Militancia e Intolerancia

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1 Moreno Rubio Mónica Eugenia Historia e Identidad Docente: Dra. Lorena Osorio Franco Identidad, militancia e intolerancia: un llamado a la razón Introducción. Los estudios dedicados al fenómeno de la identidad, sea ésta colectiva o individual, han destacado la manera en la que se conforma y se modifica a lo largo del tiempo, dependiendo del contexto y de las relaciones que se entablen con las demás identidades. No obstante, se han dejado de lado los análisis más profundos sobre la explicación de los efectos que ciertas identidades pueden tener sobre el individuo y la sociedad, dándole mayor peso a las descripciones profundas o densas sobre la forma en que se crean y se expresan las mismas. Es evidente la importancia de explorar de qué manera actúa la identidad individual para diferenciar el “yo” del “otro”, el “nosotros” de “los otros”. Es relevante dar cuenta de la manera en la que el ser humano se etiqueta a sí mismo, a los sujetos con los que se identifica y a los sujetos con los que no se identifica. Éste es el punto clave de la discusión: determinar con quiénes no se identifica el individuo y qué sucede cuando la identidad colectiva entra dentro de la ecuación. En este trabajo se asegura que la identidad colectiva religiosa y la antirreligiosa, mediante ciertos mecanismos, combinaciones y modalidades de participación, siempre dentro de un contexto determinado, pueden generar efectos que resulten no ser positivos, ni para el grupo al que se pertenece ni para la sociedad en general.

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Se propone que la militancia o activismo tiene una relación con la intolerancia religiosa.

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Moreno Rubio Mónica Eugenia

Historia e Identidad

Docente: Dra. Lorena Osorio Franco

Identidad, militancia e intolerancia: un llamado a la razón

Introducción.

Los estudios dedicados al fenómeno de la identidad, sea ésta colectiva o individual,

han destacado la manera en la que se conforma y se modifica a lo largo del tiempo,

dependiendo del contexto y de las relaciones que se entablen con las demás identidades.

No obstante, se han dejado de lado los análisis más profundos sobre la explicación

de los efectos que ciertas identidades pueden tener sobre el individuo y la sociedad, dándole

mayor peso a las descripciones profundas o densas sobre la forma en que se crean y se

expresan las mismas.

Es evidente la importancia de explorar de qué manera actúa la identidad individual

para diferenciar el “yo” del “otro”, el “nosotros” de “los otros”. Es relevante dar cuenta de

la manera en la que el ser humano se etiqueta a sí mismo, a los sujetos con los que se

identifica y a los sujetos con los que no se identifica. Éste es el punto clave de la discusión:

determinar con quiénes no se identifica el individuo y qué sucede cuando la identidad

colectiva entra dentro de la ecuación.

En este trabajo se asegura que la identidad colectiva religiosa y la antirreligiosa,

mediante ciertos mecanismos, combinaciones y modalidades de participación, siempre

dentro de un contexto determinado, pueden generar efectos que resulten no ser positivos, ni

para el grupo al que se pertenece ni para la sociedad en general.

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Desarrollo

Uno de los efectos más visibles y a la vez preocupantes que surgen de la identidad

es la intolerancia. Sin embargo, aquí no se hablará de cualquier tipo de identidad ni de

cualquier tipo de intolerancia, ya que el centro de atención será la vertiente religiosa de

ambos conceptos, incluyendo además la contraparte: la vertiente antirreligiosa. ¿De qué

manera o de acuerdo con qué mecanismos la identidad religiosa o la antirreligiosa pueden

generar intolerancia?

Puede proponerse como hipótesis que la militancia en un grupo que comparte una

identidad colectiva, sea religiosa o antirreligiosa, puede generar actos o actitudes de

intolerancia hacia quienes no piensan o actúan del mismo modo.

Antes de desarrollar a fondo la aseveración anterior, hay que comenzar por aclarar

qué es la identidad. Gilberto Giménez (2009) ofrece la definición de las identidades

sociales, entendiéndolas como la “representación (compartida) que tienen los agentes

(individuos o grupos) de su posición en el espacio social y de sus relaciones con otros

agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en

el mismo espacio […] [L]a identidad es esencialmente distintiva, relativamente duradera y

tiene que ser socialmente reconocida” (Giménez; 2009: 202).

Más adelante, el mismo autor puntualiza la identidad religiosa como una

“dimensión particular” que existe dentro del universo de las identidades sociales. Esta

dimensión en particular hace referencia explícita a la “representación que tienen los actores

religiosos de su posición y de su destino último en el cosmos (‘salvación’), desde el punto

de vista de las creencias de su grupo religioso de pertenencia, siempre en contraste con

otras representaciones o visiones del mundo de otros grupos” (Giménez; 2009: 203).

De acuerdo con lo anterior, no hay que descuidar que, como señala Giménez, el

contraste estará presente de manera constante. Si bien dicha situación de diferenciación es

lo que nos lleva a reconocernos como parte de un “nosotros” en contraposición de un “los

otros”, es ahí en donde se pueden generar situaciones de conflicto al momento en que de

alguna manera se asume que las identidades sociales de terceros son una “amenaza” que no

todas las veces es real.

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Por otra parte, la tolerancia religiosa

“[Es]…una relación horizontal entre ciudadanos y su identidad pública

entre sí, y de las iglesias, mezquitas, sinagogas, congregaciones y demás

asociaciones religiosas y éticas de los ciudadanos entre ellas. Los ciudadanos

que actúan individualmente o en grupos se toleran si se abstienen de interferir

con las prácticas o creencias de los demás, incluso cuando están convencidos

de que son erróneas…” (Williams y Waldron; 2008: 5) (Traducción propia).

El sostener que la tolerancia significa “soportar” lo distinto no puede ser más erróneo.

Dicha acepción se interpreta como una relación vertical, de poder y hasta en ocasiones

condescendiente, en donde el que tolera no hace más que “perdonar y dejar vivir” al

diferente y simplemente mirar hacia otro lado. Esa forma de entender a la tolerancia quedó

superada desde hace mucho tiempo:

“… [Ello] nos limitaría a un entendimiento obsoleto de la tolerancia

como un acto de gracia real, una imagen de tolerancia que puede haber

sido suficientemente adecuada para la monarquía o el antiguo régimen…

Lo que el Estado moderno debe a sus ciudadanos no es tolerancia, sino

justicia y la tolerancia entendida adecuadamente es materia no de política

sino de la moral privada…” (Williams y Waldron; 2008: 5) (Traducción

propia).

De esta manera, observar a la tolerancia como un acto de condescendencia

(Landázuri; 2004) (Calvo; 2004), de relación asimétrica entre los sujetos y el poder, queda

superado por las argumentaciones de los autores que la observan como una relación

horizontal entre individuos.

La horizontalidad se refiere a la coexistencia y, por otro lado, se concibe a la

tolerancia como un medio para evitar o dar fin al conflicto (Forst; 2003: 74), con lo que está

de acuerdo Michael Walzer (1998) cuando argumenta que la tolerancia es una actitud

resignada de aceptación de la diferencia para mantener la paz (Walzer; 1998: 25). En

resumen, el concepto de tolerancia se entiende como un instrumento para la coexistencia

entre individuos en una relación horizontal, cuyo objetivo es mantener o alcanzar la paz.

Ello queda entendido y vinculado con la concepción de un individuo racional que observa y

usa la tolerancia, en palabras simples, como un medio para alcanzar un fin. Por ello, el uso

de la tolerancia es racional.

En este mismo sentido, ¿qué entendemos por racionalidad? Aquí se entiende en su

vertiente axiológica, vista como un caso especial de racionalidad cognitiva tal como lo

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propone Raymond Boudon (2010) como la acción que implica “Encontrar la explicación

correcta a un fenómeno… Ser axiológicamente racional significa encontrar un conjunto de

razones sólidas y fuertemente articuladas que conducen a una conclusión normativa…”

(Boudon en Noguera; 2010: 189); misma definición que Arriaga Martínez (2011)

ejemplifica con el siguiente razonamiento: “este objetivo me parece útil pero antes de

ejecutar los medios para alcanzarlo yo debo ver si estos mismos son legales y justos…”

(Arriaga; 2011: 150).

Es decir: la tolerancia y la racionalidad vienen articuladas en el sentido de que

aquélla es ejercida de tal manera para lograr un fin, en donde se ponen en la balanza los

actos que se pretenden llevar a cabo dentro de un marco de una relación horizontal y no de

dominio. Por ello, tolerar no es soportar: es un acto racional de los seres humanos cuyo fin

es la convivencia pacífica.

Por otro lado, es necesario aclarar qué es la militancia la cual, para los fines de este

trabajo, no se limita a su dimensión política. La militancia moderna, tal como la define

Nelson Rosário de Souza (1999) se remite a la palabra “militante”, que es “aquél que

defiende activamente una causa y entra en combate para ver victoriosas las ideas del grupo

al que pertenece” (de Souza; 1999: 132) (Traducción propia).

El autor también propone que, vista la acepción utilizada de “militancia” en estrecha

relación con lo “militar” o el “ejército”, se puede especular que la militancia religiosa (y

hasta antirreligiosa, como se propone aquí) también implica que el individuo es visto como

un combatiente disciplinado “consciente de su deber, voluntarioso, persistente, tenaz y

formado para tener un comportamiento de obediencia y respeto a la jerarquía, para estar

totalmente entregado a la organización y subordinado a un objetivo final…” (de Souza;

1999: 133).

Igualmente, entendemos que la “total entrega a la organización” conlleva la

inversión de recursos, que pueden ser en tiempo o dinero. Considero que el invertir tiempo

podría ser más relevante en este caso, dado que un militante de una organización religiosa o

antirreligiosa puede donar recursos económicos sin poner un pie jamás en la institución o

grupo al que pertenece. De esta manera, el militante se imbuye, participa, planea, obedece a

su jerarquía.

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De aquí resulta que al ser la militancia una defensa y combate activo para lograr un

fin dentro de un grupo de identidad en el que impera el respeto a la jerarquía la cual es, por

definición, vertical, se entraría en contradicción con el ejercicio de la tolerancia porque ésta

conlleva una relación, contrariamente, horizontal.

Renée De la Torre (1996) señala en su artículo “El péndulo de las identidades

católicas” que, efectivamente, existe el riesgo que aquí se discute. Argumenta que dentro

del contraste o diferenciación que se mencionó anteriormente, el ejercicio de distinguir el

“yo” del “nosotros” y éste de “los otros”, la autora entiende a la identidad como una

práctica de poder, en el contexto de “luchas que defienden el valor de ser y permanecer uno

mismo en contraposición de quienes buscan reivindicar el derecho a convertirse en otro y

en casos extremos, cuando las identidades se saben debilitadas o amenazadas por otros, se

producen prácticas de intolerancia”. (De la Torre; 1996: 89).

Debe quedar claro que las identidades sociales por sí mismas no son causa de la

militancia. Para que se dé una práctica militante dentro de un grupo religioso deben

presentarse más variables. Es más certero decir que una de las explicaciones de la

militancia es la existencia de una identidad social o colectiva.

En los campos religioso y antirreligioso, existen identidades que orientan al sujeto

sobre su posición en ese contexto y sobre la forma en la que se relacionará con los demás,

tal como lo expresó Giménez. Una forma en la que dichas relaciones pueden manifestarse

(sin que sea norma, pero el riesgo existe) es mediante la intolerancia, tal vez no intragrupal,

pero sí intergrupal: grupos religiosos versus otros grupos religiosos o antirreligiosos y

viceversa.

Para finalizar este apartado sobre definiciones, es también justo comentar qué es la

intolerancia y, más importante aun, cómo es que surge. Pablo Latapí (2003) argumenta que

tiene dos raíces:

Por una parte, búsqueda de seguridad y necesidad de afirmación. Toda

cultura o subcultura tiende a defender lo que le da identidad; por esto puede

reaccionar ante el ‘diferente’, ante el extranjero u ‘otro’ con hostilidad o, al

menos, con suspicacia… La segunda raíz de la intolerancia es la tendencia a

absolutizar nuestras verdades… En el inmenso campo de las posibles

verdades y opiniones –lo religioso, lo político, lo científico, lo artístico, todo

lo que conocemos– estamos expuestos al riesgo de absolutizar nuestros

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conocimientos, excluyendo a los contrarios o diferentes y calificándolos

como falsos (Latapí; 2003: 441).

Al volver absolutas nuestras verdades se corren dos riesgos principales. El primero:

no observar ni analizar otras aproximaciones que podrían ser más precisas. Y segundo:

pretender que todos los demás individuos piensen igual, concuerden con dicha verdad

absoluta y no la discutan en forma alguna. Ahí es donde la militancia y la intolerancia se

engranan: se dicta una verdad absoluta dentro de un contexto jerarquizado y vertical, con la

cual no puede polemizarse ni es posible someterla a análisis y, a partir de ahí, se buscará

imponer dicha verdad a los demás como medio de defensa ante una amenaza que bien

podría ser inexistente.

Ahora bien, ¿cuáles son las amenazas frente a las cuales la responde la identidad

colectiva que aquí se trata? Renée De la Torre (1996) menciona que dentro de los campos

de interacción de la identidad religiosa ─específicamente en la católica─ existe un eje

estructurante definido por “la relación de lo católico frente a la creciente secularización de

la sociedad… el nosotros católico frente a la amenaza secularizante de la sociedad” (De la

Torre; 1996: 98).

Entendiendo la secularización como “uno de los más grandes cambios en la

estructura y cultura sociales: el desplazamiento de la religión del centro de la vida humana”

(Bruce; 2011: 1), queda entendido que dicho desplazamiento es visto como una amenaza

por los individuos que son parte de una agrupación que comparte una fuerte identidad

colectiva religiosa ─podría suponerse que─ institucional. De esta manera, la militancia

queda articulada con la intolerancia que se genera frente a una ─así asumida─ amenaza.

Como contraparte, los individuos antirreligiosos que de alguna manera comparten

una identidad colectiva ─circunstancia en la que es difícil afirmar que conformen un

movimiento organizado, comparable con los grupos religiosos institucionales─, también

identifican una amenaza: la fe. “Esta es una razón del porqué hago todo lo que esté en mi

poder para advertir a las personas en contra de la fe misma; no solamente en contra del

llamado ‘extremismo’ religioso. Las enseñanzas de la religión moderada, aunque no son

extremistas en sí mismas, son una invitación abierta al extremismo” (Dawkins; 2006: 259).

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En resumidas cuentas: al combinar la militancia, entendida como ha quedado dicho

anteriormente, con la asunción de la existencia de una amenaza, se tiene el germen para el

surgimiento de la intolerancia religiosa.

Lo anterior no debe entenderse como una posibilidad inminente de un ataque físico,

material o de un atropello a los derechos humanos de los individuos. La intolerancia no

siempre terminará en actos de discriminación o de violencia. En este sentido, es posible que

la intolerancia no vaya más allá de una idea, una molestia, un gesto o tal vez un comentario,

ya que que tampoco es posible obligar a los demás a pensar y a actuar como uno mismo.

Aun más, hay que tener mucho cuidado en ese aspecto.

En este sentido es que Rodríguez Zepeda (2008) pregunta

¿Qué sucede cuando a una persona no le resulta agradable la apariencia

de otra y la llega incluso a considerar sin mérito y sin interés, pero no

hace nada para lastimarla o dañarla? ¿Podríamos decir que la está

discriminando o tendríamos que aceptar que está ejerciendo su libertad

de opinión y pensamiento, aun cuando este ejercicio fuera de mal gusto y

hasta grosero? (Rodríguez; 2008: 22).

La intolerancia tiene entonces una amplia variedad de matices y ha quedado

perfectamente claro que no es algo que pueda desaparecer de la noche a la mañana. De

hecho, no es objetivo del presente ensayo proponer tal cosa. El punto central es que se debe

tener cuidado cuando se combina la tendencia a la intolerancia con una militancia ferviente

y activa a favor o en contra de alguna religión.

¿La solución está en no ser militante de ninguna agrupación relacionada con la

religión o la antirreligión? ¿Es el destino de la militancia que genere efectos negativos? La

respuesta es no. Es cierto que la organización en torno a una creencia o una no creencia

tiene posibilidades de tornarse defensiva cuando se percibe la existencia de una amenaza.

En el caso de la secularización, ésta no tendría que verse necesariamente como un peligro si

se entiende que lo secular no implica el abandono de la religión ni un ateísmo recalcitrante;

en este mismo sentido, la fe tampoco implica necesariamente que ésta se desvirtúe hacia el

extremismo del que Dawkins advierte. La militancia, entonces, debe incluir también un

estudio serio y objetivo de las implicaciones reales de las supuestas amenazas que se

ciernen sobre la fe o la secularización.

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Es en dicho estudio serio donde entra en juego la identidad colectiva. Retomemos

por un momento la definición de identidad que ofrece Gilberto Giménez: “representación

(compartida) que tienen los agentes (individuos o grupos) de su posición en el espacio

social y de sus relaciones con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma

posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio… [L]a identidad es

esencialmente distintiva, relativamente duradera y tiene que ser socialmente reconocida…”

(Giménez; 2009: 202) (Énfasis añadido).

Si la identidad colectiva va a generar militancia, no debe olvidarse que el espacio es

social, que existen relaciones con otros agentes, que se ocupa una posición ─compartida o

diferenciada─ siempre en el mismo espacio.

En otras palabras y con el ánimo de identificar los efectos sociales que puede

generar la militancia como producto de la identidad religiosa o antirreligiosa, es de interés

para los científicos sociales tener un panorama claro de los mismos y poner en la mesa de la

discusión que la identidad colectiva puede ser un referente sólido que genere solidaridad,

seguridad y sentido de pertenencia sin dejar de lado que existen campos sociales en los que

hay una tendencia un poco más marcada a radicalizar el comportamiento de los sujetos

llevándolos, probablemente, a generar actos de intolerancia.

Una militancia racional en términos axiológicos, que vaya de la mano con una

identidad colectiva, puede ser el punto de partida para una convivencia pacífica entre

grupos de ideología distinta. Por ello no se propone que desaparezca la militancia – es un

fenómeno que se ha presentado en toda la historia del hombre – sino que se aproveche para

ampliar las discusiones, debates, generar consensos y conocimiento con el fin de

concientizar a los individuos sobre la importancia de la participación colectiva en la vida

social sin que ello genere tensiones innecesarias.

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Conclusiones

Si el pertenecer a un grupo, religioso o antirreligioso, es una elección totalmente

racional, ¿por qué no actuar conforme a ello? Se debe tener cuidado de que una identidad

colectiva o individual asumida de manera racional no se traduzca en actos irracionales que

pretendan fundamentarse en una identidad asumida conscientemente desde un inicio.

Se observa que la intolerancia religiosa no es exclusiva de los grupos organizados

alrededor de una creencia en deidades, sino también que en los individuos que comparten

una identidad colectiva antirreligiosa, la militancia se articula con la intolerancia frente a

una supuesta amenaza.

En este sentido, ni la secularización ni la fe tendrían por qué ser un peligro en sí

mismas. El problema surge de cómo se entienden esos dos conceptos y cómo es que, a

partir de lo que determina una autoridad ─sea tradicional o puramente carismática─, el

resto de los miembros de un grupo religioso o antirreligioso ─organizado o no─ asumen

que lo que se dice es la verdad y que dicha verdad debe ser aceptada, a como dé lugar, por

los demás miembros de la sociedad.

Finalmente, en palabras de Karl Popper, “el aumento del conocimiento depende por

completo de la existencia del desacuerdo”; por ello es importante tener claro que no existen

verdades absolutas así como tampoco postulados que no puedan ser sometidos a discusión

para generar acuerdos. Si la identidad colectiva ofrece un sentido de pertenencia, debemos

entender también que el “los otros” es un interlocutor, no un enemigo.

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Bibliografía

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