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Gianni Vattimo Ecce cornu Cómo se llega a ser lo que se era PAIDOS Buenos Aires - Barcelona - México

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Gianni Vattimo

Ecce cornuCómo se llega a ser lo que se era

PAIDOSBuenos Aires - Barcelona - México

Espacios del SaberÚ ltim os títu los publicados

37. S. Amin, Más allá del capitalismo senil38. P. Virno, Palabras con palabras39. A. Negri, Job, la fuerza del esclavo40. I. Lewkowicz, Pensar sin Estado41. M. Hardt, Gilíes Deleuze. Un aprendizaje filosófico42. S. Zizek, Violencia en acto. Conferencias en Buenos Aires43. M. Plotkin y F. Neiburg (comps.), Intelectuales y expertos. La constitución del

conocimiento social en la Argentina44. P. Ricoeur, Sobre la traducción45. E. Grüner, La cosa política o el acecho de lo Real46. S. Zizek, El títere y el enano47. E. Carrió y D. Maffía, Búsquedas de sentido para una nueva política48. P. Furbank, Un placer inconfesable49. D. Wechsler y Y. Aznar (comps.), La memoria compartida. España y la A r­

gentina en la construcción de un imaginario cultural50. G. García, El psicoanálisis y los debates culturales51. A. Giunta y L. Malosetti Costa, Arte y posguerra. Jorge Romero Bresty la re­

vista “Very Estimar”52. L. Arfuch (comp.), Pensar este tiempo53. A. Negri y G. Coceo, GlobAL54. H. Bhabha y J. T. Mitchell (comps.), Edward Said: Continuando la conver­

sación55. J. Copjec, El sexo y la eutanasia de la razón56. W . Bongers y T. Olbrich (comps.), Literatura, cultura, enfermedad57. J. Butler, Vida precaria58. O. Mongin, La condición urbana59. M. Carman, Las trampas de la cultura60. E. Morin, Breve historia de la barbarie en Occidente61. E. Giannettí, ¿Viciosprivados, beneficiosptíblicos?62. T. Todorov, Introducción a la literatura fantástica63. P. Engel y R. Rorty, ¿Para qué sirve la verdad?64. D. Scavino, La filosofía actual65. M. Franco y F. Levín (comps.), Historia reciente66. E. Wizisla, Benjamín y Brecht, Historia de una amistad67. G. Giorgi y F. Rodríguez (comps.), Ensayos sobre biopolítica69. D. R. Dufour, El arte de reducir cabezas70. M. Mellino, La aitica poscolonial71. E. Diapola y N. Yabkowski, En tu ardor y en tu f'ío72. J. Butler y G. Spivak, ¿Quién le canta al estado-nación?73. G. Vattimo, Ecce comu

Título original: Ecce coma. Come si ri-diventa ció che si era

Traducción: Rosa Rius Gatell y Carmen Castells Auleda

Cubierta de Gustavo Macri

Vattim o, GianniEcce co rn il: cómo se llega a ser lo que se era . - 1" ed. - Buenos Aires : Paidós, 2009. 136 p . ; 23x15 era. - (Estudios de comunicación; 74073)

T raducido por: Rosa Rius Gatell y C arm en Castells Auleda ISB N 978-950-12-6573-6

1. Filosofía Política. I. Rius Gatell, Rosa, trad. II. Castells Auleda, Carm en , trad. C D D 320.1

I a edición en Argentina, 2009Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la auto­rización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

© de todas las ediciones en castellano,Ediciones Paidós Ibérica SA,Av. Diagonal 662-664, Barcelona © de esta edición,Editorial Paidós SAICF,Defensa 599, Buenos Aires e-mail: [email protected] www.paidosargentina.com.ar

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Impreso en la Argentina. Printed in Argentina

Impreso en MPS, Santiago del Estero 338, Lanús,Provincia de Buenos Aires, en marzo de 2009.

Tirada: 4.000 ejemplares

ISBN 978-950-12-6573-6

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Indice

Introducción. Futuro de la religión, futuro del comunismo....... 9

IUna larga marcha a través de las oposiciones

La ilusión europea.......................................................................... 15Europa: ¿tercera vía?...................................................................... 20El imperio, las multitudes, las instituciones.................................. 24Las guerras que hay que combatir................................................ 29De la utopía a la parodia................................................................. 32El comunismo recobrado............................................................... 35Subversivismo democrático............................................................ 46

nEcce comu

¿Una democracia normal?.............................................................. 57Política y vanguardia...................................................................... 60I a experiencia de la Italia de derecha........................................... 62l Iablar sobre los árboles................................................................. 66Gatocomunismo.............................................................................. 70

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El sueño de la liberación................................................................ 73¿Autenticidad?................................................................................. 75Las buenas razones del viejo Marx................................................. 78¿Nuevo proletariado?...................................................................... 80Historicismo.................................................................................... 82¿Anarcocomunismo?........................................................................ 84Derechos humanos.......................................................................... 88Los errores/horrores del comunismo real.................................... 91Pensamiento débil, nihilismo......................................................... 93La izquierda italiana y la democracia............................................. 96¿Democracia corruptiva?................................................................. 100El reformismo y el final de la política............................................ 103El “fantasma” marxiano................................................................... 106¿De verdad faltan proyectos?......................................................... 109El ejemplo latinoamericano........................................................... 112Comunismo ideal y, por eso mismo, anárquico............................ 116Comunismo e interpretación......................................................... 119Las posibilidades del comunismo................................................... 123

Fuentes.............................................................................................. 127

Bibliografía 129

IntroducciónFuturo de la religión, futuro del

comunismo

Las tesis, opiniones y posiciones que se exponen en este pe­queño libro son el resultado de una experiencia política, en cier­to sentido fallida -pero solo en cierto sentido-, que ha llevado al autor a la conclusión de que se trata de volver a ser comunistas. El título -bastante hermético, lo admitimos- reproduce paródi­camente el título de la autobiografía de Nietzsche, Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Mi marcha a través de las oposicio­nes ha sido por un lado breve, si la identifico con el período en que fui diputado europeo en las filas de los DS (y, por lo tanto, en el grupo del socialismo europeo); pero larguísima, casi toda mi vida “adulta”, si me refiero a la constante “catocomunista” a la que, desde siempre, soy fiel. No sé si ha prevalecido, en algu­nos momentos, uno de los dos componentes del término y de la actitud que les corresponde. Confieso que hoy tiendo a sustituir, cada vez más, el “cato”, el componente católico, por un “cristia­no” más general (nunca hemos usado -n i osado- el término “cristocomunista”). En fin, ante lo que la Iglesia católica se ha ido convirtiendo tras los últimos pontificados, el calificativo en el que siento tener que reconocerme es el más genérico, y am­plio, de cristiano. Lutero hablaba así de la libertad del cristiano, polemizando precisamente contra la pretensión disciplinar y dogmática de la Iglesia de su tiempo. Si no me decido a definir­me como luterano, es solo porque sigo intentando pensar que,

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en realidad, las dos fuentes de la revelación son la Biblia y la Tradición y, por lo tanto, no “solo la Escritura” de Lutero. La Biblia me ha sido transmitida por la Iglesia; de lo contrario nunca la habría conocido. Pero la Iglesia que me transmite la Biblia ya no es tanto la de la jerarquía católica (que solo en 1870 llegó a ser dogmáticamente “infalible”) sino más bien la comuni­dad de los cristianos que, como ponen de manifiesto tantos indi­cios (incluido el “cisma sumergido” al que se refirió, en un reve­lador libro, el filósofo católico Pietro Prini), diverge cada vez más, en la manera misma de vivir y concebir la práctica cristiana, de los palacios vaticanos.

Tal vez reside aquí uno de los signos más evidentes de la “italianidad” de este libro, porque es obvio que la “cuestión católica” es, sobre todo, un asunto italiano, ya que es en este país donde más pesa el secularismo y la pretensión de poder político del clero. En cuanto tiene que ver con la “punta” de un iceberg mucho más grande y penetrante (visto que ahora, en todo el mundo, la Iglesia tiende a presentarse como un poder capaz de contrarrestar, cuando no puede influir en ellas, las ins­tituciones políticas, sean democráticas o no), esta postura “lute­rana” sui géneris (contra el papa por amor a la Iglesia) cree no ser en modo alguno provinciana, vinculada solo a una perspec­tiva italiana.

Pero resulta evidente que el tema del libro es principalmente la recobrada (o redescubierta) esperanza comunista. Que no solo en Italia podría y debería acompañarse de una renovada adhe­sión al mensaje evangélico o, más en general, a la predicación de la fraternidad que está presente en todas las grandes religiones. No es inverosímil que algún día los dirigentes de estas religio­nes, cuando se encuentren por ejemplo en Asís para rezar por la paz del mundo, en vez de limitarse simplemente a deplorar el aumento de la violencia o, peor, la “corrupción de las costum­bres”, den voz a las esperanzas de comunismo -sí, justamente- que ya pertenecieron a la fe y a la práctica de las primeras comu­nidades cristianas y que, como hemos leído con estupor y dolor en la encíclica Deus caritas est del papa Benedicto XVI, después se perdieron “naturalmente”. Y nunca se recuperaron después de la llamada “donación de Constantino”, convirtiendo a la Iglesia-

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Introducción

jerarquía cada vez más en lo que es hoy, la fiel aliada del conser­vadurismo.

Si en Italia la transformación de las estructuras sociales y eco­nómicas del poder requiere también, y ante todo, una “conver­sión” de la Iglesia, es bastante probable que, con maneras menos directas (pienso en la constante injerencia de las jerarquías ecle­siásticas en las elecciones italianas y, por lo tanto, después, en las elecciones de los parlamentarios que, si bien no siempre son cre­yentes, temen su ostracismo), valga ello también al menos para todo el mundo occidental, en el que el orden capitalista sigue esgrimiendo el espantapájaros del ateísmo comunista para defen­der su propio poder y todas las desigualdades que ello perpetúa. Las mayorías morales que constituyen la fuerza del conservadu­rismo estadounidense ciertamente incluyen asimismo a muchos fieles católicos y, por lo tanto, a multitud de creyentes cristianos que están vinculados, también por culpa de sus jerarquías ecle­siásticas, a una visión no del todo cristiana de la historia y de la sociedad. Por no hablar de la importancia del factor religión en el “conflicto de civilizaciones” al que tanto se alude, una vez más como pura máscara ideológica de la lucha por la defensa del dominio capitalista sobre los recursos del planeta. No creo en un posible futuro de la religión que no sea también el futuro del comunismo. Nunca lo he pensado ni expresado con esta clari­dad, pero estoy convencido de haber llegado a esta conclusión a partir de una experiencia no puramente individual sino amplia­mente compartida, aunque a menudo solo de manera implícita. Por consiguiente, aunque estas páginas quieran ser leídas ante todo como un discurso político y no como manifiesto de una revolución religiosa, espero que no se olvide el peso que en la determinación de sus contenidos ha tenido la constante y nunca renegada orientación “catocomunista” del autor.

Enero de 2001

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I. Una larga marcha través de las oposiciones

Publico aquí’ como “huella ” de la “breve marcha ”, la del período del Parlamento europeo, algunos de los artículos que han significado, para

mí, tina progresiva preparación de las posiciones “alcanzadas ” en ellibro que los continúa.

La ilusión europea

Ante todo, Europa. Durante varios años, tanto antes de ser candi­dato a l Parlamento europeo, como durante la prim era parte de la legis­latura, fu i un “creyen te” convencido en la Unión Europea. Las razones por las que esta m e parecía capaz de fun cionar como un programa rea­lista de izquierda las expresé en el artículo que escribí para L ’Unitá, un periódico en e l que entonces, enero de 2002, también creía.

Europa o el socialismo. Podríamos inspirarnos en el título del famoso escrito de Novalis (en el cual, en lugar del socialismo, estaba “la cristianidad”, y Dios sabe cuán afines son ambos tér­minos) para desarrollar una relación que, también gracias (es un decir) a la política no política del gobierno de Berlusconi, cada vez nos resulta más clara. Hasta el punto de que el ideal europeo se presenta como un sustituto válido, tal vez el único válido, del proyecto marxista de construcción de una sociedad desalienada. Se observará que los dos proyectos se encuentran en un nivel distinto de generalidad filosófica. Es cierto. Solo que también el ideal europeo, si se piensa, como corresponde, fuera de toda perspectiva de tipo étnico y “naturalista” (como era el caso de las unificaciones nacionales decimonónicas: Italia “una de armas, de lengua, de altar, de memorias, de sangre y de suelo”, a las que ya solo se refieren Bossi y sus padanos) se convierte en un progra­ma denso en significado político que puede reivindicar, con legí­

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tima razón, una capacidad emancipadora comparable con la del marxismo, ahora agotada.

En definitiva, no es por casualidad que el proyecto europeo sea hoy en Italia patrimonio de la izquierda; como durante mu­cho tiempo lo fue de aquellos movimientos políticos de inspira­ción liberal y cristiana que tuvieron y tienen hoy más que nunca en común una visión de la política como gran empresa ética de desarrollo humano. Democracia liberal, cristianismo comprome­tido políticamente y movimiento socialista liberado del peso de la tradición soviética están hoy más próximos que nunca, y ello pone de manifiesto, sobre todo en las instituciones europeas, que son menos sensibles a las rémoras creadas por las herencias clien- telares de los diversos partidos nacionales. Una nueva frontera del catocomunismo, pensarán algunos. ¿Por qué no, si mientras tanto el compromiso ético de cristianos y socialistas se ha purifi­cado de todo integrismo, asumiendo plenamente los valores de la democracia liberal?

Tal vez la herencia marxiana a la que los socialistas no debe­rían renunciar es precisamente aquella que más traicionaron las democracias populares de tipo soviético, la idea de que la econo­mía política no es una ciencia natural, y que, por lo tanto, no puede autorizar ninguna planificación rígida de la economía que se pretenda científica.

Pero lo que debe quedar de una idea como esta -además de un cierto voluntarismo indispensable en la planificación política- es, sobre todo, la conciencia de que aquello que es humana y éti­camente digno no es apoyar una esencia “natural”, sino asumir la plena responsabilidad de unas elecciones argumentadas y com­partidas. Todo el valor del proyecto europeo reside en su “artifi- cialidad”, que se traduce en el hecho de materializarse de manera democrática y, por primera vez en la historia, no mediante la conquista violenta por parte de un poder como el de las dinastías o los militares que efectuaron las “unificaciones” nacionales o imperiales del pasado. Es difícil resumir en pocas palabras los pasos de este razonamiento, pero podemos esbozarlos; su nivel de “generalidad” no debería asustarnos, si, como solemos pensar y decir, se trata de reconstruir las bases de una filosofía y de una política de la izquierda. Incluso la proximidad, a menudo exage­

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rada con fines retóricos o incluso polémicos (Nietzsche) y cari­caturesca entre cristianismo y socialismo nos puede ayudar aquí. Al igual que la anunciación cristiana, el socialismo -lo que queda o merece quedar de é l- es un antinaturalismo radical: solo en su calidad de antinaturalista puede entenderse la profecía-esperan- za marxista de la rebelión de los proletarios-débiles contra los patrones-fuertes. Pero, de manera mucho más banal, si se busca un mínimo común denominador de los programas políticos de la derecha, lo que se encuentra es precisamente la apología y la vo­luntad de remitirse a las diferencias “naturales” como motores de la emancipación: liberar las energías, despojar de ataduras la libre competencia, y así sucesivamente hasta llegar a las implica­ciones racistas de todo ello. Por no mencionar las diversas for­mas de autoritarismo social, o religioso, que pretenden funda­mentarse en el conocimiento preciso de la verdadera naturaleza de los hombres y las cosas: papas y comités centrales mandan en nombre de leyes y esencias naturales que no son claramente accesibles a los simples fieles o los proletarios “empíricos”. ¿No deberemos reconocer como una siempre válida herencia marxia- na y, por lo tanto, socialista, el poner de manifiesto el carácter ideológico de todas estas pretensiones de “verdad” en las que se basan los autoritarismos? Lo que se sustrae a la falsa conciencia ideológica es solo aquello que se propone y somete a la libre dis­cusión y estipulación. Libre y, por lo tanto, ciertamente, tam­bién argumentada, pero no con el fin de lograr una demostra­ción incontestable, sino solo de establecer un acuerdo revisable que, no obstante, compromete seriamente (con mucho más se­riedad que cualquier “principio eterno”) a quienes lo contraen.

Europa, ante todo como proyecto de construcción política basada totalmente en la libre adhesión (de ciudadanos y Estados con los mismos derechos), es hoy la manifestación más concreta y visible de una política antinaturalista, es decir, “marxista”, cris­tiana y socialista. Y como tal puede reivindicar el estatuto de un ideal político capaz de mover las voluntades e incluso calentar los ánimos. Todo lo demás llega después; pero ni siquiera con mediaciones demasiado complicadas. En primer lugar: los euro- escépticos son claramente deudores de una visión naturalista de la historia y de la política. La Europa de las patrias o de las

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naciones es la Europa de quien no renuncia al culto exagerado de las propias raíces, pertenencias o dialectos, de quien no quiere tener en cuenta que las mismas identidades nacionales o regio­nales a las que tanto se adhiere se han formado históricamente mediante la disolución de pertenencias e identidades preceden­tes, más “naturales”...

La Europa de los católicos que desearían que la Carta de los Derechos mencionase explícitamente la religión, o el cristianis­mo, reivindica tal petición en nombre de una vocación natural del hombre por la religión, como si precisamente el cristianismo no nos hubiese advertido que la religión natural no es más que superstición e idolatría. La Europa concebida exclusivamente como área de libre mercado sin demasiados vínculos estatales es la Europa del enfrentamiento entre fuertes y débiles, que tampo­co quiere someterse a las reglas “burocráticas” tendientes a ase­gurar deportivamente una paridad relativa en las condiciones de partida.

Por amor al sistema, y a la polémica, se podría avanzar remi­tiendo las distintas posiciones antieuropeístas a un “tipo ideal” naturalista, posiciones cada vez más evidentes cuanto más urgen­te es (con el euro, con la proximidad de la ampliación) elegir entre los diversos modelos posibles de la Unión. Pero es evidente que, como todos los tipos ideales weberianos, también el nuestro debe ajustar cuentas con muchas “impurezas”.

En cambio, lo que nos parece más claro es el nexo sugerido al principio; es decir, la idea de que un programa socialista, o de izquierda, puede y debe identificarse hoy como programa de la integración europea. En este programa se concretan y parecen practicables los valores de los que la izquierda y el socialismo todavía son portadores. Las temáticas de la alienación se tradu­cen en la actualidad en los derechos sociales, políticos y civiles que, también a causa de los distintos niveles de desarrollo exis­tentes en los diversos países, solo encuentran garantía y perspec­tiva de afirmación en el marco de una legislación común euro­pea: no pensamos solo aquí en los países que ya forman parte de la Unión, sino en los candidatos, que a menudo proceden de una experiencia trágica de socialismo autoritario. La importancia del horizonte europeo para una economía capaz de desarrollarse

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saliendo del sometimiento a los Estados Unidos y manteniendo un modelo social atento a la solidaridad entre clases y generacio­nes es algo que hoy parece cada vez más claro cuando, con el euro convertido en moneda “real”, estamos en la vía (no garanti­zada ciertamente, pero posible) de una plena realización de las potencialidades económicas del continente. Seguridad, eficacia de la justicia, calidad de la vida colectiva en los diversos países también desde el punto de vista ecológico, de la disponibilidad de medicamentos, de la defensa de la vida privada en el mundo de la telemática -todo esto, que es un conjunto de condiciones indispensables para la libertad, en la actualidad solo se realiza en el ámbito de una integración europea más franca-.

Esto es suficiente para pensar que la sinonimia entre socialis­mo y Europa es válida. Con un añadido importante: tanto los justos temores acerca del carácter imperialista de la globaliza- ción, como la preocupación de que, en un mundo ya no bipolar, la potencia “imperial” estadounidense se abandone (con Bush, además) a guerras preventivas cada vez más extensas para erradi­car definitivamente el “terrorismo” (no solo el que realmente lo es, sospechamos), pueden encontrar expresión política, en lugar de hacerlo en las violencias callejeras o en el mero llamamiento papal a los buenos sentimientos, en la existencia de una Unión “europea” fuerte en el sentido de la fidelidad a una tradición po­lítica inspirada en valores como la igualdad y la solidaridad que en nuestros días más que nunca parece la única capaz de prome­ter un futuro no totalitariamente militarizado e inhabitable.

Enero de 2002

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Europa: ¿ tercera vía?

No por carnalidad, este segundo artículo de tema europeo y a no fu e publicado en l’Unitá. En marzo de 2004 l’Unitá jv/ estaba abocada al cambio de dirección, que fin a lm en te se llevó a cabo entre fina les de 2004 y mediados de 2005, y m i distanciamiento de los DS era ya bas­tante patente. En este artículo se exhortaba todavía a los electores euro­peos a f í n de que en las elecciones previstas para el sigu iente m es de j u ­nio votasen por partidos orientados en sentido no pronorteamericano, abandonando pues la tesis de la inexistencia de una tercera vía entre la política estadounidense y e l “terrorismo intemacionaF\ Las sucesivas elecciones europeas no manifestaron en absoluto esta elección, m ientras la denominada izquierda italiana también iba desplazándose cada vez más hacia e l centro y , p or lo tanto, hacia un “occidentalismo” sin reser­vas. El mismo Prodi, algo que los DS se apresuraron a olvidar para construir la lista de El Olivo, asumía varias iniciativas para crear, en Europa, una fu erza moderada aliada con Bayrou, cuyo pequeño parti­do, en Francia, form aba parte de la mayoría de Chirac; y cuyos diputa­dos europeos rechazaban en trar en el grupo de la Democracia liberal (el de Rutelli y compañía) ¡porque lo encontraban demasiado laicista! La esperanza de poder hablar de “Socialismo, es decir, Europa ” (tal era el título del artículo) se desvanecía cada vez más.

¿Y si hubiera que tomar en serio el riesgo de pacificación, el fantasma de un nuevo Munich que siempre se agita ante noso­

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tros cuando nos manifestamos contra la guerra en Irak, si bien invirtiendo sus términos de modo sustancial? ¿Si, por lo tanto, la voluntad hegemónica a la que no deberemos plegarnos para garantizar un futuro a la paz y a la democracia en el mundo fuese precisamente la del neoimperialismo de los Estados Unidos? Si, por ejemplo, leemos el artículo que un eminente representante de los liberales de la DS, Franco Debenedetti, publicó en La Stampa del 23 de marzo, titulado “Non ci sono terze vie”, esta es la conclusión a la que llegamos de manera bastante lógica. Si es cierto que no hay terceras vías -en el plano del orden capitalista interno, pero, sobre todo, en el de las relaciones internaciona­les-, entonces nosotros estamos del lado de los enemigos de la civilización occidental. A buen seguro, el título del artículo de Debenedetti se refiere, probablemente o, mejor dicho, previsiblemente, al futuro. Con la política de Bush y con su recí­proco simétrico, el terrorismo, ya no habrá terceras vías en un futuro cercano. De seguir así, pronto cualquier fuerza de oposi­ción progresista se verá obligada a elegir entre Sharon y los palestinos, entre la sociedad disciplinar dominada por Bush o por sus secuaces y la inmensa multitud del subproletariado mun­dial cada vez más pobre y más circunscrito a sus “reservas” socia­les, geográficas, sanitarias (campamentos de refugiados o lazare­tos para gente que muere de sed, enferma de sida, de disentería, de malaria...). Quien no “termine” en el Tercer Mundo -confor­me a otra amenaza favorita de los teóricos de la alternativa cerra­da- o quien no quiera someterse a la disciplina de la fortaleza asediada (donde toda facilidad de vida será duramente limitada por la cada vez más rígida militarización) deberá tomar partido por los “demás”, y la acusación que ahora se dirige a los pacifis­tas, de hacer el juego de los terroristas, acabará siendo una acu­sación del todo fundada.

¿Es un panorama demasiado sombrío? Sí, pero solo si no consideramos como definitiva la tesis sobre la inexistencia de terceras vías, que hoy se esgrime para compactar Occidente, como si todos los que se encuentran en esta parte del “muro” -e l ideal que nos separa de los rogue states, el real que Sharon ha construido en Palestina- se sintieran estadounidenses amenaza­dos; pero que, si se toma en serio, acabará por hacer realidad lo

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que cree profetizar. Y, en cuanto a panoramas sombríos, ¿qué significa el informe del Pentágono sobre la inminente lucha por los recursos básicos de la vida en el planeta (el aire y el agua, en primer lugar) para la cual Occidente debería estar preparado en muy breve plazo? Mientras la política de Bush, vista desde la perspectiva de sus resultados inmediatos, tiene todas las caracte­rísticas de un fracaso clamoroso (Irak en absoluto pacificado ni “democratizado”, Afganistán aún peor, el conflicto palestino ca­da vez más irresoluble), resulta del todo explicable como elec­ción racional si la situamos en los escenarios apocalípticos que está contribuyendo a materializar. Estados Unidos se prepara para el enfrentamiento que el fin de la ideología marxista parecía haber eliminado del horizonte de la historia y que, en cambio, se está gestando bajo nuestros ojos y al cual contribuimos activa­mente: la proletarización cada vez más acentuada, incluso en las zonas ricas del planeta, que no parece destinada solo a desenca­denar una lucha entre dos contendientes, entre los amos y los esclavos. Los protegidos “internos” y los excluidos “externos” al muro. En el interior de la fortaleza de los privilegios se agudiza cada vez más la diferencia entre amos y siervos; estos últimos, en nombre de la inexistencia de terceras vías, deberían sentirse ple­namente partícipes del mundo en que viven, identificándose (masmediáticamente, berlusconianamente) con sus amos y apre­surándose a defender con todos los medios su orden “democráti­co”. Los que se agitan allá fuera son agrupados con el nombre de terroristas, esto es, enemigos sin más de “nuestro” bienestar, de nuestra “civilización”, de la verdadera humanidad. ¿Y si de una vez por todas, constatásemos que todas las revoluciones, o las resistencias, han dado comienzo bajo la forma de actos “terroris­tas”? ¿Si nos diésemos cuenta, asimismo, de que, para los ocu­pantes alemanes, los partisanos eran “bandidos”? No es posible, significaría pretender distinguir demasiado entre quien hace una guerra y quien, en cambio, practica un nihilismo violento caren­te de justificación, como alguien que actúa bajo el efecto de las drogas. En estos momentos, el uso mismo del término “terroris­mo”, y (del aún más impreciso) “terrorismo internacional”, no es más que un síntoma de que se acepta la visión de la historia for­jada por el Pentágono a su conveniencia. Al fin y al cabo, todavía

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hay una tercera vía. Europa, aprovechando la proximidad de las inminentes elecciones, podría y debería entender que su futuro y el de la democracia en el mundo residen precisamente en erigir­se como tercera vía, juntándose (¿a la cabeza?) con los numero­sos países no alineados, empezando por el Brasil de Lula, para contrarrestar la división terrorista del mundo en la que Estados Unidos y sus aliados están trabajando. Una decisión de este tipo implicaría ciertamente modificaciones sustanciales en la política económica de la Unión; por ejemplo, un claro distanciamiento del proteccionismo agrícola que estrangula la producción de muchos países. Este es un ejemplo de cómo los europeos debe­rían imaginar una política tendiente a reducir las propias exigen­cias en pro de la construcción de un futuro pacífico, y también de una defensa de las propias condiciones, económicas y cultu­rales, de supervivencia. Puede suceder que la izquierda “de gobierno” considere que semejante orientación es poco realista; en época de elecciones siempre es obligatorio hablar de “desa­rrollo” (competencia, libre mercado, tanto peor para los débi­les). Pero al menos se podría intentar no olvidarse por completo de ello.

Marzo de 2004

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El imperio, las multitudes, las instituciones

De m i recorrido a través de las oposiciones fo rm a parte también la atención que he prestado a l fam oso Imperio* de Toni N egri y M ichael Hardt. Reproduzco aquí la reseña-discusión que escribí para La Stam- pa, en 2002 y que, como se verá, aún está impregnada de una cierta f e en las instituciones, contra las esperanzas algo mitológicas en una rege­neración a cargo de las multitudes. El significado de incluir también la - b r e v e - reflexión sobre e l trabajo de N egri en tre las “etapas” de m i vo lv er a ser comunista es e l de señalar una posición distinta de la que todavía considero la mía, apreciando sin embargo en él a un interlocu­tor con quien prosegu ir el diálogo.

En la última entrevista concedida, ya hace años, a la televisión italiana antes de regresar a Italia para entregarse, Toni Negri, refugiado a la sazón en París, tenía en la estantería a sus espaldas, en un lugar destacado, el libro (desgraciadamente postumo) de un filósofo franco-germano-estadounidense, Reiner Schürmann, titulado Des Hégémonies brisées (Las hegemonías rotas). Me di cuen­ta porque había sido amigo de Schürmann y porque me parecía una referencia interesante (y no casual, creo) para entender las

* [N. de las T.]: Negri, Toni y Hardt, Michael, bnperio, Buenos Aires, Pai- dos, 2002.

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posiciones de Negri, que recordaba más dogmáticamente vincu­ladas al marxismo, aunque interpretado de una manera muy per­sonal. La imagen me ha venido a la memoria leyendo el famosí­simo Imperio, el trabajo escrito por Negri junto con un filósofo estadounidense, Michael Hardt, que ha sido universalmente aclamado (a partir de las universidades de Estados Unidos) como el manifiesto de la nueva contestación (anti)global. Aunque Schiirmann apenas aparece mencionado en el libro, no me cabe duda de que su idea de la época actual como una época en la que han caído todas las hegemonías, así como las distintas metafísicas que las regían, es uno de los elementos inspiradores del trabajo. El imperio al que Negri y Hardt se refieren es el mundo globa­lizado en el que las soberanías locales y nacionales, con todo lo que de institucional, y también de liberal y democrático, lleva­ban consigo, ya han sido sustituidas por un conjunto de mecanis­mos integrados que solo responden a la impersonal, y sumamen­te rígida, ley del mercado. Ante este sistema, las autoridades de los Estados nacionales se ven impotentes y, en consecuencia, los ciudadanos que, al menos en los Estados democráticos, votan por gobiernos que no tienen ningún peso ante el poder global.

El uso del término “imperio” que da título al libro subraya precisamente el carácter supranacional de este poder, así como su manera de presentarse como orden legitimado por una espe­cie de derecho universal, precisamente porque no parece cons­truido en interés de ningún sujeto, o soberano, determinado. En esta representación del imperio confluyen asimismo muchos de los análisis de Michel Foucault, que se había referido al poder moderno, y tardomoderno, como una fuerza coercitiva que se esparcía capilarmente en la sociedad y a la que todos acaban sometiéndose porque en muchos sentidos lo consienten. Por ejemplo, y en primer lugar, mediante el sometimiento del imagi­nario colectivo a los modelos difundidos por el mercado mediá­tico, por la publicidad, a la que ya Adorno (otro autor de refe­rencia) había denominado la “fantasmagoría de la mercancía”.

En resumen, aunque los análisis de Negri y Hardt resultan a menudo innecesariamente oscuros, entendemos muy bien que aquí solo se describe la condición de la sociedad contemporánea, caracterizada también como posfordista, en la que los proletarios

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ya no son los obreros de la fábrica a los que se refería el marxis­mo, y que se han convertido en una minoría de las fuerzas de trabajo, sino toda la masa de gente que, cuando trabaja, ejecuta tareas difícilmente clasificables, según modelos variables, flexi­bles, que por lo general no requieren y, además, ni siquiera per­miten (dada su flexibilidad) adquirir un oficio y una identidad de clase. Al poder capilar y también impersonal del mercado global, corresponde, por lo tanto, una misma subjetividad anónima de personas que viven inmersas en un imaginario colectivo, com­puesto de conocimientos difusos y de una sensibilidad igualmen­te compartida y participada, que cada vez más tiende a coincidir con lo que el poder global les impone y exige. Podemos tradu­cirlo de este modo: si el autoritarismo moderno aún se funda­mentaba en la imposición de una disciplina por parte de centros de poder determinados (el Estado, el patrón, etcétera), ahora el poder del imperio se identifica totalmente con el sentimiento y el imaginario “espontáneo” de todos. A menudo hemos observa­do, en tal o cual situación, la contradicción de los jóvenes anti- globalización que comen en el McDonald’s, llevan zapatos, re­meras y pantalones vaqueros rigurosamente de marca, consumen la música y el cine que llega de Estados Unidos y que, en resu­midas cuentas, rechazan aquel poder del que, en realidad, son los máximos sostenedores, prácticamente productos del mismo. (Y la mayoría de nuestros conciudadanos ¿no han elegido como jefe del gobierno al empresario más rico del país, sintiéndolo en el fondo como similar a ellos mismos, compartiendo espontánea­mente con él los ideales y las actitudes, no imaginándolo siquiera como un “patrón”?)

¿Y la hegemonía? El libro de Negri y Hardt, aun con el hilo conductor de Schürmann, puede entenderse mejor si se lo con­fronta con la noción de hegemonía. Que, como se sabe, y como puede leerse en el buen libro de Giuseppe Bedeschi sobre el pensamiento político italiano del siglo XX, es un concepto clave de Gramsci. En las sociedades complejas como la italiana (de hoy, pero ya de la primera mitad del siglo XX) no es imaginable tomar el poder como Lenin en Rusia, con un acto de fuerza. En cambio, es necesario construir una cultura compartida orientada en sentido igualitario; en resumen, hay que producir consenso.

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Sobre esta noción de Gramsci (que aquí resulta inevitablemente simplificada y que, si hubiera vivido más, le habría permitido explicar también el fracaso del régimen soviético debido a sus orígenes leninistas) se ha fundamentado la elección democrática de los comunistas italianos a partir de Togliatti. El consenso y la hegemonía cultural se manifiestan (asimismo) en las contiendas electorales. La lucha política es una lucha de culturas, de visiones del mundo, que compiten para hacerse valer como la orientación predominante de una determinada sociedad. Pero a propósito de las masas que, en el libro de Negri y Hardt, son, al mismo tiem­po, los productos y los productores del imperio (en la medida en que cada vez más comparten “espontáneamente” las reglas), ¿puede hablarse aún de hegemonía, e incluso de hegemonía cul­tural? En muchos sentidos, parecería que sí; ya que en este caso el consenso no responde a ninguna presión externa. Ninguna fuerza coercitiva impone la adhesión a las reglas imperiales. Y, como señala muy bien Bedeschi, en el fondo de la idea de hege­monía siempre se ha encontrado el sueño de una sociedad orgá­nica, en la que la voluntad de los individuos se identificase sin fisuras ni esfuerzo con la voluntad de todos, como en la imagen que los románticos tenían de la ciudad griega y de su “bella eti- cidad” sin conflictos. Tal sociedad debía ser también aquella que, una vez hecho realidad el comunismo, habría podido pres­cindir del Estado. Aunque de manera distinta, este sueño de una sociedad “ética” domina asimismo los numerosos lamentos con­temporáneos sobre la pérdida de los “valores”: las dificultades de nuestra sociedad derivarían de la falta de valores espontánea­mente compartidos y del desencadenamiento de tendencias anárquicas.

La paradoja y el interés del Imperio de Negri y Hardt consis­ten en el hecho de que, mientras por un lado constatan la caída de todas las hegemonías, desde el poder de los Estados hasta la vigencia de las diversas culturas, en favor de una globalización de la mentalidad e incluso de los afectos determinada por la imposi­ción universal del mercado, prosiguen imaginando la posible emancipación a partir de un modelo orgánico. Negri y Hardt sustituyen la revolución del proletariado industrial en la que pensaba Marx por la rebelión de las “multitudes”, que ellos com­

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paran incluso con el cristianismo naciente, que determinó, o contribuyó poderosamente a determinar, el fin del imperio romano.

La confianza, que deja entrever esta comparación, en la fuer­za “buena” de las multitudes, acompañada por una dura polémi­ca contra cualquier forma de representación y, en el fondo, con­tra toda construcción estatal, constitucional y jurídicamente estructurada, es un signo evidente de que la vieja nostalgia por la bella eticidad, por la sociedad orgánica, por la hegemonía, no ha desaparecido del todo en la visión político-filosófica de Negri. Ciertamente, el problema que el libro plantea es aquel ante el cual nos encontramos todos: intentar la construcción de una sociedad libre incluso en las nuevas condiciones de la globaliza- ción, que no solo es económica sino que involucra profunda­mente nuestra mente y nuestros propios afectos, deseos y sue­ños. El análisis de estos aspectos radicales de la globalización es quizá la aportación más original de este trabajo. No ayuda, sin embargo, la construcción (algo abstracta, un poco esteticista: Guido Viale la ha definido como “marxismo dannunziano”) de una nueva mitología que, en realidad, en lugar de constatar el final de las hegemonías, va en busca de nuevas y peligrosas figu­ras de redentores globales.

Septiembre de 2002

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Las guerras que hay que combatir

M ientras reflexionaba sobre las posibilidades de las “multitudes” a las que Negri asigna la tarea de destruir e l imperio, m e exasperaba (co­mo, por otra parte, m e continúa sucediendo) la discusión sobre las gu e ­rras de religión, sobre la violencia homicida que a menudo se reviste de razones ideales, de devoción a Dios y a sus preceptos. Ya que, como decía e l presidente Mao, la revolución sigue sin ser una invitación a cenar, sino más bien algo “violen to”, aunque no necesariamente sanguinario, también la hipócrita preocupación por el valor de la vida, siempre y en toda circunstancia, m e parecía que debía ser discutida. Sigo pensando que las únicas gu erras p o r las que vale la pena luchar son las gu erras revolucionarias.

¿Y si las únicas guerras que realmente merecen librarse fue­sen precisamente las tan calumniadas “guerras de religión”, los conflictos de civilización que, al parecer, amenazan en convertir­se en nuestro futuro? O, para decirlo en términos algo menos impopulares: ¿si fuese cierto que lo único por lo que realmente vale la pena morir, o al menos arriesgar la vida, fuesen los idea­les? La expresión “guerra de religión” irrita y repele, parece sinónimo de fanatismo y, sobre todo, de una concepción sustan­cialmente blasfema de la divinidad. De acuerdo, ¿pero entonces los mártires cristianos que estaban dispuestos a ser pasto de los leones con tal de no renegar de su fe eran solo unos testarudos

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que anteponían sus convicciones, y asimismo su distorsionada visión del servicio a Dios, al respeto por la sacralidad de la vida? Lo mismo podría decirse de quienes murieron por no traicionar una vocación, una idea política, un sueño de plenitud que para ellos valía mucho más que la supervivencia, aun cuando en reali­dad no creían en una vida después de la muerte. Quizá la fasci­nación y la conmoción que despierta una película como El pianista, de Polanski, se deba a que transmite un mensaje de este tipo: ha podido resistir el miedo a la muerte porque seguía una vocación. Los ideales por los cuales uno se sacrifica cambian con el transcurso de la historia, pero persiste una diferencia radical que Hegel teoriza filosóficamente cuando analiza la relación entre esclavo y amo: el esclavo solo se libera de su esclavitud cuando tiene el valor de arriesgar su vida para luchar por la li­bertad. Y, si no muere en el combate, su vida cambia, se convier­te en la de un hombre libre. Nos parece que, incluso si la lucha no termina con un enfrentamiento mortal, la única manera de permanecer en el mundo con dignidad es la de estar dispuestos al “martirio”. No cabe duda de que vive más feliz quien no sacri­fica la vida, el tiempo y sus principales preocupaciones a las múl­tiples divinidades falsas que se le proponen en la banalidad coti­diana y en las imposturas ideológicas interesadas. Por otra parte, la guerra de religión nos horroriza, sobre todo, porque suele enmascarar como deber religioso lo que, por lo general, no es más que el deber impuesto de defender solo intereses económi­cos y, para colmo, a menudo bastante distintos de los nuestros. Es muy probable que la denominada guerra santa de los extre­mistas islámicos contra Occidente solo sea en realidad una lucha por la supremacía (territorial, económica, petrolífera o, en cual­quier caso, muy terrenal) disfrazada como guerra religiosa para consumo de las masas. Nosotros, que no vivimos en el islam, no lo sabemos; en cambio, sabemos muy bien, que “nuestra” guerra de civilización o de religión contra el “terrorismo” (unificarlo bajo un solo nombre sirve para mantener la necesidad de una guía única) es una guerra de carácter totalmente secular y terre­nal. Y podemos oponernos a ella por muchas razones, sobre to­do si implica, como de hecho sucede, la violación de muchos de los ideales por los que, en cambio, podríamos llegar a sacrificar­

lo

Una larga marcha a través de las oposiciones

nos. Pero, por lo demás, dejemos de conmovernos, piadosa o hipócritamente, a causa de la sacralidad de la vida. Los latinos nos han transmitido el refrán propter vitam, vivendi perdere causas: “por amor a la vida, acabar perdiendo las razones de vivir”. En muchos aspectos nuestra civilización, rica pero terriblemente carente de sentido, cínica y resignada, se ajusta a esta descrip­ción. No se trata de prepararse para la guerra y de aceptar la ley de la violencia, sino de convencemos de que realmente podemos arriesgar la vida para construir un mundo en el que ya nadie de­ba sucumbir; es decir, morir o correr peligro de muerte, por vo­luntad e intereses de los demás, por la estupidez del tránsito vial, por la contaminación insensata o las enfermedades que podrían curarse, como los millones de africanos que mueren a causa del sida ante la indiferencia de las multinacionales farmacéuticas y de los Estados “civiles”. Construir un mundo en el que todos puedan elegir con plena libertad el valor, el Dios, en nombre del cual vivir la vida o incluso sacrificarla, podría ser en realidad el ideal en virtud del cual escapar de la (vida y) muerte estúpida a la que nos arriesgamos a ser condenados.

Octubre de 2002

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De la utopía a la parodia

Con una cierta constancia, retom a a menudo en los artículos aquí reunidos, y en otros del m ismo período, un antinorteamericanismo cada vez más acentuado, justificado por la constatación del fracaso de la pax americana, en la que muchos confiaron con la caída del Muro de Ber­lín. Sea cual fu e r e la simpatía que muchos sentimos todavía por la cul­tura estadounidense, p o r los Estados Unidos como gran país del que seguimos recibiendo muchas de las ideas sobre las males construimos (y, sobre todo, mucha tecnología de la que dependemos cada vez más), la América de Bush que {a menudo de buena f e ) ha asumido la tarea de asegurar e l orden mundial con la poderosísima fu erza m ilitar y econó­mica de la que dispone, se ha convenido en el mayor peligro para aque­lla m isma paz y seguridad que quería garantizar. Los desastrosos re­sultados de la gu erra en Irak y de la invasión de Afganistán, en que también Italia está involucrada (con el beneplácito de la denominada izquierda), no pueden sign ifica r más que esto.

¿Se estaba efectivamente mejor cuando estábamos peor, como suele decirse, y hoy aún más debido a la nueva situación política de un mundo que ya no está dividido por la guerra fría? Ciertamente, cuando existía la guerra fría, el telón de acero y el Muro de Berlín, quienes en realidad estaban peor eran los súbdi­tos del “imperio del mal”, los ciudadanos de los países del socia­lismo real. Nosotros, aparte del miedo a la guerra nuclear siem­

Una larga marcha a través de las oposiciones

pre preocupante (y en determinados momentos peligrosamente cercana, como durante la crisis de Cuba), no estábamos del todo mal y por lo tanto no teníamos demasiado derecho a lamentar­nos de las nuevas condiciones.

Pero es verdad que, desde que ha desaparecido la división del mundo en dos bloques, las cosas parecen ir mucho peor, al me­nos desde el punto de vista de la seguridad. La guerra nunca ha estado tan cercana como en la actualidad; e, incluso ahora que no la hay (¿todavía? crucemos los dedos), la amenaza terrorista es evidente para todos, aunque hasta este momento solo se hace manifiesta en la multiplicación de las defensas, en las recomen­daciones para que nos aprovisionemos de comida y agua o de que nos vacunemos contra las más negras pestilencias que el enemigo estaría a punto de desencadenar.

¿Nunca, incluso en los peores momentos de la guerra fría, se ha visto esta especie de estado de sitio en que viven en estos días los ciudadanos de las metrópolis estadounidenses o británicas?

Tampoco queremos pensar que las amenazas terroristas se basan únicamente en noticias extraídas de viejas tesinas de licen­ciatura o de folletos de propaganda. Si, como parece, al menos buena parte de ellas son reales, desgraciadamente confirman que nuestro mundo “unipolar” es mucho más inseguro que aquel mundo dividido en el que estábamos acostumbrados a vivir antes de la caída del Muro de Berlín. ¿Es solo una coyuntura? Puede suceder que se trate de una crisis de adaptación, una reestructu­ración en curso a la que aún debemos ajustarnos. Pero también es muy probable que todo esto refute el sueño de un orden cos­mopolita que habíamos acariciado, viendo en él la única base de una paz estable. Al igual que muchas utopías, también esta pare­ce hacerse realidad como una trágica parodia. En un imperio mundial único, incluso más allá de las intenciones de quien lo dirige o aspira a dirigirlo, tal vez resulte fatal que se desencade­nen formas de desobediencia generalizada, que no puedan ser disciplinadas en nombre de la esperanza en alguien que (como se decía en otros tiempos) “ha de venir”. Es imposible no ver en es­ta constatación una confirmación de nuestra finitud. Estar libres de todo mal no es para nosotros; podemos ser libres siempre solo si disponemos de alternativas problemáticas por su natura­

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leza. Del mismo modo, los esfuerzos dedicados a construir si­stemas políticos federales, como la Unión Europea, no aspiran a la utopía del orden mundial único, sino a la construcción de equilibrios que únicamente pueden esperar subsistir entre enti­dades de fuerzas no demasiado desiguales y capaces de mante­ner, sin enemistad, las propias diferencias.

Febrero de 2003

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El comunismo recobrado

Solo porque incluso una introducción histórico-biográfica debe llegar a su fin , inserto aquí, como conclusión de m i marcha a través de las oposiciones, e l texto de la intervención efectuada en el Congreso del PdCI en Rímini a principios de 2004, acompañado del debate que sus­citó y de la respuesta que escribí para il manifesto. A partir de aquí comienza, por así decir, Ecce comu.

La in t e r ve n ció n en el C o n g r e so PdCI d e R ím ini

De lo que se trata, en este congreso, como se lee en el título (“Al lavoro per la sinistra” [Al trabajo por la izquierda]) es, en definitiva, del futuro de la izquierda en Italia, en Europa e inclu­so más allá, dicho sin jactancia. Por mucho que las fuerzas de este partido parezcan limitadas, no es del todo irrealista pensar que precisamente sobre sus hombros recae la tarea de rediseñar semejante futuro. Lo dice alguien que, como yo, no comenzó su carrera política hasta 1999, como parlamentario europeo de los DS, pero que ha tenido ocasión de vivir la transformación gra­dual de aquel partido en una fuerza política moderada, obsesio­nada por el pensamiento de ampliar su electorado al centro y a la derecha, sin prestar atención al hecho, elemental y evidente, de que, en cambio, perdía votos, pues su política provocaba el des­

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contento del electorado de izquierda. No creo de manera sim­plista que esta obsesión enmascare una “traición” a sus orígenes y a sus motivaciones profundas; considero, ante todo, que es el resultado de un análisis incorrecto de la situación italiana y euro­pea.

Prueba de ello son los recientes casos del voto sobre Irak y del abandono de los DS por parte de un sector -por ahora cier­tamente minoritario- de la izquierda del partido; aunque, sin embargo, me parece indiscutible que esto prepara un más que sustancial abandono de grupos de electores. Puede advertirse asimismo una deriva similar en las dificultades de Blair con el Partido Laborista en Gran Bretaña; y de Schröder en Alemania, del que puede decirse todo excepto que su partido tienda a aban­donarlo porque él se sitúa demasiado a la izquierda. En general, si la izquierda europea pierde (como ha sucedido en Francia), las motivaciones son otras, análogas en líneas generales a las que causan la crisis de los DS en Italia: el propósito de seguir vincu­lados a toda costa a un falso progresismo que acepta sin discu­sión la idea del mercado y que, por lo tanto, objetivamente, comparte el programa de un capitalismo lastimoso que, como es sabido, dirige la administración Bush.

También a la izquierda de Blair, de Schröder, de nuestros compañeros del DS italiano, parece (aunque no creo que nunca lo desmientan) que el capitalismo y la economía de mercado son las únicas vías abiertas todavía a la política; las diferencias debe­rían situarse únicamente en el ámbito de la mayor o menor “compasión” de las ayudas estatales a los trabajadores y a sus familias arruinadas por la “inevitable” reestructuración capitalis­ta, naturalmente indefinida, como infinito es el flujo del capital financiero que circula en el mundo provocando el cierre de empresas, la deslocalización de la producción a otras zonas del planeta más rentables porque están, por ahora, menos afectadas por las conquistas sindicales o porque, sencillamente, son refrac­tarias a cualquier idea de derechos humanos. Cada vez que una empresa cierra, reduce el personal o se desplaza a la India o a China, sus acciones aumentan de valor, provocando la alegría de los accionistas, de los más poderosos; a los modestos se les reser­van bonos basura que los bancos están dispuestos a recortar tan

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pronto se perfila una amenaza de quiebra. También el (a corto plazo sacrosanto) programa de una Europa del conocimiento, que tiende a incrementar el valor de nuestros productos aumen­tando su contenido en tecnología avanzada, acaba por responder a esta lógica mercantil y -digámoslo- despiadadamente competi­tiva: debemos desarrollar nuestras tecnologías de manera que produzcan mercancías que combatan la competencia china, india y, por si acaso, africana. ¿Hasta cuándo?, podríamos preguntar­nos. Para ser precisos, indefinidamente, ya que mediante esta selección natural de tipo darwiniano se produce el “desarrollo”, el que se mide en términos de PBI, que, desde luego, no con­templa las dificultades ni la verdadera desesperación de las fami­lias y los individuos destrozados por esta lógica.

¿Tiene la izquierda realmente un horizonte distinto que ofrecer, otro proyecto de futuro, que no consista en seguir esta danza frenética que ahora solo dirige el capital financiero, pero que, sin embargo, tampoco se deja describir (como podría) como un feliz abandono del principio de realidad, como era en determinados aspectos el programa de Keynes? Ya que aquí el principio de realidad sigue totalmente vigente, son las grandes multinacionales, son las finanzas las que dirigen los grandes movimientos especulativos de capitales a causa de los cuales paí­ses enteros se ven reducidos a la miseria (como enseña el caso de la Argentina). La confianza de nuestros liberales y falsos so­cialistas en la fuerza progresista del mercado tampoco se ve mermada por la observación más elemental, que hoy en día cualquiera puede hacer, y que señala que, en la economía esta­dounidense -e l modelo de este desarrollo vertiginoso al que todos deberíamos aspirar-, en los últimos diez o quince años la distancia entre pobres y ricos, así como el índice “absoluto” de pobreza (y no solo de la pobreza “percibida”, como dirían nues­tros meteorólogos), es decir, el número de familias que viven por debajo de una determinada renta, ha aumentado de manera espectacular. Por otra parte, es lo mismo que está sucediendo en Italia en estos últimos años y lo que al final debería conducir a la caída del gobierno de Berlusconi, pues todo el mundo se da cuenta de que no solo es “culpa” del euro, sino de las políticas miopes, más bien ciegas, del gobierno del cavaliere -quien, por

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otra parte, se enriquece cada vez más, utilizando incluso leyes como el decreto salva Rete 4, que su mayoría servil votó con com­placencia-.

Pero, repitámoslo, no solo es cuestión de las medidas especí­ficas de política italiana. Ahora es el momento de preguntarse si existe todavía una perspectiva ideal, teórica, de la izquierda. La parábola de un filósofo como Lucio Colletti, que parte de un marxismo intransigente, si bien ya un tanto contaminado por perspectivas cientificistas, para terminar abrazando luego el culto a Popper y a su aversión por la metafísica y las ideologías, bien puede ilustrar la pérdida de perspectivas de toda la izquier­da. La cual hoy, en Italia pero también en Europa, navega sin brújula, llegando a teorizar explícitamente que su único proble­ma es “ganar las elecciones” -se entiende que todas, o casi- dado que, precisamente en nombre de un antiideologismo de inspira­ción popperiana, rechaza establecer paquetes programáticos que la distingan con claridad de su adversario, el cual, por lo menos, gana las elecciones de verdad...

Me permito decir, puesto que también yo he participado en la vivencia italiana del final posmoderno de las ideologías, que este modo de entender el abandono de las metafísicas en la polí­tica solo puede conducir a aquella forma específica de empirismo que fue el craxismo, no por azar revalorizado actualmente en acreditados congresos “de izquierda”, y por prestigiosos libros como el del secretario de los DS. La izquierda, si no quiere per­der la cabeza y el corazón, además de los votos, ahora a su pesar, solo puede remitirse a su herencia teórica más arraigada y rica, y en estos momentos extraordinariamente actual, mientras que gran parte de sus dirigentes juran “que nunca fueron comunis­tas” y se esfuerzan en mostrarse moderados, constructivos y dia­logantes con la banda de mafiosos que ha ocupado el poder. Advierto la herencia de Marx, cuya previsión (¿profecía?) sobre la progresiva proletarización de la sociedad, primero de los obre­ros y ahora ya de las clases medias (los estadounidenses de “cue­llo blanco” que, llegado el caso, trabajan como camareros en los McDonald’s) nunca se ha materializado de manera tan evidente. El denominado “pueblo de las partidas IVA”, cuando no queda también él reducido a una angustiosa carrera con las continuas

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reestructuraciones productivas impuestas por el capitalismo fi­nanciero, es precisamente el que paga, a duras penas, el IVA, en un país donde las condonaciones edilicias y las leyes adpersonam solo favorecen a los grandes evasores.

¿Podemos partir de nuevo de la elemental observación de estas “buenas” razones de Marx y preguntamos cómo es posible que su profecía se haga realidad, mientras que el capitalismo del denominado mercado libre celebra su máximo triunfo político, puesto que ya no existe el espantajo del Estado soviético, ni la amenaza latente del comunismo o el clima de la guerra fría, que ahora añoramos, visto que cada vez más nos precipitamos hacia guerras calientes y calentísimas? No solo eso, también aquello que el capitalismo parecía asegurar (¿pero era así en realidad?) frente a la opresión soviética, es decir, la libertad de opinión, de conciencia, de búsqueda de la felicidad, de expresión de la propia vocación, y la garantía de la privacidad, empieza a faltarnos pro­gresivamente, comenzando por el país “madre de todas las de­mocracias”, como lo ha denominado hace poco, con no poca iro­nía, un periodista nada extremista como Vittorio Zuccone. La amenaza, verdadera, presunta, o incluso creada, del terrorismo (no olvidemos el informe de los servicios secretos británicos sobre las armas de Irak, que se hizo más sexy por orden del primer ministro, cosa que ni siquiera ha desmentido el muy con­ciliador Lord Hutton) está provocando un control cada vez más omnipresente por parte del gobierno Bush sobre todos los aspectos de la vida de los estadounidenses. Recomiendo mirar la película El jurado, en la que se nos explica cómo la sociedad esta­dounidense, al menos la política, es una sociedad de chantajistas precisamente por ser una sociedad del control. No del control de todos sobre todos (esto podría ser también un ideal socialista, acaso ligeramente invasivo) sino de unos pocos sobre todos los demás.

A la profecía de Marx sobre la progresiva proletarización que se confirma en la sociedad de mercado, se añade asimismo ahora, inédita, la proletarización informática o simplemente informati­va. No solo gran parte de la humanidad tiene vedado el acceso a los recursos económicos del planeta; sino que también, gracias al “progreso” tecnológico, está sometida a un control de su vida

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privada que, como es obvio, no tiene parangón en las sociedades del pasado. Es fácil comprobar que ambos aspectos de la proleta- rización están relacionados; el que la mayor parte de la humani­dad no pueda acceder al uso de los recursos (el quince por cien­to de la población consume el ochenta y cinco por ciento de ellos) impone una defensa cada vez más militarizada del mundo rico. Lo cual, dejando al margen el progresivo empobrecimiento de las clases medias de este mismo mundo, hace que la vida de todos (salvo la de los pocos que poseen la información) resulte cada vez más intolerable; e, incluso a los subjefes, suboficiales, soldados rasos y quizá también a muchos generales, les acabe resultando insoportable, antes o después, vivir en la fortaleza. Y, en cualquier caso, la fortaleza no es eterna; aunque posiblemen­te Marx se equivocaba (admitiendo que nunca lo había pensado en estos términos) al profetizar la inevitable victoria final del proletariado, es muy probable que en estas condiciones el prole­tariado (el mundo “externo” del ochenta y cinco por ciento de pobres, enfermos de sida, etcétera) acabará rebelándose contra la opresión. Me temo que difícilmente vencerá, pero, de todos mo­dos, provocará un baño de sangre y, en caso de derrota, un es­carmiento aún más acusado. Sin duda, será mejor que la ca­tástrofe atómica o que la guerra de los mundos; pero es una perspectiva terriblemente más realista.

Se nos dice que en los países que tuvieron la desgracia de vivir el “socialismo real” no había libertad, porque, de lo contra­rio, el pueblo se habría rebelado ante la situación de pobreza extrema al que lo reduce todo régimen de propiedad colectiva. Puede ser. Por esta razón, y aunque solo para describir mi expe­riencia de acercamiento al PdCI, empleo la consigna “El comu­nismo real ha muerto, viva el comunismo ideal”. Y a los fracasos cada vez más evidentes del “desarrollo” que el mercado debería garantizar se debe que alguien como yo, que nunca ha sido comunista (¡lo confieso!), acabe siéndolo hoy. Una prueba in cor- pore v ili de la verdad de la profecía de Marx, si bien, en mi cali­dad de profesor universitario y de parlamentario, mi proletariza- ción tiene más que ver con la libertad que con la pobreza material. (Pero ¿hasta cuándo? Si ejerciera el periodismo con estas ideas, o si fuese un profesor universitario del nuevo régi­

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men de precariedad que se instaura con la “reforma” Moratti, debería temer la pérdida de mi puesto de trabajo...)

¿Volver, pues, al marxismo? Al menos por estos aspectos que he mencionado, sí, sin duda. ¿También a la dictadura del proleta­riado? No, en modo alguno. Tal vez deberíamos inventar la expresión “comunismo liberal”, que acepta las críticas al dogma­tismo de Marx al cual se deben las desviaciones autoritarias del socialismo real (por lo menos aquellas, y son muchas, que no se explican solo con la necesidad de defender la revolución del ata­que del capitalismo mundial... Diré de paso que en la actualidad comparto la postura de aquellos científicos que, en su momento, transfirieron los secretos atómicos a la Rusia de Stalin; veamos qué uso hace ahora Bush con sus aliados del imperativo de la no proliferación de las armas de destrucción masiva...). El autoritarismo comunista “real” deriva de la persistente fe de Marx, y de muchos marxistas, en la existencia de una verdad obje­tiva de la historia, del Estado, en definitiva de la misma “esencia humana” (la Gattungswesen, de la cual son portadores los proleta­rios expropiados). Si existe una verdad absoluta sobre la historia, el Estado, la naturaleza, es inevitable que se constituya una nueva clase privilegiada de expertos, de vanguardias, o de exponentes del proletariado “auténtico” contra el “proletariado empírico” (expresiones de Lukács, creo). Se puede y se debe volver al mar­xismo tras la experiencia de su imperfecta (eufemismo) realiza­ción en la Unión Soviética, acumulando las enseñanzas de aquella experiencia.

No para abandonarse a la tesis de Fukuyama, según la cual la historia ha llegado a su fin porque todos estamos en el mismo redil bajo un único pastor: la presunta democracia capitalista al estilo Bush. Sino para reconocer en los hechos que un proyecto de emancipación humana solo puede fundarse en la búsqueda de la igualdad y de una cultura política que corrija las desigualdades “naturales”. Decía Baudelaire: “Allí donde hallé virtud, la hallé contranatura”. La derecha es la máxima expresión del naturalis­mo; nacemos desiguales y está bien que aprovechemos las desi­gualdades naturales para fomentar la competencia y el desarro­llo, en definitiva, el mercado. No queremos una sociedad “de naturaleza”, sino de cultura; debemos conquistar la igualdad. Sin

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violencia, claro, hasta donde ello sea posible. Sin ningún feti­chismo por la “supervivencia” y el valor de la vida como simple hecho biológico (el tabú con el que se impide la investigación con embriones, la fecundación in vitro, la eutanasia, y tal vez algún día incluso el aborto terapéutico...). Todos sabemos que de haber vivido bajo el fascismo nazi habríamos tenido que tomar las armas. Si ahora no lo hacemos, solo es porque, además de preferir la libre discusión (cuando es tal) de las posiciones políticas y culturales, sabemos que con el uso de la fuerza sal­dríamos perdiendo, y no somos estúpidos fanáticos. Pero no ol­videmos que nuestros adversarios emplean la fuerza sin mira­mientos, e incluso nos obligan a usarla a nosotros, con la excusa de la reconstrucción de Irak, que ellos mismos, en un círculo perfecto, primero destruyeron y ahora piensan reconstruir obte­niendo enormes beneficios.

A este uso opresivo y represivo de la fuerza debemos oponer una acción que les impida causar más daño. Convenciendo al electorado, ciertamente. Pero también y, sobre todo, elaborando una visión del mundo que liquide el dogmatismo científico y reconozca que en la base de una auténtica convivencia humana no se encuentra la verdad objetiva, sino la capacidad de escuchar y el respeto a la libertad de cada cual (individuos, grupos, comu­nidades) que es la mejor herencia de la cultura occidental, tan clamorosamente traicionada hoy por quien pretende ser el por­tador de dicha cultura.

Febrero de 2004

El movimiento de Vattimo

¿Pero Gianni Vattim o ha regresado al pensamiento fuerte? Si así fuera tendríamos de qué alegramos. Para mí, joven pensador que hizo su aprendizaje de la vida en la década de 1980 (tengo la misma edad que i l manifestó), el profesor era el del pensamiento débil, el teórico del debilitamiento de las categorías explicativas en favor de una interpretación infinita que abandonaba las veleidades transformadoras y emancipadoras (mundo e individuo). En la pleni­tud de mis años universitarios, cuando el debate político estaba dominado por la fascinante y decisiva reforma mayoritaria y unino-

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minal de nuestro sistema electoral, mientras que nosotros, pobres e indefensos estudiantes democráticos del ateneo salentino, buscába­mos la manera de decir que aquella era una regresión democrática, que conduciría a la exasperación del personalismo en política, con el consiguiente triunfo de los dueños de los medios de comunica­ción masiva (la victoria de Berlusconi data de los primeros años de la década de 1990 y debe muchísimo a la fantástica pareja Segni- Occhetto), nuestro filósofo más importante escribía en la prensa (me viene a la memoria un fragmento en La Stampa...) que el papel del intelectual como vanguardia progresista de las clases dominadas estaba agotado y que aquellos aspirantes residuales a una política participativa mediante manifestaciones callejeras eran, en el mejor de los supuestos, una aristocracia obrera que no se avergonzaba de sus privilegios. Volví a ver a Vattimo hace algunas semanas en Co- pertino durante una gira de promoción de su último libro, un colo­quio sobre “Filosofia y emancipación”, cuyo enunciado era tan fan­tástico que no pude renunciar a la velada, que ofreció un sinfín de emociones: palabras como “agresivo”, “militante”, e incluso Karl Marx y el comunismo (ideal) aderezaron su conferencia. Me habría gustado incomodarlo encontrándole alguna contradicción, pero el discurso del maestro era redondo, intachable y, pensándolo bien, absolutamente coherente... Líbrense de la verdad y de la historia, nos decía en los brumosos años de la década de 1980, y en el fondo esto era lo que repetía aquella tarde, con el panorama invertido. Al salir pensé en todos aquellos que no consiguen librarse de la histo­ria, que los ha parido precarios y desfavorecidos, que quisieran pero no pueden separarse de su raíz seca y hostil; en aquellas personas encadenadas a su pasado de recursos limitados y de una infame falta de oportunidades, a los que el filósofo posmoderno había negado incluso la posibilidad de formular su propia visión de la verdad: la Verdad no existe, de ninguna manera, ni total ni parcial, dejemos hacer a los flujos... Ahora Vattimo rompe el carné del partido polí­tico más posmodemo de Italia (del cual ha ejercido de comadrona filosófica) por discrepancias sobre la guerra, y ello nos alegra (Pero, ¿y Kosovo? ¿Y el gobierno de D’Alema?...). Los periódicos dicen que ha aceptado la oferta de una candidatura al Parlamento euro­peo que le ha hecho Cossutta (¿pero no era estalinista? ¡qué extra­ñas compañías últimamente, profesor!). Ahora Vattimo escribe en il manifesto un artículo tan hermoso que parece nuestro Foucault más comprometido... ¿Profesor, nos explica algo?

M im m o P ic h ie r r i , profesor de filosofía

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Sí, he cambiado de idea, o mejor dicho, de muchas de mis ideas. Reivindico este derecho, subrayando, sin embargo, que nunca he sido agente de la CIA, como otros intelectuales más conocidos que antes eran de izquierda, luego lo dejaron de ser y quizás ahora lo sean de nuevo. El cambio resulta tanto más acen­tuado cuanto más se malinterpretan los planteamientos del “pensamiento débil”, que al principio también íue (en la época de la publicación del libro homónimo, editado, lo recuerdo, con Pier Aldo Rovatti) un intento de responder, con un distancia- miento “ético” a la degeneración violenta del movimiento de 1968. En definitiva, podría decir que yo también soy una víctima del “terrorismo”, en el sentido de que habiéndolo conocido en Turín durante los años de plomo, comprendí su crueldad y su inutilidad. Por ello, por un momento, acaricié un ideal a su modo “autónomo”, el que en términos ajedrecísticos se denomi­na el “gambito del caballo” (no juego al ajedrez, pero me parece que es un movimiento lateral): no implicarse en la toma del poder, hacer solamente política de base, lo local contra lo global siempre violento, etcétera. Pero el pensamiento débil evolucionó (o involucionó) luego en una filosofía de la historia -lo cual, por ejemplo, creo que ahora me distingue de Rovatti, que se ha man­tenido más fiel a una intención fenomenológica por los márge­nes-, Desarrollando una cierta interpretación de Heidegger y Nietzsche, así como de René Girard, pensé (bastante pronto, ya en la década de 1980) que debilitamiento debía significar también un hilo conductor emancipador en la historia del ser: Occidente como tierra del ocaso de la perentoriedad de las supuestas “leyes naturales”, como lugar en el que se afirma la herencia cristiana del Dios débil, que se encarna, ya no como señor sino como her­mano, etcétera. De izquierda, también política, me parece desde entonces el programa de una disolución progresiva de todos los absolutos, empezando por aquellos impuestos ideológicamente para justificar las desigualdades “naturales” que, por el contrario, nada tienen de naturales. La economía política no es una ciencia natural, creo que este es uno de los puntos de las enseñanzas de Marx; solo hace falta liberarlas de los residuos cientificistas que posibilitaron todos los aspectos autoritarios del “socialismo

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real”. Así, si “existe” una condición de autenticidad humana defi­nible y alcanzable, como pensaban todavía Hegel (¿hasta qué punto?) y Marx (pero no Croce, quien tenía una visión mucho más abierta de la historicidad), entonces, una vez cumplida la revolución, los descontentos o bien son locos o bien agentes del enemigo. Lo que necesitamos es un Marx “debilitado” para redescubrir sin pudores liberales la verdad del comunismo.

Es inútil decir que estos “desarrollos” del pensamiento débil son conscientemente “ideológicos”, que acompañan y expresan experiencias históricas concretas de las últimas décadas. Ni siquiera el pensamiento débil -obviamente- cree ser la verdad. Es la respuesta que considero más razonable en las condiciones determinadas en que nos encontramos. Hoy: la amenaza a la libertad representada por el nuevo imperialismo estadounidense que se reviste de razones “absolutas” (la democracia, ¿pero cuál?, que debería imponerse por la fuerza; las “leyes” del mercado que garantizarían el “desarrollo”; la violencia contra los recursos del planeta que este desarrollo lleva a su extremo; la defensa del mundo rico contra los pobres del mundo, reducidos todos ellos a cómplices del “terrorismo”; etcétera). No veo contradicciones entre la propuesta del debilitamiento y la defensa de la libertad; incluso el significado del imperativo categórico kantiano no exige el respeto de la razón “fuerte”, sino el respeto de todos: ofrecer la otra mejilla requiere un esfuerzo, en consideración a la reducción de las propias pretensiones; etcétera. Rompo el carné del partido más posmoderno, objeta nuestro lector. Lamentable­mente, las razones teóricas tienen poco que ver aquí. Si se quie­re, me parece que en estos momentos la dirección de este parti­do se inspira en una versión “craxiana” del debilitamiento -e l pragmatismo en estado puro, con un barniz de estalinismo en las estructuras disciplinarias (nada vale si procede de fuera del parti­do y de su burocracia)-. No he contribuido a su nacimiento ni determinaré su muerte: solo quisiera ayudar, aun desde el exte­rior, a evitar que acabe convirtiéndose en una caricatura de la peor socialdemocracia.

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Subversivismo democrático

Tal era e l título de este artículo; no quiero renunciar a publicarlo de nuevo aquí porque para m í tiene un significado especial, pues a l princi­pio fu e escrito como intervención en la celebración del trigésimo an iver­sario de la “Revolución de los claveles” en Portugal. Sergio Cofferati y yo fu im os invitados por Mario Soares a su Fundación homónima en Lisboa. Después lo titu lé “El fu tu ro de la democracia y e l caso italiano ” para no discordar demasiado de Soares y de Cofferati, a quien precisa­m ente en Lisboa re ite ré m i (inuestra, de muchos de nosotros) desilusión por e l hecho de que en e l m es de septiembre del año anterior, en ocasión de la enorm e manifestación en la plaza San Giovanni, no hubiese deci­dido asum ir la dirección (sin demasiados compromisos con las burocra­cias de los partidos) de la izquierda italiana. Habría sido un gran golpe, una iniciativa realm ente decisiva para la transformación de la izquierda y de todo e l país, iniciativa que aún estamos esperando.

Se comprende que la democracia en Italia comparte muchas características (de crisis, de auténtica disolución) que también se perciben en los demás países “democráticos”, los cuales, a estas alturas, ya no son tales. Y, sin embargo, manifiesta algunos as­pectos característicos, no tan visibles en otros lugares, que son dignos de tener en cuenta porque parecen anticipar un proceso que los demás países también se arriesgan a atravesar más tem­prano o más tarde.

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Es a partir de aquí que -sin reconstruir con mayor detalle la historia del régimen democrático en Italia desde la segunda pos­guerra- hoy tenemos que avanzar. No solo en tanto que país perteneciente a la Unión Europea, sino como puro y simple caso ejemplar de una sociedad de capitalismo avanzado, Italia y sus vicisitudes políticas se reflejan de manera significativa en el resto de Europa y también más allá (pienso en el Mediterráneo, obvia­mente; y, en segundo lugar, en el contexto mundial de las re­laciones entre la superpotencia estadounidense y el resto del mundo). Ahora, lo que a grandes rasgos constituye la base de la disolución de la democracia en todos los países, pese a las dife­rencias nacionales específicas, es la conversión de los partidos políticos en burocracias cerradas y autorreferenciales, cuyo único contacto con las bases electorales son los medios de comunica­ción. Semejante proceso de “mediatización” (o de “espectacula- rización”, como dicen algunos) de la política es, en cierta medi­da, fisiológico; por lo tanto, no se puede decir que corresponda simplemente a un plan elaborado a propósito, sino que más bien posee las características y las motivaciones del nacimiento de la autoridad carismática en sociedades altamente industrializadas a las que se refería Max Weber, si bien él no tenía la experiencia del poder mediático que tenemos nosotros. Naturalmente, el problema es comprender hasta qué punto este proceso es fisioló­gico y en qué medida supone ya una patología que deberíamos, y podríamos, combatir. Algo similar se percibe en todas las discu­siones sobre la “modernización” de la sociedad, incluso en el ámbito de la legislación laboral y de la economía en general. Por un lado, los modernizadores nos instan a tener en cuenta las novedades incuestionables que se han producido en la distri­bución del trabajo y en la composición de las clases, con la pro­gresiva individualización de los trabajos, que haría obsoleta cualquier forma de organización sindical, y que sitúan a los tra­bajadores (¿a cuáles?) en una relación de contratación directa con el empresario. Sin embargo, por otro lado muchos de noso­tros seguimos creyendo, con Marx, que la economía política no es una ciencia natural, de manera que las condiciones en las que se sitúa el trabajo social son consecuencia de elecciones políticas y no solo de transformaciones tecnológicas “neutrales”. Bien

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mirado, el modo de proyectarse hacia la mediatización de la política y el creciente poder de los medios de comunicación reflejan asimismo una contraposición análoga. En gran parte de la izquierda, el reproche que se repite con mayor frecuencia es el de no haber comprendido a fondo los mecanismos mediáticos, de no saber utilizarlos como, en cambio, sabe hacerlo la derecha. De ahí el recurso (pensemos en el caso de Blair) a spin doctors que cada vez más a menudo son profesionales “neutrales”, que se ofrecen en el mercado como consejeros y responsables de cam­pañas electorales, y que tratan a los candidatos como mercancías que es preciso promocionar.

Italia es el país en que la mediatización de la política ha mani­festado sus efectos con mayor intensidad. Un empresario (prime­ro de la construcción, después de la televisión) creó un partido ex novo en el plazo de seis meses, logró la mayoría, se convirtió en primer ministro y posteriormente fue descabalgado del poder por la “traición” de un sector de los partidos de su coalición; y, después de cinco años de gobierno de centroizquierda, ha vuelto a ganar las elecciones y ahora gobierna el país. Es muy posible que las pierda otra vez, pero aún no se ha dicho la última palabra y puede ocurrir que sufra una derrota en las elecciones europeas y locales de la primavera próxima, pero es difícil decir si también perderá las elecciones políticas de 2006. El problema es que, aunque fuese derrotado por la actual oposición, corremos el ries­go de que esto suceda sin una profunda transformación del siste­ma político que él inauguró; es decir, el poder de los medios de comunicación y la indiferencia de los ciudadanos ante toda for­ma de participación política que no sea la que ofrecen la comu­nicación televisiva y la publicidad. Ahora bien, si ocurriese tal cosa (el retorno al poder de la coalición de centroizquierda sin una transformación radical de la vida política), la suerte de la democracia en Italia no podría ser muy distinta de la que se nos presenta con la mayoría actual. He aquí por qué hoy, en Italia -pero creo que también en otros países de Europa-, la batalla de la izquierda para ganar las elecciones contra los conservado­res, los liberales, etcétera, conlleva asimismo una lucha interna entre las que suelen denominarse las dos izquierdas: la “moder- nizadora” y “reformista” (en nuestro caso, la lista de Prodi), y la

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radical o simplemente socialista, que no ha renunciado a la uto­pía de una transformación global de las estructuras sociales con una redistribución no superficial de la riqueza.

En cierto sentido, muchos de los que intentan imponer la idea de que las diferencias entre derecha e izquierda ya no exis­ten -porque no hay clase obrera, porque la riqueza es más móvil, porque la globalización nos hará a todos más libres y ricos- no se equivocan. Es como si el futuro de las sociedades (en primer lugar las occidentales, pero poco a poco las de todo el mundo atrapado por la globalización económica) abriera dos posibilida­des o incluso dos sociedades: la de la burbuja informático-mediá- tica -una burbuja porque precisamente es una esfera evanescen­te en apariencia, pero cerrada a cal y canto para quienes no están “conectados”, en los múltiples sentidos de la palabra- y el resto de las sociedades, que devienen cada vez en más “primitivas” por su creciente distanciamiento respecto a las sociedades de la bur­buja, asegurado por el rápido desarrollo tecnológico de nuevos dispositivos. Pero semejante “desaparición” de las divisiones en­tre derecha e izquierda implica también la tesis según la cual la transformación del mundo en una única sociedad de personas libres, ricas y democráticas es una mera cuestión de difusión de la información; conectar a todos a Internet supone la solución de los conflictos, la apertura de una nueva era finalmente libre de la alienación... Todo ello recuerda demasiado a la “canción de or­ganillo” de la que habló Zaratustra en el libro homónimo de Nietzsche; no hay que olvidar que, para construir el mundo del eterno retorno del igual (¿podremos transformarlo audazmente en el mundo de la eterna igualdad?), es preciso morder la cabeza de la serpiente... Son términos mitológicos nietzscheanos que no procede ilustrar ahora. Pero que -aun contra las posibles inten­ciones de Nietzsche- pueden tener el sentido de recordarnos la necesidad permanente de la “revolución”.

Volvamos al caso italiano: el dilema sobre el futuro de la de­mocracia consiste aquí en la alternativa entre aceptar gestionar una democracia “mediática” y, como tal, fatalmente vinculada al mundo de la comunicación controlada por el poder capitalista; es decir, estar en la “burbuja”, quienquiera que esté destinado a ganar las elecciones... O bien encontrar alguna manera “revolu-

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donaría” de interrumpir el ciclo. Dicho con mayor claridad: en la actualidad la democracia se encamina, en todos los países “desarrollados”, hacia una suerte de asfixia. Ya en este momento los resultados electorales contradicen raras veces los sondeos de opinión, los cuales, por otra parte, no miden orientaciones “ob­jetivas” de la sociedad, sino que encuentran las respuestas que ellos mismos, los medios de comunicación, han contribuido a producir. Si hay algún sentido en la idea (que Fukuyama aventu­ró) de que la historia ha llegado a su fin, es precisamente el de constatar la existencia de una situación en la que es posible pre­ver todo acontecimiento de manera casi absoluta, al menos dentro de la burbuja “racional” e informativo-informática de los países ricos. Por supuesto, no hace mucho hemos presenciado cambios significativos, con las últimas elecciones en España y Francia. En Italia esperamos llevar a cabo una empresa similar en las próximas elecciones europeas y luego, más adelante, en las nacionales. Sin extender el pronóstico a España y Francia, lo que parece previsible en Italia es que, si la coalición de izquierda consigue volver a gobernar, tendremos una nueva fase con un “ciclo”, que, en efecto, y pese a todo, podría no interrumpirse. Podemos describir el círculo de este modo: decepción hacia la derecha porque no ha cumplido las promesas de bienestar (Ber­lusconi prometió la luna o casi, y hoy los italianos están empo­brecidos); la izquierda gana las próximas elecciones y vuelve a gobernar; transcurrido un cierto tiempo, como en el caso del gobierno de Prodi, la extrema izquierda de la coalición se siente traicionada por la política poco audaz del Ejecutivo; ruptura de la unidad, caída del gobierno; elecciones, la derecha retorna al poder, también porque los medios de comunicación han perma­necido fundamentalmente en sus manos... Vemos que se man­tienen todas las apariencias de la democracia; precisamente la alternancia es una garantía de ella. Pero, al mismo tiempo, de elección en elección disminuyen los porcentajes de votantes, la clase política se convierte en algo cada vez más cerrado y autorre- ferencial, y la política misma deviene en una actividad de “profe­sionales” que, al fin y al cabo, podrían alternarse recurriendo simplemente al método del sorteo. Tal vez este sea un análisis simplista y demasiado pesimista y, a decir verdad, lo es. En él,

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entre otras cosas, el factor determinante no es solo la propiedad de los medios de información, que garantizan la sustancial inmo­vilidad del electorado, o más bien su moverse exclusivamente dentro de la burbuja informática. No olvidemos la problemática de la “revolución en un solo país”; y, por ejemplo, para nosotros, el peso del orden internacional fundamentalmente estadouni­dense, que en la actualidad tiende a convertir a nuestras demo­cracias en democracias “protegidas”, unidas por la “lucha contra el terrorismo internacional”, y por el control que, a consecuen­cia de ello, es cada vez más intenso y concentrado en manos de la administración estadounidense. En Italia estamos cada día más convencidos de que para nosotros es más importante que Bush sea derrotado en noviembre que el hecho de que el mismo Ber- lusconi desaparezca de la esfera política.

En resumen, el problema del futuro de la democracia en Ita­lia, aunque creo que en todo el mundo que una vez se llamó “libre” -según la fórmula de la Voice o f A m e r i c a se identifica con la posibilidad de interrumpir o, en cualquier caso, de pertur­bar, el ciclo “virtuoso” de la alternancia protegida que nunca traspasa los “límites” fijados por Estados Unidos o, lo que es lo mismo, por el sistema económico de las multinacionales. Por otra parte, este ciclo se ve continuamente amenazado por las propias fuerzas conservadoras: cito como ejemplo las “reformas” institucionales que Berlusconi está intentando producir en Italia para garantizarse, por su propia parte, que la alternancia no se tome demasiado en serio. Paradójicamente, con frecuencia se acusa a la izquierda italiana de ser conservadora porque quiere defender la Constitución, mientras que la derecha quiere trans­formarla en sentido autoritario. Para evitar esta situación, antes o después la izquierda deberá plantearse a su vez el problema de la “revolución”. Por ejemplo, en los años del gobierno de cen- troizquierda no se promulgó una ley fuerte que afectase a los monopolios de Berlusconi, sobre todo en el sector de la televi­sión y la prensa, más bien por “delicadeza” constitucional que por la naturaleza demasiado compleja de la coalición que soste­nía al gobierno. El fetiche de las reglas formales de la democra­cia (que ciertamente ninguno de nosotros quiere destruir, como se puede comprender) es en estos momentos el gran espantapá­

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jaros tras el cual se atrincheran Bush y sus aliados, mostrando así de manera elocuente el carácter de farsa ideológica. ¿Cómo creer aún en la democracia cuando ella es el valor en cuyo nom­bre Bush, Blair y finalmente Berlusconi bombardean Irak, man­tienen en pie el campo de concentración de Guantánamo e imponen un control universal sobre nuestras vidas privadas y no para defendernos del “terrorismo”? El sueño de vivir en regíme­nes democráticos “normales” es algo así como el sueño de la mano invisible del libre mercado, que debería alcanzar el equili­brio económico ideal. Pero, del mismo modo que es necesario regular el libre mercado, a menudo con dureza, para que no se convierta en pasto de monopolios, la democracia “normal”, para subsistir, necesita asimismo profundas inyecciones de “subversi- vismo”. No solo, o no tanto, con iniciativas políticas que modifi­quen los marcos constitucionales para establecer una mayoría u otra, como intenta hacer Berlusconi en Italia, sino con una pre­sión extraparlamentaria que impida que el sistema político se cierre y se esclerotice en sus propios juegos internos. También desde este punto de vista la situación italiana actual tiene mucho que enseñar. En muchas ocasiones Berlusconi y los suyos han intentado hacer pasar como propaganda antiitaliana, o incluso como desprecio hacia las instituciones, muestras de descontento, por demás clamorosas, como las manifestaciones callejeras, los “corros” en torno de los centros del poder, el llamamiento al presidente de la República para que interviniese contra las violaciones de la Constitución que el gobierno, con la fuerza que le concede su mayoría parlamentaria, está perpetrando sin nin­gún pudor. Es cierto que la democracia necesita estabilidad, que no beneficia a nadie abrir una crisis de gobierno cada mes. Sin embargo, el problema de la democracia italiana actual, y más o menos de todos los regímenes democráticos “reales” que cono­cemos, es el de no perder el contacto con la realidad cotidiana de la sociedad. Si a ello añadimos que, como ya reconocen incluso los sociólogos más liberales, las condiciones en que habitual­mente se celebran las elecciones están bastante distorsionadas por el dinero, por el poder sobre los medios de comunicación, por la auténtica corrupción mafiosa (no olvidemos que, en las elecciones políticas de 2001, Sicilia dio sesenta y un escaños par-

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laméntanos sobre sesenta y uno a los partidos de la coalición berlusconiana...), al final resulta demasiado evidente que para salvar la democracia y, por lo tanto, la posibilidad de que los ciu­dadanos hagan valer sus propias opciones, se necesita una buena dosis de presión “informal”, de iniciativa popular en cierto senti­do “subversiva”, que desestabilice con fuerza el círculo “virtuo­so” del poder que se redistribuye siempre y exclusivamente en su propio interior, siguiendo las reglas de la democracia formal. Somos muy conscientes de que este es un discurso peligroso, pero no podemos olvidar que la idea de revolución es un patri­monio imprescindible de la tradición socialista, progresista y libertaria. Quizá también se deba a la consolidación de una bur­buja mediático-conservadora que la izquierda de los países “democráticos” haya dejado de hablar de revolución, y que esté dispuestas a calificar cualquier forma de indisciplina social como “terrorismo”, contra el cual es preciso luchar conjuntamente, obviamente bajo el liderazgo de Estados Unidos. Por supuesto es verdad que, como demócratas, tenemos ante todo el deber de defender y llevar a la práctica las constituciones democráticas que los pueblos han conquistado. Pero cada vez más a menudo esta defensa exige auténticos actos “subversivos”, pues de otro modo la democracia misma resulta asfixiada. Si las democracias liberales en las que vivimos carecen de fuerza para producir algún shock saludable que restituya la palabra a los ciudadanos -como, por ejemplo, ha sucedido en todo el mundo con las grandes manifestaciones por la paz, y otras iniciativas “popula­res” que han sido las únicas que se han opuesto a la información manipulada de los medios de comunicación del régimen; o con contundentes protestas sindicales, o incluso apelando a los valo­res religiosos (el papa es “pacifista”, los gobiernos que dicen defender los valores cristianos no lo son)-, sucederá que cada vez con mayor frecuencia los shocks nos acabarán llegando del exte­rior, de las iniciativas del terrorismo o de la rebelión de los pue­blos “tercermundistas”, cansados de consumir únicamente las migajas de los recursos del planeta.

Por las desastrosas experiencias de la década de 1970 sabemos muy bien que en estos momentos no tiene sentido imaginarse la “revolución” en los términos tradicionales de la toma violenta de

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algún Palacio de Invierno; no solo por el rechazo moral de la violencia (precisamente ahora, cuando los conservadores se afa­nan en explicamos que la historia también se hace con la gue­rra), sino por un cálculo razonable de las fuerzas en lid. Pero la subversión puede realizarse con otros medios, no sangrientos y, sin embargo, eficaces: empezando por boicotear las mercancías “impuestas” por la burbuja mediática; y con la valoración siste­mática de todas las posibles sedes de conflicto con el poder cen­tral, los organismos intermedios a partir de los cuales poder introducir todo tipo de obstáculos al funcionamiento “normal” de la democracia formal. Se necesita una gran inventiva y fanta­sía “subversiva” que respete los valores básicos de la democra­cia (el derecho de cada uno a decidir por sí mismo, junto a los demás) sin dejarse dominar por el fetiche de las mayorías par­lamentarias. Saber que cada vez más están sometidas a mani­pulaciones solo es el primer paso para empezar a asumir esta responsabilidad, ciertamente revolucionaria, según las mejores tradiciones de la izquierda.

Abril de 2004

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¿ Una democracia normal?

En una página de la Teoría estética (1970), la última de sus obras, Theodor W. Adorno nos ofrece la explicación más clara del arte de vanguardia del siglo XX, allí donde sostiene que, a diferencia de otras épocas, quien produce arte hoy en día no solo tiene que crear la obra, sino que al propio tiempo debe plantear y discutir el problema de la esencia misma del arte. El gesto de Marcel Duchamp, que envía a la exposición su famoso urinoir, rebautizado como “Fuente”, se inscribe evidentemente en esta perspectiva, como gran parte del dadaísmo y, de manera más o menos explícita, muchas de las poéticas “provocadoras” de la primera mitad del siglo XX. Para la política en Italia, y tal vez no solo en Italia, la situación actual puede describirse en estos mis­mos términos, aunque muchos se apresuran a defender que solo habría que “dejar trabajar” a los mecanismos normales de la de­mocracia, sobre todo aquel según el cual, una vez elegido un go­bierno, por el período constitucional de cuatro, cinco o diez años, hay que dejarlo actuar en paz y juzgarlo, aprobándolo si es el caso, al término del mandato. En el fondo esto es lo que se quiere decir cuando se lamenta la escasa gobernabilidad de nues­tro sistema, que alguien se propone remediar con las tan pregonadas reformas constitucionales. Esta ansia de “normali­dad”, o mejor dicho, de normalización, es por supuesto caracte­rística de aquellos a los que Walter Benjamín, con la terminolo-

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gía de las Tesis sobre el concepto de historia (1940), llamaría “los vencedores”. Sin embargo, cada vez más a menudo, incluso los políticos que deberían ser la voz de la oposición, de los vencidos, han empezado a predicar teorías análogas, esgrimiéndolas, sobre todo, contra los más diversos tipos de “desobedientes”: los sindi­catos “salvajes”, los movimientos no encuadrados en los partidos o los girotondi (los “corros de protesta” nacidos en 2002 o 2003: ¿quién los recuerda?), en resumen, contra la “plaza pública” que amenazaría la democracia favoreciendo la propagación del populismo. También los políticos de izquierda, o que se conside­ran tales, han defendido con gran vehemencia que una verdade­ra cultura de gobierno debe saber elegir aun en contra de las preferencias inmediatas de la masa... Este hablar de normalidad democrática, de “dejar trabajar” a los responsables que han sido elegidos legítimamente en las sedes y en las fechas apropiadas, evoca otro apotegma filosófico famoso: “De lo que no se puede hablar hay que guardar silencio”. No sé si Wittgenstein preveía una lectura “práctica” de esta proposición; aunque no se puede excluir, ya que el horizonte de las cosas de las que “hay que guardar silencio”, que en el Tractatiis se identifica con das Mystis- che, era para él evidentemente una cuestión práctica, de vida, de ética y de religión. Por lo tanto, no estaríamos tan lejos de Adorno, o al menos del Benjamín de las tesis sobre la historia, si pensásemos que el silencio debe transformarse en acción, en una acción en cierto sentido revolucionaria.

Vemos que quien hace, o intenta hacer, política en la Italia actual (en Europa y en el contexto mundial) se mueve entre un conjunto de alternativas aporéticas que bien pueden enmarcarse en las proposiciones que acabamos de recordar. Por una parte, en realidad no parece posible hacer “como si” la democracia (no solo en Italia) fuera un mecanismo que merezca que se lo deje trabajar “normalmente”. Por otra, resulta difícil llevar a cabo lo que Adorno prescribía, o advertía, en el arte de vanguardia: pro­ducir cambios, acciones eficaces, y al mismo tiempo discutir, renovar, o subvertir, la esencia misma de la política. Como todos sabemos, para los “movimientos” que, en los últimos años, han desempeñado un gran papel volviendo a movilizar la participación ciudadana en la vida política, sigue siendo difícil

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encontrar una traducción de sus reivindicaciones y una expresión de su compromiso (individual y colectivo) en las contiendas elec­torales. Hasta el punto de que, con frecuencia, según ritmos temporales que parecen confirmar su carácter efímero y pura y simplemente emotivo, caen en (o eligen) el silencio: más bien el de Samuel Beckett que el activo y práctico de Benjamín e incluso de un Wittgenstein leído desde la (extrema) izquierda.

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Política y vanguardia

Así pues, por las razones que acabo de exponer, hablar de vol­ver a ser comunista significa para mí aceptar esta “vocación” vanguardista de la política. La apuesta, como resulta obvio, es análoga a la de la vanguardia artística: negarse a hacer política como si estuviéramos en una situación “normal” y, en cambio, constatar que no lo es. Bertolt Brecht dijo: “¡Qué tiempos estos en que hablar sobre árboles es casi un crimen porque supone callar sobre tantas alevosías!”. Puede suceder que en ningún momento se pueda hacer política, o arte, creyendo encontrarse en situaciones normales. Pero está claro que el modo de sentir de las vanguardias de comienzos de siglo era distinto del de los artistas “académicos”; como tampoco el estado de ánimo de los fundadores del existencialismo, desde Martin Heidegger hasta Karl Jaspers y Karl Barth, era el de quien simplemente lleva a cabo un “trabajo”, o una “investigación” (y recordemos que para Heidegger la filosofía NO es investigación...), heredada de sus predecesores en una suerte de continuidad ideal. Tal vez no es casual que también en la ciencia, aunque desde hace menos tiempo, se esté imponiendo la denominada teoría de los paradig­mas de Thomas Kuhn. Con cierta razón puede considerarse que esta teoría -según la cual las ciencias “duras”, como la física o la cosmología, no se desarrollan de modo lineal, mediante solucio­nes sucesivas a problemas que dan lugar a resultados acumula-

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bles, sino que implican “saltos”, pues las “etapas” nuevas se con­figuran más bien como el nacimiento (sí, nacimiento es la palabra adecuada) de paradigmas distintos de los del pasado, a partir de los cuales cambian todas las perspectivas y se modifican los mé­todos y los criterios de verificación y falsación (en el caso de Kuhn el ejemplo era el de Copérnico versus Ptolomeo)-, que es­ta teoría, decíamos, comparta el espíritu apocalíptico que aquí intentamos recoger y describir. Es muy probable que las van­guardias artísticas y culturales de principios del siglo XX tuvie­ran una concepción “apocalíptica” similar fomentada, ciertamen­te, por los desastres de la Primera Guerra Mundial (en 1918 Oswald Spengler escribía La decadencia de Occidente), aunque no se limitaba a reflejar una atmósfera pesimista caduca. Y en polí­tica este espíritu apocalíptico estaba presente en muchos movi­mientos revolucionarios de los cuales hoy desconfiamos de manera radical (no solo del fascismo, sino también del nazismo y del comunismo soviético). Pero conectar de nuevo con aquel espíritu apocalíptico, aunque solo sea para analizar el propio “volver a ser” comunistas, no es excesivo. Es más, hace poco, en la Italia berlusconiana, el fantasma que se agitaba para mantener a los electores alejados de los partidos de izquierda era precisa­mente el fantasma del comunismo. No debería avergonzarnos decir que pensar nuestra situación en términos “apocalípticos” y, por lo tanto, capaces de legitimar la recuperación de una palabra de “izquierda” como revolución, enlaza a la perfección con la necesidad de renovación radical que el espíritu europeo experi­mentaba a principios del siglo XX. No podemos ni debemos avergonzarnos aun teniendo en cuenta que muchos de aquellos que se muestran reticentes ante la recuperación -ideal- de este espíritu apelan, pura y simplemente, a la Ilustración del siglo XVIII. Si despojamos esto de su íntima referencia escatológica -según los modos inaugurados por Hegel en la Fenomenología, donde denunciaba la inevitabilidad del Terror como un exceso de racionalismo político- la referencia a la Ilustración funciona simplemente como un llamamiento a una racionalidad “liberal” que, como toda posición “moderada”, es la que prefieren quie­nes tendrían “algo que perder” en un proceso revolucionario...

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La experiencia de la Italia de derecha

Por lo tanto, y con el ánimo de señalar los puntos reconoci­bles -desde la perspectiva cronológica- del camino de regreso a la casa comunista, me parece oportuno partir del debate sobre el “régimen”, que ha marcado los años del gobierno de centrodere- cha en Italia. En tomo de la legitimidad del uso de este término se dividieron -o volvieron a dividirse- los caminos de gran parte de la izquierda italiana entre 2001 y los años siguientes. Tan pronto se empezaba a utilizar el término, se alzaban de inmedia­to voces disidentes en la propia izquierda: eran las voces de quie­nes tenían en mente la imagen del fascismo de las décadas ante­riores a la guerra y, por lo tanto, argumentaban que aquí, con el gobierno de Berlusconi, nos encontrábamos ante un fenómeno vagamente análogo. ¿Se podía hablar o no de un nuevo fascismo o, en cualquier caso, de la situación vigente como de un régi­men? Cabe recordar que ya nadie se escandaliza si nos referimos al largo período de predominio democristiano como a un régi­men: en muchos aspectos, el de estos últimos años es mucho más régimen que aquel. Por lo demás, en la retórica política “régi­men” solo significa un sistema de gobierno más “cerrado” que los que, en líneas generales, consideramos liberales. (Estar “a régimen” implica una dieta regular y constante; un desembolso corriente que se repite cada año, etcétera.) Y una atribución similar sirve para el gobierno de Berlusconi aún con mayor clari­

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dad que para los diversos gobiernos de la DC que, aunque solo sea por los distintos entornos tecnológicos en los que se mueven, nunca llegarán a controlar del todo el sistema radiotelevisivo; ni a destrozar la escuela pública con la misma falta de escrúpulos por el sometimiento al poder de la Iglesia que los demócratas cristianos salidos de la Resistencia jamás aceptaron dejarse impo­ner. En cualquier caso, prescindiendo de comparaciones (y aun­que hoy echemos de menos la “ballena blanca” y a su dirigente histórico más longevo, Giulio Andreotti, pues lo peor no conoce límites), si se quisiera reservar el calificativo de “régimen” para una forma de gobierno que no prevé su propia sustitución democrática, precisamente el dominio completo de los grandes medios de comunicación y de la publicidad (que condiciona la vida de todos los periódicos) de que goza Berlusconi, ha justifi­cado las profundas sospechas de que una coalición distinta de la suya pudiese volver a ganar una contienda electoral. En verdad, esto sucedió en abril de 2006, si bien con muchas dificultades y unos resultados limitados. Y quizá por culpa de tales resultados se han vuelto a respirar de inmediato unos aires de régimen, aunque en términos distintos de aquellos a los que nos había acostumbrado el gobierno de Berlusconi. Ciertamente, la coali­ción liderada por Prodi ganó las elecciones del 9 de abril de2006, pero su mayoría en el Senado es tan exigua que casi no puede respirar: se ve obligada a caminar sobre un terreno mina­do, expuesta a los continuos (o cuanto menos presuntos) chanta­jes de cada partido -creo que son una docena- que la apoyan, así como de cada uno de los senadores elegidos, que le plantean peticiones de las que hacen depender su voto sobre las distintas medidas. Una mayoría de este tipo, y además ideológicamente heterogénea, no soporta ninguna discusión sobre su propia cohesión interna, por demás incierta. El aire de régimen aparece aquí como una necesidad compartida de mentir sobre el sentido de la actuación del gobierno. Inmediatamente después de la toma de posesión, tuvo que afrontar el problema de la refinan­ciación de la misión militar en Afganistán. Los partidos de la denominada extrema izquierda, que ahora apoyan a Prodi, se habían opuesto siempre a esta misión; algunos, como hicieron durante largos años los de Rifondazione Comunista, llegaron a

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pedir que Italia saliera de la OTAN. Sin embargo, después de entrar en el gobierno -sobre todo con la elección de Fausto Ber- tinotti como presidente de la Cámara de Diputados, el tercer cargo institucional del Estado- votaron en favor de la misión, bautizándola sin ningún pudor como “misión de paz” y argu­mentando que los italianos estaban en Afganistán bajo el manda­to de las Naciones Unidas y en el contexto de los acuerdos de la OTAN (¡el viejo tratado de defensa de los países del Atlántico Norte!). La utilización de mentiras piadosas para no provocar el descontento de ninguno de los aliados de la mayoría acaba de repetirse hace poco, en ocasión de la ley de presupuesto para2007. A fin de que la izquierda pudiera digerirla, autoridades del gobierno y grandes periódicos “independientes” la calificaron como una ley “bolchevique”, que Prodi y Padoa Schioppa (¿tam­bién bolchevique?) defendieron por todos los medios, a golpe de votos de confianza. No obstante, como al menos algunos miem­bros de los partidos de izquierda no dejaron de señalar, esta ley presupuestaria tiene muy poco de bolchevique, pues, por el con­trario, como quiere (¿por qué?) reducir de manera drástica y de un solo golpe el déficit (catorce mil millones, casi la mitad de la cifra global), recorta sin piedad los fondos para la universidad, los ayuntamientos y las regiones, cargando sobre estos últimos la responsabilidad de aumentar los impuestos o de reducir los servicios sociales; y aumenta los gastos militares para las diversas “misiones de paz” con las que estamos comprometidos bajo las órdenes de Estados Unidos. También en este caso todo el ballet sobre los rasgos bolcheviques de la ley financiera no ha sido más que un juego entre las partes en el que en realidad pocos han creído. Cuando se pone de manifiesto que lo que predomina en Italia o, al menos, lo que caracteriza la visión que los italianos tienen de la política es un espíritu de resignación pasiva, ha lle­gado el momento de reflexionar seriamente sobre ello. La izquierda, por llamarla de algún modo, ha regresado al gobierno poniendo fin a la “vergüenza” del gobierno de Berlusconi, aun­que a costa de proseguir sin más, en muchos aspectos, el trabajo de la derecha.

Por otra parte, las discusiones actuales sobre la mayor o menor oportunidad de avanzar por el “camino de las reformas”

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(por ejemplo, y ante todo, modificando la vergonzosa ley electo­ral aprobada por la derecha al final de la legislatura precedente) reflejan ampliamente la hipocresía generalizada del contexto en que se mueve la nueva mayoría. No sabemos hasta qué punto es posible tomar en serio la distinción, tan socorrida, entre izquier­da “reformista” e izquierda “radical”. Sobre todo porque esta úl­tima no parece poseer ningún tipo de radicalidad y, ante la pers­pectiva de desencadenar una crisis en el seno del gobierno de Prodi (que desembocaría en unas nuevas elecciones -otra menti­ra piadosa, dada la Constitución parlamentaria del país-), todo vuelve al orden, se aviene a votar la moción de confianza inten­tando salvar la cara (¿cuál?) y manifestando de viva voz su propio y virtuoso desacuerdo.

Régimen o no, lo cierto es que, si no ocurre algo que provo­que alguna discontinuidad (no hay que olvidar que en Italia el fascismo solo llegó a su fin debido a -o gracias a - que perdió una guerra) que no produzca unos desastres que nadie quiere, el fu­turo de la izquierda en nuestro país -y , por lo tanto, la posibili­dad de empezar a construir una sociedad menos injusta- está destinado al fracaso. ¿Quién, después del apoyo al gobierno “atlántico” por parte de partidos como Rifondazione Comunis­ta, Comunistas Italianos o Verdes, volverá a votar a estos parti­dos en las próximas elecciones? El proyecto del Partido De­mocrático -que los DS y Margherita siguen cultivando, con no poca hipocresía- se impondrá como un auténtico renacimiento de la vieja Democracia Cristiana, con el agravante de que la nue­va ballena blanca incluirá a muchos antiguos comunistas y a toda la abigarrada constelación de fuerzas “moderadas” contrarias a cualquier cambio genuino de las relaciones de poder (¿nos atre­vemos aún a decir “de clase”?) en el país. Es muy probable que la izquierda desaparezca durante muchos años.

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mente un componente de cinismo realista (?). En su contra solo están las almas buenas que no quieren reconocer la verdad de la política, o los ingenuos ciudadanos “objeto” de la propaganda electoral, convertida ella misma en una acción de marketing. No ha pasado mucho tiempo desde que (verano del 2005) el cen- troizquierda italiano se viese implicado por enésima vez en una polémica sobre la “cuestión moral”, al salir a la luz los vínculos entre la DS, la Lega delle Cooperative y UNIPOL, una impor­tante empresa de seguros cuyos accionistas mayoritarios son las cooperativas, y que tenía intención de “escalar” la Banca Nazionale del Lavoro. Ciertas escuchas telefónicas (de las muchas que, al parecer, se realizan en Italia) revelan que diri­gentes políticos de la “izquierda” y banqueros de observancia berlusconiana, son amigos y colaboran de diversas maneras. Se dice que “hay banqueros y banqueros, capitalistas y capitalistas”, que un partido de izquierda también necesita establecer vínculos estrechos con el mundo económico. Y la cuestión moral de la que se habla solo implicaría a quien, en el marco de la economía vigente, respeta, o no, las reglas, las leyes de la competencia, la moral “propia” del sistema. Si -como cada vez es más evidente- la democracia actual es un asunto de disponibilidad financiera (¿Te presentas como candidato a la Cámara? ¿Tienes quinientos millones para gastar?, ¿podrías “conseguirlo”?), lo cual, por otra parte, sucede hasta en el mundo del deporte, ¿tiene sentido decir que la moralidad consiste en respetar las reglas del sistema? Una banda de ladrones también se rige por un conjunto de reglas, pero el hecho de respetarlas solo implica ser parte integrante de la banda.

Volver a ser comunistas significa tomar plena conciencia de hechos como estos.

Pero ¿no estaremos tirando el agua de la bañera con el niño dentro? ¿Es que no nos acordamos de Cuba y de los resultados totalitarios de su pretendida revolución? ¿Ni del -previo- fraca­so económico de la madre de todas las revoluciones comunistas, la soviética, con la disolución del socialismo real por imposibili­dad fisiológica de competir con el “progreso” del mundo capita­lista y sus libertades, empezando por la libertad de consumo, del

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rock, de la práctica religiosa? En el fondo fueron estos factores, contradictorios entre sí, los que socavaron desde dentro el sis­tema soviético, que se desmoronó sin guerra ni rebeliones san­grientas -lo cual habría que tener en cuenta a la hora de valorar su aspecto “ético”- . (Por otra parte, el carácter “pacífico” y con­sumista de la transformación de la URSS en algo diferente tam­bién se encuentra en otras revoluciones del siglo XX, como la que condujo al fin del apartheid en Sudáfirica.) Esto es lo que deja entrever la afirmación de Margaret Thatcher según la cual no hay alternativa al capitalismo; una afirmación que se ha conver­tido en algo de sentido común, al igual que la globalización. Es incluso una tentación teórica no banal: pensar que en la época actual los regímenes y los sistemas políticos se constituyen y, andando el tiempo, se desmoronan no en virtud de revoluciones violentas (¡la toma del Palacio de Invierno!), sino con el método “democrático” del “consumo”: regímenes y gobiernos se “des­gastan” desde dentro debido a la lógica del consumo, los gustos, las expectativas y las preferencias del “público”. (¿Sería quizás una especie inédita de Verwindung heideggeriana? En Heidegger este término designa la vía para superar la metafísica objetiva de la tradición occidental sin liquidarla -lo cual, en realidad, sería imposible-, sino solo distorsionándola irónicamente.) Aquí tam­bién manda el mercado: algo “sale de circulación” y hace que determinadas instituciones queden obsoletas. El modelo de los paradigmas de Kuhn se aplica asimismo, o quizá sobre todo, a las transformaciones sociales.

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za y las desigualdades solo pueden superarse con el restableci­miento de la paz internacional; esto es, una vez ganada la guerra contra el terrorismo. Y que, por lo tanto, están en favor de adquirir un compromiso más firme, de tipo “británico” (¡Blair es un laborista!), con Estados Unidos en la lucha contra el “terro­rismo internacional”, sea en Irak, Afganistán o Líbano... Pero, como resulta difícil que el terrorismo internacional (como ya es evidente en Irak, aunque tampoco en Afganistán las cosas van demasiado bien...) acabe siendo derrotado y acepte un tratado de paz, es muy probable que nuestro futuro esté marcado por la “guerra infinita” de la que Bush, imprudentemente, habló. Por supuesto, si no se logra la victoria contra el terrorismo, la lucha contra la pobreza quedará relegada hasta las calendas griegas...

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El sueño de la liberación

Por lo tanto, se vuelve a ser comunista a partir de un conjun­to de razones como estas, que no son más que la presentación ocasional de una reconsideración general (que no me parece individual, casual o estacional) de una visión de la historia que, de manera más o menos general, nos ha acompañado desde los años de la segunda posguerra (o, para los más jóvenes, desde la época de 1968, de 1977, de los años de plomo). Un planteamien­to según el cual el sueño de una liberación llevada a cabo me­diante un vuelco de las relaciones de poder no tiene futuro. Por ello, durante mucho tiempo hemos sido “reformistas”; al princi­pio seguimos cultivando la utopía como un horizonte lejano, normativo y al propio tiempo desesperante: no por nada la “dia­léctica negativa” de Adorno termina (por así decir, aunque la cronología es importante) con una “teoría estética” que reduce nuestras posibilidades de emancipación a la proviesse de bonheur que representa el arte, y hoy cada vez más el loisir, el tiempo libre de las masas dominado por los productos de la industria es­tadounidense (entre las exportaciones de ese país, las películas y los productos de entretenimiento de Hollywood ¡ocupan el pri­mer lugar o, al menos, el segundo! Ya no es necesario hablar de industria “cultural”, pues esta es la industria a secas: lo que más producimos en el mundo es loisir, aunque muchos no tengan medicinas ni pan ni salchichón). Por supuesto, si en realidad nos

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-es lo que Hegel, con acierto, denominaba la experiencia, con su estructura dialéctica. Incluso podemos dar la razón a quienes insisten en que la catástrofe del 11 de septiembre -que según la retórica “amerikana” [sic] de estos últimos años lo habría “cam­biado todo”, y después de la cual ya nada sería lo mismo-. El acontecimiento que lo ha cambiado todo tal vez no sea el ataque a las Torres Gemelas de W all Street, sino que, como explica muy bien Gore Vidal en su obra La f in e della liberta,* tiene que ver con lo que ha preparado este ataque, y que, si se quiere iden­tificar con un acontecimiento concreto, más bien podría buscar­se en el atentado terrorista de Oklahoma City, en el que un ciu­dadano estadounidense hizo estallar el edificio de las oficinas federales de aquella ciudad, causando la muerte de 168 personas.

Oklahoma City es un símbolo comparable al 11 de septiem­bre, es la revelación de un malestar interno de la superpotencia, que por supuesto podría reducirse al gesto de un loco, de igual manera que la matanza de las Torres Gemelas. Según su propio autor, el atentado de Oklahoma City era un desquite por la ma­tanza de Waco. Quien la recuerda sabe que el FBI asesinó allí a muchos “ocupantes ilegales” que habían decidido desvincularse de la sociedad: probablemente no pagaban los impuestos ni las facturas de la electricidad y el gas, pero no se ha confirmado que estuvieran preparando una rebelión armada. Por lo que sabemos de este episodio, se trató de un acto de sumisión a la razón, de compactación disciplinaria de una sociedad que, simplemente, se siente amenazada por cualquiera que no comparta su estilo de vida, sus expectativas y sus ideales consumistas... El episodio de Waco parece representativo de veras porque muestra, en negati­

* [N. de las T.]: Gore Vidal escribió ese texto (semanas después del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001) para la revista Vanity Fair, que no aceptó su publicación. Tras ello, el editor italiano de Vidal, Fazi Editore, de Roma, publicó el texto en forma de libro por primera vez en 2001, con el título La fine della liberta. Verso un nuovo totalitarismo? Solo después fue publicado en inglés en el volumen Perpetual Peace for Perpetual Peace, Nueva York, Nation Books, 2002. En español el artículo se encuentra en El último imperio: ensayos 1992-2001, Madrid, Síntesis, 2002.

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vo, lo que una sociedad tardomoderna debería saber ser: un lugar en que se permite vivir a comunidades muy diversas sol­ventando los costos (por ejemplo, los de la electricidad y el gas de las comunidades de ocupantes ilegales), que crecerían, antes en el plano económico que en el humano en general, a partir de la voluntad de someterlo todo a la “razón”. Cómo decir que, si no logramos que nuestras relaciones sociales sean más flexibles, estamos condenados a una “guerra infinita” como la que Bush anunció y que, de hecho, se inició después con la invasión de Irak...

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¿Nuevo proletariado?

¿De qué masas y de qué comunismo estamos hablando? Por ahora, de las masas que hoy representan el viejo proletariado de Marx; y que ya no son la clase obrera con conciencia de clase y, por lo tanto, portadora de un proyecto (¿obra de quién? En los marxismos más ortodoxos el proyecto es asunto de los intelec­tuales orgánicos y, por ello, de una elite dotada de autoridad). En consecuencia, los proletarios actuales son distintos de aque­llos en los que pensaba Marx; más bien se parecen a lo que Toni Negri denomina las multitudes, aunque él les sigue confiriendo un aura mítica que es mejor dejar al margen. En realidad, los proletarios de nuestros días son aquellos cuya máxima pobreza consiste en que ahora deben movilizarse para defender las condi­ciones básicas de la vida en el planeta, mientras que los “capita­listas” -siempre en minoría, como Marx había preconizado- consumen los recursos naturales sin tener en cuenta que pronto se agotarán (en 2020, según el famoso informe del Pentágono sobre las guerras futuras, ¡estas solo se librarán por el aire y el agua!). El Gattungswesen del que según Marx era portador el pro­letariado revolucionario se convierte para nosotros en la esencia -en el sentido banal de quintaesencia-, de último reducto de lo humano; tal vez la “vida desnuda” a la que se refiere Agamben. Hoy los pobres del mundo son aquellos que, en la situación de exclusión en que se encuentran, por cuanto viven en condiciones

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de pura subsistencia, disponiendo de una fracción mínima de los recursos y estando excluidos del derroche que, por el contrario, caracteriza al mundo “rico”, padecen más, y probablemente a conciencia, la debacle a la que el planeta se encamina si el mundo “desarrollado” mantiene el ritmo de consumo actual.

Un proletariado “minimalista” como este, que no ha experi­mentado la dura formación de la conciencia de clase, ni siquiera tiene un proyecto que deba elaborar algún comité central, algu­na elite. Más bien es -con todos los significados negativos y positivos del término- una mera masa anárquica. El comunismo del que hablamos al referirnos a este proletariado es, ante todo, el rechazo al sistema de propiedad existente que se inspira en una desconfianza profunda en las instituciones, en la estatalidad. ¿Populismo? Tal vez. No podemos aleccionar continuamente a quien siente que debe rebelarse; solo podemos intentar partici­par en la rebelión y trabajar en la formación de modelos de con­vivencia que respondan a las reivindicaciones en las que se ins­pira.

En cualquier caso, la pregunta que vuelve a plantearse al pen­sar en este nuevo comunismo anárquico y sui géneris sigue sien­do la misma: nosotros, yo, ¿qué hacemos con los condenados de la tierra? ¿No será ya una traición el intento de unirse a su movi­miento por parte de quien (no solo intelectual, sino como todos los que escribimos y leemos estas cosas) es un ciudadano del imperio, aunque sea de una región marginal y de una clase rebel­de, como son los intelectuales que sobreviven de manera más o menos parasitaria en los intersticios de la sociedad opulenta? ¿.Ex Oriente safas? ¿Seguimos esperando aún la llegada de los bárba­ros (Kavafis escribió un hermoso poema sobre ello), de aquellos a los que aguardaba incluso alguien como Nietzsche, soñando, en definitiva, con un proletariado revolucionario que ya no ve­mos junto a nosotros en la sociedad desindustrializada y que nos gustaría ver surgir en el tercero, cuarto o quinto mundo?

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Anarcocomunismo ?

¿Por qué comunismo y anarquía, aunque sea con los significa­dos “actualizados” a los que he aludido? Lo cierto es que no son modos de definir en positivo un proyecto de sociedad; más bien parecen -y , de hecho, lo son- dos ideales que subvierten el orden actual. Dado que no vemos de qué manera el régimen vigente (en Estados Unidos, en el imperio mundial que ellos dominan, si bien hasta el momento, en ciertas partes del mundo, con un dominio soft) podrá evitar los riesgos vinculados a la situación actual, antes que nada es necesario poner en marcha procesos que destruyan este orden. Como se puede comprobar, se trata de la misma objeción que la mayoría de la derecha plantea a la iz­quierda italiana: ustedes solo se limitan a decir que no; ustedes no tienen proyectos. Y la izquierda combativa y comprometida hace bien en responder que el proyecto consiste en derrocar a la derecha y a sus leyes liberticidas, y que luego veremos.

Cuando voy a Chile y hablo con personas conocidas, por lo general burguesas, estas me explican que el motivo por el que Allende fue derrocado por la reacción fue -sobre todo y en pri­mer lugar- porque parecía una amenaza y subvertía demasiado las estructuras y los hábitos mentales como para poder tolerar­lo... Si lo pienso, me doy cuenta de que la derecha está confiada porque siempre opta por el conservadurismo. ¿Quien llega al poder en una sociedad ordenada según los viejos (¿perennes?)

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esquemas de la propiedad, la familia, el poder “edípico” (debes obedecer hasta que tú también estés en condiciones, como padre, como dueño o dirigente, de mandar a los demás con el mismo estilo y el mismo destino) y quiere instaurar un orden distinto, debe destruir el existente?; y, aunque esto de por sí es un trastorno, hay que añadirle que es algo nuevo, sin garantía de futuro... ¿Qué confianza podrá inspirar a quien “tiene familia”, a quien debe pensar en su futuro inmediato e incluso en el de sus hijos y nietos...? La razón por la cual, desde que el mundo es mundo, un régimen “de izquierda” nunca se ha instaurado “democráticamente” hay que buscarla aquí, en esta especie de principio social de inercia.

Como bien decía Brecht, no deberíamos necesitar héroes, ni tampoco profetas: porque si están desarmados tienen un triste final (como Jesús...), y si poseen armas hacen que lo tengan los demás. Evolución y no revolución; y también teoría de los para­digmas que cambian históricamente y no “linealmente” porque llega alguien que está más cerca de la verdad que los demás, Copémico y no Ptolomeo, Kant y no santo Tomás (aunque en este caso resulta difícil decirlo...). El historicismo y la teoría de los paradigmas pueden interpretarse y orientarse en sentidos diversos: sea para demostrar que la revolución violenta no tiene futuro y que más bien debe crear, paso a paso, con ritmos casi “naturales”, una nueva “hegemonía” que le permita tomar el poder con las elecciones; o bien para constatar que no hay ver­dades eternas que trasciendan la historia y que, por lo tanto, auctoritas, non veritas, fa c it legem . Al final, incluso la problemática bastante menos metafísica del reformismo y del radicalismo político implica alternativas como esta. Ambas soluciones re­pugnan, como todas las que resultan demasiado evidentes. No queremos esperar que las cosas, por último, se arreglen por sí solas y, mientras tanto, seguir presenciando injusticias sin reac­cionar; ni plegarnos a la idea de que la historia no es más que una lucha entre fuerzas ciegas, una sucesión de éxitos y derrotas que carecen de significado o legitimación racional...

El espectáculo de tantos “laicos” que se convierten en “devo­tos” en la cultura italiana de los últimos tiempos (desde que Bush

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Derechos humanos

Sin embargo, este fondo racionalista es aún más grave y peli­groso cuando no se limita a contraponer las reglas de la econo­mía (la “de mercado”, se entiende) a las expectativas de bienestar de los “más desfavorecidos” y se aplica a la cuestión del valor universal de los derechos humanos. Sobre todo, como es natural, de los que no están escritos en algún código; de los que se for­mulan, llegado el caso, de una manera tan genérica que pueden interpretarse como convenga. Así, el derecho a la vida se equipa­ra a la obligación de no establecer ningún mecanismo de control de la natalidad, a pesar del riesgo inminente de superpoblación, de condena a una vida de miseria y de enfermedades. De este mismo derecho deriva la prohibición de manipular los genes, aun cuando este procedimiento esté claramente motivado por el peligro de enfermedades genéticas graves.

También es racionalista -Dios nos perdone el uso de este adjetivo- la pretensión de imponer en todo el mundo la “demo­cracia” por la fuerza de las armas, como sucede en Irak. Mejor dicho, ha sido precisamente esta guerra la que nos ha llevado a muchos de nosotros a considerar con extrema cautela la cuestión de los derechos humanos y el deber que (nosotros, los pueblos “libres”) tenemos de combatir las violaciones a esos derechos allá donde se produzcan. Por supuesto, la primera cautela consiste en no tomar demasiado en serio la reivindicación de este derccho-

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deber de “injerencia humanitaria” cuando proviene de la admi­nistración Bush, y de los gobiernos occidentales en general. Sin exagerar en el cultivo del sentimiento de culpa de Occidente hacia el resto del mundo (¿por qué tendríamos que olvidar el co­lonialismo; la trata de esclavos negros que cambió la faz de con­tinentes enteros; el imperialismo primero militar y luego comer­cial de cuyos frutos seguimos gozando?), lo que sin lugar a dudas vemos hoy es la mentira impúdica (pues ya no está vigente el hipócrita homenaje que el vicio rendía a la virtud); la utilización desprejuiciada y repugnante del llamamiento a los valores a cargo de los representantes del complejo militar-industrial; del EIM (Estado Imperialista de las Multinacionales: una expresión archivada junto a las Brigadas Rojas, pero de candente actuali­dad) para desencadenar todo género de violencia, incluidas las torturas, que se considere necesaria para defender y desarrollar su poder.

Siempre llega un momento en el que caemos del caballo y nos convertimos. Para muchos de nosotros, el momento de la reconversión al comunismo ha sido la guerra iraquí.

Historicismo, decíamos. No nos preocupemos, ni nos aver­goncemos, de no habernos dado cuenta antes. En ninguna es­tructura metafísica subyacente está escrito que el capitalismo sea malo y conduzca a la guerra, ni que Marx tenía razón. Si hablo de reconversión es porque he recuperado una afinidad que sentía como adolescente católico y miembro de la Conferenza di San Vincenzo: cuando me tocaba llevar el paquete de pasta a la vieje- cita en su buhardilla siempre sentía el remordimiento de no ha­cer la revolución, de tolerar aquel sistema de explotación que hacía necesaria la ayuda y me permitía hacer méritos ante el Señor. Cuando dejé de llevar los paquetes de pasta y empecé a hacer política (lo cual me permitía llevar a los alumnos de mi escuela obrera a las manifestaciones contra el apartheid; hacer piquetes en fábricas en huelga...) simpatizaba con los comunistas porque compartía su espíritu antisistema. Pero siempre aparecía la cuestión del comunismo real, de la violencia de la dictadura estalinista. Hoy -a costa de escandalizar a muchos amigos since­ramente de izquierda- confieso que me sorprende la debilidad

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términos: en su opinión, nos acercamos indefinidamente a la verdad falseando las hipótesis erróneas)-; o, simplemente, de cualquier democracia, ya que si en política existiera una verdad, un orden genuino que debiéramos conocer y aplicar, no tendría sentido votar y bastaría que depositásemos nuestra confianza en premios Nobel, sabios y papas. Por otra parte, estos últimos siempre han combatido el liberalismo y la democracia, a la que han aceptado como un mal menor para evitar una sociedad vio­lenta y partiendo de las mismas razones por las cuales Pascal aceptaba la monarquía hereditaria; es decir, como una manera de evitar que cada vez que moría un rey se desencadenase una gue­rra civil. (Gustavo Bontadini, gran pensador católico de los años del fascismo y la posguerra, decía que la Iglesia habla de libertad cuando está en minoría, y que cuando tiene la mayoría habla de la verdad. En la Italia actual, con la colaboración de tantos “ateos devotos”, nos encontramos en la segunda situación.)

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Pensamiento débil, nihilismo

Pero, ¿de veras es posible fundamentar -entendiendo por ello inspirar, motivar- una posición política de izquierda con el espí­ritu de una filosofía débil o, dicho con mayor claridad, nihilista? ¿Que renuncia, por ejemplo, de una vez por todas a la concep­ción metafísica de la verdad?

A menudo he pensado que mi itinerario (religioso-filosófico- político) podría resumirse en el siguiente lema: “De San Vincen­zo a San Vincenzo”. El nihilismo filosófico que profeso -que no tiene necesariamente un sentido desesperado, negativo ni pesi­mista, sino que, más bien al contrario, quiere ser algo como el nihilismo activo de Nietzsche (sí, el del ultrahombre*...)- implica tal distanciamiento de la retórica política del desarrollo y la democracia, que podría resolverse con la elección deliberada de una posición marginal, no sometida a la alternativa del “sufrir injusticia o cometerla”. No volver a participar (nunca más) en las

* [N. de las T.]: En diversos lugares Vattimo ha insistido en la convenien­cia de traducir Übermensch no como “superhombre” sino como “ultrahombre”. Por ejemplo, en Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica (Barce­lona, Paidós, 1992, págs. 25-26) dice: “La idea de un Nietzsche precursor del nazismo supone, en efecto, que el superhombre, o, como personalmente creo que sería mejor decir, el ultrahombre, se caracteriza en relación con una pura y simple subversión de todo el ideal de Humanität".

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La izquierda italiana y la democracia

Pero la posibilidad de fundamentar una política en el nihilis­mo y, por lo tanto, en el cristianismo entendido como mensaje de la kenosis, de la Encarnación de Dios que se hace hombre y abandona y seculariza su propia esencia violenta y primitiva (no haré aquí una digresión sobre Girard...), nunca ha atraído dema­siado, nunca lo suficiente, a la cultura de la “izquierda” italiana. Incluso una vez inventé, para uso exclusivamente privado, la tesis según la cual, contraviniendo la conocida posición de Croce de que la ciencia es basura, o casi (no saber teorético, solo técnica y utilidad práctica), el pensamiento trágico italiano habría acabado creyendo que solo la basura (solo la que constata y pone énfasis en lo negativo) es la verdadera ciencia (el Cacciari cuya tesis filo­sófica suprema es el meditabundo lema: “No veo solución”). Es como si, tras el fracaso de la rebelión de 1968, la izquierda asu­miese como rasgo distintivo de la condición humana este fracaso histórico y reencontrase el existencialismo de la década de 1950. De ahí la incomprensión hacia cualquier discurso posmoderno, porque, por el contrario, lo que hay que hacer es (no) seguir ela­borando el luto por la revolución fracasada. Quien crea que hay una vía de posible emancipación en la disolución del humanismo a consecuencia de las transformaciones técnicas de nuestra exis­tencia -masificación de los gustos o pérdida de todo tipo de “aura”- es un cómplice del neocapitalismo triunfante. El Benja-

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min que la izquierda “trágica” ama y sigue no es ciertamente el del ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, el que precisamente veía en la disolución del aura, del carácter sacro de la obra de arte (que fácilmente puede reducirse a su valor de mercado, como muestran las cámaras acorazadas de los bancos, repletas de cuadros de gran valor que casi nunca se exponen porque asegurarlos cuesta demasiado), un paso en el camino de la construcción de una sociedad ya no alienada.

Por supuesto, no puede ignorarse que el pensamiento trágico tiene sus buenas razones. Al menos en esto: que la apertura hacia una consideración menos demonizante de los rasgos no humanistas de la posmodernidad parece demasiado liberal-libe- ralista como para coincidir con un programa de emancipación pensando en un horizonte “comunista”. Se precisa una robusta inyección de anarquismo para conciliar la disolución de las sub­jetividades pequeñoburguesas -producida por la masificación posmoderna- con el programa de una sociedad desalienada en sentido comunista. Por otra parte, es algo en lo que ni siquiera una filosofía no dogmática, o precisamente una filosofía no dog­mática, puede ilusionarse en teorizar de manera clara y convin­cente; por el contrario, debe aceptar como propias las demandas de libertad y emancipación que se manifiestan poco a poco. En esta problemática abierta se refleja asimismo la cuestión, nunca resuelta, de las relaciones entre “partidos” (instituciones, parlamentos, mecanismos de la democracia formal) y “movi­mientos”. La única esperanza que nos queda de cambiar la socie­dad del poder en la que, cada vez más, estamos envueltos y ador­mecidos es la “rebelión de las masas”, que no se lleva a cabo con victorias electorales conseguidas en procesos formalmente democráticos. Por otra parte, una de las enseñanzas de la guerra en Irak es que para instaurar la democracia se requiere un acto de fuerza. Si afirmamos que la Revolución Francesa es un momento decisivo para el nacimiento de sociedades más moder­nas y menos autoritarias, decimos lo mismo: no se funda una democracia constitucional sin cortar la cabeza al rey, aunque este regicidio sea más o menos literal. Ahora nadie, ni siquiera la izquierda (mejor dicho, sobre todo la izquierda; la derecha lo

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sostiene explícitamente, en nombre del derecho de Bush a bom­bardear Bagdad) se atreve a hablar de esta revolución indispensa­ble que debería fundar una democracia más auténtica. Véase, por ejemplo, la Venezuela de Chávez. Hasta el momento Chávez no ha cortado ninguna cabeza y ha respetado las reglas de la demo­cracia formal, aceptando someter a referéndum su derecho a gobernar. Pero, conociendo la sociedad venezolana, nos damos cuenta de hasta qué punto es absurdo ignorar los procesos de transformación necesarios para que el “pueblo” llegue a estar en condiciones de elegir a sus propios representantes y gobernantes de manera democrática.

También en Italia, la mayoría (mínima) que ha vuelto a dar el poder a Prodi no parece libre del todo de la “teledependencia” con la que durante tanto tiempo ha jugado Berlusconi. No es fácil librarse de la imbecilidad berlusconiana. Sí, tenemos dere­cho a votar e incluso podemos creer que no se producen fraudes (aunque sin duda se produjeron en Estados Unidos con el pri­mer Bush), pero la desigualdad de medios, el que los resultados dependan del dinero que cada partido consigue invertir, ¿cómo podría ser “justo” este panorama en sentido igualitario? En Italia se habla mucho de las aspiraciones políticas de la magistratura, de la necesidad de no dejar al Poder Judicial la tarea y la autori­dad de enderezar nuestra democracia. Sin embargo, las interven­ciones de los magistrados, de las leyes democráticamente vigen­tes, parecen el único medio capaz de corregir un sistema de poder que está íntegramente en manos de quien tiene los medios financieros indispensables para la propaganda electoral. Más bien demuestran la utilidad de la división de poderes proyectada por Montesquieu. La rebelión que la mayoría de derecha italia­na organiza cada vez que la magistratura cumple con su deber intentando hacer cumplir las leyes (siempre en una única direc­ción, de acuerdo con Berlusconi; ¿será solo culpa de los magis­trados?) pone de manifiesto que, según ellos, la división de pode­res solo debería servir como una licencia implícita del poder económico y político para reírse de las leyes. La democracia no se salva intentado “normalizar” las relaciones entre los poderes; así lo único que se consigue es asfixiarla.

Además, también sentimos la fuerte tentación de considerar

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como una forma de revolución el uso desprejuiciado de la co­rrupción, que cada vez más se reprocha, no sin razón, a los par­tidos y a los gobiernos “de izquierda”. En estos últimos años, Lula, en Brasil, ¿ha comprado, o permitido que sus partidarios comprasen, los votos de los diputados indecisos o contrarios a sus planes de reforma? Si tal cosa ha sucedido, podríamos con­venir, sin demasiadas hipocresías, que ha sido un medio ilegíti­mo pero moral y políticamente lícito para librarse de un orden formal totalmente orientado a conservar las situaciones de po­der preexistentes; en resumidas cuentas, una acción revolucio­naria como la toma del Palacio de Invierno, pero por fortuna menos sangrienta que una revolución armada. Pero ¿qué decir del escándalo de la izquierda italiana que -según parece- busca procurarse los medios económicos para su propia política con desaprensivas maniobras financieras, “escaladas” en bancos o alianzas políticamente sospechosas con esta o aquella parte del mundo capitalista? El único límite de esta forma de “revolu­ción” consiste en que no es revolucionaria; bien por falta de un verdadero proyecto de sociedad alternativo, bien porque esta misma carencia produce subjetividades demasiado íntimamente “reformistas” -que, frecuentando los gabinetes financieros para desposeerlos, acaban asimilando sus gustos, su moral, y sus idea­les (?) de vida; alejando así, en vez de acercarlo, el momento de tomar el poder con el medio “normal” de la victoria electoral-.

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¿Democracia corruptiva?

Se diría que no hay santos, que no hay ninguna esperanza. Por otra parte, no parece posible confiar en una clase revolucio­naria de santos (de hecho, la única que hoy se conoce en deter­minadas partes del mundo: Khomeini, Bin Laden, Pol Pot, fana­tismos varios), vistos los resultados sangrientos que, en general, estos producen. En tal situación, adaptarse al reformismo con todas sus contradicciones, confiando en la posibilidad de cons­truir algún elemento de socialismo en medio de una sociedad que solo puede ser capitalista, más o menos compasiva... Lo que sufre una crisis cada vez más profunda, con todos estos aconteci­mientos y las reflexiones que suscitan, es la fe en la democracia, que aparece como la forma más eficaz y corruptiva de conserva­ción del sistema capitalista moderado (¿realmente?) en que vivi­mos. Corruptiva, corruptora, digo, porque es una manera enga­ñosa de convencerse de que este es el único sistema en el que se puede vivir. Que no estaría tan mal, si mientras tanto las garan­tías de supervivencia no estuviesen amenazadas por peligros a los que no podemos enfrentarnos, a menos que pongamos en discu­sión el sistema. Por otra parte, la historia italiana de los últimos años es una prueba suficiente de que el sistema no es inamovible, y de que tiene una tendencia intrínseca -vital, al parecer- a em­peorar, desde el punto de vista de sus mismas premisas y prome­sas de libertad y promoción de los derechos humanos. Las modi­

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ficaciones constitucionales que los gobiernos moderados ponen en marcha, no solo en Italia, se orientan hacia una reducción de las garantías de libertad, con la progresiva liquidación de la divi­sión de poderes. En nombre de la eficiencia y de la seguridad, admitámoslo. Pero aunque este fuera el móvil, ello no haría más que confirmar que el “sistema” tiende a empeorar de manera natural. No solo se cree, quizá con fundamento, que para hacer que la justicia funcione es preciso ser más expeditivos y menos “garantistas”. La cuestión de la seguridad, contra terroristas ver­daderos o presuntos; contra la delincuencia (sobre todo no) organizada y otros crímenes diversos, es otra de las razones que parecen justificar cualquier endurecimiento de la disciplina y el control de la sociedad. Esta tendencia -por otra parte previsible- del sistema democrático (pésimo, pero el menos malo que conocemos, según Churchill) a degenerar en formas de totalita­rismo cada vez menos encubierto es lo que los “reformistas” deberían discutir y considerar con mayor atención. Ejemplo de ello son las declaraciones de uno de los líderes de la izquierda reformista italiana, Sergio Chiamparino, alcalde de Turín con el apoyo de una mayoría muy amplia. No hace mucho, Chiampari­no recordó sus días de joven comunista y sus juveniles simpatías por el extremismo extraparlamentario, así como una breve mili- tancia en Potere Operaio... En estas declaraciones no hay rastro de hechos u otros acontecimientos relevantes que expliquen su transformación. Parece que la considerase una consecuencia natural de su propia maduración, como, por otra parte, se lee siempre en las páginas de la prensa moderada: al final triunfa el buen sentido, es normal que quien de joven ha sido incendiario, de viejo sea bombero... Incluso la encíclica de Benedicto XVI titulada Deus caritas est considera natural el hecho de que el comunismo de las primitivas comunidades cristianas diera lugar a formas de sociabilidad menos radicales, más respetuosas de los derechos de propiedad, en las cuales la caritas se reduce a limos­na o poco más. Por supuesto, los reformistas “de izquierda” no aceptan explicaciones tan sencillas como las que, malévolamente, leemos en Chiamparino. Pero, en definitiva, sus argumentos más contundentes se reducen, más o menos, a constatar que “las elecciones se ganan en el centro”. Es decir que en la situación

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italiana -aunque, de nuevo, atañe a toda Europa- la izquierda- izquierda no puede aspirar a constituir una mayoría. Está claro que una fuerza política no puede ignorar esta consideración rea­lista. Sin embargo, al fin y al cabo, la denostada cuestión de la identidad también tiene su peso. Ganar las elecciones: ¿para qué? Cuestiones como la de la igualdad de partida (y, en tal caso, del derecho hereditario), por ejemplo, o la de la laicidad del Estado, o aquellas otras mucho más amplias que tienen que ver con la posición que debe adoptarse en política exterior, y que deberían caracterizar y diferenciar a ambas coaliciones (así como a los partidos que las constituyen), por lo general se dejan en la penumbra; y, entre otras cosas, hacen menos verosímiles las pro­mesas explícitas respecto de la escuela, la política de la vivienda, los derechos civiles, etcétera, que dependen estrictamente de cómo se resuelven aquellas grandes cuestiones de base; así como de las posiciones en política exterior, pues la “fidelidad adántica” (que nadie, ni siquiera la izquierda, parece discutir) impone a la política económica unos límites -no asustar a los inversores extranjeros, con Estados Unidos a la cabeza- poco compatibles con una política social como la que, supuestamente, se quiere llevar a cabo.

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El reformismo y el final de la política

Se suele decir que la izquierda “reformista” está perdiendo su “alma”, lo cual suscita las burlas de los reformistas “serios”, si bien, precisamente, se trata de eso. En realidad, la madurez de los reformistas al estilo Chiamparino es un síntoma de vejez: una especie de spengleriano “ocaso de Occidente” que a buen seguro no solo concierne a los partidos de izquierda, aunque en ellos resulta mucho más visible porque, a diferencia de los demás, han vivido siempre de un voluntariado entusiasta, motivado, casi reli­gioso (católicos y comunistas, ¿recuerdan ustedes las “dos igle­sias”, de las que se hablaba en Italia?). En ningún estamento de un partido, ni siquiera de izquierda, se encuentran hoy más que funcionarios más o menos capaces y competentes, o jóvenes aprendices que se forman, incluso sin cobrar, para llegar a serlo. La interrelación de la democracia con la multitud (no siempre necesaria) de los poderes locales ha aumentado sus costos de manera desmesurada, multiplicando las posibilidades de empleo de las muchas personas que consiguen llegar a esos poderes por la vía de la carrera política. El aparato de los partidos -o “del” partido- está constituido por este personal político-administrati­vo cuyas remuneraciones, aun ganadas de manera legítima, pro­ceden del erario; sin embargo, es la política, y no la administra­ción, quien las reparte. La fuerza de la dirección de un partido reside justamente en esta capacidad de distribuir y quitar puestos

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de trabajo: las decisiones de los órganos rectores, hasta la forma­ción de las listas electorales (cada vez más rígidas, con menos votaciones internas), dependen en conjunto de ella.

Lo cierto es que semejante panorama garantiza la desideolo- gización más radical de la política; y, a consecuencia de ello, el personal político, la elite que gobierna en todos los niveles de la sociedad, ya no garantiza la fidelidad ideológica ni -como es evi­dente- la eficiencia administrativa, para la cual sería preferible una burocracia independiente. Si además tenemos en cuenta que los nombramientos políticos también afectan a amplios sectores de la industria más o menos estatal (con la RAI en primer lugar); a las fundaciones bancadas; a diversas ramas de la economía cada vez más mixta en la que vivimos, veremos hasta qué punto puede ser (y es) dañino este sistema, que ha renunciado al criterio de eficiencia económica “liberal” (la obligación fundamental de un banco o de una cooperativa es producir beneficios), así como a cualquier referencia ideológica (lo cual, al fin y al cabo, no su­pondría más que una mínima decencia ética).

Estas son las nuevas elites burocráticas de los partidos, y así son los electores que las mantienen. También ellos están profun­damente desideologizados, “creen” cada vez menos. De manera paradójica (o no tanto), la única que aún agita el espantapájaros de la ideología es, precisamente, la derecha, que apela a la des­confianza de la mayor parte de los ciudadanos hacia cualquier programa que implique compromisos, ideales, móviles éticos y perspectivas de transformación. La burocratización de los parti­dos es al mismo tiempo causa y efecto de esta corrupción gene­ral del espíritu público. General, no solo para Italia. Que a veces es un ejemplo que anticipa (dada la importancia desmesurada que han adquirido los medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, en la lucha política) cómo van - y cómo irán- las cosas en las democracias occidentales La derecha perdió las últimas elecciones en abril del 2006; pero la centroizquierda, liderada por Prodi, las ganó por muy poco, con un programa que, en realidad, promete muy escasas diferencias con el de la derecha. El gobierno de Berlusconi había prometido en varias ocasiones la retirada de las tropas italianas de Irak. Sin embargo, Italia ya está comprometida en una nueva “misión de paz” en el

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Líbano. Lo cierto es que, aparte del PACS [pacto civil de solida­ridad] (¿es posible que de la izquierda solo quede el tema de la homosexualidad?) y de la cuestión de la escuela pública, sin duda importantísima, el gobierno de Prodi no podrá hacer milagros. Sobre todo en cuanto concierne a la situación internacional de Italia que, a todos los efectos, es una colonia estadounidense: a Aviano (así como a otras partes de nuestro territorio) no solo van a parar los personajes sospechosos de térrorismo que los agentes de la CIA secuestran en la calle, con el silencio complaciente de nuestras autoridades, sino que allí se depositan las reservas ató­micas de la OTAN, sobre las que el gobierno italiano no tiene ningún poder. En el marco de los actuales tratados, la pertenen­cia a Europa corre el peligro de ser otro vínculo más para nues­tra economía, al menos en el sentido de que no se encuentra otro remedio a las dificultades económicas que no sea la acen­tuación del libre mercado: lo cual, por ahora, significa reestruc­turaciones industriales sin paracaídas sociales a la espera de que, “finalmente” (?), el mercado nos salve...

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El “fantasma” marxiano

Es verdad que el propósito inicial de retornar a lo que se era - la aspiración al comunismo- solo ha aparecido hasta ahora como el recurso - y tal vez lo sea- a una alternativa a la que per­manecemos vinculados sentimentalmente; como una utopía demasiado pronto abandonada y a la cual, en momentos de crisis general como la presente, consideramos necesario volver.

Sin embargo, evocar el “fantasma” que ya en tiempos de Marx recorría Europa y que hoy, cada vez más, es literalmente fantasmal, no solo tiene el sentido de constatar el fracaso de las virtudes salvíficas del capitalismo y de la economía de mercado. Por otra parte, probablemente no sea necesario argumentar demasiado este último punto, pues los mismos defensores del mercado reconocen que este, para funcionar, precisa muchísima ayuda de carácter “publicitario”. Tal vez los partidarios del mer­cado siguen apegados a él en el mismo sentido en que nosotros evocamos aquí el valor del comunismo como orientación: detrás se encuentra el significado de una inspiración, a saber: que tam­bién el mercado requiere algo distinto de él - la intervención pública- para funcionar mejor; por lo tanto, el valor supremo permanece, por utópico que sea.

Lo que queremos recuperar del comunismo es el aspecto ideal (ya que el comunismo real murió con la Unión Soviética y la China de Mao); aquel que aspiraba a una sociedad libre de las

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relaciones de poder y, por tanto, de las estructuras de propiedad. ¿Significa esto que querríamos una economía totalmente estati­zada y confiada a burocracias de tipo soviético? Una vez conoci­da la experiencia soviética de los años de Stalin y posteriores, nadie de buena fe puede identificar el comunismo con esta ima­gen deformada. Sean cuales fueren las razones de la deformación -en nuestra opinión, la pretensión de competir con el desarrollo industrial del mundo occidental, fomentando la ilusión de que la estructura comunista-estatal era la mejor manera de organizar la producción, en vez de intentar hacer realidad su aspiración en la liberación de toda autoridad absoluta-, es obvio que no puede prescindirse de aquella experiencia como si fuera un error acci­dental. Por lo tanto, se trata de repensar el comunismo como ideal de una sociedad “justa” que, precisamente por serlo, no pueda pensarse como una sociedad “perfecta” y acabada que excluya cualquier transformación posterior, cualquier renova­ción desde abajo con los instrumentos de la democracia. Una sociedad justa no es una sociedad perfecta, sino más bien al con­trario; es una sociedad en la que los conflictos se gestionan como opiniones diversas sobre qué caminos deben tomarse; en la que no todos los intereses son necesariamente iguales, y en la que, como factor decisivo, no solo prevalece la diferencia de clase, de riqueza o de poder relacionado con la propiedad. Cuando en el mundo industrializado occidental hablamos de comunismo -no del modo despreciativo en que lo hace la derecha para asustar a los moderados-, nos referimos principalmente a este ideal. Y, si llegamos a criticar las estructuras económicas del mundo capita­lista, no es porque creamos que un gobierno comunista sabría hacerlas funcionar mejor desde el punto de vista “económico” (sin crisis, sin desempleo, etcétera), sino porque tenemos razones para pensar que una economía distinta sería más capaz de asegu­rar una vida “buena” al mayor número de personas. Se trata de acompañar el ideal comunista con el rechazo al economicismo -para colmo con pretensiones científicas- que afianzó su formu­lación marxista-soviética. Según una visión razonable de las cosas, el comunismo se convierte en una doctrina totalitaria y disciplinar cuando hereda (ciertamente ya en el Marx científico- positivista) el ideal del progreso asociado al desarrollo (y hoy al

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PBI). Este error se podía comprender - y cometer- en la Europa del siglo XIX. En la actualidad, cuando resulta totalmente vero­símil que el desarrollo indefinido de las posibilidades de explota­ción de los recursos planetarios se encamina hacia la destrucción de la vida humana en la tierra, este error es imperdonable. La posibilidad, y necesidad, de un comunismo libertario corre pare­ja con -o se pone de manifiesto por- la constatación de los lími­tes del desarrollo, y de la diferencia entre la calidad humana de la vida y la productividad del sistema social.

Como es natural, se aduce que una tesis de este tipo se pro­pone sobre todo, y en primer lugar, en el mundo “desarrollado”, donde la sobreabundancia de mercaderías y la ilusión del consu­mo casi han llegado a sobrepasar todo límite. Los países “terce­ros” o, como se dice púdicamente, “en vías de desarrollo” no experimentan nuestra misma desazón de ciudadanos viciados y saciados; quieren más automóviles, frigoríficos, espectáculos de entretenimiento, ordenadores... A nosotros, los ciudadanos del mundo occidental, nos corresponde plantear a todos, también a ellos, el problema de la supervivencia: que es como llegar a la posmodernidad sin pasar por las revoluciones “modernas” que Europa ha conocido. Lo que ya no podemos hacer es creer y hacer creer que poco a poco los “beneficios” del capitalismo aca­barán extendiéndose también al Tercer Mundo. Algunas consi­deraciones elementales nos indican que ello ya no es posible: el agotamiento inminente de los recursos, y el hecho de que el ca­pitalismo únicamente pueda subsistir a costa de adoptar la gue­rra como estado “normal” (la “guerra infinita” de Bush ¿es solo culpa de los malvados terroristas, de los que debemos defender­nos?). La esperanza misma, muy débil por el momento, de que el descubrimiento de nuevas fuentes de energía renovables y a bajo precio nos libre de la crisis actual no tiene en cuenta que cualquier novedad científica está cada vez más sometida a la ley de propiedad: pensemos en cómo el mundo de la informática, que por su naturaleza podía significar la puesta en común del sa­ber y los descubrimientos, está cerrándose en defensa de las pa­tentes, de la propiedad intelectual del software o, aún peor, de los medicamentos que deberían estar a disposición de todos.

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¿De verdad faltan proyectos?

¿Cómo queremos construir, en concreto, un mundo “comu­nista” como el que hemos planteado; que aspire a hacer realidad unas condiciones de vida “buena” sin hacerlas depender necesa­riamente del “desarrollo”? ¿De veras nos parece que para alcan­zar este fin faltan todavía ideas, proyectos, esquemas institucio­nales aplicables? Creo que, tras el fin del comunismo soviético, la izquierda mundial elaboró una cantidad ingente de proyectos que nunca se desarrollaron en serio por la urgencia de respon­der a las exigencias “a corto plazo” inherentes cada vez más a la sociedad del “turbocapitalismo”. La financiarización de la eco­nomía mundial, ayudada por la rapidez de las comunicaciones (¡que no son las palomas mensajeras que produjeron la fortuna de los Fugger!), ha producido una situación en la cual lo que cuenta para la economía es el aumento de valor, de un día para otro, de los paquetes de acciones propiedad de los diversos agentes del mercado. En esta situación, ¿cómo podemos tomar en serio planes de transformación institucional de largo alcan­ce? La denominada tasa Tobin, que nadie -o casi nadie- se ha atrevido a aplicar a gran escala por el momento, tenía como objetivo enfriar y lentificar este ritmo. Siempre se la ha rechaza­do hasta ahora porque, supuestamente, habría producido daños “económicos”: la pérdida en términos de inversión en los diver­sos países que la adoptasen sería bastante superior a los benefi­

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cios obtenidos con ella. Es como si el mundo y los poderes eco­nómicos que lo dominan necesitasen un shock muy fuerte para cambiar su actitud y su mentalidad. Roberto Mangabeira Un- ger, profesor en la Facultad de Derecho de Harvard, que ha dedicado numerosos estudios a la cuestión de la instauración de un orden político-económico “de izquierda”, se refiere explíci­tamente a la necesidad de una “crisis” del sistema capitalista -aunque no se presagie- para que se produzca algún cambio... En ausencia de esta fuerte crisis que no se pronostica, lo que según él hay que hacer es dar pequeños pasos, aprendiendo de la experiencia e intentando reparar el mecanismo sin pararlo del todo. No obstante, por esta misma razón (recordemos que en sus Cartas sobre la educación estética Schiller se planteaba el mismo problema: cambiar el Estado sin destruir el existente; ya entonces, reformismo contra revolución -francesa y napoleóni­ca, en aquel caso-), incluso los pequeños pasos de Unger pare­cen difíciles, si no imposibles, de dar. Entre las características de una sociedad de izquierda o socialista, Unger destaca una de ellas, que parece muy voluntarista, pero decisiva: la idea de una high energy democracy, una “democracia de alta energía”. Lo cual podríamos traducir, empleando los términos del viejo comunis­mo, como electrificación más soviet. Pero, como decía Oscar W ilde , “el socialismo es una buena cosa pero hace perder demasiadas tardes”. Los soviets, esto es, los consejos de base, acabaron cediendo su lugar a la burocracia de partido converti­da en burocracia estatal, y dispuesta a transformarse en una “nueva clase” (Milovan Djilas), según el proceso de recaída en lo “práctico inerte” que Sartre describió en la Crítica de la razón dialéctica, y del que no logró indicar un verdadero remedio. Ni las sociedades industrializadas y “democráticas” del Occidente rico, ni los países en vías de desarrollo del Tercer Mundo pare­cen en situación de convertirse en democracias de alta energía. El mundo industrializado, prosigue Unger, desarrolla en los ciudadanos un espíritu pequeñoburgués, que privilegia sobre todo la seguridad: por lo tanto, socialismo como bienestar, tran­quilidad social, etcétera. El Tercer Mundo acaba adoptando este mismo ideal. La participación política cala, ciertamente, más en el mundo industrializado y en Estados Unidos que en el

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Tercer Mundo; donde, sin embargo, la high en ergy solo puede mantenerse en ciertas condiciones, que Unger no analiza ni describe.

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El ejemplo latinoamericano

Si excluimos la India y China, donde está reproduciéndose el mecanismo del desarrollo de tipo occidental, o al menos así parece por ahora, podemos reconocer una democracia de alta energía en la Venezuela de Chávez o en la Cuba de Castro. Unos ejemplos que se cuentan entre los más aciagos, desde el prisma occidental, y que, de hecho, Unger no discute. En mu­chos aspectos, al menos desde la perspectiva institucional, tienen las características de un régimen “soviético” todavía no estalinis­ta, pero auténtico. Chávez aborda el problema de la máquina estatal -que debe repararse sin destruirse- flanqueando de ma­nera más o menos silenciosa la burocracia existente con las que él denomina “misiones”, grupos de voluntariado (apoyados, en los medios de trabajo por el gobierno, pero nada más) que se ocupan, en las diversas zonas, de la escuela (para adultos, para analfabetos, etcétera), de la asistencia médica y de otros tipos de iniciativas sociales. De este modo, el antiguo Estado se despren­de de muchas de sus funciones, y grupos bastante numerosos de ciudadanos se comprometen en una labor social con intensas motivaciones políticas y, sobre todo, éticas. Por ahora -pense­mos en Sartre y en su pesimismo- el experimento funciona. Como es natural, estos ciudadanos “comprometidos” no han sido elegidos por un procedimiento democrático. Son miembros de comunidades locales que quizá ni siquiera están afiliados a un

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partido, pero siguen a Chávez. Algo parecido sucede en Cuba, donde, en cambio, existe el partido único (aunque en algún periódico se dice que Fidel Castro, en una conversación con Evo Morales, le aconsejó que siguiera aplicando en Bolivia los proce­dimientos democráticos, las elecciones, etcétera; como, por otra parte, ha sucedido hasta el momento en la Venezuela chavista). Los candidatos a los cargos electos son elegidos en asambleas de base -por supuesto mediante un proceso público y, por lo tanto, se exponen a posibles presiones, represalias, etcétera-. Sin em­bargo, la impresión no superficial es que también, o sobre todo, allí la elección de los candidatos depende más del compromiso que cada uno de ellos manifiesta que de una diferenciación polí­tica clara. Por otra parte, es una experiencia que muchos de no­sotros hemos conocido al comprometernos con grupos informa­les, donde no existen conflictos profundos de visión del mundo, sino solo mayor o menor interés en la empresa común. Digo empresa común , lo que ciertamente excluye las disidencias radica­les que deberían defenderse mediante un procedimiento demo­crático “formal” como las que aplicamos (o decimos aplicar). Pero sea en Cuba o en Venezuela, de formas distintas, la ausen­cia de estos procedimientos, que presupone un consenso de base sobre la empresa común, está justificada ampliamente por la situación de emergencia, por la “crisis” de la que habla Unger: Cuba está sometida al embargo por parte de Estados Unidos (que no cesa de anunciar sus proyectos de invadir la isla a la muerte de Castro) y Venezuela mantiene una continua guerra fría con Estados Unidos. En tales circunstancias no parece tan escandaloso que se superen las diferencias ideológicas en nom­bre de una especie de solidaridad nacional (que, por ejemplo, Italia conoció en la época del terrorismo brigadista). En cual­quier caso, al menos en Venezuela, las elecciones se desarrollan según los plazos y las disposiciones previstas por la Constitución. Y las misiones quedan “aparte”, no por voluntad de exclusión, sino porque la burguesía antichavista -que tiene sus representan­tes y sus periódicos, mayoritarios entre los existentes- se guarda bien de participar en ellas.

Una reformulación del comunismo ideal debería tener en cuenta estas experiencias latinoamericanas, que parecen aberran­

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tes desde el punto de vista de los conservadores y de muchos moderados y reformistas europeos. Estos hacen bien en defen­der los valores constitucionales de nuestras democracias, pero no deberían olvidar las amenazas que se ciernen precisamente sobre estos valores en el régimen capitalista y neoimperialista domi­nante. Agitando el fantasma de las “dictaduras” y del “populis­mo” (Cuba, Venezuela y Bolivia), los reformistas europeos liqui­dan con demasiada facilidad las experiencias latinoamericanas, las cuales, si las tomasen en serio, los obligarían a reconsiderar de manera radical su fe en las propias instituciones “democráti­cas”. No solo considerando la amenaza que estas suponen para el capitalismo de guerra -e l único que parece posible para Bush- sino contemplando también la ya irremediable pérdida de credi­bilidad que actualmente repercute en su funcionamiento “nor­mal”. ¿Qué normalidad tiene una democracia como la italiana, en la que para presentarse como candidato a las elecciones es necesario disponer de un capital ingente y/o contar con el apoyo de una burocracia partidista que mantiene a distancia cualquier transformación que la amenace? El sistema de la democracia modelo, la estadounidense, es un testimonio clamoroso de la traición a los ideales democráticos en favor de la plutocracia pura y simple. También esto se suma a la indignación que causa la voluntad estadounidense de “exportar” esta democracia a paí­ses del Tercer Mundo, como Irak, a costa de bombardeos y vio­lencias. Así, pues, para repetir el itinerario: la democracia en Occidente es cada vez más imperfecta, aun cuando funciona según la constitución, ya que resulta casi imposible separar los resultados electorales de las presiones ejercidas sobre los ciuda­danos a través de los medios de comunicación en manos priva­das, y además por el hecho, universalmente constatado, de que el interés por la política, aunque solo sea por razones fisiológicas, disminuye cada vez más, inmovilizando la distribución del poder e intensificando la construcción de regímenes criptoautoritarios. Por otra parte, es difícil demostrar que las recientes escaladas bélicas en las relaciones entre el Occidente “democrático” y el Tercer Mundo, sobre todo islámico, sean solo el resultado acci­dental de un ataque que procede de aquel mundo y del que es necesario defenderse. En cambio, las previsiones disponibles

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sobre el futuro próximo nos indican que es muy probable que la “guerra infinita” esté a punto de empezar o tal vez ya haya empezado: si pensamos en el reciente documento del Pentágono que traza una estrategia para la próxima guerra, la cual, según se prevé, se desencadenará en breve por la posesión de los recursos elementales, no solo el petróleo, sino también el agua potable y el aire para respirar.

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Comunismo ideal y, por eso mismo, anárquico

Comunismo, por lo tanto y en primer lugar, como salida del sistema capitalista que, como es evidente, ya no produce rique­za y emancipación, y que más bien corrobora las previsiones marxianas sobre la creciente proletarización de las clases medias, y amenaza con eternizarse gracias a la utilización de los nuevos medios de comunicación y control, que permiten una vigilancia electrónica universal (y que cada vez más se aplica dentro de cada país con la razón, o el pretexto, de las amenazas terroristas). Incluso puede suceder que la nueva pobreza que empujará al proletariado mundial a la revolución acabe siendo aquella de quien es objeto y no sujeto de la visión panorámica garantizada por la informática. Pero por ahora es probable que nos encontre­mos aún en el proceso de una primera revolución informativo- informática; la sociedad del control global apenas está constitu­yéndose y la impaciencia de las masas, sean cuales fueren, si ya no está siempre motivada por el hambre física, aún no se dirige contra la opresión de la omnipresente disciplina. Las authority por la privacy -ahora no tenemos más remedio que hablar de ello en inglés- aún tienen poca repercusión masiva, y gran parte de la resistencia pasa por la disponibilidad de las comunicaciones y, sobre todo, por el entretenimiento: por ejemplo, nos sentimos estafados si el fútbol dominical cae en manos de las televisiones privadas, pero no nos escandalizamos tanto si, cuando se produ­

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ce un atraco o algún otro delito, la policía recurre a las imágenes de cámaras de televisión ocultas que vigilan las calles, o a las informaciones provenientes de escuchas telefónicas a menudo abusivas, dispuestas por potentados particulares o que les son cedidas por policías públicos corruptibles.

No sabemos si esta necesidad “tecnológica” de comunismo eso será realidad algún día. Lo que sabemos muy bien es lo que ya no queremos del capitalismo, y cuáles son los elementos del comunismo originario -electrificación más soviet- que deseamos recuperar. ¿Se podrá llegar (según piensan muchos estudiosos bienintencionados como Unger y otros teóricos reformistas que conocemos) a construir este comunismo con métodos democrá­ticos? La idea de una clase proletaria mundial capaz, llegado el momento (?), de dar un empujón al sistema ha sido tan popular entre los intelectuales de izquierda -pienso especialmente en Marcuse, que consideraba que el nuevo proletariado revolucio­nario debería identificarse con los pobres de los países del Ter­cer Mundo- tal vez porque -aun con toda la buena fe- era una forma de delegación. Me temo que en las reflexiones que he podido hacer sobre la América Latina actual también pueda insi­nuarse una forma de “delegación” similar. (Pero ¿acaso no era esta la esperanza de los comunistas italianos de la década de 1950, con su “Baffone ha de venir” (es decir, “¿vendrá algún día Stalin?). Nietzsche, que ciertamente compartía pocas conviccio­nes con Marx, también pensaba en alguna invasión “bárbara” que despertase a Europa de su situación de decadencia y nihilis­mo reactivo. El nombre de Nietzsche no aparece aquí por casua­lidad; y al suyo cabría añadir el de Heidegger. El comunismo en el que pensamos es, en efecto, una forma de sociedad libre tam­bién (o ante todo) de aquello que Heidegger denomina la meta­física; es decir, de la pretensión de fundamentar las acciones humanas y las relaciones sociales sobre un conocimiento “objeti­vo” de lo “real”. Pero lo real -como se ve por los resultados éti­cos y sociales de todos los realismos filosóficos- no es más que el orden existente que los vencedores (así los llama Benjamín en sus Tesis sobre e l concepto de historia) consideran racional y que quieren conservar. Nadie que no se encuentre a gusto en el mundo cree que se dé objetivamente lo real y que merece ser

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“observado” (por el saber y en la práctica). Seguro que para la electrificación es útil saber cómo funciona la pila; pero solo el soviet decide qué hacer con la electricidad. Sin embargo, el so­viet es soberano, y solo respeta la “naturaleza” en la medida en que le sirve para construir una sociedad libre del poder.

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Comunismo e interpretación

Pero entonces, ¿deberemos también pensar que los “derechos humanos”, o “naturales”, no son tan absolutamente naturales co­mo en algunos momentos de revolución creimos que eran? ¿Por qué razón el conocimiento de la naturaleza humana y de entida­des metafísicas similares debería ser más cierto y fidedigno que la economía política que se enseña en las sociedades de merca­do? De hecho, la “ciencia obrera” de la que nos habla Toni Ne- gri nos interesa fundamentalmente porque es obrera, no porque desde el punto de vista científico sea una ciencia más “verdade­ra” que la burguesa. Es evidente que, con las bases que sentó el propio Marx y que, por ejemplo, recuperó Lukács, el movimien­to comunista nunca ha llegado hasta el fondo de esta crítica de la ciencia y de su presunta objetividad. Un error grave, aunque esta no ha sido la única causa del fracaso de las esperanzas de libertad del comunismo. Si la clase obrera está legitimada para hacer la revolución porque, no teniendo intereses que defender, posee un acceso más auténtico al Gattimgswesen y, por lo tanto, a la verdad de la historia, sus vanguardias (el proletariado trascendental dis­tinto del proletariado “empírico”: es decir, las burocracias del partido) tendrán el derecho o, más bien, el deber de imponer a todos la verdad que poseen de modo privilegiado o exclusivo.

He aquí pues una tesis que puede resumirse brutalmente así: el comunismo libertario, “soviético”, no se da sin el nihilismo y

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el rechazo a la metafísica. Si, como creo que hay que hacer, sin­tetizamos estas conclusiones sumarias extraídas de Nietzsche y Heidegger con el lema “No hay hechos, solo interpretaciones; y también esta es una interpretación”, fundamentaremos el comu­nismo libertario sobre una concepción hermenéutica de la socie­dad; de una sociedad para la cual el conflicto de las interpreta­ciones es un modo de funcionamiento normal, que precisamente debe consistir en la lucha entre interpretaciones diversas, que se presenten como tales.

Pero, entonces, ¿también el comunismo, aun entendido como la suma de electrificación y soviet, será “solo” una inter­pretación? ¿Cómo se presenta su “verdad” respecto a los demás proyectos de sociedad y de relaciones interpersonales? ¿Es una verdad que puede argumentarse históricamente, citando expe­riencias (intelectuales de cada uno: ¿has leído Y y Z?, e históri­cas de todos: tras la caída del M uro...) compartidas o compartí- bles? Pero nunca con una argumentación apodíctica. (Por otra parte, ¿desde cuándo, en el terreno de los valores últimos y de los ideales de vida, una argumentación apodíctica ha convencido a alguien?) El revolucionario comunista, al igual que su adversa­rio burgués, siempre es parte interesada, nunca un representante de lo humano auténtico. Pero ¿cómo?: ¿y las tres palabras de la Revolución Francesa, y los derechos humanos universales? Po­demos invocarlos cuando se trata de oponerlos a la otra supuesta metafísica (la del derecho divino del rey, por ejemplo), la de adversarios que quieren seguir dominando con prescindencia de ellos. Pero, cuando los derechos humanos quieren prevalecer como universales “objetivos” que todos deben respetar aunque no los “reconozcan”, se transforman en instrumentos de opre­sión: la Iglesia impone las disciplinas, aun las más absurdas (¡prohíbe el preservativo en tiempos de sida!), en nombre de la ley “natural”; Bush bombardea Irak apelando al derecho natural a la democracia...

“También esta”, también el ideal del comunismo, no es más que una interpretación. Que, por su parte, tiene buenas razones para convencer incluso a muchos adversarios; pero son razones de alguien contra (o en desacuerdo con) alguien. Y que no aspi­ran a instaurar una sociedad sin conflictos; si acaso, como sucede

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también en algunas páginas de Nietzsche, develando que las razones en conflicto no son verdad contra error, sino interpreta­ciones contra otras interpretaciones (intereses contra otros inte­reses).

No es que con estas precisiones sobre la metafísica y sobre la violencia que aquella siempre depara (pues al respecto deben verse las diversas obras que ilustran el nexo: desde Nietzsche y Heidegger a Lévinas y Adorno, y también las mías) aumenten las probabilidades de que el comunismo llegue a ser una mayoría “democrática” capaz de imponerse en unas elecciones “libres” como las que celebramos en el mundo occidental. El problema de la violencia y de su, hasta ahora eterna, función de partera de la historia nunca se ha resuelto del todo. Aunque, si partimos del ideal comunista (electricidad más soviet) y elaboramos (con mayor detalle y precisión del que podemos exponer aquí) una forma de sociedad deseable y “justa”, seguimos sin resolver el problema de cómo lograrla. Los pequeños pasos de los que sue­len hablarnos los reformistas; los “elementos del socialismo”, que indudablemente han conseguido imponerse en los últimos cien años gracias a las luchas sindicales y en el marco de la de­mocracia formal, son mejor que nada, pero su naturaleza es tal que nunca cruzan el umbral de la “compatibilidad” con el siste­ma. Incluso la matriz sindical de muchas fuerzas de izquierda ha funcionado y funciona mejor para los pequeños -o semigrandes- pasos (pensamos, en Italia, en el Estatuto de los trabajadores): el sindicalista nunca puede olvidar que, llegado el momento, debe “llevar a casa el nuevo contrato”, cuyas cláusulas solo servirán si el marco global no ha sido trastornado por la revolución. El sin­dicato debe responder a las expectativas de sus asociados: tam­bién ellos, aunque con mayor o menor conciencia e intensidad, solo aspiran a mejorar sus propias condiciones; buscan seguri­dad, aumento de sueldos; en resumen, unos valores que el pro­pio Unger califica de “pequeñoburgueses”. No por casualidad Marx pensaba que la revolución solo tendría lugar cuando la explotación capitalista resultase intolerable. Por fortuna esta situación no se da -aún- en las sociedades industriales avanzadas. Ni parece inminente, cuando, por el contrario, muchos análisis sociológicos demuestran que, en las nuevas condiciones del tra­

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bajo (en las que ya no existe la fábrica fordista ni, por lo tanto, la “clase” y la conciencia de clase), resulta casi inevitable que las masas tiendan a aceptar que se reduzca significativamente su libertad individual (el Estado del control) con tal de poder dis­frutar de las muchas ventajas materiales que el capitalismo les garantiza, al menos en una parte del mundo. Con estas reflexio­nes retorna el sueño de los “bárbaros” que, en algún momento, vendrán desde fuera y nos obligarán a una dura reestructuración de nuestros modos de vida y de consumo. Pero cada vez es más difícil (y no sabemos si asustarnos o alegrarnos por ello) que los bárbaros lleguen hasta nosotros. Probablemente, el universo de seguridad en el que estamos (están) encerrándonos no caerá por un golpe procedente del exterior, sino desde dentro, porque lle­gará la hora en la que los ciudadanos se darán cuenta de lo into­lerable que resulta vivir en una fortaleza.

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Las posibilidades del comunismo

Ninguna revolución violenta, porque está destinada a perder -sea que la desencadenen las masas proletarizadas internas del sistema, sea que provenga de los “otros”: islamistas fanáticos, chinos rearmados y decididos a sustraernos los recursos energé­ticos-, Ninguna transformación democrática del sistema: tam­bién en este plano sus defensas son ahora tan poderosas como las militares y policiales que deben protegerlo de la violencia inter­na o externa. El comunismo no tiene grandes posibilidades de instaurarse en un futuro previsible. Así, pues, ¿tiene algún senti­do evocar su “fantasma”, aunque solo sea el de sus elementos originarios y constitutivos, aparte de ser un juego intelectual pa­ra tranquilizarse la conciencia?

No solo por amor a “concluir” -las películas con un final trá­gico nunca son muy populares-, el propósito de estas páginas ha sido constatar de modo realista (y no poco emotivo y resumido) el fracaso del capitalismo y de las democracias formales que lo sustentan en el plano institucional; y el retorno, como única alternativa posible, del comunismo “auténtico”, constituido por el desarrollo tecnológico y moderado por el ideal directivo del soviet. O de lo que Unger propone llamar una “democracia de alta energía”. No parece que este ideal pueda hacerse realidad a corto plazo, dada la actual situación del mundo. Sin embargo, en nuestra opinión, sigue siendo el único por el que (realmente)

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vale la pena comprometerse, manteniéndolo vivo y visible. Des­de el punto de vista político (y vuelvo a referirme a la situación italiana) ello debería significar, en primer lugar, hacer lo posible para que la izquierda no desaparezca dentro de las formaciones políticas que pueden llegar a ser electoralmente mayoritarias a costa de una mayor aceptación de la pax (¿hasta cuándo?) am eri­cana, de la compatibilidad occidental y atlántica que parece ahora la consigna dominante de cualquier “reformismo”. Pero lo que nosotros deseamos, como comunistas reencontrados, no es el reformismo. Sabemos que por ahora es lo máximo que pode­mos esperar, excepción hecha de las indeseadas crisis agudas producidas por la “guerra infinita” estadounidense. Para noso­tros se trata de separar de manera visible las responsabilidades de la izquierda (de la poca que queda) de las de los reformistas. In­cluso los pequeños pasos que un gobierno de centroizquierda pueda dar en Italia -admitamos pues que es mejor que Berlusco- n i- solo son posibles si hay una notable presión procedente de una izquierda no comprometida con la acción de gobierno y lo bastante fuerte como para hacerse sentir. Esta izquierda puede mantenerse estimulante y creativa si cultiva y desarrolla el ideal del comunismo como nos parece que es preciso reencontrarlo hoy, concluido el sueño de un mundo totalmente pacificado y regulado por el derecho; un sueño que se ha convertido en una pesadilla en el mundo dominado por Estados Unidos. Y logrará hacerse sentir si no pierde por completo su peso electoral, que amenaza con desvanecerse en la medida en que el ideal comu­nista se pone al servicio de mayorías de compromiso y funda­mentalmente “atlánticas”. Y en este punto en concreto entra en juego el internacionalismo, que siempre ha sido una tradición del movimiento comunista. Una izquierda italiana que recuerde sus propias raíces y que no se resigne a aceptar la pax americana deberá caracterizarse cada vez más por su afinidad con las expe­riencias de gobierno anticapitalistas que hoy pueden buscarse sobre todo en América Latina. Este es otro punto que nos dife­rencia claramente de los reformistas, que siempre están dispues­tos a calificar a Castro y a Chávez, o a Evo Morales, como populistas autoritarios a los que hay que llamar al orden “demo­crático”.

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Para el destino de la izquierda, que puede tomarlo en consi­deración desde un punto de vista táctico, en los momentos de las contiendas electorales es mejor una mayoría reformista; pero tampoco sería un drama que la derecha volviera al poder, condi­cionada como está por las compatibilidades atlánticas. En cier­tas circunstancias, esto podría convertirse en un elemento clari­ficador.

Lo que intentamos esbozar, sobre todo para nosotros (¿sere­mos dos, por lo menos?), es un trabajo político y no solo un pro­grama de estudio, un itinerario intelectual a desarrollar en la biblioteca y en los seminarios. Las tesis que aquí se presentan parecen necesariamente bastante abstractas, y es preciso comple­mentarlas con un itinerario práctico-político, aunque esté desti­nado a ser electoralmente minoritario. Por otra parte, quizá lo que la izquierda necesita no es la teoría, sino escuchar y descifrar el signo de los tiempos con el vigor de una empresa colectiva, por marginal que parezca.

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