Widmer, Urs - El Amante de Mi Madre [R1]

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EL AMANTE DE EL AMANTE DE MI MADRE MI MADRE Urs Widmer Urs Widmer

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Widmer, Urs - El amante de mi madre [R1]

EL AMANTE DE MI MADRE

Urs Widmer

Este libro ha recibido una ayuda

a la traduccin de Pro Helvetia

Ttulo original: Der Geliebte der Mutter

En cubierta: Detalle de Autorretrato

Foto de Ralph Gibson, Nueva York 1995Diseo grfico: G. Gauger & J. Siruela

Diogenes Verlag AG, Zurich 2000

De la traduccin, Carlos Fortea

Ediciones Siruela, S. A, 2001Plaza de Manuel Becerra, 15. El Pabelln

28028 Madrid. Tels.: 91 355 57 20 / 91 355 22 02Fax: 91 355 22 [email protected] and made in Spain

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PETICIN

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Para acabar con ella... los lectores necesitamos ms oferta en libros digitales, y sobre todo que los precios sean razonables.Para Nora

Hoy ha muerto el amante de mi madre. Era ms viejo que Matusaln, y estuvo sano como una manzana hasta el momento mismo de su muerte. Se desplom mientras, inclinado sobre un atril, pasaba una pgina de la partitura de la Sinfona en Sol menor de Mozart. Cuando lo encontraron tena un trozo de pentagrama en la mano muerta: el toque de trampa con el que comienza el movimiento lento. En una ocasin le haba dicho a mi madre que la Sinfona en Sol menor era la ms hermosa obra musical que jams haba sido compuesta. Lea desde siempre partituras, igual que otros leen libros. Todo lo que caa en sus manos, tanto cosas arcaicas como superficiales. Pero, sobre todo, prestaba atencin a lo nuevo. Slo en su ancianidad, alrededor de los noventa aos, sinti la necesidad de volver a experimentar lo familiar, diferente ahora, a la luz del declinante sol de la vida. Ahora volva a leer el Don Giovanni, que siendo adolescente haba devorado con ojos ardientes, y La Creacin. Haba sido msico, director de orquesta. Tres das antes de su muerte haba dirigido su ltimo concierto en la Stadthalle. Gyrgy Ligeti, Bartk, Conrad Beck. Mi madre le am durante toda su vida. Sin ser observada por l, sin ser observada por nadie. Nadie supo de su pasin, jams dijo una sola palabra al respecto. Edwin!, susurraba en todo caso junto al lago, sola, con su hijo de la mano. Rodeada de patos que graznaban, en la sombra, miraba la orilla de enfrente, iluminada por el sol. Edwin. El director se llamaba Edwin.

Era un buen director. Y era, cuando muri, el ciudadano ms rico del pas. Posea la ms valiosa coleccin de partituras que exista; la hoja que rompi en el momento de su muerte era la original. Le perteneca la mayora de las acciones de un conglomerado de empresas que fabricaba y sigue fabricando principalmente mquinas. Locomotoras, barcos, pero tambin telares y turbinas y desde hace muy poco incluso instrumentos de precisin para ciruga con lser. Articulaciones artificiales, y tambin esas minicmaras que se pueden dirigir por los vasos sanguneos hasta el corazn y envan a una pantalla en el exterior todo lo que encuentran en su viaje. La sede principal de la empresa estaba y est en aquella orilla menor del lago que siempre est en sombras, mientras que Edwin viva en la parte soleada, al otro lado del lago, en una propiedad de treinta o incluso cincuenta habitaciones, con yeguadas, con jauras de perros, con casas de huspedes y de criados, en un parque en el que crecan pinos chinos y secuoyas, troncos hasta el cielo a cuya sombra paseaba memorizando el siguiente concierto. Royal Albert Hall, por ejemplo, o Glyndebourne. Exiga fuertes honorarios por sus conciertos, pero no por el dinero, por ms dinero an, sino porque se meda con Bruno Walter y Otto Klemperer. Quera unos honorarios igual de altos, y los consegua.

Antao, de joven, haba sido pobre como una rata. Viva en un cuarto amueblado en el barrio industrial, rabioso de ambicin y de dotes todava no despiertas. Caminaba de arriba abajo por su cuarto como fiera enjaulada, con relmpagos en la cabeza, chocando contra sillas y palanganas sin darse cuenta, persiguiendo en su crneo una salvaje msica que no se dejaba atrapar. A veces se rociaba con agua helada. Llevaba papel pautado en todos los bolsillos, y durante sus paseos, similares a marchas forzadas, escriba retazos de melodas, aunque apenas saba escribir las notas. Su forma de tocar el piano an era peor. Pero viva en la msica, para la msica. A los conciertos de abono de entonces de precios temibles, ya en aquellos tiempos iba en los descansos, cuando ya no haba controles en las puertas y los melmanos ms cansados se haban ido a casa. Entonces se sentaba en sus asientos, sosteniendo las miradas asesinas de sus vecinos. De este modo escuchaba al menos todas las segundas partes de los conciertos, que de todas formas siempre eran de Brahms, Beethoven, Bruckner. Como no tena el bachillerato, las puertas del conservatorio estaban cerradas para l. As que se hizo instruir de manera privada por un compositor local que, cuando Edwin le expuso su situacin de indigencia, renunci a cualesquiera honorarios. De todas formas trabajaba de forma irregular beba, si hay que decir la verdad y era un adepto radical de Richard Wagner y Richard Strauss. De todos los Richard en realidad, incluso quera a Franois Richard ms de lo que mereca. Cantaba su Ruisseau qui cours aprs toy-mesme en casi todas las clases, acompandose a s mismo al piano con enrgicas octavas, aunque el original exige una delicada voz de lad. Despus, mucho despus, Edwin haba tenido ocasin de comprar uno en una subasta, por una minucia. Primero puj titubeando, luego se lo dej a un grueso caballero que sudaba abundantemente y representaba a la J. Paul Getty Foundation for Ancient Music. Recre la obra de Gesualdo, tembl con las maravillas de Mozart, soport las prolongaciones de Schubert, y pronto escribi una primera obra propia, una sinfona en dos movimientos que el compositor local ley meneando la cabeza. Cuando el primer fuego de la composicin se hubo apagado, aprendi a tocar el piano (el compositor local era muy perito en esto). Pero no poda ensayar cmo iba a hacerlo, si no tena piano, o slo poda hacerlo cuando el compositor se haba emborrachado y dorma en la habitacin de al lado. As que siempre fue un pianista para el que incluso los movimientos lentos eran demasiado rpidos. Cuando ya estaba al borde de la desesperacin, un da el compositor local le ense cmo se dirige. Cmo se marca una autntica apertura o se provoca un ritardando, todo eso. Conoca todos los movimientos de la batuta. Incluso cuando estaba borracho, o precisamente entonces, marcaba sin el menor problema un comps de seis por nueve con la mano izquierda y uno de cinco por ocho con la derecha. Edwin se dio cuenta, para su asombro y tambin el de su maestro, de que tambin l poda hacerlo, casi de golpe. Supo enseguida que la direccin era su destino. Se abri paso trabajando el compositor local se sentaba al piano y sustitua para l a la orquesta a travs de las obras de Johann Sebastian Bach, Haydn y Mendelssohn, ms adelante incluso de todo Debussy. Su interpretacin de Peleas y Melisande le sali tan intensa que, cuando un da la toc con una verdadera orquesta, se entristeci mortalmente porque no sonaba, ni con mucho, tan grandiosa como la haba imaginado. Una clara maana de verano, su maestro le dijo que ya no tena nada que aprender con l... con l! Lo abraz. Edwin se fue. Ya no se volvi, y no vio que el compositor local estaba en la ventana, con una mano alzada en seal de despedida y una botella en la otra. l silbaba en voz baja. Sin duda segua sin saber componer, y su forma de tocar segua siendo lamentable; pero cuando lea una partitura la oa, y ahora tambin saba dirigir. Se haba ganado la vida los estudios no le haban costado nada pintando a destajo postigos de ventanas, atendiendo las mesas en un local con jardn y clasificando cartas en la oficina central de Correos.

Edwin pobre, mi madre en cambio rica: as fue al principio. Slo despus se volvieron las tornas. Ahora Edwin nadaba en dinero, y mi madre, convertida en piedra quebradiza, hablaba cada vez con ms frecuencia de su preocupacin de terminar en un asilo. Mi madre joven, una belleza deslumbrante, haba llegado flotando como en un sueo. Largas piernas con zapatos de tacn, seria, ojos negros, labios carnosos, una estola de piel sobre los hombros, un sombrero tan grande como la rueda de un coche bajo el que brotaba una rizada melena. Plumas. Junto a ella saltaba un galgo. En los conciertos de abono se sentaba al lado de su padre, en el lugar de su madre que haba muerto cuando mi madre era una criatura, abrumadoramente joven entre todos aquellos viejos abonados, sentados all como muertos. Tampoco su padre pareca muy vivo en esas ocasiones, y siempre, apenas comenzado el concierto, mi madre senta la necesidad de gritar. De despertar a los muertos. Su padre se pareca al viejo Verdi, un Verdi de labios gruesos, de hecho tambin amaba La Traviata por encima de todas las cosas y era subdirector de aquella misma fbrica de maquinaria que despus tampoco tanto despus! haba de ir a parar a manos de Edwin. Por aquel entonces, ste jams se habra atrevido a dirigirse a mi madre. Si lo hubiera hecho, ella habra mirado a travs de l y le habra olvidado mientras an estaba mirndolo. Por aquel entonces. Ella le haba observado a veces, desde su palco, mientras despus de la pausa l buscaba un asiento libre en el patio de butacas: un joven pobremente vestido, desorientado y que saba lo que quera. No pens ms en l.

En una ocasin, cuando tena cinco o seis aos, estaba jugando en el pasillo con sus muecas les enseaba modales y la puerta del despacho se abri, y su padre estaba en el umbral, con los ojos centelleantes, los labios convertidos en una ranura, con una barba igual que una pala. Con la barba, sealaba al interior de la habitacin. Mi madre pequea entr temblando, se qued de pie sobre una alfombra en la que se hundan sus pies desnudos, delante del frreo escritorio tras el que su padre, oscureciendo la ventana, se agrandaba. Libros oscuros por todas partes, sordas lmparas con cuentas de cristal, bustos de mrmol griegos de Zeus o Apolo, tubos de ensayo, un terrario en el que reptaban escorpiones y araas cruceras. El padre estaba all de pie y callaba, la miraba, la miraba y la miraba, y finalmente dijo, sin abrir la boca: Nadie te quiere! Nadie! Por tu condicin!, rugi abruptamente. A tu cuarto!, bram. Que no te vea ms! l y su esposa haban querido ir a Miln. Buen hotel, buena comida, buenos vinos, quiz La Traviata en la Scala, o por lo menos Tosca. Pero nadie haba querido quedarse con mi pequea madre durante unos das, ninguna de las tas, primas, madrinas, amigas. sa? Jams! Ni siquiera Alma, con la que slo se hablaba en caso de extrema necesidad, haba estado dispuesta a cuidarla. Por su condicin. Los padres se quedaron en casa. Mi madre fue a su cuarto. Se qued, sin llorar, de pie junto a la ventana y se pregunt cul sera su condicin, que haca que ni siquiera su padre y su madre la quisieran. Tampoco ms adelante llor jams. Sus ojos estaban tan secos que dolan.

O no coma, puede que tuviera seis, incluso ocho aos. Espinacas, coliflor, alguna de esas porqueras sanas. Yogur!, preparado por la criada, a veces por la propia mam. Entonces el padre exiga que se lo tomara todo, hasta el ltimo bocado. Aunque tardara tres das, un ao. A menudo estaba sentada sola en su cuarto, con el yogur delante, rgidas las paredes del estmago. No poda tragar bocado. El padre, a la hora de la siguiente comida, no le dedicaba ni una mirada, coma su filete con ptreo goce. Ante ella segua estando el yogur mediado. El moho no era txico para los nios. Slo una vez, una nica vez haba intentado ella tirar a escondidas el yogur dentro de un florero. El padre, omnisciente, meti la mano, mostr el ndice lleno de yogur, se limpi sin decir palabra en la servilleta. Y ya estaba servido el siguiente yogur. Fue al jardn de infancia, luego al colegio: si no haba vuelto un cuarto de hora despus de acabadas las clases, el padre cerraba la puerta con llave. Entonces ella se quedaba all, llamando al timbre y gritando, hasta que su padre abra el ventanuco de la puerta, un cuadrado con rejas tras el cual pareca el guardin de una prisin, que por algn motivo estaba dentro de la crcel mientras el preso imploraba fuera que le dejaran entrar. l deca tranquilo, con claridad, que era demasiado tarde, que ahora tena que esperar hasta que la puerta volviera a abrirse, en algn momento, en todo caso seguro que no ahora. Eso se lo deba a su condicin. En una ocasin acababa de llegar la hora no, era demasiado tarde, seguramente por un minuto y el padre cerr la puerta, aunque ella vena corriendo por el jardn delantero. Demasiado tarde era demasiado tarde. As que se sent en el escaln de la puerta y se qued mirando una ardilla que saltaba de rama en rama en el pino. Su condicin, su condicin, cul era su condicin?

Quiz su condicin fuera que a menudo se quedaba inmvil en un rincn de su cuarto, con los ojos mirando hacia dentro, los puos cerrados, un ardiente calor en el cerebro. Entonces apenas respiraba, de vez en cuando gema. En su interior todo herva, hacia fuera era una piel muerta. Sorda, ciega. Se la hubiera podido transportar como un trozo de madera, como un atad, ella no se habra dado cuenta. En todo caso, si la hubieran sorprendido en una de esas inmovilidades febriles, habra muerto de vergenza. De espanto, de culpa. Por eso escuchaba el menor rumor de la casa: si en alguna parte se abra una puerta, si se oan pasos en el corredor, cualquier crujido y chasquido. Pero nunca nadie descubri su secreto, de eso estaba segura. (Ms de una vez estuvo mirando inmvil a travs de sus padres, que no se atrevieron a despertarla.) En esos casos, en su interior haba un mundo lleno de brillo y de luz, con bosques, campos de trigo, caminos que llevaban aqu y all. Mariposas, lucirnagas. Lejanos jinetes. Ella misma tambin estaba dentro de su interior, se vea saltando, jugando al aro, lanzando gritos de alegra. Llevaba encantadores vestiditos, lazos, zapatos blancos, un sombrero de paja lleno de flores silvestres. Todos la queran, ms an, era la favorita de todos. No era la reina, o slo raras veces; no, era humilde como nadie, comparta todo lo que tena con los ms pobres de entre los pobres. Conservaba tan slo lo que realmente necesitaba. El poni, naturalmente, el dosel de la cama. A menudo lloraba con los otros en aquel mundo tena lgrimas porque les iba tan mal. Los consolaba, tena una gran capacidad para consolar. Todos acudan siempre a ella, haba una autntica multitud a su alrededor. Brazos extendidos implorantes, voces que gritaban su nombre. En todo caso tambin poda escapar del hechizo, porque estaba completamente sola, caminaba sobre las aguas, poda incluso volar. Entonces estaba cerca de las estrellas, les gritaba, reciba su risa como respuesta. Dios, con Dios no se trataba; pero a veces vena el pequeo Jess del Camino, y le peda consejo sobre el futuro del mundo. As que a veces tambin tena que ser una juez estricta. Se suba a una tribuna, en lo alto de una sala parecida a una iglesia, que estaba llena de hombres negros que haban hecho o planeado algo malo. Entonces tena que hervirlos en aceite, era inevitable, cortarles la cabeza, tirarlos de la torre. De nada les serva implorar, arrastrarse de rodillas y juntar las manos para alcanzar su perdn. Ella se mantena justa, sealaba hacia abajo con el pulgar. Entonces algo la despertaba, por ejemplo un perro que ladraba en la calle, o el crujir de una tabla (los padres, que se retiraban en silencio). En esos momentos se sobresaltaba, miraba trastornada alrededor, concentraba los cinco sentidos. Luego, a la hora de cenar, los grandes ojos de mam. Qu pasaba? Por qu su padre la miraba as?

ste tampoco haba vivido siempre entre bustos de dioses clsicos y alfombras persas. Al contrario, haba venido al mundo en una casa de piedra sin muebles en las cercanas de Domodossola, un beb del color del pino de los Alpes que en el momento mismo de nacer tena un pelo como de limaduras de hierro, y esos labios. Era el ltimo de doce hijos todos ellos tambin de pelo rizado y labios gruesos, y fue bautizado con el nombre de Ultimo. Un ruego de sus padres a Dios para que de una vez lo dejara estar. (De los doce hijos, slo cinco llegaron a adultos.) Iba descalzo, buscaba castaas en los bosques, alimentaba con hierba a los conejos. La casa, encorvada bajo un risco, consista en una sola habitacin, una bveda baja sin ventanas, en la que en invierno arda un fuego en una chimenea con una campana abierta como la boca de un volcn que de todos modos apenas calentaba el aire. En cambio en verano la bveda era fresca aunque fuera el sol abrasara. Los hijos varones, siete, ayudaban todos al padre. Slo a Ultimo no le estaba permitido colaborar, el padre no necesitaba un octavo ayudante; en todo caso no tan pequeo. Ultimo tena que quedarse en casa. No saba exactamente lo que hacan su padre y sus hermanos, sus aventuras tenan algo que ver con mulos, con trineos y carruajes. Pensaba que eran algo as como buenos ladrones, caan, al otro lado de las montaas, sobre los palacios de malvados seores y repartan lo robado entre los pobres. Oh, a l tambin le hubiera gustado hacer eso, levantarse a las cinco de la maana, regresar despus de la puesta de sol, agotado, sudoroso, desollado a veces, contando aventuras en las que caan aludes sobre ellos, desprendimientos de piedras. Los mulos se escapaban y huan chillando montaa arriba, arrastrando los trineos, de los que los toneles se desprendan y caan tronando hacia el valle, reventando en su cada, tiendo la nieve del color de la sangre. El padre se sentaba a la mesa y miraba, radiante, cmo la madre serva la polenta en los platos de los magnficos hermanos. Se le saltaban las lgrimas de tanto rer. Ultimo estaba en su oscuro rincn, l ya haba comido. El padre era arriero. Transportaba para viticultores del Piamonte toneles de vino a travs del Simplon, entre Domodossola y Brig. En invierno en trineos, en verano en carruajes. Sus hijos le ayudaban, siete hijos en los mejores aos; pronto ya slo tres. Los otros haban muerto: tifus, poliomielitis, una septicemia. Pero Ultimo no poda sustituir a ninguno, nunca. Quiz cuando el padre se hizo viejo, y apenas poda convencer al mayor para que le acompaara en el camino a travs de los pasos, a l y a la yunta, quiz entonces habra podido. Pero para entonces haca mucho que l, Ultimo, estaba en otra parte en otro pas, con otros amigos, con dinero nuevo.

Por suerte, Ultimo era un buen estudiante. El maestro del pueblo se dio cuenta, algn clrigo intervino, el prroco del distrito de Villa di Domodossola, y de pronto el inteligente Ultimo se encontr al otro lado del paso, al otro lado de las montaas. Se convirti en educando del internado jesuita de Brig. Sin duda ese colegio sacro le gan una aversin vitalicia hacia todo lo religioso posteriormente nunca volvi a ir a misa, y no bautiz a su hija, pero aprendi mucho. Un alemn cantarn y rezos latinos, pero tambin a sumar, restar, dibujar con precisin, ordenar, mezclar y separar, disecar escarabajos, transformar cubos en conos de tal modo que su contenido siguiera siendo el mismo. Hizo una brillante revlida. La celebracin final tuvo lugar en la catedral. Unos centenares de ciudadanos conmovidos. Un obispo, o algn otro jerarca eclesistico, rez y reparti los diplomas y volvi a rezar, incluso acarici los cabellos a Ultimo al darle su diploma. Fue la ltima vez que Ultimo vio una iglesia por dentro. Despus, cuando haca viajes formativos con su esposa Chartres, Autun, Vezelay, siempre esperaba fuera, ante el prtico de la iglesia, mientras ella recorra asombrada criptas y cruceros. Acudi a la Politcnica regional (obtuvo una beca, a pesar de ser extranjero), se convirti en ingeniero mecnico y, exactamente a los veinticuatro aos, entr a trabajar en aquella fbrica en la orilla en sombra del lago, por aquel entonces an un pequeo taller. Unos cuantos barracones en los que se fabricaban tornillos de gran calibre, roscas que giraban a la derecha y a la izquierda, husos de metal, resortes y zapatas para frenos. Ultimo se sentaba en un despacho, un cobertizo de madera, y tramitaba los escasos encargos. Se cas y tuvo una hija, mi pequea madre. Luego vino la Primera Guerra Mundial. Los beligerantes de uno y otro lado necesitaban tanta maquinaria (convertan tanta en chatarra) que cuatro aos despus la explotacin era una gran empresa y Ultimo uno de sus subdirectores. Le corresponda la produccin de vehculos industriales, una seccin que creca rapidsimamente. Ahora ganaba mucho dinero: construy una casa, llevaba trajes de franela ingleses, tena una doncella, haca traer de su vieja patria el queso, la carne seca, el maz para polenta y el vino, y compr un gramfono ante el que se sentaba noche tras noche, con un jerez en la mano, a escuchar con arrobo cantar a Caruso La donna mobile. Fumaba puros. Adquiri la ciudadana de su nueva patria. Compr uno de los primeros coches de la ciudad, un Fiat Barbera rojo, un cabriol que se trajo en persona de Turn. Los asientos, el tablero de instrumentos, todo haba sido montado conforme a sus deseos. Condujo cantando por las montaas (evit el Simplon porque tema al espritu de su padre haca mucho que haba muerto y a los fantasmas de los mulos). Cambi tres ruedas y se quem al abrir, ingenuo, el radiador para echar un vistazo al agua. Con la mandbula abrasada y las manos vendadas, condujo de un humor radiante a pesar de todo su maravilloso vehculo dejando atrs bosques, barrancos, pueblos y nubes de polvo. A la luz del sol poniente, lleg a su casa y fue recibido con flores por su esposa y su hijita. Sonriente, se quit las gafas de piloto, la gorra de cuero y el guardapolvo. Los vecinos que miraban a hurtadillas por entre la cerca desaparecieron como lagartijas en sus escondrijos cuando l los salud con la mano, Qu hermosa era la vida! Entonces su mujer muri, su hija creci y se hizo adulta, de una inesperada belleza, y l se convirti en una piedra. Dej de hablar, apenas coma, se pasaba las noches en vela, escuchaba docenas de veces aquella cantata de Johann Sebastian Bach en la que el tenor, con esplndido canto, se alegra de ver llegar su muerte. Dej de comprar ropa, dej de comprar todo en realidad, apagaba siempre todas las luces de la casa y ventilaba todas las habitaciones. El 26 de octubre de 1929, el da siguiente a aquel viernes negro, abri el peridico de la maana y ley que haba perdido todo su dinero. De la noche a la maana, volva a ser pobre. Se levant de su silln, abri la boca, se llev las manos al corazn y cay con estrpito al suelo. Se qued all, sobre una valiosa alfombra, vestido con un albornoz prpura, el crneo entre las hojas de la palmera de interior que haba derribado al caer. Sus ojos fijos miraban hacia la ventana, ante la cual el sol an no haba salido. El albornoz se haba abierto, l yaca desnudo de espaldas. Su piel, antao del color del pino de los Alpes, reluca ahora como cobre viejo. As lo encontr mi madre. Lo tap, desprendi el arrugado peridico de sus dedos y ley la noticia que lo haba matado. Pero slo algn tiempo despus comprendi que ahora la vida de rica se haba acabado tambin para ella. Ahora slo miraba fijamente, con los puos apretados contra la boca, a ese hombre que se le haba vuelto extrao, que en la muerte pareca un prncipe oriental esperando los ltimos homenajes.

El padre del padre, el arriero, haba sido an mucho ms oscuro. Eso se deba a que su padre haba sido negro, un africano de una altiplanicie situada por debajo del ecuador, y eso en un valle alpino en el que, por lo dems, nadie saba que hubiera otras personas ms all de las montaas. Ese antepasado negro no tena nombre. Todos le llamaban el negro. Lo haca incluso la madre del padre del padre de mi madre, su esposa, no por negar su breve amor por l, que haba durado una sola noche: al contrario, durante toda su vida rindi culto al desaparecido. Tena un pequeo altar, y en l una vela siempre encendida que, como no tena ninguna foto suya, iluminaba un enigmtico Algo que el negro haba llevado colgado del cuello. Un diente? Una garra? Pasaba horas arrodillada ante la llama eterna, besaba la reliquia, gritaba el nombre que le haba quedado: Negro!. El negro haba sido expulsado de su pas por el hambre, por las luchas tribales. Era, como toda su tribu, alto y flaco, y los victoriosos rivales eran bajitos y recios. Envidiaban a los ms flacos el negocio de los dtiles, y adems tenan otra religin. Su dios era un perro, mientras el dios de los flacos era un len. Sus dignatarios, los iniciados, llevaban siempre encima una parte de un len, un pelo de la cola, una pata, un hueso de la quijada. Acosaban hasta la muerte, como su animal totmico, a bfalos o es, corriendo tras ellos durante horas y das hasta que sus vctimas se rendan. Nadie sabe cmo lleg el negro a Europa, si toc tierra en Gnova o quiz en Livorno, cmo avanz y avanz sin detenerse, sin comer ni beber, rodeando pueblos en los que ladraban perros, atravesando campos de maz y viedos y, finalmente, fue a parar a aquel valle rocoso que suba a pico, directamente a lo ms alto del iceberg, que brillaba a la luz del atardecer. Jadeaba, se tambaleaba, apenas vea ya adnde iba. Cuando pasaba delante de unas pocas casas, ms bien montones de guijarros, se derrumb. Cay sin sentido. As lo encontr una mujer joven. Lo arrastr hasta su casa caminando hacia atrs, tirando de las piernas. Ya no haba luz. En la oscuridad, lo desnud, le dio a beber agua, lo lav. Para calentarlo, se peg a l, lo frot con paos, le deca: Despierta! Pero despierta!. Lo acarici, lo bes, le implor. Jams haba respirado una piel as. Cielo, rezaba, haz que vuelva a la vida, a mi vida. En algn momento de la ms tenebrosa noche el negro se movi, gimi de un modo tan estremecedor, solloz con tanto dolor, que la mujer redobl sus esfuerzos. Nadie sabe qu ocurri exactamente esa noche, nadie vio a la pareja, que no se vea. Pero gritaban, aullaban, eso lo oyeron todos. Bramaban. Hasta rean! Luego, hacia el amanecer, se quedaron callados, y quiz tambin los otros se durmieron en sus lechos. Sea como fuere, cuando el sol penetr por entre las rendijas de la puerta de la bveda y alumbr a los amantes, la mujer yaca durmiendo de espaldas, desnuda, respirando con suavidad, sonriendo en sueos, con los brazos y las piernas muy abiertos. El negro estaba muerto. Tena la boca abierta, y los ojos muy abiertos estaban llenos de lgrimas. Los vecinos rodearon perplejos a la pareja, sin atreverse a despertar a la mujer, a tocar al muerto. Por fin un anciano el padre de la mujer? hizo de tripas corazn y los cubri a ambos con una chaqueta. La mujer enterr al negro, su felicidad durante una noche, bajo un castao junto a la casa. Nueve meses despus dio a luz un hijo, al que llam Domenico. As ocurri que el padre del padre del padre de mi madre era negro, el padre del padre de mi madre pardo, el padre de mi madre cobrizo claro y mi madre pareca la hija del sol.

Ahora Edwin era director, pero sin orquesta. Para alguien como l, el atril de la Filarmnica segua estando ms lejos que la luna. As que cre su propia orquesta, convenciendo a todo el que se encontraba y saba tocar un instrumento para que colaborase con l. Principalmente fueron alumnos y alumnas del conservatorio; en todo caso, cuando logr reunir a su grupo de msicos ninguno tena ms de veinticinco aos. Nadie a excepcin de un violinista que iba para sesenta Edwin lo nombr concertino y acababa de dejar la Filarmnica a consecuencia de una disputa: se haba discutido, en un ensayo, sobre la ejecutabilidad de la nueva msica, y haba tenido la osada de rebatir al director jefe un funcionario de la msica, de secos huesos, al que an le quedaban muchas dcadas de ocupar ese puesto cuando dijo que desde el cambio de siglo no se haba producido una sola obra musical que se pudiera tocar. Y Korngold?, haba gritado l. Huber? Bartk! Haba sido despedido en el acto. Por eso abri el primer concierto de la Joven Orquesta as bautiz Edwin a su nuevo con junto con la Suite op. 4 de Bla Bartk. Le sigui el Concierto para flauta piccolo y cuerda de Alexander von Zemlinsky. Entr en el programa porque uno de los mejores amigos de Edwin y, por el momento, el nico instrumentista de viento de la orquesta era un flautista, un joven virtuoso que amaba especialmente la piccolo. El final lo constituy el estreno de Cinq variations sur le thme Le ruisseau qui cours aprs toy-mesme de Franois Richard, obra del compositor local. Edwin quera un estreno a toda costa y no haba encontrado otro compositor dispuesto a y capaz de escribir en tan breve perodo algo para l. El compositor local se haba alegrado mucho al recibir la peticin de Edwin, esa misma noche haba llenado cinco o diez hojas de papel pautado con su escritura genial. Luego no haba llegado ms que hasta ah, de manera que Edwin se conform con esos bocetos, coloc de algn modo las hojas en orden y orquest las voces de todos modos las notas eran casi indescifrables lo mejor que pudo. Como no dispona de instrumentos de viento el flautista apareca como solista, el murmullo del arroyo que daba ttulo a la obra hubo de ser asumido por los contrabajos. Los ensayos fueron implacables. Si alguien llegaba tarde se haca objeto de la ira de Edwin, y si no haba estudiado su parte, an ms. De hecho, Edwin era tan severo que sus msicos, sobre todo las mujeres, estaban completamente entusiasmados con l desde el tercer da de los ensayos. Ensayos a primersima hora de la maana los estudiantes tenan que acudir a sus cursos en la escuela de msica, ensayos hasta entrada la noche: todos alzaban la vista hacia Edwin con entrega creciente. Estaba tan seguro de s mismo! El da del concierto, todos tenan los nervios a flor de piel, y todos saban que hoy iba a ocurrir algo importante. Incluso el concertino, un viejo zorro, tena una extraa sensacin en la boca del estmago. El concierto tuvo lugar el 12 de junio de 1926, en el Museo de Historia. El pblico consisti bueno, tambin haba, sobre todo en la parte trasera de la sala, algunos oyentes que haban venido porque s en los padres y las madres de los artistas, en novias y novios, tas, tos, padrinos y amigos de todas clases. En la Suite op. 4 de Bartk, Edwin se perdi nada ms empezar, y el primer violn gui a sus colegas hasta el siguiente comps. En cambio poco despus el concertino arranc en falso, y con l todos los primeros violines, as que Edwin se rindi. La pieza cosech un perplejo silencio. Un viejo grit titubeante buuu desde la parte trasera de la sala. A mi madre tampoco le gust la obra. (Haba sido arrastrada al concierto por una cellista, su mejor amiga, que luego hizo carrera en Berln y fue asesinada en Treblinka.) Despus de la obra de Zemlinsky, los que gritaban buuu en la parte de atrs cobraron valor; manifestaron su disgusto con rostros enrojecidos. Pero tambin hubo aplausos para los solistas. Sin embargo, despus de las Cinq variations estall el caos en toda regla. Los de la parte de atrs gritaban, chillaban y silbaban utilizando el cao de las llaves, los de delante aplaudan con tanta mayor energa y gritaban bravos cada vez ms enrgicos. Casi no hubo forma de sacar al escenario al compositor local, que haba pasado el concierto en el guardarropa, y cuando sali se inclin vacilante. En su primer concierto, Edwin estuvo ya tan dueo de s mismo como lo estara despus. En todo caso, inclin la cabeza. La sala bramaba de tal forma que Edwin en contra de los que pateaban, para entusiasta alegra de los que aplaudan hizo repetir dos variaciones, la cuarta y la quinta, en la que el arroyuelo desborda por fin el corazn de la amada y sta se abre al cortejo de los cada vez ms estridentes cellos. (La quinta variacin se convirti en la obra ms solicitada en los programas de radio, y report ingresos regulares al compositor local.) Naturalmente, ningn crtico de los dos peridicos de la ciudad estuvo presente, a pesar de que haban sido invitados. Pero quiz estuvo bien as, porque de este modo los conciertos de la joven Orquesta se haban convertido, desde la maana siguiente, en una recomendacin para iniciados. Todo el mundo quera ir a ellos, aunque slo fuera a gritar y a silbar. Cuando al fin tambin quisieron ir los crticos naturalmente, hubo ms conciertos, Edwin ya no los quera. Jams un crtico que no se hubiera comprado una entrada acudi a un concierto de la Joven Orquesta. Luego, todos los artistas, los padres y las madres, las novias y los novios, los padrinos, las tas, los tos y amigos, hasta el compositor local! fueron a la cervecera Bayerische Bierhalle, un local grande y ruidoso en el que la cerveza se serva en jarras de litro y tocaba una orquesta de viento. Tambin mi madre es tuvo all. (Acompaando a la cellista.) Se sent al extremo de la mesa a cuya cabecera se sentaba Edwin. Entretanto l estaba en su salsa el concierto haba sido casi algo as como un escndalo! y ensartaba un chiste tras otro con su voz cortante. Salvas de risas, mientras l permaneca serio. Bocas abiertas, mejillas enrojecidas. El concertino haba rejuvenecido treinta aos, y cuando tomaba la palabra contaba ancdotas de msicos. Al otro extremo de la mesa la animacin era casi la misma. Cuando mi madre regres a casa, en una tibia noche de principios del verano, tarareaba en voz baja una meloda de Bartk de la que, durante el concierto, haba pensado que no le gustaba mucho.

Por aquel entonces, no era la condicin de mi madre andar tarareando en voz baja. Y menos a Bartk. En cualquier caso, tampoco tena ya su antigua condicin. Ya no se quedaba rgida en las esquinas. Ya no era una nia, se haba convertido en una adulta. Le haba quedado la tendencia a cerrar los puos y apretarlos hasta que la sangre se le suba a la cabeza. Mantena esa presin en el cerebro unos pocos segundos, luego aflojaba. Nadie lo vea, nadie poda verlo. Que haba abandonado este mundo por un breve perodo. Ella se encargaba de su padre, se ocupaba de la casa. Compraba, vigilaba a la chica de servicio, decida el orden de los asientos cuando haba invitaciones. Al llegar los invitados, haca de seora de la casa. Saba cundo tena que hablar del tiempo y cundo de honores y xitos. Llevaba vestidos de seda cerrados hasta el cuello, que seguan hacindole parecer un poquito adolescente. Cuando charlaba con un invitado su padre al otro extremo de la mesa le prestaba su entera atencin, y sin embargo no perda de vista la mesa ni un instante. Con un imperceptible levantar las cejas, indicaba a la criada que un husped ya no tena vino, que la servilleta de una invitada se haba cado al suelo. Pero ahora tena a menudo momentos en los que pensaba que iba a echarse a llorar. Ahora, enseguida, en este mismo instante. Pero jams llor, nunca. Cun a gusto lo habra hecho, aunque o ms bien porque llorar era lo ms prohibido. El padre jams llor, de eso estaba segura. Sin duda el abuelo jams haba llorado, y mucho menos el bisabuelo. Qu fuertes! A menudo ella se quedaba mirando sin objeto hacia algn horizonte. Entonces, saba de manera ineludible que no era nada, nadie, como el aire o, ms an, algo que molestaba a todo el mundo, un algo parecido al lodo que haba que limpiar con una bayeta. Entonces, cuando volva a encontrarse en un rincn, grande y pequea a un tiempo, y cerraba los puos, ya no mandaba, sino que se someta. Como siempre, por qu siempre. Entonces volva a mirar hacia su interior, hacia el interior de s misma, como antao. Pero ahora estaba arrodillada ante los zapatos de un rey o un asesino, botas altsimas de las que la pequea no vea ms que la puntera, los cordones si acaso, la porquera del camino, la sangre de la caza. Limpi esos zapatos, esos gigantescos zapatos, los limpi y les sac brillo, los lami, mir finalmente con humildad hacia arriba, hacia arriba hasta el rostro del rey, que flotaba bajo el sol, y cuya barba colgaba en direccin a ella. Sus ojos, carbones al rojo! Enseguida, mientras an volva la cabeza hacia arriba, mientras segua limpiando los zapatos con sus tiernas manos, supo lo supo! que estaba prohibido, horriblemente prohibido, ver lo sublime, y que el Seor haba observado su crimen. Yesos zapatos pisaron, le pisaron el rostro o el abdomen. Pero ella permaneci muda, porque ante el rey no se hace ruido alguno. Mortalmente feliz, se recogi en el rincn ms profundo de su cueva. Algn ruido la despert, volvi a la vida. Fue rpidamente a la cocina o al cuarto de recibir, limpi una mota de polvo, coloc en su sitio una silla. Pasaba las noches (entonces an poda dormir) sumida en negros sueos. Se levantaba todas las maanas a las seis. Tena que levantarse. El padre era muy tempranero, y esperaba (no poda imaginar otra cosa) que ella le hiciera el desayuno. Igual que lo haba hecho su mujer. Como todas las mujeres, antes. As que ella haca caf, coca el pan, mientras el padre, sentado a la mesa en el saln, lea el peridico de la maana. En verano la cosa era llevadera, haba un sol tempranero en las ventanas. Pero en invierno! Su dormitorio era como el hielo. (El padre no toleraba que encendiera la estufa durante la noche.) Sus vestidos estaban tiesos y congelados. Bragas que crujan al pasar por los tobillos. Medias tintineantes. El torbellino que giraba dentro de ella amenazaba entonces con arrastrarla hasta la piel y los huesos. Como si pudiera hundirse en s misma, volverse hacia dentro y desaparecer, definitivamente, arrastrada a su interior por un remolino de Muerte. Un terror. Un miedo. Pnico. En das as, era doblemente precisa. Deca a cada msculo lo que tena que hacer. Haca cada cosa a conciencia. Ahora el tenedor! Ahora el cuchillo! Si en el libro de cocina familiar deca que haba que poner cincuenta gramos de harina, pona cincuenta. Ni cuarenta y ocho ni cincuenta y uno. Prefera pesar cuatro veces la harina. Era una buena cocinera. El padre la elogiaba, s, s, esto est bueno, nia. Casi como en casa. Como en casa? Ella haba pensado que esto era en casa.

Mi madre iba ahora a todos los conciertos de la Joven Orquesta. Al principio se sentaba al fondo las plazas no estaban numeradas, cerca del compositor local, que tena su asiento fijo al extremo de la ltima fila, junto a la salida de emergencia. Pero de alguna manera en cada concierto estaba un poco ms adelante, por azar o porque una amiga le haca seas para que se sentara junto a ella. Desde el quinto concierto se haba instalado directamente detrs de Edwin. Segunda fila, centro. Edwin, desde atrs, pareca mayor de lo que era. Un mago embutido en su frac, que iba pagando a plazos, cincuenta francos despus de cada concierto. Los conciertos seguan siendo emocionantes. Los msicos, esos chicos, tocaban de tal modo que saltaban chispas. Su entusiasmo se contagiaba a los espectadores, de los que casi ninguno haba odo nunca a los compositores cuyas obras se tocaban. Tampoco mi madre conoca ni a Bartk ni a Kenek ni a Busoni. Naturalmente, segua habiendo irritadas batallas. La Suite n 2 de Stravinsky, por ejemplo mi madre conoca ese nombre, fue pitada por la parte de atrs de la sala, mientras la delantera donde seguan sentndose las novias y los padres, pero cada vez ms tambin personas devoradas por esa nueva msica ruga de entusiasmo. Despus de los conciertos se iban todos juntos, como la primera vez, pero ya no a la Bayerische Bierhalle, porque all armaba ruido una orquesta de viento que no les haba gustado la primera vez. Ahora se reunan en la Weisse Kreuz, un local lleno de humo en el que slo molestaban los miembros de una asociacin estudiantil, cuando de pronto se ponan firmes en torno a su mesa, alzaban ante el pecho las jarras de cerveza y rugan no se sabe qu promesas. Mi madre segua sentada a un extremo de la mesa, y Edwin al otro. Jams hablaron. Edwin ni siquiera la saludaba con la cabeza para despedirse. Pero despus del sptimo u octavo concierto, se sent de repente junto a ella y le revel que le haba llamado la atencin desde la primera noche. Que haba hecho averiguaciones acerca de ella. Y que el juicio de sus amigos acerca de ella era favorable. Entre tanto, la fama de la Joven Orquesta desbordaba los lmites de la ciudad; saba de oyentes que venan de Winterthur y Lenzburg; y todo esto provocaba un trabajo organizativo que superaba sus capacidades. Tambin quera organizar un sistema de abonos. Resumiendo, Edwin le pregunt a mi madre si quera convertirse en una especie de chica para todo, corazn y cerebro de la Joven Orquesta. Caja, preparacin de los conciertos como orquesta invitada que sin duda vendran, atencin a los solistas, consuelo cuando un miembro de la orquesta estuviera enfermo o tuviera problemas. l la mir gravemente, y ella dijo que s sin pensarlo un momento. No se habl de salario. Nadie en la Joven Orquesta tena un salario, ni siquiera Edwin. El dinero se lo llevaban los compositores, y tampoco mucho.

Se lanz al trabajo. Haba tanto que hacer! Hasta entonces, slo por poner un ejemplo, el dinero de las entradas vendidas iba a parar a una caja de zapatos, de la que Edwin coga lo que necesitaba para la orquesta. Ahora, mi madre abri una cuenta en el Creditanstalt y compr cinco archivadores Leitz que rotul y puso en una estantera. Los miraba, y su corazn palpitaba. Ingresos! Gastos! Correspondencia general! Abonos! Publicidad! Tena una hermosa caligrafa. Su contabilidad, escrita con un agudo plumn y tinta china, era una obra de arte. Una cifra debajo de otra, trazos delicados y separaciones como vigas. Las lneas trazadas a regla, los resultados finales en rojo y con doble subrayado. Ni un solo borrn. Naturalmente, ella haba pagado los archivadores. Pagaba tambin el papel, el franqueo, la impresin de las octavillas. Se haba atrevido al fin y al cabo tena veintitrs aos! a pedir a su padre una asignacin mensual. Se haba plantado all, ante el escritorio tras el cual l reinaba, con los puos apretados, la mandbula roja y tendida hacia delante. Temblaba. El padre la mir: su hija. Qu significaba esto? Le daba de comer! Le compraba ropa! Pagaba a su dentista! Entonces la mir a los ojos, que ardan. Asinti. Veinte francos, dijo. Y quiero una completa rendicin de cuentas! Asinti otra vez. Mi madre respir y se fue. En suplicantes cartas, explicaba a los solistas por qu tenan que tocar a cambio de nada. Que la msica era tan grandiosa, que un concierto con la Joven Orquesta era un empujn para cualquier carrera. A veces incluso llamaba por telfono, desde el aparato de pap, que pareca un monstruo y tena un nmero de dos cifras. Pap tampoco iba a darse cuenta de todo! Entonces los solistas se alojaban en su casa, en las dos buhardillas situadas justo bajo el tejado. El padre, que se los encontraba a veces a la hora del desayuno, se mostraba corts y les ofreca azcar y crema, aunque Puccini le era ms prximo que Darius Milhaud y l segua yendo a los conciertos de la Filarmnica. Ignoraba los de la Joven Orquesta, y tena a los msicos que compartan su desayuno por nios que an no saban nada de los dolores de la vida y de la msica. Sin embargo, encerr en su corazn a un joven fagotista habra podido ser su hijo con una virulencia que arroll al fagotista, a mi madre y a l mismo. Vena de Brgamo, y entenda de salsas incluso ms que el padre. Mi madre lo haba recogido en la estacin, o haba querido recogerlo, porque baj del tren por el lado equivocado y ella slo lo vio cuando el tren se fue. Para entonces ya estaba saltando una va tras otra, abajo, arriba, cada vez ms lejos. Cuando estaba en la parte de abajo, en la va, ella slo vea la punta del fagot sobresalir del borde del andn, como un periscopio. Luego, desapareci entre las casas, estuvo inencontrable toda la tarde y apareci, no del todo sobrio, por la noche, para el ensayo general. Sin embargo, su actuacin en el concierto fue fabulosa. Ya durante el primer desayuno comn, el padre de mi madre se enamor de tal modo de su compatriota haca seis aos que su mujer haba muerto que fue a su concierto, se rompi las manos aplaudiendo y a la maana siguiente le invit a quedarse. Durante una semana cocinaron juntos ossobuco, trippe y riso trifolato. Discutan acaloradamente en italiano. Como despedida, el padre de mi madre le compr a su amigo un carsimo contrafagot de Calinieri, l, al que la antigua pobreza haba impregnado de tal modo que incluso su mujer lo haba tenido por avaro. Cuando el amigo, gritando ciao y grazie per tutto, se march por el sendero del jardn, al padre de mi madre se le saltaron las lgrimas, lgrimas que mi madre, que estaba en pie a su lado diciendo adis con la mano, no advirti nicamente porque saba que su padre jams lloraba. ste escribi al fagotista varias cartas llenas de recetas y alusiones a su soledad. No obtuvo respuesta. En otoo se fue con el Fiat a Brgamo esta vez por Julier, Bernina y Aprica, y en la direccin que le haba dejado el fagotista encontr a una mujer con tres hijos que lloraban en las ms espantosas disonancias. Ningn fagotista. An as lo atrap un da despus, tras una representacin de Hernani en la pera. Sala por la entrada de artistas, del brazo de una mujer de cabello negro. Oreste!, grit el padre de mi madre. Sono io! Ultimo! Pero el fagotista, sin reconocerle, sigui charlando con la mujer. Ultimo se qued mirando a ambos hasta que desaparecieron doblando una esquina. A la maana siguiente se fue a casa. Antes de los ensayos, mi madre preparaba las sillas y los atriles, al centmetro. Comprobaba si la sala tena suficiente calefaccin. Si se oa un soplete. Si durante el ensayo alguien hablaba alto en el edificio o incluso daba martillazos, sala hecha una furia. Enseguida se haca el silencio, aunque el propio di rector seguan estando en el Museo de Historia fuera la fuente del ruido. Era la primera en llegar y la ltima en marcharse. Dise un logotipo para los carteles y el papel de cartas, una jota encerrada en una o. Ahora haba tambin un coro, en cuyos ensayos mi madre se encargaba de que siempre hubiera suficiente t. Edwin ni siquiera se daba cuenta de que ya no abra l mismo las puertas. De que lo haca mi madre cuando l se acercaba con una partitura hecha jirones debajo del brazo, la mirada perdida en la lejana. Era grandioso. Saltaba en el podio, rebosante de energa, vea a todos los msicos al mismo tiempo y los llevaba a latigazos hasta el cielo de la msica. Durante los ensayos mi madre se sentaba entre andamiajes de los que sobresala incluso sentada y sostena en las rodillas un bloc y un lpiz, porque a veces Edwin gritaba, sin dejar de dirigir, frases como: Por qu chirra la silla del trombonista?, o: Tenemos que tener de aqu a maana una nota biogrfica sobre Schoeck para ponerla en el programa. Ella tomaba nota, cambiaba la silla y esa misma tarde haca que el compositor local le contara, junto a medio litro de Dle, todo lo que saba de Othmar Schoeck. Era mucho, aunque no sistemtico, y no demasiado exacto. Ella lo escriba, lo reescriba en casa y por fin lo pasaba una vez ms a limpio. Le daba el manuscrito a Edwin, que asenta sin prestar mucha atencin y se lo guardaba arrugado en un bolsillo. Ella slo tena ojos para l. Ella no saba cmo resplandeca, que se lo coma con los ojos cuando estaba delante de la orquesta y quera or otra vez el comps 112 hasta que los primeros violines se rozaban realmente, ppp, con el arco meldico de los oboes. (Ahora haba oboes en la orquesta, y tambin clarinetes, cornos, trombones.) Los msicos vean muy bien los ojos de mi madre. Slo a Edwin se le pasaban por alto. Ahora la prensa vena a los conciertos, desde haca poco incluso Friedhelm Zust, el crtico musical de la ciudad. Compraba su entrada sin rechistar. Incluso pareca divertirle tener que pagar. En cualquier caso no influa en sus crticas, aunque segua prendido en las redes de Beethoven y Tchaikovsky y no poda sacarle mucho a un Prokofiev. Mi madre recortaba todas las crticas y las pegaba en un lbum. Estaba entusiasmada. Era feliz.

Ahora su padre le permita incluso l vea que se haba convertido en una mujer ir a los bailes que los padres de amigos y conocidos daban para sus hijas e hijos. Familias sin nombre sin duda, pero todas con algn dinero. Los otros subdirectores de la fbrica de maquinaria, por ejemplo, o mdicos y abogados amigos. (Los Bodmer, los Montmollin, los Lermitier tenan otro tipo de invitados.) En invierno eran fiestas a la luz de candelabros, en salones de los que se haban retirado las mesas de roble y las alfombras. En verano, fiestas en los parques llenos de farolillos. Mi madre ya no llevaba vestidos cerrados hasta el cuello, sino que volaba sobre el parquet con la falda al viento. Amplios escotes, colores relucientes, estampados de flores. A veces, una rosa roja sobre un pecho. Bailaba apasionadamente, con una seriedad inconmovible, incluso cuando haca mucho que los otros, animados por el champn, no hacan ms que dar saltos. Ella se deslizaba. Sus hombros se mantenan siempre a la misma altura, si le hubieran puesto una copa de champn en ellos no se habra derramado ni una gota. Pronto los mejores bailarines quisieron bailar con ella, con ella, con ella. Ella se someta gustosa a cada uno de ellos, reaccionando a su gua cuando an estaba naciendo en l. Cuando uno de los hombres, un tal seor Hirsch el seor Hirsch era un alemn de Frankfurt y se haba matriculado por dos semestres en la universidad de la ciudad, confundi su entregado danzar con pasin por l y la bes en un invernadero, se qued rgida como un palo. Hasta entonces jams haba pensado en ello, pero pudo decir sin titubeos al seor Hirsch, con verdadera indignacin, que se preservaba para el hombre adecuado y que l no lo era. (De hecho no observaba que sus amigas, todas sin excepcin, se fundan con sus parejas de baile como la cera al sol, y que, en ese mismo invernadero o en los rincones oscuros del jardn, disfrutaban con entusiasmo de inequvocos avances bajo las faldas. Que sus labios respondan a los que los besaban. No crea posible una cosa as, en el caso de amigas, de mujeres, a las que conoca y que eran como ella.) Sigui bailando, gir y gir. En los ardientes veranos, las hijas de los abogados y los hijos de los subdirectores emprendan excursiones por bosques y praderas hasta solitarios lagos de montaa en los que se baaban con improvisados baadores calzoncillos, bragas que despus, de vuelta en tierra, se pegaban al cuerpo. A veces los hombres incluso nadaban desnudos. Eran los aos veinte, an, nadie era mojigato, no exista una cosa as. Los hombres sonrean con aire de enterados mientras recitaban poemas en los que se cantaba el disfrute del opio. Las mujeres se peinaban a lo chico y fumaban en largas boquillas cigarrillos egipcios. Tambin mi madre se baaba en ropa interior, y a su lado nadaba totalmente desnudo el seor Hirsch. Eso estaba bien, eso no era el problema. Sacaban sus cestas de picnic, mojados, vestidos slo a medias, rean y gritaban. Mi madre, sentada un poquito al margen, sonrea con seriedad. Ahora, su padre le prestaba a veces el coche. A menudo la banda entera se meta en l, unos encima de otros, con mi madre al volante. Iban hasta una hospedera al pie de los Alpes o daban la vuelta al lago. Hacan pausas sentados a mesas de madera, bajo los viedos; nadie, ni siquiera mi madre, estaba del todo sobrio al caer la tarde. El Fiat iba ahora completamente descubierto, y los campesinos miraban meneando la cabeza el extrao convoy, cuando desapareca hacia el sol poniente. Tambin los policas sonrean. A nadie, y menos a mi madre, se le hubiera ocurrido la idea de invitar a Edwin. Pero iba a los ensayos con el Fiat cada vez ms a menudo, y despus le llevaba a su casa. Segua viviendo en el barrio industrial. Le dejaba en la puerta, sin parar el motor, y segua enseguida su camino.

La primera vez que la Joven Orquesta fue invitada para tocar fue en Pars. All tenan lugar las 3mes Journes de Musique Contemporaine, un evento que presentaba la ltima msica y que ya se haba hecho un nombre con el estreno en Francia de la Rhapsody in Blue. Mi madre escribi y envi telegramas, y finalmente todos veintiocho msicos, su director y ella estuvieron sentados en el tren de Pars. Cada uno de ellos llevaba en las rodillas un paquete con el almuerzo que mi madre haba preparado en su cocina la noche anterior. Un sndwich de queso y una manzana, y sirope de frambuesa en cantimploras. Todos estaban de un humor radiante y se mostraban unos a otros los charcos y estanques iluminados por un plido sol ante los que el tren pasaba volando. Chopos, sauces llorones, bosques de colores, aqu y all un lejano pueblo de casas grises. Todo liso como el fondo de una olla entre Basilea y Pars Est. Llegaron por la tarde, la tarde antes del concierto, buscaron el hotel que el primer contrabajista haba recomendado a mi madre, que ella haba alquilado de arriba abajo y que result ms miserable an de lo que ella haba imaginado en sus peores fantasas. Paredes mojadas, alfombras deshojadas con grandes estampados en un lgubre azul o en rojo burdeos. Pero estaban en Pars, la miseria formaba parte del folclore y haca an ms hermoso el resto de la ciudad. Pasearon, una columna de parloteantes chicos y chicas, por el Quartier Latin, se quedaron mirando asombrados Saint Germain des Prs y comieron en un local que se llamaba la Soupe Chinoise. Hubo chop suey para todos, un plato que ninguno de ellos conoca y costaba tres francos. Adems, un ballon de rouge: Edwin, el hombre de mundo, saba pedir correctamente. Tarde, felices, algo achispados, se hundieron en sus camas, y el hotel, si los ltimos transentes que volvan a casa hubieran tenido odo para ello, tembl con la regular respiracin de los treinta durmientes, todos ellos soando en modo mayor. A la maana siguiente, mi madre se fue sola en el metro a la Mutualit e inspeccion la sala. Era una cueva carente de luz, llena de pancartas del Syndicat des Transports Publics Parisiens, pero, inundada de luz por las noches, tena un impresionante ambiente. Eso afirmaba en todo caso el representante de los organizadores, un joven que trataba de parecerse a Trotski. Mi madre coloc las sillas y los atriles. El ensayo en la sala discurri a satisfaccin de todos, todos estaban tan excitados que apenas les irrit que no funcionase la calefaccin slo estaban en octubre, pero era un octubre fro como un diciembre y en la sala no hubiera ni doce grados. Por la tarde estaba apenas ms clida. Vinieron treinta y cuatro oyentes, entre ellos Maurice Ravel, que se sent, delgado, envuelto en un grueso abrigo, en la esquina de la tercera fila, junto a una joven de entre cuyas muchas pieles asomaba tan slo la punta de la nariz. La Joven Orquesta toc las canciones de Tagore de Willy Burkhard, la Zarabanda para orquesta de cuerda y continuo de Armand Hiebner y la segunda suite de ese mismo Ravel que se sentaba all abajo en la sala. Acabado el concierto, Ravel se adelant y dio la mano a Edwin. Bien, trs bien, murmur. Continuez comme a. El que no se sumara a la comida no quebr en absoluto el buen humor, y Edwin grit que la comida y la bebida corran de cuenta de la Joven Orquesta. Mi madre se puso primero blanca del susto y luego fue arrastrada cada vez ms por la alegra de todos; al final, pag alegremente una suma que pulveriz el recin confeccionado presupuesto anual. A las dos o las tres todos estaban borrachos y saciados, y la orquesta estaba en bancarrota. Recorrieron cantando el Boulevard Saint-Germain, su hotel estaba en una de las estrechas calles laterales. Edwin se haba colgado de mi madre que, como l, cantaba a voz en grito: igual de inocente que l. La orquesta entera cantaba con mltiples voces. Eran ms bien canciones como Hoy voy a Maxim o Quisiera ser un pollo que obras del repertorio. En el hotel todos andaban tonteando y abrazndose, Edwin aterriz de algn modo en el cuarto de mi madre y la bes. Naturalmente, ella le devolvi sus besos. l era el adecuado. Se qued toda la noche, el corto resto de la noche, y al amanecer seguan retozando, riendo, enamorados, acaricindose y besndose, liberados y satisfechos. Fue maravilloso. A las siete de la maana, mi madre se levant Edwin sigui durmiendo porque an tena que ir a la Mutualit antes de que saliera el tren. La liquidacin y el sombrero de fieltro olvidado por un violista. El joven Trotski volva a estar all, tambin l con sntomas de trasnoche. Mi madre cobr los porcentajes de los treinta y dos oyentes que haban pagado bastante poco, firm el recibo y bes al revolucionario a modo de despedida. l no supo cmo haba ocurrido, y se puso rojo como un tomate. Mi madre se puso el sombrero del violista, corri a la Gare de l'Est, salt al ltimo vagn del tren y se apretuj todos los departamentos estaban llenos junto a la cellista. Edwin tambin estaba en algn sitio, leyendo una partitura. Ahora todos estaban ms callados que en el viaje de ida. Tambin mi madre dorma, con la cabeza apoyada en el hombro de su amiga. Ms tarde mir parpadeando los ros y los pastos que pasaban. Vacas, caballos, campesinos que miraban pasar el tren y se rascaban la cabeza. Volva a ser de noche cuando llegaron a casa. Se separaron sin grandes despedidas. Mi madre se fue a pie a casa, atravesando la ciudad. Sus pies susurraban en la hojarasca, su corazn arda.

A la maana siguiente muri su padre. Apenas eran las seis de la maana cuando mi madre, todava inflamada por la experiencia vivida, fue corriendo al saln porque mientras trasteaba en la cocina con la cafetera haba odo una especie de grito, un gorgoteo de ayuda, un bufido de ira. Ultimo yaca junto a la palmera de interior y tena el peridico del sbado arrugado en el puo de la mano derecha. Miraba fijamente hacia mi madre con espantosa expresin, con la boca muy abierta, y respiraba a impulsos irregulares. Mi madre supo enseguida que eso era la Muerte. De hecho, Ultimo estaba silencioso y sin movimiento alguno cuando el mdico entr corriendo, menos de un cuarto de hora despus. Aun as se arrodill junto a l, auscult el corazn y los pulmones, le tom el pulso y le enfoc los ojos con una linternita. Cuando se los cerr con dos dedos de la mano derecha, los labios de mi madre empezaron a temblar. Temblaron la mandbula y las manos, las rodillas, hasta que se desplom en un escabel. Ultimo yaca desnudo el albornoz abierto, ajeno e indignado. Gruesos labios, blancos cabellos, una barba de alambre. Piel negra. Mi madre temblaba de pies a cabeza, y tuvo que agarrarse a la cornisa de la chimenea cuando se levant a echar una manta sobre l. El mdico carraspe y dijo: Bueno, tengo que irme, y slo entonces ella se dio cuenta de que no llevaba ms que un impermeable sobre un pijama a rayas azules y blancas, y de que sus pies calzados con zapatillas no llevaban calcetines. Animo, seorita! Cerr la puerta tras de s, sin volverse ms. Mi madre pas an una hora temblando, y luego empez a organizar el entierro, sin pensar, como si fuera otro viaje de la orquesta. Las esquelas, los muchos faire-part casi cien, direcciones de Francia, Italia, Estados Unidos, la oficina del registro civil, la parroquia. La funeraria. Eligi un atad digno de un rey, aunque o porque Ultimo jams se habra tendido en uno as. El entierro tuvo lugar en un cementerio que en realidad llevaba largo tiempo cerrado, arriba en las antiguas fortificaciones de la ciudad, la fosa en un jardn lleno de ster y rboles antiqusimos, desde el que los muertos podan ver el mar y las blancas montaas. Cuando se cas, Ultimo haba adquirido un panten familiar que ofreca espacio a cuatro muertos. Su mujer yaca en l desde haca nueve aos. Ahora le tocaba el turno a l. La madre, mi madre, fue enterrada a su lado cincuenta y cinco aos despus, as que an queda un sitio libre. La tumba est, exactamente igual que entonces, entre los monumentos funerarios, grandes como palacios, de las familias Scheuchzer-Vom Moos y Ebmatinger, y muestra Ultimo haba encargado la escultura despus de la muerte de su mujer, al mismo artista que haba creado el grupo en memoria de los Ebmatinger a un ngel de mrmol de alas gigantescas, roto por la afliccin, que consuela o aplasta a un hombre humilde con sombrero y carpeta y a una muchacha, arrojados encima del cuerpo de una mujer. Ambos estn hechos en una piedra un poco ms oscura, y la muchacha presenta un avanzado estado de gestacin. Era un resplandeciente da de otoo. El cielo azul, como pintado, y en l pjaros volando muy alto. La mitad de la ciudad a excepcin de los Bodmer, los Montmollin y los Lermitier, naturalmente se apretujaba entre los sauces y los panteones, cuyas inscripciones todas daban testimonio de la fama de muertos especiales. Ninguno que no hubiera sido procurador, o al menos filntropo. Aqu y all un nio, su foto debajo de un cristal, estremecedora. Un sacerdote habl, batiendo las alas como un pjaro, y durante su sagrado canturreo mi madre esperaba que un rayo cayera del cielo y les aclarase al cura y a ella que ni siquiera en la hora de la muerte quiso Ultimo tener nada que ver con ese Dios. Que mi madre haba ignorado de forma sacrlega no haba testamento su ltima voluntad. Que su Dios segua siendo un len. Pero nada ocurri. Un amigo de juventud intent de manera lamentable recordar las travesuras de su poca de estudiante, y para terminar como orador principal el director de la fbrica de maquinaria ensalz la tica del trabajo de su colaborador. Concluy diciendo que sin el trabajo del muerto la produccin de vehculos industriales no habra llegado a ser lo que era. Es decir, quiso terminar con esas o parecidas palabras, pero se vio dominado por tan virulento ataque de tos que en mitad de la frase abandon, se dirigi tosiendo hacia mi madre y le estrech tosiendo ambas manos. Luego fueron todos, el director todava jadeante, a un restaurante junto al lago, el local noble de la ciudad. Comieron, sentados en torno a blancas mesas, carne de ternera ahumada y jamn serrano, y bebieron vino de la patria de Ultimo: Chianti, no Barolo; pero algo es algo. Aun as, no hubo forma de crear un verdadero ambiente. Al contrario, aunque ste o aqul intentara contar un recuerdo triste y esplndido, con cada bocado y cada sorbo todos iban sintindose ms irritados, ms perturbados, ms horrorizados. Uno de ellos, el fiscal de menores del tribunal municipal, pareci perder la cabeza al cabo de dos copas y empez a dar voces. Su vecino, socio de un banco privado, se puso rojo como un tomate y termin gritndole al fiscal: Tengo que aguantar esto? Yo? Tengo por qu hacerlo?, estall en lgrimas y corri a los servicios. Nadie pudo ni quiso ocuparse de l, porque el que durante largos aos haba sido el compaero de partida de ajedrez de Ultimo un notario casado con una Lermitier, aunque de una lnea colateral dio un puetazo en la mesa, alcanzando su vaso de vino que se rompi y grit, gesticulando con la mano en sangrentada, que ste era el castigo, el castigo de Dios, el Seor. l siempre lo haba dicho. Fuera, fuera, todo fuera, el futuro se haba esfumado. Su sangre salpic toda la mesa y la blusa de la cellista, que se puso en pie de un salto y mir horrorizada su manchado pecho. Eran las malas noticias de Wall Street las que los ponan a todos tan nerviosos. No haba nadie que, de la noche a la maana, no hubiera perdido todo su patrimonio o parte de l. Pronto todos estaban de pie en torno a la mesa, gritndose los unos a los otros, como si al que venciera a otro a gritos le quedara una ltima oportunidad. El banquero privado tambin haba vuelto, era el nico que estaba sentado en su sitio, y segua llorando en silencio. Una mujer, una dama con una estola de nutria en torno al cuello y pulseras de oro en las muecas, quiso interponerse para calmarlos entre dos de los hombres que discutan su marido y su amante y recibi tan furioso golpe en el rostro que vol por encima de una silla y aterriz debajo de la mesa. Es difcil decir quin la haba golpeado, si el marido o el amante. Quiz los dos. Sea como fuere, ambos quisieron levantarla, balbuceando disculpas, pero ella no dejaba que la ayudaran, gritaba desde debajo de la mesa que los dos eran unos impotentes. No haba ninguna diferencia, pero ninguna. S, s, que todo el mundo se enterase, ninguno la haba hecho feliz. Ni una vez. Sali a gatas de debajo de la mesa y sali corriendo con estrpito de pulseras, la nariz sangrando, arrastrando la nutria tras de s. sa fue la seal para que todos los dems se marcharan de all. Se apretujaron en la estrecha puerta y huyeron al exterior, adelantndose unos a otros. Su estrpito se fue haciendo cada vez ms lejano, y al fin lleg la calma como despus de una tempestad. Una mosca zumbaba en la ventana. Mi madre estaba sentada, sola, a una de las mesas, mirando fijamente las copas volcadas, los vidrios rotos, las manchas de sangre y vino tinto. Una mosca zumbaba, se callaba, volva a zumbar. Por fin mi madre suspir, se levant y se volvi. A lo largo de una de las paredes, a una larga mesa, se sentaban inmviles y en silencio diez o veinte invitados con ropas negras, con rostros rojos, no, igual de negros, cabellos como bosques y gruesos labios. Una horda de gigantes que tenan garras en vez de manos, incluso los nios. Mi madre mir fijamente a los extraos huspedes, y stos le devolvieron la mirada con los ojos muy abiertos. Durante largos, largos segundos nadie se movi. Pero de pronto el mayor de esos monstruos, un autntico abuelo, se levant, avanz hacia mi madre, abri los brazos y exclam: Maguar da un po! Clara! La piccola Clara!. Eran los hermanos de Ultimo y la ltima de sus hermanas, adems del marido de la hermana, las esposas de los hermanos, los hijos y los nietos. Tambin iban unos cuantos primos y primas lejanos y algunos de los que nadie saba cmo estaban emparentados con Ultimo y si lo estaban. Aunque en vida no haban visitado a Ultimo ni una sola vez, todos queran despedirse del muerto. Vieni, Chiarina, siediti! As que mi madre se sent junto a su to. Ahora hablaban todos, todos a la vez. Incluso los nios tenan voces que eran como rocas descendiendo montaa abajo. Mi madre trat de responder, y observ entusiasmada que saba italiano. Cara zia! Carissimo zio! Empez a chapurrear, ah, se sapessi, zio mio, la mia vita! Dolori! Lacrime! Un martirio!, cobr ms valor cada vez y aadi aqu un magari y all un dunque. Ahora todos se haban vuelto hacia ella y la escuchaban hablar. Oh, ah, era la sangre! Se senta cada vez ms protegida entre esos gigantes de las montaas, se haca cada vez ms pequea, poda hacerlo. Clara, la piccola Clara. Cuando abandonaron el local, mucho despus de medianoche la cuenta devor todo el dinero que le quedaba a mi madre, todos rean y bramaban a un tiempo, se abrazaban una y otra vez, se gritaban, marchndose ya, un nuevo recuerdo, una ltima broma de despedida, incluso a aquellos que slo haban venido a divertirse y no se acordaban de Ultimo. Mi madre estuvo saludando con la mano hasta que el ltimo miembro de su reencontrada familia desapareci a lo lejos, en un callejn de la ciudad vieja el tronar de sus risas sigui oyndose an durante un rato, y se fue a su casa, a su vaca casa. Se arroj en su cama, decidida a dormir por la maana como nunca lo haba hecho. Hasta medioda, o ms! Haba prometido a sus tos y ta ir enseguida, mejor maana que pasado, a ms tardar en primavera, a Villa di Domodossola, a ver la casa de piedra en la que haba empezado la vida de Ultimo.

Las siguientes semanas, meses incluso, mi madre estuvo ocupada en recoger la casa levant la palmera derribada y freg los cubiertos del ltimo desayuno, entender y revisar los libros en los que su padre haba reseado con su cuidadosa caligrafa todos los ingresos y gastos, encontrar y ordenar los valores, averiguar con qu bancos haba trabajado su padre, ir a la oficina de sucesiones, hablar con el director de la fbrica de maquinaria sobre los aspectos financieros de la muerte de su padre su contrato no prevea pagos que fueran ms all de su muerte, ocuparse de las facturas pendientes. Naturalmente, su padre no tena deudas. l, el concienzudo. Aun as, los neumticos nuevos del Fiat an no estaban pagados, ni tampoco cuarenta y ocho botellas de Mouton Rothschild, listas para beber, cosecha de 1919. Haba sido la primera vez que el padre haba sido infiel a su patria. A eso se aada, naturalmente, la orquesta. En esa poca se celebraban en la ciudad las Jornadas Mozartianas, y la Joven Orquesta se arriesgaba en un nuevo territorio y tocaba obras hasta entonces desconocidas por lo menos en la ciudad, como los KV 134, KV 320e y KV 611. Todo estrenos. (Ms adelante, Edwin dirigira Idomeneo, jams tocada antes en la ciudad, concertante, con Lisa Della Casa, Ernst Haefliger y Paul Sandoz. Pero eso fue despus, mucho despus, y fue uno de los mayores triunfos de la orquesta. Entre tanto Edwin haba madurado hasta convertirse en un especialista en Mozart. Sin duda segua evitando en sus conciertos las obras que a todo el mundo le gustaban. Nada de sinfona Jpiter, nada de KV 491, nada de obertura de Fgaro. Tampoco incluy nunca en sus programas la Sinfona en Sol menor. Pero mientras la amaba tanto que adquiri la partitura original, antes de haber reunido el primer millardo. Una suerte increble, una ocasin nica, una valiosa oportunidad.) As que mi madre corra de aqu para all, comprobaba antes de los ensayos que la calefaccin funcionaba y no haca ruido, enderezaba las sillas, preparaba el t, todo eso. Fue una poca agitada; habra podido ser, casi, una hermosa poca. Mucho jaleo, muchos aplausos, mucha gente nueva. El joven Rudolf Serkin toc dos tempranos conciertos para piano, KV 175 y KV 246. Mi madre estaba como en un sueo, viendo a ciegas, oyendo sorda y sintiendo sin sentir. Cuando hubo revisado todos los papeles, hablado con todos los representantes de los bancos del padre, sumado y vuelto a sumar y sumado una vez ms todas las cifras, sentada al escritorio de su padre, el horror le alcanz tan repentinamente el corazn que se levant de un salto y abri la ventana de par en par. Respir hondo el fro aire de otoo, y despus de inspirar diez o veinte veces comprendi. Que se haba vuelto pobre. Que ya no tena dinero, ni un cntimo ms que nada. Tena veinticuatro aos, no haba aprendido nada, era hermosa y jams haba estado sin dinero. En la cuenta no quedaba ms que la ltima nmina del padre. Los valores Ford, Mechanical Irons, White Sewing Machine y otros, igual de seguros se haban convenido en papel mojado. Desde luego, an tena el coche y la casa. Pero entretanto el Fiat ya no era el ltimo modelo, y pudo darse por satisfecha con que un amigo de su padre lo comprara por mil quinientos francos. Con la casa las cosas fueron an peor. Pronto pudo advertir que slo un par de tiburones inmobiliarios compraban casas debido al desplome de los precios y todos los dems, igual que ella, ya no tenan dinero. La casa estaba gravada con una hipoteca de 150.000 francos, y eso fue exactamente lo que le ofreci por ella uno de los socios del despacho Sarazin, Sarazin & Rochat. Ciento cincuenta mil menos ciento cincuenta mil igual a cero. Regal la casa, porque no habra podido pagar los intereses. Durante todo ese tiempo casi no haba visto a Edwin. No saba por qu, en todo caso lo haba visto dos o tres veces, en la oficina, durante los ensayos, nada ms. Tena tantas cosas en que pensar que no pensaba en Edwin, casi nunca, nunca en realidad. En una ocasin haba soado con l, o puede ser que con su padre. Era un gran caballo y la persegua, sin alcanzarla por otra parte. Aun as ella corra como loca, resbalaba en un campo de hielo, resbalaba y resbalaba y se precipitaba, buscando un asidero en el liso hielo, hacia un gran agujero, uno de esos que hacen los esquimales cuando pescan focas. Se hunda en unas aguas de color azul claro. Muy por encima de ella, vea que Edwin la miraba por el agujero abierto en el hielo. Hundindose, levantaba una mano hacia l. l no se mova. Ella despertaba y volva a temblar. El da en que regal la casa a uno de los seores Sarazin, fue a ver a Edwin a la oficina. l la salud apenas, hojeando el fichero de abonados. Ella se sent a su mesa y dijo:

Necesito una habitacin. Y barata.

Edwin levant la cabeza y dijo:

La ma va a quedarse libre.

Tu habitacin?

He hecho cuentas. La ciudad me ha pagado un buen sueldo por lo de Mozart. Tengo cinco invitaciones para dirigir de aqu a final de ao. He alquilado un piso junto al ro. Tres habitaciones, balcn con vistas al agua. Muy bonito, ya vers.

Mi madre trag saliva. Mir fijamente un cartel del prximo concierto, cuyas letras bailaban ante sus ojos. Luego dijo:

Me quedo con la habitacin.

As que lleg mayo, una floreciente primavera, antes de que mi madre pudiera hacer realidad su promesa de visitar a los tos, la ta y todos los dems parientes. Llova a cntaros cuando llev a la estacin su pequea maleta de cuero, una pieza heredada, llena de etiquetas pegadas de hoteles como el Suvretta y el Danieli. Viaj en tercera. Diluviaba cuando hizo trasbordo en Berna, y del cielo caa un autntico aguacero cuando se sent en el bar de la estacin de Brig a esperar el enlace a Domodossola. El tren consista en una diminuta locomotora de vapor, ms bien una vagoneta que echaba humo, y dos vagones de los ferrocarriles del Estado italiano, con puerta propia para cada departamento. El control de billetes tuvo lugar en la estacin, al subir, es decir, un cobrador mir impertrrito y seco cmo los pocos viajeros se abran paso hacia el tren por entre las celestes cataratas. Mi madre se sent en el departamento, empapada, junto con un sacerdote igual de empapado que al principio aparent leer en una Biblia y pronto, debido al calor el aire del departamento vena del sur y a su sotana mojada, empez a echar humo. Tambin de los vestidos de mi madre emanaba un vapor blanco. El tren se sacudi al fin y desapareci en el tnel. Ni una luz, slo por un segundo el reflejo de unas extraas lmparas al exterior. Cuando sali por el otro lado, el sol era tan fuerte, tan cegador, que mi madre crey que se le iban a incendiar los ojos. Baj al andn, convertida en una nube, una nube ciega. No vea nada, pero senta el fuego del sol sobre su piel, respiraba un aire nuevo, y oy una voz que, en alguna parte entre los luminosos rayos, gritaba su nombre. Clara!, en falsete, como si la llamara un pjaro tropical. Por entre el incendio luminoso reconoci poco a poco a su segundo to, un gnomo con una chaqueta demasiado grande que brincaba detrs de la barrera de la aduana. Se arroj en sus brazos. El to era tan bajito y delgado que su rostro desapareca entre sus pechos y sus brazos apenas podan abrazarla. Aun as, la apret y estruj de tal manera que crey que le haba roto todas las costillas. Ahi, zio! Piano, piano! El pequeo to la solt, respir hondo tena el crneo intensamente rojo, ri, cogi su maleta y camin inclinado, compensando el peso y hablando por encima del hombro, hacia un reluciente camin Fiat en cuya lona estaban pintados dos leones rampantes que sostenan una uva con las patas. Debajo estaba escrito, en grandes letras rojas: Vini Molinari. Finito i muli! Basta con questi carri! Mi madre se sent al lado del to, que apenas abarcaba el dimetro del volante y se sentaba encima de un cojn, y bajaron por una calle desierta por la que el nico que suba, rodeado por una santa aureola de humo, era el sacerdote de una iglesia. El to hablaba y hablaba. Rea y hablaba incesantemente. Mi madre no entenda una palabra, y se lo dijo. Pero el to se limit a volver a emitir los mismos sonidos que antes, slo que ms altos. Tambin ri por segunda vez, ahora tronando. As que mi madre le dej hablar y mir por la ventanilla. Avanzaron el to se rea completamente a solas de sus chistes entre lamos y bosquecillos de rboles frutales y paredes de roca cada vez ms angostas a derecha e izquierda, y a los pocos minutos se detuvieron ante la casa hecha de un montn de piedras, que se pareca tanto a las peas de alrededor que mi madre no vio la puerta hasta que el pequeo to la abri. As que se era el origen de Ultimo. Trastos, botellas, cajas, toneles rotos, azadones, cubos de chapa, ruecas, a las que mi madre, de pie a la entrada, lanz una mirada de perplejidad. No haba luz, y el aire era espeso. No quedaba ni una pulgada de sitio para poder entrar, as que mi madre pronto se volvi hacia el to, que de hecho segua en pie detrs de ella, silencioso e inmvil. En cualquier caso, enseguida volvi a ponerse en marcha, la arrastr hacia una pequea colina cubierta de hiedra, al pie de un castao, y le cont una historia cuya comicidad le haca cacarear. Era la tumba del negro, hasta donde ella entendi. En todo caso se le escap eso que era tan gracioso, aunque el to repiti las gracias tres veces, gritando al final. Que el negro haba muerto haciendo el amor, engendrando en plena muerte: quin no deseara un destino as? Junto a la tumba haba una segunda: el to hizo como si no la viera. Al parecer, la casa de piedras no era el destino de su viaje mi madre haba credo que todo el clan segua viviendo en ella como antes, no, el pequeo to dio la vuelta al camin y desandaron el mismo camino, primero montaa abajo y luego por la llanura, rodaron y rodaron, ms y ms, entre colinas finalmente en las que haba iglesias y castillos, de hecho una gran parte del camino que el negro haba hecho a pie un da, aunque en direccin contraria. Los mismos pueblos, en los que seguan ladrando los perros! Los campos de maz, similares a aquellos por los que haba pasado el marcado por la Muerte! Los viedos! Hasta segua habiendo carros de bueyes aqu y all! Fue una autntica peregrinacin. Al cabo de unas dos horas, durante las cuales el to no haba callado ni un segundo, se apartaron tan abruptamente de la carretera, tan sorprendentemente, que mi madre grit de terror porque pens que iban a chocar contra una espesura impenetrable de zarzales y troncos de rbol. Pero haba un hueco, huellas de carro entre la maleza. Las ramas de los rboles rayaban la carrocera por ambos lados. Hojas en el parabrisas, lianas, apenas s podan ver algo. Pero luego pasaron por un portal de piedra blanca, una muralla romana llena de columnas entre las que proliferaban los matorrales, y flotaron el motor se haba vuelto inaudible entre rosales, jacintos, espuelas de caballero, adelfas, buganvillas. Otro ancho cielo azul. Un estanque cubierto de nenfares. Las liblulas zumbaban, las mariposas revoloteaban. Pjaros, por todas partes cantaban pjaros, oropndolas incluso, y jilgueros! Aire, un aire como el del primer da de la Creacin. Fueron a parar ante una gran casa con innumerables ventanas, un palacio, un monasterio antiguo ms bien, porque una parte del edificio era una iglesia con una enorme torre. Y por todas las puertas salan ya aquellos monstruos de cabello ensortijado, labios hinchados y piel como de cuero requemado: la ta, el tercer to, las mujeres de los tos, las primas y los primos, los hijos, los nietos, y todos aquellos que haban ido al entierro de Ultimo sin saber si estaban emparentados con l o no. Tambin ellos lanzaban sus sombreros al aire, igual que la servidumbre, que pareca alegrarse an ms que los seores y bailaba violentas danzas. Mi madre fue estrujada y besada, por todos varias veces. Pero, de repente mi madre, mareada, se haba quedado de pie en medio de la grava, aferrada a su maleta, todos enmudecieron. Se quedaron inmviles. Reson una msica? En cualquier caso entre ellos se abri un callejn, y por l avanz el to mayor, poderoso, radiante, otra vez con los brazos abiertos. Willkommen! En alemn! Levant en vilo a mi madre, la sacudi con maleta y todo por encima de l en ese momento todos volvieron a armar jaleo y no volvi a dejarla en el suelo hasta que ella se lo implor con desesperacin. Qu alegra! Oh, s, era esplndido! Mi madre se dej arrastrar hasta la casa por el to mayor, sin voluntad, complaciente, entregada. Le dieron una habitacin que un da haba sido celda monacal. No haba en todo caso cruz alguna, en ningn sitio. En cambio haba una cama, un lavabo con un viejo aguamanil de porcelana, un armario, una mesita de noche con una palmatoria. Ante la ventana resplandeca el cielo, en el que el sol estaba en ese momento hundindose detrs de lejanos viedos. Volaban las golondrinas. Cantaban los grillos. Un gato caminaba por entre las adelfas, sumergidas en una luz incendiada. Luego todos, sin duda no menos de veinte hombres y mujeres, se sentaron a una larga mesa en la cocina, bajo una gran bveda llena de ollas y sartenes. Lmparas de petrleo iluminaban los rostros, en los que resplandeca la blancura de ojos y dientes. Su familia! Naturalmente, mi madre se sent al lado del to mayor, que llenaba su plato una y otra vez, como si ella estuviera murindose de hambre. A su otro lado se sentaba la esposa del to mayor. Era, como l, gigantesca, pero delgada, casi flaca. Iba enteramente vestida de negro, aunque todos seguan vivos, y cuando hablaba tena esa erre extraamente spera, quella erre lombarda, que hace sentirse humildes incluso a reyes de lejanas regiones porque les dice todo lo que an les falta en cuanto a poder y cultura. Enfrente se sentaba el tercer to, que tena algo de carpa, porque abra y cerraba la boca incesantemente. La ta y las esposas de los dos tos pequeos cocinaron. El fuego arda a llamaradas cuando abran las puertas del horno o levantaban la tapa de una sartn con un gancho metlico. Sus sombras se movan gigantescas en las paredes. La comida tena un sabor magnfico, e igual de sabroso era el vino que el to mayor serva de panzudas botellas sin etiqueta. Todos hablaban y rean, incluso mi madre. Mucho despus, hacia media noche ya, la puerta se abri y un hombre entr corriendo. Estaba tostado por el sol y llevaba un piolet en una mano y un ramo de rosas alpinas en la otra. Un hola general, risas, gritos. Boris!, grit el to mayor, y se puso en pie con tal energa que derrib la silla. Tu madre ya estaba preocupada! Boris era su hijo. Ese da haba escalado la Cima Bianca por una ruta nueva. Mientras daba cuenta de un plato lleno de polenta y rag, contaba radiante sus aventuras. Cadas de piedras, resbalones en el hielo, un cambio de tiempo cuando estaba en mitad de la pared! Todos estaban pendientes de l. Boris! Era su madre. Come sei bravo! Boris se llamaba Boris porque el to mayor haba tenido antao debilidad por todo lo ruso. Quiz debido al noble zar Nicols, pero ms probablemente porque haba conocido a una joven, huida de los esbirros del ltimo soberano de todas las Rusias, que trabajaba en las cocinas del Hotel Victoria y proceda de San Petersburgo. Boris era un beau tnbreux e inmediatamente hundi los ojos en mi madre. Ella apart la mirada. l le regal las rosas alpinas y le prometi que pronto la llevara con l a la Cima Bianca. Por la ruta normal, dijo, y sonri. Una escalada as podan hacerla antes del desayuno. Muy entrada la noche, mi madre fue a tientas, con la vela en la mano, hasta su celda monacal, en la que se hundi en su cama como en un sueo.

El to mayor era el nico que hablaba en voz baja, pero todos escuchaban lo que deca. l era la ley. Sus hermanos, los tos pequeos, parecan contentos de no tener que tomar de cisiones. Sonrean para s, hacan esto, hacan lo otro, no hacan nada. Por lo menos no lo que haca el to mayor, que a las seis de la maana se iba a los viedos y a las diez de la noche an estaba inclinado sobre los libros de cuentas. Se saba de memoria todos los ingresos, los gastos, los cobros pendientes, en todo momento. Antes de irse a la cama, lo ltimo que haca era escribir los planes de trabajo para el da siguiente viedo, almacn, bodega y los colgaba en la pizarra. Despus de todo eso, iba a ver si el pajar estaba cerrado o si el elevador de los viedos estaba engrasado. Las mujeres mandaban a su manera. Desde luego l se rea de vez en cuando, bromeaba con los trabajadores, pero no soportaba que otros especialmente los tos pequeos prefiriesen jornadas de trabajo ms cortas. Cien mil liras de gastos fijos, les deca ms de una vez a los dos tos, Creis que vienen solas a la caja?. Los abroncados tos asentan y se refugiaban en la cocina, donde se permitan un vaso de grappa. Ahora delante de la casa haba automviles, y ya no mulos: el camin, naturalmente, un Skoda, que tena que servir para todo y para todos incluso en una ocasin llev un cerdo en el asiento trasero, y un Jaguar verde oliva con un claxon de tres tonos, que slo el to mayor utilizaba. Llevaba el volante a la derecha, porque vena de Inglaterra. Era el nico Jaguar en toda Italia. Su motor produca un zumbido apenas audible, y el to mayor lo conduca al estilo de su pas de origen. Ao tras ao haba acompaado a su padre, el arriero, cuando llevaba los mulos por el paso. El padre a la cabeza de la caravana, detrs del primer animal de carga, l a la cola. En verano con la lengua pegada al paladar, en invierno encorvado contra la nieve, que le azotaba el rostro. (Los tos pequeos lo haban dejado y se quedaban en casa.) Incluso los dos solos, en los das buenos pasaban una docena de mulos al otro lado de la montaa, una cantidad de mercanca de tres toneladas y ms por trayecto, sobre todo vino, pero tambin fruta, aceite de oliva o trufas de Alba, que de todos modos no reportaban gran beneficio. Les pagaban conforme a un baremo que no estaba documentado en ningn sitio, pero que todos conocan, y que tena en cuenta el peso bruto, la longitud del trayecto y el clima. Cuando se inaugur el tnel del Simplon, en 1905, de la noche a la maana ya no hubo nada que transportar. Ahora los toneles de vino cruzaban la montaa en diez minutos. Todos los arrieros del valle lo dejaron, todos menos el padre del padre de mi madre. Todas las maanas se pona en marcha como si nada hubiera ocurrido. Siempre le acompaaba el to mayor. A diferencia del arriero, l se daba cuenta de que cada da llevaba delante menos animales. Pronto se pusieron en camino con un solo mulo, un ltimo trineo, sin mercanca. (De vez en cuando, unas lecheras o un tonel de vino para el hospicio.) El to mayor, un pie delante de otro, miraba fijamente la espalda del arriero y calculaba. Calculaba para adelante y para atrs. Ponderaba los ingresos y los gastos, una y otra vez. Pero en cada ocasin el resultado eran prdidas, siempre. As que se adelant estaban a poca distancia de la cumbre del paso, y una tempestad les arrojaba la nieve al rostro y grit a los odos del padre el resultado de sus clculos, es decir, que era ms barato quedarse en casa. El arriero, sin de tenerse, sin volverse, grit al viento: Mi padre camin detrs de es y bfalos hasta que murieron. Yo caminar detrs de los mulos hasta que me muera. Caminaron en silencio hasta Brig. En el camino de vuelta, casi en el mismo lugar, el arriero se volvi hacia su hijo, le mir y cay muerto en medio de la nieve. Fue enterrado junto al negro, y las elevaciones de sus tumbas pronto se parecieron tanto que nadie pudo decir ms dnde yaca quin. Detrs de la lea, el to mayor encontr una caja de puros llena de billetes. Liras y francos suizos, billetes grandes y pequeos, monedas, todo mezclado. Tambin unos cuantos marcos alemanes y un billete sueco de diez centavos de corona. No poco, no, mucho dinero. El to mayor se meti la. herencia en los bolsillos del pantaln y compr un viedo en el Piamonte, bastante exactamente entre Alba y Asti. Cinco hectreas, quiz seis, con unas viejas vides entre las que creca la mala hierba. Una produccin anual de apenas diez mil botellas, cuyo contenido pasaba entre la gente de la comarca por ser imbebible y resultaba difcil de vender incluso en el norte. La finca se llamaba I Cani, precisamente!, y tena dos perros en su escudo de armas, dos perros rampantes que sostenan una uva entre ambos. La casa haba sido un monasterio consagrado a Santo Domingo. El mejor vino de la finca tampoco ste un buen vino se llamaba en su honor San Domenico. Pero para el to mayor y para todos los dems naturalmente este nombre honraba al arriero. Lo primero que hizo el to fue cambiar el escudo de armas, convirtiendo en leones a los dos perros. I Cani se llamaba ahora I Leoni. Los dioses de los enemigos del negro haban seguido siendo sus enemigos, y esperaba proteccin de los leones. Plant nuevas vides, prob especies desconocidas, arranc toda la mala hierba y roci tanto sulfato de cobre que su propiedad tena un brillo azulado que no tena ninguna otra. Pas das enteros en el laboratorio y fue el primero en mezclar sus vinos en el Piamonte, donde la adicin de agua estaba considerada pecado mortal. Pero sus vinos fueron hacindose cada vez mejores, de manera que pudo comprar tierras y pronto, con doce hectreas, producir cuarenta mil botellas. Ahora eran otros los que se encargaban del transporte, pero l segua teniendo muchos clientes al otro lado de los Alpes. En Brig y Sion pronto beban sus vinos en uno de cada dos restaurantes. Distribua el San Domenico, que entretanto haba llegado a ser real