CUANDO MORIA Y RENACIA LA CALLE DE LA MARINA

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DÍA rett*& del domingo aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaannaaaaaaDaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaQaaaaDaaaaaaGGaaaaaaaaaDaaDaaaGaaaaaaaaD S ANTA CRUZ —nuestra antigua y siempre nueva ciudad— tiene y bien man- tiene calles señaladas por la mar, de la mar siempre presente con hervores inmortales en todo el li- toral. De tales calles, unas han de- saparecido ante el avance del Tiempo —así, con mayúscula— pero, otras, más afortunadas, se han conservado a cosía de, enor- me sacrificio, perder el grato y entrañable ambiente de antaño. La explanada y construcciones a la vera del centenario castillo de San Cristóbal, eran paso obli- gado a la ciudad a través de rec- tas y estrechas calles, suficien- tes para un tráfico dominado por el acompasado batir y latir de las herraduras sobre los callaos que tenían aún el hondo fragor de las playas que fueron. Santa Cruz, que nació al filo de la ola —a la misma vera de la mar— tenía, muy abajo, casi a la orilla de la mar tranquila, el edificio de la Capitanía del Puer- to, la dirección de Sanidad, la Pescadería y los tinglados que había tenido a su cargo la Junta de Comercio, que por ellos pagó 13.098 pesetas. Cerca, y por el Sur, el edifi- cio de la Aduana —con elegante portada de mármol finamente labrado— era entrada a la calle de la Caleta y la plaza de la Igle- sia. Ambas estaban empedradas con callaos de playa y, también ambas, enmarcadas por casonas llenas de historia que, en lo alto, tenían miradores dirigidos hacia la mar. Allí, a la sombra leve de la centenaria torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Concep- ción, el amplio jardín que se re- mataba con la flecha vegetal de la araucaria, hermana gemela de la que estaba en el plaza del Prín- cipe —ya no— y de la que, hasta hace muy poco, destacó a la de- recha del jardín que da entrada al Hospital Militar de Santa Cruz. Por la zona Norte, la Aduana estaba limitada por la celaduría de Puertos Francos, caseta de Consumos, la casa del torrero y los amplios almacenes de la fir- ma Ruiz de Arteaga. La antes vieja y jorobada calle del Tigre se abría ante la sonora y verde Alameda de Branciforte, cons- truida en 1787. Nada queda de aquellas anti- guas, centenarias casonas con to- cados de humildes y elegantes te- jas canarias que daban sombra, calor y vida, a las calles mari- neras. Enmarcada entre las calles de San Francisco y la Marina, la del Tigre compartía el ambiente gra- to que caracterizaba ambas im- portantes vías. La primera, con el antiguo y hermoso balcón ca- nario del hotel Camacho, apun- taba a los entonces lejanos Tos- cales. La calle —que también re- cibió el nombre de Doctor Comenge— dormía sueño de años y, sobre sus pétreos adoqui- nes, tenía repiques de férreas he- rraduras y suave rumor de lan- dos y coches de punto. En la paz de la plaza de San Francisco, bendecida por can- ción lenta de campanas, se refle- jaba —como ahora— la misma tranquilidad, la misma paz y so- siego que otra nuestra ciudad, la Santa Cruz palmera, bien goza a orillas de la mar que le acuna con eterna y monótona canción de olas, la misma que en Fuer- teventura daba soñarrera a don Miguel de Unamuno. De este ambiente sosegado —pleno de tranquilidad dormida— estaban empapadas las calles de la Marina, San José, el Tigre y parte de la de San Francisco. En la esquina de San Francisco con la del Tigre, la elegancia del edificio que alber- a la imprenta del señor Bení- tez y, posteriormente, las ofici- nas del Banco Hispano- Americano. En la calle del Tigre, el case- rón de los Hardisson —con gár- golas como gatos petrificados bajo el alero— tenía resonancias Desde la explanada donde alzó la antigua Comandancia de Obras y Fortificaciones, un aspecto de los antiguos caserones de la calle de la Marina. Entonces moría todo un sector santacrucero que miraba a la mar alta y libre Cuando moría y renacía la calle de la Marina de las antiguas navieras Cher- geurs Reunis, Trasatlantique, Pa- quet y Transports Maritimes en sus amplias estancias. Allí esta- ba la nota consular, comercial y naviera, nota que, en la planta baja, se acentuaba a la vista de los equipos y pertrecho náuticos en los vastos y oscuros salones. Allí, las recias vigas de tea —hijas de los montes tinerfeños o palmeros que se hicieron qui- llas y cuadernas en el Atlántico— perdían el olor resinoso ante el muerto respirar de los cabos y estachas que, serpientes de aba- o cáñamo, se adujaban junto a sus chimantes y plateados her- manos de acero flexible. Toda la amplia gama de estos productos con marchamo náuti- co se extendía —plena de suge- rencias para los que teníamos en el alma la llamada de la mar— desde los altos estantes que, a lado y lado, enmarcaban los an- tiguos y resonantes almacenes. Sobre el olor profundo de las pinturas marinas, el suave aroma del buen tabaco en rama de Santo Domingo y Vuelta Abajo que, en su almacén, tenía don Prudencio, un dominicano afincado en Santa Cruz. Allí, los fardos de blancas esteras y yaguas rememoraban bohíos y verdes palmeras empe- nachadas —estampa muy del si- glo XIX— del Caribe huracana- do y de las tierras quemadoras que fueron españolas. La muralla, verde y trinadora, de la Alameda de Branciforte, filtraba la invasión sonora que desde el puerto cercano pugna- ba por penetrar en las calles y zonas bajas de Santa Cruz. Allí llegaban los gualdrapazos y el flamear al viento del velamen de las goletas dedicadas al «vivero» y al «salpreso», a las que nave- gaban al cabotaje, goletas todas siempre blancas de velas abier- tas. A la Alameda de Branciforte —a las casonas que bien mues- tra la imagen— llegaba, con amortiguado estrépito, el sonar y resonar de los «winches» y, al mismo tiempo, las pitadas agu- das de los remolcadores que, con las negras gabarras en sus este- las —todas abarrotadas del negro tesoro del buen Cardiff— iban hacia donde, en fondeo, las es- peraban los vapores con carbo- neras exhaustas. FRENTE A LA MAR ALTA Esta imagen es de cuando San- ta Cruz de Tenerife tenía frente a su costa —allí donde nació— vapores con chimeneas en can- dela; barcos con palos y maste- leros que, calados a bayoneta, te- nían mucha guinda, branques rectos, popas de espejo y, por los «mambrús», ruidosos y especta- culares escapes de vapor. Eran barcos con estampas ma- rineras que ya no son en la mar y, cerca de la antigua marquesi- na —ante «los platillos»— las fle- chas de los palos y masteleros, de las goletas y balandras que na- vegaban al «salpreso» y el «vive- ro» y que, desde hace muchos años, tampoco son en el Atlán- tico isleño. En la calle de la Marina, las antiguas casonas que ya morían. En los altos ventanales ya no se miraban soles de antaño. Tampo- co reía el cristal risa franca, risa de vida y juventud. Pero, por en- tonces, otras risas —vivas, pero también llenas de lágrimas y nostalgias— se ahogaban en la tragedia de una agonía solitaria. Frente a la antigua imagen, Santa Cruz de Tenerife tenía muy cerca la estampa gris y bélica del cañonero de apostadero —«In- fanta Isabel», «Laya», «Lauria», etc.— las gabarras del «tren de lanchas», las falúas de Camacho, Barrera y las empresas consigna- tarias. Todo esto, y mucho más, era parte del escenario que, a diario, se divisaba desde la calle de la Marina, desde la Alameda que daba frente a los caserones que —bien los refleja la imagen— co- menzaron a morir. Los persona- jes de aquellas tabernas marine- ras eran versos de Tomás Mora- les. Hoy todo ha cambiado y la nueva calle de la Marina Lanza a la ancha vía los esplendentes senderos del sol que reflejan sus acristaladas fachadas. En la Alameda, los altos lau- reles de Indias, descendientes di- rectos de aquellos que desde La Habana aún española llegaron en el bergantín redondo «El Guan- che», la población trinadora val- seante de alegría, está —como siempre— regocijada ante la es- tampa, nueva, de Santa Cruz de Tenerife. La vieja y siempre nueva ca- lle de la Marina continúa siendo uno de los obligados caminos ha- cia el puerto de Santa Cruz, ha- cia la zona en la que, en años idos para siempre, la ciudad na- ció y creció. Allí murió un poco —bien lo refleja la imagen— para nacer de nuevo y lanzar al aire las flechas agudas de los modernos edificios de cristal, hierro y cemento. Santa Cruz de Tenerife —que dormía plácidamente en estos antiguos rincones— ya pertene- ce al pasado y, por paradoja, al presente y futuro. Ahí están las trabajadas puertas y ventanas a punto de morir. Eran magníficas muestras de la artesanía canaria que, en los recios paredones, rompían la monotonía de la sim- plicidad arquitectónica rematada por la rojez de tejas canarias. Ahora, todo aquello nos vuel- ve en evocaciones arropadas en el aire triste y melancólico de lo que ya no es. Y es que hemos al- canzado la edad en la que la mi- rada vuelve hacia atrás y casi llo- ra. Hemos alcanzado la edad en que comienzan —y nos hieren— las nostalgias. Volvemos a cuando murió la playa de Ruiz, aquella sobre la que se proyectaba la rambla de Sol y Ortega. Murió también la canción que las olas cantaban en los callaos y, con ella, la mari- nera y recia de las velas que can- taban y resonaban sobre los bo- talenes y las botavaras. Era la época en que las cangrejas y fo- ques —repletas de brisa y sol— subían por los palos de las gole- tas y balandras que ya no son en la mar isleña. También la farola dio muerte a su puñal de luz, puñal que atra- vesaba las tinieblas y era grato —muy grato— a los ojos de los marinos con mirar de lince. Se nos fue también la estampa bé- lica y pétrea del centenario cas- tillo de San Cristóbal, más tar- de la de la centenaria Aduana en la calle de la Caleta y... ¿para qué seguir? La imagen nos trae el recuer- do de las muchas y muchas edi- ficaciones que, casi a la vera de la mar —plaza de la Iglesia, ca- lles de la Caleta, la Marina, etc.— se nos fueron para siem- pre y con ellas se llevaron una estampa —muy característica— de la antigua ciudad marinera y mercantil. En la esquina de la calle de la Marina con la de Emilio Calza- dilla, en la imagen cae el edifi- cio que albergó las instalaciones de Intendencia Militar y la pana- dería que suministraba a las fuer- zas de la guarnición. De este edi- ficio, mucho y bien nos escribió don Antonio Marti y, también, don Miguel Borges Salas y don Pedro Tarquis. Era la elegante y sencilla casona con portalada en- marcada por recios sillares y ventanas de guillotina. Junto a ella, la casi similar con balcón canario y, luego, el taller de me- cánica de la Empresa Hamilton en el que, era tradición, los alumnos de la entonces Escuela de Náutica realizaban su apren- dizaje. Fueron muchas —muchas— las edificaciones que cayeron para siempre y, así, se llevaron una estampa característica de nuestra antigua y muy querida ciudad. A la entrada del muelle Sur, la marquesina y la antigua locomotora nos vuelven a otros tiempos. Y es que, una y otra, son reliquias del puerto que fue —del que es y siempre será— y que nació casi junto a la antigua Caleta de Blas Díaz. La centenaria farola volvió a la zona portuaria para, allí —muy cerca de su antiguo emplaza- miento— lucir su estampa evo- cadora, ya que no los relámpa- gos amigos que, como puñales de luz, dispensó a los barcos que por Santa Cruz recalaban durante las horas de la noche. Una de las últimas locomotoras que traba- jaron en las obras del puerto —y que, como la farola, fue resca- tada por don Miguel Pintor— con su sencilla estampa evoca los tiempos en que, desde la cante- ra de La Jurada, con las del mis- mo tipo venía, empenachada de humo y vapor, con escollera para la obra del Muelle Sur. En la imagen, los antiguos ca- serones que tenían toda la belle- za, serenidad y realeza de la ve- jez. Por allí sentimos la tibieza del sol de la infancia y, al mis- mo tiempo, vivimos paz casera y dormida. Eran los tiempos de los carros de muías y, de tarde en tarde, un «carro canario», de aquellos preparados para el transporte de barriles y bocoyes. Las calles tenían un ensueño y un corazón y, por el litoral, canta- ban y encantaban las olas ardien- do de blancura. En las aguas del puerto, vele- ros rezumando sal y sombra ver- de en las planchas de cobre; va- pores que daban al aire el rojo de sus lastradas y, por la Alame- da, laureles que echaban en la luz su claro verde. De todo ello quedan el olor y el temblor de la memoria. Son calles con man- chas de ausencia, calles que lla- man a la puerta de nuestros re- cuerdos pues fue allí donde vi- vimos cuando nuestra vida era buena, cuando teníamos todo el sol en nuestros ojos. Así era la ciudad con calma humana, la que vivía ante el an- cho sendero del océano, junto a las playas con alta mar y marea. En la imagen, cuando moría la calle de la Marina —parte de ella— calle de marineros que de- jaban una promesa y nunca vol- vían. Es calle que nos recuerda claros atardeceres de lejana in- fancia, años de pequenez y ju- ventud, de cuando aún no cono- cíamos el dolor, verdadero pan del hombre. Juan Antonio Padrón Albornoz

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1990/01/28

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DÍA rett*& del domingo

aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaannaaaaaaDaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaQaaaaDaaaaaaGGaaaaaaaaaDaaDaaaGaaaaaaaaD

SANTA CRUZ —nuestraantigua y siempre nuevaciudad— tiene y bien man-

tiene calles señaladas por la mar,de la mar siempre presente conhervores inmortales en todo el li-toral.

De tales calles, unas han de-saparecido ante el avance delTiempo —así, con mayúscula—pero, otras, más afortunadas, sehan conservado a cosía de, enor-me sacrificio, perder el grato yentrañable ambiente de antaño.

La explanada y construccionesa la vera del centenario castillode San Cristóbal, eran paso obli-gado a la ciudad a través de rec-tas y estrechas calles, suficien-tes para un tráfico dominado porel acompasado batir y latir de lasherraduras sobre los callaos quetenían aún el hondo fragor de lasplayas que fueron.

Santa Cruz, que nació al filode la ola —a la misma vera dela mar— tenía, muy abajo, casia la orilla de la mar tranquila, eledificio de la Capitanía del Puer-to, la dirección de Sanidad, laPescadería y los tinglados quehabía tenido a su cargo la Juntade Comercio, que por ellos pagó13.098 pesetas.

Cerca, y por el Sur, el edifi-cio de la Aduana —con eleganteportada de mármol finamentelabrado— era entrada a la callede la Caleta y la plaza de la Igle-sia. Ambas estaban empedradascon callaos de playa y, tambiénambas, enmarcadas por casonasllenas de historia que, en lo alto,tenían miradores dirigidos haciala mar. Allí, a la sombra leve dela centenaria torre de la iglesiade Nuestra Señora de la Concep-ción, el amplio jardín que se re-mataba con la flecha vegetal dela araucaria, hermana gemela dela que estaba en el plaza del Prín-cipe —ya no— y de la que, hastahace muy poco, destacó a la de-recha del jardín que da entradaal Hospital Militar de SantaCruz.

Por la zona Norte, la Aduanaestaba limitada por la celaduríade Puertos Francos, caseta deConsumos, la casa del torrero ylos amplios almacenes de la fir-ma Ruiz de Arteaga. La antesvieja y jorobada calle del Tigrese abría ante la sonora y verdeAlameda de Branciforte, cons-truida en 1787.

Nada queda de aquellas anti-guas, centenarias casonas con to-cados de humildes y elegantes te-jas canarias que daban sombra,calor y vida, a las calles mari-neras.

Enmarcada entre las calles deSan Francisco y la Marina, la delTigre compartía el ambiente gra-to que caracterizaba ambas im-portantes vías. La primera, conel antiguo y hermoso balcón ca-nario del hotel Camacho, apun-taba a los entonces lejanos Tos-cales. La calle —que también re-cibió el nombre de DoctorComenge— dormía sueño deaños y, sobre sus pétreos adoqui-nes, tenía repiques de férreas he-rraduras y suave rumor de lan-dos y coches de punto.

En la paz de la plaza de SanFrancisco, bendecida por can-ción lenta de campanas, se refle-jaba —como ahora— la mismatranquilidad, la misma paz y so-siego que otra nuestra ciudad, laSanta Cruz palmera, bien goza aorillas de la mar que le acunacon eterna y monótona canciónde olas, la misma que en Fuer-teventura daba soñarrera a donMiguel de Unamuno.

De este ambiente sosegado—pleno de tranquilidaddormida— estaban empapadaslas calles de la Marina, San José,el Tigre y parte de la de SanFrancisco. En la esquina de SanFrancisco con la del Tigre, laelegancia del edificio que alber-gó a la imprenta del señor Bení-tez y, posteriormente, las ofici-nas del Banco Hispano-Americano.

En la calle del Tigre, el case-rón de los Hardisson —con gár-golas como gatos petrificadosbajo el alero— tenía resonancias

Desde la explanada donde sé alzó la antigua Comandancia de Obras y Fortificaciones, un aspecto de los antiguos caserones dela calle de la Marina. Entonces moría todo un sector santacrucero que miraba a la mar alta y libre

Cuando moría y renacía la callede la Marina

de las antiguas navieras Cher-geurs Reunis, Trasatlantique, Pa-quet y Transports Maritimes ensus amplias estancias. Allí esta-ba la nota consular, comercial ynaviera, nota que, en la plantabaja, se acentuaba a la vista delos equipos y pertrecho náuticosen los vastos y oscuros salones.

Allí, las recias vigas de tea—hijas de los montes tinerfeñoso palmeros que se hicieron qui-llas y cuadernas en el Atlántico—perdían el olor resinoso ante elmuerto respirar de los cabos yestachas que, serpientes de aba-cá o cáñamo, se adujaban juntoa sus chimantes y plateados her-manos de acero flexible.

Toda la amplia gama de estosproductos con marchamo náuti-co se extendía —plena de suge-rencias para los que teníamos enel alma la llamada de la mar—desde los altos estantes que, alado y lado, enmarcaban los an-tiguos y resonantes almacenes.Sobre el olor profundo de laspinturas marinas, el suave aromadel buen tabaco en rama de SantoDomingo y Vuelta Abajo que, ensu almacén, tenía don Prudencio,un dominicano afincado en SantaCruz. Allí, los fardos de blancasesteras y yaguas rememorabanbohíos y verdes palmeras empe-nachadas —estampa muy del si-glo XIX— del Caribe huracana-do y de las tierras quemadorasque fueron españolas.

La muralla, verde y trinadora,de la Alameda de Branciforte,filtraba la invasión sonora quedesde el puerto cercano pugna-ba por penetrar en las calles yzonas bajas de Santa Cruz. Allíllegaban los gualdrapazos y elflamear al viento del velamen delas goletas dedicadas al «vivero»y al «salpreso», a las que nave-gaban al cabotaje, goletas todassiempre blancas de velas abier-tas.

A la Alameda de Branciforte—a las casonas que bien mues-tra la imagen— llegaba, conamortiguado estrépito, el sonary resonar de los «winches» y, almismo tiempo, las pitadas agu-das de los remolcadores que, conlas negras gabarras en sus este-las —todas abarrotadas del negrotesoro del buen Cardiff— ibanhacia donde, en fondeo, las es-peraban los vapores con carbo-neras exhaustas.

FRENTE A LA MAR ALTA

Esta imagen es de cuando San-ta Cruz de Tenerife tenía frente

a su costa —allí donde nació—vapores con chimeneas en can-dela; barcos con palos y maste-leros que, calados a bayoneta, te-nían mucha guinda, branquesrectos, popas de espejo y, por los«mambrús», ruidosos y especta-culares escapes de vapor.

Eran barcos con estampas ma-rineras que ya no son en la mary, cerca de la antigua marquesi-na —ante «los platillos»— las fle-chas de los palos y masteleros,de las goletas y balandras que na-vegaban al «salpreso» y el «vive-ro» y que, desde hace muchosaños, tampoco son en el Atlán-tico isleño.

En la calle de la Marina, lasantiguas casonas que ya morían.En los altos ventanales ya no semiraban soles de antaño. Tampo-co reía el cristal risa franca, risade vida y juventud. Pero, por en-tonces, otras risas —vivas, perotambién llenas de lágrimas ynostalgias— se ahogaban en latragedia de una agonía solitaria.

Frente a la antigua imagen,Santa Cruz de Tenerife tenía muycerca la estampa gris y bélica delcañonero de apostadero —«In-fanta Isabel», «Laya», «Lauria»,etc.— las gabarras del «tren delanchas», las falúas de Camacho,Barrera y las empresas consigna-tarias.

Todo esto, y mucho más, eraparte del escenario que, a diario,se divisaba desde la calle de laMarina, desde la Alameda quedaba frente a los caserones que—bien los refleja la imagen— co-menzaron a morir. Los persona-jes de aquellas tabernas marine-ras eran versos de Tomás Mora-les. Hoy todo ha cambiado y lanueva calle de la Marina Lanzaa la ancha vía los esplendentessenderos del sol que reflejan susacristaladas fachadas.

En la Alameda, los altos lau-reles de Indias, descendientes di-rectos de aquellos que desde LaHabana aún española llegaron enel bergantín redondo «El Guan-che», la población trinadora val-seante de alegría, está —comosiempre— regocijada ante la es-tampa, nueva, de Santa Cruz deTenerife.

La vieja y siempre nueva ca-lle de la Marina continúa siendouno de los obligados caminos ha-cia el puerto de Santa Cruz, ha-cia la zona en la que, en añosidos para siempre, la ciudad na-ció y creció. Allí murió un poco—bien lo refleja la imagen—para nacer de nuevo y lanzar alaire las flechas agudas de los

modernos edificios de cristal,hierro y cemento.

Santa Cruz de Tenerife —quedormía plácidamente en estosantiguos rincones— ya pertene-ce al pasado y, por paradoja, alpresente y futuro. Ahí están lastrabajadas puertas y ventanas apunto de morir. Eran magníficasmuestras de la artesanía canariaque, en los recios paredones,rompían la monotonía de la sim-plicidad arquitectónica rematadapor la rojez de tejas canarias.

Ahora, todo aquello nos vuel-ve en evocaciones arropadas enel aire triste y melancólico de loque ya no es. Y es que hemos al-canzado la edad en la que la mi-rada vuelve hacia atrás y casi llo-ra. Hemos alcanzado la edad enque comienzan —y nos hieren—las nostalgias.

Volvemos a cuando murió laplaya de Ruiz, aquella sobre laque se proyectaba la rambla deSol y Ortega. Murió también lacanción que las olas cantaban enlos callaos y, con ella, la mari-nera y recia de las velas que can-taban y resonaban sobre los bo-talenes y las botavaras. Era laépoca en que las cangrejas y fo-ques —repletas de brisa y sol—subían por los palos de las gole-tas y balandras que ya no son enla mar isleña.

También la farola dio muertea su puñal de luz, puñal que atra-vesaba las tinieblas y era grato—muy grato— a los ojos de losmarinos con mirar de lince. Senos fue también la estampa bé-lica y pétrea del centenario cas-tillo de San Cristóbal, más tar-de la de la centenaria Aduana enla calle de la Caleta y... ¿paraqué seguir?

La imagen nos trae el recuer-do de las muchas y muchas edi-ficaciones que, casi a la vera dela mar —plaza de la Iglesia, ca-lles de la Caleta, la Marina,etc.— se nos fueron para siem-pre y con ellas se llevaron unaestampa —muy característica—de la antigua ciudad marinera ymercantil.

En la esquina de la calle de laMarina con la de Emilio Calza-dilla, en la imagen cae el edifi-cio que albergó las instalacionesde Intendencia Militar y la pana-dería que suministraba a las fuer-zas de la guarnición. De este edi-ficio, mucho y bien nos escribiódon Antonio Marti y, también,don Miguel Borges Salas y donPedro Tarquis. Era la elegante ysencilla casona con portalada en-marcada por recios sillares yventanas de guillotina. Junto aella, la casi similar con balcóncanario y, luego, el taller de me-cánica de la Empresa Hamilton

en el que, era tradición, losalumnos de la entonces Escuelade Náutica realizaban su apren-dizaje.

Fueron muchas —muchas—las edificaciones que cayeronpara siempre y, así, se llevaronuna estampa característica denuestra antigua y muy queridaciudad. A la entrada del muelleSur, la marquesina y la antigualocomotora nos vuelven a otrostiempos. Y es que, una y otra,son reliquias del puerto que fue—del que es y siempre será— yque nació casi junto a la antiguaCaleta de Blas Díaz.

La centenaria farola volvió a lazona portuaria para, allí —muycerca de su antiguo emplaza-miento— lucir su estampa evo-cadora, ya que no los relámpa-gos amigos que, como puñalesde luz, dispensó a los barcos quepor Santa Cruz recalaban durantelas horas de la noche. Una de lasúltimas locomotoras que traba-jaron en las obras del puerto —yque, como la farola, fue resca-tada por don Miguel Pintor—con su sencilla estampa evoca lostiempos en que, desde la cante-ra de La Jurada, con las del mis-mo tipo venía, empenachada dehumo y vapor, con escollera parala obra del Muelle Sur.

En la imagen, los antiguos ca-serones que tenían toda la belle-za, serenidad y realeza de la ve-jez. Por allí sentimos la tibiezadel sol de la infancia y, al mis-mo tiempo, vivimos paz caseray dormida. Eran los tiempos delos carros de muías y, de tardeen tarde, un «carro canario», deaquellos preparados para eltransporte de barriles y bocoyes.Las calles tenían un ensueño y uncorazón y, por el litoral, canta-ban y encantaban las olas ardien-do de blancura.

En las aguas del puerto, vele-ros rezumando sal y sombra ver-de en las planchas de cobre; va-pores que daban al aire el rojode sus lastradas y, por la Alame-da, laureles que echaban en laluz su claro verde. De todo elloquedan el olor y el temblor de lamemoria. Son calles con man-chas de ausencia, calles que lla-man a la puerta de nuestros re-cuerdos pues fue allí donde vi-vimos cuando nuestra vida erabuena, cuando teníamos todo elsol en nuestros ojos.

Así era la ciudad con calmahumana, la que vivía ante el an-cho sendero del océano, junto alas playas con alta mar y marea.

En la imagen, cuando moría lacalle de la Marina —parte deella— calle de marineros que de-jaban una promesa y nunca vol-vían. Es calle que nos recuerdaclaros atardeceres de lejana in-fancia, años de pequenez y ju-ventud, de cuando aún no cono-cíamos el dolor, verdadero pandel hombre.

Juan Antonio PadrónAlbornoz