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Moreno Rubio Mónica Eugenia
Historia e Identidad
Docente: Dra. Lorena Osorio Franco
Identidad, militancia e intolerancia: un llamado a la razón
Introducción.
Los estudios dedicados al fenómeno de la identidad, sea ésta colectiva o individual,
han destacado la manera en la que se conforma y se modifica a lo largo del tiempo,
dependiendo del contexto y de las relaciones que se entablen con las demás identidades.
No obstante, se han dejado de lado los análisis más profundos sobre la explicación
de los efectos que ciertas identidades pueden tener sobre el individuo y la sociedad, dándole
mayor peso a las descripciones profundas o densas sobre la forma en que se crean y se
expresan las mismas.
Es evidente la importancia de explorar de qué manera actúa la identidad individual
para diferenciar el “yo” del “otro”, el “nosotros” de “los otros”. Es relevante dar cuenta de
la manera en la que el ser humano se etiqueta a sí mismo, a los sujetos con los que se
identifica y a los sujetos con los que no se identifica. Éste es el punto clave de la discusión:
determinar con quiénes no se identifica el individuo y qué sucede cuando la identidad
colectiva entra dentro de la ecuación.
En este trabajo se asegura que la identidad colectiva religiosa y la antirreligiosa,
mediante ciertos mecanismos, combinaciones y modalidades de participación, siempre
dentro de un contexto determinado, pueden generar efectos que resulten no ser positivos, ni
para el grupo al que se pertenece ni para la sociedad en general.
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Desarrollo
Uno de los efectos más visibles y a la vez preocupantes que surgen de la identidad
es la intolerancia. Sin embargo, aquí no se hablará de cualquier tipo de identidad ni de
cualquier tipo de intolerancia, ya que el centro de atención será la vertiente religiosa de
ambos conceptos, incluyendo además la contraparte: la vertiente antirreligiosa. ¿De qué
manera o de acuerdo con qué mecanismos la identidad religiosa o la antirreligiosa pueden
generar intolerancia?
Puede proponerse como hipótesis que la militancia en un grupo que comparte una
identidad colectiva, sea religiosa o antirreligiosa, puede generar actos o actitudes de
intolerancia hacia quienes no piensan o actúan del mismo modo.
Antes de desarrollar a fondo la aseveración anterior, hay que comenzar por aclarar
qué es la identidad. Gilberto Giménez (2009) ofrece la definición de las identidades
sociales, entendiéndolas como la “representación (compartida) que tienen los agentes
(individuos o grupos) de su posición en el espacio social y de sus relaciones con otros
agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en
el mismo espacio […] [L]a identidad es esencialmente distintiva, relativamente duradera y
tiene que ser socialmente reconocida” (Giménez; 2009: 202).
Más adelante, el mismo autor puntualiza la identidad religiosa como una
“dimensión particular” que existe dentro del universo de las identidades sociales. Esta
dimensión en particular hace referencia explícita a la “representación que tienen los actores
religiosos de su posición y de su destino último en el cosmos (‘salvación’), desde el punto
de vista de las creencias de su grupo religioso de pertenencia, siempre en contraste con
otras representaciones o visiones del mundo de otros grupos” (Giménez; 2009: 203).
De acuerdo con lo anterior, no hay que descuidar que, como señala Giménez, el
contraste estará presente de manera constante. Si bien dicha situación de diferenciación es
lo que nos lleva a reconocernos como parte de un “nosotros” en contraposición de un “los
otros”, es ahí en donde se pueden generar situaciones de conflicto al momento en que de
alguna manera se asume que las identidades sociales de terceros son una “amenaza” que no
todas las veces es real.
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Por otra parte, la tolerancia religiosa
“[Es]…una relación horizontal entre ciudadanos y su identidad pública
entre sí, y de las iglesias, mezquitas, sinagogas, congregaciones y demás
asociaciones religiosas y éticas de los ciudadanos entre ellas. Los ciudadanos
que actúan individualmente o en grupos se toleran si se abstienen de interferir
con las prácticas o creencias de los demás, incluso cuando están convencidos
de que son erróneas…” (Williams y Waldron; 2008: 5) (Traducción propia).
El sostener que la tolerancia significa “soportar” lo distinto no puede ser más erróneo.
Dicha acepción se interpreta como una relación vertical, de poder y hasta en ocasiones
condescendiente, en donde el que tolera no hace más que “perdonar y dejar vivir” al
diferente y simplemente mirar hacia otro lado. Esa forma de entender a la tolerancia quedó
superada desde hace mucho tiempo:
“… [Ello] nos limitaría a un entendimiento obsoleto de la tolerancia
como un acto de gracia real, una imagen de tolerancia que puede haber
sido suficientemente adecuada para la monarquía o el antiguo régimen…
Lo que el Estado moderno debe a sus ciudadanos no es tolerancia, sino
justicia y la tolerancia entendida adecuadamente es materia no de política
sino de la moral privada…” (Williams y Waldron; 2008: 5) (Traducción
propia).
De esta manera, observar a la tolerancia como un acto de condescendencia
(Landázuri; 2004) (Calvo; 2004), de relación asimétrica entre los sujetos y el poder, queda
superado por las argumentaciones de los autores que la observan como una relación
horizontal entre individuos.
La horizontalidad se refiere a la coexistencia y, por otro lado, se concibe a la
tolerancia como un medio para evitar o dar fin al conflicto (Forst; 2003: 74), con lo que está
de acuerdo Michael Walzer (1998) cuando argumenta que la tolerancia es una actitud
resignada de aceptación de la diferencia para mantener la paz (Walzer; 1998: 25). En
resumen, el concepto de tolerancia se entiende como un instrumento para la coexistencia
entre individuos en una relación horizontal, cuyo objetivo es mantener o alcanzar la paz.
Ello queda entendido y vinculado con la concepción de un individuo racional que observa y
usa la tolerancia, en palabras simples, como un medio para alcanzar un fin. Por ello, el uso
de la tolerancia es racional.
En este mismo sentido, ¿qué entendemos por racionalidad? Aquí se entiende en su
vertiente axiológica, vista como un caso especial de racionalidad cognitiva tal como lo
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propone Raymond Boudon (2010) como la acción que implica “Encontrar la explicación
correcta a un fenómeno… Ser axiológicamente racional significa encontrar un conjunto de
razones sólidas y fuertemente articuladas que conducen a una conclusión normativa…”
(Boudon en Noguera; 2010: 189); misma definición que Arriaga Martínez (2011)
ejemplifica con el siguiente razonamiento: “este objetivo me parece útil pero antes de
ejecutar los medios para alcanzarlo yo debo ver si estos mismos son legales y justos…”
(Arriaga; 2011: 150).
Es decir: la tolerancia y la racionalidad vienen articuladas en el sentido de que
aquélla es ejercida de tal manera para lograr un fin, en donde se ponen en la balanza los
actos que se pretenden llevar a cabo dentro de un marco de una relación horizontal y no de
dominio. Por ello, tolerar no es soportar: es un acto racional de los seres humanos cuyo fin
es la convivencia pacífica.
Por otro lado, es necesario aclarar qué es la militancia la cual, para los fines de este
trabajo, no se limita a su dimensión política. La militancia moderna, tal como la define
Nelson Rosário de Souza (1999) se remite a la palabra “militante”, que es “aquél que
defiende activamente una causa y entra en combate para ver victoriosas las ideas del grupo
al que pertenece” (de Souza; 1999: 132) (Traducción propia).
El autor también propone que, vista la acepción utilizada de “militancia” en estrecha
relación con lo “militar” o el “ejército”, se puede especular que la militancia religiosa (y
hasta antirreligiosa, como se propone aquí) también implica que el individuo es visto como
un combatiente disciplinado “consciente de su deber, voluntarioso, persistente, tenaz y
formado para tener un comportamiento de obediencia y respeto a la jerarquía, para estar
totalmente entregado a la organización y subordinado a un objetivo final…” (de Souza;
1999: 133).
Igualmente, entendemos que la “total entrega a la organización” conlleva la
inversión de recursos, que pueden ser en tiempo o dinero. Considero que el invertir tiempo
podría ser más relevante en este caso, dado que un militante de una organización religiosa o
antirreligiosa puede donar recursos económicos sin poner un pie jamás en la institución o
grupo al que pertenece. De esta manera, el militante se imbuye, participa, planea, obedece a
su jerarquía.
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De aquí resulta que al ser la militancia una defensa y combate activo para lograr un
fin dentro de un grupo de identidad en el que impera el respeto a la jerarquía la cual es, por
definición, vertical, se entraría en contradicción con el ejercicio de la tolerancia porque ésta
conlleva una relación, contrariamente, horizontal.
Renée De la Torre (1996) señala en su artículo “El péndulo de las identidades
católicas” que, efectivamente, existe el riesgo que aquí se discute. Argumenta que dentro
del contraste o diferenciación que se mencionó anteriormente, el ejercicio de distinguir el
“yo” del “nosotros” y éste de “los otros”, la autora entiende a la identidad como una
práctica de poder, en el contexto de “luchas que defienden el valor de ser y permanecer uno
mismo en contraposición de quienes buscan reivindicar el derecho a convertirse en otro y
en casos extremos, cuando las identidades se saben debilitadas o amenazadas por otros, se
producen prácticas de intolerancia”. (De la Torre; 1996: 89).
Debe quedar claro que las identidades sociales por sí mismas no son causa de la
militancia. Para que se dé una práctica militante dentro de un grupo religioso deben
presentarse más variables. Es más certero decir que una de las explicaciones de la
militancia es la existencia de una identidad social o colectiva.
En los campos religioso y antirreligioso, existen identidades que orientan al sujeto
sobre su posición en ese contexto y sobre la forma en la que se relacionará con los demás,
tal como lo expresó Giménez. Una forma en la que dichas relaciones pueden manifestarse
(sin que sea norma, pero el riesgo existe) es mediante la intolerancia, tal vez no intragrupal,
pero sí intergrupal: grupos religiosos versus otros grupos religiosos o antirreligiosos y
viceversa.
Para finalizar este apartado sobre definiciones, es también justo comentar qué es la
intolerancia y, más importante aun, cómo es que surge. Pablo Latapí (2003) argumenta que
tiene dos raíces:
Por una parte, búsqueda de seguridad y necesidad de afirmación. Toda
cultura o subcultura tiende a defender lo que le da identidad; por esto puede
reaccionar ante el ‘diferente’, ante el extranjero u ‘otro’ con hostilidad o, al
menos, con suspicacia… La segunda raíz de la intolerancia es la tendencia a
absolutizar nuestras verdades… En el inmenso campo de las posibles
verdades y opiniones –lo religioso, lo político, lo científico, lo artístico, todo
lo que conocemos– estamos expuestos al riesgo de absolutizar nuestros
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conocimientos, excluyendo a los contrarios o diferentes y calificándolos
como falsos (Latapí; 2003: 441).
Al volver absolutas nuestras verdades se corren dos riesgos principales. El primero:
no observar ni analizar otras aproximaciones que podrían ser más precisas. Y segundo:
pretender que todos los demás individuos piensen igual, concuerden con dicha verdad
absoluta y no la discutan en forma alguna. Ahí es donde la militancia y la intolerancia se
engranan: se dicta una verdad absoluta dentro de un contexto jerarquizado y vertical, con la
cual no puede polemizarse ni es posible someterla a análisis y, a partir de ahí, se buscará
imponer dicha verdad a los demás como medio de defensa ante una amenaza que bien
podría ser inexistente.
Ahora bien, ¿cuáles son las amenazas frente a las cuales la responde la identidad
colectiva que aquí se trata? Renée De la Torre (1996) menciona que dentro de los campos
de interacción de la identidad religiosa ─específicamente en la católica─ existe un eje
estructurante definido por “la relación de lo católico frente a la creciente secularización de
la sociedad… el nosotros católico frente a la amenaza secularizante de la sociedad” (De la
Torre; 1996: 98).
Entendiendo la secularización como “uno de los más grandes cambios en la
estructura y cultura sociales: el desplazamiento de la religión del centro de la vida humana”
(Bruce; 2011: 1), queda entendido que dicho desplazamiento es visto como una amenaza
por los individuos que son parte de una agrupación que comparte una fuerte identidad
colectiva religiosa ─podría suponerse que─ institucional. De esta manera, la militancia
queda articulada con la intolerancia que se genera frente a una ─así asumida─ amenaza.
Como contraparte, los individuos antirreligiosos que de alguna manera comparten
una identidad colectiva ─circunstancia en la que es difícil afirmar que conformen un
movimiento organizado, comparable con los grupos religiosos institucionales─, también
identifican una amenaza: la fe. “Esta es una razón del porqué hago todo lo que esté en mi
poder para advertir a las personas en contra de la fe misma; no solamente en contra del
llamado ‘extremismo’ religioso. Las enseñanzas de la religión moderada, aunque no son
extremistas en sí mismas, son una invitación abierta al extremismo” (Dawkins; 2006: 259).
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En resumidas cuentas: al combinar la militancia, entendida como ha quedado dicho
anteriormente, con la asunción de la existencia de una amenaza, se tiene el germen para el
surgimiento de la intolerancia religiosa.
Lo anterior no debe entenderse como una posibilidad inminente de un ataque físico,
material o de un atropello a los derechos humanos de los individuos. La intolerancia no
siempre terminará en actos de discriminación o de violencia. En este sentido, es posible que
la intolerancia no vaya más allá de una idea, una molestia, un gesto o tal vez un comentario,
ya que que tampoco es posible obligar a los demás a pensar y a actuar como uno mismo.
Aun más, hay que tener mucho cuidado en ese aspecto.
En este sentido es que Rodríguez Zepeda (2008) pregunta
¿Qué sucede cuando a una persona no le resulta agradable la apariencia
de otra y la llega incluso a considerar sin mérito y sin interés, pero no
hace nada para lastimarla o dañarla? ¿Podríamos decir que la está
discriminando o tendríamos que aceptar que está ejerciendo su libertad
de opinión y pensamiento, aun cuando este ejercicio fuera de mal gusto y
hasta grosero? (Rodríguez; 2008: 22).
La intolerancia tiene entonces una amplia variedad de matices y ha quedado
perfectamente claro que no es algo que pueda desaparecer de la noche a la mañana. De
hecho, no es objetivo del presente ensayo proponer tal cosa. El punto central es que se debe
tener cuidado cuando se combina la tendencia a la intolerancia con una militancia ferviente
y activa a favor o en contra de alguna religión.
¿La solución está en no ser militante de ninguna agrupación relacionada con la
religión o la antirreligión? ¿Es el destino de la militancia que genere efectos negativos? La
respuesta es no. Es cierto que la organización en torno a una creencia o una no creencia
tiene posibilidades de tornarse defensiva cuando se percibe la existencia de una amenaza.
En el caso de la secularización, ésta no tendría que verse necesariamente como un peligro si
se entiende que lo secular no implica el abandono de la religión ni un ateísmo recalcitrante;
en este mismo sentido, la fe tampoco implica necesariamente que ésta se desvirtúe hacia el
extremismo del que Dawkins advierte. La militancia, entonces, debe incluir también un
estudio serio y objetivo de las implicaciones reales de las supuestas amenazas que se
ciernen sobre la fe o la secularización.
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Es en dicho estudio serio donde entra en juego la identidad colectiva. Retomemos
por un momento la definición de identidad que ofrece Gilberto Giménez: “representación
(compartida) que tienen los agentes (individuos o grupos) de su posición en el espacio
social y de sus relaciones con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma
posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio… [L]a identidad es
esencialmente distintiva, relativamente duradera y tiene que ser socialmente reconocida…”
(Giménez; 2009: 202) (Énfasis añadido).
Si la identidad colectiva va a generar militancia, no debe olvidarse que el espacio es
social, que existen relaciones con otros agentes, que se ocupa una posición ─compartida o
diferenciada─ siempre en el mismo espacio.
En otras palabras y con el ánimo de identificar los efectos sociales que puede
generar la militancia como producto de la identidad religiosa o antirreligiosa, es de interés
para los científicos sociales tener un panorama claro de los mismos y poner en la mesa de la
discusión que la identidad colectiva puede ser un referente sólido que genere solidaridad,
seguridad y sentido de pertenencia sin dejar de lado que existen campos sociales en los que
hay una tendencia un poco más marcada a radicalizar el comportamiento de los sujetos
llevándolos, probablemente, a generar actos de intolerancia.
Una militancia racional en términos axiológicos, que vaya de la mano con una
identidad colectiva, puede ser el punto de partida para una convivencia pacífica entre
grupos de ideología distinta. Por ello no se propone que desaparezca la militancia – es un
fenómeno que se ha presentado en toda la historia del hombre – sino que se aproveche para
ampliar las discusiones, debates, generar consensos y conocimiento con el fin de
concientizar a los individuos sobre la importancia de la participación colectiva en la vida
social sin que ello genere tensiones innecesarias.
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Conclusiones
Si el pertenecer a un grupo, religioso o antirreligioso, es una elección totalmente
racional, ¿por qué no actuar conforme a ello? Se debe tener cuidado de que una identidad
colectiva o individual asumida de manera racional no se traduzca en actos irracionales que
pretendan fundamentarse en una identidad asumida conscientemente desde un inicio.
Se observa que la intolerancia religiosa no es exclusiva de los grupos organizados
alrededor de una creencia en deidades, sino también que en los individuos que comparten
una identidad colectiva antirreligiosa, la militancia se articula con la intolerancia frente a
una supuesta amenaza.
En este sentido, ni la secularización ni la fe tendrían por qué ser un peligro en sí
mismas. El problema surge de cómo se entienden esos dos conceptos y cómo es que, a
partir de lo que determina una autoridad ─sea tradicional o puramente carismática─, el
resto de los miembros de un grupo religioso o antirreligioso ─organizado o no─ asumen
que lo que se dice es la verdad y que dicha verdad debe ser aceptada, a como dé lugar, por
los demás miembros de la sociedad.
Finalmente, en palabras de Karl Popper, “el aumento del conocimiento depende por
completo de la existencia del desacuerdo”; por ello es importante tener claro que no existen
verdades absolutas así como tampoco postulados que no puedan ser sometidos a discusión
para generar acuerdos. Si la identidad colectiva ofrece un sentido de pertenencia, debemos
entender también que el “los otros” es un interlocutor, no un enemigo.
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