromiso frente a Iti realidad brasileña. En 1974: nuestras relaciones en el trabajo, en la convivencia, en la aceptación de las demás en la comunidad. En 1975: NÍiulicalismo y teología de la liberación. En 1976: revisión de nuestras mi iludes concretas de liberación, signos de opresión y signos de libe­ración, visión global del sistema capitalista y pedagogía de la liberación, lin 1977: religiosidad popular y misión liberadora a la luz de la palabra de Dios. En 1978: Iglesia que nace del pueblo, pequeña comunidad, 11 abajo profesional y misión. En 1979: revisión de los diez años de ciimino de las pequeñas comunidades de Paraíba. En 1980-81: pequeñas comunidades y relectura de la Biblia, praxis de las pequeñas comuni­dades en la coyuntura de América Latina y papel de los grupos popú­lales en una verdadera política democrática. Para 1982, que era el año de las elecciones generales de gobernador, diputados, alcaldes y conce­jales: partidos políticos y vocaciones populares.

Las pequeñas comunidades tienen caja común, con la que se sufra­gan parcialmente los encuentros, retiros y atenciones a las necesidades más urgentes de las hermanas o de las comunidades religiosas.

3. Criterios para nuevas pequeñas comunidades

Cuando nuevas pequeñas comunidades quieren implantarse en la archidiócesis, además de la consulta al obispo deben también consultar a la Coordinación de las pequeñas comunidades y a los de zona, así como al del lugar donde pretendan establecerse. Las pequeñas comuni­dades deben concretamente adoptar las directrices pastorales de la archi­diócesis. Al llegar a la archidiócesis, las nuevas hermanas de pequeñas comunidades deben realizar su experiencia durante algunos meses en otras pequeñas comunidades.

4. Dificultades y desafíos

— El sistema sociopolítico y económico de Brasil, por el que está esclavizado el pueblo, en ocasiones sin que éste tenga conciencia de su opresión;

— las consecuencias de nuestro pasado, generalmente dedicado a la formación de una clase media burguesa;

— el hábito de mandar, enseñar y dirigir; — falta de preparación frente al arriesgado y conflictivo contexto

de la sociedad;

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400 Dos testimonios de Brasil

— impaciencia misionera y dificultad en aceptar y respetar los ritmos del pueblo;

— poca preparación para la vida comunitaria;

— en ocasiones, falta de criterio, por parte de las congregaciones, en la selección y envío de hermanas;

— tensión entre el trabajo como medio de subsistencia y de una mayor inserción y las exigencias de las tareas pastorales.

5. Logros experimentados

— La vida religiosa en las pequeñas comunidades va poco a poco recobrando su dimensión profética y de servicio;

— apertura al mundo, a la dimensión histórica y sotiopolítica, fren­te a nuestro compromiso religioso;

— progresivo descubrimiento de la presencia de Dios en el mundo y en los acontecimientos de la vida del pueblo (encarnación, con­templación comprometida);

— mayor unidad entre fe y vida; — esperanza consolidada en una Iglesia que nace del pueblo bajo

el aliento del Espíritu de Dios; — constatación de que somos también evangelizados por el pueblo; — experiencia de vida fraterna y de participación (dentro de la

comunidad y con el pueblo); — desarrollo progresivo en la conciencia y práctica de la comunión

con la Iglesia local; — convicción, cada vez más honda, de que los pequeños son la

fuerza de transformación del mundo y de la sociedad.

Hemos contado con el decidido apoyo de la Iglesia local y del obis­po don José María Pires, quien nos ha dado, hasta el presente, un margen de libertad y de confianza. Caminamos con nuestra Iglesia en comunión con su opción por los pobres y con sus consecuencias.

Desde los comienzos hemos contado igualmente con la ayuda inesti­mable del padre Rene Guerre, amigo y asesor hasta hoy, así como de muchos otros hermanos y hermanas: teólogos, religiosos, religiosas y se­glares, que nos han ayudado en la reflexión y, en ocasiones, con fecun­dos cuestionamientos.

DOS TESTIMONIOS DE BRASIL [Traducción: M. DÍEZ PRESA]

QUEHACER TEOLÓGICO Y EXPERIENCIA ECLESIAL

Se me pide un testimonio personal respecto al quehacer teologice» en relación con las comunidades eclesiales de base. La presentación de una experiencia lleva a hablar, en parte por lo menos, en primera per­sona, y eso hace la tarea más difícil que si se tratara de un enfoque más abstracto del tema. Empresa difícil, y creadora además de un cierta inseguridad, porque no se sabe bien por dónde abordar conveniente­mente el punto. Intentemos una entrada, conscientes de que hay otras.

1. Durante mis años de estudiante universitario y miembro de gru­pos apostólicos laicos compartí con otros amigos la inquietud de cono­cer más y mejor la doctrina cristiana. Era lo que llamábamos el aspecto de estudio o formación que veíamos como condición necesaria para la acción, según el famoso principio que se enunciaba en forma exigente: «Nadie da lo que no tiene». Ese estudio consistía en el obligado pero breve comentario bíblico; el análisis de encíclicas, ya sea de materia social (Rerum novarum, Quadragesimo anno), ya sea de contenido más estrictamente doctrinal (Mediator Dei, Mystici corporis) y en alguna que otra lectura ocasional (R. Guardini, K. Adam, etc.), a menudo no concluida.

En ese tiempo, el término teología nos era poco familiar y en todo caso se situaba en altas e inalcanzables regiones. Tal vez por el testi­monio de un sacerdote conocido asociábamos siempre la teología a la lengua y a nombres alemanes, lo que no hacía en ese entonces sino agrandar la distancia que sentíamos frente a un terreno que considerá­bamos coto de especialistas.

Más tarde, en tanto que estudiante de primer año de teología, inten­tando asimilar experiencias y lecturas peruanas y latinoamericanas, una materia me interesó de modo particular: la introducción a la teología. La pregunta por el sentido y la función de la inteligencia de la fe en la vida cristiana y eclesial me pareció no sólo previa, sino central y deci­siva, además de ser un interrogante siempre abierto. El estudio de la primera cuestión de la Suma teológica de Tomás de Aquino, el aporte de Melchor Cano sobre los lugares teológicos, el clásico libro de Gardeil sobre estos asuntos, me apasionaron. Devoré en unas vacaciones el ar­tículo Teología, de Y. Congar (en el Diccionario de Teología Católica): su perspectiva histórica me sacó de un modo casi exclusivamente racio-

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402 G. Gutiérrez

nal de enfocar el trabajo teológico, abriéndome a otras orientaciones (la Escuela de Tubinga, por ejemplo). La lectura de un libro, de dis­creta circulación, de M. D. Chenu, La Escuela de Saulchoir, me descu­brió el alcance de la historia humana y la vida misma de la Iglesia «orno un lugar teológico.

Este interés hizo que en los tratados de teología que estudié pos­teriormente fuese muy atento al aspecto metodológico y a la relación de la teología con las fuentes de la revelación. A ello contribuyó en rorma particular la insistencia de muchos de mis profesores en la Sa­grada Escritura. Entre mis proyectos de estudiante figuraba el de pro-, ,zar y e n s e n a r más tarde este aspecto de la teología, que me pare­

cía útil en orden a situar el porqué y para qué del quehacer teológico, •tisto no ocurrió porque nunca me fue posible enseñar teología regular­mente en una facultad de teología, no en mi país por lo menos. Me limite, aunque ello me enriqueció mucho, a cursos de teología para estudiantes de otras facultades, para quienes había, por consiguiente, que pensar en temas menos especializados en el ámbito de la relación f e y cultura.

^ De hecho, como sacerdote fui tomado íntegramente —y con ale-^ r l a P o r la actividad pastoral. Con universitarios en los primeros años y> por la dinámica de este mismo trabajo, cada vez más en contacto con

m e dio popular y pobre, hasta llegar a una cierta fusión de estos dos campos de trabajo, interpeladores y complementarios. Fui llevado, pues, por la vía de los hechos, a un modo de hacer teología que no había previsto en mi época de estudiante.

pobre, con sus carencias y sus riquezas, hizo irrupción en mi vida. Un pueblo que sufre una situación de injusticia y explotación y que es al mismo tiempo profundamente creyente. El trabajo con lo que podemos llamar genéricamente comunidades eclesiales de base, ex­presión de esa entrada del pueblo pobre en la Iglesia, me puso en con-acto con un mundo en el que, a pesar de lo que tiene de reencuentro

con mis propias raíces, apenas empiezo a dar los primeros pasos. Es a s , conforme pasa el tiempo percibo incluso que los avances hechos

son aun más tímidos de lo que yo creía hace unos años. En la inserción y el trabajo en este mundo comprendí, con otros,

que lo primero es escuchar. Escuchar interminablemente las vivencias umanas y religiosas de quienes han hecho suyos sus sufrimientos, es­

peranzas y luchas de un pueblo. Oír no como inclinación condescen-jente, sino para aprender sobre el pobre y sobre Dios. La lección que

SL" r e c | be es simple: no hay, en el diálogo de una comunidad cristiana, 1 ato de lo vivido sin que un elemento de reflexión, de un modo de

Quehacer teológico y experiencia eclesial 403

ver la vida y la fe, esté ya incluido. En lo que se llama la revisión de vida —método adoptado por muchas comunidades—, la perspectiva de fe no aparece sólo cuando se busca comprender unas experiencias a la luz de un texto bíblico. La fe traducida en compromiso concreto, la esperanza expresada en actitud frente a la vida están presentes desde el inicio del compartir comunitario. La reflexión de fe puede y debe ahondarse de modo más explícito, pero ella acompaña de alguna manera lodo el actuar cristiano en el seno de un pueblo que lucha por afirmar su dignidad humana y su condición de hijos e hijas de Dios. A la expre­sión oral se añade algunas veces la versión escrita de una experiencia de Dios, hecha oración y reflexión. Imposible hacer teología desde nuestro mundo sin tener en cuenta esos testimonios que se hacen cada día más abundantes.

Esta práctica llevó a descubrir —y Puebla lo recogió con fuerza— «el potencial evangelizador de los pobres». Esta capacidad de ser suje­tos del anuncio del evangelio trae con ella un potencial «teologizador» de los pobres. No son palabras vacías o búsqueda de simetrías artifi­ciales. Se trata, más bien, de una vivencia cotidiana y desafiante que replantea nuestro quehacer teológico. O que tal vez nos hace regresar a las fuentes, a los primeros esfuerzos por una inteligencia de la fe en la vida de Iglesia, al servicio de su tarea de anuncio del evangelio y de colaboración con quienes tienen por función orientarla con su ministe­rio pastoral y magisterial.

Me pareció claro así que esa reflexión de comunidades que evange­lizan, que convocan en eccleüa (y que por ello son precisamente eclesia­les), es hacer teología, pensar la fe, la condición cristiana. Se trata del ejercicio del derecho a pensar que tiene el pueblo pobre. Es un modo de afirmar su derecho a la vida, derecho que le es recusado de dife­rentes maneras. La fe del pobre busca por exigencia propia compren­derse a sí misma. En el fondo no es sino una expresión del tradicional principio «fides quaerens intellectum». El verdadero sujeto de esa re­flexión no es el teólogo aislado, sino la comunidad cristiana y, por círculos concéntricos, la Iglesia entera con sus diferentes carismas y res­ponsabilidades.

Aquellos cristianos que llamamos más estrictamente teólogos («teó­logos profesionales» se les califica en algunos ambientes) cumplirán con eficacia su tarea en la medida en que estén ligados a la comunidad cris­tiana, en que formen parte de ella, en que compartan cotidianamente con otros las razones de su esperanza. No se trata, digámoslo sin demo­ra, de estar presente para recoger las preguntas que vienen de los po­bres y de quienes están comprometidos con ellos para intentar respon­derlas por nuestra propia cuenta. El asunto es más complejo. Compartir

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tu¿t G. Gutiérrez

esas reflexiones enseña que en ellas no sólo hay interrogantes, se dan amblen pautas de respuesta que esos cristianos van descubriendo frente

a los desafíos que encuentran en su solidaridad con los pobres y opri­míaos. Muchas de las expresiones y categorías empleadas por la teología

e la liberación vienen de las comunidades de base (una de ellas, por jempJo, es la que mencionábamos antes: el potencial evangelizador de

los pobres).

•La tarea del teólogo consiste entonces en aportar a la comunidad lo que un entrenamiento académico le haya podido dar, como un mejor conocimiento y familiaridad con la Sagrada Escritura, la tradición y en­señanza eclesiales, y la teología contemporánea. La teología no es una tarea individual, sino una función eclesial. Ella se hace desde la palabra

e -Dios recibida y vivida en la Iglesia, en orden a su anuncio a toda persona humana y en especial a los desheredados de este mundo. Creo que la exigencia de solidaridad con las luchas de los pobres por cons-

uir una sociedad humana justa y libre y por proclamar el evangelio el corazón de la inteligencia sobre la fe no es únicamente una con-

icton para tener lo que a veces se llama una «teología comprometida». s también indispensable —aunque esto pasa a veces inadvertido—

para lograr un discurso sobre la fe que responda a las verdaderas y más g das cuestiones del mundo contemporáneo en el que viven y dan estimonio ^as comunidades de base. Es condición, en última instancia,

Para elaborar una teología seria, científica y responsable.

En efecto, contrariamente a lo que algunos piensan —y temen—, la xperiencia muestra que la cercanía a las comunidades eclesiales de base

uga a un gran rigor en el quehacer teológico. Las cuestiones y las grandes líneas de respuesta que vienen de ellas, las necesidades de su acción, sus tareas en el medio popular en que están insertas, no dejan ugar a lucubraciones evasivas o irresponsables.

•*• Entendido así, el quehacer teológico no está exento de tensio-• ¿wiino conciliar, por ejemplo, la pertenencia a una comunidad, y

s ^X1gencias diarias, con una tarea intelectual que tiene sus leyes y de-anda un espacio y un tiempo propios? ¿Cómo emprender una labo-sa inteligencia de la fe cuando los pobres se enfrentan con necesida-s inmediatas en relación a su supervivencia física, con todo lo que o implica para su existencia cristiana? Estas cuestiones se nos plan-

Kan como más exigentes cada día.

TU S 6 r ^ r a n c o s debemos decir que estos interrogantes siguen abier-s- JNo logramos darles una respuesta satisfactoria; sabemos, eso sí, que

podemos renunciar a ninguno de sus dos extremos. Además, pese a ° ' ¿ lmPorta realmente tener una contestación definitiva a estas pre-

Quehacer teológico y experiencia eclesial 405

guntas?, ¿no se trata precisamente de una tensión que pone en marcha un discurso sobre la fe que esté realmente al servicio de la tarea evan-gelizadora —gesto y palabra —de la Iglesia? La angustia que dicha tensión produce a veces, ¿no es más bien fruto del malestar del teólogo, que siente que nada entre dos aguas, que una necesidad de la teología misma y, lo que es más importante, de la comunidad cristiana en fun­ción de la cual esa reflexión debe situarse y hacerse?

Tampoco estas cuestiones tienen respuesta perentoria. Tal vez ellas se irán resolviendo —o desapareciendo— en el camino. Un camino dis­tinto al que habíamos previsto quienes como estudiantes sentíamos una vocación teológica, pero que recoge lo mejor de él, que valora lo que adquirimos al recorrerlo, que nos lleva a tomar viejas inquietudes desde perspectivas diferentes. Se busca y se construye así un lenguaje sobre Dios (eso es una teología) con un pueblo que vive la fe, en medio de una situación de injusticia y explotación negadora de Dios, la esperanza en una irrenunciable alegría pese a sus sufrimientos y la caridad en la solidaridad con los más pobres y marginados de la sociedad. Un len­guaje contemplativo que tiene su punto de partida en el silencio orante ante el misterio de Dios, y un lenguaje profético que percibe en Cristo el lazo indisoluble entre el reino y los desheredados de este mundo. Un lenguaje que surge en los sectores populares de América Latina y de otros continentes, como en el libro de Job, en el marco histórico de la experiencia del sufrimiento del inocente. Una voz que, entre otras, tiene derecho a hacerse oír en el seno de la Iglesia universal. Una teología que intenta constituirse por eso en una hermenéutica de la esperanza del pobre en el Dios de la vida.

Son muchos los puntos metodológicos por precisar y criticar si no queremos ser atrapados por entusiasmos superficiales y formulaciones fáciles. Pero tenemos la convicción de que algo profundo y preñado de consecuencias se abre paso. Sólo desde el seguimiento de Jesús desde una espiritualidad es posible hacer un fecundo discurso sobre la fe. En esa búsqueda se trata de recorrer una ruta hacia el Padre y de vivir según el Espíritu. Senda hecha de fidelidad honda a las exigencias del mundo pobre y a la Iglesia convocada para proclamar la resurrección del Señor, un mensaje de vida plena en medio de la situación de muer­te que viven los pobres. Un camino para vivir y reflexionar la fe en relación con lo que Juan XXIII llamaba la Iglesia de todos y, en par­ticular, la Iglesia de los pobres.

G. GUTIÉRREZ

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EL MINISTERIO DE LOS COORDINADORES EN LA COMUNIDAD CRISTIANA POPULAR

I

LA VOCACIÓN Y LA MISIÓN DEL ANIMADOR EN LA COMUNIDAD

1. Cómo llegué a ser animador

Yo entré como cualquier otra persona en la comunidad eclesial de base. Ya llevo seis años en las comunidades. Lo de las comuni­dades lo iniciaron unos seminaristas, que, en un segundo momento, ya sólo venían cada ocho días. Como a las siete semanas quedé como animador de mi comunidad. Cuando empezó todo había cua­tro comunidades, pero después se fueron los seminaristas y el sacerdote no continuó el trabajo y las comunidades se vinieron abajo, sólo quedó el grupo de coordinadores, que decidimos hacer una comunidad. Después de tres años iniciamos nuevamente la creación de comunidades, sólo que ahora con la conciencia de que el sacerdote no caminaba con nosotros. Hoy tenemos cuatro co­munidades —como al principio— y yo estoy encargado de una de ellas.

2. Qué hago como animador

Al principio me limitaba a ir a la comunidad. A veces teníamos una actividad y todos participábamos en ella. Ahora, como encar­gado de una comunidad, el trabajo ha aumentado. Hoy tengo una reunión con los otros animadores para preparar el tema y otra donde nos reunimos representantes de comunidades de varias colo­nias de la ciudad, además de todos los compromisos que van sa­liendo.

Quiero aclarar que todas estas reuniones son necesarias para ir cuidando de que nuestro trabajo vaya de acuerdo al evangelio y que responda a las necesidades de nuestro pueblo. En las reuniones de coordinadores evaluamos e iluminamos nuestro trabajo con la pala­bra de Dios para irlo mejorando; es una gran responsabilidad estar

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408 C. Zarco Mera

al trente de una comunidad, y hay que servirla con todas nuestras íuerzas y toda nuestra inteligencia.

En la reunión con mi comunidad yo soy el responsable de que se cumpla el objetivo de la reunión. Claro que yo no lo hago todo. En la reunión repartimos algunos servicios, por ejemplo, el que vigila el tiempo, el que prepara la oración, el que nos recibe en su «asa, etc. Estos servicios se van pasando a otra persona cada sema­na. Yo presto el servicio de animador, pero también este servicio, con el tiempo, pasa a otra persona.

Cuando hay actividades en la colonia o una lucha concreta, todos nos repartimos las tareas.

Todos estos cargos los hemos llamado servicios, porque eso son; además, porque en esta sociedad capitalista casi todos los que tienen algún cargo, cierto poder, lo usan para aprovecharse de sus hermanos. Y nosotros sabemos que ser coordinador trae algo de poder: la tentación de usar nuestro cargo para sacar algún provecho personal siempre está presente; por eso insistimos en que cualquier cargo es un servicio a la comunidad, que, como dice san Pablo, hay que poner todas las cualidades y capacidades que Dios nos ha dado al servicio de la comunidad; además, porque somos cristianos, seguidores de Cristo, y, como él, tenemos que servir y no ser servidos.

Como animador también tengo la tarea de ir conociendo más profundamente a cada miembro de la comunidad. En la reunión tengo que animar para que todos hablemos, para que todos apor­temos algo y lleguemos a alguna conclusión, según el problema que estemos tratando; y para cumplir bien esta tarea tengo que •conocer lo mejor posible a cada hermano, entre otras cosas por­que uno llega a querer mucho a cada persona de la comunidad. Por eso, aparte de la reunión, los visito en sus casas.

3. Reflexión sobre mi papel de animador

a) Ser animador es una vocación.

En la Biblia hay un pasaje que dice: «Entonces Jesús subió al cerro y llamó a los que él quiso, y vinieron a él» (Me 3,11). Yo creo sinceramente que Jesús me llamó, que me escogió y yo le dije que sí; claro que me ha costado ser limpio de corazón, muchas ve-

Vocación y misión del animador en la comunidad 40')

ees caigo en pecado y me reconozco pecador, pero yo creo que aun usl Jesús me llama. Dios me ha sacado de entre mi pueblo para llevar su palabra a mis hermanos. Yo nunca pensé que llegaría a Ncr lo que ahora soy. Cuando me pongo a pensar en esto, me queda claro que gracias a Dios me encuentro en este camino. El me ha llamado y yo voy respondiendo como puedo. Sólo él podía trans-íoiinarme de esta manera.

b) Ser animador es una misión. Dios me ha llamado para algo, Dios no llama en vano; cuando

el nos dirige su palabra es para despertarnos, para ponernos en marcha. Nuestra principal misión es la de ir haciendo presente el reino de Dios. Esta misión es difícil porque mucha gente poderosa no lo permite y quieren detenerlo a uno. A veces nos acusan de que somos dirigidos por el comunismo, o nos amenazan con la cár­cel o con la muerte, y muchas de esas amenazas las cumplen, pero no nos detienen. Hay gente en la misma Iglesia que no quiere que caminemos, creen que estamos manipulados, quizá en el fondo tie­nen miedo de perder sus comodidades y su poder. No entienden que lo único que queremos es vivir el evangelio de manera total, porque sabemos que en eso está la verdadera felicidad para los hombres.

En esta misión de ir tratando de llenar el mundo de justicia, de verdad, de amor, en medio de tantas dificultades y alegrías, Dios está con nosotros. Mi papel como animador tiene que ver con esta misión.

c) Ser animador es ser un servidor. Como ya decía, ser animador es un servicio. En una reflexión

que hacíamos, vimos que teníamos que estar al servicio de tres cosas principalmente.

1) Al servicio de la comunidad: ayudar a que crezca la comu­nidad, a que madure, a que llegue a tener clara su misión, a que crezca en amor y en justicia.

2) Al servicio de la unidad y la organización: no basta con hacer que la comunidad madure, hay que promover la unidad y la organización con todos los hermanos que luchan por una nueva sociedad. Tenemos relación con algunas organizaciones populares.

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410 C. Zarco Mera

En esto es necesaria la formación política para no ser ingenuos y que nos utilicen para otros intereses. La gran fuerza con que con­tamos los pobres es la fuerza y la organización. Además, unidos y organizados es como podemos ir viviendo más plenamente el reino de Dios.

3) Al servicio de Dios y de mis hermanos: Jesús dice que toda la ley se resume en amar a Dios y al hermano. Como anima­dor tengo que vivir profundamente esto, porque de nada sirve que yo hable mucho de amor si no lo vivo.

4. Mi relación con el sacerdote

Como contaba al principio, el sacerdote de la parroquia no nos apoyaba; por eso tuvimos que trabajar solos, sin su ayuda. El nos dijo que creía que nosotros estábamos controlados por alguna cé­lula comunista, ya que hablábamos mucho de política. A nosotros nos dolió mucho porque sabíamos que nos acusaba de cosas falsas, pero aun así seguimos caminando. En un retiro que hicimos vimos que Jesús nos había encargado su mensaje también a nosotros y que no lo íbamos a dejar en manos del sacerdote que no lo utili­zaba bien. Así que decidimos trabajar aunque él no nos apoyara; sabíamos que Dios estaba con nosotros. Al principio rompimos con él, pero nos dimos cuenta que eso no era cristiano, que él también era nuestro hermano y que teníamos que ayudarlo. Hoy conocemos a sacerdotes y obispos que caminan con nosotros y eso nos forta­lece mucho. A nuestro párroco siempre le avisamos lo que vamos a hacer y lo invitamos; hasta ahora no ha ido a ninguna actividad, pero tenemos esperanza de que algún día nos acompañe y se dé cuenta de que Dios es el que nos anima y nos inspira en este tra­bajo por una nueva sociedad.

C. ZARCO MERA

II

EL HUMILDE SERVICIO DE COORDINADORA

Doy mi testimonio como miembro de una comunidad cristiana en la que he caminado por varios años sin interrupción.

Comenzaré relatando brevemente mi inicio en una comunidad cristiana hacia el año 1970. Una vecina me invita a ir a una re­unión con un sacerdote español recién llegado a la parroquia San Pablo Apóstol, de la cual forma parte el barrio Ducualí, al que yo pertenezco. Voy a la reunión y me encuentro con un sacerdote joven, bien parecido y que nos trata de igual a igual; dialogamos asuntos de interés general y quedamos muy bien impresionados y deseosos de estar ya en la próxima reunión. Al poco tiempo empe­zamos el estudio de un cursillo de iniciación a la vida cristiana y, al final del cursillo, un encuentro en una casa de retiro. Maravi­lloso encuentro, que dejó en mí recuerdos imborrables y algo muy especial, quizás lo que se grabó en mi vida para siempre: el reci­bimiento que nos hicieron en una pequeña iglesia. Al parar el bus que nos llevaba, en la puerta de la iglesia todo fue alegría, felici­taciones, saludos cariñosos. Una humilde señora me abraza con alegría y me dice felicidades. Nos veían como si viniéramos del cielo, y en realidad ahora pienso que veníamos de dialogar con Dios. Y allí se cerró mi compromiso. Había que demostrarle a toda esa gente que veníamos dispuestos a trabajar, que la semilla había caído en buena tierra y que la fuerza de apoyo moral que nos esta­ban dando produciría buenos frutos.

¿Mi testimonio como coordinadora o animadora de la comu­nidad? Pues creo que no he servido mucho. Mi animación ha sido grande cuando me ha tocado dar alguna charla; por ejemplo, cuan­do di una charla sobre el matrimonio y otra sobre la Iglesia. Mi mayor animación para la comunidad es mi constancia y el deseo de ser como una más en la comunidad, de preocuparme por los pro­blemas de todos y olvidarme de los míos. En eso de coordinar no he tenido mucho éxito, no me gusta imponerme, prefiero que todos hagan lo que les parece mejor. Acepto cualquier indicación que me hagan y no me molesto por ello. Siento que no le doy el tiempo necesario a mi comunidad, debido a las múltiples ocupaciones de

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412 L. Tellería

hogar; éstas son tantas que casi siempre llego tarde a las reunio­nes, y quizás sea eso motivo de mis fallos en la coordinación o ani­mación en el grupo.

Me gusta escuchar atentamente las opiniones de los demás. Cuando me toca dar la mía, la hago corta, pues por experiencia propia conozco que es aburrido estar oyendo hablar mucho a los demás.

Las reuniones que hacemos las vivimos con mucha unidad. Tratamos toda clase de temas: políticos, económicos, culturales, sociales y, por supuesto, religiosos. Siempre hacemos una lectura bíblica con su consiguiente comentario. Vivimos horas de verda­dera fraternidad en la reunión.

Tenemos la suerte de tener a nuestro lado a una religiosa muy capaz y muy dispuesta a ayudarnos en todo lo que necesitemos. Cuando ella, por algún motivo de urgencia, no puede estar con nosotros, me pide a mí que llegue algo temprano para que dirija la reunión. Y allí está mi papel en la comunidad: no faltar para que la reunión se pueda efectuar.

Mi relación con los sacerdotes y religiosas es magnífica. Cuan­do ha habido algo especial en la parroquia, por ejemplo, la llegada del arzobispo en visita pastoral, me han encomendado dar la bien­venida, y lo he hecho con mucho gusto y he estado a la par del sacerdote de mi parroquia en todo lo necesario. Las religiosas del Sagrado Corazón de Jesús, cuya comunidad religiosa está en mi barrio, han solicitado mi participación en algún acontecimiento que ellas celebran, por ejemplo, en el centenario de la fundación del Instituto, y yo con mucho gusto he tomado parte en esa celebra­ción hablando algo sobre su fundadora, Santa Francisca Javier Ca-brini. Me han invitado a oraciones especiales, a las que he asistido agradecida con mucho gusto.

Mi vivencia de fe es muy positiva. Creo en todo y en todos. Mi fe me dice que para demostrarla debo servir desinteresadamen­te. Por fortalecer mi fe estuve visitando por mucho tiempo otros barrios que necesitaban ayuda religiosa. Iba acompañada por otros de la comunidad a hacer la celebración de la palabra, a darles algo de lo que nosotros podíamos, a convivir por unas horas recibiendo la fe de ellos para juntarla con la nuestra. Mi fe me dice que debo ser constante en impartir las charlas prebautismales cada mes.

El humilde servicio de coordinadora 413

Y ésa es una oportunidad que yo aprovecho para dialogar con papas y padrinos sobre el tema trascendental de nuestra salvación, en el que nuestra fe juega un papel primordial, pero una fe de vida y acción, no de palabras. La fe verdadera es aquella que vamos demostrando a cada paso, en nuestro caminar, en nuestro vivir, en nuestro morir. Es aquella que sazona sin amargar y que ilumina sin cegar.

L. TELLERÍA

III

COMUNIDADES COMPROMETIDAS CON LA LIBERACIÓN

Tengo veintiséis años y desde hace siete pertenezco a la comu­nidad. Anteriormente estuve integrado en una comunidad catecu-menal. Toda mi familia pertenecía a esa comunidad. Yo sentía que era muy importante participar en esa comunidad para practicar el camino de ser cristiano. Todo iba bien, hasta que se agudizaron los problemas políticos y comenzaron más fuertes los asesinatos que cometía la dictadura somocista. Se hizo más fuerte la persecución. Entonces nosotros, como cristianos, no podíamos quedar indiferen­tes al sufrimiento que en ese tiempo vivían muchos de nuestros hermanos. Y así fue como nosotros comenzamos, por medio del evangelio, a aclarar los atropellos que se le hacían al pueblo. Nos reuníamos con lecturas escogidas y reflexionábamos en los aconte­cimientos de ese tiempo. Nos iluminaba, por ejemplo, el Éxodo. Pero muchos decían que eso era demasiado político. No se daban cuenta que eso era beneficioso para todo el pueblo y para una me­jor aclaración de los problemas que vivíamos.

El párroco de ese tiempo era el que tenía a cargo las comuni­dades catecumenales. Al ver lo que estábamos reflexionando me dijo que yo no podía seguir con la comunidad catecumenal, y que podíamos pasar a ser comunidades eclesiales de base (CEB), o sea, comunidades más abiertas, y que nos podían asistir otros sacerdo­tes jesuítas que vivían en los Brasiles (población vecina).

Ya en las CEB, el trabajo era más difícil, pues éramos vigilados. Este trabajo cristiano era perseguido por la denuncia que hacíamos de los atropellos que se cometían contra el pueblo.

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<U4 C. M. Sánchez

En plena insurrección realizábamos oraciones en las casas par­ticulares. No lo hacíamos en las iglesias, pues no nos lo permitían. Tratábamos también de estar informados e informar a los demás de las noticias que lográbamos captar. Así, aun en medio de la guerra, siempre realizábamos nuestro papel de cristianos. Partici­pamos en la asistencia médica en los tiempos más duros y dimos refugio en la iglesia, en el templo, a gente damnificada.

Con el triunfo revolucionario nuestro trabajo es muy diferente, y hasta cierto punto es más fácil por la libertad que tenemos. Per­sonalmente siento el gran compromiso de construir el reino del que Jesucristo tanto nos habla en el evangelio. Por esto mismo me he integrado a las CEB. Las comunidades están más organizadas. Estamos unidas todas las comunidades de Managua, y yo repre­sento a una de ellas. Y como cristianos, los miembros de las comu­nidades nos comprometemos a trabajar en las organizaciones del pueblo. Participo en las organizaciones de masas porque, como cris­tiano, creo que nuestra participación cristiana es muy importante para que nuestra revolución siga por un camino que continúe be­neficiando a nuestro pueblo. También participamos porque creemos que en la Nueva Nicaragua podemos llegar a construir el hombre nuevo. Sabemos que es duro, pero estamos dispuestos hasta a dar la vida, como la dio nuestro Señor Jesucristo y como la han dado muchos hermanos, tanto cristianos como otros que dicen no creer en Dios, pero que nos han dado el ejemplo.

A nivel cristiano también estoy trabajando en la comisión de promoción juvenil. Aquí se incluyen las comunidades de base de los jóvenes cristianos. Tengo la responsabilidad de visitar las comu­nidades de la parte sur del país. En este trabajo pastoral juvenil tenemos muchas dificultades, ya que todo es nuevo; tenemos que ir creando caminos para llevarlo a cabo. Nuestro trabajo tiene, por ejemplo, estas dificultades: nos enfrentamos a la corriente de ideo­logía imperialista que se refleja en un sinnúmero de sectas que han invadido nuestro territorio (me refiero a las sectas pro-norte­americanas; no me refiero a las denominaciones protestantes en general). Otro problema que tenemos es el modo como una parte de nuestra Iglesia católica manipula los símbolos religiosos para confundir a nuestros jóvenes a fin de que no se organicen en nues­tra revolución ni participen en sus tareas. El objetivo de esta parte

Comunidades comprometidas con la liberación 413

de la Iglesia es mantener su modo capitalista, y se hacen sordos al sufrimiento del pueblo. Algunos jóvenes que miran estas cosas dejan de pertenecer a las comunidades cristianas juveniles de base y se dedican solamente a ejercer los trabajos revolucionarios. A nos­otros nos toca aclarar que también nosotros somos cristianos y que estamos trabajando en construir la nueva sociedad como dijo Cristo. También yo soy joven y a veces siento flaqueza al ver cómo instru-mentalizan a Cristo para defender cosas personales. Pero creo en Dios, y es a él al que debo seguir.

Se me olvidaba decir que también tengo a mi cargo una comu­nidad nueva que comienza a dar pasitos. Me da gusto trabajar en esta comunidad con las reflexiones del evangelio. El problema es que, como son gentes nuevas, tengo que enseñar el evangelio de modo un poco tradicional. No se les puede presentar ahora los sucesos importantes que suceden en el país, pues dirían que es política y se irían. Vamos despacito, pero vamos adelante. Como pueden ver, el trabajo cristiano es un poco duro.

Ahora Nicaragua pasa uno de los tiempos más duros, tanto económica como militarmente, por la penetración de los contra­revolucionarios y por los bloqueos y las amenazas de invasión. Ahora nosotros los jóvenes cristianos comprometidos, si es nece­sario, lucharemos con el fusil —con la fuerza y el ánimo que nos da Cristo— para continuar nuestra construcción del hombre nuevo. Esto ya comenzó el 19 de julio, cuando logramos abrir la puerta para ir construyendo el reino de Dios aquí en nuestra Nicaragua Libre.

Cuando la revolución da tierra al campesino, que es el más po­bre; cuando se han construido escuelas para enseñar al que no sabe (para que no lo sigan explotando); cuando se han multiplicado los centros de salud, que benefician al pueblo; cuando hay abasteci­miento para que todos comamos, aunque poco, pero iguales; cuan­do existe vivienda para que tengamos donde acostarnos; cuando el pueblo participa en un Consejo de Estado donde tiene voz y voto; cuando pasa todo esto, ¿acaso no se parece a las comunida­des primitivas de las que nos hablan los Hechos de los Apóstoles? ¿Acaso no es lo que Cristo vino a anunciarnos? Pues por todo esto nosotros los cristianos defendemos nuestra Nueva Nicaragua.

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416 C. M. Sánchez

Ya muchos han dado su vida, como la dio Cristo. El la dio por amor; nosotros también damos nuestra vida por amor a nuestro pueblo. No luchamos por agredir a otro territorio. Luchamos para vivir, para construir la sociedad nueva.

A mí, personalmente, nadie me manda meterme en las orga­nizaciones, sino que el mismo evangelio me empuja a meterme para compartir y para vivir como hermanos.

C. M. SÁNCHEZ

MODELOS DE IGLESIA SUBYACENTES A LA ACCIÓN PASTORAL

La relación entre un determinado modelo eclesial y su correspon­diente acción pastoral ha sido siempre estrecha'. Es lógico, ya que el sujeto de la acción pastoral es la ekklesia, y con frecuencia se ha enten­dido la finalidad de la pastoral como edificación de la Iglesia en el pre­sente del mundo. Los dos factores que influyen en la acción pastoral, a saber: la realidad en que actúan los creyentes y la teología como inte­ligencia de la fe, son decisivos, a su vez, en la comprensión teológica y conciencia teologal de la Iglesia.

I . LA VERTEBRACION ECLESIOLOGICA DE LA PASTORAL

A lo largo del recorrido que la teología pastoral o práctica ha tenido desde su aparición (1774) como disciplina universitaria en la Viena de María Teresa de Austria, se ha puesto de manifiesto la necesidad de una vertebración eclesiológica de la pastoral2. Recordemos que en sus comienzos la nueva disciplina entendía la acción pastoral como quehacer sacerdotal. A fines del siglo xvín, y por influencia de la Ilustración, intentó J. M. Sailer (1751-1832) renovar la teología pastoral desde la Escritura, con una orientación teológica basada en la revelación y en la vida de la fe, pero no tuvo continuadores. En 1841, A. Graf, genial dis­cípulo de J. A. Mohler y J. B. Hirscher, orienta la teología pastoral en un sentido netamente eclesiológico, hasta el punto de definir la teología como autoconciencia crítica de la Iglesia 3. Muchos pastoralistas le con­sideran auténtico precursor de la moderna teología pastoral, como Fr. Schleiermacher (1768-1834) lo es en el ámbito protestante. Por des­gracia, los propios discípulos de Graf retornaron a la primera concep-

1 A. Dulles, Modelos de la Iglesia (Santander 1975) (Models of the Church, Nueva York 1973); H. Fries, Cambios en la imagen de la Iglesia y desarrollo histérico-dogmático, en Mysterium Salutis, IV/I (Ed. Cristiandad,. Madrid 1973) 231-296.

2 Cf. H. Schuster, Die Geschichte der Pastoraltbeologie, en Handbuch der Pastoraltheologie I (Friburgo 1964) 40-92.

3 Cf. A. Graf, Kritische Darstellung des gegenwartigen Zustandes der praktischen Theologie (Tubinga 1841).

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418 C. Floristán

ción práctica, recetista y clerical de la pastoral. Esta concepción utilitaria prosiguió casi sin variaciones hasta la segunda guerra mundial.

Hacia 1942 comienza F. X. Arnold (1898-1969) en Tubinga sus es­tudios sobre la naturaleza e historia de la acción pastoral. Fiel a la mejor tradición pastoral de Tubinga y en conexión con la «teología kerigmática», Arnold parte de la encarnación, del principio teándrico de lo divino-humano. El proceso de salvación es divino: la persona de Jesucristo está en el origen de la acción de la Iglesia. La Iglesia posee una tarea mediadora, con carácter personal-instrumental. El sujeto res­ponsable de la pastoral no es sólo el sacerdote: es la Iglesia entera 4.

Al mismo tiempo que Arnold en Alemania, el dominico P.-A. Liégé (1922-1979) desarrolla en Francia un concepto de acción netamente eclesiológico. Define la teología pastoral como «ciencia teológica de la acción eclesial» o de «la misión de la Iglesia en acto» y entiende la acción eclesial como «acción de Cristo en la Iglesia, en virtud de la misión»s.

La teología práctica ha ocupado la atención de K. Rahner en nume­rosos escritos, entre los que destaca el Handbuch der Pastoraltheologie, obra de inspiración suya y llevada a cabo por un extenso grupo de pas-toralistas 6. Se intenta en esta obra exponer los fundamentos teológicos de la acción pastoral y explayar la actividad de la Iglesia en su con­junto. Se ha dicho que este manual es una «politología de la Iglesia» o una «eclesiología existencial»7. Según Rahner, la teología práctica «se ocupa de la actividad por la cual la Iglesia se realiza de hecho y debe realizarse en cada situación completa. Se ocupa de aclarar teológica­mente la situación dada en cada instante y en la que la Iglesia debe realizarse en todas sus dimensiones»8.

La concepción de la acción pastoral como acción eclesial basada en una teología práctica de la Iglesia fue un logro positivo para ordenar la totalidad de la pastoral o la denominada «pastoral de conjunto» y relacionar entre sí las tres acciones eclesiales correspondientes a los clá-

4 Cf. F. X. Arnold, Pastoraltheologische Durchblicke (Friburgo 1965). 5 P.-A. Liégé, Introducción a la obra de F. X. Arnold Al servicio de la fe

(Barcelona 21963) 7-17. 6 Cf. Handbuch der Pastoraltheologie. Praktische Theologie der Kirche in

ihrer Gegenwart, 5 vols. (Friburgo 1964-1972). 7 Semejante a la línea del Handbuch es el trabajo de C. Floristán y

M. Useros Teología de la acción pastoral (Madrid 1968). 8 K. Rahner, Die praktische Theologie im Ganzen der theologischen Diszi-

plinen, en Die praktische Theologie zwischen Wissenschaft und Praxis (Mu­nich 1968) 47-48. Véase este texto en Schriften zur Theologie VIII (Einsie-deln 1967) 133-149.

Modelos de Iglesia y acción pastoral 419

sicos poderes (enseñar, santificar y gobernar) en una línea netamente conciliar, con nuevo vocabulario y renovado contenido: el ministerio profético o de la palabra, el ministerio de la liturgia o de la celebración y el ministerio hodegético o de la caridad. Pero produjo al mismo tiem­po (época de las eclesiologías derivadas del concilio) una cierta infla­ción de la Iglesia, a saber: de su ser y quehacer.

Los aportes en la década de los sesenta de las comunidades de base, las corrientes de las teologías políticas y de la esperanza, las hermenéu­ticas bíblicas y la irrupción de la teología de la liberación a partir de Medellín (1968), junto a nuevos análisis del catolicismo popular y de la realidad social, sin olvidar la categoría del pobre en el marco de las «cristologías ascendentes», contribuyeron a plasmar nuevos modelos de acción pastoral en la década de los setenta. En la práctica se sustituye a menudo el vocablo Iglesia por el de comunidad, con el nuevo hori­zonte del reino de Dios en el seguimiento de Jesús, de cara a la libe­ración de situaciones injustas, dentro de un movimiento cristiano de carácter profético. Todo desemboca en pluralismos eclesiales y en mo­delos diversificados de acciones pastorales. Fue innegable en este tiem­po la aportación a la teología católica de la denominada teología de la liberación9.

I I . MODELOS ECLESIALES Y PASTORALES

1. Pastoral de cristiandad-pastoral misionera

La primera tensión eclesial, correspondiente al binomio Iglesia de cristiandad-Iglesia misionera, fue formulada antes del concilio por teó­logos y pastoralistas de la misión, vivida en carne propia por sacerdotes obreros, religiosas encarnadas en barriadas, «movimientos apostólicos» seglares, y reflejada en la expresión «leer el evangelio en los signos de los tiempos» I0.

Recordemos el despertar eclesial y apostólico que surgió entre los años 1935 y 1955 en todo el orbe católico, especialmente en la Iglesia de

9 Cf. E. Dussel, A history of the Church in Latin America. Colonialism to Liberation (Grand Rapids, Michigan 1981); R. Oliveros, Liberación y teolo­gía. Génesis y crecimiento de una reflexión (1966-1976) (Lima 1977); M. Man­zaneta, Teología y salvación-liberación en la obra de Gustavo Gutiérrez (Bil­bao 1978).

10 Cf. P. Richard, Mort des chrétientés et naissance de l'Église (París 1978). El análisis teológico e histórico de la Iglesia de cristiandad y su trán­sito a una Iglesia misionera fue investigado primordialmente por Congar y Chenu.

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420 C. Floristán

Francia n . En este tiempo se despliega un vocabulario rico y profundo, reflejado en los conceptos «evangelización», «comunidad», «testimonio», «compromiso», etc., dentro de la dialéctica escalología-encarnación, deu­dora de dos corrientes teológicas anteriores al concilio n.

Frente a una Iglesia-sociedad desigual, patrimonio sacerdotal, reple­gada en lo sacramental, con alianzas de poder, rígidamente moral, orto­doxa en sus discursos y uniformista en sus modos de actuación, emerge en la etapa posconciliar una Iglesia-comunidad, basada en la fraternidad de la fe, el testimonio y la encarnación, el compromiso con los pobres y desheredados, ortopráxica y evangelizadora, abierta a la realidad social desde la perspectiva de la comunión/ komonía. Los escritos que reflejan estas dos posturas pastorales son innumerables. Recordemos las polémi­cas entre teología kerigmática y teología escolástica, masas y minorías, catolicismo convencional y de convicciones, sacramento y profecía, caris-ma e institución, bautismo de infantes y bautismo de adultos, etc.

Un ejemplo importante de análisis en torno a la tensión entre pas­toral de cristiandad-pastoral misionera se encuentra en el trabajo de G. Gutiérrez Líneas pastorales en América Latina n. Los modelos pas­torales examinados son cuatro: pastoral de cristiandad, de nueva cris­tiandad, de la madurez de la fe y de acción profética. Después de carac­terizar cada línea, reconoce G. Gutiérrez que las cuatro se dan en el continente americano «en diversos niveles de extensión y realización», teniendo la pastoral de cristiandad «una presencia mayoritaria».

Los sociólogos del catolicismo, especialmente en el área de la Iglesia de habla española, han aportado asimismo tipologías iluminadoras que corresponden a modelos eclesiales y pastorales contrapuestos: catolicis­mo popular, cultural, no institucional y eclesial M, o a «tipos ideales» sucedidos históricamente: catolicismo total, religiosidad personal y reli-

11 Cf. B. Besret, Incarnation ou eschatologie? Contribution a l'histoire du vocabulaire religieux contemporain 1935-1955 (París 1964).

12 Cf. L. Malevez, Deux théologies catholiques de l'histoire: «Bijdragen» 10 (1949) 225-240.

13 Corresponde a unas conferencias en 1964 a dirigentes de movimientos universitarios católicos, completadas en 1967 y publicadas en 1968. La segun­da edición (CEP de Lima) es de 1976. En francés: Reinventer le visage de l'Église. Analyse théologique de l'évolution des pastorales (París 1971). Un análisis semejante para España hice yo en Tendencias pastorales en la Iglesia española, en Teología y mundo contemporáneo (Homenaje a Karl Rahner) (Madrid 1975) 491-512.

14 Cf. J. M. Marcos-Alonso, Análisis sociológico del catolicismo español (Barcelona 1967); J. González Anleo, Catolicismo nacional: nostalgia y crisis (Madrid 1975).

Modelos de Iglesia y acción pastoral 421

giosidad comprometida 15. Otros distinguen entre un catolicismo masivo no comprometido y catolicismo renovado o de compromiso tó. No faltan análisis de clase según ideologías, matriz social y función política, que se concretan en cuatro tendencias: la nacional-católica, el reformismo centrista, el catolicismo dominado y la Iglesia crítico-profética 17.

Los modelos de Iglesia son reducidos por algunos a tres: la Iglesia ¡ntegrista o «bunqueriana», la aperturista o del aggiornamento y la po­pular o no integrada 18, a los que corresponden otros tantos tipos de pastoral: el tradicional, el tradicional renovado y el grupal-comuni-tario I9.

En América Latina, los modelos de Iglesia que reflejan diferentes líneas pastorales son reducidas por L. Boff básicamente a dos: el de cristiandad, continuista, centrado en la parroquia, piramidal, con expre­siones eclesiales modernizadas, que resalta las prácticas religiosas a tra­vés del ministerio clerical, afín a la burguesía, y el de la diáspora, no continuista, centrado en las comunidades eclesiales de base, circular, con expresiones eclesiales innovadoras, que enfatiza las prácticas éticas y en sintonía con las capas populares20.

2. Evangelización-sacramentalización

La tensión entre lo evangélico y lo sacramental ha surgido constan­temente en la historia de la acción pastoral a consecuencia, asimismo, de distintas visiones de Iglesia21. La dialéctica entre la palabra y el sacramento se formula al acabar la segunda guerra mundial mediante el binomio evangelización-sacramentos, puesto de relieve por los con­flictos entre «evangelizadores» y «sacramentalistas».

15 Cf. A. L. Orensanz, Religiosidad popular española: 1940-1965 (Madrid 1974).

16 Cf. F. Urbina, en Informe FOESSA 1975 (Madrid 1976) cap. V. 17 Cf. J. C. García, en Fe y política (Madrid 1977) 11-35. 18 Cf. J. Chao, La Iglesia en el franquismo (Madrid 1976). " Cf. J. M. Castillo, Diversos modelos de pastoral y el problema de la

pastoral de la Iglesia: «Sal Terrae» 66 (1978) 667-677. 20 Cf. Puebla 78: «Ecclesia», núm. 1.147 (1978) 1898. Para conocer el

fenómeno de la Iglesia popular en España cf. J. Rey y J. J. Tamayo, Por una Iglesia del pueblo (Madrid 1976); J. M. Castillo, La alternativa cristiana. Ha­cia una Iglesia del pueblo (Salamanca 1978).

21 Cf. C. Floristán y L. Maldonado, Los sacramentos, signos de liberación (Madrid 1977); C. Floristán, Sakramente und Befreiung, en Prophetische Diakonie (Viena 1977) 292-310.

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422 C. Floristán

En la década de los cincuenta se rescata teológicamente el concepto de sacramento a partir de la f e " , de la categoría de encuentro perso­nal M de la palabra24 y de la sacramentalidad de la Iglesia ¿\ El Vati­cano I I asume estas perspectivas sacramentales en la línea de la acción misionera, al describir los sacramentos como signos que suponen, ali­mentan, robustecen y expresan la fe 2".

Para evitar esquizofrenias entre acción evangelizadora y acción litúr­gica, la Iglesia debe actuar de un modo coherente. La tensión entre evangelización y sacramentos es analizada después del concilio en nu­merosos escritos, sin que falten docuínclitos de conferencias episcopales sobre el tema27.

El modelo evangelizador acentúa el cristianismo evangélico (fe veri­ficada conforme a la praxis de Jesús y a la praxis de liberación actual) y el modelo cultual destaca el cristianismo sacramental (fe atestiguada en el misterio litúrgico cristiano). Para los primeros, el hombre es esen­cialmente compromiso; la Iglesia, una comunidad profética; Jesús, el hombre pleno para los demás; Dios, una llamada a instaurar su reino; la fe, praxis de liberación; la caridad, acción social y política, y la es­peranza, punto de arranque para transformar el mundo. Para los segun­dos, el hombre es gratuidad; la Iglesia, signo de salvación; Jesús, el protosacramento del Padre; Dios, caridad derramada; la fe, pleno sen­tido de la vida; la caridad, amor personal que se da, y la esperanza, una confianza plena en las promesas de Dios.

Estas dos maneras de interpretar el hecho cristiano se han enrique­cido recientemente a causa de una revalorización de la naturaleza evan­gélica del cristianismo y debido al impacto que, sobre la fe y el sacra-

22 Cf. L. Villete, Foi et sactement, 2 vols. (París 1959). 23 Cf. E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios (San

Sebastián 1964); publicado en 1957 en Amberes. 24 Cf. K. Rahner, Palabra y eucaristía, en Escritos de teología IV (Madrid

1962) 323-367 (Wort und Eucharistie, en Aktuelle Fragen zur Eucharistie ed. por M. Schmaus, Munich 1960, 7-52).

25 Cf. O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento original (San Sebastián 1963) (Die Kirche ais Ursakrament, Francfort 1953).

26 Sacrosanctum Concilium, 59.

L ™, C f ' /??ÍS,C°?ado francés> La Iglesia, signo de salvación en medio de los hombres (Madrid 1976) (Église, signe de salut au milieu des hommes, París w ¿) y Una Iglesia que celebra y que ora (Santander 1976) (Une Église qui celebre et qui prie París 1974). Cf. además Evangelización y sacramentos,

ctS\r\ Td° ^ a C Í ° n a l d e L i t u r 2 i a < M a d r i d 1 9 7 3 ) ; Conferencia Epis-mstL/ TT'lvan&d^one, Sacramenti, Promozwne urnana. Le scelte pastoral! della Chiesa in Italia (Roma 1979),

Modelos de Iglesia y acción pastoral 42}

mentó, ejerce el ámbito de lo social y político. Si todo tiene una dimen­sión política, no es menos cierto que todo se sitúa en un horizonte simbólico o sacramental28.

3. Iglesia «gran institución» e Iglesia «red de comunidades»

A partir del Vaticano II surgen en el cono sur de América las co­munidades eclesiales de base como nuevo modelo de Iglesia, potenciado en sus orígenes por el Plan Pastoral de Conjunto del episcopado brasi­leño a fines de 1965, correspondiente al quinquenio 1965-197029. En Medellín obtienen carta de ciudadanía. Es extraordinaria su extensión por la Iglesia latinoamericana, en conjunción con el desarrollo de la teología de la liberación. Innumerables escritos describen su experien­cia, rasgos básicos y alcance evangelizador. Por su importancia conviene recordar los Encuentros Nacionales de Comunidades Eclesiales de Base de Brasil: 1) en 1975 («Una Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu Santo»); 2) en 1976 («La Iglesia, pueblo que camina»); 3) en 1978 («La Iglesia, pueblo que se libera»); 4) en 1981 («La Iglesia, pueblo oprimido que se organiza para la liberación»), y 5) en 1983 («La comu­nidad eclesial de base, semilla de una nueva sociedad»). Sin olvidar, asimismo, los encuentros, entre 1976 y 1983, de la «Asociación Ecumé­nica de Teólogos del Tercer Mundo»30.

El modelo eclesial de base parte de la opción por el pueblo, los pobres y la liberación. L. Boff lo describe con estos rasgos: 1) Es Igle­sia del pueblo, no para el pueblo, sino con el pueblo, a saber: pueblo de Dios, con responsabilidad compartida frente a un modelo de Iglesia clerical. 2) Es Iglesia-comunión, comunidad de fe y de caridad, con signos sacramentales liberadores, dialogante, con relaciones fraternas, frente a una Iglesia impositiva, centrada en el binomio autoridad-obe­diencia. 3) Es, por último, Iglesia profética y liberadora, que se com­promete en lo social, toma conciencia de los derechos humanos, detecta injusticias y defiende a los explotados, frente a una Iglesia aliada con los ricos, desencarnada, con sólo ritos y sacramentos31.

La eclesialidad de las comunidades de base ha sido acentuada cons­tantemente por sus representantes y reconocida oficialmente por la jerar-

28 C. Floristán y L. Maldonado, Los sacramentos..., op. cit., 15-19. 29 Cf. E. Dussel, Teología de la «periferia» y del «centro». ¿Encuentro

o confrontación?: «Concilium» 191 (1984) 141-154. 30 Ibíd. 31 L. Boff, Iglesia: carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante (San­

tander 1982) 209.

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quía. La comunidad eclesial de base es «la célula inicial de la estruc­turación eclesial» (Mcdellín), «esperanza de la Iglesia» (EN), «foco de evangelización y motor de liberación» (Puebla) y «la nueva forma de ser Iglesia» (Conferencia Episcopal de Brasil, 1983). En definitiva, es el pueblo de los pobres transformado en pueblo de Dios.

De hecho, en la realidad actual, afirma R. Muñoz, «están operando dos modelos distintos de Iglesia: dos modelos que implican distinta ubicación, distinta mentalidad, distintos medios de acción. No se trata, ciertamente, de modelos que existan puros ni separados el uno del otro, pero, dentro de la Iglesia única, constituyen dos polos bastante claros de su dinámica interna y de su influencia en la sociedad»32. Son los modelos que R. Muñoz denomina de Iglesia «gran institución» y «red de comunidades».

La Iglesia comunitaria y popular, escribe E. Dussel, «no es otra Iglesia, no es una nueva Iglesia, es simplemente un modelo de la Igle­sia de siempre» 33.

4. Modelos de pastoral comunitaria

El fenómeno de las comunidades cristianas no es uniforme ni uni­tario. De hecho, se dan diversos modelos, ya que sus rasgos y objetivos son distintos. Hay coincidencias básicas, pero los modos de realización e incluso de concepción son diferentes.

La misma expresión comunidad de base (cristianas o eclesiales son o intentan serlo todas) une dos términos de compleja y profunda signi­ficación. «Cuando se insiste más en la noción de comunidad —afirma E. Dussel— es porque necesariamente se pone un enfoque más ad intra eclesial» y «cuando se insiste, en cambio, en la noción de base es por­que se tiende a dar más importancia a la función ad extra de la Igle­sia» 34. Esta diferenciación de acentos ha sido puesta de relieve por el canadiense G. Paiement cuando distingue las comunidades cálidas, en las que prevalecen las «relaciones interpersonales» (fraternidad, llevarse bien, palabra de Dios, oración, apoyo ocasional, entusiasmo), de las comunidades críticas (otros las llaman «proféticas»), en las que se ad­vierte un cierto tipo de «compromiso temporal o político» (preocupa­ción por las estructuras, acciones, manifestaciones externas, fe libera-

32 Cf, R. Muñoz, Solidaridad liberadora: misión eclesial (Bogotá 1977) 32. 33 Cf. E. Dussel y otros, La Iglesia latinoamericana de Medellín a Puebla

(Bogotá 1979); ídem, Be Medellín a Puebla I-III (Sao Paulo 1982-83). 34 E. Dussel, La «base» en la teología de la liberación: «Concilium» 104

(1975) 80.

Modelos de Iglesia y acción pastoral 425

dora, teología popular, comunión crítica con la Iglesia institucional)' Características de las cálidas es su sensibilidad por lo trascendente; rasgo peculiar de las críticas es el acento de la encarnación35.

R. J. Kleiner distingue tres tipos de comunidades cristianas: las co­munidades de fe, centradas en el kerigma bíblico; las eucarístico-socia­les, con equilibrio entre la liturgia y el compromiso, y las sociopolíticas, que acentúan la diacon'ia cristiana o la crítica, desde perspectivas mar-xistas, respecto de la ideología religiosa y la sociedad capitalista3é.

En España se distinguen, asimismo, diversos modelos: neocatecu-menales, carismáticas y populares, organizadas a nivel estatal e incluso con expansiones o conexiones con colectivos parecidos o iguales de otros países 37. Un documento reciente de la Comisión Episcopal de Pastoral española reconoce que en el mundo de las comunidades se dan eviden­tes diversidades, aunque pueden distinguirse colectivos «como grandes jamilias que agrupan a las nacidas a impulsos de una misma intuición pastoral» M. Recordemos que la exhortación de Pablo VI Evangelii nun-tiandi (8-XII-1975) alude a diversos modelos, con desestima de las que «se reúnen con un espíritu de crítica amarga hacia una Iglesia que es­tigmatizan como institucional», adoptan una «actitud de censura y de rechazo hacia las manifestaciones de la Iglesia», son «hostiles hacia la jerarquía» y «se separan de la Iglesia» (n. 58).

5. Dos interpretaciones de la pastoral popular

La denominada pastoral popular surge en América Latina en corres­pondencia con el modelo representado por las «comunidades de base», denominadas pronto «comunidades eclesiales de base» (para evitar crí­ticas) y más tarde «comunidades cristianas populares» (para evitar ambigüedades). Responde, según J. Marins, a «la Iglesia de base en un modelo comunitario, profético, liberador y misionero» 39. El acento está puesto en la base, entendida como pueblo pobre y oprimido, no como

35 Cf. G. Paiement, Groupes libres et foi chrétienne. La signification actuelle de certains modeles de communauté (Tournai 1972).

36 R. J. Kleiner, Basisgemeinden in der Kirche. Was sie arbeiten - wie sie wirken (Graz 1976) 190-191.

37 Cf. C. Floristán, Modelos de comunidades cristianas: «Sal Terrae» 67 (1979) 61-72 y 145-154; Secretariado Diocesano de Catequesis de Madrid, Comunidades plurales en la Iglesia (Madrid 1981).

38 Cf. Servicio pastoral de las pequeñas comunidades cristianas (MadricJ 1982).

35 Cf. J. Marins, Modelos de Iglesia: CEB en América Latina. Hacia un modelo liberador (Bogotá 1976).

28

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426 C. Floristán

mera significación de célula primera de creyentes, ni como lo nuclear personal en donde se enraiza la fe. La base es, pues, el pueblo.

Con todo, el concepto de pueblo es interpretado de múltiples mane­ras, como ocurre con el adjetivo popular. Nos interesan aquí dos inter­pretaciones de la noción de pueblo: como nación-cultura (los ciudadanos de un país) y como sector o sectores de nación, a saber: clase social (los pobres y marginados) m.

Si entendemos el pueblo como sujeto colectivo de una experiencia histórica, con una cultura indígena, una religiosidad propia, una mora­lidad peculiar, un idioma o habla diferenciado y un destino común, la pastoral popular es «la evangelización de la cultura de un pueblo».

En cambio, si entendemos por pueblo el sujeto colectivo de pobres, explotados y marginados en un sentido socioeconómico, la pastoral po­pular es «la evangelización de los pobres y desde los pobres».

«Ambos sentidos de la palabra pueblo —afirma J. C. Scannone— están semántica y ontológicamente conectados, porque pensamos que los pobres y sencillos son quienes condensan y colectivamente transparen-tan en formas más claras lo que es comunitario y común, es decir, la sabiduría y el estilo de vida propios del 'nosotros' histórico-cultural. Ello es así porque la sencillez de los sencillos, aunque no está a priori inmunizada contra las alienaciones, no se deja tan fácilmente desfigurar por los privilegios que emanan del tener, del poder o del saber» 41.

C. FLORISTÁN

40 Cf. L. Gera, Pueblo, religión del pueblo e Iglesia, en Iglesia y religio­sidad popular en América Latina (Bogotá 1977) 258-283; J. C. Scannone, Culture populaire, pastorale et théologie: «Lumen Vitae» 32 (1977) 21-38.

41 J. C. Scannone, Sabiduría popular y teología inculturada: «Stromata» 35 (1979) 5.

¿QUE SIGNIFICA ANALÍTICAMENTE «PUEBLO»?

La categoría «pueblo» dista mucho de ser semánticamente uní­voca. Al analizarla aquí desde una perspectiva sociológica, tendre­mos siempre a la vista su aplicación a la realidad de la Iglesia como pueblo de Dios, ya que dicho análisis solamente tiene sentido en la medida en que nos ayuda a comprender la realidad de la Iglesia y, en especial, de la Iglesia «popular» latinoamericana. Nuestro método seguirá los pasos siguientes: después de un rápido examen de la categoría «pueblo» en su sentido jurídico, analizaremos su utilización como categoría sociológica en los regímenes «populis­tas» y en los movimientos populares, con el fin de detectar los fundamentos sociológicos de su ambivalencia semántica. Partiendo de dicho análisis, veremos en qué sentido puede hablarse socioló­gicamente de Iglesia «popular».

Para la antropología cultural, «pueblo» significa lo mismo que nación o etnia, es decir, una población definida por su pertenencia a una misma cultura \ Evidentemente, en este sentido la categoría «pueblo» no interesa a la teología, ya que carecería de sentido definir a la Iglesia como un pueblo culturalmente distinto de los demás.

Para la filosofía social, «pueblo no es una reunión indiscrimi­nada de seres humanos congregados de cualquier manera, sino la reunión de una muchedumbre asociada de acuerdo con un derecho y unos intereses comunes», según la clásica definición de Cicerón, recogida después por san Agustín y santo Tomás de Aquino 2. Tal definición implica una referencia al Estado como instancia del derecho y del cuidado por los intereses comunes, hasta el punto de que llegamos a encontrarla desarrollada en la teoría jurídica del Estado, según la cual pueblo es «el conjunto de subditos o ciuda-

1 Cf. E. E. Evans-Pritchard, Anthropologie sociale (París, Payot) 10-12 (Social Anthropology, Londres, sin fecha).

2 Cicerón, De república, 25 (citado por Ramiro Borja y Borja, Teoría ge­neral del Derecho y del Estado, Buenos Aires 1977, 63).

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danos de un mismo Estado»3. Bajo este aspecto, la categoría «pue­blo», aplicada a la Iglesia, lleva a definir a ésta como societas per­fecta, con poder legislativo, judicial y coactivo sobre sus subditos 4. Pero ésta no es la línea teológica en que se habla hoy de «Iglesia que nace del pueblo» o Iglesia «popular». «Pueblo» no se toma aquí como conjunto de subditos de la misma Iglesia, en un sentido jurídico, sino como categoría sociológica; desde esta perspectiva intentamos ahora realizar nuestro análisis.

I . «PUEBLO» COMO CATEGORÍA SOCIOLÓGICA

DEL «POPULISMO»

Los sociólogos evitamos siempre que es posible el uso de la categoría «pueblo», debido a su utilización en el lenguaje corriente y a su carga ideológica. No se puede utilizar dicha categoría de forma neutra o imparcial, dado que dentro del Estado moderno se ha convertido en la fuente principal de legitimación del poder. La controversia teórica para saber quién es el pueblo y quién pueda comprenderse bajo tal denominación no deja de ser de importancia, ya que el Estado moderno afirma que todo poder deriva del pue­blo y en nombre suyo se ejerce. Definir, pues, quién es el pueblo es definir quién puede legitimar el poder político.

Sin embargo, en el seno de toda esta controversia, y dentro de toda la ambivalencia semántica de «pueblo», hay una categoría de personas que no deja nunca de estar presente: la gente de con­dición social humilde. «Una secreta intuición lleva a que cada uno se considere tanto más pueblo cuanto más humilde es su condición social; y éste es el motivo —único, por lo demás— para que los desfavorecidos de la suerte no cedan en su empeño. Nada poseen, pero se enorgullecen de ser pueblo»s. He ahí, pues, el primer ele­mento de la definición sociológica de «pueblo».

3 D. Azambuja, Teoría geral do Estado (Puerto Alegre 1971) 19. Cf. tam­bién L. Sánchez Agesta, Principios de teoría política (Madrid 61976) 132.

4 Cf. L. Salaverri, Ecclesia Societas Perfecta, Thesis 23, nn. 937-971, en Sacrae Theologiae Summa (Madrid 1958).

5 N. Werneck Sodré, Introducao a revolucao brasileira (Río de Janeiro 1963) 188.

¿Qué significa «pueblo»? 429

El segundo elemento es la polarización social entre pueblo y élite. En América Latina, como generalmente en los países coloni­zados, aparece siempre la distinción entre la masa de los nativos, pobres y sin goce pleno de sus derechos de ciudadanía, y la élite de los descendientes de europeos, nobles, cultos y ricos. Tal pola­rización adquiere a veces acentos muy claros, como en el caso de las diferencias raciales (élite blanca frente a la masa de indios o de negros), lingüísticas (la élite habla un idioma europeo, la masa utiliza lenguas nativas y dialectos) e incluso religiosas (las religio­nes cristianas de la élite, en oposición a las prácticas religiosas po­pulares, calificadas de «animistas», «mágicas» o «supersticiosas»). En el polo de la masa es donde va a surgir la categoría «pueblo», abarcando a todos los olvidados y marginados o que no cuentan en una sociedad bien constituida6.

El tercer elemento esencial de la categoría «pueblo» es su opo­sición dialéctica a la categoría «masa». El origen o aparición del pueblo es un hecho histórico. Incluso las masas marginadas del Tercer Mundo, aun formadas desde la colonización, sólo surgen como «pueblo» cuando comienzan de alguna manera a participar en un proyecto histórico nacional unificador de todos los sectores en un único todo social capaz de intervenir como agente histórico. Mientras siga vigente la estructura colonial, tales sectores sociales continuarán «en situación de masa, o como un proletariado histó­rico», en expresión de Toynbee. Sólo mediante la eliminación de la estructura colonial llega a surgir el pueblo, «fruto de esta decan­tación de la experiencia común de una agrupación en el tiempo, que se verifica en relación a un proyecto común, capaz de superar las tensiones y antagonismos de las diversas fuerzas actuantes den­tro de ese todo». Sólo puede, por tanto, «surgir en las sociedades de ámbito social diversificado y en condiciones de amplio dina­mismo por parte de sus diversas fuerzas y clases»7.

Los tres elementos anteriormente señalados son básicos para definir al «pueblo» como categoría sociológica. Un «pueblo» está formado por grupos y clases de condición humilde, socialmente si-

6 Cf. O. Ianni, A formacao do Estado populista na América Latina (Río de Janeiro 1975) 14.

' Cf. C. Mendes, Nacionalismo e desenvolvimento (Río de Janeiro 1963) 15-16.

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tnados en el polo opuesto al de la élite dirigente, y que se distin­gue de la masa en la medida en que aglutina distintas fuerzas y clases sociales en torno a un proyecto histórico común. Sirve esta definición para delimitar un campo teórico de investigación, por lo que solamente resuelve el aspecto teórico del problema, sin solu­cionar el problema práctico de saber quién —y no simplemente qué— es el pueblo. Si es posible un consenso en torno a esa defi­nición elemental de «pueblo», no se puede negar el hecho de una controversia en lo relativo a definir quién está o no incluido en esa categoría de enorme potencial legitimador.

Dicha controversia tiene en América Latina dos grandes puntos de referencia: los regímenes «populistas» de los años cincuenta y sesenta y los actuales movimientos populares. Para el «populismo», la categoría «pueblo» se vincula a la categoría «nación», siendo el proyecto histórico popular un proyecto de desarrollo nacionalista. Sus traducciones, aun conservando matices diferentes —desde la formulación marxista leninista hasta las interpretaciones de un nacionalismo juridicista—, todas venían a coincidir en lo funda­mental: el desarrollo como principal tarea histórica, que ha de rea­lizarse mediante la unión conjugada de todas las fuerzas y clases sociales progresistas, articuladas por el Estado nacionalista, en opo­sición a las estructuras económicas, políticas y sociales de la colo­nización s. El proyecto «populista» englobaba, pues, todas las fuer­zas nacionales, excluyendo tan sólo la antigua élite dirigente com­prometida con la estructura colonial y los sectores sociales que la apoyaban.

En el proyecto «populista» correspondía al Estado la misión histórica de aunar las clases sociales progresistas en torno al pro­yecto de desarrollo nacional; y, por tanto, incluso bajo un efectivo control de la burguesía nacional, debía adoptar una fórmula acepta­ble por las masas populares. Esta es la razón por la que se deno­minan «populistas» los gobiernos de Perón en Argentina, de Var­gas en Brasil, de Cárdenas en México, de Ibarras en Ecuador, amén

8 Además de las obras anteriormente citadas en las notas 5, 6 y 7, cf. tam­bién H. Jaguaribe, O nacionalismo na actualidade brasileña (Río de Janeiro 1958) primera parte; O. Ianni, O colapso do populismo no Brasil (Río de Janeiro 1968).

¿Qué significa «pueblo»? 431

de otros más o menos similares en países latinoamericanos9. La supresión de los regímenes populistas y la implantación de los regímenes militares de «seguridad nacional» deja en la penumbra la categoría «pueblo», dado que los militares otorgan la preferencia a la categoría «nación», de la que se consideran intérpretes autén­ticos. Con todo, el proyecto populista continúa vivo aún hoy día, presentándose como una alternativa política frente al fracaso eco­nómico de los regímenes de «seguridad nacional». La categoría «pueblo» concerniente al proyecto populista continúa igualmente en vigor, oponiéndose al nuevo sentido que nace de los actuales movimientos populares. De este sentido nos vamos a ocupar a con­tinuación.

I I . «PUEBLO» COMO CATEGORÍA

DEL MOVIMIENTO POPULAR

Los movimientos populares contra el régimen de «seguridad nacional» trajeron consigo la reapropiación de la categoría «pue­blo» por el propio pueblo. No hallaremos en ellos una elaboración teórica de índole idéntica a la anterior, obra de sociólogos y polí­ticos al servicio del proyecto populista, pero sí una elaboración intelectual de carácter popular. Sin recurrir a teóricas sutilezas aca­démicas, es el pueblo el que se va definiendo a sí mismo y también a sus adversarios, el que va dando cuerpo a su proyecto histórico, el que va elaborando nuevas fórmulas de organización popular, ade­más de promover una impresionante producción simbólica (poemas, cantos, artes, expresiones religiosas, etc.) capaz de traducir sus luchas y sufrimientos, sus esperanzas y sus alegrías. Aun sin ha­berse todavía estudiado debidamente tal producción intelectual y artística, se pueden descubrir en ella elementos-clave para la auto-definición de «pueblo». Como punto referencial en orden a este análisis, tomemos algunos textos presentados por comunidades ecle-siales de base (CEB) para su encuentro nacional en 1978 10.

9 Cf. Ianni, op. cit., n. 6, caps. 1, 2 y 12. 10 Tomamos para análisis los testimonios preparados por la CEB para el

Tercer Encuentro Inter-eclesial, realizado en 1978. Aun tratándose de textos

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En primer lugar, «pueblo» significa el conjunto indiferenciado de los habitantes de regiones pobres, sean poblados y zonas rura­les o favelas y periferias urbanas. Unos ejemplos: «es éste un lugar donde el pueblo está muy dedicado a la labranza. La mayor parte del pueblo trabaja para otros»; «aquí vive el pueblo marginado, el pueblo que construye casas y que no tiene vivienda digna para sí, el pueblo que suministra alimentos y a quien le falta qué comer, el pueblo que fabrica autobuses y carece de transporte». Se trata, pues, de una categoría que designa una colectividad o conjunto de personas que tienen en común una experiencia social de vida en el polo desfavorecido de la sociedad. Pueblo es el conjunto de los pobres, de los desheredados de la sociedad establecida.

La categoría «pueblo» se torna más explícita al contraponerle las diversas categorías relativas a la élite dirigente. Unos ejemplos: «las autoridades del municipio jamás hasta hoy se han preocupado de la situación de los pobres agricultores»; «las autoridades de aquí son las propietarias de la tierra»; «el patrón es quien se im­pone cuando el pueblo está desunido»; «¿cómo intervenir en las decisiones de los empresarios o del presidente, siendo como somos débiles ante ellos?»; «la Iglesia tradicional no defiende al pueblo, tiene miedo al pueblo»; «la ciudad posee buenos barrios, mas no para habitar en ellos la gente. Son para los de clase alta»; «todo esto es consecuencia de la situación creada por los 'grandes'»; «hay líderes del pueblo aliados con el opresor». En todas estas expre­siones, los enemigos del pueblo vienen definidos como aquellos que detentan el poder político, la tierra, el capital, la fuerza poli­cíaca, el poder religioso; en una palabra: aquellos que efectivamen­te ejercen el poder en la sociedad. Son los «grandes», cuyo mundo no es el mundo del pueblo, de los «pequeños» y «débiles». Así descrita, la categoría «pueblo» deja de ser solamente descriptiva

seleccionados solamente por católicos, pueden considerarse como representa­tivos del pensamiento popular, ya que recogen contribuciones de comunidades urbanas y rurales de todo Brasil, con un total de veintidós relatos, ocho de los cuales se refieren a distintas comunidades. Leyéndolos, registramos todas las veces que aparecía la palabra «pueblo» o «popular», analizando el sentido en que se empleaba. Los resultados se publicaron en SEDOC, vol. XI, 115, octubre de 1978.

¿Qué significa «pueblo»? 433

y viene a destacar una identidad social propia de los que se hallan en el polo social opuesto al de las clases y grupos dirigentes.

Pero tal categoría sólo gana fuerza social cuando el pueblo deja de ser masa y se organiza de alguna forma para influir en su des­tino. En tanto no se dé alguna organización popular, el pueblo no se movilizará: «es el pueblo mismo el que no se fía de sus anima­dores»; «la mayoría del pueblo piensa todavía que Dios lo quiere así»; «el pueblo se siente incapaz»; «somos una porción de indivi­duos dispersos, no un pueblo». A partir de ahí es cuando algunas personas animan a esa masa a luchar por la mejora de sus condi­ciones de vida y a salir de su pasividad social en busca de una solu­ción de los problemas que se apoya en sus solas y propias fuerzas, constituyéndose así en un movimiento popular.

Los movimientos populares pueden ser muy variados: un man­comunado esfuerzo para la construcción de viviendas, campañas reivindicativas de servicios públicos en el barrio, iniciativas en pro de la elección de un sindicato auténtico, formación de asociaciones de vecinos en defensa de los derechos de los ciudadanos, formación de cooperativas rurales, gremio de labradores en defensa del dis­frute de la tierra, movilización en favor de la salud y otras múl­tiples luchas y campañas populares. Lo importante en todos ellos, como muy bien concretan algunos de los testimonios aludidos, es que «el pueblo está tomando conciencia de su dignidad, de sus derechos, superando el individualismo y orientándose hacia una acción más solidaria, uniéndose y organizándose para afrontar difi­cultades y problemas y asumiendo la responsabilidad del control de su propia actividad». O, como atestigua otro de los informes: «la comisión comprendió cuan necesario era reforzar a los grupos en sus bases para que los vecinos puedan perseverar en la vanguardia de lucha. Al fin y al cabo, la lucha es del pueblo, y sin el pueblo no hay victoria». Grupos populares de base —entre los que ocu­pan lugar destacado las CEB— actúan como agentes catalizadores, movilizando sectores de la masa hacia una acción colectiva: proceso en el que la masa se transforma en pueblo organizado. Tal proceso puede ser más o menos rápido, según las condiciones de lugar y los métodos de lucha; pero viene a producir siempre idéntico fruto: en el desarrollo de sus luchas, el pueblo es consciente de que, uniéndose y organizándose, gana fuerza y llega a ser capaz de in-

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fluir en su destino. Es éste, por consiguiente, un proceso de auto­educación política popular ".

Finalmente, la categoría «pueblo» adquiere una dimensión axio-lógica: el pueblo descubre sus valores y elabora su proyecto histó­rico como algo propio, sin necesidad de mendigarlos como préstamo de las élites cultas y dirigentes. Algunos ejemplos sobre el uso de esta dimensión axiológica: «la gente debe partir siempre de nues­tros intereses de pueblo y no de los intereses de quienes se hallan hoy en el poder»; «cuando la gente reconozca la sabiduría popular, o cuando tenga fe en el de abajo, está ya cortando de raíz la opre­sión»; «el ambiente del pueblo es distinto, como es distinta su forma de relación, por contraposición a los de la clase alta»; «el pueblo no será juguete del poder, sino que habrá de conducir su historia». En este aprendizaje de la conciencia popular, el pueblo no sólo se siente pueblo, porque está sacando partido de ser pue­blo. Sus valores, su cultura, su arte, sus expresiones religiosas dejan de ser calificados como inferiores a los de la élite y se con­vierten en motivo de orgullo para el pueblo. Ser pueblo y compor­tarse como tal, tener el sentido estético popular, practicar la reli­gión del pueblo, no es deshonor alguno ni vergüenza; es, por el contrario, motivo de orgullo de un pueblo que se identifica como distinto de la élite y que descubre su propia valía. Estamos, pues, bien distantes de la idea de pueblo como globalidad nacional. Es lo que vamos a analizar a continuación.

I I I . EL HORIZONTE HISTÓRICO Y SOCIOLÓGICO

DE LA CATEGORÍA «PUEBLO»

Comparando los sentidos de «pueblo» en el proyecto populista y en el movimiento popular de hoy, aparece claro el carácter emi­nentemente histórico de dicha categoría. Siendo idéntica la expre­sión verbal, su sentido es bien distinto en un contexto populista y en un movimiento popular. Con todo, en uno y otro caso dicha

Cf. L. E. Wanderley, Comunidades ecclesiais de base e educacao popular: «Rev. Eccles. Bras.» 41, 164 (1981) 686-707. Cf. también L. A. Gómez de Souza, Classes populares e Igreja nos caminhos da historia (Petrópolis 1982) 3.a parte.

¿Qué significa «pueblo»? 43}

expresión apunta a una colectividad que trasciende una única clase social: colectividad sellada por su relación prioritaria con los des­heredados de la sociedad, y que se distingue de la simple masa por su comunión de clase y de fuerzas sociales en torno a un pro­yecto histórico común. En la concepción populista, en efecto, el proyecto común es el desarrollo nacional orientado por el Estado y, por tanto, bajo la hegemonía burguesa, ya que es la burguesía la clase que detenta el poder político. En la concepción del movi­miento popular, por el contrario, el proyecto histórico implica la ruptura con el sistema capitalista y la construcción de una nueva sociedad, de suerte que su protagonista no es el Estado, sino los mismos movimientos populares en el seno de la sociedad civil. En el primero, la hegemonía corresponde a la burguesía que detenta el poder del Estado; en el segundo, compete a las clases populares y a sus organizaciones de base actuantes en la sociedad civil.

En la controversia actual sobre el significado de la categoría «pueblo» es indispensable hacer referencia al contexto social en que se verifica. La referencia al proyecto populista da primacía a la idea de pueblo-nación, mientras que la referencia al movimiento popular acentúa la idea de pueblo como conjunto de clases oprimi­das I2. La ambivalencia de la categoría «pueblo» no es, pues, sólo de orden semántico; es también de orden sociológico: expresa la divergencia real entre dos proyectos históricos distintos y, por tanto, la divergencia entre los intelectuales orgánicos de la burgue­sía y los de las clases populares. Con la utilización de dicha cate­goría de análisis en uno y otro sentido, nos estamos ya situando dentro de uno u otro horizonte. Por eso, al adoptar la definición de pueblo suministrada por el movimiento popular, estamos adop­tando una postura que implica contemplar la realidad de la Iglesia en América Latina desde el punto de vista de las clases oprimidas. Veámoslo como conclusión de este trabajo.

12 Es ejemplar, a este respecto, la elaboración realizada por el equipo de teólogos de la Confederación Latino-Americana de Religiosos, en CLAR, Povo de Deus e comunidade liberadora (Río de Janeiro 1979), en especial pp. 33-70. En este contexto se inserta la oposición entre «pueblo-cíase» (cf., por ejemplo, F. Castillo, Cristianismo: ¿religión burguesa o religión del pueblo?: «Conci-lium» 145 [1979/5] 210-221) y «pueblo-nación» (cf., por ejemplo, J. S. Scan-none, Teología de la liberación y praxis popular, Salamanca 1976, 69-70).

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I V . IGLESIA «POPULAR» COMO CATEGORÍA SOCIOLÓGICA

En el proceso dialéctico de constitución del pueblo a partir de la masa es donde aparece la Iglesia «popular» como una de las me­diaciones de tal proceso. Dicha Iglesia «popular» no puede ser objeto de análisis independientemente de aquel proceso, ya que no se trata solamente de un fenómeno eclesial, sino de un hecho tam­bién social y político en el sentido más amplio del término.

El que la masa pase a ser pueblo no es un fenómeno espontá­neo de la propia masa. Además de un conjunto de condiciones eco­nómicas, políticas y sociales que facilitan o entorpecen ese proceso, existe un factor decisivo, es decir, la intervención de agentes cata­lizadores, capaces de movilizar sectores masivos hacia un movi­miento popular. En el régimen populista tales agentes eran nor­malmente organismos estatales o partidos políticos vinculados al proyecto populista. En el caso del movimiento popular de hoy, los agentes catalizadores son pequeños grupos populares nacidos de la propia masa, como asociaciones vecinales, comunidades cristianas, clubes de madres, grupos juveniles u obreros, asociación de labrado­res o de propietarios, etc. Estimulando y apoyando esos grupos, a través de las CEB y de la «pastoral especializada» de obreros, agri­cultores, indios, jóvenes, mujeres, etc., es como se convierte la Iglesia en agente social del movimiento popular, llegando de esta manera a ser una de las mediaciones del proceso constitutivo del pueblo. Porque no se ha de olvidar que la Iglesia (y al hablar de Iglesia nos referimos al conjunto de las Iglesias cristianas que se insertan en el ambiente popular) es solamente una entre las múlti­ples instituciones que ejercen la función mediadora, al lado de par­tidos políticos, sindicatos y demás componentes de la sociedad civil.

En la inserción de la Iglesia en el movimiento popular se dis­tinguen dos momentos dialécticos. El primero es el del impacto de la Iglesia en el proceso constitutivo del pueblo. No hay duda de que las Iglesias cristianas están imprimiendo su sello en tal proce­so. La revolución sandinista es el ejemplo más evidente: aunque lejos del modelo de neocristiandad, se percibe en ella la huella pro­funda del cristianismo en el proceso revolucionario. En la ética que orienta la praxis política del pueblo, en el proyecto constructivo

¿Qué significa «pueblo»? 4)7

de una nueva sociedad y hasta en la simbología utilizada, puede reconocerse la presencia del cristianismo. No una presencia confe­sional, sino la presencia de valores y símbolos que, habiendo im­pregnado a los cristianos participantes en el proceso revolucionario, se transmiten a través de sus prácticas políticas y simbólicas.

El segundo momento dialéctico de dicha inserción de la Iglesia en el movimiento popular es el impacto de la presencia activa del pueblo en la misma Iglesia. No es sólo ésta la que opta por los pobres. Se da también el movimiento inverso: el de los pobres que optan por la Iglesia13. Bien es verdad que en América Latina los pobres estuvieron siempre en la Iglesia; pero su presencia era como anónima y pasiva. Recibían los sacramentos, aprendían el ca­tecismo, pero sin participar efectivamente en la vida eclesial, a no ser como «feligreses» en los servicios religiosos. La participación de los pobres en la Iglesia presenta hoy nuevas formas. En las CEB, en las comunidades evangélicas, en los grupos de pastoral especializada, incluso en las asambleas parroquiales y diocesanas, el pueblo no es ya sólo masa anónima de «feligreses», sino grupo de cristianos organizados en sus comunidades de base y, consi­guientemente, idóneos para ejercer una participación activa en la vida eclesial. Así es como el pueblo está dejando sentir su huella en la Iglesia, asumiendo ésta la forma, el gesto, el modo de ser, el estilo del pueblo.

Basta asistir al culto de una CEB para percatarse del estilo que está imprimiendo el pueblo en la Iglesia. No encontraremos allí el estilo ascético, racional, del catolicismo burgués, sino el estilo tumultuoso, vivaz, del catolicismo popular. El pueblo orienta hacia la Iglesia su repertorio cultural, pudiendo, por ello, sentirse a gus­to en sus cultos y asambleas. No hallaremos allí ese ambiente de recogimiento en el que cada alma se relaciona con Dios, sino el ambiente festivo en el que la comunidad, como un todo, celebra sus funciones, poniendo ante Dios sus problemas, sus luchas, sus alegrías. En vez de la participación monótona en unas oraciones con fórmulas establecidas de antemano, encontramos oraciones es-

13 Cf. P. A. Ribeiro de Oliveira, Oprimidos: a opqao pela Igreja: «Rev. Eccles. Bras.» 41, 164 (1981) 643-653.

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pontáneas, acompañadas por cantos, poemas y gestos y conjugadas con el redescubrimiento de las tradiciones religiosas populares, an­tes reprobadas como «supersticiosas». En una palabra: el pueblo orienta hacia la Iglesia su manera de expresarse y de relacionarse, entre sí y con Dios. Actuando de esta manera, el pueblo confiere a la Iglesia una forma popular, como la nobleza feudal le diera una modalidad aristocrática y la burguesía un estilo burgués w.

Y no es solamente en sentido cultural como se puede hablar de una Iglesia popular. En el caso concreto de la Iglesia católica, y como forma de su presencia en el movimiento popular, las CEB actúan sobre la estructura misma de la institución eclesiástica."Ar­ticulada en torno al eje clerical, que ostenta todo el poder deciso­rio, y manteniendo como unidad organizativa la parroquia, la es­tructura eclesiástica vigente en la sociedad burguesa no soporta a las CEB. Basadas en el principio de comunión y participación, éstas exigen la presencia del sacerdote y del obispo no como ostenta­dores del poder decisorio, sino como principios activos de unidad de la Iglesia y de fidelidad al evangelio. La misma organización parroquial, centrada en la figura del párroco, prospera merced a la vitalidad de las CEB, que se articulan entre sí mediante encuentros y asambleas y sin pasar por la burocracia parroquial. La experien­cia de comunidad, en el movimiento popular —donde nadie manda a solas, donde la solidaridad es el principio básico, donde las deci­siones se toman en común, donde todos son igualmente valora­dos—, se ha transferido a la institución eclesiástica, sustituyendo la dirección de estilo burocrático por la dirección de carácter colegial, con amplia participación de las bases. También en este sentido se puede hablar de Iglesia popular para designar la forma de poder que viene adoptándose por la institución eclesiástica en orden a articular su red de comunidades de base. Del mismo modo que en otro tiempo adoptó una forma de poder de estilo burocrático —en el que la autoridad constituida ejerce tal poder señalando compe­tencias, legalmente establecidas, a funcionarios jerárquicamente organizados y con separación entre su persona y su cargo, como

14 Cf. Cristianismo y burguesía: «Concilium» 145 (1979/5), particularmen­te los artículos de Castillo y de J.-B. Metz, citado el primero en la nota 12 y titulado el segundo ¿Religión mesiánica o religión burguesa?

¿Qué significa «pueblo»? 439

bien lo señalara M. Weber 15—, así está hoy ensayando una forma de poder comunitario, pero coherente con la experiencia popular en sus distintas organizaciones de base.

Este análisis nos lleva a la conclusión de que, desde el punto de vista sociológico, es justificable el uso de la expresión Iglesia «po­pular» para significar el estilo que la institución eclesiástica está adoptando merced a su inserción en el movimiento popular, al me­nos en el caso latinoamericano. No obstante la ambivalencia impli­cada en la categoría «pueblo», su sentido viene definiéndose por el pueblo mismo, pese a las restricciones académicas a su uso. La expresión «Iglesia popular» se refiere a una forma, estilo y modo de ser Iglesia, como expresión de la activa participación del pueblo en ella. En este primer sentido se habla de Iglesia popular, como se habla de arte, medicina o cultura populares. Por lo demás, es expresión exacta para señalar la diferencia entre esta forma de ser Iglesia, nacida de su inserción en el movimiento popular, y la for­ma burguesa, originada por su inserción histórica en la sociedad burguesa. Un fenómeno nuevo debe traducirse mediante una ex­presión igualmente nueva. Es lo que justifica, en último análisis, el uso en sociología de la expresión «Iglesia popular».

P. RIBEIRO DE OLIVEIRA

[Traducción: M. DÍEZ PRESA]

15 Cf. M. Weber, Économie et Sociéíé I (París 1971) 223-227 (Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga 1925). Para un comentario al concepto de buro­cracia, R. Bendix, Max Weber, an Intellectual Portraií (Londres 1966) 423-430.

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SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE PUEBLO DE DIOS E IGLESIA POPULAR

La categoría teológica pueblo de Dios es tan ambivalente como la analítica, que ha estudiado Ribeiro de Oliveira. Al ser una cate­goría histórica, su sentido depende de los contextos histórico-reli­giosos concretos. Distinguimos cinco sentidos de pueblo de Dios, derivados de situaciones específicas. Un sexto sentido se está ela­borando actualmente en el interior del fenómeno al que dedicamos íntegramente este número de la revista: la Iglesia de los pobres o Iglesia popular. Nuestro propósito teológico consiste en ver has­ta qué punto la realidad sociológica de la Iglesia popular, justifi­cada analíticamente por el autor antes citado, configura una expre­sión posible de la realidad teológica del pueblo de Dios. De esta manera habríamos fundamentado un nuevo sentido de pueblo de Dios que, por un lado, encontraría su realización histórica en la Iglesia popular y, por otro, vendría a enriquecer el concepto tradi­cional del mismo.

Conviene no perder de vista un fenómeno que ha constituido un desafío para la reflexión eclesiológica: el nacimiento de la Igle­sia popular'. Una masa sin conciencia, sin un proyecto histórico autónomo y sin una práctica adecuada, bajo la influencia de múlti­ples factores, comienza a organizarse en comunidades y asociaciones de todo tipo; en una palabra: en movimientos populares. Esa masa se va convirtiendo en pueblo, es decir, en un conjunto organizado que toma conciencia y elabora una práctica social para participar en la sociedad y en su transformación. Grupos de Iglesia (obispos, sacerdotes, pastoral obrera) participan en esta movilización, mas globalmente, partiendo del campo específicamente religioso. Como la masa es pobre y mayoritariamente cristiana, surgen en las bases comunidades eclesiales, agentes laicos de pastoral, grupos de re­flexión y de acción. Sectores importantes de la Iglesia institucional apoyan este proceso y se incorporan al caminar del pueblo; la Igle-

1 Cf. los materiales reunidos en Una Iglesia que nace del pueblo (SEDOC) (Salamanca 1979).

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sia se vuelve popular. El pueblo participa de la vida eclesial, crea expresiones populares de fe y se siente Iglesia; el pueblo cristiano se autodefine como pueblo de Dios. Tal fenómeno configura un nuevo modo de ser Iglesia2 que se estructura alrededor de un eje de comunión y de participación de todos y obliga a las diferentes instancias eclesiásticas a redefinirse, desde el cardenal hasta el sim­ple laico. En lugar de una Iglesia-sociedad con poder centralizado y jerarquizado, con relaciones anónimas y funcionales, comienza a surgir una Iglesia comunión y comunidad, con una distribución más equitativa del poder sagrado, con relaciones orgánicas y más participativas.

Esta realidad eclesial, en la que todos se consideran hermanos y pueblo de Dios (en ella hay cardenales, obispos, sacerdotes, reli­giosos, teólogos, coordinadores laicos y simples fieles, militantes en comunidades eclesiales de base o en sindicatos, pero con una nítida conciencia cristiana), ¿puede ser llamada, con rigor teoló­gico, real y no metafóricamente, pueblo de Dios? ¿Qué significa en último término pueblo de Dios?

I . SENTIDOS DE PUEBLO DE DIOS

Y SUS CONTEXTOS HISTÓRICOS

Vamos a considerar los principales sentidos de pueblo de Dios tal como se fueron elaborando teológicamente en el trasfondo de situaciones histórico-religiosas3.

1. Israel como pueblo de Dios

Según la teología del Antiguo Testamento, Israel se considera como pueblo elegido por Yahvé, pueblo de la alianza, puesto en medio de los pueblos con la misión de dar a conocer al Dios ver­dadero, ser mediador de salvación y hacer posible que todos los

2 Cf. Documento de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (CNBB) acerca de las comunidades eclesiales de base (Sao Paulo 1983) n. 3.

3 Véase bibliografía principal en M. Keller, «Volk Gottes» ais Kirchen-begriff (Einsiedeln 1970); Y. Congar, La Iglesia como pueblo de Dios: «Con-cilium» 1 (1965) 9-33; R, Schnackenburg y J. Dupont, La Iglesia como pueblo de Dios: ibíd., 105-113; O. Semmelroth, La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, en La Iglesia del Vaticano II, ed. por G. Baraúna (Barcelona 1967) 451-458.

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pueblos lleguen a ser pueblo de Dios4. Una teología crítica que tenga en cuenta el carácter histórico de la revelación ha de procu­rar identificar las mediaciones concretas —bases materiales e ideo­lógicas— que hicieron posible esta revelación5. En una palabra: para que Israel llegara a ser pueblo de Dios (teología) fue preciso, primeramente, que se constituyera en pueblo (historia). Importa, por tanto, articular sociología y teología para evitar tanto la mis­tificación (explicación divina de datos sociales) o el teologismo (el factor religioso lo explica todo) como el sociologismo (los cono­cimientos sociológicos son los únicos válidos para explicar el hecho religioso). A partir de una consideración atenta de los datos eco­nómicos, sociales, políticos, militares y religiosos (que aquí no es posible analizar) se comprendería el proceso de formación de los hijos de Israel (bené Yisrael) en un pueblo que, más tarde, bajo la monarquía, se convierte en Estadoó.

Dentro de su proceso de constitución, el pueblo toma concien­cia de la elección, la alianza, las promesas y la misión por parte de Yahvé de forma que se entiende a sí mismo como pueblo de Dios. Resumiendo: los clanes (patriarcas) y las tribus han sido reducidos en Egipto a masas subyugadas; un grupo, que tiene a Yahvé como Dios protector, consigue organizarse y liberarse espectacularmente, junto con otros; porque tiene la hegemonía militar, impone su reli­gión y consigue una cohesión interna lo suficientemente fuerte como para desalojar a los pueblos asentados en Canaán y aglutinar a otras tribus. Israel surge como pueblo cuando las diferentes tri­bus establecen una federación entre sí con rasgos de anfictionía para liberarse de los vecinos militar y culturalmente más fuertes. Bajo la invocación de Yahvé Sabaot (Jos 24) se forma una alianza entre las tribus. El motivo es la necesidad de subsistencia (base material); el elemento de cohesión es el religioso (dato teológico:

4 Clásicos en este sentido son los estudios de N. A. Dahl, Das Volk Gottes (Darmstad 1963); A. Oepke, Das neue Gottesvolk in Schriftum, bildender Kunt und Weltgestaltung (Gütersloh 1950); H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election (Londres 1950).

5 Para este punto son importantes: A. Causse, Du groupe éthnique a la communauté religieuse. Le probléme sociologique de la religión d'Israel (París 1937); J. Pirenne, La société hébráique (París 1965); M. Weber, Le juda'isme antique (París 1970).

6 Cf. C. Boff, La formation du peuple d'Israel (Lovaina 1973).

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Jos 24,21-24). La unión de ambos factores genera tal fuerza reli­gioso-política que hace al pueblo de Israel prevalecer sobre todos sus vecinos. De esta manera se constituyó el pueblo de Israel, con una clara conciencia, un proyecto político-religioso bien definido y una organización adecuada. Este hecho sirvió de soporte material para el nacimiento del pueblo de Dios. El pueblo, que había esco­gido a Dios, ahora, en su experiencia religiosa, se siente escogido gratuitamente por él: al igual que había surgido una alianza en Siquén (Jos 24,25) entre todos los allí presentes, el pueblo experi­menta que también Dios ha hecho una alianza con él. La fórmula se hace clásica y resuena en todo el AT: «y seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Ex 6,7; Lv 26,12; Dt 26,17; 2 Sm 7, 24; Jr 7,23; 31,33; Ez 11,20).

El pueblo se transforma en pueblo de Dios, tanto porque esco­gió a Dios como porque fue escogido por él. Cronológicamente, el pueblo aparece como anterior al pueblo de Dios. Teológicamente, el pueblo de Dios es lo primero en la intención de Dios, y en fun­ción de esta excelencia se constituye el soporte histórico del pue­blo. El pueblo llega a ser plenamente pueblo cuando explícita su dinámica interior en dirección a Dios, y es entonces cuando se transforma en pueblo de Dios. Israel aparece como sacramento de lo que puede y debe ocurrir con todos los pueblos: ser pueblos de Dios (Ap 21,3).

2. La Iglesia del Nuevo Testamento, verdadero y nuevo pueblo de Dios

La comunidad primitiva no se entendía inicialmente a sí misma como nuevo pueblo de Dios, sino como el pueblo del Dios verda­dero y fiel. Por la aceptación de Jesucristo y por la nueva relación que él había inaugurado con Dios (nueva alianza) veía en sí reali­zadas en plenitud las promesas del AT7 . Al llamarse a sí misma ekklesía (Iglesia), traducción que los Setenta habían dado a pueblo de Dios (kahal), e insistir en los Doce (apóstoles) como número simbólico y representativo de las doce tribus de Israel, manifestaba la continuidad del mismo llamamiento y misión divinas. Se forma-

' Cf. J. Jocz, A Theology of Election, Israel and the Church (Londres 1958); W. Trilling, Das wahre Israel. Studien zur Theologie des Matthaus-evangeliums (Leipzig 1959).

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ban comunidades con una conciencia clara de su identidad cristiana (háiresis de los nazarenos: Hch 24,5; 28,22) y con prácticas pro­pias (Hch 2 y 4). Se configuraban como un pueblo pequeño y un pueblo de Dios marcado por la cultura judía.

A partir de la actividad misionera de Pablo surge el nuevo pueblo de Dios. Los gentiles, sin la mediación judía, constituyen comunidades cristianas. Los pueblos, por la fe y la conversión a Cristo, pueden convertirse en pueblo de Dios, como recalca Lucas en el relato de Pentecostés: «Todos cantaban en sus propias len­guas las maravillas de Dios» (Hch 2,6.11). Santiago llegará a decir en el Concilio de Jerusalén: «Dios, desde el principio, se preocupó de escogerse entre los paganos un pueblo para él» (Hch 15,14). El nuevo pueblo de Dios representa la unión y comunión de una vasta red de comunidades cristianas, dispersas entre los diferentes pueblos. La base material de este pueblo de Dios no la constituye ni la cultura, ni la lengua, ni un origen o un destino común, como en el pueblo judío; su soporte es la comunidad local, con su inser­ción en la cultura ambiente, con su conciencia y prácticas cristia­nas, tal como aparece en las cartas de s n Pablo y en la literatura cristiana de los primeros siglos. La categoría nuevo pueblo de Dios, que expresa el conjunto de estas Iglesias particulares (desde las comunidades domésticas, urbanas, rurales hasta las provincia­les), se espiritualiza debido a su extensión.

No es de extrañar que en los Padres apostólicos se llegue a ne­gar la continuidad entre este nuevo pueblo de Dios y el pueblo de Dios del AT8 . Este es considerado como prototipo de infidelidad y pecado. La continuidad no se concibe ya en términos histórico-salvíficos, sino metafísicos. Desde el momento en que el soporte básico («las comunidades») fue desapareciendo y ocupó su lugar una Iglesia de masas cristianas, sin participación efectiva, el con­cepto de pueblo de Dios se fue vaciando hasta terminar en una comprensión metafórica, deshistorizada o con contenidos teológicos formales: el conjunto de los bautizados, insertos en la visibilidad eclesial. No será necesaria ya, como condición para salvaguardar el contenido mínimo del concepto, la participación efectiva del fiel en la producción de la Iglesia y de sus bienes.

8 Véanse textos en M. Keller, «Volk Gottes», op. cit., 17-25.

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3. La cristiandad como realización del concepto político de pueblo de Dios

En la medida en que el cristianismo penetraba en la cultura y constituía como la ideología religiosa dominante en la sociedad, muchos Padres comenzaron a conferir un sentido político a la no­ción de pueblo de Dios. Hablarán de los cristianos como de un pueblo especial (tertium genus, al lado de los gentiles y los ju­díos) 9. Así como el populus romanus constituía una magnitud po­lítica, por encima de las determinaciones raciales y geográficas, así el pueblo cristiano está formado de todos los pueblos; por inser­tarse en el ethos cristiano (fe, costumbres, culto, cultura) tiene garantizado su carácter de pueblo de Dios. Agustín hablará de ecclesia omnium gentium 10. Este concepto alcanzará su densidad plena cuando se instaure efectivamente el régimen de cristiandad: la ocupación de todo el espacio geográfico y cultural por el cristia­nismo, que generará una sociedad conducida ideológica y también políticamente por la jerarquía de la Iglesia articulada con el poder de los príncipes ". El populus tuus de los textos litúrgicos designa a los fieles reunidos para el culto, pero tiene como presupuesto histórico el régimen de cristiandad, en el que los fieles están some­tidos por la jerarquía dentro de un marco clerical.

4. Pueblo de Dios reducido a los simples laicos

Ese concepto de pueblo de Dios, aun manteniendo su carácter globalizante, tiende a acentuar la importancia del clero, hasta el punto de definir a éste simplemente como sinónimo de Iglesia, co­munidad de los ordenados, portadores de poder sacramental y due­ños de todos los medios de producción religiosa. Pueblo de Dios pasará entonces a ser sinónimo de laicos, significación que ya se encontraba en algunos Padres latinos (Tertuliano, Cipriano, Opta-to de Mileve). El pueblo de Dios de los laicos, como sentenciaba Graciano, «tiene el deber de someterse a los clérigos, obedecerles,

* Cf. textos en M. Simón, Verus Israel (París 1948) 135ss. '» In Ps 47,2: PL 36, 533; In Ps 56,13: PL 36, 669s. " El estudio más directo del tema es el de P. Richard, Morte das cristan-

dades e nascimento da Igreja (Sao Paulo 1982).

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ejecutar sus órdenes y rendirles honores» n. Analíticamente consi­derado, el pueblo de Dios equivale aquí a la masa de los fieles excluidos de cualquier poder decisorio en la institucionalidad de la Iglesia. Ello supone una constitución desigual de la Iglesia, lo que obliga a entender de forma espiritualista las tradicionales catego­rías de interrelación eclesial como fraternidad y comunión.

5. Toda la Iglesia, clérigos y laicos, forma el pueblo de Dios mesiánico

El Concilio Vaticano II procuró superar la visión de dos clases de cristianos. Tras resaltar el carácter de misterio/sacramento de la Iglesia, quiso introducir un concepto que englobase a todos los fieles, previo a cualquier diferencia interna a. Para ello escogió la categoría de pueblo de Dios, con lo cual recuperaba las dimensio­nes bíblicas de historia, alianza, elección, consagración/misión y peregrinación hacia el reino escatológico. Subraya la mutua rela­ción del sacerdocio ministerial con el común, encontrándose los dos en el único sacerdocio de Cristo (LG 10). Este pueblo mesiánico es enviado al mundo entero, pues de alguna manera todos los hombres están ordenados a él (LG 9 y 13). La realidad de la Igle­sia como pueblo de Dios mesiánico conoce una presencia menos densa, pero real, en los no católicos, los no cristianos, las religiones del mundo y hasta en los ateos de buena voluntad que llevan una vida recta (LG 16)14. Se puede entender por pueblo de Dios el conjunto de todos los justificados, si bien con distintos grados de inserción en la realidad de la Iglesia (LG 14-16). Se podría pensar que la humanidad redimida y que acoge la gracia por una vida justa constituye el gran pueblo de Dios, creado y amado para un destino feliz en el reino escatológico 15. Dentro de él, con una fun-

12 Decreto de Graciano, C. 7, c. XII, q. 1 (Friedberg I, 679); otros textos en esta línea: Y. Congar, Os leigos na Igreja (Sao Paulo 1966) 14-41.

13 Cf. A. Acerbi, Due ecclesiologie (Bolonia 1975) 345-361; 508-526; H. Hostein, Hiérarchie et Peuple de Dieu d'aprés «Lumen gentium» (París 1970).

14 Cf. L. Boff, Die Kirche ais Sakrament im Horizont der Welterfahrung (Paderborn 1972) 399-441.

15 Cf. K. Rahner, Pueblo de Dios, en Sacramentum Mundi (Barcelona 1974) 700-704.

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ción de signo e instrumento, emerge el pueblo de Dios mesiánico, que sería la Iglesia en su institucionalidad histórica.

Toda la concepción del Vaticano II sobre el pueblo de Dios está traspasada por la exigencia de participación y comunión de todos los fieles en el servicio profético, sacerdotal y real de Cristo (LG 10-12), que se traduce en la inserción activa en los diversos servicios eclesiales, en los carismas concedidos para utilidad común (LG 12). Este pueblo de Dios se concreta en las Iglesias particu­lares y en las propias culturas, cuyos valores quedan asumidos y purificados (LG 13). A pesar de las diferencias, «se da una verda­dera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del cuerpo de Cristo» (LG 32).

Para el Vaticano II, el pueblo de Dios solamente se realiza cuando se dan estas comunidades históricas, fruto de la encarna­ción de la fe en medio de las características de cada pueblo. No se trata de un concepto formal, vacío de materialidad histórica, sino de una designación real y no metafórica de la Iglesia; sin embargo, para ser una designación real es necesario que exista la realidad histórica de un pueblo que, por el modo de organizarse en su fe cristiana, surja como pueblo de Dios.

I I . CONTENIDO HISTORICO-SOCIAL DEL PUEBLO DE DIOS

La exposición anterior evidencia la necesidad de hacer algunas distinciones. No todo a lo que llamamos pueblo de Dios configura realmente (sin analogía ni metáfora) al pueblo de Dios. Del aná­lisis de Ribeiro de Oliveira y de nuestra propia exposición se dedu­ce que, para hablar con propiedad de pueblo, y también de pueblo de Dios, ha de darse una exigencia de participación consciente y de organización comunitaria en torno a un proyecto. En el caso del pueblo de Dios, recalca la Lumen gentium: «La meta es el reino de Dios, que Dios mismo inició en la tierra, y que ha de exten­derse más y más, hasta que, al fin de los tiempos, sea consumado por él» (9). Analíticamente, pueblo y pueblo de Dios son el resul­tado de un proceso de fuerzas productivas comunitarias. Inicial-mente existe una masa oprimida y dispersa, un «no pueblo» (Os 1,

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6.9; 1 Pe 2,10) que quiere ser pueblo. Pueblo no significa aquí algo dado, sino un desiderátum, una protesta contra la masifica-ción, la exigencia de un valor al que todos deben tener acceso: poder participar y ser sujeto de la propia historia. Cuando las masas, también las cristianas, se autodenominan pueblo, o pueblo de Dios, expresan una exigencia largamente negada por élites dis-criminadoras y destructoras de los conductos de participación. En el interior de la masa comienzan a actuar factores (líderes carismá-ticos, grupos de resistencia para poder sobrevivir) que dan origen a las comunidades. Estas actúan sobre la masa, la ayudan a tomar conciencia y a obrar en función de un proyecto que ha de ser lleva­do a cabo. La articulación de las comunidades (asociaciones, gru­pos, movimientos, etc.) entre sí, cada una con su acción, junto y en medio de la masa, hace brotar un pueblo. Para mantenerse como pueblo hay que solidificar las formas de participación y man­tener bajo vigilancia al poder para que no vuelva a masificar a los individuos, arrebatándoles el carácter de pueblo.

Una Iglesia donde los laicos no pueden participar del poder sagrado, donde las decisiones se concentran en el cuerpo clerical, no puede ser llamada pueblo de Dios. Le falta la comunión y la participación expresadas por comunidades y grupos que vivan con relativa autonomía su fe. En lugar de un pueblo de Dios, habrá una masa de fieles, feligreses de alguna capilla o parroquia junto a una jerarquía que detenta y controla la palabra, los sacramentos y la conducta de los fieles. Los laicos, perdidos en una masa de fieles en régimen de cristiandad, no constituyen, analíticamente, el pueblo de Dios, aunque históricamente se les haya llamado así.

Para que la Iglesia sea pueblo de Dios debe, en primer lugar, hacer concretas las características constitutivas de un pueblo: la conciencia, la comunidad y la práctica adecuada a esa conciencia y a las posibilidades de participación y comunión de la comunidad. Este pueblo se convierte en pueblo de Dios cuando se deja evan­gelizar, se reúne alrededor de la palabra de Dios, constituyendo comunidades cristianas, y organiza una práctica inspirada en el evangelio y en la propia tradición viva de la Iglesia. Sin este con­tenido histórico-social no puede hablarse con propiedad de Iglesia pueblo de Dios. El hecho de que el fiel, por la fe y el bautismo, está incorporado a Cristo, se define mejor con la denominación

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Iglesia cuerpo de Cristo Ió. Pero hay que resaltar que la propia naturaleza teológica de la fe, del bautismo y del cuerpo de Cristo posee una intencionalidad histórico-social; demanda, esencialmente, una expresión en comunidades en las que haya una participación y se viva la fraternidad evangélica (cf. LG 8).

I I I . LA IGLESIA POPULAR,

CONCRECIÓN HISTÓRICA DEL PUEBLO DE DIOS

La Iglesia popular, según la hemos descrito sucintamente al principio, ha surgido en América Latina como consecuencia de la renovación eclesial promovida por el Vaticano II ". Se ha tomado en serio el capítulo segundo de la humen gentium, acerca del pue­blo de Dios. Los laicos se han sentido animados a asumir sus fun­ciones dentro de toda la Iglesia; los obispos han respondido a la invitación de ser más pastores, incorporados al caminar de los fie­les, que autoridades eclesiásticas distantes de las interpelaciones procedentes de la realidad social, sobre todo de las inmensas mayo­rías pobres.

La propuesta de la Lumen gentium para que toda la Iglesia se convierta en pueblo peregrino de Dios es un imperativo y un desa­fío; no se refiere a una forma concreta de Iglesia ya existente, tan bien realizada que dispense de hacer profundos cambios. Estos tuvieron que realizarse y están aún en curso. El modelo de Iglesia sociedad perfecta bajo la hegemonía del clero, que posibilita una patología del clericalismo, está dejando su lugar a una Iglesia red

16 Para la relación entre Iglesia-pueblo de Dios y Cuerpo místico de Cristo cf. M. Schmaus, Katholische Dogmatik I I I / l (Munich 1958) 204-239.

17 Cf. algunos títulos más significativos: J. B. Libanio, Igreja que nasce da religiao do povo, en Varios, Religiao e catolicismo do povo (Curitiba 1977) 119-175; P. Suess, Catolicismo popular no Brasil (Sao Paulo 1979); R. Muñoz, La Iglesia en el pueblo. Hacia una eclesiología latinoamericana (Lima 1983); J. Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia (Santander 1981); I. Ellacu-ria, Pueblo de Dios, en Conceptos fundamentales de pastoral (Ed. Cristian­dad, Madrid 1983) 840-859; G. Casalis, «Pueblo de Dios»: experiencias his­tóricas, utopía movilizadora, en Varios, La esperanza en el presente de América Latina (San José de Costa Rica 1983) 409-419; H. E. Groenen, Na Igreja, quem é o povo?: «Revista Eclesiástica Brasileira» 39 (1979) 195-221.

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de comunidades, estructurada en torno a la participación de todos, resultando así un verdadero pueblo de Dios. El concepto de pueblo de Dios, anteriormente descrito, encuentra aquí una de sus posi­bles historizaciones, sin excluir en otros contextos una realización diferente. Consideremos algunas características de esta expresión del pueblo de Dios 18.

1. Carácter sociológicamente popular de la Iglesia

La Iglesia popular está constituida mayoritariamente, aunque no exclusivamente, por personas que antes constituían inmensas masas marginadas en el campo social y que se han organizado en movimientos populares, o por fieles mal asistidos y dispersos que han formado en el campo eclesial una vasta red de comunidades y grupos de acción y de reflexión. Junto al pueblo y a estas comu­nidades eclesiales caminan sectores importantes de la Iglesia insti­tucional, como obispos, sacerdotes y religiosos. A este conjunto lo llamamos Iglesia popular. Se dice popular por el hecho de que el pueblo (sociológicamente considerado) mantiene la hegemonía po­tencial de este proceso. Basta participar en alguna manifestación de la Iglesia popular para darse cuenta de la presencia masiva de gente, principalmente pobres y mestizos. La fe cristiana se encarna en la cultura popular, marcada más por el símbolo que por el con­cepto, más por la narración que por la disquisición, con un fuerte sentido de la fiesta, la solidaridad, la unión entre evangelio y vida, la mística de lo cotidiano y la dramatización de los misterios de la fe. Los obispos y agentes pastorales que se incorporan a este cami­nar del pueblo que, por la fe vivida en comunidad, se transforma en pueblo de Dios, asumen esta versión popular de la Iglesia. Ellos mismos abandonan los títulos y signos que les distanciaban del pueblo. Bajo la hegemonía creativa del pueblo, cambia el estilo de presencia de la jerarquía, sin por eso renunciar a su indeclinable función de unidad y de animación. El teólogo y el religioso apare­cen ahora como personas que comulgan con las expresiones de fe popular y piensan en la fe junto con las experiencias y desafíos de la comunidad.

18 Una exposición más completa se encuentra en L. Boff, Iglesia: Carisma y poder (Santander 1978).

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2. La Iglesia popular es la Iglesia de los pobres

Analíticamente, la mayor parte de los miembros de la Iglesia popular son pobres. En este tipo de Iglesia se ha superado en gran parte una relación paternalista con el pobre que no permitía cana­lizar la fuerza social y eclesial que los pobres poseen; ahora el po­bre participa en una modalidad elaborada por él mismo. Quien no es pobre asume en la Iglesia popular la causa de los pobres y con­vierte en verdadera y eficaz la opción preferencial que toda la Iglesia ha hecho por los pobres. También ellos pertenecen así a la Iglesia de los pobres.

3. Una Iglesia en lucha por la liberación

Lo que el pueblo y los pobres ansian más es superar la pobreza que les impide vivir. Ven que la pobreza es una injusticia social que contradice el proyecto de Dios. Para la Iglesia popular es evi­dente que la liberación integral, querida por Dios, pasa por la co­munión de bienes (cf. Hch 2,44; 4,32-34). Para conseguir unas relaciones justas y fraternales hay que superar tanto la pobreza como la riqueza. Tal realidad exige una lucha asumida con medios evangélicos, la cual no deja de registrar asesinatos y verdaderos martirios perpetrados por aquellos (muchos de ellos cristianos) que no quieren cambiar nada para no perder sus privilegios. Una frase coherente en boca de los militantes cristianos es ésta: «soy un luchador del evangelio» o «estoy en lucha por la liberación de mis hermanos».

4. Una Iglesia en camino

Esta frase quiere decir en el fondo que nos hallamos ante un proceso de desplazamiento de la Iglesia desde el centro hacia la periferia, en virtud del cual la Iglesia se transforma de clerical en popular; quiere decir también que la construcción de la Iglesia po­pular es un movimiento ininterrumpido, dinámico, siempre abierto a la articulación evangelio-vida y dispuesto a acoger a todos los que quieran vivir comunitariamente la fe. A veces se dice: «Ese obispo ha entrado en el camino».

5. Una Iglesia de base y a partir de la base

Entre los diferentes sentidos de la palabra «base», aquí seña­laremos dos: base como pueblo organizado; no solamente algunos miembros de ese pueblo (los laicos) componen la Iglesia popular, sino que en ella están las diferentes instancias eclesiales, como obispos, sacerdotes, religiosos y agentes de pastoral: todos ellos valoran la base y entran en el camino. Base es también, un con­cepto político-eclesiástico; se distingue entre la fuente humana del poder (la base: el pueblo organizado) y el ejercicio del poder (la cúspide: los ministros sagrados). El ejercicio del poder en la Iglesia popular se ejerce en estrecha articulación con las bases; las cues­tiones se discuten y maduran en las bases, en las que participan siempre los que ejercen el poder. A partir de la base se construye el consenso y la comunión, impidiendo las cristalizaciones autori­tarias del poder.

6. Una Iglesia de santidad política

Por ser de base y popular, esta Iglesia se ve permanentemente confrontada con la sociedad, la pobreza, la injusticia y la violencia, problemas de naturaleza principalmente política. Al buscar una liberación de esta iniquidad social, los cristianos, junto a unas vir­tudes personales siempre válidas, forzosamente han de desarrollar una santidad política: amar en medio de los conflictos de clase, esperar frutos que solamente se verán en un futuro lejano, solida­rizarse con las capas oprimidas, obedecer ascéticamente las deci­siones asumidas en comunidad y, por fin, estar dispuestos a dar la propia vida por fidelidad al evangelio y a los hermanos oprimidos.

7. Una Iglesia abierta a todos

La Iglesia popular, por el hecho de ser popular, no es un ghetto o una Iglesia paralela. Todos los que se deciden a vivir el evangelio y el seguimiento de Jesús, asociados a los dramas de las grandes mayorías, encuentran en ella una alegre acogida. Este tipo de Iglesia lanza a todos un desafío de conversión: desde el estilo de ejercer el papado hasta la forma como se unen fe y vida dentro del contexto en que se vive.

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I V . ACTUALIZACIÓN DE LA VOLUNTAD DIVINA,

FUNDADORA DE LA IGLESIA

Como se desprende de lo dicho, la Iglesia popular no sólo rea­liza el concepto teológico de pueblo de Dios elaborado principal­mente por el Vaticano II, sino que lo enriquece en la medida en que ayuda al pueblo, sociológicamente considerado, pueblo pobre y cristiano, a asumir la hegemonía en la constitución de la comu­nidad eclesial. La jerarquía no es negada, sino querida; inserta y transformada en su estilo, pertenece también a la Iglesia popular. Por eso queda claro que no hay, en principio, una oposición entre jerarquía e Iglesia popular. Sí hay una tensión, y a veces una opo­sición, entre un tipo de Iglesia que prolonga su encarnación en la cultura dominante burguesa, con los intereses que ello implica, y este nuevo tipo de Iglesia que se encarna en la cultura popular, se modifica, asume la causa del pueblo y, por tanto, se denomina Iglesia popular 19.

Los intereses del pueblo organizado no siempre coinciden —a veces se oponen— con los de quienes no quieren participar en la causa del pueblo y viven a costa de él. Como de un lado y de otro hay cristianos, se comprenden las eventuales oposiciones, de carác­ter primariamente social y derivadamente eclesial.

El nacimiento de la Iglesia popular del seno de una Iglesia en régimen de cristiandad, en la que se daba una separación excesiva entre clero y fieles, cristianos ricos y pobres, reunidos ahora en una comunidad de participación en todos los niveles, construida desde abajo, pero abierta a todas las direcciones, buscando la jus­ticia y la libertad para todos, plasma la permanente voluntad fun­dadora de Cristo y de su Espíritu de querer una Iglesia, reunión de los pueblos que peregrinan hacia un reino defintivo.

L. BOFF [Traducción: S. GARCÍA DÍEZ]

Cf. F. Castillo, Cristianismo: ¿religión burguesa o religión del pueblo?: «Concilium» 145 (1979) 210-221.

MINISTERIOS EN LA IGLESIA DE LOS POBRES

I . LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS

Desde que, en 1953, apareció la obra Jalons pour une théologie du láicat, de Y. Congar ', han acontecido muchas cosas en la Iglesia y en sus múltiples formas de teología. Congar escribió aquel libro para abrir una brecha en la entonces usual identificación de la Iglesia con la jerarquía. Algunas ideas fundamentales de tal obra influyeron en la redacción definitiva de la constitución dogmática Lumen gentium del Vaticano II . En ella se insertó un capítulo sobre el pueblo de Dios, la Iglesia, antes de que en el contexto se hablara de los ministerios. La Iglesia —pueblo de Dios— es deno­minada «sacerdotal, pastoral y profética», y toda ella, partícipe del triple servicio de Jesucristo. Por estar unida a Jesús, cabeza del «pueblo mesiánico» lleno del Espíritu, la misma «comunidad de Cristo» es sujeto de acciones proféticas, pastorales y sacerdotales. Por su parte, los ministerios son, dentro de ese conjunto —y pre­suponiendo la entidad sacerdotal del pueblo de Dios—, una culmi­nación diaconal o «ministerial» de lo que es común a todos los fieles. Son un servicio al pueblo sacerdotal que es la Iglesia. Por derivarse del carácter sacerdotal de Jesucristo y de su comunidad mesiánica, la Iglesia católica ha podido decir, no sin razón, que también los servicios ministeriales en beneficio de la comunidad sacerdotal de Cristo son «proféticos, pastorales y sacerdotales». Se trata de un desarrollo quizá unilateral, pero legítimo desde el pun­to de vista histórico y teológico.

Antes, durante y todavía algún tiempo después del Vaticano II se hablaba en todas partes de una «teología del laicado». Pero se fue viendo que muchas formas de aquella teología seguían aferra­das a las mismas premisas «jerarcológicas». Pretendían dar a la noción de laico, considerado todavía como «no clérigo», un conte-

1 Y. Congar, ]alons pour une théologie du láicat (París 1953; 2.a ed. con adiciones 1964); ed. española: Jalones para una teología del laicado (Barce­lona 21963).

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nido positivo. Se olvidaba con frecuencia que ese contenido posi­tivo se incluye ya en la palabra christifidelis («fiel cristiano»). Se puso lo característico del laico en su relación con el mundo, mien­tras que el clérigo se caracterizaba por su relación con la Iglesia. De este modo se desvirtuaba tanto la dimensión eclesiai de todo fiel como su relación con el mundo. El clérigo era el hombre de Iglesia, «apolítico»; el laico, el hombre del mundo, apenas compro­metido eclesialmente y «comprometido en la política». En esta visión, la condición ontológica del «hombre nuevo», renacido por el bautismo en el Espíritu, no era reconocida en su auténtico valor, sino considerada desde el punto de vista de la condición de los clérigos. Pero ésta no es propiamente una condición o status, sino un servicio funcional en la Iglesia. La condición «ontológica» reci­bida con el bautismo se ignoraba en la práctica, mientras que el ministerio era elevado a la categoría de estado con ciertas connota­ciones ontológicas.

La idea medieval del laico como «no clérigo» ha influido en todo esto. El laico fue equiparado al idiota (en latín), es decir, al hombre iletrado, pobre y sensual, y al vir saecularis u hombre del mundo (entonces no se pensaba de hecho en las mujeres ni eclesiai ni socialmente). Prescindiendo de los «laicos poderosos» (empera­dores y príncipes, que apenas si eran considerados como laicos, puesto que recibían una unción sagrada), el laico era el subdito obediente e ignorante, sometido a los entendidos y maiores. Esta situación social fue apoyada desde la teología. Los juristas y tam­bién los teólogos de la época dividían la comunidad eclesiai en dos estados (dúo genera o dúo ordines): el ordo clericorum, al que se asimiló hasta cierto punto el ordo monachorum, y el ordo laico-rum. Esta división tenía además una carga social e incluso ética: «dúo ordines, clericorum et laicorum; duae vitae, spiritualis et car-nolis» 2. O, como también se decía, la base de la Iglesia está for­mada por «hombres carnales y casados» y la cumbre por «clérigos y religiosos consagrados (célibes)» 3.

Ya sé que esto hay que entenderlo cum mica salis. Pero en aquella estructura jerárquico-piramidal de la Iglesia, inspirada en

2 Esteban de Doornik (t 1203), Summa, prólogo. 3 Decretalia, VII, 12, q. 1.

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parte por los símbolos típicos del declinante Imperio greco-roma­no, influyeron notablemente, a partir del siglo vi, las obras neo-platónicas del Pseudo-Dionisio4. Las diferencias pastorales y socia­les dentro de la Iglesia fueron apoyadas teológicamente por la visión neoplatónica del mundo. Los diversos servicios eclesiales fueron jerarquizados siguiendo una escala de «dignidades». El gra­do superior posee en forma eminente lo que corresponde al infe­rior en medida limitada y pobre. Las competencias ministeriales de todos los puestos «inferiores» se encuentran con absoluta plenitud en el grado supremo: tal fue desde antiguo el episcopado. Así, se­gún una visión auténticamente neoplatónica, toda autoridad venía «de arriba». Este principio de sustitución del Pseudo-Dionisio des­valorizó los múltiples servicios especializados que en la Iglesia eran considerados pastoralmente necesarios por responder a otras tan­tas necesidades eclesiales. Las llamadas «órdenes menores» se con­virtieron en un paso hacia las «órdenes mayores». Tal jerarquiza-ción en la cumbre de la Iglesia desvalorizó a los laicos, situados «en la base de la pirámide», reduciéndolos a simple objeto de la pastoral sacerdotal. En principio, el clero (dentro del cual corres­pondía al episcopado el supremo status perfectionis) constituía de manera perfecta un patrón de vida religiosa y unidad con Dios que los fieles corrientes sólo podían realizar de manera indirecta e im­perfecta: obedeciendo a los maiores.

Esa visión jerárquica de la Iglesia —marcadamente neoplató­nica— no se puede seguir manteniendo en la actualidad; además no está de acuerdo con la visión que el Nuevo Testamento tiene de la misma Iglesia.

I I . LA IGLESIA Y SUS SERVICIOS

EN EL NUEVO TESTAMENTO

No se trata aquí de un afán biblicista, como si nosotros ahora, en la organización de la Iglesia y sus ministerios, debiéramos imi­tar las estructuras todavía indiferenciadas de la Iglesia primitiva.

4 A. Faivre, Naissance d'une hiérarchie. Les cernieres étapes du cursus clerical (París 1977).

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Eso no sería justificable en el plano de la hermenéutica teológica. A este respecto tengo muy presente el carácter normativo del Nue­vo Testamento, pero también la fuerza inspiradora que la historia de la Iglesia tiene para entender hoy la fe. Estoy muy lejos de todo biblicismo, sea cual fuere su orientación; hay que contar siempre con la mediación de la historia: el contexto sociohistórico concreto, tanto del mundo como de la Iglesia.

La experiencia de la preocupación de Dios por los hombres, manifestada en el mensaje y en la vida de Jesús, fue el origen del movimiento fundado en él, cuyos primeros protagonistas fueron judíos de lengua hebrea (aramea), convertidos al cristianismo, que esperaban la venida del Señor Jesús como juez universal. Pero quienes intervinieron principalmente en el movimiento cristiano de Jesús fueron los judíos de la diáspora, de lengua griega, que habían pasado al cristianismo. En su ámbito, el movimiento judeo-cristiano llegó a ser una Iglesia misionera universal. Para estos cris­tianos, el fundamento inmediato de su fe, de la edificación y mi­sión de la Iglesia, no era directamente la experiencia del Jesús his­tórico (con quien no habían tenido contacto), sino el bautismo en el Espíritu (que luego se llamó «bautismo y confirmación»): su bautismo «en el nombre de Jesús», llamado también «unción bau­tismal». El Dios de estos cristianos es el Dios que no abandonó a Jesús en su muerte, sino que lo convirtió en «Espíritu vivifican­te» (1 Cor 15,45b). Son cristianos que, por estar bautizados, son también «pneumáticos», es decir, están «llenos del Espíritu», si bien la fuerza profética del Espíritu se manifestaba en distinta me­dida o de diversa manera en unos cristianos y en otros. Por eso la segunda o tercera generación cristiana decía que la Iglesia está edificada sobre el fundamento de «apóstoles y profetas» (Ef 2,20 y 4,7-16), y Pablo podía hablar de múltiples carismas dentro de la «única comunidad».

La comunidad de fe era una fraternidad igualitaria, una koino-nía, una agrupación y unión de miembros convertidos en iguales por el bautismo en el Espíritu: «Porque todos sois de Dios... Por­que todos habéis sido bautizados en Cristo, estáis revestidos de Cristo. Ya no existe judío ni pagano, no existe esclavo ni libre, no existe lo masculino ni lo femenino. Todos sois uno en el Mesías Jesús» (Gal 3,26-28). Este pasaje ofrece una tradición bautismal

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prepaulina: es una declaración solemne acerca de los recién bauti­zados. En el campo de la exégesis, esta explicación cuenta actual­mente con un consenso bastante general, lo cual nos evita entrar en ulteriores justificaciones5. Tal tradición se remonta a la primi­tiva cristología y eclesiología del Pneuma. La expresión —lingüís­ticamente curiosa— «no existe lo masculino ni lo femenino» (en vez de «no existe hombre ni mujer») es una alusión implícita a la traducción de Gn 1,27 en los LXX («masculino y femenino creó él al hombre»).

En este contexto, el bautismo en el Espíritu es la restauración escatológica de un orden creacional de igualdad y solidaridad que entonces (y también hoy) aparece destruido histórica y socialmen-te: «una nueva creación» (Gal 6,15). Por el bautismo en el Espí­ritu se suprimen discriminaciones e injusticias históricas y sociales. Las categorías de discriminación que se mencionan en el texto son: los paganos (discriminados en beneficio de los judíos), los esclavos (discriminados en beneficio de los hombres libres: los es­tratos medios y superiores de la sociedad) y las mujeres (discrimi­nadas en beneficio de los hombres). (Actualmente podríamos nos­otros aumentar bastante esa lista judeocristiana).

En principio, el bautismo cristiano anula sencillamente toda diferencia histórica y social, comenzando por el seno de las comu­nidades cristianas. El lenguaje bautismal no es descriptivo, sino performativo; se trata de un lenguaje que expresa la esperanza de la comunidad cristiana: una esperanza que ha de realizarse en esa comunidad en beneficio de la sociedad. Al menos dentro de la Iglesia, no pueden imperar relaciones de dominio entre «señores» y «subditos»; no cabe ningún tipo de discriminación. Por mucho que eso acontezca de hecho en el mundo, «no será así entre vos­otros», dicen los tres sinópticos con gran énfasis (Me 10,42s; Mt 20,24-28; Le 22,24-27).

Tal principio afectará sensiblemente a la visión neotestamenta-ria de los «ministerios en la Iglesia». Pero esta primitiva eclesio­logía del Pneuma, con su carácter igualitario, no excluye la autori-

5 G. Dautzenberg, Zur Stellung der Frauen in den paulinischen Gemein-den, en T>ie Frau im Urchristentum (Quaest. Disp. 95; Friburgo 1983) 182-224, espec. 214-221; E. Schüssler Fiorenza, In Memory of Her. A Feminist Theological Reconstruction of Christian Origins (Nueva York 1983) 205-218.

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dad y el gobierno en la Iglesia, sino únicamente una autoridad «3 la manera del mundo».

El desarrollo del ministerio o, más exactamente, de los minis­terios en las Iglesias primitivas no fue, como se dice con frecuencia, un desplazamiento histórico del carisma a la institución, sino del pluriforme carisma de todos al carisma especializado de algunos. Desde el punto de vista eclesial, como desde el sociológico, se trata de una diferenciación en el sistema. El carisma de toda clase de servicios, basado en la multiforme fuerza del bautismo de los miembros de la comunidad que viven en el Espíritu, se va con­centrando progresivamente, sobre todo dentro de las comunidades pospaulinas, en un ministerio eclesial específico. Podemos decir que la plenitud del bautismo en el Espíritu se fragmenta, dando lugar a una distinción entre «bautismo» y «confirmación» y entre «bautismo» y «ministerio»: diferenciación eclesial que es preciso justificar sociológica y teológicamente. De hecho, la Iglesia antigua se halla todavía en busca de las estructuras que mejor se le aco­moden. Y, por otra parte, no podemos retroproyectar al Nuevo Testamento estructuras eclesiales posteriores con la intención de sustraer al ministerio en la Iglesia actual nuevas posibilidades de adaptación. Este desarrollo, analizable sociológica y teológicamen­te, nos muestra que la «condición ontológica» del bautismo en el Espíritu es siempre el punto de apoyo y la matriz del ministerio; no se pueden invertir las relaciones.

La especialización (o, en términos eclesiales, la vocación) de algunos para ejercer lo que socialmente corresponde a todos es, en toda agrupación —tanto sociológica como eclesial— un hecho evi­dente. Además, el análisis sociohistórico muestra que, donde no se da una concentración especializada de lo que interesa a todos, son pocos los asuntos comunes que llegan a arreglarse. Esa fue la ati­nada intuición del Ambrosiaster, un teólogo anónimo de la patrís­tica, cuando —a distancia de varios siglos— señalaba la divergen­cia existente entre los límites todavía indefinidos de la primitiva comunidad cristiana y los posteriores ministerios institucionales, ya configurados de acuerdo con un determinado ordenamiento ecle­siástico 6. Sin embargo, esta evolución, aunque legítima, entraña el

6 Ambrosiaster, Ai Ephesios, 4, 12, 1-4; CSEL Ambrosiaster III, 81, 99.

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peligro de que el carisma particularizado en los ministerios ava­salle al Espíritu, que también actúa en otros puntos del conjunto eclesial (e incluso fuera de él), y el mismo Espíritu se extinga en la comunidad (cf. 1 Tes 5,19). La dimensión pneumática y caris-mática de la ecclesia no se puede derivar de la Iglesia ministerial (a veces denominada «oficial»); ésta debe entenderse como enrai­zada en el bautismo de todos los que se adhieren a la «comunidad apostólica»: los christifideles. De lo contrario, los fieles no son ya sujeto de la fe y de su expresión, es decir, de la eclesialidad.

En este contexto debemos hablar de la «apostolicidad», la cual incluye al menos cuatro aspectos: a) la apostolicidad fundamental de las comunidades locales edificadas «sobre los apóstoles y pro­fetas», fundadores o animadores de las primeras comunidades; b) la apostolicidad de id quod traditum est, de la paratheke del patrimonio confiado (la tradición apostólica), del cual forma parte el Nuevo Testamento como documento ori¿ inario); c) la apostoli­cidad de las ecclesiae o comunidades de fe,) .amadas directa o indi­rectamente a la vida por apóstoles y profetas y basadas en la norma de «lo transmitido»; aquí interviene la docilidad de las comunida­des al evangelio y la consiguiente praxis del reino de Dios: el se­guimiento de Jesús; d) la apostolicidad de los ministerios eclesiales en las Iglesias ya establecidas: lo que se llama «sucesión apos­tólica».

La apostolicidad es, pues, un concepto muy matizado que no se puede reducir a la sucesión apostólica. De hecho, el crecimiento y mantenimiento de la tradición de la Catholica incluye varios fac­tores. Las comunidades cristianas nacieron como una comunión de destino formada por hombres que permanecieron en la tradición de Israel y, sobre todo, de Jesús de Nazaret, confesado como Cristo, Hijo de Dios y Señor; comunidades que profesaban así (en térmi­nos diferentes) una misma fe y ce'ebraban esa comunión de destino y ajustaban su conducta a la praxis del reino de Dios, un reino de justicia y amor en cuyo camino había precedido Jesús. Son, pues, varios los factores tradicionales que mantienen a la Iglesia en su rumbo correcto: la fundación de las comunidades por apóstoles y profetas, el acervo de fe transmitido, la confesión de fe —sobre todo, la regula fidei—, la praxis de los creyentes —es decir, toda

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la vida de las numerosas ecclesiae, particularmente su bautismo y eucaristía— y, por último, los múltiples servicios ministeriales, también específicos, diferenciados de acuerdo con los contextos socioculturales e intraeclesiales. Los ministerios, en el manteni­miento vivo y fiel de la inspiración y orientación evangélica origi­naria, constituyen una unidad formada por muchas instancias. Las cuatro dimensiones de la apostolicidad tienen además entre sí una correlación permanente.

«Lo que me oíste a mí en presencia de muchos testigos, enco­miéndalo a hombres de fiar, capaces a su vez de enseñar a otros» (2 Tim 2,2). Lo «apostólico» es, en el fondo, la confesión de fe cristiana y la comunidad fundada en ella. Los ministros están al servicio de la misma con plena disponibilidad. El puesto cada vez más central y básico que ha ido adquiriendo el ministerio, a la vez que se infravaloraba el bautismo en el Espíritu, presenta en el curso de la historia de la Iglesia toda una serie de consecuencias negativas. De ahí surg ó el esquema hasta hace poco todavía «clá­sico»: a) enseñar (q'.e corresponde a la jerarquía eclesiástica), b) interpretar (cosa qae toca a los teólogos) y c) obedecer y escu­char la «doctrina de la Iglesia» explicada por los teólogos (lo cual corresponde a los fieles, llamados «laicos»). ¿Dónde queda la rea­lidad del christifidelis? Este paradigma reduce a los fieles, desde el punto de vista eclesial, a la condición de simple sujeto de la acti­vidad sacerdotal. Es cierto que el Vaticano II intentó romper el elemento ideológico de tal esquema, pero las visiones de la Iglesia mantenidas entre los obispos obligaron a adoptar soluciones de compromiso.

El resultado de este proceso, iniciado ya en la patrística tardía, fue que la concentración —y a veces anexión— de todos los caris-mas del Espíritu en el ministerio específico, fenómeno apuntado en la época patrística, recibió en la Edad Media una configuración y estructura jurídica. Lo que en el Nuevo Testamento era una diakonía ministerial, servicio y amor servicial de todos y para todos, se expresó entonces en términos de «potestad», dividida netamente en potestad de orden y de jurisdicción. El Vaticano II , al menos en la Lumen gentium, ha evitado en lo posible el término potestas y habla de ministeria y muñera (aunque efectuando una distinción un tanto ambigua). En todo caso, el ministerio es ser-

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vicio en y para la Iglesia en el mundo. En principio, este concilio ha abierto una brecha en el juridicismo medieval y posterior que envolvía los ministerios: ha debilitado la neta distinción entre po­testad de orden y de jurisdicción, por lo menos mediante la afir­mación de que la jurisdicción (la cual, desde el punto de vista eclesial, tiene que ver con la vinculación entre comunidad y minis­terio) se da, por lo que toca a su fundamento esencial, junto con la base sacramental (el sacramento del orden).

Sin embargo, el Vaticano II pone todavía a veces la «represen­tación de Cristo» por el ministerio en el ministro como persona y no formalmente en el acto mismo del ejercicio ministerial7 (como, más discretamente, había hecho santo Tomás). Esto revela todavía un residuo de confusión entre dos niveles: el ontológico del bau­tismo en el Espíritu, que nos convierte en «nueva criatura», y el funcional del ministerio (función que, sin embargo, posee una base real sacramental). Este segundo nivel presupone el primero, más profundo, para poder ser lo que de hecho es.

La representación de Cristo en la Iglesia no se da simplemente en virtud del ministerio. Este es tan sólo una culminación y cris­talización en el nivel funcional de los servidores ministeriales, lla­mados, autorizados y enviados por la Iglesia y el Espíritu que habita en ella. Es evidente, por lo demás, que este servicio diaco­nal ha de ir acompañado por una ética y una espiritualidad, una «mística» diríamos, del ministerio; eso es casi lo único de que habla el Nuevo Testamento en relación con los ministerios. La misteriosa profundidad de las comunidades eclesiales, apostólicas, «que viven del Espíritu», no puede vaciarse o neutralizarse por medio de una mistificación que contrapone el ministerio y la per­sona del ministro.

De hecho, en la tradición de la Catholica existe una conside­rable diferencia entre bautismo y ministerio, entre el sacerdocio universal y el sacerdocio ministerial. Pero tal diferencia es en be­neficio del bautismo y no al revés. Precisamente en el bautismo tiene lugar la participación ontológica en el triple servicio de Jesús.

7 Cf. en especial P. J. Cordes, Sendung zum Dienst: Exegetisch-systema-tische Studien zum Konzilsdebat «Vom Dienst und Leben der Priester» (Francfort 1972) 202 y 291-301.

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El ministerio, en cambio, es una función (sacramental); una «fun­ción ministerial», dice pleonásticamente, aunque no sin cierta va­cilación, el Vaticano II en su Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros (n.° 2). Es una especialización ministerial, una representación tipológica del mismo triple servicio de Cristo y de toda la Iglesia. A menudo se han concebido los tres sacramentos de bautismo, confirmación y orden como una participación jerár­quicamente ascendente, cada vez más intensa, plena y elevada en el triple servicio de Jesús. Sin embargo, eso no lo dijo la teología medieval, sino la barroca. Con ello se olvidaba que el bautismo (junto con la confirmación) se sitúa en un nivel totalmente distinto al del ministerio y que, por tanto, la realidad bautismal es la ma­triz en que se apoya todo lo demás; es, en consecuencia, también la base de lo que la Iglesia llama (en un sentido más bien jurídico o como una especie de Deus ex machina) el «supplet Ecclesia». Esa realidad es asimismo la base del servicio extraordinario en cir­cunstancias excepcionales.

La tosca mistificación del ministerio y los ministros fue subra­yada aún más por ciertas expresiones de la «escuela francesa de espiritualidad». Junto a hermosas frases sobre el ministerio, Juan Eudes, por ejemplo, dice: «El Hijo de Dios os ha hecho (a los sacerdotes) partícipes de su condición de mediador entre Dios y los hombres, de su dignidad de juez soberano del mundo, de su nombre y ministerio de redentor del mundo y de otras muchas excelencias con que él está adornado»8. El motivo de esa ponde­ración, marcadamente «mistificadora», del ministerio y los minis­tros (desconocida para Agustín y Tomás de Aquino) reside en el hecho de que esta escuela, a diferencia de toda la tradición, estima que el sacerdocio de Jesús se funda directamente no en su huma­nidad, sino en su divinidad. Contra tal concepción había protesta­do, ya en el siglo anterior, J. H. Newman a propósito de las opi­niones, menos mistificadoras por cierto, vertidas en las obras del cardenal Manning9. En cambio, si el sacerdocio de Jesús se funda —como vemos en santo Tomás, por ejemplo— en su humanidad

8 Citado por P. Pourrat, Le sacerdoce: doctrine de l'École Francaise (P a . rís 1947) 44ss.

5 J. H. Newman, Select Treatises of St. Athanaúus (Oxford 21888V H. E. Manning, The Eternal Priesthood (Londres ao1931). '

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el sacerdocio eclesial adquiere un sentido mucho más modesto, que, sin embargo, es un sentido sacramental cristiano. Por lo de­más, ahí tiene su raíz la crisis del sacerdocio actual.

I I I . LOS MINISTERIOS Y EL CONTEXTO SOCIOHISTORICO

La mistificación del sacerdocio, junto con una infravaloración del «nuevo modo de ser» de la condición cristiana, parece ser la razón de muchas vacilaciones ante un tratamiento sociohistórico de los ministerios en la Iglesia. Naturalmente, de los ministerios eclesiales no se puede hablar tan sólo en clave sociológica: hay que hablar también en clave religiosa, teológica. Sin embargo, aquí domina con frecuencia un dualismo inaceptable. Muchos distinguen e incluso separan lo que puede esclarecerse sociológica e histórica­mente de lo que el «pueblo de Dios» experimenta con razón como llamada y gracia de Dios. Ante los datos sociológicos e históricos, algunos exclaman: «Bien, pero el ministerio es más: no es un sim­ple fenómeno sociológico o histórico». Esto puede ser una justa protesta contra una reducción sociológica del ministerio. No obs­tante, también cabe un reduccionismo teológico: pretender analizar el ministerio por fuera, por encima o por detrás de sus formas sociohistóricas. Es cierto que se distinguen dos dimensiones, per­ceptibles sólo desde diferentes perspectivas y expresables sólo en diferentes lenguajes (el de la sociología y el de la fe). Pero luego las dos (separadas abstractamente) se proyectan como tales, es decir, como conceptualmente distintas, sobre la pantalla de la rea­lidad, y sobre una sola cara. El resultado es que ambas dimensio­nes se suman, dando lugar a enormes dificultades.

De hecho, no existe un plus revelado que se una o añada a las figuras concretas del ministerio. Eso sería puro sobrenaturalismo, dualismo. Se trata de una única realidad: la configuración que el ministerio ha ido adquiriendo en la historia y que puede analizarse sociológicamente es lo que el creyente experimenta y lo que expre­sa en el lenguaje de fe como forma concreta de la respuesta eclesial a la gracia de Dios, una respuesta —afortunada, menos afortunada o tal vez pastoralmente errónea— a la gracia de Dios y a los signos de los tiempos. La sociología y la historia no pueden interpretar

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ese aspecto. Pero, mediante el dualismo que algunos introducen, se pretende inmunizar el ministerio frente a toda crítica social e his­tórica: se trata de una postura eclesialmente poco inteligente, pas-toralmente torpe y teológicamente injustificable.

Esto nos lleva a la última parte del presente artículo: el minis­terio en el contexto sociohistórico de una Iglesia de hombres po­bres, oprimidos y dolientes.

I V . LOS MINISTERIOS EN UNA IGLESIA DE POBRES

1. Contexto sociohistórico

Las formas de la teología y la praxis del ministerio nunca sur­gen en el vacío: las Iglesias viven y despliegan sus ministerios en el ámbito de la ecclesia y en el espacio sociocultural, e incluso sociopolítico, de la sociedad. A veces surge una pluralidad de ministerios en una lucha de competencias, en un complicado pro­ceso de estructuración de funciones dentro de un grupo y, por tanto, como subdivisión de una diferenciación en el sistema; en último término, también como justificación teológica a posteriori de posiciones de autoridad adquiridas a lo largo de la historia.

Así, en los primeros siglos, en medio de una pacífica coexisten­cia, hubo una lucha entre «profetas» y «presbíteros» y entre minis­terios de hombres y de mujeres, y más tarde (hasta el siglo iv) entre presbíteros y diáconos. En la Edad Media se produjo una controversia por sus respectivas competencias entre los encargados de la pastoral diocesana y parroquial y la pastoral abacial. Lo mis­mo sucedió después entre los monjes sacerdotes y los canónigos regulares y, finalmente, entre la pastoral supradíocesana de los mendicantes y la tradicional de diócesis y parroquias. La teología del ministerio siguió de hecho las mismas oscilaciones. Y la teolo­gía dominante del ministerio fue la de los «vencedores». (Aquí no podemos entrar en detalles)10.

El proceso continúa. En la actualidad vemos en la Iglesia con-

10 Cf. ana exposición de esta historia en mi nuevo libro Christelijke iden-titeit en ambten in de Kerk. Een pleidooi voor mensen in de Kerk (Baarn 1984).

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flictos entre «sacerdotes tradicionales» y «agentes pastorales», que de hecho son animadores de comunidades cristianas.

2. Iglesia popular

Este término, tal como lo entienden los teólogos latinoamerica­nos, tiene un significado peculiar, a menudo no bien comprendido. Por otra parte, el término mismo puede dar lugar a comprensiones erróneas. Especialmente en el mundo occidental, después de la experiencia del nazismo y del fascismo, todo lo que huele a Volks-empfinden es al menos sospechoso. Esto es ciertamente ajeno a la teología latinoamericana de la liberación; pero, dado el alcance mundial de la teología, convendría evitar ciertos «términos» que evocan de algún modo (sin querer) connotaciones desfavorables. Sé por experiencia que el lenguaje provoca también reacciones emo­cionales en el plano teológico. Quizá sea un consejo pedante de un teólogo occidental a los teólogos latinoamericanos, pero creo que, en beneficio de la causa, convendría revisar el lenguaje.

El vocablo español «pueblo» tiene al menos dos matices pecu­liares que no se dan de por sí en los vocablos correspondientes de otras lenguas vivas: a) se aplica al pueblo formalmente conside­rado como realidad colectiva que actúa en la historia, y b) se re­fiere de hecho, formal y concretamente, a una mayoría del pueblo formado por los que viven en la pobreza. Este sentido está rela­cionado con una noción veterotestamentaria: los anawim, los «po­bres de la tierra». El vocablo tiene, pues, resonancias bíblicas. El pueblo son los pobres, los que no tienen voz o, más exactamente, aquellos cuya voz no es escuchada ni se quiere escuchar, porque esa voz constituye para otros un «clamor del pueblo» que se eleva al cielo para acusarlos, y Dios la oye, un Dios que, tarde o tem­prano, suscitará un nuevo Moisés para liberar a su pueblo.

La «Iglesia popular» es, según esto, una Iglesia que mira por los pobres y, al mismo tiempo, constituye la colectividad de los pobres, los cuales son, en cuanto pobres, «sujeto de eclesialidad», reunidos en el «universo de los que sufren», situados en torno al Señor. En el discurso latinoamericano sobre la Iglesia popular hay una dimensión «performativa», una denuncia en el sentido de que la Iglesia oficial no es (y debería serlo) una «Iglesia de pobres».

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La Iglesia oficial no está a su lado, sino al lado de los poderosos y, de hecho (quizá sin quererlo), contra los pobres. Por tanto, tam­bién ella es partidista. En el término «Iglesia popular» resuena una especie de esperanza realizada: el hecho de que ya ahora se dan cada vez más manifestaciones de la «Iglesia de los pobres». Esta Iglesia cuenta ya con sus propios mártires. Y el martirio es desde antiguo la «semilla» de una abundante cristiandad.

Por cuanto sé, el obispo Romero nunca empleó, ni en su pre­dicación ni en sus escritos, el término «Iglesia popular»; quizá lo rehuyó para evitar malentendidos. Pero debía de hacerlo también porque estaba convencido de que la Iglesia (por inspiración evangé­lica) debe hundir sus raíces y hallar su centro de gravedad en los pobres, a los que —como sugería ya Isaías— se anuncia el evan­gelio y que son también anunciadores del mismo evangelio. Ellos son sujetos de eclesialidad, de servicio sacerdotal, pastoral y pro-fético. Se trata de una forma de comunidad eclesial en clave so-ciohistórica que no es ajena al Nuevo Testamento. No podemos negar que esta situación ocasiona cierta división, pero no entre pueblo y obispos (como algunos suponen), sino entre pobres y ri­cos. A este respecto, Pablo no criticaba a los pobres, sino a los ricos y poderosos: «¿Es que tenéis en poco a la asamblea de Dios y queréis abochornar a los que no tienen? ¿Qué queréis que os diga? ¿Que os felicito? Por eso no os felicito» (1 Cor 11,22).

El nuevo Código eclesiástico repite lo que tan certeramente había formulado el Vaticano I I : «las Iglesias particulares, en las cuales existe la única Iglesia católica» (can. 368); en cada Iglesia particular «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia una, santa, católica y apostólica de Cristo» (can. 369). Así pues, en una Iglesia de pobres está presente y viva la Iglesia universal. En estas Iglesias particulares, por tanto, se concretan los servicios ministe­riales dentro de un contexto evidente: el de la gran tradición cris­tiana. Ningún teólogo puede definir desde su mesa de estudio qué aspecto concreto deben tener los ministerios de una Iglesia de po­bres. Tal definición requiere una permanente reflexión sobre lo que sucede de hecho con el desarrollo de las comunidades en las Iglesias de pobres ya existentes. Por supuesto, los responsables se inspiran para sus iniciativas en el evangelio y realizan lo que la tradición cristiana denomina sentido eclesial del «ministerio».

Ministerios en la Iglesia de los pobres 469

En este punto se plantea la cuestión de ordenación o no orde­nación. A diferencia de lo que ocurre en los países meridionales, los teólogos del norte de Europa se preocupan bastante por esta­blecer una teología rigurosa del ministerio. Los países meridiona­les solucionan la cuestión de un modo más bien pragmático: lo que sucede es necesario para la vitalidad evangélica de las comu­nidades de fe. A mi juicio, ambos puntos de vista obedecen, a pe­sar de sus divergencias, a una misma preocupación teológica. Los pragmáticos suponen que (dada la actitud de la jerarquía eclesiás­tica) no hay por qué cambiar nada en la actual división tripartita del ministerio eclesial (episcopado, presbiterado, diaconado); no están interesados, por tanto, en una ordinatio sacramental. A mi modo de ver, sería un error eclesiológico identificar, como se hace a veces en Europa, «ordenación» y clericalización y, en consecuen­cia, mostrar una actitud vacilante ante toda ordenación.

Frente a esta concepción pragmática, los teóricos suponen que la antigua tripartición del ministerio no se opone al nacimiento de nuevas formas ministeriales. Naturalmente, nadie tiene dificultad en que el mayor número posible de cristianos colabore a la edifi­cación de la Iglesia. Eso es misión de todos los fieles. Así no se anula la especificidad sacramental del ministerio.

Personalmente soy partidario de una oportuna ordenación (im­posición de manos con una epiclesis particular, específica del mi­nisterio) para los «animadores» efectivos de esas comunidades ecle-siales de pobres.

E. SCHILLEBEECKX

[Traducción: A. DE LA FUENTE]

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EPILOGO

En este número de «Concilium» hemos intentado exponer los diversos aspectos de las nuevas formas de vida eclesial que comien­zan a aparecer a medida que una masa cada vez más numerosa de pobres experimenta nueva vida en su respuesta de fe a la palabra del Señor. Tenemos noticias de los distintos continentes, y las in­formaciones son verdaderamente sorprendentes y alentadoras. Sin duda está aconteciendo un nuevo Pentecostés. De meros asistentes pasivos a las ceremonias de la Iglesia, los fieles han pasado a ser cristianos activos que intentan participar plenamente en la vida y misión de la Iglesia. A semejanza de los primeros tiempos de la Iglesia, son muchos los que cada día se agregan como miembros vivos a las filas de la Iglesia. Existen, pues, motivos para que la Iglesia entera se alegre.

A medida que iba revisando los diversos artículos de este nú­mero he podido constatar que, no obstante su calidad y representa-tividad, no reflejan plenamente la actual situación. Esta es mucho mejor y mucho más vasta de cuanto en ellos aparece. Lo que se expone en el presente número no es sino la cresta del iceberg del fenómeno del Espíritu que actualmente está aconteciendo en mu­chos contextos cristianos del Tercer Mundo. En fuerte contraste con la reciente experiencia europea que nos muestra una masa de trabajadores alejada de la Iglesia, en el Tercer Mundo son precisa­mente las masas de pobres y trabajadores quienes proclaman con gozo espontáneo y profunda convicción: ¡Nosotros somos Iglesia! En estos cristianos la Iglesia vive en todo su esplendor.

Los diversos artículos de este número, leídos a través de los testimonios y de nuestras experiencias personales, nos impresionan profundamente por su fuerza evangélica, su sentido eclesial y la espiritualidad cristiana que manifiestan. Pero nada nuevo, por bue­no que sea, comienza sin oposición, sufrimientos y trabajos, como acontece en todo nacimiento.

En el fondo de esta actividad eclesial existe una teología sub­terránea que debe ser descubierta, elaborada y divulgada. La re-

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flexión teológica a que aquí nos referimos no es la que se hace en las aulas universitarias, sino la que nace del esfuerzo común de teólogos y comunidad creyente por reflejar y articular el sentido de su fe de una forma a la vez crítica y eclesial.

La reflexión teológica nacida de estas nuevas experiencias de Iglesia ha cuestionado siempre cualquier elemento del statu quo que haya sido utilizado a favor de los poderosos y en contra de los débiles. De ahí que esta reflexión siempre haya sido cuestionada y atacada por quienes se han visto confortados y apoyados por las estructuras del pasado. La elaboración de la teología que nace de la experiencia eclesial de los pobres ha sido sistemáticamente ataca­da por la sociedad, por grupos seculares, grupos financieros, por obispos y por la curia romana.

Los ataques no han venido únicamente de círculos eclesiásticos; incluso ciertos informes oficiales dirigidos a la comunidad política y económica de Estados Unidos consideran este tipo de reflexión teológica como una de las mayores amenazas para los intereses eco­nómicos de Estados Unidos. En la actualidad, el ampliamente di­fundido informe de Ratzinger, al que el propio cardenal califica de documento privado y no oficial, está siendo sistemáticamente utili­zado contra los esfuerzos teológicos que parten del mundo de los pobres.

Ante esta situación, «Concilium» ha dedicado parte de su en­cuentro anual al análisis de las circunstancias en que todo esto está teniendo lugar. Todo parece indicar que los esfuerzos de los mar­ginados por incorporarse plenamente a la Iglesia (piénsese en los problemas de la integración de la mujer y en los de los pueblos de culturas no occidentales) están encontrando crecientes obstáculos y dificultades. Tenemos que lamentar la evidencia de que se están haciendo serios esfuerzos por parte de muchas personas responsa­bles, incluso en el más alto nivel de la curia romana, para desauto­rizar la inserción de la Iglesia en la vida y las luchas de los pobres. Nosotros no podemos compartir esos temores. Precisamente en el momento histórico en que los pobres encuentran una nueva vida y esperanza en su participación activa y dinámica en la vida de la Iglesia y de la sociedad, la Iglesia misma, que los ha llamado a la vida, parece no ahorrar esfuerzos para desalentar su nueva vida. Esto es a la vez penoso y escandaloso.

Epílogo 473

El verdadero objetivo de las luchas de las comunidades cristia­nas de base, como queda patente a lo largo de todo este número, es hacer cada vez más presente entre los pobres el reino de Dios y sus promesas. La teología que surge de estas comunidades cristia­nas se caracteriza por una fuerte inserción eclesial, por un deseo profundo de ser Iglesia y por ser una parte responsable en la Igle­sia universal.

La situación de estas nuevas experiencias es como la de un niño que empieza a dar sus primeros pasos. Sin embargo, las personas mayores, en lugar de mostrar entusiasmo ante sus esfuerzos por ca­minar, parecen avanzar sobre el niño y aplastarlo. Pero los esfuer­zos destructivos no conseguirán su propósito. La nueva vida de las comunidades no nace de la fuerza humana, sino de Dios mismo, que saca a los hombres de la muerte para introducirlos en una nue­va existencia. Los comienzos han sido difíciles, pero gozosos, llenos de una alegría pascual que nos garantiza una cosa: aunque nos ma­ten, no seremos destruidos, porque el Dios de la vida nos protegerá y llevará a la plenitud.

V. ELIZONDO

L. BOFF

[Traducción: G. CANAL]

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!f COLABORADORES DE ESTE NUMERO

URIEL MOLINA OLIU OFM

Nació el 6 de octubre de 1932 en Matagalpa (Nicaragua). Fue ordenado sacerdote en 1958. Estudió en la Universidad Urbaniana, en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma y en el Studium Biblicum Franciscanum de Jeru-salén. Es licenciado en Sagrada Escritura y doctor en teología. Su tesis llevaba por título El motivo de la voz de los cielos en el bautismo de Jesús. De 1966 a 1971 fue catedrático de teología en la Universidad Centroamericana de Managua. Ha sido párroco durante diecinueve años. Su labor se ha desarro­llado principalmente en el campo de la predicación. En 1979 fundó el Centro Antonio Valdivieso en Managua. Ha participado en varios congresos teológi­cos internacionales y colaborado en varias revistas.

(Dirección: Centro Ecuménico Valdivieso, Apdo. 3205, Managua, Nica­ragua).

PABLO RICHARD

Nació en 1939 en Chile. Es licenciado en teología por la Universidad Católica de Chile, licenciado en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, doctor en sociología por la Sorbona de París y doctor honoris causa por la Facultad Libre de Teología Protestante de París. Actual­mente es profesor titular de teología en la Universidad Nacional de Costa Rica y miembro del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI) y de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina (CEHILA). Ha publicado, entre otras obras, Cristianismo, lucha ideológica y racionalidad socialista (Salamanca 1975), Cristianos por el socialismo (Sala­manca 1976), La Iglesia latinoamericana entre el temor y la esperanza (Costa Rica 1980), Morte das cristandades e nascimento da Igreja (Sao Paulo 1982).

(Dirección: Departamento Ecuménico de Investigaciones, Apdo. 339, San Pedro de Montes de Oca, San José, Costa Rica).

JORGE PIXLEY

Hijo de misioneros bautistas norteamericanos, pasó sus primeros dieci­ocho años en Managua, donde cursó los estudios primarios y secundarios. Posteriormente estudió teología en la Universidad de Chicago. Durante veinte años ha sido profesor de Sagrada Escritura en tres instituciones: el Seminario Evangélico de Puerto Rico, la Facultad Luterana de Teología en Argentina y el Seminario Bautista de México. Entre sus libros figuran Reino de Dios (Buenos Aires 1977), El libro de Job: Comentario bíblico latinoamericano (San José 1982) y Éxodo. Una lectura evangélica y popular (México 1983).

(Dirección: Seminario Bautista de México, San Jerónimo 111, México 20, D. F., México).

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GIUSEPPE ALBERIGO

Nació en 1926 en Várese (Italia). Es profesor ordinario de historia de la Iglesia en la Universidad de Bolonia (Facultad de Ciencias Políticas) y secre­tario del Instituto de Ciencias Religiosas de la misma ciudad. Entre sus nume­rosas publicaciones podemos mencionar: I vescovi italiani al concilio di Trento (1959), Cardinalato e collegialita (1969), Conciliorum Oecumenicorum Decreta (31973), Legge e Vangelo (1972), índices verborum et locutionum decretorum concilii Vaticani II (8 vols.), Giovanni XXIII. Profezia nella fedelta (1978). Dirige la revista semestral «Cristianesimo nella Storia», es miembro del Co­mité de Dirección de «Concilium» y autor de gran número de artículos his­tóricos.

(Dirección: Via G. Mazzini, 82, 1-40138 Bologna, Italia).

ENRIQUE DUSSEL

Nació en 1934 en Mendoza (Argentina). Es doctor en filosofía (Madrid), en historia (Sorbona) y honoris causa en teología (Friburgo de Suiza). Actual­mente desempeña la cátedra de historia de la teología y de la Iglesia latino­americana en el Instituto Teológico de Estudios Superiores de México. Pre­side la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina (CEHILA). Entre sus obras recientes hallamos: Etbics and Theology of Li­beration (Nueva York 1978), Para una ética de la liberación latinoamericana (5 vols., México y Bogotá), History of the Church in Latin America (Grand Rapids 1981), De Medellin a Puebla (1968-1979) (México 1979), Historia general de la Iglesia en América Latina (Salamanca 1983), Praxis latinoame­ricana y filosofía de la liberación (Bogotá 1983).

(Dirección: Celaya 21-402, Colonia Hipódromo, 06100 México D. F., México).

ALOISIO LORSCHEIDER

Nació el 8 de octubre de 1924 en Estrela (Río Grande do Sul, Brasil). Ingresó en la Orden Franciscana de los Frailes Menores en 1942 y fue orde­nado sacerdote en 1948. Es doctor en teología por el Pontificio Ateneo Anto-níanum de Roma. En 1962 fue nombrado primer obispo de Santo Angelo (Río Grande do Sul). En 1973 fue trasladado a Fortaleza como arzobispo metropolitano. En mayo de 1976 fue creado cardenal por Pablo VI. Ha sido secretario general de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (1968-1971) y presidente de la misma (1971-1979). Ha sido también presidente del CELAM durante tres años y copresidente de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Su bibliografía incluye numerosos artículos en revistas y varios opúsculos sobre temas pastorales.

(Dirección: Av. Dom Manoel 3, 60.000 Fortaleza CE, Brasil).

JOHN MUTISO MBINDA

Es sacerdote de Machakos, diócesis de Kenia. Estudió sociología en la Universidad de Siracusa (EE. UU.). Después de trabajar durante tres años en su diócesis de origen, fue nombrado profesor de antropología pastoral afri­cana en el AMECEA Pastoral Institute (Gaba), donde permaneció seis años. Desde 1982 es secretario general de la Asociación de Conferencias Episcopa­les del África Oriental (AMECEA). Ha publicado numerosos artículos sobre ecumenismo y pastoral.

(Dirección: Association of Member Episcopal Conferences in Eastern África, AMECEA Office, P. O. Box 21191, Nairobi, Kenia).

GUSTAVO GUTIÉRREZ

Nació en Lima en 1928. Es licenciado en psicología (Lovaina) y en teo­logía (Lyon). Actualmente es asesor nacional de la UNEC (Unión Nacional de Estudiantes Católicos) y profesor en los Departamentos de Teología y de Ciencias Sociales de la Universidad Católica de Lima. Ha publicado, entre otras obras, La pastoral de la Iglesia latinoamericana (Montevideo 1968) y Apuntes para una teología de la liberación (Lima 1971).

(Dirección: Apartado 3090, Lima, Perú).

CARLOS ZARCO MERA

Coordinador de una comunidad eclesial de base en la ciudad de México. (Dirección: 1." cda. Juan Enriques, núm. 182, Col. Juan Escutia, México

D. F„ C. P. 09100, México).

LKONOK TELUIIUA

Coordinadora de una comunidad eclesial de base en Managua. (Dirección: Apartado C-14, Managua, Nicaragua).

CARLOS MANUEL SÁNCHEZ

Coordinador de una comunidad eclesial de base en Managua. (Dirección: Apartado C-14, Managua, Nicaragua).

CASIANO FLORISTAN

Nació el 4 de noviembre de 1926 en Arguedas (Navarra). Estudió ciencias químicas en Zaragoza, filosofía en Salamanca y teología en Innsbruck. Es doc­tor en teología por la Universidad de Tubinga. Desde 1960 es profesor nume­rario de la Universidad Pontificia de Salamanca en la Sección de Pastoral de Madrid. De 1963 a 1973 fue director del Instituto Superior de Pastoral. Es presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado La ver­tiente pastoral de la sociología religiosa (Vitoria 1960), La parroquia, comu-

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478 Colaboradores de este número

nidad eucarística (Madrid 1961), El año litúrgico (Barcelona 1962), Teología de la acción pastoral (Madrid 1968), El catecumenado (Madrid 1972), La evangelización, tarea del cristiano (Madrid 1978) y (en colaboración) Concep­tos fundamentales de pastoral (Madrid, Ed. Cristiandad, 1983).

(Dirección: Narciso Serra 34, 5°, 28007 Madrid, España).

PEDRO A. RIBEIRO DE OLIVEIRA

Nació en 1943 en Minas Gerais (Brasil). Doctor en sociología por la Uni­versidad Católica de Lovaina, es profesor de sociología de la religión en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro y coordinador del programa de asesorías del Instituto Superior de Estudios de Religión. Ha publicado Autoridade e participacao (en colaboración, 1973) y Renovacao carismática católica (1977), así como diversos artículos sobre catolicismo popular y comu­nidades de base.

(Dirección: Rúa Paulo Barreto, 46/1208, 22280 Río de Janeiro RJ, Brasil).

LEONARDO BOFF OFM

Nació en 1938 en Brasil. Es profesor de teología sistemática en Petrópolis (Río de Janeiro), redactor de la «Revista Eclesiástica Brasileira» y de la edi­ción brasileña de «Concilium», asesor nacional de las comunidades eclesiales de base y autor de varios libros sobre teología de la liberación. Entre éstos podemos mencionar: Jesucristo y la liberación del hombre (Madrid, Ed. Cris­tiandad, 1981), Gracia y liberación del hombre (Madrid, Ed. Cristiandad, 1980), Eclesiogénesis (Santander 1979), El rostro materno de Dios (Madrid 1981), Iglesia: carisma y poder (Santander 1982), Francisco de Asís: ternura y vigor (Santander 1982), Do lugar do Pobre (Petrópolis 1984).

(Dirección: Editora Vozes Limitada, Rúa Frei Luis 100, Caixa Postal 90023, 25600 Petrópolis RJ, Brasil).

EDWAUD SCIIII.LEBEECKX OP

Nació en 1914 en Amberes (Bélgica) y se ordenó sacerdote en 1941. Es­tudió en Lovaina, en la Facultad de Teología de Le Saulchoir, en la Escuela de Estudios Superiores y en la Sorbona. Es doctor en teología dogmática y hermenéutica en la Universidad de Nimega (Holanda). Es redactor jefe de «Tijdschrift voor Theologie». Entre sus publicaciones sobresalen: Cristo, sa­cramento del encuentro con Dios (San Sebastián 1964), Revelación y teología (Salamanca 1968), Interpretación de la fe (Salamanca 1973), Jesús, ha historia de un viviente (Madrid, Ed. Cristiandad, 1981), Cristo y los cristianos. Gracia y liberación (Madrid, Ed. Cristiandad, 1982), El ministerio eclesial. Responsa­bles en la comunidad cristiana (Madrid, Ed. Cristiandad, 1983), En torno al problema de Jesús. Claves de una cristología (Madrid, Ed. Cristiandad, 1983).

(Dirección: Albertinum, Heyendaalseweg 121, Postbus 9009, 6500 GK Nijmegen, Holanda).

«CONCILIUM» 1985

Cambios en la estructura - Fidelidad en la doctrina

Con este lema lanzábamos el primer número de 1984. Con él se iniciaban cambios notorios en la revista: sus diez números queda­ban reducidos a seis, y se incorporaban dos nuevas secciones, sobre la teología en el Tercer Mundo y la que podríamos denominar feminista, incorporando los movimientos femeninos y sus anhelos teológicos a la teología universal. Pero tales cambios en nada afec­tan a la doctrina. Seguirá siendo fiel a su carácter de revista teo-lógico-pastoral y ecuménica, vinculada sin titubeos al Vaticano II .

Números de 1985

197. El monoteísmo, problema político (enero).

198. La bendición como poder (marzo).

199. El suicidio y el derecho a la muerte (mayo).

200. El magisterio de los creyentes (julio).

201. ¿Juventud sin futuro? (septiembre).

202. La mujer, ausente en la teología y en la Iglesia (noviembre).

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