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Teoría e historia (Pasajes) Por Ludwig von Mises

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Teoría e historia (Pasajes)

Por Ludwig von Mises

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CONTENIDO

La imprimación ideológica del pensamiento........................................................ - 3 -

Ideas e intereses ................................................................................................. - 9 -

Los críticos del marxismo.................................................................................. - 16 -

El marxismo contra la mayoría .......................................................................... - 22 -

La quimera de la mente grupal.......................................................................... - 26 -

La acusación historicista al capitalismo............................................................. - 31 -

El rechazo de la economía................................................................................ - 36 -

Positivismo y conductivismo.............................................................................. - 41 -

La diferencia entre historia y filosofía de la historia........................................... - 49 -

El dogma colectivista......................................................................................... - 54 -

No hay un fin de la historia, ni una existencia perfecta ..................................... - 59 -

La supuesta tendencia constante hacia el progreso ......................................... - 64 -

No hay un fin de la historia, ni una existencia perfecta ..................................... - 67 -

La inversión de la tendencia hacia la libertad.................................................... - 72 -

El papel del entorno en la historia ..................................................................... - 76 -

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La imprimación ideológica del pensamiento

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 11 de agosto de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4538.

[Extraído del capítulo 7 de Teoría e historia]

A partir del supuesto conflicto irreconciliable de intereses de clase, Marx deduce su doctrina de la imprimación ideológica de las ideas. En una sociedad de clases el hombre es intrínsecamente incapaz de concebir teorías que son un descripción sustancialmente auténtica de la realidad. Como su afiliación de clase, su ser social, determina sus pensamientos, los productos de su trabajo intelectual están ideológicamente manchados y distorsionados. No son verdades, sino ideologías. Una ideología, en el sentido marxista del término es una falsa doctrina que, sin embargo, precisamente por su falsedad, sirve a los intereses de clase a la que pertenece su autor.

Aquí podemos prescindir de muchos aspectos de esta doctrina ideológica. No necesitamos refutar de nuevo la doctrina del polilogismo, de acuerdo con la cual la estructura lógica de la mente difiere entre los miembros de las distintas clases.1[1] Podemos por tanto admitir que la principal preocupación de un pensador es exclusivamente promover los intereses de su clase aun cuando éstos choquen con sus intereses como individuo. Podemos finalmente abstenernos de cuestionar el dogma de que no existe la búsqueda desinteresada de la verdad y el conocimiento y de que toda investigación humana está guiada exclusivamente por el fin práctico de ofrecer herramientas mentales para la acción con éxito. La doctrina de la ideología seguiría siendo insostenible aun cuando todas las objeciones irrefutables que

1[1] Mises, La acción humana, pp. 72-91 (edición del Mises Institute).

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pueden presentarse desde el punto de vista de estos tres aspectos puedan rechazarse.

Sea lo que sea lo que uno pueda pensar de lo adecuado de la definición pragmática de la verdad, es evidente que al menos una de las marcas características de una teoría verdadera es que la acción basada en ella tenga éxito en lograr los resultados esperados. En este sentido, la verdad funciona, mientras que la no verdad no funciona. Precisamente si suponemos, de acuerdo con la marxistas que el fin de teorizar es siempre el éxito en la acción, debemos hacernos la pregunta de por qué y cómo una teoría ideológica (es decir, en sentido marxista, algo falso) debería ser más útil para una clase que una teoría correcta.

No hay duda de que el estudio de la mecánica viene motivado, al menos hasta cierto punto, por consideraciones prácticas. La gente quiere hacer uso de teorías de mecánica para resolver distintos problemas de ingeniería. Fue precisamente la búsqueda de estos resultados prácticos la que les impulsó s buscar una ciencia correcta de la mecánica, no una mera ciencia ideológica (falsa). No importa cómo se vea, no hay forma de que una teoría falsa pueda servir a un hombre o una clase o a toda la humanidad mejor que una teoría correcta. ¿Cómo llegó Marx a enseñar una doctrina así?

Para responder a esta pregunta debemos recordar el motivo que impelía a Marx en todas sus aventuras literarias. Le guiaba una pasión: luchar por la adopción del socialismo. Pero era completamente consciente de su incapacidad de oponerse a cualquier objeción razonable de la devastadora crítica de los economistas a todos los planes socialistas. Estaba convencido de que el sistema de doctrina económica desarrollado por los economistas clásicos era inexpugnable y seguía siendo consciente de las serias dudas que los teoremas esenciales de este sistema ya habían aparecido en algunas mentes. Como su contemporáneo John Stuart Mill, creía que “no hay nada que quede en las leyes del valor para que aclaren escritores presentes o futuros: la teoría del asunto está completa”.2[2] Cuando en 1871 las obras de Carl Menger y William Stanley Jevons iniciaron una nueva época en los estudios

2[2] Mill, Principios de Economía Política, B. Ill, c. 1, § 1.

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económicos, la carrera de Marx como escritor sobre problemas económicos había llegado virtualmente a su fin. El primer volumen de Das Kapital se había publicado en 1867, al manuscrito de los siguientes volúmenes le quedaba mucho. No hay indicios de que Marx entendiera nunca el significado de la nueva teoría.

Las enseñanzas económicas de Marx son esencialmente una repetición confusa de las teorías de Adam Smith y, sobre todo, de Ricardo. Smith y Ricardo no tuvieron ninguna oportunidad de refutar las doctrinas socialistas, pues sólo se expusieron después de sus muertes. Así que Marx les dejó en paz. Pero aireó toda su indignación contra sus sucesores, que habían tratado de analizar críticamente los planes socialistas. Les ridiculizaba llamándoles “economistas vulgares” y “sicofantes de la burguesía”. Y como le resultaba imperativo difamarlos, concibió su idea de la ideología.

Estos “economistas vulgares” eran constitucionalmente incapaces de descubrir la verdad, a causa de su trasfondo burgués. Lo que produce su razonamiento sólo puede ser ideológico, es decir, tal y como empleaba Marx el término “ideología”, una distorsión de la verdad al servicio de los intereses de clase de la burguesía. No hay necesidad de refutar su cadena de argumentos mediante razonamiento discursivo y análisis crítico. Basta con desenmascarar su trasfondo burgués y por el tanto el carácter necesariamente “ideológico” de sus doctrinas. No tiene razón porque son burgueses. Ningún proletario puede atribuir importancia alguna a sus especulaciones.

Para ocultar el hecho de que esta idea se inventó expresamente para desacreditar a los economistas, era necesario elevarla a la dignidad de una ley general epistemológica válida para todas las épocas y todas las ramas del conocimiento. Así la doctrina de la ideología se convierte en el núcleo de la epistemología marxista. Marx y todos sus discípulos concentraron sus esfuerzos en la justificación y ejemplificación de esta improvisación. No achicaron ante el absurdo. Interpretaron todos los sistemas filosóficos, las teorías físicas y biológicas, toda la literatura, la música y el arte desde el punto de vista “ideológico”. Pero, por supuesto, no fueron lo suficientemente coherentes como para asignar a sus propias doctrinas un carácter meramente ideológico. Los principios marxistas, deducían, no son ideologías. Sin la muestra del conocimiento de la futura sociedad sin clases que, liberada de las

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trabas de los conflictos de clase, estará en disposición de concebir un conocimiento puro, no manchado por imperfecciones ideológicas.

Así que podemos entender los motivos timológicos que llevaron a Marx a esta doctrina de la ideología. Aún así, esto no responde a la cuestión de por qué una distorsión ideológica de la verdad debería ser más ventajosa para los intereses de una clase que una doctrina correcta. Marx nunca se atrevió a explicarlo, probablemente consciente de que cualquier intento le enredaría en un embrollo irresoluble de absurdos y contradicciones.

No hace falta destacar lo ridículo de pretender que una doctrina ideológica física, química o terapéutica pueda ser más ventajosa para una clase o individuo que una correcta. Podemos pasar en silencia las declaraciones de los marxistas en relación con el carácter ideológicos de las teorías desarrolladas por los burgueses Mendel, Hertz, Planck, Heisenberg y Einstein. Basta con analizar el supuesto carácter ideológico de la economía burguesa.

Tal y como lo veía Marx, su trasfondo burgués impulsaba a los economistas clásicos a desarrollar un sistema del que debía deducirse una justificación de las pretensiones injustas de los capitalistas explotadores. (En esto se contradice a sí mismo, pues deduce del mismo sistema justo las conclusiones opuestas). Estas teorías de los economistas clásicos a partir de las que podía deducirse la aparente justificación del capitalismo eran las teorías que Marx atacaba más furiosamente: que la escasez de los factores materiales de producción de los que depende el bienestar del hombre es para el ser humano una condición inevitable y dada por la naturaleza; que ningún sistema de organización económica de la sociedad podría crear un sistema de abundancia en el que a todos se les pudiera dar de acuerdo con sus necesidades; que la recurrencia de periodos de depresión económica no es propia de la misma operación de una economía de mercado intervenida, sino, por el contrario, el resultado necesario de que el gobierno intervenga en los negocios con el objetivo espurio de rebajar el tipo de interés y crear un auge empresarial mediante la inflación y la expansión del crédito.

Pero, debemos preguntarnos, ¿para qué les valdría a los capitalistas, desde el mismo punto de vista marxista, una justificación del capitalismo? Ellos mismos no necesitarían ninguna justificación para un sistema que, de acuerdo

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con Marx, aunque engañe a los trabajadores, a ellos les beneficia. No necesitan apaciguar sus propias conciencias pues, de nuevo según Marx, las clases no tienen escrúpulos en la búsqueda de sus propios intereses egoístas de clase.

Desde el punto de vista de la doctrina marxista tampoco es factible suponer que lo que ofrecía la teoría ideológica, originada por una “falsa conciencia” y por tanto distorsionadora de del verdadero estado de las cosas, a la clase explotadora era seducir a la clase explotada y hacerla maleable y servil y así preservar o al menos prolongar el injusto sistema de explotación. Porque, de acuerdo con Marx, la duración de un sistema definido de las relaciones de producción no depende de factores espirituales. Viene exclusivamente determinado por el estado de las fuerzas productivas materiales. Si cambian las fuerzas productivas materiales, las relaciones de producción (es decir, las relaciones de propiedad) y toda la superestructura ideológica debe también cambiar. Esta transformación no puede acelerarse mediante ningún esfuerzo humano. Pues como dijo Marx, “ninguna formación social desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas para las que es suficientemente amplio y nunca aparecen nuevas relaciones más altas de producción antes de que las condiciones materiales de su existencia hayan eclosionado en el seno de la vieja sociedad”.3[3]

No es en modo alguno una observación accidental de Marx- Es uno de los puntos esenciales de su doctrina. Es la teoría en la que basa su pretensión de llamar a su propia doctrina socialismo científico, para distinguirlo del simple socialismo utópico de sus predecesores. La característica de los socialistas utópicos, según él, era que creían que la realización del socialismo dependía de factores espirituales e intelectuales. Tenían que convencer al pueblo de que el socialismo es mejor que el capitalismo y luego sustituir al capitalismo por el socialismo. A ojos de Marx este credo utópico era absurdo. La llegada del socialismo no depende en modo alguno de los pensamientos y deseos de los pueblos: es una consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas materiales. Cuando llegue el momento y el capitalismo alcance su madurez, llegará el socialismo. No puede aparecer antes o después. Los burgueses

3[3] Marx, Zur Kritik der politischen Oekonomie, p. xii.

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pueden concebir las ideologías más inteligentemente elaboradas, pero en vano: no pueden retrasar el día del desmoronamiento del capitalismo.

Quizá alguna gente, intentando salvar el concepto marxista de “ideología” argumentaría de esta forma: a los capitalistas les avergüenza su papel en la sociedad. Se sienten culpables por ser “potentados, usureros y explotadores” y embolsarse ganancias. Necesitan una ideología de clase para recuperar su autoestima. ¿Pero por qué deberían ruborizarse? No hay, desde el punto de vista marxista, nada en su conducta de lo que avergonzarse. El capitalismo, en la opinión marxista es una etapa indispensable en la evolución histórica de la humanidad. Es un enlace necesario en la sucesión de acontecimientos que acaban en el éxtasis del socialismo. Los capitalistas, al ser capitalistas, son meras herramientas de la historia. Hacen lo que debe hacerse, de acuerdo con el plan preordenado de la evolución de la humanidad. Cumplen con las leyes eternas que son independientes de la voluntad humana. No pueden ayudar actuando como lo hacen. No necesitan ninguna ideología, ninguna “falsa conciencia” que les diga que tienen razón. Tienen razón a la luz de la doctrina marxista. Si Marx hubiera sido coherente, habría exhortado a los trabajadores: No echéis la culpa a los capitalistas, al “explotaros” hacen lo que es mejor para vosotros, están abriendo camino al socialismo.

Sin embargo podemos darle vueltas al asunto y no podemos descubrir ninguna razón por la que una distorsión ideológica de la verdad debiera ser más útil para la burguesía que una teoría correcta.

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Ideas e intereses

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 25 de agosto de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4643.

[Extraído del capítulo 7 de Teoría e historia]

Marx supone tácitamente que la condición social de una clase determina de forma única sus intereses y que no puede haber duda de qué tipo de política sirve mejor a sus intereses. La clase no tiene que elegir entre distintas políticas. La situación histórica conlleva una política definida. No hay alternativa. De eso se deduce que la clase no actúa, pues actuar implica elegir entre varias posibles forma de proceder. Las fuerzas productivas materiales actúan a través del medio de los miembros de clase.

Pero Marx, Engels y todos los demás marxistas ignoraban este dogma fundamental de su credo tan pronto como abandonaban los límites de la epistemología y empezaban a comentar los asuntos históricos y políticos. Entonces no sólo acusaban a las clases no proletarias de hostilidad a los proletarios, sino que criticaban sus políticas como no conducentes a promover los verdaderos intereses de sus propias clases.

El más importante de los panfletos políticos de Marx es La guerra civil en Francia (1871). Ahí ataca furiosamente al gobierno francés que, apoyado por la inmensa mayoría de la nación, se concentraba en sofocar la rebelión de la Comuna de París. Calumnia imprudentemente a todos los miembros principales de ese gobierno, llamándoles estafadores, falsificadores y malversadores. Jules Favre, acusa, estaba “viviendo en concubinato con la esposa de un dipsomaniaco” y el General de Gallifet se beneficiaba de la supuesta prostitución de su esposa. En resumen, el panfleto abría el camino a las tácticas difamatorias de la prensa socialista, que los marxistas reprendían indignadamente como una de las excrecencias del capitalismo cuando los tabloides la adoptaban.

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Aun así, todas estas mentiras difamatorias, aunque reprensibles, pueden interpretarse como estratagemas de partido en la guerra implacable contra la civilización burguesa. Al menos no son incompatibles con los principios epistemológicos marxistas. Pero otra cosa es cuestionar la eficacia de la política burguesa desde el punto de vista de los intereses de clase de la burguesía.

La guerra civil mantiene que la política de la burguesía francesa ha desenmascarado las enseñanzas esenciales de su propia ideología, cuyo único propósito es “retrasar la lucha de clases”, por lo que ya no será posible a la clase dirigente burguesa “esconderse en un uniforme nacionalista”. Por tanto, ya no habrá ninguna posibilidad de paz o armisticio entre los trabajadores y sus explotadores. La batalla se reanudará una y otra vez y no puede haber duda acerca de la victoria de los trabajadores.4[1]

Debe advertirse que estas observaciones se hicieron respecto de una situación en la que la mayoría del pueblo francés sólo podía elegir entre la rendición incondicional a una pequeña minoría de revolucionarios o luchar contra ellos. Ni Marx ni nadie habría esperado que la mayoría de una nación cediera sin resistencia a una agresión armada por parte de una minoría.

Más importante aún es el hecho de que Marx en estas observaciones atribuya a las políticas adoptadas por la burguesía francesa una influencia decisiva en el desarrollo de los acontecimientos. En eso contradice todos sus demás escritos. En el Manifiesto Comunista había anunciado la implacable e incansable lucha de clases sin considerar las tácticas de defensa a las que podía recurrir la burguesía. Había deducido la inevitabilidad de esta lucha de la situación de clase de los explotadores y de los explotados. No hay espacio en el sistema marxista para la suposición de que las políticas adoptadas por la burguesía puedan en modo alguno afectar a la aparición de la lucha de clases como su resultado.

Si es verdad que una clase, la burguesía francesa de 1871, estaba en situación de elegir entre alternativas políticas y, mediante su decisión, influir en el

4[1] Marx, Der Bürgerkrieg in Frankreich, ed. Pfemfert (Berlín, 1919), p. 7.

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desarrollo de los acontecimientos, lo mismo debe ser cierto en otras clases en otras situaciones históricas. Por tanto, se desmoronan todos los dogmas de materialismo marxista. Por tanto no es verdad que la situación de una clase enseñe a una clase cuáles son sus genuinos intereses de clase. No es verdad que sólo esas ideas conducentes a los intereses reales de una clase cuenten con la aprobación de quienes dirigen las políticas de la clase. Puede ocurrir que haya distintas ideas dirigiendo esas políticas y así obtengan una influencia en el curso de los acontecimientos. Pero entonces no es verdad que lo que cuenta en la historia son sólo los intereses y que las ideas sean meramente una superestructura ideológica, determinada exclusivamente por esos intereses.

Se hace imperativo analizar las ideas con el fin de separar las que son realmente beneficiosas para los intereses de clase afectados de las que no lo son. Se hace necesario discutir las ideas conflictivas con los métodos del razonamiento lógico. Se viene abajo la provisionalidad de los medios con los que Marx intenta impedir esa esta evaluación desapasionada de las ventajas e inconvenientes de ideas concretas. Se reabre la vía hacia un examen de los méritos y deméritos del socialismo, que Marx trataba de impedir como “no científica”.

Otra importante explicación de Marx fue su obra de 1865, Salario, precio y ganancia. En este documento Marx critica las políticas tradicionales de los sindicatos. Deberían abandonar su “lema conservador de “¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!”, [e] inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: "¡Abolición del sistema del trabajo asalariado!”5[2] Esto es evidentemente un disputa acerca de qué tipo de política sirve mejor a los intereses de clase de los trabajadores.

En este caso, Marx se desvía de su procedimiento habitual de calificar de traidores a todos sus oponentes proletarios. Admite implícitamente que pueden prevalecer los disidentes incluso entre los defensores más honrados y sinceros de los intereses de clase de los trabajadores y que esas diferencias deben arreglarse debatiendo sobre el asunto. Quizá pensándolo mejor, descubrió por sí mismo que la forma en que se ocupaba del problema era incompatible con

5[2] Marx, Salario, precio y ganancia (Pekín: Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1976), p. 75.

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todos sus dogmas, pues no publicó este escrito que había leído el 26 de junio de 1865 en el Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores. Se publicó por primera vez en 1898 por una de sus hijas.

Pero de lo que nos estamos ocupando no es del fracaso de Marx en seguir coherentemente su propia doctrina y sus lapsus en formas de pensamiento incompatibles con ella. Tenemos que examinar la sostenibilidad de la doctrina marxista y por tanto ocuparnos de la connotación particular que tiene el término “intereses” en el contexto de esta doctrina.

Todo individuo, y por consiguiente todo grupo de individuos, intenta al actuar sustituir un estado de cosas que considera poco satisfactorio por uno que le vaya mejor. Sin considerar la cualificación de estos dos estados de cosas desde ningún otro punto de vista, podemos decir en este sentido que persigue su propio interés. Pero la pregunta de qué es más deseable y qué es menos la responde el individuo actor. Es el resultado de elegir entre varias soluciones posibles. Es un juicio de valor. Viene determinado por las ideas del individuo acerca de los efectos que puedan tener esos distintos estados en su propio bienestar. Pero en definitiva depende del valor que atribuya a estos efectos anticipados.

Si recordamos esto, no es sensato declarar que las ideas son producto de los intereses. Las ideas dicen a un hombre cuáles son sus intereses. En el futuro, al revisar sus acciones pasadas, el individuo puede formarse la opinión de que ha errado y que otra forma de actuar habría servido mejor a sus propios intereses. Pero eso no significa que en el instante crítico en que actuó no lo hiciera de acuerdo con sus intereses. Actuó de acuerdo con lo que, en ese momento, consideraba que serviría mejor a sus intereses.

Si un observador imparcial observa la acción de otro hombre puede pensar: “Este tipo se equivoca, lo que hace no servirá para lo que él considera su interés, otra forma de actuar sería más apropiada para alcanzar los fines que busca”. En este sentido, un historiador puede decir hoy, o un contemporáneo juicioso podía decir en 1939: “Al invadir Polonia, Hitler y los nazis cometieron un error, la invasión dañó lo que consideraban sus intereses”.

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Una crítica así es sensata siempre que se ocupe sólo de los medios y no de los fines últimos de una acción. La elección de los fines últimos es un juicio de valor sólo dependiente de la valoración del individuo que la juzga. Todo lo que otra persona puede decir es; “Yo habría tomado otra decisión”. Si un romano hubiera dicho a un cristiano condenado a ser devorado por las fieras en el circo: “Servirás mejor a tus intereses humillándote y adorando la estatua de nuestro divino emperador”, el cristiano le habría respondido: “Mi interés principal es cumplir con los preceptos de mi credo”.

Pero el marxismo, como filosofía de la historia que afirma conocer los fines que los hombres están obligados a buscar, emplea la palabra “intereses” con una connotación distinta. Los intereses a los que se refiere no son los elegidos por los hombres basándose en juicios de valor. Son los fines a los apuntan las fuerzas productivas materiales. Estas fuerzas apuntan al establecimiento del socialismo. Usan a los proletarios como medio para la realización de este fin.

Las fuerzas productivas materiales sobrehumanas persiguen sus propios intereses, independientemente de la voluntad de los mortales. A clase proletaria es meramente una herramienta en sus manos. Las acciones de la clase no son suyas, sino las que realizan las fuerzas productivas materiales al usar la clase como un instrumento sin voluntad propia. Los intereses de clase a los que se refiere Marx son de hecho los intereses de las fuerzas productivas materiales, que quieren ser liberadas de “las cadenas a su desarrollo”:

Por supuesto, los intereses de este tipo, no dependen de las ideas de gente corriente. Vienen determinadas exclusivamente por las ideas del hombre Marx, que creó tanto el fantasma de las fuerzas productivas materiales como la imagen antropomórfica de sus intereses.

En el mundo de la realidad, la vida y la acción humana no existen los intereses independientes de las ideas, que les preceden temporal y lógicamente. Cuando un hombre sopesa su interés es una consecuencia de sus ideas.

Si tiene algún sentido la proposición de que los intereses de los proletarios se verían mejor servidos en el socialismo, es éste: los fines que están persiguiendo voluntariamente los proletarios individuales se alcanzarán mejor con el socialismo. Una proposición así requiere una prueba. Es inútil sustituir

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esa prueba por el recurso a un sistema arbitrariamente concebido de filosofía de la historia.

Esto no le pudo haber pasado a Marx por estar cegado ante la idea de que los intereses humanos sean única y completamente determinados por la naturaleza biológica del cuerpo humano. Marx, tal y como lo veía, está interesado exclusivamente en la consecución de la mayor cantidad de bienes tangibles. No hay un problema cualitativo, sino sólo cuantitativo en el suministro de bienes y servicios. Los deseos no dependen de las ideas, sino solamente de las condiciones fisiológicas. Cegado por esta idea preconcebida, Marx ignoraba el hecho de que uno de los problemas de la producción es decir qué tipo de bienes producir.

Con animales y hombres primitivos al borde de la inanición, es realmente cierto que nada importa, salvo la cantidad de cosas comestibles que puedan conseguirse. No hay necesidad de apuntar que las condiciones son completamente distintas para los hombres, incluso en las primeras etapas de la civilización. El hombre civilizado afronta el problema de elegir entre las satisfacciones de diversas necesidades y entre los diversos modos de satisfacer la misma necesidad. Sus intereses se diversifican y vienen determinados por las ideas que influyen en su elección. Uno no sirve a los intereses de un hombre que quiere un abrigo nuevo dándole un par de zapatos o a los de un hombre que quiere escuchar una sinfonía de Beethoven dándole una entrada para un combate de boxeo. Son las ideas las responsables del hecho de que los intereses de la gente sean diversos.

Por cierto, que puede mencionarse que esta mala interpretación de los deseos e intereses humanos impidió a Marx y otros socialistas entender la distinción entre libertad y esclavitud, entre la condición de un hombre que decide cómo gastar sus ingresos y un hombre a quien una autoridad paternal provee de esas cosas que piensa la autoridad que necesita. En la economía de mercado, los consumidores eligen y por tanto determinan la cantidad y calidad de los bienes producidos. Bajo el marxismo la autoridad se ocupa de esos asuntos. A los ojos de Marx y los marxistas no hay diferencia sustancial entre estos dos métodos de satisfacción de deseos: no importa quién elija, el “mísero” individuo por sí mismo o la autoridad por todos sus súbditos. No se dan cuenta de que la autoridad no da a sus pupilos lo que quieren tener, sino lo que, de

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acuerdo con la opinión de la autoridad, tendrían que tener. Si un hombre que quiere una Biblia recibe en su lugar un Corán ya no es libre.

Pero incluso si admitiéramos, pongamos por caso, que no hay incertidumbre ni en relación con el tipo de cosas que pide la gente ni en los métodos más avanzados tecnológicamente para producirlas, sigue habiendo un conflicto entre intereses a corto y largo plazo. De nuevo la decisión depende de las ideas. Son los juicios de valor los que determinan la cantidad de preferencia temporal asignada al valor de los bienes presentes respecto de los futuros. ¿Deberíamos consumir o acumular capital? ¿Y hasta dónde debería llegar esa disposición o acumulación de capital?

En lugar de ocuparse de todos estos problemas, Marx se contentaba con el dogma de que el socialismo sería un paraíso terrenal en el que todos tendrían lo que necesitaran. Por supuesto, si se empieza por este dogma, se puede declarar tranquilamente que los intereses de todos, sean los que sean, se verán atendidos bajo el socialismo. En el reino de Jauja la gente ya no necesitará ideas, no tendrá que recurrir a ningún juicio de valor, no tendrá que pensar y actuar. Sólo abrirán sus bocas para dejar entrar en ellas a los pichones asados.

En el mundo de la realidad, cuyas condiciones son el único objeto de investigación científica de la verdad, las ideas determinan lo que la gente considera que son sus intereses. No existen intereses que puedan ser independientes de las ideas. Son las ideas las que determinan lo que la gente considera sus intereses. Los hombres libres no actúan de acuerdo con sus intereses. Actúan de acuerdo con lo que creen que favorece sus intereses.

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Los críticos del marxismo

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 1 de septiembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4542.

[Extraído del capítulo 7 de Teoría e historia]

El materialismo de Marx y Engels difiere radicalmente de las ideas del materialismo clásico. Muestra los pensamientos, elecciones y acciones humanas como determinados por las fuerzas productivas materiales: herramientas y máquinas. Marx y Engels no consiguieron ver que las herramientas y máquinas eran ellas mismas productos del funcionamiento de la mente humana. Incluso si sus sofisticados intentos de describir todos los fenómenos espirituales e intelectuales, a los que califican de superestructurales, como producidos por las fuerzas materiales de producción hubieran tenido éxito, sólo hubieran remontado esos fenómenos algo que en sí mismo es un fenómeno espiritual y material. Su razonamiento es circular. Su supuesto materialismo en realidad no lo es en absoluto. Simplemente ofrece una solución verbal de los problemas.

De vez en cuando, incluso Marx y Engels son conscientes de lo esencialmente inadecuada que es su doctrina. Cuando Engels ante la tumba de Marx resume lo que consideraba que era la quintaesencia de los logros de su amigo, no menciona en absoluto a las fuerzas productivas materiales. Decía Engels:

Igual que Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley de la evolución histórica de la humanidad, que es el simple hecho, hasta entonces oculto por matojos ideológicos, de que los hombres deben primero de todo comer, beber,

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tener refugio y vestido antes de poder dedicarse a la política, la ciencia, el arte, la religión, etc., por lo que consecuentemente la producción de los alimentos necesarios inmediatamente y por tanto la etapa de la evolución económica lograda por un pueblo o época constituye la base sobre la que habían sido desarrolladas las instituciones públicas, las ideas de lo bueno y lo malo, el arte e incluso las ideas religiosas de los hombres y deben ser explicadas por medio de éstas, no al revés, como se había hecho hasta ahora.6[1]

Ciertamente ningún hombre más competente que Engels para ofrecer una interpretación autorizada del materialismo dialéctico. Pero si Engels tenía razón en su obituario, entonces se desvanece todo el marxismo. Se reduce a un lugar común conocido por todos desde tiempo inmemorial y nunca rebatido. No dice nada más que el gastado aforismo: Primum vivere, deinde philosophari.

Como truco retórico, la interpretación de Engels funciona muy bien. Tan pronto como alguien empieza a desenmascarar los absurdos y contradicciones del materialismo dialéctico, los marxistas responden: ¿Niegas que los hombres deben comer ante todo? ¿Niegas que los hombres estén interesados en mejorar las condiciones materiales de su existencia? Como nadie quiere contestar a estas obviedades, concluyen que las enseñanzas del materialismo marxista son inatacables. Y decenas de pseudofilósofos no pueden ver a través de este non sequitur.

El principal objetivo de los rencorosos ataques de Marx era el estado prusiano de la dinastía de los Hohenzollern. Odiaba este régimen, no porque se opusiera al socialismo, sino precisamente porque estaba dispuesto a aceptarlo. Mientras su rival Lassalle jugaba con la idea de implantar el socialismo en colaboración con el gobierno prusiano liderado por Bismarck, la Asociación Internacional de los Trabajadores de Marx buscaba suplantar a los Hohenzollern. Como en Prusia la iglesia protestante estaba sometida al gobierno y era administrada por funcionarios, Marx nunca se canso de vilipendiar también a la religión cristiana. En anticristianismo se convirtió aún más en un dogma marxista

6[1] Engels, Karl Marx, Rede an seinem Grab, múltiples ediciones. Reimpreso en Franz Mehring, Karl Marx (2ª ed. Leipzig, 1919, Leipziger Buchdruckerei Aktiengesellschaft), p. 535.

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porque los países cuyos intelectuales se convirtieron antes al marxismo fueron Rusia e Italia. En Rusia, la iglesia era aún más dependiente del gobierno que en Prusia. A los ojos de los italianos del siglo XIX, el partidismo anticatólico era el distintivo de todos los que se oponían a la restauración del poder secular del papa y a la desintegración de la unidad nacional recientemente alcanzada.

Las iglesias y sectas cristianas no lucharon contra el socialismo. Paso a paso aceptaron sus ideas políticas y sociales esenciales. Hoy día son, con sólo unas pocas excepciones, directas en rechazar el capitalismo y en defender el socialismo o políticas intervencionistas que deben llevar inevitablemente al socialismo. Pero, por supuesto, ninguna iglesia cristiana puede jamás consentir una tipo de socialismo que sea hostil al cristianismo y busque su supresión. Las iglesias se oponen implacablemente a los aspectos anticristianos del marxismo. Intentar distinguir entre su propio programa de reforma social y el programa marxista. Consideran que el vicio propio del marxismo es su materialismo y ateísmo.

Sin embargo, al luchar contra el materialismo marxista, los apologistas de la religión se han equipado completamente. Muchos de ellos consideran al materialismo como una doctrina ética que enseña que los hombres tendrían que luchar sólo por la satisfacción de las necesidades de sus cuerpos y por una vida de placer y jolgorio y no tendrían que preocuparse por nada más. Lo que dicen contra este materialismo ético no se refiere a la doctrina marxista y no se relaciona con el asunto en discusión.

No son más sólidas las objeciones al materialismo marxista de quienes utilizan determinados acontecimientos históricos (como la ascensión del credo cristiano, las cruzadas, las guerras religiosas) y afirman triunfalmente que no puede ofrecerse ninguna interpretación materialista de ellos. Todo cambio en las condiciones afecta a la oferta y demanda de distintas cosas materiales y por tanto a los intereses a corto plazo de algunos grupos de personas. Por tanto, es posible demostrar que hay algunos grupos que se benefician a corto plazo y otros que se ven perjudicados. Por tanto, los defensores del marxismo siempre están en situación de apuntar que había intereses de clase y así anular las objeciones presentadas. Por supuesto, este método de demostrar la exactitud de la interpretación materialista de la historia es completamente erróneo. La cuestión no es si se ven afectados los intereses de grupo: siempre se ven

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necesariamente afectados, al menos a corto plazo. La cuestión es si la búsqueda del lucro de los grupos afectados fue la causa del acontecimiento que se discute. Por ejemplo, ¿desempeñan los intereses a corto plazo de la industria de la munición un papel esencial en generar la belicosidad y las guerras de nuestro tiempo?

Al ocuparse de esos problemas, los marxistas nunca mencionan que donde hay intereses a favor necesariamente hay intereses en contra. Tendrían que explicar por qué estos últimos no prevalecieron sobre los primeros. Pero los críticos “idealistas” del marxismo fueron demasiado torpes como para exponer ninguna de las falacias del materialismo dialéctico. Ni siquiera se dieron cuenta de que los marxistas recurrían a su interpretación de los intereses de clase al ocuparse de fenómenos que se condenaban generalmente como malos, sin ocuparse nunca de fenómenos que aprueban todos. Si se atribuye el belicismo a las maquinaciones del capital de las municiones y el alcoholismo a las maquinaciones del comercio de alcohol, sería coherente atribuir la limpieza a los designios de los fabricantes de jabón y el florecimiento de la literatura y la educación a las maniobras de las industrias de publicación e imprenta. Pero no los marxistas no sus críticos han pensado nunca en ello.

Lo asombroso de todo esto es que la doctrina marxista del cambio histórico nunca ha recibido ninguna crítica juiciosa. Pudo triunfar porque sus adversarios nunca expusieron sus falacias y contradicciones inherentes.

El cómo la gente ha entendido mal el materialismo dialéctico marxista se muestra en la práctica común de unir el marxismo y el psicoanálisis de Freud. Realmente, no puede pensarse en un contraste más acusado que el que hay entre estas dos doctrinas. El materialismo busca reducir los fenómenos mentales a causas materiales. Por el contrario, el psicoanálisis se ocupa de los fenómenos mentales como un campo autónomo. Mientras que la psiquiatría y al neurología tradicionales trataban de explicar todas las condiciones patológicas que les afectaban como causadas por condiciones patológicas definidas de algunos órganos, el psicoanálisis lograba demostrar que los estados anormales del cuerpo se generan a veces por factores mentales. Este descubrimiento fue un logro de Charcot y de Josef Breuer y el gran mérito de Sigmund Freud fue construir desde esta base una disciplina sistemática completa. El psicoanálisis es lo opuesto a todas las ramas del materialismo. Si

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lo consideramos no como una rama de conocimiento puro, sino como un método de curar enfermos, tendríamos que calificarlo de rama timológica (geisteswissenschaftlicher Zweig) de la medicina.

Freud era un hombre modesto. No tuvo pretensiones extravagantes respecto de la importancia de sus contribuciones. Tenía mucho cuidado en tocar problemas de filosofía y ramas del conocimiento a cuyo desarrollo no hubiera contribuido. No se atrevió a atacar ninguna de las proposiciones metafísicas del materialismo. Incluso llegó a admitir que un día la ciencia podría conseguir dar una explicación puramente fisiológica de los problemas de los que se ocupa el psicoanálisis. Sólo que mientras esto no ocurra, el psicoanálisis le parecía científicamente sólido y prácticamente indispensable. No era menos cauteloso al criticar el materialismo marxista. Confesaba voluntariamente su incompetencia en este campo.7[2] Pero todo esto no altera el hecho de que la aproximación psicoanalítica es esencial y sustancialmente incompatible con la epistemología del materialismo.

El psicoanálisis destaca el papel que la libido, el impulso sexual, desempeña en la vida humana. Este papel ha sido desdeñado por la psicología, así como por todas las demás ramas del conocimiento. El psicoanálisis también explica las razones de este desdén. Pero esto no afirma en modo alguno que el sexo sea la única urgencia humana en busca de satisfacción y que todos los fenómenos psíquicos sean inducidos por él. Su preocupación por los deseos sexuales deriva del hecho de que empezó como método terapéutico y la mayoría de las condiciones patológicas de las que tenía que ocuparse eran causadas por la represión de deseos sexuales.

La razón por la que algunos autores vinculan psicoanálisis y marxismo es que se consideraba que ambos discrepaban con las ideas teológicas. Sin embargo, con el paso del tiempo, escuelas teológicas y grupos de diversas denominaciones están adoptando una evaluación distinta de las enseñanzas de Freud. No sólo están eliminando su oposición radical como habían hecho antes en relación con los logros astronómicos y geológicos modernos y las teorías del cambio filogénico en la estructura de los organismos. Están

7[2] Freud, Neue Folge der Vorlesungen zur Einfiihrung in die Psychoanalyse (Viena, 1933), pp. 246-253.

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tratando de integrar el psicoanálisis en el sistema y la práctica de la teología pastoral. Consideran en estudio del psicoanálisis como una parte importante de la formación de sus ministros.8[3]

Tal y como son las condiciones actuales, muchos defensores de la autoridad de la iglesia están desorientados y desconcertados en su actitud hacia los problemas filosóficos y científicos. Condenan lo que podrían o incluyo deberían apoyar. Al luchar contra falsas doctrinas, recurren a objeciones insostenibles que para quienes pueden distinguir la falsedad de las mismas fortalecen la tendencia a creer que las doctrinas atacadas son sólidas. Al ser incapaces de descubrir los defectos reales en las falsas doctrinas, estos apologistas de la religión pueden finalmente acabar aprobándolas. Esto explica el curioso hecho de haya hoy tendencias en escritos cristianos a adoptar el materialismo dialéctico marxista. Así, un teólogo presbiteriano, el Profesor Alexander Miller, cree que el cristianismo “puede contar con la verdad del materialismo histórico y el hecho de la lucha de clases”. No sólo sugiere, como han hecho muchos líderes eminentes de distintas confesiones cristianas antes que él, que la iglesia debería adoptar los principios esenciales de la política marxista. Piensa que la iglesia tendría que “aceptar el marxismo” como “la esencia de la sociología científica”.9[4] ¡Qué extraño reconciliar con el Credo de Nicea una doctrina que enseña que las ideas religiosas son la superestructura de las fuerzas productivas materiales!

8[3] Por supuesto, pocos teólogos estarían preparados para aceptar la interpretación de un eminente historiador de la medicina católico, el Profesor Pedro Laín Entralgo, de acuerdo con quien Freud has “llevado a su completo desarrollo algunas de las posibilidades ofrecidas por el cristianismo”. Pedro Laín Entralgo, Cuerpo y alma (última edición en Espasa-Calpe, 1995). 9[4] Alexander Miller, The Christian Significance of Karl Marx (Nueva York: Macmillan, 1947), pp. 80-81.

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El marxismo contra la mayoría

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 18 de agosto de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4627.

[Extraído del capítulo 7 de Teoría e historia]

La conciencia de clase, dice Marx, produce ideologías de clase. La ideología de clase ofrece a ésta una interpretación de la realidad y al mismo tiempo enseña a sus miembros cómo actuar con el fin de beneficiar a su clase. El contenido de la ideología de clase está determinado exclusivamente por la etapa histórica del desarrollo de las fuerzas productivas materiales y por el papel que la clase social correspondiente desempeña en esta etapa de la historia. La ideología no es un hijo arbitrario de la inteligencia. Es el reflejo de la condición de clase material de los pensadores como aparece en su cabeza. Por tanto, no es un fenómeno condicionado por la extravagancia del pensador. Se impone en la mente por la realidad, es decir, por la situación de clase del hombre que piensa. Es por consiguiente idéntica en todos los miembros de la clase. Por supuesto, no todo camarada de clase es un autor y publica lo que ha pensado. Pero todos los autores pertenecientes a la clase conciben las mismas ideas y todos los demás miembros de la clase las aprueban. El marxismo no deja espacio para suponer que los distintos miembros de la misma clase puedan discrepar seriamente en la ideología. Para todos los miembros de una clase sólo existe una ideología.

Si un hombre expresa opiniones distintas de la ideología de una clase definida, es porque no pertenece a dicha clase. No hay necesidad de refutar sus ideas mediante razonamiento discursivo. Basta con desenmascarar sus antecedentes y afiliación de clase. Eso resuelve el asunto.

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Pero si un hombre cuyos antecedentes proletarios y pertenencia a la clase obrera no puede ser discutido discrepa del credo marxista correcto, es un traidor. Es imposible suponer que pueda ser sincero en su rechazo al marxismo. Como proletario debe necesariamente pensar como un proletario. Una voz interior le dice en una forma inconfundible cuál es la ideología proletaria correcta. No es honrado al invalidar esta voz y profesar públicamente opiniones no ortodoxas. Es un granuja, un Judas, una serpiente en la hierba. Para luchar contra un traidor así todos los medios son permisibles.

Marx y Engels, dos hombres de incuestionables antecedentes burgueses, engendraron la ideología de clase de la clase proletaria. Nunca se aventuraron a discutir su doctrina con disidentes, como por ejemplo científicos, discutir los pros y contras de las doctrinas de Lamarck, Darwin, Mendel y Wiesmann. Tal y como lo veían, sus adversarios sólo podrían ser idiotas burguesas o traidores proletarios.[1] Tan pronto como un socialista se desviaba una pulgada del credo ortodoxo, Marx y Engels le atacaron furiosamente, le ridiculizaban e insultaban, le presentaban como un canalla y un monstruo malvado y corrupto. Después de la muerte de Engels, la oficina del árbitro supremo de lo que es marxismo correcto y lo que no se concedió a Karl Kautsky. En 1917 pasó a las manos de Lenin y se convirtió en una función del jefe del gobierno soviético.

Mientras Marx, Engels y Kautsky tenían que contentarse con asesinar el prestigio de sus opositores, Lenin y Stalin podían asesinarles físicamente. Paso a paso anatemizaron a quienes una vez todos los marxistas, incluyendo a los propios Lenin y Stalin, consideraron como los grandes defensores de la causa proletaria: Kautsky, Max Adler, Otto Bauer, Plechanoff, Bujarin, Trotsky, Riasanov, Radek, Sinoviev y muchos otros. A quienes pudieron atrapar, los encarcelaron, torturaron y finalmente asesinaron. Sólo sobrevivieron y pudieron morir en sus camas quienes tuvieron la suerte de residir en países dominados por “reaccionarios plutócratas”.

Puede hacerse un buen alegato, desde el punto de vista marxista, a favor de la decisión de la mayoría. Si aparece una duda acerca del contenido correcto de la ideología proletaria, las ideas que sostengan la mayoría de los proletarios han de ser consideradas como las que reflejan fielmente la verdadera ideología proletaria. Como el marxismo supone que la inmensa mayoría de la gente son

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proletarios, esto equivaldría a asignar la competencia de tomar las decisiones definitivas en los conflictos de opinión a parlamentos elegidos por sufragio adulto. Pero aunque hacer esto sea explotar toda la doctrina ideológica, ni Marx ni sus sucesores nuca estuvieron dispuestos a someter sus opiniones al voto mayoritario.

A lo largo de su carrera, Marx desconfió del pueblo y sospechaba mucho de los procedimientos y decisiones parlamentarios por votación. Era un entusiasta de la revolución de París de 1848, en la que una pequeña minoría de parisinos se rebeló contra el gobierno apoyado por un parlamente elegido por sufragio masculino universal. La Comuna de París de 1871, en la que de nuevo los socialistas parisinos lucharon contra el régimen debidamente establecido por la abrumadora mayoría de los representantes del pueblo francés, era aún más de su gusto. Ahí encontró realizado su ideal de dictadura del proletariado, la dictadura de una banda autonombrada de líderes. Trató de persuadir a los partidos marxistas de todos los países de Europa occidental y central de que basaran sus esperanzas, no en campañas electorales sino en métodos revolucionarios. En este sentido, los comunistas rusos fueron sus fieles discípulos.

El parlamento ruso elegido en 1917 bajo los auspicios del gobierno de Lenin tenía, a pesar de la violencia ejercida contra los votantes por parte del partido gobernante, menos del 25% de miembros comunistas. Tres cuartas partes del pueblo habían votado contra los comunistas. Pero Lenin disolvió el parlamento por la fuerza de las armas y estableció firmemente el gobierno dictatorial de una minoría. La cabeza del poder soviético se convirtió en pontífice máximo de la secta marxista. Su título para este cargo derivaba del hecho de que había derrotado a sus rivales en una sangrienta guerra civil.

Como los marxistas no admiten que las diferencias de opinión puedan arreglarse mediante la discusión y la persuasión o resolverse por voto mayoritario, no hay solución posible salvo la guerra civil. La marca de la buena ideología, es decir, la ideología adecuada para los verdaderos intereses de clase de los proletarios, es el hecho de que sus defensores tuvieron éxito en conquistar y liquidar a sus opositores.

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[1] Marx, Der Bürgerkrieg in Frankreich, ed. Pfemfert (Berlin, 1919), p. 7.

Published Wed, Aug 18 2010 10:15 PM by euribe

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La quimera de la mente grupal

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 29 de septiembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4722.

[Extraído del capítulo 9 de Teoría e historia]

En su ansia por eliminar de la historia cualquier referencia individuos y acontecimientos individuales, los autores colectivistas recurren a una idea quimérica, la mente grupal o mente social.

A finales del siglo XVIII e inicios del XIX, los filólogos alemanes empezaron a estudiar la poesía medieval alemana, que hacía mucho que había caído en el olvido. La mayoría de la épica que editaron procedente de viejos manuscritos era imitación de obras francesas. Los nombres de sus autores (en su mayoría guerreros caballerosos al servicio de duques y condes) eran conocidos. No había mucho de lo que presumir en esa épica. Pero había dos sagas de una carácter muy distinto, obras genuinamente originales de alto valor literario, que sobrepasaban con mucho los productos convencionales de los cortesanos: el Nibelungenlied y el Gudrun. El primero es uno de los grandes libros de de la literatura mundial e indudablemente el poema más destacado producido en Alemania antes de los tiempos de Goethe y Schiller. Los nombres de los autores de estas obras maestras no quedaron para la posteridad. Tal vez los poetas pertenecieron a la clase de artistas profesionales (Spielleute), que no sólo eran desdeñados por la nobleza, sino que tenía que soportar mortificantes problemas legales. Tal vez fueran herejes o judíos y los clérigos deseaban hacer que la gente les olvidara.

En todo caso, los filólogos calificaron a estas dos obras como “épica del pueblo” (Volksepen). Este término sugería a mentes inocentes la idea de que no fueron escritas por autores individuales, sino por el “pueblo”. La misma autoría mítica se atribuyó a canciones populares (Volkslieder) cuyos autores eran desconocidos.

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También en Alemania, en los años que siguieron a las guerras napoleónicas, se abrió la discusión acerca del problema de la codificación legislativa omnicomprensiva. En esta controversia, la escuela histórica de jurisprudencia, liderada por Savigny, negaba la competencia de ninguna era o persona para escribir legislación. Al igual que las Volksepen y las Volkslieder, las leyes de una nación, declaraban, son una emanación espontánea del Volkgeist, el espíritu y el carácter peculiar de la nación. Las leyes genuinas no son escritas arbitrariamente por legisladores: derivan y crecen orgánicamente a partir del Volkgeist.

La doctrina del Volkgeist se desarrolla en Alemania como reacción consciente contra la idea de la ley natural y el espíritu “no germánico” de la Revolución Francesa. Pero fue posteriormente desarrollada y elevada a la dignidad de una doctrina social completa por los positivistas franceses, muchos de los cuales no sólo estaban comprometidos con los principios de los más radicales de entre los líderes revolucionarios, sino que pretendían completar la “revolución incompleta” con una eliminación violenta del modo capitalista de producción. Emile Durkheim y su escuela se ocupan de la mente grupal como si fuera un fenómeno real, un organismo distinto, pensando y actuando. Tal y como lo veían, el sujeto de la historia no son los individuos, sino el grupo.

Como correctivo de esto, debe recalcarse la obviedad de que sólo los individuos piensan y actúan. Al ocuparse de los pensamientos y acciones de los individuos, el historiador establece el hecho de que algunos influyen más que otros en su pensar y actuar más fuertemente de lo que influyen y son influidos por otros. Observa que la cooperación y la división del trabajo existen entre algunos, mientras que existen en menor grado entre otros o no existen en absoluto. Emplea el término “grupo” para señalar una agregación de individuos que cooperan juntos más de cerca. Sin embargo, la distinción de grupos es opcional. El grupo no es una entidad ontológica como las especies biológicas. Los distintos conceptos de grupo se cruzan entre sí.

El historiador escoge, de acuerdo con el plan concreto de su estudio, las características y atributos que determinan la clasificación de los individuos en distintos grupos. La agrupación puede integrar gente hablando el mismo lenguaje, o profesando la misma religión, o practicando la misma vocación u ocupación, o descendiendo del mismo ancestro. El concepto de grupo de

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Gobineau era diferente del de Marx. En resumen. el concepto de grupo es un tipo ideal y como tal deriva de la comprensión del historiador de las fuerzas y acontecimientos históricos.

Sólo los individuos piensan y actúan. El pensamiento y actuación de cada individuo está influido por el de sus compañeros. Estas influencias son variopintas. Los pensamientos y conductas de los individuos estadounidenses no pueden interpretarse si se les asigna a un solo grupo. Esa persona no es sólo un estadounidense sino un miembro de un grupo religioso definido o un agnóstico o un ateo; tiene un trabajo, pertenece a un partido político, está afectado por tradiciones heredadas de sus ancestros y transmitidas por su educación, por la familia, la escuela, el barrio, por las ideas que prevalecen en su pueblo, estado y país. Es una enorme simplificación hablar de la mente estadounidense. Todo estadounidense tiene su propia mente. Es absurdo adscribir cualquier logro y virtud o cualquier fechoría o vicio de individuos estadounidenses a Estados Unidos como tal.

La mayoría de la gente son personas corrientes. No tienen pensamientos propios, sólo los reciben. No crean ideas nuevas: repiten lo que han escuchado e imitan lo que han visto. Si el mundo estuviera poblado sólo por gente así, no habría ningún cambio en la historia. Lo que produce el cambio son las nuevas ideas y acciones a ellos dirigidas. Lo que distingue a un grupo de otro es el efecto de esas innovaciones. Esas innovaciones no las realizan una mente grupal: son siempre logros de individuos. Lo que hace diferente de cualquier otro pueblo al pueblo estadounidense es el efecto conjunto producido por los pensamientos y acciones de innumerables estadounidenses fuera de lo corriente.

Conocemos los nombres de los hombres que inventaron y perfeccionaron paso a paso el automóvil. Un historiador puede escribir una historia detallada de la evolución del automóvil. No sabemos los nombres de los hombres que, al inicio de la civilización, realizaron los mayores inventos, como encender fuego. Pero esta ignorancia no nos permite adscribir este invento fundamental a una mente grupal. Es siempre un individuo el que empieza un nuevo método de hacer cosas, y luego otra gente imita su ejemplo. Costumbres y modas siempre han sido empezadas por individuos y extendidas por imitación por otra gente.

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Mientras que la escuela de la mente grupal trataba de eliminar al individuo adscribiendo la actividad al mítico Volkgeist, los marxistas trataban, por un lado, de despreciar la contribución individual y, por el otro, de atribuir las innovaciones a la gente corriente. Así, Marx observaba que una historia crítica de la tecnología demostraría que ninguna de las invenciones del siglo XVIII era el logro de un solo individuo.10[1] ¿Qué prueba esto? Nadie niega que el progreso tecnológico sea un proceso gradual, una cadena de pasos sucesivos realizado por largas líneas de hombres, cada uno de los cuales añade algo a los logros de sus predecesores.

La historia de todos los avances tecnológicos, cuando se cuenta completa, nos remonta a las invenciones más primitivas realizadas por los hombres de las cavernas en las primeras etapas de la humanidad. Elegir cualquier punto de inicio posterior es una restricción arbitraria de toda la historia. Podemos empezar la historia de la telegrafía sin hilos con Maxwell y Hertz, pero bien podemos remontarnos a los primeros experimentos con electricidad o a cualquier hazaña tecnológica que haya tenido que preceder necesariamente a la construcción de una cadena de radios. Todo esto no afecta en lo más mínimo a la verdad de que cada paso adelante lo realiza un individuo y no algún organismo impersonal mítico. No resta mérito a las contribuciones de Maxwell, Hertz y Marconi admitir que sólo pudieron hacerlas porque otros habían realizado previamente otras contribuciones.

Para explicar la diferencia entre el innovador y la aburrida masa de rutinarios que no pueden siquiera imaginar que pueda ser posible ninguna mejora, sólo tenemos que referirnos a un pasaje del libro más famoso de Engels.11[2] Aquí, en 1878, Engels anuncia apodícticamente que las armas militares están “ahora tan perfeccionadas que ya no es posible ningún progreso posterior de influencia revolucionaria”. Por tanto “todo progreso [tecnológico] posterior es, en conjunto, indiferente para la guerra en superficie. La época de evolución en este aspecto está esencialmente cerrada”.12[3] Esta complaciente conclusión muestra en qué consiste el logro del innovador: consigue lo que otra gente cree que es impensable e inviable.

10[1] Das Kapital, 1, 335, n. 89. 11[2] Herrn Eugen Diihrings Umwälzung der Wissenschaft, 7ª ed. Stuttgart, 1910. 12[3] Ibíd., pp. 176-177.

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A Engels, que se consideraba un experto en el arte de la guerra, le gustaba ilustrar sus doctrinas refiriéndose a estrategias y tácticas. Los cambios en las tácticas militares, decía, no las generan ingeniosos líderes militares. Son logros de los soldados que normalmente son más inteligentes que sus oficiales. Los solados las inventan a fuerza de instinto (instinktmässig) y las ponen en práctica a pesar de las reticencias de sus comandantes.13[4]

Toda doctrina que niegue al “mísero individuo solitario”14[5] cualquier papel en la historia debe finalmente adscribir los cambios y mejoras a la operación de los instintos. Tal y como lo ven quienes sostienen esas doctrinas, el hombre es un animal que tiene instinto para producir poemas, catedrales y aviones. La civilización es el resultado de una reacción inconsciente y no premeditada del hombre ante estímulos externos. Cada logro es la creación automática de un instinto con el que el hombre ha sido dotado especialmente para este fin. Hay tantos instintos como logros humanos. No es necesario entrar en un examen crítico de esta fábula inventada por gente impotente para desdeñar los logros de hombres mejores y apelar al resentimiento de los lerdos. Incluso basándose en esta doctrina provisional no puede negarse la distinción entre el hombre que ha escrito el libro El origen de las especies y aquéllos a quienes les ha faltado este instinto.

13[4] Ibíd., pp. 172-176. 14[5] Engels, Der Ursprung der Familie, des Privateigentums und des Staates (6ª ed. Stuttgart, 1894), p. 186.

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La acusación historicista al capitalismo

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 13 de octubre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4751.

[Extraído del capítulo 10 de Teoría e historia]

Las ideas del historicismo sólo pueden entenderse si se tiene en cuenta que sólo buscaban un fin: negar todo lo que la filosofía y economía social racionales habían establecido. En este objetivo, muchos historicistas no se arredraron ante cualquier absurdo. Así que a la afirmación de los economistas de que hay una inevitable escasez de factores dados por la naturaleza de los que depende el bienestar humano, oponen la fantasiosa idea de que hay abundancia. Lo que trae la pobreza y la necesidad, dicen, es la inadecuación de las instituciones sociales.

Cuando los economistas se referían al progreso, se fijaban en la condiciones desde el punto de vista de los fines que buscaban los hombres que actúan. No había nada metafísico en su concepto de progreso. La mayoría de los hombres quieren vivir y prolongar su vida; quieren estar sanos y evitar la enfermedad; quieren vivir confortablemente y no vivir al borde de la inanición. A los ojos de los hombres que actúan avanzar hacia esos objetivos significa mejorar, lo contrario significa empeorar. Este es el sentido de los términos “progreso” y “retroceso” aplicados por los economistas. En ese sentido, califican a una caída de la mortalidad infantil o al éxito en luchar contra el progreso de enfermedades infecciosas.

La cuestión no es si ese progreso hace feliz a la gente. Les hace más felices de que lo que habrían sido en caso contrario. La mayoría de las madres se sienten más felices si sus hijos sobreviven y la mayoría de la gente se siente más feliz sin tuberculosis que con ella. Viendo las cosas desde su personal punto de

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vista, Nietzsche expresaba sus recelos acerca de los “muchos demasiados”. Pero los que eran objeto de desprecio pensaban de forma diferente.

Al ocuparse de los medios a los que recurren los hombres en sus acciones, la historia, así como la economía, distingue entre los medios adecuados para alcanzar los fines buscados y los que no lo son. En este sentido, el progreso es la sustitución de métodos de acción menos apropiados por medios más apropiados. Al historicismo le molesta esta terminología. Todas las cosas son relativas y deben verse desde el punto de vista de su época, Aún así, ningún defensor del historicismo ha tenido la osadía de afirmar que el exorcismo haya sido alguna vez un medio para curar vacas enfermas.

Pero los historicistas son menos cautelosos al ocuparse de la economía. Por ejemplo, declaran que lo que enseña la economía acerca de los efectos del control de precios es inaplicable a las condiciones de la Edad Media. Las obras históricas de autores influidos por el historicismo son confusas precisamente por su rechazo de la economía.

Aunque destaquen que no quieren intentar juzgar el pasado bajo ningún patrón preconcebido, los historicistas de hecho intentan justificar las políticas de los “buenos viejos tiempos”. En lugar de aproximarse al tema de sus estudios con el mejor bagaje mental posible, confían en los cuentos de la pseudoeconomía. Se aferran a la superstición de que decretar y aplicar precios máximos por debajo de nivel de los precios potenciales que hubiera fijado el mercado no intervenido es un medio apropiado para mejorar las condiciones de los compradores. Omiten mencionar la evidencia documental del fracaso de la política del justiprecio y de sus efectos, que, desde el punto de vista de los gobernantes que recurrieron a ésta, eran más indeseables que el estado previo de cosas que estaba destinada a alterar.

Uno de los vanos reproches acumulados por los historicistas contra los economistas es su supuesta falta de sentido histórico. Los economistas, dicen, creen que habría sido posible mejorar las condiciones materiales de las épocas anteriores, con que sólo la gente estuviera familiarizada con las teorías de la economía moderna. Bueno, no cabe duda de que las condiciones del Imperio Romano se habrían visto considerablemente afectadas si los emperadores no

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hubieran recurrido al envilecimiento de la moneda y no hubieran adopta una política de precios máximos.

No es menos obvio que la penuria masiva en Asia fue causada por el hecho de que los gobiernos despóticos arruinaron desde su base todo intento de acumular capital. Los asiáticos, al contrario que los europeos occidentales, no desarrollaron un sistema legal y constitucional que hubiera ofrecido la oportunidad para una acumulación de capital a gran escala. Y la opinión pública, accionada por la vieja falacia de que la riqueza de un empresario es la causa de la pobreza de otros, aplaude siempre que los gobernantes confiscan las posesiones de los comerciantes de éxito.

Los economistas han sido siempre conscientes de que la evolución de las ideas es un proceso lento y que requiere tiempo. La historia del conocimiento es el relato de una serie de pasos sucesivos realizados por hombres que añaden cada uno algo a los pensamientos de sus predecesores. No sorprende que Demócrito de Abdera no desarrollara la teoría cuántica o que la geometría de Pitágoras y Euclides sea diferente de la de Hilbert. Nadie pensó nunca que un contemporáneo de Pericles podría haber creado la filosofía librecambista de Hume, Adam Smith y Ricardo y convertido a Atenas en un emporio del capitalismo.

No hay necesidad de analizar la opinión de muchos historicistas de que en el alma de algunas naciones las prácticas del capitalismo parecen tan repulsivas que nunca las adoptarán. Si existen esos pueblos, seguirán siendo pobres eternamente. Sólo hay un camino que lleve a la prosperidad y la libertad. ¿Puede algún historicista basándose en la experiencia histórica contestar a esta verdad?

No puede deducirse ninguna regla general acerca de los efectos de los diversos modos de acción o de instituciones sociales definidas a partir de la experiencia histórica. En este sentido es cierto el famoso dicho de que el estudio de la historia sólo puede enseñar una cosa, que es que no puede aprenderse nada de la historia. Podríamos por tanto estar de acuerdo con los historicistas en no prestar mucha atención al indiscutible hecho de que ningún pueblo ha llegado nunca a un estado satisfactorio de de bienestar y civilización sin la institución de la propiedad privada de los medios de producción. No es la historia, sino la

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economía, la que aclara nuestros pensamientos acerca de los efectos de los derechos de propiedad.

Pero debemos rechazar completamente el razonamiento, muy popular en muchos escritores del siglo XIX, de que el supuesto hecho de que la institución de la propiedad privada era desconocida en pueblos en estados primitivos de civilización sea un argumento válido a favor del socialismo. Habiendo empezado como precursores de una sociedad futura que eliminaría todo lo que sea insatisfactorio y transformará la tierra en un paraíso, muchos socialista, como Engels, se convirtieron prácticamente en defensores de un retorno a las condiciones supuestamente felices de una fabulosa edad de oro en un pasado remoto.

Nunca han advertido los historicistas que el hombre debe pagar un precio por cada logro. La gente paga un precio si cree que los beneficios derivados de la cosa adquirida superan las desventajas resultantes del sacrificio de otra cosa. Al ocuparse de esto, el historicismo adopta las ilusiones de la poesía romántica. Derrama lágrimas acerca de la desfiguración de la naturaleza por la civilización. ¡Qué bellos eran los intocados bosques virginales, las cascadas, las solitarias orillas antes de que la avaricia de la gente compradora arruinara su belleza! Los historicistas románticos pasan de puntillas por el hecho de que los bosques fueron talados para ganar terreno arable y las cascadas se utilizaron para producir electricidad y luz. No hay duda de que Coney Island era más idílica en los tiempos de los indios que hoy. Pero en su estado presente da a millones de neoyorquinos una posibilidad de refrescarse que no pueden obtener en otros lugares.

Es ocioso hablar de la magnificencia de la naturaleza virgen si no se tiene en cuenta lo que el hombre ha obtenido “desacralizando” la naturaleza. La maravillas de la tierra eran ciertamente espléndidas cuando los visitantes ponían de vez en cuando el pie en ellas. El tráfico de turistas comercialmente organizado las hizo accesibles a muchos. El hombre que piensa “¡Qué pena no estar solo en esta cumbre! Los intrusos no me dejan disfrutar”, no recuerda que él probablemente estaría allí si el negocio no hubiera proporcionado todos los medios necesarios.

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La técnica de la acusación historicista al capitalismo es realmente sencilla. Dan por hechos todos estos logros, pero le echan la culpa de la desaparición de algunos placeres que son incompatibles con él y de algunas imperfecciones que aún puedan desfigurar sus productos. Olvidan que la humanidad ha tenido que pagar un precio por sus logros, un precio pagado voluntariamente porque la gente creía que la ganancia obtenida, por ejemplo, la prolongación de la esperanza de vida, era algo más deseable.

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El rechazo de la economía

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 6 de octubre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4735.

[Extraído del capítulo 10 de Teoría e historia]

Tal y como lo ve el historicismo, el error esencial de la economía consiste en su suposición de que el hombre es invariablemente egoísta y busca exclusivamente el bienestar material.

De acuerdo con Gunnar Myrdal, la economía afirma que las acciones humanas están “únicamente motivadas por intereses económicos” y considera como intereses económicos “el deseo de mayores ingresos y menores precios y además, tal vez, la estabilidad de ingresos y empleo, tiempo razonable de ocio y un entorno propicio para su uso satisfactorio, buenas condiciones de trabajo, etc.” Esto, dice, es un error. Uno no debe relatar las motivaciones humanas registrando simplemente intereses económicos. Lo que determina realmente la conducta humana no son sólo los intereses, sino las actitudes. “actitud significa la disposición emocional de una persona o grupo a responder de cierta manera a situaciones reales o potenciales”. Hay “afortunadamente mucha gente cuyas actitudes no son idénticas a sus intereses”.15[1]

Ahora, la afirmación de que la economía siempre mantuvo que los hombres únicamente están motivados por la búsqueda de salarios más altos y preciso más bajos es falsa. A causa de su fracaso en desentrañar la aparente paradoja de concepto del valor uso, los economistas clásicos y sus epígonos no

15[1] Gunnar Myrdal, The Political Element in the Development of Economic Theory, (Cambridge, Harvard University Press, 1954), pp. 199-200. Publicado en España como El elemento político en el desarrollo de la teoría económica (Madrid: Gredos, 1967).

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pudieron ofrecer una interpretación satisfactoria de la conducta de los consumidores. Prácticamente se ocuparon sólo de la conducta de los empresarios que servían a los consumidores y para quienes las valoraciones de sus clientes eran el patrón definitivo.

Cuando se referían al principio de comprar en el mercado más barato y venderlo en el preferido, estaban tratando de interpretar las acciones del empresario en su aspecto de proveedor de los compradores, no en su aspecto de consumidor y gastador de su propio ingreso. No entraban en el análisis de los motivos que impulsaban a los consumidores individuales a comprar y consumir. Así que no investigaban si las personas sólo trataban de llenar sus panzas o si también gastaban con otros fines, por ejemplo, para cumplir con las que consideraban sus obligaciones éticas y religiosas. Cuando distinguían entre motivos puramente económicos y otros, los economistas clásicos se referían solamente al lado adquisitivo del comportamiento humano. Nunca pensaron en negar que la gente actúe de acuerdo con otros motivos.

La aproximación de la economía clásica parece muy insatisfactoria desde el punto de vista de la moderna economía subjetiva. La economía moderna rechaza como completamente falso el argumento señalado para la justificación epistemológica de los métodos clásicos por sus últimos seguidores, especialmente John Stuart Mill. De acuerdo con esta defectuosa apología, la economía pura sólo se ocupa del aspecto “económico” de las operaciones de la humanidad, sólo con el fenómeno de la producción de riqueza “en la medida en que esos fenómenos no se ven modificados por la búsqueda de cualquier otro objeto”. Pero, dice Mill, con el fin de ocuparse adecuadamente de la realidad, “el escritor didáctico sobre el asunto combinará naturalmente en su exposición, con la verdad de la ciencia pura, tantas modificaciones prácticas como sean, a su juicio, más propicias para la utilidad de su obra”.16[2] Esto ciertamente destroza la afirmación de Myrdal, en lo que se refiere a la economía clásica.

La economía moderna retrotrae todas las acciones humanas a los juicios de valor de los individuos. Nunca ha sido tan tonta, como le acusa Myrdal, como

16[2] John Stuart Mill, Essays on Some Unsettled Questions of Political Economy (3ª ed. London, 1877), pp. 140-141.

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para creer que todo lo que quiere la gente sean salarios más altos y precios más bajos. Contra esta crítica injustificada que ha sido repetida cientos de veces, Böhm-Bawerk, ya en su primer contribución a la teoría del valor y luego una y otra vez, destacaba explícitamente que el término “bienestar” (Wohlfahrtszwecke), tal y como lo usa en la exposición de la teoría del valor no se refiere sólo a preocupaciones comúnmente calificadas como egoístas, sino que comprende todo lo que parece a una persona como deseable y digno de alcanzar (erstrebenswert).17[3]

Al actuar, el hombre prefiere unas cosas a otra y elige entre varios modos de conducta. El resultado del proceso mental que hace que un hombre prefiera una cosa a otra se llama un juicio de valor. Al hablar de valor y valoraciones, la economía se refiere a esos juicios de valor, sea cual sea su contenido. Es irrelevante para la economía, hasta ahora la parte mejor desarrollada de la praxeología, si un individuo busca como miembro de un sindicato salarios más altos o como un santo el mejor cumplimiento de sus obligaciones religiosas. El hecho “institucional” de que la mayoría de la gente quiere obtener más bienes tangibles es un dato de la historia económica, no un teorema de economía.

Todas las ramas del historicismo (las escuelas históricas alemana y británica de ciencias sociales, el institucionalismo estadounidense, los seguidores de Sismondi, Le Play y Veblen y muchas sectas “no ortodoxas” similares) rechazan enfáticamente la economía. Pero sus escritos están llenos de inferencias realizadas a partir de proposiciones generales acerca de los efectos de distintos modos de actuar. Por supuesto, es imposible ocuparse de cualquier problema “institucional” o histórico sin referirse a esas proposiciones generales. Todo informe histórico, no importa si su tema son las condiciones y acontecimientos de un pasado o remoto o de ayer, se basa inevitablemente en un tipo definido de teoría económica. Los historicistas no eliminan el razonamiento económico de sus tratados. Al rechazar una doctrina económica que no les gusta, recurren a ocuparse de los acontecimientos con doctrinas falsas, rechazadas hace tiempo por los economistas.

17[3] Böhm-Bawerk, „Grundzüge der Theorie des wirtschaftlichen Güterwerts“, Jahrbücher fiir Nationalökonomie und Statistik, N.F., 13 (1886), 479, n. 1; Kapital und Kapitalzins (3ª ed. Innsbruck, 1909), 2, 316–17, n. 1.

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Los teoremas de la economía, dicen los historicistas, son nulos porque son el producto de un razonamiento a priori. Sólo la experiencia histórica puede llevar a una economía realista. No ven que la experiencia histórica es siempre una experiencia de fenómenos complejos, de los efectos conjuntos producidos por la operación de una multiplicidad de elementos. Esa experiencia histórica no da a los investigadores hechos en el sentido en que las ciencias naturales aplican este término a los resultados obtenidos en experimentos de laboratorio, (La gente que llama a sus despachos, estudios y bibliotecas “laboratorios para investigar en economía, estadística o ciencias sociales, son están completamente confundidos). Los hechos históricos tienen que ser interpretados basándose en teoremas previamente disponibles. No se comentan por sí mismos.

El antagonismo entre economía e historicismo no afecta a los hechos históricos. Afecta a la interpretación de los hechos. Al investigar y narrar hechos un experto puede ofrecer una contribución valiosa a la historia, pero no contribuye al aumento y perfección del conocimiento económico.

Refirámonos de nuevo a la repetida proposición de que lo que los economistas llaman leyes económicas son simplemente principios que gobiernan las condiciones bajo el capitalismo y no valen para una sociedad organizada de forma diferente, especialmente no para la venidera gestión socialista de los asuntos. Tal y como lo ven estos críticos, son sólo los capitalistas con su codicia los que se preocupan por los costes y de los beneficios. Una vez que la producción para uso sustituya a la producción para beneficio, las categorías de costes y beneficios dejarán de tener sentido. El error primario de la economía consiste en considerar éstas y otras categorías como principios eternos determinando la acción de cualquier tipo de condiciones institucionales.

Sin embargo, el coste es un elemento en cualquier tipo de acción humana, sean cuales sean las características particulares del caso particular. El coste es el valor de aquellas cosas a las que renuncia el actor para obtener lo que quiere obtener, es el valor que atribuye a la satisfacción más urgentemente deseada de entre las satisfacciones que no puede obtener porque preferiría otra. Es el precio pagado por algo. Si un joven dice “Este examen me cuesta un fin de semana con amigos en el campo”, quiere decir: “Si no hubiera escogido

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preparar mi examen, habría empleado este fin de semana con amigos en el campo”. Las cosas que no cuesta ningún sacrificio obtener no son bienes económicos sino bienes gratuitos y por tanto no objeto de ninguna acción. La economía no se ocupa de ellos. El hombre no tiene que elegir entre ellos y otras satisfacciones.

El beneficio es la diferencia entre el mayor valor del bien obtenido y el menor valor de bien sacrificado para su obtención. Si la acción, debido a torpeza, error, un cambio no previsto en las condiciones u otras circunstancias, hace que el actor obtenga algo a lo que da un valor menor al del precio pagado, la acción genera una pérdida. Como la acción invariablemente se dirige a sustituir un estado de cosas de un estado que el actor considera menos satisfactorio a un estado que considera más satisfactorio, la acción siempre se dirige al beneficio y nunca a la pérdida.

Esto es válido no sólo para las acciones de los individuos en una economía de mercado pero no menos para las acciones del director económico de una sociedad socialista.

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Positivismo y conductivismo

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 20 de octubre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4607.

[Extraído del capítulo 11 de Teoría e historia]

Lo que diferencia el ámbito de las ciencias naturales de las ciencias de la acción humana es el sistema categórico al que recurre cada una para interpretar fenómenos y construir teorías. Las ciencias naturales no saben nada acerca de causas finales; la investigación y teorización se ven completamente guiados por la categoría de la causalidad. El campo de las ciencias de la acción humana es la órbita del propósito y de la búsqueda consciente de fines; es teleológico.

El hombre primitivo recurrió a ambas categorías y a ellas se recurre hoy en día en el pensamiento y la acción diaria. Las habilidades y técnicas más sencillas implican conocimiento obtenido por investigación rudimentaria de la causalidad. Allí donde la gente no sabe cómo buscar la relación de causa y efecto, buscan una interpretación teleológica. Inventan dioses y demonios a cuya voluntad de acción atribuyen ciertos fenómenos. Un dios mandaba rayos y truenos. Otro dios, irritado por algunos actos de los hombres, mataba a los pecadores con flechas. El mal de ojo hace estériles a las mujeres y seca a la vacas.

Esas creencias generaban métodos definidos de acción. Conductas que agradaran a la divinidad, ofrecimiento de sacrificios y oración eran considerados medios apropiados para apaciguar la ira de la divinidad y evitar su revancha; se empleaban ritos mágicos para neutralizar la brujería. Lentamente la gente llegó a aprender que los hechos meteorológicos, la enfermedad y las plagas son fenómenos naturales y que los pararrayos y los antisépticos ofrecen una protección eficaz mientras que los ritos mágicos son

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inútiles. Sólo en la era moderna las ciencias naturales sustituyeron el finalismo por la investigación causal en todos sus campos.

Los maravillosos logros de las ciencias naturales experimentales llevaron a la emergencia de una doctrina metafísica materialista, el positivismo. El positivismo niega categóricamente que cualquier campo de investigación esté abierto a la investigación teleológica. Los métodos experimentales de las ciencias naturales son los únicos métodos apropiados para cualquier tipo de investigación. Sólo éstos son científicos, mientras que los métodos tradicionales de las ciencias de la acción humana son metafísicos, es decir, en la terminología del positivismo, supersticiosos y espurios. El positivismo enseña que la tarea de la ciencia es exclusivamente la descripción e interpretación de la experiencia sensible. Rechaza la introspección de la psicología, así como todas las disciplinas históricas. Es especialmente fanático en su condena de la economía.

Auguste Comte, en modo alguno el fundador del positivismo, sino simplemente el inventor de su nombre, sugería como sustituto de los métodos tradicionales de ocuparse de la acción humana una nueva rama de la ciencia, la sociología. La sociología debería ser una física social, conformada de acuerdo con el patrón epistemológico de la mecánica de Newton.

El plan era tan superficial e impracticable que no se hizo ningún intento serio por materializarlo. La primera generación de seguidores de Comte se inclinó en su lugar por lo que creían ser la interpretación biológica y orgánica de los fenómenos sociales. Se contentaban con un leguaje metafórico y discutían con bastante seriedad problemas como qué para del “cuerpo” social debía clasificarse como “sustancia intercelular”. Cuando se hizo evidente el absurdo de este biologismo y organicismo, los sociólogos abandonaron completamente las ambiciosas pretensiones de Comte. Ya no hubo ninguna cuestión de descubrir a posteriori leyes del cambio social. Se pusieron bajo la etiqueta de la sociología diversos estudios históricos, etnográficos y psicológicos. Muchas de estas publicaciones fueron diltantescas y confusas; algunas son contribuciones aceptables a varios campos de la investigación histórica.

Por otro lado, no tenían ningún valor los escritos de quienes calificaban como sociología sus efusiones metafísicas arbitrarias acerca del recóndito

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significado y fin del proceso histórico que había sido previamente llamado filosofía de la historia. Así, Émile Durkheim y su escuela revivieron bajo la apelación a la mente grupal el viejo fantasma del romanticismo y la escuela alemana de jurisprudencia histórica, la Volkgeist.

A pesar de este manifiesto fracaso del programa positivista, había aparecido un movimiento neopositivista. Éste repite obstinadamente todas las falacias de Comte. A estos escritores les inspira el mismo motivo que inspiró a Comte. Les mueve un peculiar aborrecimiento de la economía de mercado y su corolario político: el gobierno representativo, la libertad de pensamiento, expresión y prensa. Defienden el totalitarismo, la dictadura y la opresión implacable de todos los disidentes, dando, por supuesto, por descontado que ellos y sus íntimos amigos ostentarán el cargo supremo y el poder de silenciar a todos los oponentes.

Comte defendía sin pudor la supresión de todas las doctrinas que le desagradaban. El más entrometido defensor del programa neopositivista respecto de las ciencias de la acción humana fue Otto Neurath, quien, en 1919, era uno de los principales líderes del breve régimen soviético de Munich y luego cooperó brevemente en Moscú con la burocracia de los bolcheviques.18[1] Sabiendo que no podían aportar ningún argumento sostenible contra la crítica económica de sus planes, estos apasionados comunistas trataron de desacreditar a la economía desde una base completamente epistemológica.

Las dos grandes variedades del ataque neopositivista a la economía son el panfisicalismo y el conductismo. Ambas afirman sustituir el tratamiento teleológico (que declaran no científico) de la acción humana por un tratamiento puramente causal.

El panfisicalismo enseña que los procedimientos de la física son el único método científico para todas las ramas de la ciencia. Niega que exista ninguna diferencia esencial entre las ciencias naturales y las de la acción humana. Esta

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negación subyace al lema panfisicalista de la “ciencia unificada”. La experiencia sensible que transmite al hombre esta información acerca de los acontecimientos físicos, también le proporciona toda la información acerca del comportamiento de sus congéneres.

El estudio de la forma en que sus iguales reaccionan a los distintos estímulos no difiere esencialmente del estudio en que reaccionan otros objetos. El lenguaje de la física es el lenguaje universal de todas las ramas del conocimiento, sin excepción. Lo que no pueda expresarse en el lenguaje de la física es un sinsentido metafísico. Es una pretensión arrogante del hombre creer que su papel en el universo es distinto del de otros objetos. A los ojos del científico, todas las cosas son iguales. Todo comentario sobre conciencia, volición y búsqueda de fines es algo vacío. El hombre es sólo uno de los elementos del universo. La ciencia aplicada de la física, la ingeniería social, puede ocuparse del hombre de la misma forma que la tecnología se ocupa del cobre o el hidrógeno.

El panfisicalista podría admitir al menos una diferencia esencial entre el hombre y el objeto de la física. Las piedras y átomos no reflejan nada acerca de su propia naturaleza, propiedades y comportamiento ni sobre los del hombre. No operan ni sobre sí mismos ni sobre el hombre. El hombre es diferente al menos en la medida en que es un físico y un ingeniero. Es difícil concebir cómo podría alguien ocuparse de las actividades de un ingeniero sin darse cuenta de que elige entre distintas líneas posibles de conducta y se centra en lograr fines concretos. ¿Por qué construye un puente en lugar de un ferry? ¿Por qué construye un puente con una capacidad de diez toneladas y otro con una capacidad de veinte? ¿Por qué intenta construir puentes que no se derrumben? ¿O es sólo un accidente que la mayoría de los puentes no se derrumben?

Si uno elimina del tratamiento de la acción humana la idea de la búsqueda consciente de fines concretos, debe reemplazarlo por la idea (realmente metafísica) de que una instancia sobrehumana dirige a los hombres, independientemente de su voluntad, hacia un objetivo predestinado: que lo que puso en marcha al constructor de puentes fue un plan preordenado de Geist o las fuerzas materiales productivas que los hombres mortales están obligados a ejecutar.

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Decir que el hombre reacciona a los estímulos y se ajusta a las condiciones de su entorno no ofrece una respuesta satisfactoria. Ante el estímulo ofrecido por el Canal de la Mancha alguna gente ha reaccionado quedándose en casa; otros lo han cruzado con barcos a remos, a vela, a vapor o, en tiempos modernos, simplemente nadando. Algunos lo cruzan en aviones, otros hacen planes para hacer un túnel. Es inútil adscribir las diferencias de reacción atendiendo a circunstancias como el estado del conocimiento tecnológico y la oferta de trabajo y bines de capital. Estas otras condiciones también son de origen humano y sólo pueden explicarse recurriendo a métodos teleológicos.

La aproximación del conductivismo es en algunos aspectos distinta de la del panfisicalismo, pero recuerda a éste en su inútil intento de ocuparse de la acción humana sin referencia a la conciencia y a la búsqueda de fines. Baja su razonamiento en la palabra “ajuste”. Como cualquier otro ser, el hombre se ajusta a las condiciones de su entorno. Pero el conductivismo no consigue explicar por qué la gente se ajusta a las mismas condiciones de formas distintas. ¿Por qué algunas personas huyen de la agresión violenta mientras otras la resisten? ¿Por qué los pueblos de Europa occidental se ajustan a la escasez de todas las cosas de las que depende el bienestar humano de una forma diferente a la de los orientales?

El conductivismo propone estudiar el comportamiento humano de acuerdo con métodos desarrollados por la psicología animal e infantil. Busca investigar reflejos e instintos, automatismos y reacciones inconscientes. Pero no nos ha dicho nada acerca de los reflejos que han construido catedrales, ferrocarriles y fortalezas, los instintos que han producido filosofías, poemas y sistemas legales, los automatismos que han hecho que crezcan y caigan imperios, las reacciones inconscientes que dividen a los átomos. El conductivismo quiere observar el comportamiento humano desde fuera y considerarlo simplemente como una reacción a una situación definida. Evita puntillosamente cualquier referencia a significado y propósito. Sin embargo, una situación no puede describirse sin analizar el sentido que el hombre afectado encuentra en ella. Si evitamos ocuparnos de este significado, olvidamos el factor fundamental que determina decisivamente el modo de reacción. Esta reacción no es automática, sino que depende totalmente de la interpretación y los juicios de valor de la persona, que pretende alcanzar, si es posible, una situación que prefiere al estado de cosas que prevalecería si no interfiriera. ¡Pensemos en un

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conductivista describiendo la situación que produce una oferta de venta sin referir al significado que cada parte asocia a ella!

De hecho, el conductivismo eliminaría el estudio de la acción humana y lo sustituiría por la fisiología. Los conductivistas nunca tuvieron éxito en aclarar la diferencia entre fisiología y conductivismo. Watson declaraba que la fisiología estaba “particularmente interesada en el funcionamiento de partes del animal (…) El conductivismo, por otro lado, aunque está intensamente interesado en todo el funcionamiento de estas partes, está intrínsecamente interesado en lo que hará todo el animal”.19[2] Sin embargo, fenómenos fisiológicos como la resistencia del cuerpo a la infección o el crecimiento y envejecimiento de un individuo sin duda no pueden calificarse como comportamiento de las partes. Por otro lado, si alguien quiere calificar como comportamiento de todo el animal humano un gesto como el movimiento de un brazo (ya sea para golpear o para acariciar), la idea sólo puede ser que ese gesto no puede imputarse a ninguna parte separada del ser.

¿Pero qué a otra cosa debe imputarse este algo sino al significado e intención del actor o a esa cosa innombrada de la que se origina el significado y la intención? El conductivismo afirma que intenta predecir el comportamiento humano. Pero es imposible predecir la reacción de un hombre abordado por otro con las palabras “eres una rata” sin referirse al significado que el hombre aludido atribuya al calificativo.

Ambas variedades de positivismo renuncian a reconocer el hecho de que los hombres buscan conscientemente fines concretos. Tal y como lo ven, todos los eventos deben interpretarse en la relación de estímulo y respuesta y no hay posibilidad de investigar las causas finales. Contra este rígido dogmatismo es necesario destacar que el rechazo de finalismo al ocuparse de los acontecimientos fuera de la esfera de la acción humana se impone a la ciencia sólo por la insuficiencia de la razón humana. Las ciencias naturales deben evitar ocuparse de las causas finales porque son incapaces de descubrir ninguna causa final, no porque no puedan probar que no opere ninguna causa

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final. El conocimiento de la interconexión de todos los fenómenos y de la regularidad en su concatenación y secuencia, y el hecho de que la investigación sobre la causalidad funcione y haya agrandado el conocimiento humano, no concluye perentoriamente la suposición de que las causas finales operen en el universo.

La razón para el olvido de las causas finales por las ciencias naturales y su exclusiva preocupación por la investigación de la causalidad es que este método funciona. Los artefactos diseñados de acuerdo con las teorías científicas funcionan como predijeron las teorías y por tanto ofrecen una verificación pragmática de su corrección. Por otro lado, los dispositivos mágicos no cumplieron con las expectativas y no atestiguaron la visión mágica del mundo.

Es evidente que también es imposible demostrar satisfactoriamente mediante razonamiento que el alter ego sea un ser que se dirija conscientemente hacia un fin. Pero puede aventurarse la misma prueba pragmática a favor del uso exclusivo de métodos teleológicos en el campo de la acción humana. Funciona, mientras que la idea de ocuparse de los hombres como si fueran piedras o ratones no lo hace. Funciona no sólo en la búsqueda de conocimiento y teorías sino igualmente en la práctica diaria.

El positivista llega a este punto de vista furtivamente. Niega a sus congéneres la facultad de elegir fines y medios para alcanzarlos, pero al mismo tiempo afirma para sí, la capacidad de elegir conscientemente entre diversos métodos de procedimiento científico. Cambia su base tan pronto como aprecia problemas de ingeniería, ya sea tecnológica o “social”. Diseña planes y políticas que no pueden interpretarse como meras reacciones automáticas a los estímulos. Quiere privar a todos sus congéneres del derecho a actuar con el fin de reservarse ese privilegio sólo a sí mismo. Es un dictador virtual.

Como nos dicen los conductivistas, se puede pensar en el hombre como “una máquina orgánica ensamblada lista para funcionar”.20[3] Olvida el hecho de

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que mientras que las máquinas funcionan de la forma en que las hacen funcionar ingenieros y operadores, los hombres funcionan espontáneamente aquí y allá. “Al nacer, nos infantes humanos, independientemente de su herencia, son tan iguales como los automóviles Ford”.21[4] Partiendo de esta falsedad manifiesta, el conductivista propone operar el “Ford humano” de la misma forma que el operario conduce su coche. Actúa como si fuera propietario de la humanidad y fuera llamado a controlarla y darle forma de acuerdo con sus propios designios. Pues él está por encima de la ley, es el gobernante de la humanidad enviado por Dios.22[5]

Como el positivismo no explica filosofías y teorías y los planes y políticas derivados de ellas, en términos del esquema de estímulo-respuesta, se derrota así a sí mismo.

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La diferencia entre historia y filosofía de la historia

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 15 de septiembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4557.

[Extraído del capítulo 8 de Teoría e historia]

Antes del siglo XVIII, la mayoría de las disertaciones referidas a la historia humana en general (y no meramente a una experiencia histórica concreta) interpretaban la historia desde un punto de vista de una filosofía de la historia concreta. Esta filosofía rara vez se definía y particularizaba claramente. Sus principios se daban por sabidos y se aplicaban al comentar los acontecimientos.

Sólo en la era de la Ilustración algunos filósofos eminentes abandonaron los métodos tradicionales de filosofía de la historia y dejaron de reflexionar acerca del propósito oculto de la providencia al dirigir el curso de los acontecimientos. Inauguraron una nueva filosofía social, completamente distinta de lo que se llama filosofía de la historia. Observaban los acontecimientos humanos desde el punto de vista de los fines que buscan los hombres que actúan, en lugar de desde el punto de vista de los planes atribuidos a Dios o a la naturaleza.

La significación de este cambio radical en la visión ideológica puede verse mejor refiriéndose al punto de vista de Adam Smith. Pero para analizar la ideas de Smith antes debemos referirnos a Mandeville.

Los antiguos sistemas éticos eran casi unánimes en la condena del interés propio. Estaban dispuestos a considerar perdonable el interés propio de los destripaterrones y a menudo trataban de excusar e incluso glorificar la codicia de los reyes por el engrandecimiento. Pero eran muy firmes en su desaprobación de las ansias de bienestar y riquezas de otra gente. Refiriéndose al Sermón de la Montaña, exaltaban la autonegación y la indiferencia con

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respecto a los tesoros que se convierten en polvo y orín y calificaban al propio interés como un vicio reprensible.

Bernard de Mandeville en su Fábula de las abejas trató de desacreditar esta doctrina. Apuntaba que el propio interés y el deseo del bienestar material. Comúnmente estigmatizados como vicios, eran en realidad los incentivos cuya operación genera bienestar, prosperidad y civilización.

Adam Smith adoptó esta idea. No era el objeto de sus estudios desarrollar una filosofía de la historia de acuerdo con el patrón tradicional. No afirmaba haber adivinado los objetivos que la providencia ha establecido para la humanidad y que pretende alcanzar dirigiendo las acciones humanas. Se abstenía de cualquier afirmación referida al destino de la humanidad y de cualquier pronóstico acerca del ineluctable fin del cambio histórico. Simplemente quería determinar y analizar los factores que habían sido decisivos en el progreso del hombre desde las apuradas condiciones de las edades antiguas a las condiciones más satisfactorias de su propia época.

Fue desde este punto de vista desde el que destacó el hecho de que “cada parte de la naturaleza, cuando se examina atentamente, demuestra por igual el cuidado providencial de su Autor” y que “podemos admirar la sabiduría y bondad de Dios, incluso en la debilidad y locura de los hombres”. Los ricos, buscando la “gratificación de su propia vanidad y sus deseos insaciables”, se ven “movidos por una mano invisible” de tal forma que “sin pretenderlo, sin saberlo, atiende al interés de la sociedad y proporciona medios para la multiplicación de las especies”.

Al creer en la existencia de Dios, Smith no podía sino remontar todas las cosas terrenales a él y a su cuidado providencial, igual que posteriormente el católico Frédéric Bastiat habló del dedo de Dios. Pero al referirse de esta forma a Dios ninguno de ellos pretendía hacer ninguna afirmación acerca de los fines que puede querer realizar Dios en la evolución histórica. Los fines de los que se ocupan en sus escritos son aquéllos a los que se dirigen los hombres que actúan, no la providencia. La armonía preestablecida a la que aludían no afectaba a sus principios epistemológicos y los métodos de su razonamiento. Eran simplemente un medio ideado para reconciliar los procedimientos puramente seculares y mundanos, que aplicaban en sus trabajos científicos,

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con sus creencias religiosas. Seguían en este proceso a astrónomos, físicos y biólogos piadosos que habían recurrido a él sin desviarse en su investigación de los métodos empíricos de las ciencias naturales.

Lo que le hacía necesario para Adam Smith buscar esa reconciliación era el hecho de que (como Mandeville antes que él) no podía librarse de los patrones y la terminología de la ética tradicional, que condenaba como vicio el deseo de un hombre de mejorar sus propias condiciones materiales. En consecuencia, afrontaba una paradoja. ¿Cómo podía ser que las acciones a las que comúnmente se acusaba de viciosas generaran efectos comúnmente alabados como beneficiosos?

Los filósofos utilitarios descubrieron la respuesta correcta. Lo que genera beneficios no debe rechazarse como moralmente malo. Sólo las acciones malas producen resultados malos. Pero el punto de vista utilitario no prevaleció. La opinión pública sigue anclada en las ideas anteriores a Mandeville. No aprueba el éxito de un empresario en proporcionar a los clientes la mercancía que se adapta mejor a sus deseos. Mira con recelo la riqueza adquirida en e comercio y la industria y sólo la encuentra perdonable si el propietario la expía financiando instituciones de caridad.

Para los historiadores y economistas agnósticos, ateos y antiteístas no hay necesidad de referirse a la mano invisible de Smith y Bastiat. Los historiadores y economistas cristianos que rechazan el capitalismo como sistema injusto consideran blasfemo describir el egoísmo como un medio que la providencia ha elegido con el fin de alcanzar sus fines. Así que las opiniones teológicas de Smith y Bastiat ya no tienen ningún significado en nuestra época. Pero no es imposible que las iglesias y sectas cristianas un día descubran que la libertad religiosa sólo puede alcanzarse en una economía de mercado y dejen de apoyar tendencias anticapitalistas. Entonces dejarán de desaprobar el propio interés o volverán a la solución sugerida por estos eminentes pensadores.

Igual de importante que apreciar la distinción esencial entre la filosofía de la historia y la nueva filosofía social puramente mundana que se desarrolló en el siglo XVIII en adelante es la consciencia de la diferencia entre la doctrina de las etapas implícita en casi toda filosofía de la historia y los intentos de los

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historiadores por dividir la totalidad de los acontecimientos históricos en varios periodos o edades.

En el contexto de una filosofía de la historia, los distintos estados o etapas son, como ya se ha mencionado, estaciones intermedias en el camino hacia una etapa final que completará totalmente el plan de la providencia. Par muchas filosofías cristianas de la historia, el patrón fue establecido por los cuatro reinos del Libro de Daniel. Las filosofías modernas de la historia tomaron de Daniel la idea de la etapa final de los asuntos humanos, la idea de un “un dominio eterno, que no morirá”.23[1] Aunque Hegel, Comte y Marx pueden discrepar con Daniel y entre sí, todos aceptarán esta idea, que es un elemento esencial en toda filosofía de la historia. Anunciarán o bien que se ha llegado a la etapa final (Hegel), o que la humanidad esta entrando en ella (Comte) o que su llegada se espera cada día (Marx).

Las edades de la historia como las distinguen los historiadores son de un carácter diferente. Los historiadores no afirman conocer nada acerca del futuro. Se ocupan sólo del pasado. Sus esquemas de periodización se dirigen a clasificar los fenómenos históricos sin ninguna presunción de predecir los acontecimientos futuros. La disposición de muchos historiadores a ajustar la historia en general o campos concretos (como la historia económica o social o la historia de la guerra) en subdivisiones artificiales ha tenido serios inconvenientes. Ha sido un hándicap en lugar de una ayuda al estudio de la historia. Se ha visto a menudo influida por la parcialidad política. Los historiadores modernos están de acuerdo en prestar poca atención a esos esquemas periódicos. Pero lo que nos importa es simplemente establecer el hecho de que el carácter epistemológico de la periodización de la historia por los historiadores es diferente de los esquemas de etapas de la filosofía de la historia.

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Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.

Este artículo está extraído del capítulo 8 de Teoría e historia.

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El dogma colectivista

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 3 de noviembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4770.

[Extraído del capítulo 11 de Teoría e historia]

La filosofía colectivista moderna es un burdo retoño de la vieja doctrina del realismo conceptual. Se ha separado del antagonismo filosófico general entre realismo y nominalismo y apenas presta atención alguna al continuo conflicto entre las dos escuelas. Es una doctrina política y como tal emplea una terminología que es aparentemente distinta de la usada en los debates escolásticos respecto de los universales, así como de la del neorrealismo contemporáneo. Pero el núcleo de sus enseñanzas no difiere del de los realistas medievales. Atribuye al objetivo de los universales, la existencia real, incluso una existencia superior a la de los individuos, a veces incluso negando de plano la existencia autónoma de los individuos, la única existencia real.

Lo que distingue al colectivismo del realismo conceptual como lo enseñan los filósofos no es el método de aproximación sino las tendencias políticas implicadas. El colectivismo transforma la doctrina epistemológica en una reclamación ética. Dice a la gente lo que tendría que hacer. Distingue entre la verdadera entidad colectiva a la que la gente debe lealtad y las falsas pseudo entidades acerca de las cuales no tendrían que preocuparse en absoluto. No hay una ideología colectivista uniforme, sino muchas doctrinas colectivistas. Cada una de ellas ensalza una entidad colectiva distinta y reclama que toda la gente decente se someta a ella. Cada secta adora a su propio ídolo y es intolerante con todos los ídolos rivales. Todas ordenan total sometimiento del individuo; todas son totalitarias.

El carácter particularista de las distintas doctrinas colectivistas podría ignorarse fácilmente porque generalmente empieza con la oposición entre

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sociedad en general e individuos. En esta antítesis aparece sólo un colectivo que comprende a todos los individuos. Por tanto no puede aparecer ninguna rivalidad entre una multitud de entidades colectivas. Pero en el posterior desarrollo del análisis se sustituye imperceptiblemente la imagen omnicomprensiva de la única gran sociedad por un colectivo concreto.

Examinemos primero el concepto de sociedad en general.

Los hombres cooperan entre sí. La totalidad de las relaciones humanas engendradas por esa cooperación se llama sociedad. La sociedad no es un ente en sí mismo. Es un aspecto de la acción humana. No existe o vive fuera de la conducta de la gente. Es una orientación de la acción humana. La sociedad no piensa ni actúa. Los individuos al pensar y actuar constituyen un complejo de relaciones y hechos que se califican como relaciones y hechos sociales.

El asunto se ha hecho confuso por una metáfora aritmética. La gente se pregunta ¿es la sociedad simplemente una suma de individuos o es más que eso y por tanto una entidad dotada de una realidad independiente? La pregunta no tiene sentido. La sociedad no es la suma de los individuos, ni más ni menos. Los conceptos aritméticos no pueden aplicarse a esta materia.

Otra conclusión aparece de la no menos vacía cuestión de si la sociedad es, en lógica y tiempo, anterior o no a los individuos. La evolución de la sociedad y la de la civilización no fueron dos procesos distintos, sino uno y el mismo. El paso biológico de una especie de primates más allá del nivel de una mera existencia animal y su transformación en hombres primitivos ya implicaba el desarrollo de los primeros rudimentos de cooperación social. El homo sapiens no aparecía en las primeras etapas ni como un buscador de comida solitario ni como miembro de un tropel gregario, sino como un ser conscientemente cooperante con otros seres de su mismo tipo. Sólo en la cooperación con sus iguales podía desarrollar un lenguaje, la herramienta indispensable del pensamiento. No podemos siquiera imaginar a un ser razonable viviendo en perfecto aislamiento y sin cooperar al menos con miembros de su familia, clan o tribu. El hombre como hombre es necesariamente un animal social. Una característica esencial de su naturaleza es algún tipo de cooperación. Pero la consciencia de este hecho no justifica ocuparse de las relaciones sociales como si fueran algo distinto que relaciones o de la sociedad como si fuera una

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entidad independiente fuera o por encima de las acciones de los hombres individuales.

Finalmente tenemos las tergiversaciones causadas por la metáfora orgánica. Podemos comparar a la sociedad con un organismo biológico. La tertium comparationis es el hecho de la división del trabajo y la cooperación existen entre las distintas partes de un cuerpo biológico igual que entre los distintos miembros de la sociedad. Pero la evolución biológica que resultó de la aparición de los sistemas de estructura-función de cuerpos de plantas y animales era un proceso puramente fisiológico en el que no puede descubrirse ningún rastro de actividad consciente por parte de las células. Por otro lado, las sociedad humana es un fenómeno intelectual y espiritual. Al cooperar con sus congéneres, los individuos no se despojan de su individualidad. Mantienen el poder de actuar antisocialmente y a menudo hacen uso de éste. A cada célula se le asigna invariablemente su lugar en la estructura del cuerpo en que se integra. Pero los individuos escogen espontáneamente la forma en que se integran en la cooperación social. Los hombres tienen ideas buscan fines elegidos, mientras que las células y órganos del cuerpo carecen de esa autonomía.

La psicología de la Gestalt rechazada apasionadamente la doctrina psicológica del asociacionismo. Ridiculiza la idea de “un mosaico sensorial que nadie ha observado nunca” y enseña que “el análisis, si quiere revelar el universo en su totalidad, tiene que detenerse ante las totalidades, sea cual sea su tamaño, que posean realidad funcional”.24[1] Independientemente de que lo que pueda pensarse acerca de la psicología de la Gestalt, es evidente que no hace ninguna referencia a los problemas de la sociedad. Es manifiesto que nadie a observado nunca a la sociedad como un todo. Lo que puede observarse es siempre acciones de los individuos. Al interpretar los distintos aspectos de las acciones del individuo, los teóricos desarrollan el concepto de sociedad. No puede haber ninguna duda en entender “las propiedades de las partes a partir de las propiedades de las totalidades”.25[2] No hay propiedades de la sociedad que no puedan descubrirse en la conducta de sus miembros.

24[1] K. Koffka, “Gestalt”, Encyclopaedia of the Social Sciences, 6, 644. 25[2] Ibíd., p. 645.

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Al contrastar la sociedad y el individuo y negar al último cualquier realidad “verdadera”, las doctrinas colectivistas consideran al individuo simplemente como un rebelde refractario. Este desgraciado pecador tiene la imprudencia de dar prioridad a sus míseros intereses egoístas frente a los intereses sublimes del gran dios de la sociedad. Por supuesto, el colectivista atribuye esta eminencia sólo al ídolo social correcto, no a uno de los pretendientes.

Pero quién es el pretendiente y quién es el rey

Dios nos bendiga a todos, eso es otra cosa.

Cuando el colectivista ensalza al estado, lo que quiere decir no es cualquier estado, sino sólo el régimen que aprueba, no importa si este estado legítimo existe ya o tiene que ser creado. Para los checos irredentos en la antigua Austria y los irlandeses irredentos en el Reino Unido, lo estados cuyos gobiernos residían en Viena y Londres eran usurpadores: su estado legítimo aún no existía. Especialmente notable es la terminología de los marxistas. Marx era amargamente hostil al estado prusiano de los Hohenzollern. Para dejar claro que el estado que quería ver omnipotente y totalitario no era aquél cuyos gobernantes vivían en Berlín, llamaba al estado futuro de su programa no estado, sino sociedad. La innovación era meramente verbal. Pues lo que pretendía Marx era abolir cualquier esfera de acción de iniciativa humana transfiriendo el control de todas las actividades económicas al aparato social de compulsión y represión, al que se denomina habitualmente como estado o gobierno. La trampa no dejó de engañar a mucha gente. Incluso hoy hay aún inocentes que creen que hay una diferencia entre el socialismo de estado y otros tipos de socialismo.

La confusión de los conceptos de sociedad y estado aparecen en Hegel y Schelling. Es habitual distinguir dos escuelas hegelianas: la izquierda y la derecha. La distinción se refiere sólo a la actitud de estos autores hacia el Reino de Prusia y las doctrinas de la Iglesia Unida de Prusia. El credo político de ambas ramas era esencialmente el mismo. Ambos defendían la omnipotencia del gobierno. Fue un hegeliano de izquierdas, Ferdinand Lassalle, quien expresó más claramente la tesis fundamental del hegelianismo:

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“El Estado es Dios”.26[3] El propio Hegel había sido más cauteloso. Sólo declaró que es “el camino de Dios por el mundo lo que constituye el Estado” y que al ocuparse del estado uno debe contemplar “la Idea, Dios como real en la tierra”.27[4]

Los filósofos colectivistas no se dan cuenta de que lo que constituye el estado es las acciones de los individuos. Los legisladores, quienes aplican las leyes por la fuerza de las armas y quienes ceden ante el dictado de las leyes y la policía constituyen el estado por su comportamiento. Sólo en este sentido es real el estado. No hay estado aparte de esas acciones de los hombres individuales.

26[3] Gustav Mayer, Lassalleana, Archiv für Geschichte der Sozialismus, 1, 196. 27[4] Hegel, Filosofía del derecho, sec. 258.

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No hay un fin de la historia, ni una existencia perfecta

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 26 de enero de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4782.

[Extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957)]

Todas las doctrinas que han tratado de descubrir en el curso de la historia humana alguna tendencia definida en la secuencia de cambios estaban en desacuerdo, en referencia al pasado, con los hechos históricamente establecidos y cuando han intentado predecir el futuro han resultado ser espectacularmente erróneas por los acontecimientos posteriores.

La mayoría de estas doctrinas se caracterizaban por referencias a un estado de perfección en los asuntos humanos. Ponían este estado perfecto o bien al inicio de la historia o a su final o a ambos, principio y final. Consecuentemente, la historia aparecía en su interpretación como un deterioro o una mejora progresivos o como un periodo de deterioro progresivo al que seguiría uno de mejora progresiva. En algunas de estas doctrinas la idea de un estado perfecto se enraizaba en creencias y dogmas religiosos. Sin embargo no es tarea de la ciencia secular entrar en un análisis de estos aspectos teológicos del asunto.

Es evidente que en un estado perfecto de los asuntos humanos no puede haber ninguna historia. La historia es el registro de los cambios. Pero el mismo concepto de perfección implica la ausencia de ningún cambio, ya que un estado perfecto solo puede transformarse a un estado menos perfecto, es decir solo puede empeorar con cualquier alteración. Si ponemos el estado de perfección solo en el supuesto inicio de la historia, afirmamos que la edad de la historia vino precedida por una era en la que no hubo historia y que un día

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algunos acontecimientos que perturbaron la perfección de esta era original inauguraron la edad de la historia. Si suponemos que la historia tiene hacia la realización de un estado perfecto, afirmamos que la historia llegará algún día a su fin.

La naturaleza human le lleva a luchar incesantemente por la sustitución de condiciones menos satisfactorias por condiciones más satisfactorias. Este motivo estimula sus energías mentales y le mueve a actuar. La vida en un marco perfecto reduciría al hombre a una existencia puramente vegetativa.

La historia no empezó con una edad de oro. Las condiciones bajo las que vivió el hombre primitivo parecen a los ojos de las eras posteriores como bastante insatisfactorias. Estaba rodeado de innumerables peligros que ni amenazan en absoluto, o al menos en el mismo grado, al hombre civilizado. Comparado con las generaciones posteriores, era extremadamente pobre y bárbaro. Le hubiera encantado, si hubiera tenido la oportunidad, aprovecharse de cualquiera de los logros de nuestra época, por ejemplo de los métodos de curar heridas.

Tampoco la humanidad puede llegar nunca a un estado de perfección. La idea de que un estado de falta de objetivos e indiferencia es deseable y la condición más feliz que la humanidad pueda nunca lograr permea la literatura utópica. Los autores de estos planes retratan una sociedad en la que no hacen falta más cambios porque todo ha llegado a su mejor forma posible.

En la utopía ya no habría ninguna razón para esforzarse por mejorar, porque todo sería ya perfecto, la historia se habría llevado a su fin. Por tanto toda le gente sería rigurosamente feliz.28[1] A esos escritores nunca se les ocurrió

28[1] En este sentido, También Karl Marx debe calificarse como utópico. Igualmente buscaba un estado de cosas en el que la historia llegara a un punto muerto. Pues la historia es, en el plan de Marx, la historia de la lucha de clases. Una vez que las clases y la lucha de clases sean abolidas ya no puede haber ninguna historia. Es verdad que el Manifiesto Comunista simplemente declara que la historia de todas las sociedades preexistentes, o como añadió posteriormente Engels más precisamente, la historia tras la disolución de la edad de oro del comunismo primigenio, es la historia de las luchas de clase y por tanto no excluye la interpretación de que después del establecimiento de milenio socialista pudiera aparecer algún nuevo contenido en la historia. Pero los demás escritos de Marx, Engels y sus discípulos no ofrecen ninguna indicación de que puedan realmente producirse ese nuevo tipo de cambios históricos, radicalmente diferentes en naturaleza de los de las épocas precedentes de luchas de clases. ¿Qué cambios posteriores pueden esperarse una vez que se alcance la

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que aquéllos a quienes estaban ansiosos por beneficiar por la reforma podrían tener opiniones distintas respecto de lo que es deseable y lo que no lo es.

Últimamente ha aparecido una nueva versión sofisticada de la imagen de un sociedad perfecta a partir de una interpretación groseramente errónea del procedimiento de la economía. Con el fin de ocuparse de los efectos de los cambios en la situación del mercado, los esfuerzos por ajustar la producción a esos cambios y los fenómenos de pérdidas y ganancias, el economista construye una imagen de un estado de cosas hipotético, aunque inalcanzable, en que la producción siempre se ajusta completamente a los deseos apreciables de los consumidores y a ningún cambio posterior que pueda producirse.

En este mundo imaginario el mañana no difiere del hoy, no pueden producirse desajustes y no aparece ninguna acción emprendedora. La dirección de los negocios no requiere ninguna iniciativa: es un proceso que actúa por sí mismo, realizado por autómatas impulsados por una especie de instintos misteriosos. No hay para los economistas (y`, en este sentido, tampoco para los hombres comunes discutiendo sobre asuntos económicos) otra forma de concebir lo que está pasando en el cambiante mundo real que contrastarlo así con un mundo ficticio de estabilidad y ausencia de cambio.

Pero los economistas son plenamente conscientes de que la elaboración de esta imagen de una economía en constante rotación es simplemente una herramienta mental que no tiene equivalencia en el mundo real en el que el hombre vive y está destinado a actuar. Ni siquiera sospechan que alguien

fase superior del comunismo, en la que todos tienen todo lo que necesitan? La distinción que hizo Marx entre su propio socialismo “científico” y los planes socialistas de autores anteriores a los que calificó de utópicos se refiere no solo a la naturaleza y organización de la comunidad socialista, sino asimismo a la forma en que se supone que llegará a existir dicha comunidad. Aquellos a quienes Marx despreciaba como utópicos crearon el diseño de un paraíso socialista y trataban de convencer a la gente de que su realización era altamente deseable. Marx rechazaba este proceder. Pretendía haber descubierto la ley de la evolución histórica de acuerdo con la cual la llegada del socialismo es inevitable. Veía las limitaciones de los socialistas utópicos, su carácter utópico, en el hecho de que esperaran la llegada del socialismo por la voluntad del pueblo (es decir, por su acción conciente) mientras que su propio socialismo científico afirmaba que el socialismo llegaría, independientemente de la voluntad de los hombres, por la evolución de las fuerzas productivas materiales.

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pueda dejar de apreciar el carácter meramente hipotético y auxiliar de su concepto.

Aún así, la gente entiende mal el significado de esta herramienta mental. En una metáfora tomada de la teoría de la mecánica, los economistas matemáticos califican a la economía en rotación constante como el estado estático, a la condiciones prevalentes en ésta equilibrio y a cualquier desviación del equilibrio desequilibrio. Este lenguaje sugiere que hay algo malo en el mismo hecho de que haya siempre desequilibrio en la economía real y que el estado de equilibrio nunca se haga real.

El estado hipotético meramente imaginario de equilibrio no perturbado aparece como el estado de la realidad más deseable. En este sentido, los autores califican a la competencia como prevalece en la economía cambiante como competencia imperfecta. La verdad es que la competencia solo puede existir en una economía cambiante. Su función es precisamente acabar con el desequilibrio y generar una tendencia hacia el logro del equilibrio. No puede haber ninguna competencia en un estado de equilibrio estático porque en dicho estado no hay ningún punto en el que un competidor pueda interferir con el fin de realizar algo que satisfaga mejor a los consumidores de lo que ya se está realizando.

La misma definición de equilibrio implica que no hay ningún desajuste en todo el sistema económico y en consecuencia no hay ninguna necesidad de ninguna acción para acabar con los desajustes, ninguna actividad emprendedora, ninguna pérdida ni ganancia empresarial. Es precisamente la ausencia de beneficios los que lleva a los economistas matemáticos a considerar el estado de equilibrio estático sin perturbaciones como el estado ideal, pues se ven inspirados por el prejuicio de que los empresarios son parásitos inútiles y los beneficios un lucro injusto.

Los entusiastas del equilibrio también se ven engañados por connotaciones timológicas ambiguas del término “equilibrio”, que por supuesto no tiene referencia alguna a la forma en que la economía emplea la construcción imaginaria de un estado de equilibrio. La idea popular de un equilibro mental del hombre es vaga y no puede particularizarse sin incluir juicios arbitrarios de valor. Todo lo que puede decirse acerca de un estado tal de equilibrio mental o

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moral es que no puede mover a un hombre a ninguna acción. Pues la acción presupone algún sentimiento de incomodidad, ya que su objetivo solo puede ser la eliminación de la incomodidad.

La analogía con el estado de perfección es evidente. El individuo completamente satisfecho no tiene propósitos, no actúa, no tiene incentivo para pensar, emplea sus días disfrutando de la vida. El que una existencia así, como al de la hadas, sea deseable puede quedarse sin opinión. Lo que es cierto es que los hombres vivientes no pueden alcanzar nunca un estado así de perfección y equilibrio.

No es menos cierto que, acuciados por las imperfecciones de la vida real, la gente soñaría con ese completo cumplimiento de todos sus deseos. Esto explica las razones de la alabanza emocional del equilibrio y la condena del desequilibrio.

Sin embargo los economistas no deben confundir esta noción timológica de equilibrio con el uso de una construcción imaginaria de una economía estática. El único servicio que ofrece esta construcción imaginaria es resaltar por contraste la incesante lucha de los hombres vivos y activos por la máxima mejora posible de sus condiciones. Para el observador científico no afectado no hay nada objetable en su descripción del desequilibrio. Es solo el apasionado celo prosocialista de los pseudoeconomistas matemáticos lo que transforma una mera herramienta analítica de los economistas lógicos en una imagen utópica del mejor y más deseables estado de cosas.

Tomado de:

http://mises.org/Community/blogs/euribe/default.aspx

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La supuesta tendencia constante hacia el progreso

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 2 de marzo de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4785.

[Extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957)]

Una interpretación filosófica realista de la historia debe abstenerse de cualquier referencia a la noción quimérica de un estado perfecto de los asuntos humanos. La única base desde la que puede empezar una interpretación realista es el hecho de que el hombre, como todos los demás seres vivientes, sigue el impulso de preservar su propia existencia y eliminar, en la medida de lo posible, cualquier incomodidad que sienta. Es desde este punto de vista como juzga la inmensa mayoría de la gente las condiciones bajo las que tiene que vivir. Sería erróneo desdeñar su actitud como materialista en la connotación ética del término.

La búsqueda de todos estos objetivos más nobles que los moralistas oponen con las que consideran meras satisfacciones materiales presupone un cierto grado de bienestar material.

La controversia sobre el origen monogenético o poligenético del homo sapiens es de poca importancia para la historia. Incluso si suponemos que todos los hombres son los descendientes de un grupo de primates, que evolucionaron solos hasta especies humanas, tenemos que tener en cuente el hecho de en una fecha muy temprana la dispersión por la superficie de la tierra rompió esta unidad original en partes más o menos aisladas. Durante miles de años cada una de estas partes vivió su propia vida con poca o ninguna comunicación con otras partes. Fue finalmente el desarrollo de los métodos modernos de mercadotecnia y transporte lo que llevó al fin del aislamiento de los distintos grupos de hombres.

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Mantener que la evolución de la humanidad desde sus condiciones originales al estado presente siguió una línea definida es distorsionar los hechos históricos. No hubo uniformidad ni continuidad en la sucesión de acontecimientos históricos. Sigue siendo tolerable aplicar a los cambios históricos las palabras crecimiento y declive, progreso y retroceso, mejora y deterioro, si el historiador o filósofo no pretende arbitrariamente saber cuál tendría que ser el fin del devenir humano. No hay un acuerdo entre la gente sobre un patrón por el que los logros de la civilización puedan considerarse buenos o malos, mejores o peores.

La humanidad es casi unánime en su juicio de los logros materiales de la moderna civilización capitalista. La inmensa mayoría considera como altamente deseable el más alto nivel de vida que asegura esta civilización al hombre medio. Sería difícil descubrir, fuera de pequeño y constantemente menguante grupo de ascetas coherentes, gente que no quiera para sí misma o su familia y amigos el disfrute de la parafernalia material del capitalismo occidental.

Si, desde este punto de vista, la gente dice que “nosotros” hemos progresado más allá de las condiciones de vida de eras anteriores, su juicio de valor está de acuerdo con el de la mayoría. Pero si suponen que lo que llaman progreso es un fenómeno necesario y que en el curso de los acontecimientos prevalece una ley que hace que el progreso en ese sentido continúe eternamente, están completamente equivocados.

Para refutar esta doctrina de una tendencia inherente hacia el progreso que opera automáticamente, por decirlo así, no hay necesidad de referirse a aquellas civilizaciones cuyos periodos de mejora material fueron seguidos por otros de decadencia material o de estancamiento. No hay razón alguna para suponer que una ley de evolución histórica opere necesariamente hacia la mejora de las condiciones materiales o que tendencias que prevalecieron en el pasado reciente continuarán también en el futuro.

Lo que se llama progreso económico es el efecto de una acumulación de bienes de capital que excede al aumento de la población. Si esta tendencia da paso a un estancamiento de más acumulación de capital o a una desacumulación de capital, ya no habrá progreso en este sentido del término.

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Incluso los socialistas más intolerantes están de acuerdo en la mejora sin precedentes de las condiciones económicas que se ha producido en los últimos doscientos años es un logro del capitalismo. Es, como mínimo, prematuro suponer que la tendencia hacia una mejora económica progresiva continuará bajo una organización económica distinta de la sociedad.

Los defensores del socialismo rechazan como irreflexivo todo lo que la economía ha indicado para demostrar que un sistema socialista, al ser incapaz de establecer cualquier forma de cálculo económico, desintegraría completamente el sistema de producción. Incluso si los socialistas tuvieran razón en su desprecio del análisis económico del socialismo, esto aún no probaría que la tendencia hacia la mejora económica vaya a producirse o pueda hacerlo bajo un régimen socialista.

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No hay un fin de la historia, ni una existencia perfecta

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 26 de enero de 2011) Traducido del inglés. El artículo original se encuentra

aquí: http://mises.org/daily/4782. [Extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957)]

Todas las doctrinas que han tratado de descubrir en el curso de la historia humana alguna tendencia definida en la secuencia de cambios estaban en desacuerdo, en referencia al pasado, con los hechos históricamente establecidos y cuando han intentado predecir el futuro han resultado ser espectacularmente erróneas por los acontecimientos posteriores.

La mayoría de estas doctrinas se caracterizaban por referencias a un estado de perfección en los asuntos humanos. Ponían este estado perfecto o bien al inicio de la historia o a su final o a ambos, principio y final. Consecuentemente, la historia aparecía en su interpretación como un deterioro o una mejora progresivos o como un periodo de deterioro progresivo al que seguiría uno de mejora progresiva. En algunas de estas doctrinas la idea de un estado perfecto se enraizaba en creencias y dogmas religiosos. Sin embargo no es tarea de la ciencia secular entrar en un análisis de estos aspectos teológicos del asunto.

Es evidente que en un estado perfecto de los asuntos humanos no puede haber ninguna historia. La historia es el registro de los cambios. Pero el mismo concepto de perfección implica la ausencia de ningún cambio, ya que un estado perfecto solo puede transformarse a un estado menos perfecto, es decir solo puede empeorar con cualquier alteración. Si ponemos el estado de perfección solo en el supuesto inicio de la historia, afirmamos que la edad de la historia vino precedida por una era en la que no hubo historia y que un día

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algunos acontecimientos que perturbaron la perfección de esta era original inauguraron la edad de la historia. Si suponemos que la historia tiene hacia la realización de un estado perfecto, afirmamos que la historia llegará algún día a su fin.

La naturaleza human le lleva a luchar incesantemente por la sustitución de condiciones menos satisfactorias por condiciones más satisfactorias. Este motivo estimula sus energías mentales y le mueve a actuar. La vida en un marco perfecto reduciría al hombre a una existencia puramente vegetativa.

La historia no empezó con una edad de oro. Las condiciones bajo las que vivió el hombre primitivo parecen a los ojos de las eras posteriores como bastante insatisfactorias. Estaba rodeado de innumerables peligros que ni amenazan en absoluto, o al menos en el mismo grado, al hombre civilizado. Comparado con las generaciones posteriores, era extremadamente pobre y bárbaro. Le hubiera encantado, si hubiera tenido la oportunidad, aprovecharse de cualquiera de los logros de nuestra época, por ejemplo de los métodos de curar heridas.

Tampoco la humanidad puede llegar nunca a un estado de perfección. La idea de que un estado de falta de objetivos e indiferencia es deseable y la condición más feliz que la humanidad pueda nunca lograr permea la literatura utópica. Los autores de estos planes retratan una sociedad en la que no hacen falta más cambios porque todo ha llegado a su mejor forma posible.

En la utopía ya no habría ninguna razón para esforzarse por mejorar, porque todo sería ya perfecto, la historia se habría llevado a su fin. Por tanto toda le gente sería rigurosamente feliz.29[1] A esos escritores nunca se les ocurrió

29[1] En este sentido, También Karl Marx debe calificarse como utópico. Igualmente buscaba un estado de cosas en el que la historia llegara a un punto muerto. Pues la historia es, en el plan de Marx, la historia de la lucha de clases. Una vez que las clases y la lucha de clases sean abolidas ya no puede haber ninguna historia. Es verdad que el Manifiesto Comunista simplemente declara que la historia de todas las sociedades preexistentes, o como añadió posteriormente Engels más precisamente, la historia tras la disolución de la edad de oro del comunismo primigenio, es la historia de las luchas de clase y por tanto no excluye la interpretación de que después del establecimiento de milenio socialista pudiera aparecer algún nuevo contenido en la historia. Pero los demás escritos de Marx, Engels y sus discípulos no ofrecen ninguna indicación de que puedan realmente producirse ese nuevo tipo de cambios históricos, radicalmente diferentes en naturaleza de los de las épocas precedentes de luchas de clases. ¿Qué cambios posteriores pueden esperarse una vez que se alcance la

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que aquéllos a quienes estaban ansiosos por beneficiar por la reforma podrían tener opiniones distintas respecto de lo que es deseable y lo que no lo es.

Últimamente ha aparecido una nueva versión sofisticada de la imagen de un sociedad perfecta a partir de una interpretación groseramente errónea del procedimiento de la economía. Con el fin de ocuparse de los efectos de los cambios en la situación del mercado, los esfuerzos por ajustar la producción a esos cambios y los fenómenos de pérdidas y ganancias, el economista construye una imagen de un estado de cosas hipotético, aunque inalcanzable, en que la producción siempre se ajusta completamente a los deseos apreciables de los consumidores y a ningún cambio posterior que pueda producirse.

En este mundo imaginario el mañana no difiere del hoy, no pueden producirse desajustes y no aparece ninguna acción emprendedora. La dirección de los negocios no requiere ninguna iniciativa: es un proceso que actúa por sí mismo, realizado por autómatas impulsados por una especie de instintos misteriosos. No hay para los economistas (y`, en este sentido, tampoco para los hombres comunes discutiendo sobre asuntos económicos) otra forma de concebir lo que está pasando en el cambiante mundo real que contrastarlo así con un mundo ficticio de estabilidad y ausencia de cambio.

Pero los economistas son plenamente conscientes de que la elaboración de esta imagen de una economía en constante rotación es simplemente una herramienta mental que no tiene equivalencia en el mundo real en el que el hombre vive y está destinado a actuar. Ni siquiera sospechan que alguien

fase superior del comunismo, en la que todos tienen todo lo que necesitan? La distinción que hizo Marx entre su propio socialismo “científico” y los planes socialistas de autores anteriores a los que calificó de utópicos se refiere no solo a la naturaleza y organización de la comunidad socialista, sino asimismo a la forma en que se supone que llegará a existir dicha comunidad. Aquellos a quienes Marx despreciaba como utópicos crearon el diseño de un paraíso socialista y trataban de convencer a la gente de que su realización era altamente deseable. Marx rechazaba este proceder. Pretendía haber descubierto la ley de la evolución histórica de acuerdo con la cual la llegada del socialismo es inevitable. Veía las limitaciones de los socialistas utópicos, su carácter utópico, en el hecho de que esperaran la llegada del socialismo por la voluntad del pueblo (es decir, por su acción conciente) mientras que su propio socialismo científico afirmaba que el socialismo llegaría, independientemente de la voluntad de los hombres, por la evolución de las fuerzas productivas materiales.

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pueda dejar de apreciar el carácter meramente hipotético y auxiliar de su concepto.

Aún así, la gente entiende mal el significado de esta herramienta mental. En una metáfora tomada de la teoría de la mecánica, los economistas matemáticos califican a la economía en rotación constante como el estado estático, a la condiciones prevalentes en ésta equilibrio y a cualquier desviación del equilibrio desequilibrio. Este lenguaje sugiere que hay algo malo en el mismo hecho de que haya siempre desequilibrio en la economía real y que el estado de equilibrio nunca se haga real.

El estado hipotético meramente imaginario de equilibrio no perturbado aparece como el estado de la realidad más deseable. En este sentido, los autores califican a la competencia como prevalece en la economía cambiante como competencia imperfecta. La verdad es que la competencia solo puede existir en una economía cambiante. Su función es precisamente acabar con el desequilibrio y generar una tendencia hacia el logro del equilibrio. No puede haber ninguna competencia en un estado de equilibrio estático porque en dicho estado no hay ningún punto en el que un competidor pueda interferir con el fin de realizar algo que satisfaga mejor a los consumidores de lo que ya se está realizando.

La misma definición de equilibrio implica que no hay ningún desajuste en todo el sistema económico y en consecuencia no hay ninguna necesidad de ninguna acción para acabar con los desajustes, ninguna actividad emprendedora, ninguna pérdida ni ganancia empresarial. Es precisamente la ausencia de beneficios los que lleva a los economistas matemáticos a considerar el estado de equilibrio estático sin perturbaciones como el estado ideal, pues se ven inspirados por el prejuicio de que los empresarios son parásitos inútiles y los beneficios un lucro injusto.

Los entusiastas del equilibrio también se ven engañados por connotaciones timológicas ambiguas del término “equilibrio”, que por supuesto no tiene referencia alguna a la forma en que la economía emplea la construcción imaginaria de un estado de equilibrio. La idea popular de un equilibro mental del hombre es vaga y no puede particularizarse sin incluir juicios arbitrarios de valor. Todo lo que puede decirse acerca de un estado tal de equilibrio mental o

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moral es que no puede mover a un hombre a ninguna acción. Pues la acción presupone algún sentimiento de incomodidad, ya que su objetivo solo puede ser la eliminación de la incomodidad.

La analogía con el estado de perfección es evidente. El individuo completamente satisfecho no tiene propósitos, no actúa, no tiene incentivo para pensar, emplea sus días disfrutando de la vida. El que una existencia así, como al de la hadas, sea deseable puede quedarse sin opinión. Lo que es cierto es que los hombres vivientes no pueden alcanzar nunca un estado así de perfección y equilibrio.

No es menos cierto que, acuciados por las imperfecciones de la vida real, la gente soñaría con ese completo cumplimiento de todos sus deseos. Esto explica las razones de la alabanza emocional del equilibrio y la condena del desequilibrio.

Sin embargo los economistas no deben confundir esta noción timológica de equilibrio con el uso de una construcción imaginaria de una economía estática. El único servicio que ofrece esta construcción imaginaria es resaltar por contraste la incesante lucha de los hombres vivos y activos por la máxima mejora posible de sus condiciones. Para el observador científico no afectado no hay nada objetable en su descripción del desequilibrio. Es solo el apasionado celo prosocialista de los pseudoeconomistas matemáticos lo que transforma una mera herramienta analítica de los economistas lógicos en una imagen utópica del mejor y más deseables estado de cosas.

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La inversión de la tendencia hacia la libertad

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 15 de diciembre de 2010) Traducido del inglés. El artículo original se encuentra

aquí: http://mises.org/daily/4774. [Extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957)]

A partir del siglo XVII, los filósofos que se ocupaban del contenido esencial de la historia empezaron a destacar los problemas de la libertad y la esclavitud. Sus conceptos sobre ambas eran bastante vagos, tomados de la filosofía política de las antigua Grecia e influidos por la interpretación prevalente de las condiciones de las tribus germánicas cuyas invasiones habían destruido el imperio romano occidental. Tal y como lo veían estos pensadores, la libertad era el estado original de la humanidad y la gobiernos de los reyes apareció solamente en el curso de la historia posterior. En la relación escrita del inicio del reinado de Saúl encontraban la confirmación de su doctrina, así como una descripción bastante poco simpática de las marcas características del gobierno real.30[1] La evolución histórica, concluían, ha privado al hombre de su inalienable derecho a la libertad.

Los filósofos de la Ilustración fueron casi unánimes en rechazar las reclamaciones de la realeza hereditaria y en recomendar la forma republicana de gobierno. La policía real les obligaba a tener cuidado en la expresión de sus ideas, pero la gente podía leer entre líneas. En vísperas de las revoluciones americana y francesa, la monarquía había perdido su solidez en la mente de los hombres. El enorme prestigio del que disfrutaba Inglaterra, entonces la nación más rica y poderosa del mundo, sugería el compromiso entre dos principios incompatibles de gobierno que habían funcionado

30[1] 1 Samuel 8: 11–18.

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satisfactoriamente en el reino Unido. Pero las antiguas dinastías originales de la Europa continental no estaban dispuestas a aceptar su reducción a un puesto meramente ceremonial como lo había hecho finalmente la dinastía extranjera de Gran Bretaña, aunque solo tras alguna resistencia. Perdieron sus coronas porque desdeñaron el papel de lo que el Conde de Chambord había llamado “el legítimo rey de la revolución”.

En el apogeo del liberalismo prevalecía la opinión de que la tendencia hacia el gobierno por el pueblo es irresistible. Incluso los conservadores que defendían un retorno al absolutismo monárquico, los privilegios para la nobleza y la censura estaban más o menos convencidos de que estaban luchando por una causa perdida. Hegel, el defensor del absolutismo prusiano, encontró conveniente aceptar formalmente la universalmente aceptada doctrina filosófica al definir a la historia como “el progreso en la conciencia de la libertad”.

Pero luego apareció una nueva generación que rechazaba todos los ideales del movimiento liberal sin ocultar, como Hegel, sus verdaderas intenciones detrás de una hipócrita reverencia a la libertad del mundo. A pesar de sus simpatías por laos principios de estos autoproclamados reformadores sociales, John Stuart Mill no pudo dejar de calificar sus proyectos (y especialmente los de Auguste Comte) como liberticidas.31[2] A los ojos de estos nuevos radicales, loe enemigos más depravados de la humanidad no eran los déspotas sino los “burgueses” que les habían sustituido.

Los burgueses, decían, habían engañado al pueblo proclamando falsos lemas de libertad, igualdad bajo la ley y gobierno representativo. Lo que pretendían realmente los burgueses era una explotación sin escrúpulos de la inmensa mayoría de hombres honrados. La democracia era en realidad una plutocracia, un telón para ocultar la dictadura ilimitada de los capitalistas. Lo que necesitaban las masas no era libertad y una porción en la administración de los asuntos de gobierno, sino la omnipotencia de los “verdaderos amigos” del pueblo, de la “vanguardia” del proletariado o del carismático Führer.

31[2] Carta a Harriet Mill, 15 de enero de 1855. F.A. Hayek, John Stuart Mill and Harriet Taylor (Chicago, University of Chicago Press, 1951), p. 216.

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Ningún lector de libros o panfletos del socialismo revolucionario puede dejar de darse cuenta de que sus autores no buscaban la libertad sino un despotismo totalitario ilimitado. Pero hasta que los socialistas no se hubieran apropiado del poder, necesitaban miserablemente para su propaganda las instituciones y los derechos del liberalismo “plutocrático”. Como partido en la oposición, no podían arreglárselas sin la publicidad que les ofrecía el foro parlamentario, ni sin la libertad de expresión, conciencia y prensa. Así que lo quisieran o no, tenían que incluir temporalmente en su programa las libertades y derechos civiles que estaban firmemente resueltos a abolir tan pronto como tomaran el poder. Pues, como declaró Bujarin después de la conquista de Rusia por los bolcheviques, habría sido ridículo reclamar a los capitalistas la libertad para el movimiento de los trabajadores de cualquier otra forma que no fuera reclamando libertad para todos.32[3]

En los primeros años de su régimen, los soviéticos no se preocuparon de ocultar su aborrecimiento del gobierno popular y las libertades civiles y alabaron abiertamente sus métodos dictatoriales. Pero a finales de los treinta se dieron cuenta de que un programa contra la libertad sin disfraces resultaba impopular en Europa Occidental y Norteamérica. Como, asustados por el rearmamento alemán, querían establecer relaciones amistosas con Occidente, cambiaron de golpe su actitud hacia los términos (no las ideas) de democracia, gobierno constitucional y libertades civiles.

Proclamaron el lema del “frente popular” y entraron en alianzas con las facciones socialistas rivales a las que hasta entonces habían calificado de traidoras. Rusia tuvo una constitución, que fue alabada en todo el mundo por serviles escribientes como el documento más perfecto de la historia a pesar de basarse en el principio del partido único, la negación de todas las libertades civiles. Desde aquel momento los gobiernos más bárbaros y despóticos empezaron a reclamar para sí mismos el apelativo de “democracia popular”.

La historia de los siglos XIX y XX ha desacreditado las esperanzas y los pronósticos de los filósofos de la Ilustración. Los pueblos no se dirigieron por la vía hacia la libertad, los derechos civiles, el libre comercio, la paz y la

32[3] Bujarin, Programme of the Communists (Bolsheviks), ed. por el Group of English Speaking Communists in Russia (1919), pp. 28-29.

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buena voluntad entre las naciones. En su lugar, la tendencia es hacia el totalitarismo, hacia el socialismo. Y de nuevo hay gente que afirma que esta tendencia es la última fase de la historia y que nunca se cambiará por otra tendencia.

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El papel del entorno en la historia

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 1 de diciembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4773.

[Extraído del capítulo 15 de Teoría e historia (1957)]

Hay una doctrina del entorno que explica los cambios históricos como producidos por el entorno en el que vive la gente. Hay dos variedades de esta doctrina: la doctrina del entorno físico o geográfico y la doctrina del entorno social o cultural.

La primera doctrina afirma que las características esenciales de una civilización popular las producen los factores geográficos. Las condiciones físicas, geológicas y climáticas y la flora y fauna de una región determinan los pensamientos y acciones de sus habitantes. En la formulación más radical de sus tesis, los autores antropogeográficos remontan todas las diferencias entre razas, naciones y civilizaciones a la actividad del entorno natural del hombre.

El error de concepción inherente a esta interpretación es que considera a la geografía como un factor activo y a la acción humana como pasivo. Sin embargo el entorno geográfico es sólo uno de los componentes de la situación en la que se encuentra el hombre al nacer, que le hace sentirse incómodo y le hace emplear su razón y sus fuerzas corporales para librarse de esa incomodidad de la mejor manera posible. La geografía (la naturaleza) ofrece por un lado una provocación para actuar y por el otro, tanto medios que pueden utilizarse para actuar como limites insuperables impuestos al esfuerzo humano por mejorar. Ofrece un estímulo pero no la respuesta. La geografía

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establece una tarea, pero el hombre ha de resolverla. El hombre vive en un entorno geográfico definido y se ve forzado a ajustar su acción a las condiciones de este entorno. Por la forma en que se ajusta, los métodos de su adaptación social, tecnológica y moral no están determinados por los factores físicos externos. El continente de Norteamérica no produjo ni la civilización de los indios aborígenes ni la de los estadounidenses de origen europeo.

La acción humana es una reacción consciente al estímulo ofrecido por las condiciones bajo las que vive el hombre. Como algunos de los componentes de la situación en la que vive y está obligado a actuar varían en distintas partes del globo, también hay diferencias geográficas en la civilización. Los zuecos de los pescadores holandeses no serían útiles para los montañeros de Suiza. Los abrigos de piel son prácticos en Canadá, pero mucho menos en Tahití.

La doctrina del entorno social y cultural simplemente destaca el hecho de que hay (necesariamente) continuidad en la civilización humana. La nueva generación no crea una nueva civilización desde sus raíces. Entra en la herencia social y cultural que han creado las generaciones precedentes. El individuo nace en una fecha concreta en la historia en una situación definida determinada por la geografía, la historia, las instituciones sociales, las costumbres y las ideologías. Tiene que afrontar diariamente la alteración en la estructura de este entorno tradicional efectuada por las acciones de sus contemporáneos. No es que solo viva en el mundo. Vive en un lugar concreto. Se ve a la vez empujado y dificultado en su actividad por todo lo que es peculiar de este lugar. Pero no está determinado por él.

La verdad que contiene la doctrina del entorno es el reconocimiento de que cada individuo vive en una época concreta en un especio geográfico definido y actúa bajo las condiciones determinadas por este entorno. El entorno determina la situación pero no la respuesta. Distintos modos de reacciones son pensables y viables en la misma situación. Lo que uno de los actores escoja depende de su individualidad.

Tomado de: http://mises.org/Community/blogs/euribe/default.aspx