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8/19/2019 Sarlo - La Fatal Equivocación
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La fatal equivocaciónLa incapacidad para pensar los errores parecía prolongar, en la débil
transición democrática de los 80, los silencios de los años anteriores.
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Por Beatriz Sarlo | 27/03/2016 | 23:45
| Foto: Dibujo: Pablo Temes
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Han pasado cuarenta años del golpe de Estado; en junio habrá pasado
medio siglo del que derrocó a Arturo Illia. En esa década que va entre 1966y 1976 se preparó la tormenta que cerró el horizonte a partir del siniestro 24
de marzo. En ambas fechas, un periodismo mal informado, confundido o
cooptado proporcionó a sus lectores un cuadro de marasmo político (en
1966) o de inconmensurable desorden interno (en 1976), que no tenía otra
solución que la que se preparaba en los cuarteles. Frente a un gobierno que
no actuaba (el de Arturo Illia) o frente a un gobierno peronista en disolución
que no estaba en condiciones de enfrentar los hechos de violencia, en parte
generados desde su mismo corazón por la Triple A; entre un presidente
blando y lerdo, como se dijo de Illia en las poderosas revistas semanales
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que lo caricaturizaban como una tortuga; y una presidenta como Isabel
Perón que se refugiaba en Ascochinga, muchos argentinos, apoyados por
tesis que difundían los grandes diarios, y el menos leído, pero muy
infuyente La Opinión de Jacobo Timerman, creyeron que el golpe llegaba
para restaurar el orden. La fatal equivocación explica el apoyo o laindiferencia civil que acompañó a los tanques.
La sociedad (nunca más justo ese término que tenía pocas excepciones)
terminó eligiendo entre “orden” o “anarquía” sin querer enterarse del precio
que pagaba. No necesitó otros motivos que el caos de los últimos meses de
Isabel Perón y la violencia entre bandos armados. Se creyó que el golpe
traía una promesa que llevaba como inmerecido nombre “Proceso de
Reorganización Nacional”. Los partidos aceptaron convencerse de que esos
militares eran caballeros que llegaban a restaurar un sistema político que ya
no servía por defección e incapacidad de sus mismos dirigentes. Le
proporcionaron a la dictadura funcionarios, intendentes, diplomáticos.
Fueron colaboracionistas incapaces y cómplices. Ellos también habían
dejado de entender.
Se creyó que el golpe traía una promesa que llevaba como
inmerecido nombre “Proceso de Reorganización
Nacional” Si se me permite un recuerdo: en aquel entonces, yo era parte del activismo
pequeño burgués de un partido marxista y conocía el clima de las entradas y
las salidas de fábrica. Mis compañeros obreros, salvo los muy enceguecidos
por una línea partidaria, no podían organizar su experiencia de violencia
cotidiana, la portación de armas por gente hasta entonces pacífica, los
rumores de muertes, la militarización de quienes en muchos casos habían
sido camaradas y amigos. Nada podía interpretarse con las claves que
hasta entonces se usaron; la realidad se disgregaba como si fuera una
construcción arenosa, donde todo paso abría un agujero en la superficieque, antes conocida, ahora se volvía un pantano lleno de trampas. Aunque
tuviéramos “línea política” no estábamos en condiciones de contestar las
preguntas más elementales ni respuestas capaces de orientar actos
cotidianos: ¿tenía sentido dejar un paquete de volantes en casa de esa
obrera, aunque si eran encontrados a ella seguramente le costaría su
libertad o su vida?, ¿podía pedirse a ese compañero de Ford que hablara en
la asamblea, aunque lo mataran al día siguiente? Es increíble el modo en
que la convicción ideológica vuelve despreciables los propios riesgos, pero
también aquellos que tomamos sin avisar a quienes ponemos en peligro en
nombre de la revolución o la liberación o el pueblo. Nos habíamos vuelto
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implacables creyendo que éramos generosos y valientes. Atribuíamos a
todos nuestra propensión intelectual al sacrificio.
Pensar los errores. En estos cuarenta años hemos maldecido a la
dictadura y está bien. Pero en 1985 comencé a preguntar si, ya encondiciones de democracia, no era momento de que nos examináramos
nosotros. No sólo los que fueron guerrilleros sino también quienes
pensábamos que la guerra vendr ía después, cuando “estuvieran dadas las
condiciones”. El repudio que recibió mi pregunta de 1985 fue casi unánime.
Y eso que no había Twitter.
Como sea, la cuestión sigue intrigándome. La incapacidad para pensar los
errores parecía prolongar, en la débil transición democrática de los 80, los
silencios de los años anteriores. El golpe no sólo mató, torturó e hizo de-
saparecer a miles. Logró, por el terror, interrumpir la vida política, incluso en
sus formas más elementales. Para algunos de nosotros, sin embargo, la
discusión sobre el peronismo y la iquierda revolucionaria debía comenzar
ya, incluso en las peores condiciones. Pero eso tenía mucho de abstracto y
era discutido con argumentos morales: no hablar de las víctimas mientras
gobiernen los verdugos; no hablar de nosotros mismos cuando podíamos
ser las próximas víctimas; no llamar guerrilleros a los militantes muertos o
desaparecidos; no denunciar el aventurerismo de las organizaciones
revolucionarias que habían sacrificado a sus integrantes.
El golpe no sólo mató, torturó e hizo desaparecer a miles.
Logró, por el terror, interrumpir la vida política, aun la
más elementalTuvieron que pasar muchos años para abrir ese debate. Oscar del Barco
tiene el mérito y la coherencia de haber reflexionando sobre el caso de un
militante asesinado por su propia organización. Mucho antes, todavía en el
exilio de México, Héctor Schmucler escribió una frase decisiva que nadie
había escrito: “¿Acaso Rucci no tenía derechos humanos?”. Esas palabras
abrieron una nueva etapa. La primera, sin duda, fue la resistencia heroica de
los organismos de derechos humanos, impulsada por el desesperado coraje.
Esa lucha abrió una perspectiva sin obtener el derecho de trazar un límite.
Nota al pie. ¿Cuántos desaparecidos? Cualquier cifra nos convence de que
fue un infierno. Eso no pudo entenderlo un funcionario (ministro de Cultura
de la Ciudad de Buenos Aires que hace doblete como director artístico del
Teatro Colón). Sacó la calculadora y sirvió una mescolanza de datos
históricos, comparaciones poco esclarecidas y, sobre todo, manifiesta
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impunidad para ser al mismo tiempo pedante y escasamente conocedor de
un tema al que ofendía con su intervención desorganizada por la
precipitación y el nerviosismo.