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LA RETÓRICA DEL INTERÉS PERSONAL: IDEOLOGÍA Y GÉNERO EN LA TEORÍA
ECONÓMICA 1
Nancy Folbre y Heidi Hartmann
IN: MUJERES E ECONOMÍA: Nuevas perspectivas para viejos y nuevos problemas
Cristina Carrasco (ed) ,Icaria Antrazyt,1992.
El feminismo y la retórica. Una parábola.
La retórica y el feminismo se encontraron una mañana para correr junto al lago de Wellesley
College. Una y otro se encontraban allí para trabajar con la economía e intentar ponerla en
forma y ayúdarla a mejorar su capacidad de responder a las transformaciones de la realidad.
RETÓRICA (jadeante): Este trabajo me está resultando muy duro. No consigo
encontrar la manera de hacerles ver a los economistas los supuestos implícitos que
estructuran sus modelos. Todos se empeñan en desviar la atención sobre mí.
FEMINISMO (pisando con tiento): Sé muy bien a lo que te refieres. Se aferran a la
idea de que en el mercado prevalece la búsqueda perfecta del interés personal mientras
que en el hogar prevalece un perfecto altruismo. De este modo desde luego no
maximizan nuestra utilidad conjunta.
RETÓRICA: Podríamos trabajar juntas. Tú te concentras en el trasfondo ideológico de
su argumentación y les haces ver de qué modo beneficia a los hombres. Yo, por mi
parte, me apoyaré en la lógica para demostrarles que sus supuestos son contradictorios.
FEMINISMO: o sea, que tú les distraerás con latinajos mientras yo les arrebato algunos
de sus privilegios.
RETÓRICA: Bueno, si no da resultado, siempre nos queda la alternativa de casarnos y
montarnos la vida juntas.
FEMINISMO: Sí, claro, pero ¿quién se ocuparía de las niñas?
* * *
El contenido de los manuales básicos de economía y de las publicaciones de investigación
económica indica que a los economistas al parecer no les gusta hablar de la desigualdad entre
1 Publicado originariamente en Kalmer, Arjo, McCloskey, Donald, y Solow, Robert, comps., The
Consequences of Economic Rhetoric. Cambridge Universiy Press, 1988.
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hombres y mujeres (Feiner y Morgan, 1985). La mayoría parecen estar convencidos de que las
desigualdades de género se encuentran fuera del ámbito del análisis económico, en el terreno de
los datos biológicos o de los imponderables sociológicos. En el presente texto esperamos
argumentar de manera convincente que no es así y demostrar las razones y los caminos por
los que se ha tenido lugar esta limitación del discurso económico sobre este tema concreto.
Argumentamos que determinados supuestos implícitos en la retórica de la economía han
vuelto sordos a los economistas a la posibilidad de que las motivaciones económicas
contribuyan a explicar la desigualdad entre los sexos.
Nuestra estrategia se aproxima a la de McCloskey (1985). En vez de desarrollar un
análisis empírico o histórico, examinamos desde una perspectiva crítica la lógica y la
coherencia de un conjunto de supuestos básicos que han dividido al mundo de los
economistas en dos partes, designadas según los casos como lo público y lo privado, el
mercado y la familia, lo económico y lo no-económico, el ámbito de la búsqueda del interés
personal y el ámbito del altruismo, lo masculino y lo femenino. Al igual que McCloskey,
criticamos la finalidad retórica de estas dicotomías tajantes, pero a diferencia de él creemos
que esta retórica tiene un fuerte componente ideológico. El hecho de que algunos argumentos
resulten más convincentes que otros se debe en parte a que reportan mayores beneficios a
quienes deciden el resultado del debate. Nosotras argumentamos, en particular, que el interés
económico personal ha influido sobre cómo se plantean los economistas el concepto del
interés personal.
Tanto en la tradición neoclásica como en la marxiana, los economistas,
predominantemente de sexo masculino, han dado por supuesto que el interés personal motiva
las decisiones de los hombres en el mercado capitalista, pero no la actuación de los hombres o
las mujeres en el ámbito privado del hogar. Muchos economistas han considerado la relación
entre el concepto de «hombre económico racional›› y el ascenso del capitalismo (Hung, 1986;
Elster, 1979; Hirschman, 1977). La mayoría han pasado por alto, sin embargo, la relación
entre el «hombre económico racional›› y las dimensiones patriarcales de la sociedad
capitalista. Al menos dos recursos retóricos han encubierto una relación importante entre la
retórica del interés personal y la retórica del género. Dentro de la tradición neoclásica, el
supuesto de una función de utilidad conjunta ha encubierto los posibles conflictos entre las
personas individuales que componen la familia. Dentro de la tradición marxiana, el supuesto
de que los intereses de clase son primordiales ha encubierto los posibles conflictos entre las
personas de una misma clase.
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En consecuencia, ambos paradigmas idealizan la familia e imponen limitaciones muy
rigurosas a la intervención del interés personal en ese contexto (Hartman, 1981; Folbre,
1986). Como resultado de su vinculación con este ámbito claramente desinteresado y, por lo
tanto, ‹‹no económico››, se acabó presentando a las propias mujeres como criaturas
relativamente ‹‹no económicas››. Esta visión tuvo un peso importante en los primeros
argumentos contra la emancipación política y jurídica de las mujeres y todavía se utiliza para
racionalizar las desigualdades por razones de género. La imagen de la ‹‹mujer desinteresada››
resultó inicialmente un recurso retórico eficaz para conciliar el dominio masculino con la
teoría económica. Las primeras economistas feministas discutieron, no obstante, esta imagen
y las contemporáneas han documentado ampliamente el conflicto económico entre hombres y
mujeres. Sus investigaciones complementan y respaldan otros intentos actuales de superar la
segregación conceptual tradicional entre interés personal y altruismo.
En el primer apartado del texto, seguimos la evolución de la retórica del interés
personal individual, con su sesgo de género, a lo largo de la tradición neoclásica, desde sus
precursores en la filosofía política del siglo XVIII hasta los estudios empíricos
contemporáneos. El concepto de una familia altruista, con valores morales, se ha empleado
dentro de esta tradición no sólo para legitimar las desigualdades entre hombres y mujeres,
sino también para rechazar el argumento en favor de la posibilidad de aplicar consideraciones
morales y altruistas al mercado capitalista. En el segundo apartado, centramos la atención en
la tradición marxiana, donde la relevancia concedida a los intereses de clase y el deseo de
aplicar los ideales de ‹‹fraternidad›› a la economía en general con frecuencia han tenido
como resultado una idealización de la vida familiar y la negación de las desigualdades
basadas en el género2. En el tercer apartado, describimos las obras de investigación fruto de
la discrepancia feminista dentro de ambas grandes tradiciones y pasamos revista a algunas
investigaciones contemporáneas que indican que el interés económico personal ha
configurado muchas desigualdades entre hombres y mujeres. En una breve conclusión,
apuntamos la posible aportación de las observaciones y conocimientos alcanzados por las
2 El foco de atención se concentra aquí en un subconjunto de artilugios retóricos importantes: los conceptos
de interés personal y utilidad conjunta, interés de clase y solidaridad de clase. Otros conceptos que sin duda
también son importantes para comprender mejor la ideología de género de la teoría marxista son, entre otros, los de producción, trabajo productivo y valor excedente (plus-valía).
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feministas al desarrollo de una nueva economía que no asigne a las mujeres la
responsabilidad del altruismo ni la circunscriba a la familia.
La retórica neoclásica del interés personal
Individualismo masculino sería un nombre más apropiado para designar el
individualismo económico que ocupa un lugar tan central en la teoría económica neoclásica.
La mayor parte de los progenitores de la teoría económica definieron a las mujeres como
esposas y madres, y no como individuas; los estudios empíricos modernos afirman a menudo
que las mujeres son económicamente menos racionales y no están tan motivadas por el interés
personal como los hombres. Una rígida frontera teórica entre el mundo impersonal de los
hombres y el mundo personal de las mujeres ha contribuido a proteger al mercado de las
críticas morales y ha dejado las relaciones de género fuera del escrutinio económico.
El individualismo metodológico moderno tiene sus raíces en la teoría política del
siglo XVII, que peso el acento en el libre intercambio entre los individuos. C. B. McPherson
(1962), en su análisis clásico de las teorías de Thomas Hobbes y John Locke, ofrece una
buena descripción de la importancia que en ellas se concede al libre intercambio, incluido el
concepto de capital humano:
La sociedad se convierte en un conjunto de individuos libres e iguales que se
relacionan entre sí en su calidad de propietarios de sus propias capacidades y de lo
que han adquirido mediante el ejercicio de las mismas. Las relaciones de
intercambio entre los propietarios constituyen la sociedad. La sociedad política se
convierte en un artilugio calculado para proteger dichas propiedades y para mantener
unas relaciones de intercambio ordenadas (p. 3).
La cualidad ‹‹posesiva›› del individualismo en cuestión es inherente al concepto del
hombre como propietario de su persona o de sus capacidades, que nada debe a la sociedad por
la posesión de las mismas. Por consiguiente, la teoría democrática liberal siempre se centró en
las relaciones entre hombres adultos. El propio Hobbes reconoció que el afecto paterno
resultaba incongruente con su metáfora central de la sociedad humana, la ‹‹guerra de todos
contra todos››. Estipuló que su teoría se refería sólo a los hombres adultos; en sus propias
palabras, ‹‹los hombres brotaban de la tierra y de inmediato, como champiñones, alcanzaban
la plena madurez, sin ningún tipo de compromiso mutuo›› (DiStefano, 1984, p. 6). Ignoró los
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años de cuidados, aprovisionamiento y protección que, a diferencia de los champiñones,
necesitan los hombres.
Hobbes y Locke reforzaron ambos el supuesto de que los hombres no tenían ningún
compromiso con la sociedad al ignorar el tipo de relaciones que podrían generar dicho
compromiso. Como señala Nancy Hartsock (1983, 41-2), esta ‹‹ausencia de compromiso›› en
el marco de la teoría democrática liberal sólo se podía postular poniendo entre paréntesis la
vida familiar y más concretamente la crianza de los niños y niñas, y excluyéndolas del análisis.
Dice Hartsock:
Un tipo de comunidad muy distinta comenzaría a perfilarse si se considerase la
relación madre/hija o hijo, en lugar del intercambio en el mercado, como prototipo
de la interacción humana (1983, 41-2).
Adam Smith, que trasladó muchos de los supuestos de la tradición democrática liberal
a su explicación del crecimiento y el desarrollo económicos, también evitó considerar las
relaciones económicas que tenían lugar fuera del mercado. No obstante procuró compensar su
elogio de la búsqueda del interés personal individual en el mercado con la afirmación de que en
el ámbito de la familia prevalecía un afecto natural que no requería explicación. Smith dejó
bien claras sus implicaciones normativas (y su bagaje ideológico): los individuos debían actuar
de manera egoísta en el mercado impersonal, donde la mano invisible se encargaría de que los
intereses privados promoviesen el bien público. En la familia debía prevalecer, en cambio, la
mano tendida. El egoísmo sería antinatural, ineficiente e incivilizado en ese ámbito.
La cita más famosa de La riqueza de las naciones dice así. No es la benevolencia del
carnicero, el cervecero o el panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de
su propios››. (Smith, 1937). Smith nunca recordó, no obstante, que estos proveedores en
realidad no preparan la cena. Tampoco consideró la posibilidad de que las esposas preparasen
quizá la cena para sus maridos movidas por la preocupación por su propio interés personal.
Tampoco dudó en absoluto de la benevolencia de los padres y maridos. En La teoría de los
sentimientos morales, Smith (1966) trazo una línea divisoria entre lo público y lo privado,
sobre todo para asignar a la economía el primer ámbito y a la moralidad, el segundo. Para ello
no recurrió a una dicotomía simple, sino que definió unas esferas separadas o círculos
concéntricos, cada uno con su ‹‹correspondiente combinación de benevolencia hacia la propia
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persona y benevolencia en relación con los demás›› (Reisman, 1976, p. 70). La familia y las
amistades se situaban en el ámbito más próximo al círculo interior del yo masculino.3
Esta confianza en los sentimientos morales inherentes a la vida familiar resultó un
potente recurso para negar los derechos de las mujeres, toda vez que implicaba que las
mujeres, en su calidad de hijas o esposas, gozaban de la protección que suponía su pertenencia
a la familia. Poco antes de que se aprobara en Inglaterra la Ley de reforma (English Reform
Act) de 1832, por la que se extendía el derecho a voto a un círculo más amplio de hombres
propietarios, James Mill publicó un artículo en la Enciclopedia Británica donde rechazaba la
argumentación a favor del derecho a voto para las mujeres con lo que quizá sea la primera
formulación histórica del concepto de función de utilidad conjunta:
Al menos es bastante evidente que es posible excluir sin problemas a todos los
individuos cuyos intereses se encuentran englobados de manera indiscutible en los de
otros individuos. Pueden considerarse como tales todos los niños, hasta una
determinada edad, cuyos intereses están englobados en los de sus padres. También
pueden considerarse como tales las mujeres, los intereses de la mayoría de las cuales
están englobados en los de sus padres o bien de sus maridos (Mill, 1825, p. 122).
La supuesta falta de motivaciones egoístas de las mujeres no siempre se utilizó en su
contra de manera tan simplista. Algunos detractores de la emancipación femenina
observaron que las mujeres no eran demasiado aptas en la búsqueda de su interés personal y,
por lo tanto, sólo sufrirían consecuencias adversas si se las trataba como individuas. Otros
insistieron en que el contacto con el mundo del individualismo egoísta podría corromper a las
mujeres y que los hombres se verían afectados adversamente por la pérdida de su influencia
civilizadora. Herbert Spencer (1876) advirtió que la participación de las mujeres en el
gobierno desembocaría en un Estado asistencial desastroso, pues su altruismo natural podría
desbocarse y causar estragos (p. 414).
Los economistas neoclásicos contemporáneos son más tolerantes con el concepto de
un Estado del bienestar, pero siguen tratando el «ámbito femenino» como una esfera
3 . La solución de Smith seguía siendo problemática. ¿Como se deben delimitar las fronteras entre lo público y
lo privado, lo impersonal y lo personal? ¿A partir de dónde se debe trazar la línea divisoria: de la familia directa,
de todos los parientes consanguíneos de los miembros del mismo club? La mejor manera de resolver el problema
era por elisión y, efectivamente, después de Adam Smith, los economistas se mostraron calla vez más reacios a
examinar la conducta de los hombres en cualquier otro ámbito que no fuese el de los mercados. Los textos sobre
historia del pensamiento económico señalan a veces de pasada que la preocupación de Smith por la moral refleja
la inmadurez de la economía como ciencia. Puesto que las relaciones familiares están contaminadas por la moral,
es preferible confiarlas a otras disciplinas menos científicas.
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separada del «ámbito masculino›› del individualismo. Por ejemplo, la especialidad de la
economía del bienestar zozobró en gran parte bajo el peso de las objeciones contra la
agregación de las utilidades individuales en unas funciones del bienestar social (Arrow,
1963), si bien, en cambio, la agregación de las utilidades individuales dentro de la familia
planteó escasos problemas a economistas destacados, desde Samuelson (1956) hasta
Becker (1976a), dado su convencimiento de que allí imperan el consenso y el altruismo. La
continuidad histórica de la predisposición a restringir las utilidades interdependientes al
ámbito de la familia se aprecia sobre todo en el Tratado sobre la familia de Becker donde
‹‹se contraponen las ventajas del altruismo para mejorar el bienestar de padres e hijos y sus
desventajas en las transacciones mercantiles›› (Becker ,1981b, p. 1).
Becker profundiza en el debate con la admisión de que la fea cara del egoísmo puede
asomar en la familia bajo la forma de un «niño malcriado›› (rotten kid). De hecho, Becker
recurre al concepto de un dictador benevolente para explicar por qué los individuos de la
familia no se aprovechan de la benevolencia de los demás miembros. Citando sus palabras,
‹‹los padres pueden valerse de las transferencias condicionadas de riqueza como una manera
de ofrecer a sus hijos un incentivo a largo plazo para que tomen en consideración los
intereses de toda la familia››, (1981b, p. 188). El ‹‹egoísmo›› en el marco de la familia se
mantiene dentro de unos rigurosos límites y aparece asociado a la conducta inmadura de los
hijos más que a una conducta calculadora por parte de los adultos. Quienes detentan el poder
son altruistas y sólo quienes no lo tienen, pero lo desean, se portan mal (Hirshleifer, 1977;
Pollak, 1985).
Relativamente pocos economistas comparten el interés de Becker por explicar la
economía de la vida familiar. El supuesto de una función de utilidad conjunta dentro de la
familia impregna los trabajos empíricos sobre el trabajo de las mujeres en el hogar y como
parte de la fuerza de trabajo remunerada. El modelo más ampliamente aceptado de la oferta
laboral femenina presupone que las mujeres sencillamente comparan el producto marginal
del trabajo que podrían realizar en su casa con el salario que podrían obtener en el mercado
y evalúan uno y otro comparándolos con la utilidad del ocio (Mincer, 1980; Gronau, 1980).
Si las mujeres ganan menos que los hombres en el mercado pero son más productivas en el
hogar, se especializarán en la producción doméstica y maximizarán la utilidad conjunta de
la familia. La posibilidad de una distribución desigual de los productos de la producción
doméstica o de que el acceso independiente a un ingreso de mercado pueda influir sobre la
asignación de los bienes y el tiempo libre en el hogar sencillamente no se considera nunca.
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Incluso un estudio reciente que se propone analizar la asignación del ‹‹ingreso total››
(el ingreso de mercado más el valor imputado al trabajo en el hogar) entre hombres y mujeres
se apoya en el supuesto de la función de utilidad conjunta (Fuchs 1984, 1986). Al atribuir al
trabajo de las mujeres en el hogar un valor basado en su ingreso salarial, Fuchs da por sentado
que la fuente de los ingresos es irrelevante para la distribución de sus ventajas. A partir del
supuesto de un reparto equitativo dentro de la familia, Fuchs llega a la conclusión de que en
1983 una mayor participación de las mujeres en la actividad laboral había empeorado de
hecho su situación relativa c o n respecto a la de los hombres, comparada con la que 1959.4
Los enfoques neoclásicos sobre las decisiones de las familias en relación con la
fecundidad llevan hasta el extremo el supuesto de la utilidad conjunta (y de la consiguiente
ausencia de conflictos de intereses dentro de la familia). El descenso de la fecundidad se
atribuye por completo a la variación de los precios relativos: disminución de las ventajas
económicas asociadas al hecho de tener hijos menores de edad, debido a la ampliación de la
educación e la reducción de la participación infantil en la actividad laboral, e incremento del
coste del tiempo de las mujeres, debido a su mayor instrucción y al incremento de la
participación femenina en la población activa (Schulz, 1981). No se contemplan las posibles
variaciones en la distribución de los costes y beneficios de los hijos para las madres y los
padres (o incluso para los propios niños y niñas). Rosenzweig y Schulz (1982) formulan, por
ejemplo, la hipótesis de que a familias indias les resultaba ‹‹económicamente eficiente››
asignar menos recursos a las niñas, ya que sus salarios potenciales eran inferiores a los de los
niños. El enfoque de la función de utilidad conjunta presupone que las niñas estarán de acuerdo
con esta decisión por «el bien de la familia›› (Folbre 1984).
A partir del argumento según el cual las mujeres poseen una ventaja relativa para la
producción doméstica y por lo tanto optan por especializarse en la misma, muchos
economistas neoclásicos alegan que las mujeres conceder mayor prioridad al bienestar de su
4 Fuchs sí considera un supuesto alternativo sobre la distribución, «el reparto proporcional›› en virtud del cual
las mujeres y los hombres participan del ingreso total de la familias de conformidad con su contribución
proporcional a dicho ingreso, el cual incluye el valor imputado del trabajo doméstico. Si se aplica este supuesto
resultaría que la situación de las mujeres comparada con la de los hombres fue ligeramente mejor durante el período 1959-1983. Por nuestra parte, nosotras argumentaríamos en favor de otro supuesto distinto. Siguiendo a
McElroy y Horney (1981) y a England y Farkas (1986), (1) el poder de negociación relativo tiene una influencia
importante sobre la distribución familiar y (2) los ingresos obtenidos en el mercado refuerzan el poder de
negociación en mayor medida que el valor imputado de los servicios prestados a la familia (que a menudo no
son transferibles y son específicos de cada familia). En consecuencia, nuestra hipótesis seria que el aumento de la
participación en la fuerza de trabajo incrementó la participación de la mujer en el ingreso familiar total y mejoró
considerablemente su situación. Esta hipótesis parece más congruente con los incrementos observados en la
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familia que al nivel de sus salarios. En una versión de la elección de ocupación que Karen
Nussbaum, de la Asociación Nacional de Mujeres Trabajadoras ‹‹9 to 5›› [De 9 a 5], designa
como la ‹‹teoría suicida›› de los salarios femeninos, Mincer y Polachek (1974, 1978) y
Polachek (1981) argumentan que las mujeres escogen empleos mal remunerados
predominantemente femeninos porque la pérdida salarial será menor cuando dejen el empleo
o se reincorporen al mismo por razones de carácter familiar. Goldin (1985) ofrece otra
explicación de la responsabilidad de las mujeres por los bajos salarios que han recibido en el
curso del desarrollo económico estadounidense: en su opinión, las mujeres subestimaron su
futura participación en la población activa y en consecuencia invirtieron demasiado poco en
habilidades asociadas al empleo. Según estos razonamientos, las mujeres manifiestan un
menor interés económico personal por el mercado que los hombres. Y los hombres, que
presuntamente sólo están interesados en maximizar la utilidad conjunta, no tienen ningún
motivo para disuadir a las mujeres de que adquieran habilidades profesionales que podrían
aumentar su independencia económica.
Las implicaciones políticas son visibles: si ni los hombres ni las empresas tienen
ningún interés en disuadir a las mujeres de que intenten conseguir empleos mejor
remunerados, entonces deben ser ellas las que optan voluntariamente por no buscarlos. Para
responder a una demanda por discriminación presentada por la Comisión a favor de la
Igualdad de Oportunidades, Sears, Roebuck & Company presentó el testimonio de un experto
que explicó al tribunal que las mujeres no deseaban ocupar puestos de ventas en los que se
cobraba una comisión porque esto entraba en conflicto con los valores domésticos y
familiares (Weiner, 1985). Otros expertos discreparon. Incluso quienes estén de acuerdo con
ello deberían responder, no obstante, a la siguiente pregunta: ¿por qué un empleo
exigente y bien remunerado entra en conflicto con los valores domésticos y familiares
tradicionales? Una respuesta posible sería que los hombres asignan a las mujeres la tarea
más bien ingrata de defender dichos valores. Cuando las mujeres acceden a una mayor
independencia económica comienzan a cuestionar la doble moral que sólo aprueba el
egoísmo en los hombres. Cuando la búsqueda individual del interés personal se extiende
más allí del mundo masculino de los mercados, ésta no sólo pone en peligro los valores
tradicionales, lino que también empieza a resultar mucho menos atractiva como
principio organizador de la producción y el intercambio.
participación laboral femenina, mientras que Fuchs en gran parte no consigue explicar por qué ‹‹se revelo›› una
preferencia de las mujeres por los ingresos obtenidos en el mercado.
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La retórica marxiana del interés de clase
Los economistas de la tradición marxiana han denunciado desde hace largo
tiempo los abusos que genera el interés personal incontrolado en la economía de
mercado. Marx y Engels contemplaron, en efecto, con estupefacción las consecuencias
contradictorias del ascenso del capitalismo que, citando sus palabras, ‹‹ahogó el sagrado
paroxismo del idealismo religioso, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo
pequeño burgués en las gélidas aguas del cálcu lo egoísta›› (Marx y Engels, 1972, p. 337
[139]). Sin embargo, al igual que la retórica del interés personal, la retórica marxiana
del interés de clase también excluye a las mujeres y la familia del dominio de la
racionalidad económica.
Mientras que los economistas neoclásicos restringen el concepto de interés
personal al mercado y recurren a la retórica de la utilidad conjunta para evitar considerar
los conflictos en el seno de la familia, los economistas marxistas restringen el concepto
de explotación a la empresa capitalista y se escudan en la retórica de la solidaridad de
clase para soslayar la posibilidad de que exista explotación en el hogar. Sí bien en El
capital el adjetivo patriarcal acompaña a veces a la palabra familia, Marx trató en
general a la familia como una unidad plenamente cooperativa. Influido quizá por la
concepción de Engels de la familia como un ámbito exclusivamente ético (Landes, 1982),
Marx escribid que ‹‹las fuerzas de trabajo individuales no actúan, por su propia
naturaleza, más que como órganos de la común fuerza de trabajo de la familia›› (Marx,
1977, p. 171 [I: 88-89]). En este contexto, existe una clara analogía entre la fuerza de
trabajo conjunta y la utilidad conjunta. Y las consecuencias de este supuesto
prácticamente tácito son igualmente amplias. El análisis marxiano del capitalismo
soslayó los temas de la producción doméstica y la crianza de los hijos e hijas y dificultó
la conceptualización misma de una posible explotación en el hogar (Folbre, 1982).
Tradicionalmente, el interés de clase se ha definido en gran parte en términos de
los intereses de los hombres de la clase obrera. Como señalan Benenson (1984) y Taylor
(1983), Marx rompió firmemente con el planteamiento socialista utópico de una
transformación moral de la familia y del trabajo para formular lo que consideró una
teoría más ‹‹científica›› sobre el papel histórico del proletariado industrial. Dicha teoría
‹‹incorporaba elementos básicos del punto de vista de los trabajadores organizados, en su
mayor parte especializados, de los anos 1840, incluida su concepción de sí mismos como
únicos proveedores de ingresos legitimados de la familia obrera›› (Benenson, 1984, p. 1).
En consecuencia, se supone que la adscripción de clase y los intereses de clase de los
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miembros de la familia coinciden con los de su perceptor de salario masculino (Acker,
1973).
Más recientemente, los análisis marxistas de la familia y el mercado de trabajo
tratan con frecuencia a la primera como una sociedad socialista idealizada en miniatura;
tienden a minimizar los conflictos potenciales entre hombres y mujeres en el hogar y en el
lugar de trabajo (Hartmann, 1981). El trabajo doméstico mismo se ha analizado
principalmente en términos de sus consecuencias para la acumulación de capital (Dalla
Costa, 1973); buena parte del debate ha girado en torno al tema de sí el trabajo
doméstico produce plusvalía para el capital (Himmelweit y Mohun, 1977; Seccombe,
1974; Harrison, 1973). Se ignora el proceso real de trabajo que implica.
En su descripción histórica del impacto del capitalismo sobre la familia. Zaretsky
(1973) llega a sugerir que las mujeres sólo trabajan ‹‹en apariencia›› para los hombres en
el hogar; en realidad, están trabajando para los capitalistas. Muchos estudios empíricos
sobre las unidades domésticas en los países en desarrollo se concentran en la extracción
de plusvalía de la familia campesina en su conjunto y argumentan que el trabajo
doméstico de las mujeres beneficia primordialmente al capital (Deere, 1983; Deere y
DeJanvry, 1979). Dichos estudios dejan en gran parte de lado la oportunidad de
examinar la desigualdad en la asignación del tiempo y los bienes entre hombres y
mujeres en las familias campesinas (Folbre, 1986). Los análisis marxianos del
crecimiento de la población y de las decisiones en materia de fecundidad también
aparecen revestidos de una retórica del interés de clase que presupone que no existen
diferencias entre hombres y mujeres en lo que se refiere a las consecuencias económicas
del hecho de tener hijos o hijas (Mamdani, 1972; Gregory y Piche, 1982). Incluso
Seccombe, que dedica considerable atención a las relaciones sociales patriarcales y su
influencia sobre el crecimiento de la población, da por sentado que los intereses de las
madres coinciden en gran parte con los de los padres (Seccombe, 1983).
Tanto los intereses de las mujeres como individuas, como sus intereses de clase
como proletarias conscientes no figuran entre los temas tratados en la bibliografía clásica
marxiana sobre la historia del trabajo. El influyente estudio de Thompson (1963) sobre el
desarrollo de la conciencia de clase, The Making of the English Working Class, no
reconoce en ningún momento a las mujeres como una parte significativa de los
asalariados ni tampoco se da por enterado de los esfuerzos de los sindicalistas para
excluirlas de los puestos de trabajo cualificados. La retórica del interés de clase so foca
simplemente la posibilidad de unos intereses de género. De vez en cuando, esta absorción
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se explicita, como en la descripción que ofrece Humphries (1979) de las luchas por un
salario familiar en Inglaterra. La aurora argumenta que las mujeres inglesas optaron por
retirar so fuerza de trabajo del mercado (renunciando así a la independencia económica
que podría ofrecerles un trabajo asalariado) con objeto de incrementar los salarios de los
hombres de la clase obrera y mejorar de este modo el bienestar conjunto de la familia. El
paralelismo con la teoría de Polachek sobre la segregación ocupacional, que !lentos
comentado antes, es evidente.
Los economistas del trabajo marxistas contemporáneos reconocen la importancia
de las diferencias de género, pero nunca llegan a traducirlas en un verdadero análisis de
los intereses de género. La explicación de Braverman (1974) sobre la aparición del
trabajo administrativo inició una deseable reorientación hacia la consideración de los
empleos del sector servicios, que incluyen a muchas mujeres, junto con los empleos
industriales tradicionalmente masculinos (véase también Sacks y Remy, 1984). Sin
embargo, en ningún lugar del libro se considera la posibilidad de que los puestos de
trabajo parezcan experimentar un proceso de «descualificación›› por la sencilla razón de
que empiecen a ocuparlos mujeres, cuyas cualificaciones se suelen subvalorar.
Análogamente, Gordon, Reich y Edwards (1982) resaltan la segregación de la fuerza de
trabajo según criterios tanto sexuales como raciales, pero la atribuyen sobre todo a los
esfuerzos e intereses de los capitalistas, sin considerar la intervención de los compañeros
de trabajo varones blancos, que también tuvo un peso crítico (Hartmann, 1976).
El diagnóstico marxista típico de las actuales tendencias económicas elide de
manera análoga los intereses de género. Cuando Currie, Dunn y Fogarty (1980)
presentan una considerable recopilación de datos que indican que las familias de clase
trabajadora sufren considerables dificultades económicas, tratan los términos familia y
mujeres como si fuesen intercambiables. Sin duda tienen razón cuando señalan que las
familias trabajadoras deben soportar la doble carga de obtener un salario y criar a los
hijos e hijas. Pero ¿esta carga se reparte equitativamente entre hombres y mujeres? En
ningún momento se lo preguntan (WMFTGS 1982).
En resumen, la retórica del interés de clase, al igual que la retórica del interés
personal, soslaya los temas de la desigualdad entre hombres y mujeres. Protege a los
intereses de los hombres de un examen económico, a la vez que protege a la teoría mar-
xista de una consideración bastante descalificadora. Si el conflicto y la explotación
pueden irrumpir incluso en el ámbito de las relaciones personales íntimas, ¿no resulta
seriamente incompleta una teoría de la transformación económica basada exclusivamente
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en la dialéctica de los intereses de clase? La respuesta feminista es un sí rotundo.
La retórica feminista del interés de género
Los enfoques económicos feministas, pese a toda su diversidad, se muestran todos
recelosos de cualquier retórica que describa a las mujeres como menos interesadas que los
hombres o que sitúe los intereses de género en un plano de análisis inferior al que se asigna a
los intereses familiares o de clase. Las primeras feministas discrepantes señalaron el carácter
ideológico del argumento según el cual las mujeres escogen de manera altruista una posición
subordinada dentro de la división económica del trabajo. Gran parte de las investigaciones
feministas contemporáneas se centran en las causas y consecuencias del reparto desigual del
poder entre hombres y mujeres. Y gran parte de estos estudios ofrecen una explicación más
adecuada de las tendencias económicas en los hogares y en el mercado de trabajo que las
investigaciones basadas exclusivamente en los dos enfoques teóricos antes citados.
John Stuart Mill y su reconocida coautora, Harriet Taylor, aparecen encuadrados
claramente, según la mayoría de criterios, dentro de la tradición neoclásica. Sin embargo, a
diferencia de sus contemporáneos, se negaron a respetar la frontera artificial entre la
economía personal y la economía política. El carácter anómalo de sus escritos sobre las
mujeres queda de manifiesto en la práctica ausencia de cualquier comentario sobre los
mismos en la mayoría de los textos de historia del pensamiento económico. Incluso los que
hacen referencia a las inclinaciones socialistas de Mill evitan mencionar su feminismo
(Spiegel, 1983; Hunt, 1979).
Con la colaboración de Taylor, Mill publicó en 1869 un tratado completo titulado
The subjection of women (La subyugación de las mujeres). La expresión más concisa de sus
críticas contra la teoría económica heredada la formuló, no obstante, en el curso de los
debates parlamentarios sobre la Segunda Ley de Reforma, en 1867. Mill criticó el concepto
de utilidad conjunta esgrimido por su padre más de cuarenta años antes. Dirigió su mordaz
ironía tanto contra lo socialistas qua se oponían a lo derechos de las mujeres como contra los
conservadores:
Los intereses de todas las mujeres están a salvo en manos de sus padres, maridos y
hermanos, que comparten un mismo interés con ellas y no solo saber mucho mejor
que ellas qué es lo que más les conviene sino que también se preocupan mucho más
que ellas mismas por sí mismas. Señor, exactamente lo mismo se dice de todas las
clases que no están representadas. Los operarios, por ejemplo; ¿acaso no están
representados en la práctica a través de la representación de sus patronos? ¿No son
14
acaso idénticos los intereses de los patronos y de los empleados, si se interpretan
debidamente? (...) Y, en general, ¿no comparten acaso patronos y empleados un
interés común frente a todos los extraños, igual que lo comparten el marido y la
esposa frente a cuantos no pertenecen a la familia? Más aún, ¿no son acaso todos los
patronos hombres buenos, amables y benévolos, que aman a sus trabajadores y
siempre desean lo que más ha de beneficiarles? Todas estas afirmaciones son tan
ciertas y tan pertinentes como los postulados equivalentes en relación con los
hombres y las mujeres (Mill, 1869, p. 486).
Para dejar absolutamente claro el sentido de sus palabras, Mill describió a
continuación los horrores de la violencia doméstica.
Mill consideraba que existían diferencias importantes entre los hombres y las mujeres.
Sin embargo, en lo que se refiere al interés personal, las atribuía a la educación y la
socialización:
Si en algo son las mujeres mejores que los hombres, sin duda es en su sacrificio
individual a favor de las personas de su familia. Sin embargo, yo concedo poca
importancia a este hecho mientras siga enseñándoseles universalmente que han
nacido y han sido creadas para el autosacrificio (1869, p. 396).
Unos treinta años después, Charlotte Perkins Gilman, una economista socialista y
feminista con un enfoque teórico característicamente ecléctico, argumentó que las mujeres se
especializaban en la producción doméstica como un ‹‹sacrificio personal›› debido en gran
parte a que no tenían prácticamente otra alternativa. ‹‹La hembra del género homo es
económicamente dependiente del macho. El constituye su provisión de alimento›› (Gilman,
1966, p. 22).
También puede escucharse una voz feminista en el paradigma marxiano del siglo XIX.
Frederick Engels destacó una analogía entre las mujeres y los obreros en El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado, publicado en 1884. ‹‹En las familias
propietarias —escribió—, el hombre es el burgués, la mujer representa al proletariado››,
(Engels, 1948, p. 74 [71]). Engels atenuó la analogía estipulando que las familias de clase
obrera no eran patriarcales puesto que tanto los hombres como las mujeres eran asalariados y
carecían de propiedades privadas. También ignoró el concepto y el contenido del trabajo
domestico y restringió el concepto de trabajo a la producción de mercancías. No obstante, al
15
explicar los posibles orígenes de la subordinación de las mujeres, incorporó el concepto del
interés económico personal-a un análisis de las relaciones entre los sexos. Los detalles de dicha
explicación son mucho menos importantes que el hecho de que presentó las circunstancias
históricas como causa del menor poder de las mujeres comparadas con los hombres, en vez de
señalar las diferencias biológicas como causa del mayor altruismo de las mujeres.
Ninguno de los argumentos desarrollados por Mill, Taylor, Gilman y Engels
concordaba con la retórica de los intereses económicos que entonces imperaba. Y los
economistas ortodoxos de ambas tradiciones, la neoclásica y la marxiana, se sintieron tal vez
demasiado cohibidos por el carácter personal, femenino y por consiguiente ‹‹acientífico›› del
tema para proseguir el debate. La exclusión de los intereses de genero contribuyó a reforzar, de
hecho, la separación entre ‹‹humanismo›› y ‹‹ciencia›› que ha conferido a la profesión su
credibilidad positivista (McCloskey, 1985). La teoría feminista ha generado, no obstante, un
amplio cuerpo de investigaciones históricas y empíricas en los últimos quince años.
El creciente número de fuentes que prueban que el hogar es sede de conflictos
económicos, además de ser un lugar de cooperación, se recogen en Hartmann (1981) y Folbre
(1986). Como lo expresó muy sucintamente Bergmann (1981), los ‹‹riesgos económicos de
ser ama de casa›› son sumamente altos. Los estudios de use del tiempo que documentan la
desigualdad en la asignación de los bienes y del tiempo libre sugieren que hombres y mujeres
ejercen un poder negociador desigual dentro de la familia porque los costes de la disolución de
la misma son mucho mayores para las mujeres que para los hombres (Weiss, 1984; McElroy
y Horney, 1981).
El equilibrio del poder se desplaza de manera compleja y contradictoria en el curso del
desarrollo capitalista. Las mujeres adquieren sin duda alguna mayor independencia económica
cuando realizan un trabajo asalariado, a la vez que también incrementan sus ingresos. Spalter-
Roth (1984) examine) los ingresos relativos en dólares de las esposas por hora trabajada
(incluidas las horas de trabajo asalariado y las de trabajo doméstico) comparados con los de
los maridos y llegó a la conclusión de que las mujeres habían incrementado su rendimiento
relativo por hora trabajada al transferir su tiempo del trabajo no asalariado al trabajo
asalariado. Los hombres, por su parte, se liberan en un grado considerable de las
responsabilidades del cuidado y mantenimiento de los niños y niñas (Pearce, 1979; Folbre,
1984).
El estudio empírico de McCrate (1985) sobre las tasas de nupcialidad en Estados
Unidos sugiere que estas son inversamente proporcionales a las oportunidades que tienen las
mujeres de obtener un ingreso al margen del matrimonio. También es posible vincular el
16
descenso de la fecundidad a las variaciones en el poder negociador relativo de hombres y
mujeres, o de los progenitores y sus hijos o hijas. El incremento de la independencia económica
de los hijos e hijas con respecto a sus progenitores y la reducción de sus aportaciones
económicas a su familia de origen, incrementa de hecho su ‹‹precio››. Cuando las mujeres
piden colaboración en el cuidado de los hijos e hijas, ya sea de sus maridos o de la sociedad en
general, la redistribución del coste de los hijos o hijas puede ser tan determinante como las
variaciones en el nivel de dicho coste (Folbre, 1983).
Los enfoques feministas con respecto al mercado de trabajo no rechazan la idea de que
los objetivos de los hombres y las mujeres puedan ser distintos, pero sugieren que a menudo se
han resaltado en exceso dichas diferencias y se han exagerado porque sirven para racionalizar
los salarios más bajos que perciben las mujeres y sus limitadas oportunidades. Revisiones
recientes de la bibliografía psicológica y sociológica sobre el valor concedido por
diferentes individuos a las recompensas financieras, estatus, libertad de la supervisión de
otros, creatividad, trabajo con otras personas, trabajo que ayude a otras personas, etc.,
no han logrado establecer diferencias significativas en función del género (Reskin y
Hartmann, 1986, p. 60). La dedicación de las mujeres a la familia no está relacionada
necesariamente con sus preferencias o su productividad. A menudo les viene impuesta
por la renuencia de otros miembros de la familia a colaborar en el trabajo doméstico y
las responsabilidades del cuidado de los niños y niñas.
Feldberg y Glenn (1979) señalan que suponer a priori que las principales
preocupaciones de las mujeres son de carácter familiar puede llevar a graves errores de
interpretación cuando se examina el comportamiento de las trabajadoras. Por ejemplo,
cuando existe un elevado absentismo en un trabajo predominantemente femenino, a
menudo se supone que el motivo son las obligaciones familiares. El salario y las
condiciones de trabajo pueden tener, no obstante, un peso mucho mayor; cuando se
comparan trabajos con condiciones parecidas, no se observan diferencias significativas en
las tasas de absentismo masculinas y femeninas (Blau y Ferber, 1986). Las mujeres
tienden a trabajar a tiempo parcial y a abandonar la actividad laboral durante períodos
prolongados de tiempo con mayor frecuencia que los hombres. Sin embargo, en contra
de lo que afirman Mincer y Polachek (1974, 1978), la dedicación de las mujeres a las
responsabilidades familiares no explica sus salarios más bajos. Varios estudios revelan
que tanto las mujeres como los hombres experimentan una escasa reducción salarial
cuando se reincorporan a la actividad laboral tras un período de ausencia y que no tardan
en recuperar la diferencia. Las mujeres no salen beneficiadas con la especialización en
17
‹‹ocupaciones femeninas››. Desde el punto de vista de los ingresos, les convendría más
incorporarse a ocupaciones predominantemente masculinas donde el incremento de los
ingresos a lo largo de la vida es superior (Corcoran et al., 1984; England, 1984).
Dentro de la tradición marxiana, las feministas han empezado a examinar cómo han
configurado los intereses económicos masculinos la exclusión de las mujeres de determinados
trabajos (Kessler-Harris, 1982;, Hartmann, 1976). La historia del movimiento obrero en
Estados Unidos de Foner (1976) documenta el grado de resistencia de los hombres a la
competencia de las mujeres. En contraste con el razonamiento de Braverman, según el cual
el conflicto de clase fue el principal determinante de la ‹‹descualificac ión››, Philips y
Taylor citan una investigación sobre las costureras de la industria de la confección
londinense como una muestra de cómo los hombres lograron definir como menos cualificado
el trabajo de las mujeres. No sólo se les permitía acceder únicamente a los trabajos menos
cualificados y peor remunerados, sino que se definieron los puestos que ocupaban como
‹‹menos cualificados›› a fin de justificar unos niveles salariales más bajos. Davies (1982)
sugiere que en la feminización de los trabajadores administrativos en Estados Unidos operó
una dinámica análoga.
El escepticismo en cuanto a la relación entre la remuneración de las mujeres y su
productividad real ha impulsado el enfoque del valor comparable. Muchos estudios de
valoración de puestos de trabajo indican que la remuneración de los puestos de trabajo
femeninos es inferior a la de los puestos masculinos con las mismas características
(Hartmann, 1985; Remick, 1984; Sorensen, 1985). Otros trabajos han apuntado que las
habilidades particulares de las mujeres en el ámbito de las relaciones humanas y la
comunicación, designadas a veces como ‹‹trabajo emocional››, han permanecido en gran
parte ignoradas. Decirles a las mujeres que cuidar de los demás forma parte de su
naturaleza, en vez de constituir una forma importante de trabajo, es un recurso que
permite reducir el coste de dichos cuidados.
En busca de una teoría de los intereses más adecuada
Si la retórica tradicional del interés económico tiene el defecto de que no
reconoce toda la gama de intereses presentes en la sociedad moderna, la solución no
estriba en limitarse a alargar simplemente la lista. Al enfoque feminista que acabamos de
exponer se le podría reprochar un sesgo masculinista en el método seguido. Si la búsqueda
del interés personal es buena para él, también tendría que serlo para ella, por mucho que
a él le pese. El planteamiento feminista no se debe reducir, sin embargo, a esta lógica del
contraataque, puesto que también pone en entredicho la frontera tradicional entre el interés
18
personal y el altruismo, y sugiere que podría ser tan exagerada como las que se han trazado
tradicionalmente entre ciencia y humanismo, hechos y valores, lo público y lo privado, la
razón y la emoción, lo masculino y lo femenino (Jagger 1983). Un cuerpo creciente de
investigaciones feministas interdisciplinarias complementa los esfuerzos que están realizando
muchas economistas para desarrollar una teoría de los intereses económico más completa, que
pueda incluir conceptos como los de cooperación, lealtad y reciprocidad.
La otra cara de la caricatura de la mujer no económica irracional ha sido siempre la
caricatura del hombre económico racional. Y en los últimos años, el hombre económico
racional ha recibido un cierto vapuleo teórico. Simon (1978) le acusó de satisfacer en lugar de
maximizar. Leibenstein (1976) afirmó que su rendimiento en el trabajo se puede explicar en
parte por factores intangibles, como su estado de ánimo y su motivación. Akerlof (1982)
‹‹feminizó›› todavía más al hombre racional con la sugerencia de que los trabajadores
desarrollan sentimientos mutuos y hacia la empresa y el contrato de trabajo representa en parte
un intercambio de regalos. Este nuevo hincapié en la complejidad del comportamiento en el
mercado es perfectamente coherente con la insistencia feminista en resaltar la complejidad del
comportamiento dentro de la familia. En ambos ámbitos operan complejas capas superpuestas
de interés personal y reciprocidad.
Los economistas neoclásicos se han mostrado tradicionalmente escépticos con
respecto a cualquier conducta cooperativa debido a los problemas de ventajismo que conlleva
(Olson 1975); los teóricos marxianos a menudo han dado por sentado que la eliminación de
las diferencias de clase sería una condición suficiente para una cooperación económica
efectiva. En los últimos años, los economistas han empezado a desarrollar, no obstante,
modelos más complejos del comportamiento grupal y a analizar la cooperación bajo la óptica
de la teoría de juegos. Maital y Maital (1984) argumentan que unos mecanismos de
socialización o de imposición adecuados pueden hacer de la cooperación una estrategia de
optimización eficaz a largo plazo. Schotter (1981), entre otros, sugiere que las costumbres y
hábitos pueden ofrecer una solución más eficaz que el mercado para determinados problemas
de coordinación. Como señala North (1981), unos ideales compartidos son uno de los
mecanismos de cooperación más importantes que contribuyen a resolver los problemas del
ventajismo. Las historiadoras feministas han realizado una excelente labor de documentación
de la evolución de los ideales de masculinidad y feminidad y su influencia tanto en el hogar
como en el lugar de trabajo (Welter, 1973; Cott 1977; Ryan, 1979).
La poca atención que se ha prestado a la teoría feminista ha dificultado, de hecho, los
intentos de los economistas de reformular su metodología. Elster (1979), por ejemplo,
19
argumenta de manera elocuente a favor de la sustitución de la polarización de la irracionalidad
y la racionalidad por una teoría de la racionalidad imperfecta, que incluya la coacción, la
seducción y la persuasión, además de la elección voluntaria (p. 36). Sin embargo, el título de
su libro, Ulises y las sirenas: estudios sobre la racionalidad y la irracionalidad, desvirtúa en
parte su intención. La metáfora transmite la imagen de un Ulises racional (aunque imperfecto)
amenazado por las voces femeninas de la tentación. Sin embargo, Ulises también sabe tentar.
La reciente investigación de McCrate (1985) sobre la variación en las tasas de nupcialidad
ofrece una aplicación excelente del concepto de racionalidad imperfecta: señala que la respuesta
de unos hombres perfectamente racionales al incremento del poder negociador femenino
habría sido redistribuir las cargas del trabajo doméstico y las compensaciones del matrimonio.
En cambio, la resistencia masculina al cambio ha contribuido a incrementar la disolución de los
matrimonios.
Elster redefine la palabra solidaridad como ‹‹altruismo condicional, a diferencia del
altruismo incondicional del imperativo categórico y del egoísmo incondicional de la sociedad
capitalista›› (1979, p. 21). El concepto de solidaridad es significativo para la comprensión de
la definición y cohesión de las clases, pero también puede aplicarse al análisis de otros tipos
de reciprocidad y lealtad basados en la nación, la raza, el género y la familia. Las
historiadoras feministas han empezado a explorar las superposiciones e interacciones entre
los intereses de clase y de género (Kessler-Harris, 1982) y entre los intereses de raza y de
género (Jones, 1986).
Desde un punto de vista feminista, resulta alentador observar que los economistas
empiezan a traspasar los límites del positivismo para poner en entredicho otras fronteras.
Considerar seriamente la retórica y también la ideología de la economía puede contribuir
no sólo a que se tengan mas presentes los supuestos ocultos, sino también a que éstos
sean más realistas. La metáfora hobbesiana es errónea. Ni los hombres ni las mujeres
brotan de la tierra como individuos plenamente maduros, listos para el intercambio y la
lucha. Al contrario, las niñas y los niños nacen al cuidado de personas cuya misión es
encontrar y enseñar un equilibrio entre el interés personal individual y la
responsabilidad colectiva. Este equilibrio no se puede alcanzar asignando sencillamente
el primero a los hombres en el mercado y la segunda a las mujeres en el hogar.
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