Miguel Delibes Adaptación

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MIGUEL DELIBES“EL CAMINO”

Estíbaliz Chacón CallejaCristina Vidal RuanoPatricia Expósito Gomis

ANA

La sombra de Ana acompañaba a Daniel, el Mochuelo, en todos sus quehaceres y devaneos. La idea de la muchacha se encajonó en su cerebro como una obsesión. Entonces no reparaba en que la chica le llevaba diez años, y sólo le preocupaba el hecho de que cada uno perteneciera a una clase social diferente.

Únicamente se reprochaba que él hubiera nacido pobre y ella rica, y que su padre, el quesero, no se largase, aquel día, a las Américas con Gerardo, el hijo menor de la señora Micaela.

Si hubiese sido así, ahora podría disponer de dos restaurantes de lujo, una emisora de radio o, siquiera, un servicio de transporte exclusivo, como el que poseían en la ciudad los «Ecos del Indiano». Con todo ello, sólo le separarían de Ana los dos restaurantes de lujo.

Ahora bien, además de los restaurantes de lujo y el servicio de transporte exclusivo, había por en medio una emisora de radio que tampoco era moco de pavo.

Sin embargo, a pesar de la admiración y el arrobo de Daniel, el Mochuelo, pasaron años antes de poder cambiar la palabra con Ana, aparte de la amable reprimenda del día de las manzanas. Daniel, el Mochuelo, se conformaba con despedirla y darle la bienvenida con una mirada triste o radiante, según las circunstancias. Eso sólo.

Hasta que una mañana de verano ella le llevó hasta la iglesia en su coche, aquel coche negro y alargado y reluciente que casi no metía ruido al andar. Por entonces, el Mochuelo había cumplido ya los diez años y sólo le restaba uno para marcharse al colegio a empezar a progresar. Ana tenía diecinueve para veinte, y los tres años transcurridos desde la noche de las manzanas sirvieron para que su piel, su cuerpo y su rostro entrasen en una fase de mayor armonía y plenitud.

Él subía por el camino agobiado por el sol de agosto, mientras flotaban en la mañana del valle los tañidos apresurados del último toque de la Misa. Aún le restaba casi un kilómetro, y Daniel, el Mochuelo, desesperaba de alcanzar a don José antes de que éste comenzase el Evangelio.

De repente, oyó a su lado, el claxon del coche negro de Ana y, asustado, volvió la cabeza. Y se topó, de buenas a primeras, con la franca e inesperada sonrisa de la muchacha. Daniel, el Mochuelo, se sintió envarado, preguntándose si Ana recordaría el frustrado hurto de las manzanas. Pero ella no aludió al enojoso episodio.

Pequeño dijo ¿Vas a Misa?

Se le atarantó la lengua al Mochuelo y no acertó a responder más que con un movimiento de cabeza.

Ella misma abrió la portezuela del coche y le invitó:

Es tarde y hace calor. ¿Quieres subir?

Cuando reparó en sus movimientos, Daniel, el Mochuelo, ya estaba acomodado junto a Ana, viendo desfilar aceleradamente los árboles tras los cristales del coche. Notaba él la cercanía de la muchacha en el flujo de la sangre, en la tensión incómoda de los nervios. Era todo como un sueño, doloroso y punzante en su misma saciedad.

«Dios mío pensaba el Mochuelo esto es más de lo que yo había imaginado», y se puso rígido y como acartonado e insensible cuando ella le acarició con su fina mano el cogote y el preguntó suavemente:

¿Tú de quién eres?Tartamudeó el Mochuelo, en un forcejeo desmedido con los nervios:

De… del quesero. ¿De Salvador?

Bajó la cabeza, asintiendo. Intuyó que ella sonreía. El fino contacto de su piel en su nuca le hizo sospechar que Ana tenía también cutis en las palmas de las manos.

Se divisaba ya el campanario de la iglesia entre la fonda. ¿Querrás subirme un par de quesos de nata luego, a la tarde? dijo Ana.

Daniel, el Mochuelo, volvió a asentir mecánicamente con la cabeza, incapaz de articular palabra. Durante la Misa no supo de qué lado le daba el aire y por dos veces se santiguó extemporáneamente, mientras Ángel, el cabo de la Guardia Civil que estaba a su lado, se reía convulsivamente de su desorientación, cubriéndose el rostro con el tricornio.

Al anochecer, se puso el traje nuevo, se peinó con cuidado, se lavó las rodillas y se marchó a casa del Indiano a llevar los quesos. Daniel, el Mochuelo, se maravilló ante el lujo inusitado de la vivienda de Ana. Todos los muebles brillaban y su superficie era lisa y suave, como si también ellos tuvieran cutis.

Al aparecer Ana, el Mochuelo perdió el aplomo almacenado durante el camino. Ana, mientras observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego, era una muchacha sencilla y simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las manzanas.

¿Cómo te llamas? dijo.

Da… Daniel.

¿Vas a la escuela?

Sssssí.

¿Tienes amigos?

Sí.

¿Cómo se llaman tus amigos?

El Mo… Moñigo y el Ti… Tiñoso.

Ella hizo una mueca de desagrado.

¡Uf, qué nombres tan feos! ¿Por qué llamas a tus amigos por unos nombres tan feos? dijo.

Daniel, el Mochuelo, se azoró. Comprendía ahora que había contestado estúpidamente, sin reflexionar. A ella debió decirle que sus amigos se llamaban Roquito y Germanín. Ana era una muchacha muy fina y delicada y con aquellos vocablos había herido su sensibilidad. En lo hondo de su ser lamentó su ligereza.

Fue en ese momento, ante el sonriente y atractivo rostro de Ana, cuando se dio cuenta de que le agradaba la idea de marchar al colegio y progresar. Pondría ganas e ímpetu en sus estudios y quizá ganase luego mucho dinero.

Entonces Ana y él estarían ya en un mismo plano social y podrían casarse y, a lo mejor, María, al saberlo, se tiraría desnuda al río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino.

Era agradable y estimulante pensar en la ciudad,… pensar que algún día podría ser él un honorable caballero,… pensar que, con ello, Ana perdía su inasequibilidad y se colocaba al alcance de su mano. Dejaría, entonces, de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos con boñigas, resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. Ana, en tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz maleducado y pueblerino.

Cuando abandonó la casa del Indiano era ya de noche. Daniel, el Mochuelo, pensó que era grato pensar en la oscuridad. Casi se asustó al sentir la presión de unos dedos en la carne de su brazo. Era María.

¿Por qué has tardado tanto en dejarle los quesos a Ana, Mochuelo? inquirió la niña.

Le dolió que María vulnerase con este desparpajo su intimidad, que no le dejase tranquilo ni para madurar y reflexionar sobre su porvenir.

Adoptó un gracioso aire de superioridad. ¿Vas a dejarme en paz de una vez, mocosa?Andaba de prisa, y María casi corría, a su lado, bajando la varga. ¿Por qué te pusiste el traje nuevo para subirle los quesos, Mochuelo? Di insistió ella.Él se detuvo en medio de la carretera, exasperado. Dudó, por un momento, si abofetear a la niña.

A ti no te importa nada de lo mío, ¿entiendes? dijo, finalmente.Le tembló la voz a María al indagar: ¿Es que te gusta más Ana que yo?El Mochuelo soltó una carcajada. Se aproximó mucho a la niña para gritarle: ¡Óyeme! Ana es la chica más guapa del valle y tiene cutis y tú eres fea como un coco de luz y tienes la cara llena de pecas. ¿No ves la diferencia?

Reanudó la marcha hacia su casa. María ya no le seguía. Se había sentado en la cuneta derecha del camino y, ocultando la pecosa carita entre las manos, lloraba con un hipo atroz.

LAS PACES CON MARÍA

Mientras regresaba a su casa, él siguió pensando en las relaciones de la Guindilla con Quino, el Manco, el padre de María. Fue un hecho curioso que tan pronto pensó en estas relaciones, sintió que se desvanecía totalmente su vieja aversión por la chiquilla. Y en su lugar brotaba como un vago impulso de compasión.

Una mañana la encontró hurgando entre la maleza, en la ribera del río. ¡Ayúdame, Mochuelo! Se ha escondido aquí un malvís que casi no vuela.Él se afanó por atrapar al pájaro. Al fin lo consiguió, pero el animalito, forcejeando por escapar, se precipitó en el río y se ahogó en un instante. Entonces, María se sentó en la orilla, con los pies sumergidos en la corriente. El Mochuelo se sentó a su lado. A ambos les entristecía la inopinada muerte del pájaro. Luego, la tristeza se disipó.

¿Es verdad que tu padre se va a casar con la Guindilla? dijo el Mochuelo. Eso dicen. ¿Quién lo dice? Ellos. ¿Tú qué dices? Nada. Tu padre, ¿qué dice? Que se casa para que yo tenga una madre. Ni pintada querría yo una madre como la Guindilla dijo el Mochuelo. Mi padre dice que ella me lavará la cara y me peinará las trenzas.Volvió a insistir el Mochuelo: Y tú, ¿qué dices? Nada.

Daniel, el Mochuelo, presentía el sufrimiento inexpresado de la pequeña, el valor heroico de su hermetismo, tan dignamente sostenido.La niña preguntó de pronto: ¿Es cierto que tú marchas a la ciudad? Dentro de tres meses. Mi padre ha encontrado un lugar para trabajar. Y quiere que vayamos con él. Y tú, ¿qué dices? Nada.

Después de hablar se dio cuenta el Mochuelo de que se habían cambiado las tornas; de que era él, ahora, el que no decía nada. Y comprendió que entre él y María surgía de repente un punto común de rara afinidad.

Y que no lo pasaba mal charlando con la niña, y que los dos se asemejaban en que tenían que acatar lo que más convenía a sus padres sin que a ellos se les pidiera opinión. Y advirtió también que estando así, charlando de unas cosas y otras, se estaba bien y no se acordaba para nada de Ana.