Download - CUANDO MORIA Y RENACIA LA CALLE DE LA MARINA

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DÍA rett*& del domingo

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SANTA CRUZ —nuestraantigua y siempre nuevaciudad— tiene y bien man-

tiene calles señaladas por la mar,de la mar siempre presente conhervores inmortales en todo el li-toral.

De tales calles, unas han de-saparecido ante el avance delTiempo —así, con mayúscula—pero, otras, más afortunadas, sehan conservado a cosía de, enor-me sacrificio, perder el grato yentrañable ambiente de antaño.

La explanada y construccionesa la vera del centenario castillode San Cristóbal, eran paso obli-gado a la ciudad a través de rec-tas y estrechas calles, suficien-tes para un tráfico dominado porel acompasado batir y latir de lasherraduras sobre los callaos quetenían aún el hondo fragor de lasplayas que fueron.

Santa Cruz, que nació al filode la ola —a la misma vera dela mar— tenía, muy abajo, casia la orilla de la mar tranquila, eledificio de la Capitanía del Puer-to, la dirección de Sanidad, laPescadería y los tinglados quehabía tenido a su cargo la Juntade Comercio, que por ellos pagó13.098 pesetas.

Cerca, y por el Sur, el edifi-cio de la Aduana —con eleganteportada de mármol finamentelabrado— era entrada a la callede la Caleta y la plaza de la Igle-sia. Ambas estaban empedradascon callaos de playa y, tambiénambas, enmarcadas por casonasllenas de historia que, en lo alto,tenían miradores dirigidos haciala mar. Allí, a la sombra leve dela centenaria torre de la iglesiade Nuestra Señora de la Concep-ción, el amplio jardín que se re-mataba con la flecha vegetal dela araucaria, hermana gemela dela que estaba en el plaza del Prín-cipe —ya no— y de la que, hastahace muy poco, destacó a la de-recha del jardín que da entradaal Hospital Militar de SantaCruz.

Por la zona Norte, la Aduanaestaba limitada por la celaduríade Puertos Francos, caseta deConsumos, la casa del torrero ylos amplios almacenes de la fir-ma Ruiz de Arteaga. La antesvieja y jorobada calle del Tigrese abría ante la sonora y verdeAlameda de Branciforte, cons-truida en 1787.

Nada queda de aquellas anti-guas, centenarias casonas con to-cados de humildes y elegantes te-jas canarias que daban sombra,calor y vida, a las calles mari-neras.

Enmarcada entre las calles deSan Francisco y la Marina, la delTigre compartía el ambiente gra-to que caracterizaba ambas im-portantes vías. La primera, conel antiguo y hermoso balcón ca-nario del hotel Camacho, apun-taba a los entonces lejanos Tos-cales. La calle —que también re-cibió el nombre de DoctorComenge— dormía sueño deaños y, sobre sus pétreos adoqui-nes, tenía repiques de férreas he-rraduras y suave rumor de lan-dos y coches de punto.

En la paz de la plaza de SanFrancisco, bendecida por can-ción lenta de campanas, se refle-jaba —como ahora— la mismatranquilidad, la misma paz y so-siego que otra nuestra ciudad, laSanta Cruz palmera, bien goza aorillas de la mar que le acunacon eterna y monótona canciónde olas, la misma que en Fuer-teventura daba soñarrera a donMiguel de Unamuno.

De este ambiente sosegado—pleno de tranquilidaddormida— estaban empapadaslas calles de la Marina, San José,el Tigre y parte de la de SanFrancisco. En la esquina de SanFrancisco con la del Tigre, laelegancia del edificio que alber-gó a la imprenta del señor Bení-tez y, posteriormente, las ofici-nas del Banco Hispano-Americano.

En la calle del Tigre, el case-rón de los Hardisson —con gár-golas como gatos petrificadosbajo el alero— tenía resonancias

Desde la explanada donde sé alzó la antigua Comandancia de Obras y Fortificaciones, un aspecto de los antiguos caserones dela calle de la Marina. Entonces moría todo un sector santacrucero que miraba a la mar alta y libre

Cuando moría y renacía la callede la Marina

de las antiguas navieras Cher-geurs Reunis, Trasatlantique, Pa-quet y Transports Maritimes ensus amplias estancias. Allí esta-ba la nota consular, comercial ynaviera, nota que, en la plantabaja, se acentuaba a la vista delos equipos y pertrecho náuticosen los vastos y oscuros salones.

Allí, las recias vigas de tea—hijas de los montes tinerfeñoso palmeros que se hicieron qui-llas y cuadernas en el Atlántico—perdían el olor resinoso ante elmuerto respirar de los cabos yestachas que, serpientes de aba-cá o cáñamo, se adujaban juntoa sus chimantes y plateados her-manos de acero flexible.

Toda la amplia gama de estosproductos con marchamo náuti-co se extendía —plena de suge-rencias para los que teníamos enel alma la llamada de la mar—desde los altos estantes que, alado y lado, enmarcaban los an-tiguos y resonantes almacenes.Sobre el olor profundo de laspinturas marinas, el suave aromadel buen tabaco en rama de SantoDomingo y Vuelta Abajo que, ensu almacén, tenía don Prudencio,un dominicano afincado en SantaCruz. Allí, los fardos de blancasesteras y yaguas rememorabanbohíos y verdes palmeras empe-nachadas —estampa muy del si-glo XIX— del Caribe huracana-do y de las tierras quemadorasque fueron españolas.

La muralla, verde y trinadora,de la Alameda de Branciforte,filtraba la invasión sonora quedesde el puerto cercano pugna-ba por penetrar en las calles yzonas bajas de Santa Cruz. Allíllegaban los gualdrapazos y elflamear al viento del velamen delas goletas dedicadas al «vivero»y al «salpreso», a las que nave-gaban al cabotaje, goletas todassiempre blancas de velas abier-tas.

A la Alameda de Branciforte—a las casonas que bien mues-tra la imagen— llegaba, conamortiguado estrépito, el sonary resonar de los «winches» y, almismo tiempo, las pitadas agu-das de los remolcadores que, conlas negras gabarras en sus este-las —todas abarrotadas del negrotesoro del buen Cardiff— ibanhacia donde, en fondeo, las es-peraban los vapores con carbo-neras exhaustas.

FRENTE A LA MAR ALTA

Esta imagen es de cuando San-ta Cruz de Tenerife tenía frente

a su costa —allí donde nació—vapores con chimeneas en can-dela; barcos con palos y maste-leros que, calados a bayoneta, te-nían mucha guinda, branquesrectos, popas de espejo y, por los«mambrús», ruidosos y especta-culares escapes de vapor.

Eran barcos con estampas ma-rineras que ya no son en la mary, cerca de la antigua marquesi-na —ante «los platillos»— las fle-chas de los palos y masteleros,de las goletas y balandras que na-vegaban al «salpreso» y el «vive-ro» y que, desde hace muchosaños, tampoco son en el Atlán-tico isleño.

En la calle de la Marina, lasantiguas casonas que ya morían.En los altos ventanales ya no semiraban soles de antaño. Tampo-co reía el cristal risa franca, risade vida y juventud. Pero, por en-tonces, otras risas —vivas, perotambién llenas de lágrimas ynostalgias— se ahogaban en latragedia de una agonía solitaria.

Frente a la antigua imagen,Santa Cruz de Tenerife tenía muycerca la estampa gris y bélica delcañonero de apostadero —«In-fanta Isabel», «Laya», «Lauria»,etc.— las gabarras del «tren delanchas», las falúas de Camacho,Barrera y las empresas consigna-tarias.

Todo esto, y mucho más, eraparte del escenario que, a diario,se divisaba desde la calle de laMarina, desde la Alameda quedaba frente a los caserones que—bien los refleja la imagen— co-menzaron a morir. Los persona-jes de aquellas tabernas marine-ras eran versos de Tomás Mora-les. Hoy todo ha cambiado y lanueva calle de la Marina Lanzaa la ancha vía los esplendentessenderos del sol que reflejan susacristaladas fachadas.

En la Alameda, los altos lau-reles de Indias, descendientes di-rectos de aquellos que desde LaHabana aún española llegaron enel bergantín redondo «El Guan-che», la población trinadora val-seante de alegría, está —comosiempre— regocijada ante la es-tampa, nueva, de Santa Cruz deTenerife.

La vieja y siempre nueva ca-lle de la Marina continúa siendouno de los obligados caminos ha-cia el puerto de Santa Cruz, ha-cia la zona en la que, en añosidos para siempre, la ciudad na-ció y creció. Allí murió un poco—bien lo refleja la imagen—para nacer de nuevo y lanzar alaire las flechas agudas de los

modernos edificios de cristal,hierro y cemento.

Santa Cruz de Tenerife —quedormía plácidamente en estosantiguos rincones— ya pertene-ce al pasado y, por paradoja, alpresente y futuro. Ahí están lastrabajadas puertas y ventanas apunto de morir. Eran magníficasmuestras de la artesanía canariaque, en los recios paredones,rompían la monotonía de la sim-plicidad arquitectónica rematadapor la rojez de tejas canarias.

Ahora, todo aquello nos vuel-ve en evocaciones arropadas enel aire triste y melancólico de loque ya no es. Y es que hemos al-canzado la edad en la que la mi-rada vuelve hacia atrás y casi llo-ra. Hemos alcanzado la edad enque comienzan —y nos hieren—las nostalgias.

Volvemos a cuando murió laplaya de Ruiz, aquella sobre laque se proyectaba la rambla deSol y Ortega. Murió también lacanción que las olas cantaban enlos callaos y, con ella, la mari-nera y recia de las velas que can-taban y resonaban sobre los bo-talenes y las botavaras. Era laépoca en que las cangrejas y fo-ques —repletas de brisa y sol—subían por los palos de las gole-tas y balandras que ya no son enla mar isleña.

También la farola dio muertea su puñal de luz, puñal que atra-vesaba las tinieblas y era grato—muy grato— a los ojos de losmarinos con mirar de lince. Senos fue también la estampa bé-lica y pétrea del centenario cas-tillo de San Cristóbal, más tar-de la de la centenaria Aduana enla calle de la Caleta y... ¿paraqué seguir?

La imagen nos trae el recuer-do de las muchas y muchas edi-ficaciones que, casi a la vera dela mar —plaza de la Iglesia, ca-lles de la Caleta, la Marina,etc.— se nos fueron para siem-pre y con ellas se llevaron unaestampa —muy característica—de la antigua ciudad marinera ymercantil.

En la esquina de la calle de laMarina con la de Emilio Calza-dilla, en la imagen cae el edifi-cio que albergó las instalacionesde Intendencia Militar y la pana-dería que suministraba a las fuer-zas de la guarnición. De este edi-ficio, mucho y bien nos escribiódon Antonio Marti y, también,don Miguel Borges Salas y donPedro Tarquis. Era la elegante ysencilla casona con portalada en-marcada por recios sillares yventanas de guillotina. Junto aella, la casi similar con balcóncanario y, luego, el taller de me-cánica de la Empresa Hamilton

en el que, era tradición, losalumnos de la entonces Escuelade Náutica realizaban su apren-dizaje.

Fueron muchas —muchas—las edificaciones que cayeronpara siempre y, así, se llevaronuna estampa característica denuestra antigua y muy queridaciudad. A la entrada del muelleSur, la marquesina y la antigualocomotora nos vuelven a otrostiempos. Y es que, una y otra,son reliquias del puerto que fue—del que es y siempre será— yque nació casi junto a la antiguaCaleta de Blas Díaz.

La centenaria farola volvió a lazona portuaria para, allí —muycerca de su antiguo emplaza-miento— lucir su estampa evo-cadora, ya que no los relámpa-gos amigos que, como puñalesde luz, dispensó a los barcos quepor Santa Cruz recalaban durantelas horas de la noche. Una de lasúltimas locomotoras que traba-jaron en las obras del puerto —yque, como la farola, fue resca-tada por don Miguel Pintor—con su sencilla estampa evoca lostiempos en que, desde la cante-ra de La Jurada, con las del mis-mo tipo venía, empenachada dehumo y vapor, con escollera parala obra del Muelle Sur.

En la imagen, los antiguos ca-serones que tenían toda la belle-za, serenidad y realeza de la ve-jez. Por allí sentimos la tibiezadel sol de la infancia y, al mis-mo tiempo, vivimos paz caseray dormida. Eran los tiempos delos carros de muías y, de tardeen tarde, un «carro canario», deaquellos preparados para eltransporte de barriles y bocoyes.Las calles tenían un ensueño y uncorazón y, por el litoral, canta-ban y encantaban las olas ardien-do de blancura.

En las aguas del puerto, vele-ros rezumando sal y sombra ver-de en las planchas de cobre; va-pores que daban al aire el rojode sus lastradas y, por la Alame-da, laureles que echaban en laluz su claro verde. De todo elloquedan el olor y el temblor de lamemoria. Son calles con man-chas de ausencia, calles que lla-man a la puerta de nuestros re-cuerdos pues fue allí donde vi-vimos cuando nuestra vida erabuena, cuando teníamos todo elsol en nuestros ojos.

Así era la ciudad con calmahumana, la que vivía ante el an-cho sendero del océano, junto alas playas con alta mar y marea.

En la imagen, cuando moría lacalle de la Marina —parte deella— calle de marineros que de-jaban una promesa y nunca vol-vían. Es calle que nos recuerdaclaros atardeceres de lejana in-fancia, años de pequenez y ju-ventud, de cuando aún no cono-cíamos el dolor, verdadero pandel hombre.

Juan Antonio PadrónAlbornoz