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Ip^tMcioo AÑO XXXII vXí$X^esi -^ BARCELONA 28 DE JULIO DE 191 NüM. 1.Ó48 BARCELONA - SALÓN PARES ESTUDIO, dibujo de Juan Llimona

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Ip^tMcioo

AÑO XXXII

vXí$X^esi - ^ BARCELONA 28 DE JULIO DE 191 NüM. 1.Ó48

BARCELONA - SALÓN PARES

ESTUDIO, dibujo de Juan Llimona

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490 LA ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA NÚMERO I.648

SUMARIO

T e x t o . -Í3if Barcelona, CrMÍ<:as fugaces, por M. S. Oliver. -Sor .-íiioradiUi, ciicnlo de Jnwí A. Luengo. -Parts. La rs-vtita müitar del 14 de julio. - Barcelona. Visiia tie Su Al­teza Real la iufanta A ' ' /saheK-La segunda guerra de OritJile. - San Sthastiait. Una fiesta de los exploradores. -La /nenie de los Gatos. - Gastan La T'oiiche. - Dos amores (novela ilustrada; continuación). -Ñolas de la América del Norle. ~ Bait'elona. Inauguración de las obras del Santuario de la Vi'giii del Carmen.

G r a b a d o s . - Eslndio, cülmp de Juan Llimona. - Dibujo de Mas y Fondevila, que ilustra el entinto Sor Adoracién. —Los postres del nene, cuadrt] dL- Pinazo Martínez. - La fuente de Schílkr, oljra du FeclLTÍcuBelin. — Pa'is. La revista milílar del 14 de julio. —Barcelona. Visita de S, A. K. la infanta D.^ Isabel. — La segunda guerra de Oriente. - Apoteosis, te­cho decoriitivo pintado por A. 1'. Koll. - El i'ino de Circe, cuadro de Hume Jones. - Notas de Sati Sebastian. - La fuen­te de los Galos, obra de K. Seeljeeck, — Gastón La Touehe. - Notas d¿ ¡a Améi-ica del Norte. El Colegio Sntit/i. - Ba' -celona. Inauguraciin de las obras delSantuai io del Caí men.

DE BARCELONA. - CRÓNICAS FUGACES

Entre los actos que vienen a poner ñn a las tareas del aiío inte!ectua]¡ antes del veraneo, figura esta vez, en Barcelona, la conferencia dada en el Ateneo Bar­celonés por D. Ángel Oasorio y Gallardo, exgoberna­dor civil de la provincia.

Ossoriü y Gallardo es una de las dguras más sim­páticas, atractivas y enteras de la política española. Difícilmente será posible aliar en un mismo tempe­ramento tanto agrado, tanta benevolencia afectuosa y tanta integridad. I,a rigidez de sus principios no es incompatible, antes al contrarío se combina con la expansión; y esa expansión engaiiaria sí fuese to­mada por ííojedad de carácter. Enviado a Barcelo­na por el último Gabinete conservador, en momen­tos difíciles, cuando ¡a avalancha formidable de la Solidaridad, no se contentó con adoptar un criterio y seguirlo, ni tomó en cuenta únicamente la realidad actual. Quiso poseer a fondo e! problema que moti­vaba su actuación, estudiar sus precedentes históri­cos y conocerlo doctrinaltriente.

Cesó en su cargo por las razones que todo el mun­do sabe; y no es de este lugar ocuparnos en aquella gestión política, acerca de la cual podríamos aducir ahora testimonios muy elocuentes en el sentido de la total vindicación y del aprecio. Baste a nuestro propósito decir que el deber impuesto entonces al funcionario se convirtió después, al dejar de serlo, en afición de estudioso, y que los temas y los asun­tos de Cataluña no han dejado de preocuparle un solo momento. Fruto de esa afición y de largas ho­ras de trabajo en el gabinete, en las bibliotecas y en los archivos es la Historia del pensamienio político catalán diininfe la guerra de España con ia Éepiíliü-ca fraiuesa (1793 -1 795 ), que motivó la conferencia a que acabamos de akidir. En ella e! Sr. Ossorio se propuso condensar la substancia o pensamiento do­minante de su libro, en el momento de aparecer, y entregar a Cataluña sus primicias, como tributo de un amigo leal que no omite ni escamotea lo agrada­ble, antes bien lo pone de relieve sín reservas, pero que por lo mismo está autorizado para decir toda la verdad sin descontar la parte de amargura en ella contenida.

La coincidencia de amistades, de inclinaciones y de ideas que existe entre cl ¡lustre conferenciante y el autor de estas líneas se ha prolongado también al campo de la historia, y a la misma época y asunto: el siglo xvm y los primeros vagidos del despertar de nuestra tierra. El Sr. Ossorio se propone estudiar el espíritu político de Cataluiía, indagando su forma­ción. Y para ello toma como punto de partida la llamada guerrea grande, o del general Ricardos, has­ta la paz de Basilea, como primera etapa o mono­grafía de su estudio. Yo trabajo en un empeiio aná­logo que está, respecto de ese otro, en relación do género a es[>ecie y me propongo investigar los Ori­gines di'I Jietiaci/fiíe/iío catalán que veo concretarse alrededor de la antigua Junta de Comercio (1760) y sus gloriosas iniciativas de cultura, siguiendo des­pués por las relaciones entre Cataluña y la Revolu­ción francesa, por las relaciones entre Cataknia y cl resto de España en el levantamiento contra Bona-paríe y, líltimamente, por la explosión del romanti­cismo y las vicisitudes posteriores de nuestra histo­ria intelectual y política.

Digo esto, no por prurito de anuncio sino en res­puesta a las cariñosas frases que cl Sr." Ossorio me dedica, como justificándose de haber abordado un asunto que he tratado yo con frecuencia y sobre el cual tengo impreso hace meses y pendíetite de apa­rición en cl Anuario del Instituto de Estudios Ca­

talanes, un trabajo extenso que formaría por sí solo un volunten de regulares dimensiones. Celebro infi­nito y doy gracias a Dios, conio español y como ca­talán, que no hayan detenido al Sr. Ossorio los es-crii[)ulos que insinúa. De prevalecer éstos, nos hu­bieran privado de una buena obra y de una obra buena, que estos dos sentidos tiene cl libro que aca­ba de aparecer, por su valor literario y por su valor moral o de acción.

No hay época más cercana a nuestros días ni menos cotiocída ni estudiada en Esjíaña y principal­mente en Cataluña. Las referencias que a los suce­sos del Principado en esos años dedican las histo­rias generales, son limitadísimas. Una cuartilla de papel basta y sobra para extrticlar lo que se halla en I^fueníe o en Víctor Gebhardt, á¡ se descuenta el espacio que destinan a referirla guerra del Rosellón militarmente tratada. No mucho más explícitos re­sultan los historiadores monográficos del reinado de Carlos IV, como D. Andrés Muriel o el general Gó­mez de Arteche, y en poco los aventajan las histo­rias particulares de Cataluña. Fuera de lo que se re­fiero a la campaña, sólo a la campaña contra la pri-tiiera República, esto es, a las batallas y movimien­tos de los ejércitos, todo lo demás pudiera reducirse a treinta líneas. Víctor Balaguer describe veinte años de historia catalana, desde 17S9 a iSoS, en seis páginas escasas de su obra aparatosa en once volfimenes. D. Antonio de BofaruU dedica un capí­tulo del tomo IX de la suya, a contar todo lo ocu­rrido durante los años 1788 a 1794, oxpitulo que la guerra, considerada de un modo por completo exter­no, absorbe casi enteramente; y uno y otro diluyen una poca substancia de carácter social o político en interminables amplificaciones y redundancias de estilo.

Más concentrado, ya que no más pródigo de no­ticias, es Aulestia y Pijoán, y tiene en realidad el mérito de reducir a las palabras indispensables el desmedrado contenido histórico de sus predeceso­res, el cual puede decirse que se contrac exclusiva­mente a unas vagas referencias sobre el rehamhori delpa - motines producidos por la carestía de los vi-veres - , así como a ligeros pormenores sobre la for­ma en que contribuyó Cataluña a la guerra de los franceses, en un esfuerzo patriótico realmente consi­derable, En la Historia del Ampi/rdán, de Pella y Forgas, se encuentran no pocas indicaciones muy curiosas.

m * *

Sin duda la historia, cuanto más se acerca a nues­tro tiempo se hace más compleja y difícil de escri­bir, o se presta menos a la simple erudició]i, en cier­tos aspectos. Diriase que las manifestaciones prehis­tóricas representan el estado fósil, asi como las an­tiguas corresponden al estado de momificación, res­pecto de la vida. Tero a medida que llegamos a los tiempos modernos, los restos del pasado se presen­tan ya vestidos de musculatura, de partes blandas, de nervios, de piel. Ya no se trata del esqueleto ni del fósil, sino del cadáver todavía caliente, que es preciso estudiar y reaniínar por completo y en toda su actividad biológica y vital, no simplemente ana­tómica. Algo asi puede decirse de estos aiios de Ca­taluña durante la gran Revolución y aun de todo el siglo XVIII, después del fin de nuestra nacionalidad. Las fuentes históricas sufren entonces una fuerte cri­sis o '(desplazamiento)). De un lado se extinguen y del otro se multiplican, apareciendo algunos manan­tiales desconocidos. Escasean los analistas, los ano-tadores, los escribas de relaciones circunstanciales por el estilo del Dietario de Barcelona en la década de fjfij a 1777. del conde de Creíxell, que es la úl­tima manifestación conocida de esta especie, fuera del rebrote pasajero que, treinta años más tarde y a propósito de la guerra de la Independencia, había de obtener con la Barcelona Cautiva, del P. Fcrrer, del Oratorio.

En cambio de todo eso surge, si bien en forma embrionaria, la prensa periódica, que tardará mucho tietnpu todavía en poder suplir las relaciones de los atialistas individuales, tanto por su propia limitación como por la ingerencia del poder público que cohi­be y restringe de continuo el campo de la publici­dad. Semejantes dificultades no arredraron al señor Ossorio y, poniendo a tributo todas las fuentes dis­ponibles, documentales o literarias, impresas o ma­nuscritas, españolas o extranjeras; aplicándoles, so­bretodo, una atención sostenida y perspicaz, ha con­seguido ofrecer un cuadro digno y palpitante del sentimiento de Cataluña frente a la guerra contra la

Convención, del espíritu que latía entre los españo­les de una y otra parte del Ebro y entre los catala­nes de una y otra parte de los Pirineos, o sea Cata­luña propiamente dicha, ligada al dominio de Espa­ña, y del Rosellón, sujeto al dominio francés, y de las causas que frustraron aquel esfuerzo, haciendo es­tériles las victorias de Ricardos.

El resumen de estas causas de frustración está para cl Sr. Ossorio en dos hechos fundamentales: en no haber dado ala.̂ '•íí'¡.'r/-(í,.̂ ''.̂ d!«í/f una finalidad subs­tantiva como la de reunir de nuevo las dos porcio­nes de Cataluña separadas por el tratado de los Pi­rineos, anexionándonos cl Rosellón, y el no haber consentido el armamento general de Cataluña, le­vantando en seguida el somatén, cotí lo cual y cott lo otro, las operaciones hubierata toniado un empu­je irresistible. Como siempre o casi siempre en la historia española, aquella campaña se redujo a un puro romanticisnio, a una aventura más, a la «última cruzada» para vengar los ultrajes inferidos a la Reli­gión y ¡a Monarquía.

Reconquistar el Rosellón y la Cerdaña, dice el Sr. Ossorio; cambiar a precio de sangre el mapa po­lítico de los Pirineos; ser de nuevo lo que ya se fué... No es locura, ciertamente, pensar (¡uc explota­dos y encauzados todos estos anhelos desde el tro­no en 1793, aprovechándose de un momento en que toda Cataluña le miraba con amor, hubieran produ­cido una explosión tan grande como la de aquel año y de 1795 juntas. Con todo eso en las manos de Ri­cardos y aprovechando aquellos momentos de con­fusión europea, ¡quién sabe lo que habríamos alcan­zado, las consecuencias de la campaña general con­tra Francia y el estado de ésta y de Espaiia en el si­glo xix! Si el Gobierno tetnió un despertar del sen­timiento regional^ tal temor era perfectamente lógi­co, aunque no en absoluto justificado. Cataluña tu­vo, y tendrá siempre, propensión española. De Es­paña ha de recibir su mayor fuerza y dentro de ella es donde mejor puede desplegarla. Por algo decía el Sr. Mané y Flaquer: vale más ser cabeza de España que rabo del Rosellón. Si volviera a recibir cl cau­dal de Cataluña francesa integrándose las dos ramas en una misma corriente no sería para afrancesarse la parte española sino para españolizarse la parte de Francia. Y eso es lo que pedían en 1793 aquellos municipios aterrorizados por la inminente visita de los sansculotes, de ¡os enviados de )a Convención y de la guillotitia: unirse otra vez a su raza de origen y salvar, con su existencia, el derecho a la fe de sus mayores y su convicción y fidelidad monárquicas.

* * *

La conferencia y el libro del Sr, Ossorio, quien fué calurosamente aplaudido en el Ateneo Barcelo­nés, han ido absorbiendo, casi sin darme cuenta, la. mayor parte de esta crónica; y el poco espacio de que puedo disponer no permite dedicar más que un ligero recuerdo al primer Congreso de Médicos de Lengua Catalana, que se celebró aquí con éxito no sospechado ni previsto para sus iniciadores, lo mis­mo que a la I I Asamblea de Doctores y Licencia­dos para cuya clausura vino expresamente a Barce­lona el ministro de Instrucción Pública Sr. Ruiz Jiménez.

Una y otra manifestación científico-profesional de­jarán memoria indeleble en cuantos asistieron a ellas. Y la primera, además, vino a poner de mani­fiesto que por mucho que la ciencia no tiene patria, según suele repetirse, ello ha de entenderse en un sentido abstracto y aplicado a las últimas generali­zaciones del saber. Pero de ello, la patria lo modifi­ca y condiciona todo: produce las escuelas, las mo­dalidades, los temperamentos. Y si no altera los re­sultados definitivos de la investigación, diversifica en cambio los métodos de estudio, las propensiones ingénitas de sus habitantes, el campo de observación que la naturaleza les ofrece como excitante de su actividad y la lengua que se ha ido elaborando, mis­teriosa y automáticamente, en ecuación perfecta con ese conjunto de condiciones y precedentes.

En vano se esfuerzan los apóstoles del cosmopoli­tismo; la patria, la nación constituyen realidades to­davía muy vigorosas y difíciles de destruir. Ellas son el instrumento de la cultura. No hay civilización en la historia que no venga adherida a un pueblo y sellada con un idioma. El «hombre», la chumaní" dadí), ha hecho todavía pocas cosas; en cambio» India, Egipto, Israel, Grecia, Roma ofrecen un ba­lance bastante decentito...

MIGUEL S . OLIVER.

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NÚMERO 1.648 L A ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA 491

SOR A D O R A C I Ó N . POR JOSÉ A. LUENGO, dibujo de Mas y Fondevila

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Aquel convento enclavado en el centro de una vieja población castellana, tenia un huerteciUo con pretensiones de jardín. En él se veían pomposas aca­cias y gárrulos álamoá de blanco tronco; un tupido cañaveral junto auna alberra llena de aguas quietas y verdosas; tiestos de albahaca bienolicnte y de cla­veles rojos y rosales que, con la primavera, se mos­traban cubiertos de grandes florea perfumadoras del ambiente. Junto a ta alberca antedicha abría sus fauces una noria y en un rincón del huerto, separa­do por unas blancas tapias, escondíase grato y per­fumado el cementerio de las monjitas, al que ador­naban tres cipreses altivos y un sauce de lánguido ramaje.

Una tarde de verano, cuando el sol, perdida ya su fuerza, se encaminaba hacia el ocaso, todas las hermanas di.sfrutaban de !a hora de asueto paseán­dose por el huertecillo. Una de ellas, llamada sor Adoración, se paseaba distraída y meditabunda. Al sentarse luego en un banco de piedra musgosa, puso inadvertidamente la mano sobre una planta de orti­gas. En seguida la apartó; pero, volviendo de su acuerdo, asióla fuertemente y, sin soltarla,, comenzó a murmurar asi;

-.'Tesas mió!.. Con toda mi voluntad me agarro a estas ortigas, como tú te agarraste a tu cruz. ¡Bien pueden ser ellas símbolo de mi vida!.. Soy una mí­sera planta erizada por mil espinas de angustia y so­bre mí no se abre ninguna flor. Pero tií, Jesús mío, te alzas en !a bruma y avanzas hacia tu esclava de­jándola resplandeciente con tu resplandor y perfu­mada con tu aroma suavísimo,, como de vara florida de nardos...

Sor Adoración se puso de rodillas ante el banco y derrumbó su busto sobre él de tal manera, que su cabeza vuelta hacia el cielo descansaba encima de las ortigas punzantes.

De esta guisa la encontraron sus compafieras. De su rostro brotaban vislumbres de claridad y en torno de ella se respiraba un ambiente de divina langui­dez. Y todas vieron asombradas que sobre sus labios finos y rojos se posaba una mariposa con las alas de oro.

Y esto fué a tiempo de ponerse el sol, mientras las campanas del convento vertian en el aírecillo nianso y apacible un .Sfi^i^di/s lleno de suave melan­colía y mientras dos murciélagos zig/agneaban entre las frondas (¡nietas de los árboles finamente dibuja­dos sobre el fondo empurpurado de los cielos...

I I

Sor Adoración llevaba tres años en el convento. A los veinte, cuando vivía en el mundo, se llamaba Carmen de Silva. Pertenecía a una aristocrática fa­milia, como lo pregonaban las blasonadas portezue­las de sus coi:hes y la corona condal que diademaba la verja do su hotel en Madrid. Solía vérsela frecuen­temente por la Castellana paseando reclinada sobre los blandos cojines de su carruaje. Casi siempre iba sola; a veces la acompaiiaba su tío - el conde - , pues Carmen vivía con él por haber perdido a sus [ladres en ia infancia.

Carmen era muy hermosa. Bajo sus cabellos ru­bios y sedosos lucía su cara como una flor y sus ojos

Sor Adocacii'm se puso de rodillas ante el banco..,

azules, de un mirar profundo y sereno, causaban en el alma un extraño desasosiego, una especie de he­chizo inexplicable. Cuando hablaba y sus manos en­guantadas marcaban la energía de una frase, pare­cían éstas dos pajarillos alegres y juguetones. Poseía un agradable porte y una delicada gracia en todo cuanto hacia. Si charlaba, si guardaba silencio, si pa­seaba, si permanecía quieta, de todas maneras en­cantaba.

Carmen de Silva era novia de un teniente de ar­tillería llamado Alfredo Ossorio. Adorábanse los dos con verdadero frenesí. ¡Cuántas veces se entretuvie­ron en hilvanar juntos los días del inextricable por­venir, prodigando el ópalo, la grana, el azul y todas las tonalidades agradables!..

En la última guerra de Melilla, Alfredo Ossorio tuvo que ir a pelear contra los rífenos. Una noche varios oficiales y él se distraían charlando dentro de una tienda de campaña. Por ía puerta se veia el campo intensamente negro. Sólo sobre unos montes fronteros relumbraban unas grandes hogueras que servían de señales a los moros. Las inquietas llamas ya querían horadar el cielo, ya, tendiéndose contra la tierra, cijronaban las cimas con diademas fantás­ticas. Los cañones de la batería ai>untaban hacia la insondable y pavorosa negrura, y un centinela pasa­ba y repa.saba ante la alambrada de espino que pro­tegía las piezas. Repentinamente los moros surgieron de las sombras. En cuanto se notó su presencia, to­dos se prepararon para recibirlos. Ellos avanzaban audazmente, aullando y disparando sus fusiles. Los nuestros les contestaban, pero sin lograr contenerlos. Al fin llegaron como una jauría a la alambrada y la salvaron. Entonces se inició el combate cuerpo a cuerpo. Los gritos disminujeron. Se oía el jadear de los pechos, los culatazos secos, los gemidos estentó­reos, los disparos a quemarropa. Ossorio acudió a la defensa de un cañón. Los moros se precipitaron so­bre él en gran número y hubo una lucha épica, bru­tal e inenarrable, que sólo concluyó con la retirada de los asaltantes. Restablecida la calma, procedióse a. recoger ios heridos y los muertos. Estos últimos eran pocos; pero entre ellos se encontraba 0.ssorio.

("armen de Silva lo supo. Al principio se quedó como anonadada. Discurría por el jardín de su casa mascullando frases incoherentes y no admitía refle­xiones ni consuelos. Tuvo después una gran crisis que fué su salvación y durante la cual no cesó de verter continuas y amargas lágrimas. Luego sintió su alma inundada por un resplandor de crepúsculo y pensó que no ya el sol moría en aquella hora fatídi­ca, sino también la felicidad, ¡as venturas pasadas y las por venir, el lujo, la posiciónj el hogar y sus en­cantos, todo, todo, todo... Entre aquella tolvanera de ruinas se alzó entonces la imagen de Jesiis. Avan­zaba sonriente por los caminos de Ja vida. Donde se posaban las plantas de sus pies surgían flores de ex­quisito aroma; donde se fijaban sus manos brotaban fuentes de agua cristalina y donde tocaba su cabeza quedábase oscilando al viento un halo de luz. Y he aquí que pasaba diciendo:

«Venid a mí todos los que estáis cansados y car­gados y yo os aliviaré...»

Carmen, cansaday cargada con el peso de su des­ventura, se fué con Jesils.

Ved, pues, la historia profana de sor Adoración y cómo se encaminó hacia aquel convento provincia­no, lejos de todo mundanal ruido, donde vivía para ejemplo de propios y extraños hecha un espejo de virtudes. Al principio sus compañeras creyéronla una presuntuosa, una visionaria, una... -¿por qué no de­cirlo?-hasta una farsante; pero luego, rendidas ante la evidencia, contaban de ella cosas tan estupendas í|ue casi tocaban en maravilla. El mismo confesor se admiraba de la bondad de su alma. Un solo escrú­pulo la turbaba; el recuerdo de Alfredo, que no po­día desarraigar de su memoria. El día que el confe­sor le dijo cómo no era pecado haber querido ho­nestamente a una persona, ni acordarse de ella, sor Adoración se puso muy contenta.

- ¿ Q u é te pasa?, hubieron de preguntarle al­gunas.

-S ien to , contestó ella, que un ruiseñor canta dentro de mi corazón...

Y durante todo el día cantó ella también con su voz argentina, mientras sus ojos dirigían sus miradas

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49- LA ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA NÚMERO i.ó4tS

hacia algo lejano e invisible, como los cañones de la batoria de Ossorio en la trágica noche... ,' .

I I I

Pasó algtín tiempo, durante el cual ¿or Adoración multiplicó sus éxtasis, arrobos y de­liquios. Cada día su figura se iba idealizando más. Entre las nítidas tocas su rostro tenia una grácil pali-dex: de ámbar. Su cuerpo se aldaba lo mismo que un lirio diáfano. Al andar liacialo sin ruido, como si sus i>ies Ilutaran sobre el suelo. Y sus azules pupilas lucían de tan extraño modo, que la anciana sor Margarita decia de üUas:

- Son dos lámparas que arden an­te el Santuario...

Cierta noche de invierno sor Ado­ración, que estaba en su celda con la Inz apagada, miró a travos de las ce­losías. IAI luna, en su cuarto crecien­te, surgía tras una loma como el re­mate de un estandarte islámico. Su plateado resplandor caía sobre el cam­po solitario y sobre el pueblecillo, cu­yas luces temblaban en las calles de­siertas. La mole del viejo convento se ofreció a sus ojos. La luna, en fuerza de besarlo,, vestía de alegría y encanto sus tejados salientes y cor­covados, su campanario, donde dos campanas centenarias dialogaban en silencio, y su media naranja remata­da por una fina y mohosa cruz de luerro. El huerto dormía en las som­bras y los cipresesj semejantes a er­guidos centinelas, montaban su guar­dia en el cementerio.

Sor Adoración, impulsada por una voluntad que no era la suya, abando­nó su celda y avanzó por una larga y amplia galería. Llevaba en la mano una lamparilla y su sombra bailotea­ba en forma grotesca sobre la.s pare­des. Subió después por una escaleri­lla de madera, siguió andando por un estrecho pasadizo y se metió en una especie de desván. Una ráfaga de viento le apagó la luz; pero ella pare­ció no advertirlo. La techumbre tenia en su promedio una disforme venta-nuca por la que se veía la claridad de los cielos y al lado frontero abríase, como un desgarrón en la ho.sca ne­grura, otra ventana que caia sobre la iglesia. Sor Ado­ración se encaminó a esta ríltima. Mineó sus rodillas en el polvoriento suelo y acomodó su busto encima del alféizar tan ancho como la recia muralla. Desde allí clavó sus ojos en la iglesia. ¡Qué sola estabal,. Las tinieblas invadían toda la nave. Únicamente en ül fondo, junto al San­tuario, la luz de una lámpara ardía dentro de un vaso rojizo semejan­do la irritada pupila de un ciclope monstruoso. De vez en cuando el viento la agitaba y en­tonces las sombras de las broncíneas cadenas se mecían como Hanas negruzcas. Sor Adora­ción sentía que los de­seos hervían en su co-razón;perü¿qué deseos? Eran imprecisos, vagos, hasta incomprensibles. De pronto sus labios balbucieron;

- ¡Oh, Jesits mío!.. Vengo para acompañar­te en tu soledad...

Y se quedó esperan­do algo sobrehumano, con el alma suspensa lo mismo que una gaviota sobre las encrespadas olas delmar agitado por la tempestad. El perfu­me del incienso subió hasta ella. Un rumorci-llo tenue y armonioso fué aumentando paulatinamealé hasta convertirse en un todo orquestal superior a las mayores magnificen­

cias musicales. Sor Adoración escuciiaba encantada. De un modo repentino e inesperado las paredes de la iglesia se revistieron de tisiíes, brocados y otras telas riquísimas hechas de tal manera que ellas mis­mas esparcían una luz llena de suaves coloraciones y que cu nada se parecían a los ruines resplandores

Los pos t r e s del nene, riiLulrM de fin.iiíQ Mani'Lit/

de esic mundo, Entonces lodos los ángules y santos adquirieron milagrosamente vida. Los retablos se animaban. En torno de las áureas colunnias !as guir­naldas eran movidas de un ignoto cetlrillo primave­ral y vertían pétalos en gran abundancia, en tanta, (|ue, bajo la rosada ]:u\'in, desaimrecieron bien pron-

L a fuente de SchíUer en Eseen, uhra. de Federico Belin

to las frías losas del suelo. Después se abrió el San­tuario y de él surgió la imagen de Jesds...

-¡Jesús..., Jesús mío!.., repitió una y diez veces sor Adoración entre sonrisas y lágrimas.

Y sucedió que la divina imagen, al principio pe-qneñita, fué creciendo y creciendo hasta alcanzar la estatura de un hombre. Luego los ángeles extendie­ron car.tando unaalfombra de terciopelo c[ue llegaba

desde el Santuario al ventanal. Jesús avanzó por ella y, sentado en el alféi­zar, se inclinó sobre sor .:\dorac¡ón.

- i JesCí!••..., Jesús mio!..j sollozaba ésta, ahora con verdadera amargura.

- ¿Qiíé te pasa, sor Adoración? - ;0h, cuánto lamento el tiempo

i[ue perdí en el cariño de un hom­bre!..

- ¿Por ([ué, alma mía?.. - ¡,'Vun en estos instatues me aco­

sa sn recuerdo!.. - S i yo c[U!siera arrancara ese i'e-

cuerdo de tu corazón como el arado arranca una débil ílorccilla campes­tre; pero es mi voluntad que viva en él... ¿No sabes que siempre me agra­daron las almas enamoradas? ¿Igno­ras cómo perdoné y santifiqué a una gran [iccadora solamente porque ha­bía amado mucho? ¿Y podía ser <]e otra manera?.. Carmen de Silva, yo soy el t7//,[ y la o//iex'<' del amoi'...

Y la monja, sintiendo sobre sus párpados los labios de Jesús, se des­vaneció en medio de aquella atmós­fera, donde una invencible embria­guez se a])oderaba del suspirar de los instrumentos músicos, de las voces, de las estofas, de los resplandores y de las perfumadas guirnaldas...

A la mañana siguiente todas las monjas andaban desatentadas de uno en otro sitio buscando a sor Adora­ción. Cuando, al fin, se les ocurrió subir al desván, la encontraron muer­ta. Su cuerpo exhalaba una fragancia delicada; sus manos finas y puálidas se cruzaban sobre el pecho y un rayo de sol, cayendo desde el ventanuco de la techumbre, transfiguraba su ía¿ que sonreía...

La enterraron y encima de su tum­ba, sin que mano humana la planta­ra, ha surgido una axucena. ¡Sean benditos el rocío que la baña, el sol ique la besa y el viento t^ue !a mece!..

P A R Í S . - L A REVISTA MicrrAU UÜL 14 ni! jui.iO Este cspcctáculu es indudiiljleinentt; uno ¿c lúa que más

atraen n las piriíien&es y aunque lodos los míos se repite, !;i población de París no se cansa de ridmíríirlo y acude a presen-cinrlo siempre con tanla curiosidad como si se tratase de una cosa enteramente nueva, Ksle año, la revista ofrecía algunos aiicieiit.cs múíi de los acostu mi irados; era la primera aque asfs-

Ua ci>mo Presidente de la Pepiiblica d Sr. Poincare: concurríaa a ella varios cles-lacainento-s de tiradores ar-¡íelinos, anamita?, senegalc-ses, siíatiís y sudaneses; v debía procederse ala entre­ga de lianderas o estaiidar-les a la gendarmería, a los regimientos metropolítancis de creación reciente y a los regiiiiientLis coloniales, y a la de la ciuz de la Legión Mfinor a la Ijandera del pri­mer ríginiier.to seiiegalés. Nt> es, pues, de extrañar riue tnás de (piiniínlas mil personas acudieran a Long-champ desde las primeras lloras de la mañana y que desde las seis estuviesen compíetamctite llenas las tr¡buna.s.

A las siete y media, Codas las tropas estaban formadas y a las ocho llegó el señor E'oincaré, quien acompaña­do de su Estado mayor, pa­só la revista. Terminada ésta, hizo entrega de las banderas y estandartes a los regimientos antes indicados y luego ocupó la tribuna^ por delante de la cual efec-tuifjse el desfile, cjue resultó hrillantfsimo y te rminó, como de costumlire, con la famosa carga de caba­llería.

Durante toda la revista no cesaron un momento las más entusiastas aclamaciones a Poincaré, al ejército y a Francia. - T .

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P A R Í S . - L A RÉViS-fA MILITAR DEL 14 DK JULIO. (í'otografias de Plioto-Hispania, Hailingue, Chusseau-Klaviens y Delius.)

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Llegada del Presidente de la República a Longchamp.-El Presidente de la República entregando las nuevas banderas a los regimientos

Los tiradores ananútas Los tiradores senegaleses

Dn escuadrón de spahis Los boy-scouts españoles y franceeos

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494 L A ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA NÚMERO 1.648

B A R C E L O N A . - V I S I T A D E S . A. R. L A I N F A N T A D.-' I S A B E L D E B O R B Ó N . (Foiugraíms de nutstio vqiortLTo A, Merlctti.)

Aspec to que ofrecía la Pue r t a de la Paz m o m e n t o s a n t e s de d e s e m b a r c a r S. A.

Después de haber realizada una excursión por las Islas Baleares, ha permanecido un dia en esta ciu­dad S. A. R. la i]iran[a D.^ Isabel.

A las ocho de la mañana del domingo, dia 20, atracó en el muelle de la Paz el va^pov/a/we /. en el que venía S. A. desde Palma y al que habían sa­lido a recibir en alta mar los va­pores Isleño. Mi-ramar y Monte Toro. En el mue­lle esperaban a la a u g u s t a %'iajera todas las autori­dades, represen­tantes de corpo­raciones, senado­res, diputados y un numeroso pü-blico,que tributó a la Infanta una cariñosa acogida. Las autoridades subieron a bordo a saludar a Su Al­teza, quien inme­diatamente des­embarcó, y des­pués de haber re­vistado las fuer­zas que le habían tributado los ho­nores, en un coche del Ayuntamiento y acompañada de su dama de honor la señorita Bertrán de I-is, del general Weyler v del alcalde Sr. Collaso, dirigióse al Hotel Colón.

Después de recibir a una comisión del Conserva­torio del Liceo, que le entregó el nombramiento

de presidenta honoraria extendido en un artistico pergamino, fué ala Catedral, en donde la recibieron el deán l)r, Almera y el cabildo. Oyó misa S. A. en el altar de la Concepción y luego recorrió el templo y los claustros, y desde allí dirigióse al muelle de Barcelona, subiendo a bordo del transatlántico In-

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áil S. A. a bordo del t r a n s a t l á n t i c o «Infanta Isabel»

fuíiíet Isabel, en donde fué obsequiada con un esplén­dido almuerzo por los señores marqueses de Comillas.

Terminado el almuerzo, S. A. fué primero a la plaza de toros antigua y después a la nueva, siendo en ambas objeto de calurosas ovaciones y presen­ciando la lidia de dos toros en cada una.

Desde las Arenas encaminóse 1 ).•' Isabel al Parque Giiell, en donde fué recibida jjor la familia del con­de de Giiell y por otras familias aristocráticas. Reco­rrió aquellos hermosos sitioSj para los cuales tuvo grandes elogios, tomó e! te con los Síes, de Giiell y otras personas invitadas y poco después de las ocho

regiesó al Hotel Culón, celebrán­dose alli el ban­quete oficial con que S. A. obse­quió a las autori­dades y a algunas |5ersonalidades distinguidas.

Conchudo el banquete, asistió la Infanta a la función de gala dispuesta en ho­nor suyo por la empresa del Tea­tro de Noveda­des, en donde la compañía que di­rige el eminente ])rimer actor En­rique Borras re­presentó el dra­ma de Echegaray El gran galeoio. Desde allí fué Su

Alteza al teatro del Bosque, regresando luego al hotel.

A la mañana siguiente salió S. A. para Zaragoza. Durante su estancia en Barcelona, D.-'' Isabel ha

sido objeto de continuadas manifestaciones de afec­to y simpatía. -- N.

S. A. en la Plaza de Toros a n t i g u a

S. A. r e v i s t a n d o las t r o p a s que le t r i b u t a r o n hono re s al desembarca r . - S, A. sa l iendo de la Ca ted ra l

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NUMERO 1.64S LA ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA 49.T

LA SEGUNDA GUERRA DE O R I E N T E . - RUMANIA, GRECIA, S E R V I A , MONTENEGRO Y TURQUÍA CONTRA B U L G A R I A

Pei-ii los turcos lian lictlio iiüis que tí.->lo, ya que-, segiin hemos cJicho, liau avanzado lasla Andrinópdlis. rlí̂ ncTrán conservar definíiivamente esla plaza y las dtmds que esl^n

fuera de la Ifnea Hnos-Midia, señalada por las potencias? Es seguro que aunque quieran esto, las potencias no han de consentírselo y ya se anuncia que la conferencia de Lnn-dres adoptará acuerdos decisivos para obligar a la Sublime Tuerta a evacuar los terri-tnrios que ha ocupado más allá de la linea que hemos referido.

La situación de Bulgaria, como se ve, no puede ser mus crítica; el rey Feruandoestá pagando bien cara su ambición y su creencia de que los aliados (|Uf hace poco camba-tieron con él contra Turquía, cederían de grado o por fuerza a sus imposiciones.

Del estado de ánimo de! monarca búlgaro da perfecta idea el siguiente telegrama que ba dirigido últimamente al rey Carlos de Rumania y que reproducimos íntegro:

«El vivo deseo que me anima de poner definitivamente términoala penosa situación actual, me mueve a dirigirme una vez más a Vuestra. Majestad, en mi nombre y en el <le mi gobierno, y a'pcdiros la concertación de la pa^.

El rey Carlos de Rumania (1), el general Harjeu, ministro de la Guerra (2), el general Avereeoo, jefe del Estado Mayor (3), el inspector de Inge­nieros y aviación (4) y el general Boteann [5). (De futc^rafía de Argus Photo-Reportage.)

El resumen de las operaciones militares realizadas desde nuestra crónica anterior puede hacerse en muy pocas palabras, diciendo que rumanos, griegos, servios, montenegrinos y turcos avanzan victorio-samenle y los húlgaros se retiran de todas sus posiciones, unas ve­ces sin oponer resistencia; otras, empeñando combates que se con­vierten para ellos en derrotas, y algunas, cometiendo verdaderos horrores en las poblaciones que la aproximación del enemigo les obliga a evacuar.

El ejército rumano, al mando supremo del rey Carlos, no conten­to con ocupar la nueva frontera estratégica Turtukaia-Baltcbilí, atravesó el Danubio por varios puntos y en grandes masas y ba lle­gado á la vista de Solfa, después de haber sorprendido ybechu pri-siunerar en Fernandovo una brigada'de la p," división del general Koutcliineff. El gobierno de Eucarest explica estos movimientos de rápido avance por su deseo de acabar pronto la guerra y de interve­nir de un modo directo en el arreglo definitivo del actual conflicto.

Los servios, unidos a los montenegrinos, han penetrado en el te-rritorio'búlgaro, habiendo ocupado varias plazas, entre ellas la ciudad de Eelgradlchik, de la que se apoderaron después de dos días de combate.

Los griegos puede decirse que son duefios de toda la Macedonia, exceptuando los distritos de Djumabala y Razloclt, próximos a la antigua frontera búlgara.

V en cuanto a los turcos, su avance es verdaderamente prodigioso: en efecto, sus ejércitos de Tchatalcha y Bulair lian ocupado sucesi-vameute Tcborlu. Vi-za. Demir-Hissar, I-ule-Eurgas y Kirkí-lisséy^or último, se­gún parece. Andrino-polis..-

La explicación que Turquía ha dado de suaclLtady desu con­ducta en el conflicto actual .es realmente curiosa. En una nota oficial,'' después de hacer;constar las di­ficultades opues tas por Bulgaria a eva­cuar los territorios que, según el tratado de Londres habían de BCE devueltos a Turquía y la errónea interpretación dada por aquélla a la línea r(ue había de consti­tuir la fronteraEnos-Midia, añade: «El go­bierno otomano ha­br ía esperado arre-Rlar esia cuestión con Hulgaría por la vía diplomática; pero por desgracia los horro­res a que se entregan los búlgaros en los territorios por ellos ocupados; la barlxi-rie y el vandalismo que sus exa l i ados ban podido compro-'«ar, impiden al go­bierno imperial espe­rar la solución diplo­mática. I'or otra par­te, la experiencia ha demostrado que to­das las negociaciones

Los boy-soouta rumanos esperando el paso de las tropas que marchan a la frontera de Bulgaria. (De fotografía de Chusseau-Flaviens.}

».Al obrar así no tenemos en modo alguno la intención de aprovecharnos de la acogida even-tualmente favorable que Vuestra Majestad pueda dispensar a esta petición para continuar el estado de guerra con Servia y Grecia.

íMi gobierno, por el contrario, está firmemente decidido a firmar rápidamente la paz con aquellos dos países y acaba de demostrarlo enviando a Nisch a dos dele„ados provistos de los

más amplios p -̂jderes en este sentido.

)>Está dispuesto, si Servia y C.lrecia co­rresponden a ello con igual medida, a cesar inmediatamente las hostilidades y a pro­ceder a la desmovili­zación del ejército,

»lla dado ya y es­tá dispuesto a dar aún todas las garan­tías que puedan re­querirse de la since­ridad de sus inten­ciones y de esta de­claración que hago en su nombre.

»Mo',ido por estos sentimientos, pid<) a. Vuestra M ajestad que detenga la marcha de sus tropas.

»Vo y mi gobierno veremos en este acto de Vuestra Majestad ol felií presagio déla reanudación próxima y cordial,entre nues­tros pueblos, de las relaciones consagra­das por t an tos re­cuerdos e intereses comunes y que pro­fundamente lamenta­mos haber visto mo­mentáneamente per-turlMidas.»

El rey Carlos de Rumania ha contes­tado al anterior tele­grama en términos amistosos y tranqui-zadores.

1.a condición prin­cipal que impuso Ru­mania es el reconocí-

El Estado Mayor griego dirigiendo las operaciones contra los búlgaros en la batalla de Kilkisch, al Norte de Salónica, en donde el ejército heleno obtuvo una gran victoria. (De fotografía remiüda por Carlos Trampus.)

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P A R Í S . - S A L Ó N DE LA SOCIEDAD NACIONAL DE BELLAS ARTES. 1913

A P O T E O S I S , t e c h o d e c o r a t i v o p i n t a d o p o r A . P . Ro l l . (Reproducción aaturizada por el Sindicato de k Prnpiednd Arlfslica.)

A

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O B R A S N O T A B L E S D E LA P I N T U R A M O D E R N A

EL VINO D E CIRCE, c u a d r o de B u m e Jones . (Reproducción autoriíadu por hi Pliutugraphisciit; Gesellsciiafl de Htilín.)

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49S L A ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA NÚMERO 1.Ó4S

SÍ; !e mostró propicia, y conii'a la indiferencia del público, t|Lie en un principio no ¡justó cíe sus obr.is, pero andancio t-l tiempo lügró imponerse, su nombre alcanzó gran notoriedad y sus cua­dros fueron'en extremo solicitados.

La Touche supo crearse una personalidad. Artista seductor y original, liabía llegado a ser verdadero maestro, después de haber llamado la atención por ciertas cualidades precoces y por una gran curiosidad de espíritu, ^'a no era solamente un fan­taseador amable, un di\'ertÍdo oteetvador del drama y cié !a comedia, un transcriplor de las escenas de la vicia y un impro­visador de fiestas galantes, siró que íiabía acabado por ceñirse a sus evocaciones de alegorías risuelías y voluptuosas. Tero al bacer esto, lejos de limitarse, había extendido sus dominios.

S a n S e b a s t i á n . - íí. M. el rey U. Alfunso XI l l presen­ciando la simulación de una cura hecha por tos exploradores {/>oy-¡co¡iís} madrileños que, a su regreso de la excursión a Bírmingham, se han detenido en San Sebastián.

SAN SEBASTLÍN.--UNA J-JES-TA UE LUS i;xri.ORAi>OKi:.s

En honor de los expícradores madrileños que fueron a Bír-minghain y que, a su regreso a España, se detuvieron un día en San Sebastián, celebróse el día 17 de los corrientes un ban­quete en el monte Ulia organizado por los exploradores donos­tiarras.

Por la mañana practicáronse varios ejercicios de instruccíór, entre ellos la instalación de un campamento, y a las tres de la tarde efectuóse el banquete, que fué presidido por el vicepre­sidente de la Comisión provincial Sr. Iriarle, en representación del gobernador civil, y al que asistieron los comités, las auto­ridades y unos doscier\tos exploradores.

F u e n t e l l a m a d a d e l o s g a t o s , obro del escultor Fer­nando Seebeeck, recientemente inaugurada en Hildesheim (Alemania). (De fotografía remiticia por Carlos Trampus.)

Durante el t^anquete, la banda del regimiento de Sicilia tocó escogidas piezas, y al final pronunciaron elocuentes brindis el Sr. Izeguieta, presidente honorario de la sección de explora­dores de Guipúzcoa; el capitán Sr. Iradier, organizador de la institución en Kspafia, quien explicó el brillantísimo papel que en Bírmingham han hecho los exploradores madrileños, y el

esIaánícalegiliniaSñlile

deSprudel Larlsbad

S. M. el rey D. Alfonso XlII revistando a los exploradores donostiarras en el monte Ulia (De foUiLjr;ifí;\s de [''reíleric.)

alcalde de San Sebastián Sr, Tabnyo, Cuando terminó el banquete llegaron al monte Ulia S. M. el rey D. Alfonso XIII y SS. AA. el infante D. Fernando y el príncipe IX Kaniero, siendo recibidos con grandes aclamaciones por los explorado­res, quienes prorrumpieron en calurosos gritos de «¡Viva nues­tro Rey explorador!»

Los exploradores madrileños simularon varias curas de sus compañeros donostiarras y los grupos de San Sebastián efec­tuaron algunas evoluciones. El Rey bis revistó y luego todos ellos desfilaron marcialmente por delante del monarca, quien, terminado el desfile, avanzó solo y sombrero en mano y exclamó; «Exploradores españo­les, ¡viva Españal» Entusiastas burras res­pondieron al viva de S. M.

D. Alfonso Xl l l felicitó al capitán Ira­dier y fué obsequiado por el comité con un champaña de honor.

Después retiróse S. M. marchando en au­tomóvil con dirección a la frontera acompa­ñado del infante D. Eernando y del príncipe D. Raniero.

Los exploradores continuaron en el mon­te Ulia hasta el anochecer, y a las nueve menos cuarto regresaron a San Sebastián, en donde entraron al son de tambores, en­tonando el himno, alumbrándose con antor­chas y bengalas y desfilando por la Avenida ante las autoridades entre los aplausos del público numeroso que presenciaba su desfile.

LA FUENTE DE LOS GATOS, nniíA DEL ESCtn.TOR l'ERNANDO SEEBEECK

En Hildesheim (Alemania) se ha inaugu­rado hace poco esta bellísima fuente, obra del célebre escultor profesor Fernando See­beeck. Es un monumento que tiene lodo el carácter de la Edad media yque por su com­posición y por sus líneas armoniza perfecta­mente con el estilo alemán antiguo de los edificios que rodean la plaza en donde se le­vanta.

La figura principal, que corona la fuente, representa al tradicional vigilante nocturno, vestido con el traje medieval y armado de lanxa y farol. La actitud del personaje indi­ca que pretende imponer silencioa los gatos que maiülan en torno del pedestal y que con sus ademanes fieros parecen querer arrojar-ss sobre el importuno que ha ido a turbar sus nocturnos coloquios.

La originalidad de! asunto y el sello ca­racterístico del monumento liállanse avalo­rados por la irreprochable ejecución de los distintos elementos que componen la fuente.

GASTÜX LA TOUCHE

aumentado el poder de sus recursos, la riqueza de sus procedi­mientos, la diversidad de sus efectos.

Resumir en pocas líneas la obra de Gastón La Touche es empresa difici!. Por su imaginación, por su graciosa fantasía, por su arte de bacer nacer la belleza en todas partes, ha sicJo de los pintores que más estrechamente unidos aparecen a la tradición de los artistas franceses del siglo xviii. Nadie ha sa­bido mejor que él fundir en un todo armonioso la verdad y la ficción y hacer moverse en medio de todos los esplendores'de la naturaleza las visiones irreales por él imaginadas.

Este pintor eminente que hace pocos días ha lallecido en París, nació en Saint-Cloud en 1854, Fué discípulo de Eduardo Manet y en sus primeros tiempos de vida artística ensayó la escultura y se dedicó al aguafuerte

Sus comienzos en la pintura fueron difíci­les; hubo de luchar cernirá la crítica, que 10

El célebre pintor francés Gastón La Touche,

fallecido en París el día 12 de los corrientes, (De fotografía de Harlíngue.)

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NÚMERO 1.64S LA ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA 4^9

DOS AMORES N O V E L A O R I G I N A L D E S A L V A D O R F A R I Ñ A . - I L U S T R A C I O N E S D E L U I S A VIDAL, (CONTINUACIÜN.)

. . . y iiit pifSíntaiji un líspejí* y ;ay de mí .-i no UIL- honreía!

Poco a pocn babia ido llegando la noche;; el mar Se estremecía como un corazón enamorado.

Me retiré de la playa y volví sobre mis penas. <'í¡Qué diantrel, acabé por decirme después de al­

gunas horas de dar vueltas en mi cama. \Qu6 dian-í̂ re! Estoy firme como una pirámide: no iré.)'»

* • . . . . . ^.^

Vi de nuevo mi patria, y auni|üü fui allí casi de mala gana, llevé conmigo mis ihiyioiies. las pocas 'lue habían escapado de la tormenta, y visité todas ^as reliquias de mis memorias infantiles, Contem­plando los lugares (jue despiertan nuestro pasado, abrazando en una mirada todo el cuadro de nuestra existencia, reconstruimo.s el jiresente, completamos I"'*; ciencia de nosotros mismos; ciencia melancólica y diticil, ya que conocer al hombre no es otra cosa (jiic t^onocer sus flai[uezas. __ No diré cómo sucedió (jue habiendo ido a Cerdc-•̂ a más por fuerza del contraste ([ue por deseo y con animo de salir de allí quince días después, permane­cí poco menos de cinco años, vagando por ciudades y campos, visitando ruinas de siglos, después de ha-"er visitado las ruinas de mi pobre casa. Aun hoy, Pensando en ello, no -sé explicármelo a mi mismo. ..No quiero darte la culpa a ti, Elena, rubia y gra­

ciosa criatura, a ti, tan pródiga de lisonjas como ava-^ de afecto; te be perdonado las lágrimas que me has hecho derramar y si fuiste causa de que yo disi­pase los mejores años de mi juventud amándote sin resultado, viviendo en un país en donde ya nadie me amaba y en una inacción que cortaba las alas de mi

inteligencia, también esto te perdono. Sé que, a pe­sar de la fatalidad que revistes, eres buena. Pasará mucho tiempo sin que yo vuelva a verte; pero si su­cede que el destino nos quiera otra vez juntos, qui­zás la vejez hará lo í[ue no ha podido hacer lajuven-tud altanera; que se entiendan nuestras almas. En­tonces hablaremos del pasado de los nuevos amores que ahora te esperan, del pasado de los nuevos amo­res que ahora me esperan a mi.

* * «

Cuando regresé a Milán después de tanto tiempo, mi primer pensamiento fué para Clelia y Raimundo, de([uienes .sólo dos veces había tenido noticias: una por .carta, en los primeros dias de mi estancia en Cerdeña, y otra algunos meses después por conduc­to de un joven lom!)ardo que había ido a la isla por deporte y a quien encontré en mis excursiones. Rai­mundo, no sabiendo adonde dirigirme sus cartas y habiéndosele presentado aquella coyuntura, se sirvió de aquel sujeto para decirme que volviese pronto, que había tenido una niña, a la que había puesto el nombre de Blanca, y que era ailn más feliz que an­tes. Aquel caballero lombardo se había informado de mi paradero y habiendo sabido que yo me había marchado a Quarlor, a poca distancia de Cagliari, había ido a buscarme allí. Escribí en seguida a Rai­mundo, pero no obtuve respuesta.

Así es que yo llegaba a Milán con el alma emocio­nada; parecíame que me acercaba a una buena ami­ga, a la cual babia abandonado sin razón y <)ue me ponía mala cara.

El mismo día de mi llegada l'iii a vera Raimundo y a medida que me aproximaba a aquella casa en donde habría de encontrar la felicidad bajo el aspec­to de la puz doméstica, mi corazón latía violentamen­te. Pensaba en la grata sorpresa que les causaría mi llegada de improviso, en la niña de tres años ([ue me recibiría temerosa, en la serenidad del gracioso sem­blante de la madre y en la expresión de placer que animaría los ojos de Raimundo.

La única persona en i|uien no había pensado era en aquel buen hombre traído del otro mundo; en aquella criatura que babia llevado su afecto a Rai­mundo basta el punto de abandonar el sol abrasador de su patria para seguirle, de renunciar al [joncho y al adorno del labio; en Charrúa, de la tribg de los charrúas.

En cambio él se acordaba perfectamente de mí y apenas me vio lanzó un grito de sorpresa. Halagado [>or aquella muestra de extraordinaria simpatia, dis-|)oniame a corresponderle con una sonrisa; mas no tuve tiempo, pues Charrúa inclinó la cabeza triste­mente, bajó los OJOS al suelo y con voz extremada­mente baja, como es costumbre en los de su raza, me dijo;

- ¡Usted por aquí, señorito Jorge! Al oir aquel acento, al ver aquella expresión con­

soladora, sentí más asombro que temor, tan lejos es­taba mi corazón de toda melancolia. Miré a Charnía y vi que su cara morena había perdido la brillante/, que le comunicaba cierta gracia.

-¿Dónde está Raimundo?, pregunté. - El señor no tardará en venir y se alegrará mu­

cho de ver a usted, contestóme al mismo tiempo (jue me indicaba que entrase en las habitaciones de mi amigo.

Cruzó por mi mente una idea horrible que no me atrevía a decirme a mí mismo.

Al entrar en la sala, detúvemc delante de un gran cuadro al óleo admirablemente pintado; representa­ba una mujer joven y hermosa, pero con tanta ver­dad de tonos y con tan vivo realce, c[ue parecía que había de salir fuera del marco negro.

Aquella mujer era Clelia; el corazón me hablaba claramente, mas no osaba volverme para interrogar a Charrúa.

Éste estaba a dos pasos de mi, con la cabeza in­clinada y cruzado de brazos. Le miré y me miró pero nada me dijo; acerquémc a él y separando los bra­zos, los dejó caer a lo largo del cuerpo.

Aquel gesto me lo dijo todo y quédeme como de piedra al conocer la fatal noticia. Charrúa se me acer­có y echando sobre la frente, con un brusco movi­miento de cabeza, las largas sortijas de sus cabello.s, me dijo en voz baja;

- El charrúa no encanece nunca; y, sin embargo^ mire usted cómo he cambiado.

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5©o L A ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA NüsfERO r.Ó4S

Contémplele con teiiiura y pude ver que .su.s cabe­llos, antes negrísimos, comenzaban, en efecto, a enca­necer. Le tendí la mano e hizo ademán de llevársela a los labios,

- ;Muerta!, exclamé, mirando aquel cuadro. - ;Muerta!, repitió Charnla con ronco acento. En aquel instante entró Raimundo. Me vio y me

acerqué a él sin apresurar e! paso. - Soy yo, lu amigo, tu Jorge, le dije estrerbdndo-

le entre mis braío.s. .Miróme y luego exclamó con acento de algi'in

asombro; - ¡Eres td! Aquella frialdad con que me recibía, en lugar de

ofenderme, dejóme más aterrado y dolorido. Apretóse sobre mi pecho y apoyó la cabeza en mi

bombro. Charrúa, en un ángulo de la sala y con la cabeza

enteramente doblada, lanzaba de cuando en cuando Lina mirada tímida a su amo.

Una multitud de iuiágenes desconsoladoras llená­bame la mente y ei corazón.

Después Raimundo me abrazó y me dijo con sin­gular acento:

- Sé bienvenido, amigo mió, hace un mes que es­toy solo.

No dijo más y me llevó a su cuarto. Al salir de la sala, volvi la cabeza atrás y vi inmó­

vil a Charrda, con los brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho.

* * *

Yo no babía tenido tiempo de contemplar el sem­blante de Raimundo; mas apenas me hube sentado junto a él, mi primera mirada apresuróse a buscar en sus fíieeiones las huellas de su dolor. El dolor tiene un modo terrible de alterar el rostro humano; no es la delgadez ÍJUC sucede a una larga enfermedad, sino un tinte indelrnible de languidez, una arruga que no se ve y que, sin embargo, es profunda.

Taseé mi mirada por el cuarto; todo alli revelaba el abandono: el polvo habla formado una espesa capa sobre los estaines de los libros, y las arañas ha­bían apoyado sus hilos sobre unos lienzos preciosos.

(^íuise consular a Raimundo, quien sonrió, aunque sin interrumpirme, y continuó con la cabeza entre las manos y mirando fijamente al suelo.

(,-omprendi que su alÜcción no tenia remedio. El sumo dolor rechaza los consuelos; es se^'ero y

desdeñoso, mira con ojos inmóviles, pero sin lágri­mas. Las grandes desventuras pasan en silencio por entre los hombres.

Salí de aquella casa con el alma inquieta y al ba­jar la escalera me encontré con una niña que iba de la mano de una mujer entrada en años. Ambas ves­tían de luto.

En seguida reconocí en la niña a Blanca, la hija de que me había hablado Raimundo, y cogiéndola en brazos la besé en la cara. La vieja, que nunca me había visto, dejóme hacer, y la pequeñuela se sonrió.

Era una criatura de aspecto dulcísimo, de rostro afilado, pálido y largo, cabellos ondulados y sus ojos grandes y expresivos. Se parecía un poco a su madre, pero más a Raimundo; sin embargo, mirándola aten­tamente, se me ílguró ver levivír en a<iuel semblante infantil la memoria de Clelia, tal como yo la había visto la primera vez, en casa de la condesa.

• •

Al día siguiente volvi a casa de Raimundo. Iba conmovido, pero resuelto a hablarle el lengua­

je de la amistad y aun, si era preciso, el del repro­che, a decirle que era joven y debia ser fuerte, que era padre y debía, al menos, ?77'/r. Estaba dispuesto a afrontar su dolor, a renovarle la imagen de su in­fortunio recordándole su felicidad; pero quería obli­garle a desciibrirme su secreto; si es que alguno te­nia, a depositar en el mío su corazón.

Preveía que si lograba obtener su confianza ten­dría en mis manos su salvación. Puesto que la suer­te me había conducido a su lado en los días de la tristeza, quería aceptar el mandato que se me con­fiaba.

Recibióme Charrúa, quien me dijo que su amono estaba en casa. Le pregunté dónde podría encontrar­lo y pareció titubear en decírmelo; pero su vacilación duró poco.

- En el cementerio, me dijo. - Allí iré, respondí resuello, y salí sin pedir más

explicaciones. Me encaminé a un cementerio. ¿A cuál? No se me

había ocurrido preguntarlo; pero subí a un coche do punto y dije al cochero que me condujera al más próximo.

Llegué poco después al camposanto y penetré un él con cierto sentimiento de terror, Pensaba en Cle­lia (|ue tal vez dormía en aquel lugar, en Clelia, un tiempo tan hermosa y tan feliz, y acudian a mi mente las últimas ¡)alabras ([ue cotí tanta dulzura me había dirigido.

«Hasta la vísla;*, iba yo repitiéndome en mi inte­rior y percibía en estas palabras no sé qué melanco-lia (¡ue me llegaba al corazón.

«¡Mira en dónde busco tu memoria, pobre ángel.')^ Una ancha [>Ian¡cie sembrada de cruces negras in­

clinadas hacia el suelo; aquí y alli algunas lápidas blancas con las inscripciones borradas por el tiem­po; algunas fosas recientemente excavadas y junto a ellas un montón de huesos: fie aquí lo que se ofreció a mis ojos.

Avancé lentamente, y casi distraído, a través de aquellos pequeños senderos. No sé lo que pa.saba por mi, pero al verme solo en aquel sitio, sentime presa de un temblor misterioso.

Fijé, al azar, la mirada en algunas inscripciones y parecióme ver a los sobrevivientes llorando y oír los entrecortados sollozos y murmurar, entre lágrimas, a los indiferentes las virtudes de los difuntos.

Un alma ha vivido y ha partido; tal es la historia de todos,

Pero cada tumba tiene una leyenda que es com­prendida de pocos y por poco tiempo. Más tarde to­dos los demás acentos enmudecen; el camposanto ya no dice más que una sola palabra para todos.

De pronto vi delante de mí una lápida nueva: era de mármol blanco y su inscripción no era larga; de­cía estas palabras bíblicas;

¿PÜU g U É ME [!.\S AB.^NDONADO?

Yo no podía adivinar quién yacía debajo de aque­lla piedra, ya que !a meniira no había hecho su elo­gio; pero comprendía la desesperación del que había llorado su muerte.

Más allá había otras inscripciones, todas enco­miásticas de las virtudes del difunto, todas compa­deciéndole, como si el muerto hubiese de mendigar todavía sobre la tierra el pan, loa honores y la adu­lación.

Ko vi a Raimundo en los dias siguientes, pues aunque varias veces fui a su casa no te encontré nunca.

Cbarrila parecía cada dia más tétrico; la üUima vez que le hablé habíame contestado con un gruñi­do que no logré entender. Charrúa era como un es­pejo del alma de mi amigo; no tenia más afecciones, no padecía más dolores que los de su protector. Asi cuando nombraba a Raimundo, sus ojos se dulcifica­ban pronunciando este nombre como si despertase en su mente una memoria triste. Jamás pude saber qué era lo (jue le ligaba con tanto agradecimiento a mi amigo; pero confieso c|ue nunca había visto ni veré seguramente una gratitad tan profunda.

Fui a casa de la condesa con pretexto de hacerle una visita, pero en realidad llena el alma de esperan­za de averiguar de labios de ella algo de los cinco años transcurridos.

La condesa mostróse muy contenta de verme; me habló de Clelia con mucha tristeza y me pidió noti­cias del <(pobre Raimundo».

Estas últimas palabras las pronunció con acento dolorido, en el que me [xireció distinguir una lamen­tación y hasta un reproche por el olvido en tjue mi amigo la tenia.

Nada, pues, [íodía averiguar por conducto de la condesa de lo <juc más me interesaba.

En aquellos cinco añosCleliay Raimundo habían asistido con frecuencia a sus reuniones y ambos lu habían parecido díchosíjs hasta los últimos meses en que Clelia había comenzado a enfermar, y desde en­tonces los había visto muy contadas veces. En las últimas horas de vida de Clelia, había estado junto a su lecho. Esto era todo lo que podía decirme.

Recordé al anciano general y presumiendo que éste podría contarme algo más, pregunté por él a la condesa, la cual, moviendo la cabeza, me dijo (]ue había muerto. Poco después de la boda de su Clelia había tenido un primer ataque de gota del que pudo curar a tiempo para llevar a la pila bautismal a la pe­queña HIanca. Más tarde, habiéndole un nuevo ac­ceso del mal privado del uso de las piernas, obligán­dole a vivir en su sf[>ulcr() acolchado, como había llamado en un momento de buen humor a su vieja butaca de cuero, habíase dado al ajenjo, y al vigor momentáneo que le prestaba este licor debía sus ho­ras más alegres. Pero pronto abusó de la bebida y los médicos pronusiirarnn que, de seguir por aqueT camino, no viviría más allá de algunos meses, cosa.

(|ue él ya sabía. Cuando llegó ya. al extremo de -su existencia, (]uÍso que le dieran un vaso de ajenjo y como el que le presentasen no estuviera enteramente lleno, pidió que acabasen de llenarlo.

Aquellas fueron sus últimas palabras y poco des­pués moría en brazos de Clelia y de Raimundo.

La condesa lloraba relatándome este suceso. Ai dcs[)edirno-S, me preguntó si tenía noticias de

Eugenio .S., el pintor amigo de Raimundo. - ¿Cómo?, exclamé. ¿Ha estado aquí Eugenio? - ¿Ko lo sabia usted? Hace un año que regresó a

Roma, pero estuvo en Milán algunos meses. Nada había sabido yo de la llegada de Eugenio a

Milán, y aunque esto no tenía nada de extraordina­rio, extrañábame (]ue Raimundo no me hubiese ha­blado de nuestro amigo.

¿Era esto debido a cálculo o simplemente a olvi­do? ¿Cómo explicar su silencio cuando yo estaba to­davía en Cerdeña y Clelia vivía aún? ¿Y por qué Eu­genio no había procurado hacerme avisar o avisarme él mismo?

Al día siguiente encontré a Raimundo en la calle. \ o se sorprendió al verme y se me acercó ama­

blemente esforzándose por sonreír y disculpando su conducta.

Su fisonomía habíase alargado por efecto del do­lor; su paso era grave y llevaba el sombrero calado sobre los ojos y la levita negra abrochada.

Le hablé de Eugenio y me [jareció que palidecía y que rehuía el contestarme; después me dijo (jue Eugenio no había escrito desde hacía mucho tiempo.

Cambié de conversación y me miró a la cara re­celoso, pero luego se tranquilizó, al parecer. Aquella mirada no me pasó inadvertida y comprendí lo que significaba; desde aquel momento, luve el convenci­miento de (¡ue Raimundo me ocultaba un secreto.

* * *

¡Un secreto! ¿Y de qué índole podía ser un secre­to que se resistía a la amistad?

Hay algo que nos envenena más que un engaño amoroso, y es un amigo perdido. Y no es menos do­loroso el dudar de un amigo, el ^"erlo delante de nos­otros pero no como en otro tiempo, el llamar nueva­mente al pasado y encontrarlo mudo, el ver un pe­cho, antes abierto a la confianza, cerrarnos su secre­to. La memoria, (]ue avanza melancólica y tenaz, es en tal caso un tormento en si misma.

Y, sin embargo, yo no quería creer que Raimundo hubiese cambiado respecto de mí; luchaba por per­suadirme de que su amistad habla sobrevivido a la ruina de su corazón, y pedia esta fe a un apretón de manos más largo, a un saludo más afectuoso, a una sonrisa.

Me acordé de Eugenio. Quizás estaba yo en falta con él; pero el apartamiento no le babía hecho a él estar menos en falta conmigo. Nos habíamos escrito muy pocas cartas y nuestra vida íntima nos erareci-¡jrocamente de.sconoc¡da; pero Eugenio tenia un Ijuen corazón y, en afiuellos días de soledad, des­alentado de mis afecciones, pensé en él con afán y le escribí en términos espoiitáneos y sentidos.

Contestóme con una carta triste, excusándose de su silencio, hablándome de Roma y de arte, pero sin decirme nada de si mismo ni de su pasado. Yo, en la mía, habíale hablado extensamente de Raimundo para excitarle a que me refiriese algo de la época en que él habia estado en Milán; ]jero Eugenio hizo caso omiso de esto, y sólo me hizo esperar que tal vez vendría a pasar una temporada conmigo y con Raimundo.

Aquella caria 110 me aclaró nada. Recogime en mí mismo, busqué la solcd.id y pcdi

consuelo al trabajo. Transcurrieron algunos meses. Raimundo venia a

•\erme de cuando en cuando; su dolor era menos agudo pero no menos hondo: habíase resignado, mas <:omo el árbol que, doblado y herido por el venda­val, renueva su corteza pero no vuelve a enderezarse jamás.

Una noche estaba yo sentado junto a la estufa; líi-nieve caía en grandes copos y el hielo habia dibuja­do extrañas formas en los cristales de mi balcón.

Llamaron a la puerta. Era Charrúa, quien me dijo i[ue su amo me suplicaba que fuese a verle, que ne­cesitaba de mi y que fuese en seguida para complíi" cerle.

Arroje a un lado mi bata, púseme un .sobretodo y me encaminé, en conqjañía de Charrúa a casa de Raimundo.

• • • • • • A - •

Le encontré sentado también delante dclachmie-nea; habíame esperado con impaciencia y bahía te-

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NÚMERO 1.648 L A ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA 501

mido ya que yo no pudiera acudir a su llainaniiento. Me dijo que se había encontrado mal todo el dia que desde hacia muchas horas pensaba en mandar-iii'j un recado; pero que no se había sentido con ánimo para hacerlo antes. Añadió que tendría yo que hacer muchas cosas: escuchar confesiones y dar con­sejos.

líahía tanto dolor en sus palabras y tan sincero me parecía su arrepentimiento por la reserva obser­vada conmigo ¡lasta entonces, que le prodigué mis consuelo.s. ]-e dije que ya me había percatado de que me ocultaba algo y ([ue había sentido no ya el deseo ds conocer sus hechas, ni la duda de haber perdido su amistad, sino el temor de haber sido yo la causa de algún disgusto suyo, sín saberlo. Sabía mentir, pero lo hacía con aplomo, cual si cumpÜese un deber.

Mis palabras complacieron a RaimundOj quien, después de meditar un rato y como si al fui hubiese adoptado una resolución, acercó su silla a la mía, mandó a C'harnía que encendiera un candelabro y cogiéndome las manos, las estrechó entre las suyas.

- He esperado hasta hoy, comenzó a decir con voz conmovida, y acaso habria esperado más aún; liabria bajado al sepulcro sin que laamistad hubiese {)odido mirar el fondo de mi alma. Tero ahora es im­posible retardar por más tiempo la confidencia; ne­cesito tus consejos y a cambio de ellos te abriré mi corazón.

»Nü te ofendas por este egoísmo que (juizás es menos censurable de !o que puedas imaginar. .Sabia que callando en nada te engañaría y sé, en cambio, que mi confesión mitigará mi pena; así, pues, si al­guna culpa había en mí, era la de querer ser solo en sufrir.

»No es un secreto el mío, no es una culpa, es un dolor. Otro podría haberte dicho lo que yo te diré y ello no me habría afligido; pero lo que nadie podía decirte es lo que únicamente yo conozco, el tormen­to que he padecido.

»He luchado mucho para evitar que este día lle­gase; hoy me entrego, pero he sido ya vencedor. Ha­bla logrado acostumbrarme a mí mismo, a esta sole­dad odiosa, a este martilleo del pensamiento; había conseguido crear una culpa ])ara hacer de mi un cul­pable. He tenido remordimientos, remordimientos ííin nombre, y los be llevado a mi alma con compla­cencia.

)>;\sí he continuado mi dolor. ¡MÍ dolor! Hubiera temido perderlo ¡jorque era la única cosa que me quedaba de Clelia.»

Raimundo calló. Había pronunciado con tanta vi­veza estas últimas palabras, que le contemplé aterra­do. Luego prosiguió más tranquilo, pero con acento profundo:

<íLo he pensado y lo he deseado. ¡Enloquecer! Renunciar a las ideas, no guardar más que una para toda la vida; no querer ni poder tener otra nunca, •"u un solo instante; estar siempre con Clelia, junto a su lecho mortuorio, con su f¿iz cadavérica junto a la 'iiiii, fijas en las mías sus miradas inmóviles, con sus helados labios apoyados era mis labios y besarla con Lin beso muy largo... Lo he pensado y lo he deseado.

'>Pero ¡si la locura me hubiese arrebatado el últi-"'O destello de la inteligencia sín dcjaimc siquiera la 'He moría!

»Es mejor no estar loco, así puedo mirar dentro de mi pccliü para ver si las heridas son profundas y lactTarlas para que no se curen.»

1 enía los ojos secos y no se veían cuellos señales de lágrimas; y, sin embargo, liabía llorado. Del mis-'iifJ modo que el león herido esconde la sangre per­dida eu la arena del desierto, Raimundo había ocul-ti^do su dolor.

AeeniLiéme más a él y apoyé mis manos en sus rodillas; dejó caer un momento la cabeza y luego la "•gtiió para narrarme todo su dolor.

* *

«Hace ahora cinco años. ¿Te acuerdas? Nos se-I>arabanios con tristeza pero sín gran pena: la felici­dad liaciame menos sensible tu partida, y la idea de que yo era dichoso y -ilgo también de complacencia [*ür ser tií la causa de mi ventura, hacíante quizás nienos amarga la soledad en que ibas a retirarte.

»Ko he olvidado jamás aquel día; y, sin embargo, ^'/dguria vez intento representarme su imagen ante y"s ojos, no lo consigo: siempre falta algo en el cua-

'̂ '"o- (¡Qué es lo que falta? Un poco de palidez en '-'•'' mejillas acaso; quizá un cierto abandono en tus

pasos vacilantes,.., no, no esto. Yo bien sí- que un pintor no podría añadir una pincelada para comple­

tar mi imagen; esto, no obstante, mí imagen ca im­perfecta. Tal vez falla en ella mí alma; quién .sabe si Í;1 velo detrás del cual se ha escondido mi existencia os demasiado espeso y el pasado que al través del mismo descubro adolece .sólo de carencia de luz. ¡Ah.' ¡Esta sombra inmensa, esa niebla que nic cir­cunda y en la cual mi alma inquieta se complace!

»En vano he tratado alguna vez de rebelarme, de .salir de la atmósfera en que vivo para volver a mirar el sol. Me he dicho que existe quizás algiln dolor más grande (¡ue el mío que rebosa del pecho de los hombres y que yo he de llevar mi corazón a recoger­lo; pero hasta el entusiasmo del sacrificio se ha ex­tinguido en mí y he llegado a ser egoísta, no por miedo sino por inercia, sín ser malvado, incapaz de gran mal, pero incapaz asimismo de todo l)icn.

»Creo que no ha habido nunca una transforma­ción más ingrata; el roble ha trocado sus ramas vi­gorosas por la fronda débil del sauce que llora sin lágrimas.

»A veces pienso que hago mal en lanieniarmc. ¿No he tenido acaso mi jornada? Aunque haya sido sólo una hora en la vida, ¿qué importa si en aquella hora he vivido? ¡Cuántos más desventurados que yo no conocieron la felicidad? Yo la he conocido, he amado potentemente y he sido potentemente ama­do. Existe una ley cjue dispone que el dolor siga nuestros pasos y camine velozmente; cuando nos ha alcanzado, al menos no nos volvamos atrás.

»Pero el silogismo se ha estrellado contra mi co­razón; en vez de resistir y sufrir, he imprecado a la naturaleza y me he dicho que cuando la felicidad ha concluido, no conviene dar un paso más, sino sepul­tarse en el camino y que si el cáliz no puede propor­cionarle ya más que amargura, debe el hombre arro­jarlo al muladar para que nadie lo recoja.

)>Quisiera poder representarte al vivo el espec­táculo de mi dicha de un día a fin de que tú pudie­ras comprender el tormento que he padecido.

)>No sé si ningún otro hombre puede haber senti­do la felicidad tan profundamente: el amor, la con­fianza que confunde las existencias, que enciende el deseo y da una sed inextinguible de besos.

)>Sí, fui dichoso, tan dichoso como puede imaginar un hombre, como puede crear la fantasía de un poe­ta o el sueño de un enamorado. Clelia, al fin, era mía, palpitante, aeariciadom, alegre de mis í-aricias. Nuestra existencia fué, durante mucho tiempo, un espasmo dulce, una fiesta.

»En nuestros arrebatos de afecto nos llamábamos <'on los nombres más tiernos y poco a poco nuestros [nopios iiombres se corrumpieron en nuestros labios convirtiéndose en cien palabras cariñosas, de todas las cuales quedaron finalmente dos extrañas, sin sen­tido, pero que lo tenían dulcísimo (xira nosotros. Y con aquel nombre extraño, la llamo todavía en mis noches de insomnio.

í>Nos habíamos acostumbrado al placer de estar juntos, y, sin embargo, sabíamos renovar todos los días el mismo júbilo, siempre insaciable para uno y otro.

»Si por casualidad tenia yo que separarnte de elh, aunque fuera por poco rato, acometíanme los más extraños temores; cuando esto sucedía, Clelia corría al balcón para seguirme con la mirada y como se abalanzaba hacia afuera para verme desde más dis­tancia, yo me volvía temblando y le hacía señas de que se retirase.

»Los transeúntes nos miraban y se sonreían. Me agradan los hombres que no destruyen con el ridícu-l<j la felicidad de los amantes y antes bíen se detie­nen para bendecirlos y conjurar las nubes (¡ue pue­dan cernerse sobre sus cabezas. Nunca plegaria algu­na subirá tan alto; por esto el ara bendita del amor dará vida a la familia, que es una cosa santa.

)>En casa, hacíamos mil locuras; con frecuencia cogíala desprevenida en mis brazos y con tan agra­dable carga corría jadeante por las habitaciones. Ella lanzaba un pequeiio grito de sorpresa; pero luego apoyaba su cabeza sobre mi hombro y dejaba caer sus brazos sobre mis espaldas, mezclando en sus ri­sas algunos acentos de reproches más dulces que las caricias. A veces interrum[)ia yo mi carrera delante de un espejo para que ella pudiera ver al vivo el es­pectáculo de mi feÜeidad: entonces ella aprovechaba la ocasión para deslizarse entre mis brazos y llamán­dome «malo» huia hacia su cuarto jurándome que no se dejaría coger nunca más.

í>En la mesa, era un trastorno diario de las leyes de la simetría. Nuestro cocinero disponía la mesa, y como sólo éramos dos, Clelia y yo, pretendía colo­carnos uno en frente del otro; mas como la me.sa era muy ancha, esta colocación no nos convenía. La pri­mera en substraerse a aquella tiranía fué Clelia, que un día, al llegar a los postres, abandonó su puesto y se sentó a mi lado.

slnsisto en estos pormenores, porque me parece respirar el perfume de aquella paz.

"El viajero que por vez priniera cruza el desierto, apenas si se detiene en los pocos oasis que encuen­tra; pero cuando la arena y el sol le han enseñado la dureza del camino, recuerda con fruición el techo de su propia casa, y si alguna otra vez tiene í]ue aven­turarse por la misma vía, busca ávidamente la escasa sombra de la palmera y no sabe abandonarla sin lanzar un suspiro.»

«Los primeros meses de mi matrimonio transcu­rrieron asi, entre las puerilidades y las locas alegrías. Clelia era, en muchas cosas, una niña; gustábale dor­mir con la cabeza apoyada sobre mis rodillas, pasar la mano por cutre mis cabellos y de pronto despei­narlos y reírse de ello. Luego quería peinarme y ha­cerme la raya en medio de la frente y me presentaba un espejo y, ¡ay de mí si no me sonreía!

»Yo la dejaba hacer y me deleitaba con esas tonte­rías, de las ([ue acabé por hacer un importante argu­mento de mi existencia. [-»

»Rianse en buena hora los hombres serios; su voz \ ^ no sabrá nunca llegar al corazón. La infancia es la aurora del amor, puesto que el amor es la vida; el verdadero filósofo amaba a los nitios, quería ver las rizadas cabecitas en torno suyo, prodigaba las cari­cias y hablaba a las turbas una Jllosofia dulce, llena de confianza que se resumía en una palabra: amad.

»Amad, sabed ser niños en el amor. »SaIidos de la infancia, suelen los hombres aver­

gonzarse muy pronto del pasado y la mayor ofensa que puede hacérseles es recordárselo; pero la edad senil llega siempre demasiado de prisa a vengar el ultraje. Yo, en cambio, no me avergüen?:o de que en mi vida haya habido una edad en que era niño y no me duele tampoco confesar que siendo hombre supe renovar las dulzuras de aquella edad.»

«Un día, en que yo había estado ausente más tiempo que de costumbre, Clelia salió a rei'ibirme enfadada: a fuerza de muchas cariciiis logré disipar su mal humor y sólo quedó en au cara un sello de tristeza y un abandono suavísimo en todos sus miembros.

»Yono sabia qué pensar; Clelia me ocultaba algo y de cuando en cuando parcela que quería acercár­seme para levelármclo y que no se sentía con áni­mos para hacerlo.

,» - ¿Qué tienes?, le pregunté de proiito acarician-; dolé las mejillas.

»RuborÍzósc y se turbó. » - T e n g o miedo, balbució tristemente; y no dijo

más. » - ¿Miedo de qué?, le pregunté. »En vez de contestarme, arrojóse en mis brazos y

escondió la cabeza sobre mi pecho.»

«Clelia era madre. í>Desde el momento en qud lo sospechara, habíase

sentido presa de una vaga turbación; líi. inqiortancia de la cosa la había aterrado, pero con un terror dul­ce que tenia mucho de asombro y nada de dült>r. Ser madre, llevar en el seno olra vida, era una prue­ba suprema, todo un porvenir en sus manos. Aquella pobre alma había quedado aturdida ante aquel con­vencimiento, había medido sus propias fuerzas, se había creído débil y había llorado de miedo. Pero en cuanto tuvo la certeza de su estado, a la vacila­ción sucedió un recogimiento suave y a la vez un gran abandono a la alegría. Sus ojos habíanse vela­do; pero cuando los levantaba ¡lara mirarme, era co­mo si im rayo de sol se posara en mi rostro. Se aga­rraba a mi brazo con infantil complacencia y quería que yo la condujese asi por toda la casa.

» - Me parece que soy más tuya, decíante langui­deciente, que ya nada puede separarnos.

»Observé que el amor maternal se abría paso tra­bajosamente al través del amor de la esposa y que todavía era yo el tínico que reinaba en su corazón.

»Un día se me puso delante pensativa y me dijo gravemente;

» - Mírame bien. » - Y a te miro. » - ¿ N o es verdad que soy pequeña? » - No me lo parece. » - Sí, soy pequeña, quiero serlo... Uime que soy

pequeña; me parecerá que soy más tuya, que formo parte de ti.

(Se fontiriiiani.)

•fs-.

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502 LA ILUSTRACIÓN AIÍTÍSTICA NÚMERO 1.648

N O T A S D E LA A M E R I C A D E L N O R T E . - E L COLEGIO S M I T H P A R A SEÑORITAS

E n t r a d a del colegio

El programa de las ciencias teóricas es menos amplio que el de las letras. prL'valeciendo en este punto el carác­ter práctico y experimental de los es­ludios. Las matemáticas ocupan un puesto secundario; el estudio de las ciencias naturales substituye a las es-]jeculaciones teóricas y ¡os ejercicios consisten sobre todo en trabajos prác­ticos, manipulaciones y disecciones.

Finalmente la preocupación del des­envolvimiento estético se manifiesta no sólo en el estudio especial del di­bujo del natural, de ¡a perspectiva, del arte antiguo y moderno y de la miísica instrumental y vocal, sino también en la importancia concedida a los ejerci­cios físicos. El punto de vista higiéni­co no es lo único que preocupa a loa educadores; el propósito evidente de éstos es dar, con el vigor físico, la es­beltez, la agilidad y la gracia de los movimientos.

I ^ vida de las colegialas, fuera de las horas de curso, transcurre en los dormitorios o al aire libre. Los dormi­torios, en número de trece, han sido construidos por el mismo Colegio o por particulares (\ue han hecho de ellos donación a éste. Son como grandes vf'/Ais de madera o de ladrillo, de esti-

El Colegio Smith fué fundado en 1H75, en Northampton, pequeña ciu­dad del Massachusetts de 15.000 ha­bitantes, por la fdantropía de un par­ticular, como casi todas las institucio­nes útiles de los Estados Unidos. Há­llase construido al extremo de la prin­cipal calle de la población y sus edifi­cios escolares, la capilla y los dormi­torios álzanse distribuidos en vastos jardines.

Es un establecimiento de enseñanza superior y su objeto no es preparar a las jóvenes para una profesión espe­cial, sino combinar las ventajas de una alta cultura intelectual con las de una discipli]ia liberal y de' una existencia cómoda.

El Colegio recibe a las jóvenes de lodos los ámbitos de América y aun­que las más de ellas son oriundas de los condados de Massachusetts, del Illinois y de Nueva York, otras sopor­tan un destierro más lejano y llegan alli solas, con sus baúles, procedentes de Texas, de California, de Maryland y hasta de las Bermudas y de Haití. En él están representadas todas las clases de la sociedad norteamericana, desde la hija de un industrial millona­rio a la de un modesto carpintero, y es tal el carácter democrático de !a institución, que las menos favorecidas por la fortuna no sufren la m;is peque­ña humillaciÓJi, el menor menosprecio

U n equipo de foot-ball

de parte de las privilegiadas. La diferencia entre unas y otras se nota única- lo colonial, con una escalinata resguardada por un pórtico de colunnias. Dise-mente por los inocentes refinamientos de lujo y de comodidad que se permiten minados entre céspedes, medio ocultos por los grandes arboles del parque, tie-las ricas; pero el prestigio de la in­teligencia basta pa­ra restablecer el equilibrio destrui­do por el poder del dólar.

Unos cursos son obligatorios, otros facultativos; el re­glamento impone, sin embargo, a las estudiantes quince horas de estudio por semana.

El programa de los estudios litera­rios comprende la filosofía, la psico­logía, la lógica, la estética, kliteralu-

L a fleata do l a P r i m a v e r a que t o d o s loa a ñ o s se ce lebra en el colegio

nen todo el aspec­to risueño de las casas de campo; IÍL yedra y las plantas trepadoras encua­dran las ventanas y suben hasta las puntas de los teja­dos y de las torre­cillas; miradores Y balcones de made­ra calada, con ba­laustres esculpidos, dejan e n t r a r en ellos el aire y l^ luz en abundancia. Cada habitación es­tá (ji'ganizada, en cuanta es posible, cí>mo una casa par­ticular: tiene -su sa-

ra, bíblica y la religión comparada; en él tienen un lugar importante la sociolo­gía, la historia y las lenguas y literaturas e.Ktranjeras.

lón, su comedor, sus cocinas, sus cuartos con calefacción al vapor y elegante y cómodamente amueblados.

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NÚMKUO 1.648 L A ILUSTRACH'ÍN AKTÍSTICA

A las siete y media de la mañana, las educandas, después de haber su baño o su ducha y hecho su ioikUe. bajan al comedor, se desayu café y leche o te, Inievos y carne, vuelven a su cuarto, que limpian y ellas mismas, van a la capilla y entran en las clases, que duran hasta e! me* diodía.

iJespués salen a dar un paseo a pie o a hacer sus com­pras a la ciudad y ala una vuelven a! C o l e g i o para el hauh. Pueden, sin embargo, comer en un restauran o con una amiga en utro pensionado; pe ro en este caso han de dar previo aviso a la inspectora.

Los comedores tienen seis o siete mesas de doce cu-liiertos cada una y presididas por las inspectoras o por las colegialas de más edad designadas por sus propias compañeras. Al a la mesa, todas las educandas se recogen unos momentos para hacer ción mental; reina en aquellos instantes un si­lencio absoluto, pero una vez concluida la pie- r:^r:r garia, empiezan las conversaciones y las risas, que duran toda la comida.

Después del lunch, las colegialas son Ubres de subir a sus cuartos a trabajar o de irse a pa­seo; sin embargo, tienen la obligación de dedi­car cuatro horas semanales al ejercicio, pudien-do elegir entre el paseo a caballo o a pie, el patinaje, el golf, el tennis, el hockey, el remo, la natación y el juego de pelota.

En los dos primeros cursos, son obligatorios, desde diciembre a Pascua de Pentecostés, los ejercicios gimnásticos bajo la dirección de un profesor. Si alguna razón les impide dedicarse a los ejercicios prescritos, han de consignar sus excusas en una cartulina especial que envían al presidente de la Universidad; lo mismo han de hacer para excusar sus ausencias a las prác­ticas religiosas de la mañana.

A las seis, es la comida y después de ésta hay media hora de recreo. Luego se dan lec­ciones en alta voz en pequeños grupos, o se preparan en los dormitorios las lecciones para el siguiente día, o se organizan representacio­nes dramáticas, o se celebran reuniones en los clubs de las educandas o se efcctiían paseos en coche o en trineo hasta las diez, si bien para esto último se necesita que una de las señoras encargadas de la vigilancia de las habitaciones consienta en acompañar a las paseantes que lo soliciten.

Las representaciones teatrales, las charadas, las reuniones, las conferencias de educandas son muy frecuentes en el Colegio Smith. Hay en éste clubs de todas clases, de griego, orien­tal, francés, de botánica, de biología y en él se organizan Consejos de alumnas que envían re­presentantes al Consejo de los profesores del Colegio para formular reclamaciones o bien protestas, ya por ser demasiado largas las lec­ciones, ya porque no se celebran bastantes bai­les (en los que son admitidos los jóvenes), ya por otros motivos.

Las colegialas llegan solas al (Colegio y tam­bién solas regresan, dos veces cada año, a los Estados lejanos en donde viven sus respectivas familias.

Sus padres no tienen otras relaciones con la administración que el pago de las cuentas; no reciben ningún boletín del presidente como tampoco de ios profesores sobre la conducta de sus hijas. Cuando hay alguna alumna que no se porta bien, se la despide y asunto termi­nado; pero este caso, según parece, casi no se da nunca.

La libertad es, pues, casi absoluta y la con­ciencia que de esto tienen las educandas es lo que las hace tan formales. Con tal que a las diez de la noche esté recogida en su dormito­rio, que asista a ¡as oraciones de la mañana dia­riamente, que siga sus quince horas de clase por semana, ya está en regla con el Colegio. Además no ha de pasear en coche con ningi'm joven, como no sea con su prometido, y no debe ir nunca en coche los domingos, pues esto le

toniado atraería las iras del presidente que no deja níngán año, en su discurso de la nan con inauguración de las clases, de insistir sobre esta prohibición. No todas las cdu-arreglan candas del Colegio Smith son ricas; las hay también pobres (lue para pagar su

pens ión han de trabajar du ra t i t e una parte del dia, bien dando leccio­nes, bien sirviendo en los restauranes y ímarding-houses. Además, a las que ni aun así pueden subvenir a sus ne­cesidades la Socie­dad de s o c o r r o s del Colegio les ha­ce préstamos que luego ellas reem­bolsarán c u a n d o obtengan, gracias al diploma conse­guido, un empleo.

Cada año, al co­menzarla primave­ra, celébrase en los jardines del Cole­gio una fiesta poé­tica y pintoresca,

sentaríie la tiesta de las ñores, en la cual toman parte no sólo las que son entonces alum-una ora- ñas sino también muchas que terminaron sus estudios en años anteriores. - X.

V i s t a do loa dormi to r ios del colegio

Jamás he v is fo cabel lo más fuerce ni más espeso. ¡Como se conoce queuse^Vd

el PETRÓLEO G A L !

H.Chrmann.

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504 LA ILUSTRACÍÓX ARTÍSTICA XL-MKKO 1.Ó48

BARCELONA. - I N A U G U R A C I Ó N D E LAS OBHAS D E L ' S A N T U A R T O DE LA VITÍGEN D E L C A R M E N

Ccn yran solemnidari efectuóse cl ala 16 (le los curríenLes ía ce­remonia di; lii hendicrión y ccilocacú'm de la prinieüi piedra de! san-luariij de la Virgen dtd Carmen, que ha (]e conslruirse en ]a Gran-vía Diagonal, juntu al c^onvenlo de Carnielilas descalzos.

Kl írtlar, que Tornia cliaHán con la calle de Lauria, eslalja ador-nadd con banderas y escudos )• en él se había ievatUado una tribu­na para lus invitados, loí cuales ocupaban tambíiíti los claustros del convenl<i,cuyti patio hallábase cubierto por un velamen.

A la hora señalada, fué sacada procesionatmente del convento la imagen de Nuestra Seííora de) Carmen que en él se venera, y con­ducida al snlar en donde debía efectuarse la ceremonia, siendo re­cibida, al llegar allí, a los acordes de la Marcha Real, que t jecutó la Lxinda de la Casa de Caridad, y colocada en el silio i[ue, u tu ve^ terminado el santuario, ocupará en el preshiterio,

í l muy ¡lustre secretario de cámara l)r . MiiTioz, revestido de capa pluvial y asi.slido de los l 'P, Canneliías, procedió, en repre­sentación del señor obispo, a la bendición de la primera piedra, la cual, después de bendecida, fué imjada al sitio dispuesto, en el que se enterró también unacaja con ¡>eriódicosde esta capital, mu:dallas de la Congregación Canneli la, inonedas y el acta de la ceremonia, firmada por la& autoridades ante el notario Sr. Casades,

Kfectuada la ceremonia, el 1*. Ludovico, superior de los Carme-

Conduccidn solemne de la imagen de Nuestra Señora del Carmen al aitio en donde ee procedió a la colocación de la primera piedra del santuario

El muy ilustre secretario de Cámara Di'. Mtuioz bendiciendo la primera piedra del santuario. ¡De fotc^rafías de nuestro reportem A, Merletti.)

litas, pronunció un discurso dando las gracias a las autoridades y terminando con un ^iva a la patria, que fué contestado con enlu-siasmü por la inmensa coacurrencia allí reunida.

Después se erectuó una ofrenda de (lores a la Virgen, cjue fut re­tirada tauíbién procesión al 111 ente y a los acordes de la Marcha Kealt siendo aconipafiada |X)T íjran mimero de fieles, por las autoridades y demás personas invitadas a l a ceremonia y p o r toda la comunidad de Carmelitas.

Al acto asistieron el gobernador civil Sr. Francos Rodríjjuea, el o r e e j a l Sr. Condomines en representación del alcalde, el í:i|)utado

fíA'incial Sr. V'alls en n-presentaeión del presidente de la Dipula-eión, el Dr. D. Miguel lionet en representación del rector de la Universidad, el magistrado Sr. Villar en representación del presi­dente de la Audienei í , cl teniente fiscal .Sr. Lardies, el vicario cas­trense lar, Pezal en representación de! capitán jjeneíal, el capitán de corljeta Sr. Iharra en representación del comandante de Marina, el Dr. Gassia en representación de! cabildo, un represcntatHe del del delegado de Hacienda, el arquitecto Sr. Doméncch y Estapá y niTichíts ivtras personalidades dislinguidas.

HISTORIA GENERAL DE FRANCIA COLKCCIÓN DE LAS OBRAS MAS NOTABLKS Y MODKRNAS QUE SK HAN PUBLICADO SOÜIÍIL LA I l I S T O K I A U K F R i ^ N C X A ,

CUYA PROPIEDAD Dli TRADUCCIÓN PAPA EL IDIOMA ESPAÑOL TIENE ADQUIIUÜA ICSTA C A S A EDITORIAL

O R D E N D E L A P U B L I C A C I Ó N . ' • - • -

I , I M S T O I i l A G E N E R A L I>E F R A N C I A nnsDE su OIÍ IGHN HASTA I.A H K V O L U C I Ó K . - Notable obra que se publica en Francia con extraordinario é.xilo bajo tu l i rccc iún del .sabio liistoriador A/. Eruesío Laz'iíse, de la Aciidcniía I'Vancesa, con la colaboración de los más renombrados catedráiicos de bis Univerfidades de Francia,

I I . n i S T Ü K I A O E LA U E V O L U C I ü N F R A N C E S A , E L C O N S U L A D O V E M M b E R I O . - Obras de reconocido mériio escritas |x)r el célebre estadista M . A d o l f o T h i e r B , precedidas de un juicio crítico de ¡a Revo¡iici<.>ity utts harntins por D . E m i l i o C a s t e l a r , cuyos originales son de exclusiva propiedad de esta Casa editorial.

I I I . LA N U E V A M O N A R Q U Í A {jSi5-r84S) - LA S E C U N D A KEt 'ÚHLTCA V E L S E G U N D O I M I ' E R I O . - G U E K K A F K A N C O A L E M A N A {1S70). Notable obra escrita por Pierif de ¡a Gifi^e, que ha merecido ser premiada por la Academia Francesa,

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