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4. Formación ética La libertad, en tanto una de las características que definen al ser humano, adquiere su pleno sentido en la interacción que tenemos con los demás. Estas relaciones no están exentas de ciertas reglas o principios que todos aceptamos de una manera u otra para poder establecer vínculos con otros. Aceptarlos o no nos permite mantener relaciones que podrían ser calificadas como positivas o negativas. ¿Por qué hablar de relaciones “positivas” o “negativas”? Porque decimos o hacemos cosas consideradas correctas o incorrectas, buenas o malas, beneficiosas o perjudiciales ya sea para uno mismo o para los demás. ¿Qué o quiénes determinan lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto?, ¿por qué no puedo tomar lo que no es mío?, ¿por qué no debo mentir si puedo obtener beneficios de ello? Estas exigencias y otras muchas más son relevantes porque las personas creemos que aceptándolas podremos convivir, o al menos intentar hacerlo, de una manera mejor. ¿Qué es la moral? El sistema de creencias y valores que compartimos de manera tácita con los demás es lo que llamamos moral. Hay que tomar en cuenta algo muy importante: por “los demás” debemos entender a aquellas

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4. Formación ética

La libertad, en tanto una de las características que definen al ser humano, adquiere su pleno sentido en la interacción que tenemos con los demás. Estas relaciones no están exentas de ciertas reglas o principios que todos aceptamos de una manera u otra para poder establecer vínculos con otros. Aceptarlos o no nos permite mantener relaciones que podrían ser calificadas como positivas o negativas. ¿Por qué hablar de relaciones “positivas” o “negativas”? Porque decimos o hacemos cosas consideradas correctas o incorrectas, buenas o malas, beneficiosas o perjudiciales ya sea para uno mismo o para los demás.

¿Qué o quiénes determinan lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto?, ¿por qué no puedo tomar lo que no es mío?, ¿por qué no debo mentir si puedo obtener beneficios de ello? Estas exigencias y otras muchas más son relevantes porque las personas creemos que aceptándolas podremos convivir, o al menos intentar hacerlo, de una manera mejor.

¿Qué es la moral? El sistema de creencias y valores que compartimos de manera tácita con los demás es lo que llamamos moral. Hay que tomar en cuenta algo muy importante: por “los demás” debemos entender a aquellas personas con las que compartimos una serie de cosas (el idioma, el lugar geográfico, las costumbres, los valores, etc.) que ni ellos ni nosotros hemos inventado, sino que hemos heredado de generaciones anteriores. La moral es la expresión de todas esas creencias que nos permiten identificarnos como parte de un grupo social. Podemos tener una idea más precisa de lo que es la moral si tenemos en cuenta que la palabra “moral” se deriva del latín mores que significa costumbre.

La moral es la articulación de todas las creencias, prácticas y valores que conforman la estructura básica de la concepción del mundo social. La moral expresa nuestras convicciones sobre lo que creemos que permite o promueve una mejor relación con los demás. Por ello podemos hablar de intuiciones morales, que comprenden al conjunto de preceptos, normas, obligaciones o prohibiciones que tienen un efecto de coerción (limitan nuestras acciones) y nos indican lo que tenemos que hacer para mantener una adecuada convivencia con los demás.

Para Charles Taylor, nuestras intuiciones morales son el “trasfondo” de

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la existencia, o bien, los “horizontes ineludibles” de nuestras acciones. ¿Por qué? Porque siempre dependemos de una cierta perspectiva normativa y valorativa en torno a lo que creemos y hacemos, y sin ella sería imposible tener una visión coherente de nuestra vida. Cualquiera de nosotros cree que ciertas cosas son buenas o malas, aunque saberlo no implica necesariamente que actuemos en consecuencia. Todo ello, que hemos aprendido en primera instancia de la familia y posteriormente del entorno social, constituye la identidad moral.

¿Hay una moral o muchas morales? De lo anterior se desprende una tesis muy importante: si nuestra identidad moral depende del contexto cultural en el que nacemos, entonces los sistemas morales son también relativos a esos mismos contextos. La palabra “moral” viene del latín mores, que significa “costumbre”; pero mores se deriva, a su vez, de otra palabra griega: ethos (de donde viene “ética”). Ethos significa morada, y con ello los griegos querían expresar la manera en que el hombre existe en su mundo, es decir, la actitud que se asume ante el hecho de la existencia.

Las morales cambian a lo largo de la historia tanto como cambian las sociedades, pero lo que aparentemente mantiene cierta unidad pese al transcurrir del tiempo es la exigencia de llevar una vida libre de miseria, humillación y opresión. Desde la cultura más antigua hasta nuestras sociedades globalizadas actuales, la necesidad de tener una vida digna es la motivación básica de todos los seres humanos, que nos impulsa a buscar formas de reconocimiento que garanticen esta exigencia.

¿Qué es la conciencia moral? La palabra “conciencia” tiene muchas connotaciones en filosofía y se presta por ello mismo a equívocos. En términos latos, “conciencia” expresa la capacidad de percatarnos o saber de algo; en el caso de la conciencia moral sería precisamente darnos cuenta cotidianamente de lo correcto y lo incorrecto, de lo justo y lo injusto. Por ejemplo: ¿necesitamos que se nos dé un curso de teoría moral con grandes especialistas para saber que robar la propiedad de otra persona o humillarla es malo? Cuando alguien es sometido a sufrimientos o castigos sin ninguna justificación, ¿no nos ofende esa situación? Todo ser humano tiene este tipo de experiencias sin necesidad de ninguna instrucción especial; nuestro abuelo o nuestra vecina tienen tanta conciencia moral como el más reconocido especialista en filosofía moral de una universidad. Todos son capaces de sentirse ofendidos frente a la injusticia o la humillación de otras personas, así como de aprobar que se ayude a quien lo necesite. La conciencia moral es una característica de los seres autoconscientes en

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la medida en que pueden evaluar sus acciones y creencias según ciertas normas que definen sus expectativas de interacción con los otros.

Pero esta conciencia moral no es una propiedad innata de los seres humanos, sino un proceso que se da de manera simultánea con el desarrollo de los individuos dentro de un determinado contexto cultural. Pensadores como Sigmund Freud, Lawrence Kohlberg, Jean Piaget, Jurgen Habermas o Paul Ricoeur, entre otros, se han ocupado del tema. Por ejemplo, Freud desarrolló una teoría de la conciencia moral desde el punto de vista del psicoanálisis, en la que mostraba que el proceso por el cual ésta se constituye depende básicamente de la estructura psíquica del individuo, que se refleja en una lucha constante entre los instintos y los principios de conducta aprendidos en la familia, la escuela o la iglesia.

Para Freud, la conciencia moral inicia con el sentimiento de culpa que surge en el niño al no actuar como sus padres desean. La aprobación o desaprobación marca el primer sentido de lo bueno y lo malo en el niño. Este proceso incluye, más adelante, la internalización de las normas morales vigentes en su contexto cultural, en donde la figura del padre es sustituida por las autoridades institucionales y las costumbres. Parece que mientras más reprimidos hayamos estado en nuestra infancia, más severos seremos con respecto a nuestras convicciones morales en nuestra madurez. La teoría de Freud no es la única que trata de explicar el origen y desarrollo de la conciencia moral.

Para Habermas la conciencia moral se desarrolla en tres etapas: preconvencional, convencional y posconvencional. Veamos esto con un poco de cuidado. Si entendemos por convencional aquello que todos aceptan como válido y correcto en una cultura histórica determinada, hay que señalar, en primer lugar, que un niño pequeño asume las normas morales de una manera puramente instintiva o pasiva. Por ejemplo, sabe que no debe tocar la estufa no porque comprenda que puede quemarse, sino porque su madre lo regaña o le da un golpe en la mano cuando la acerca al fuego; de la misma manera que puede asumir que es bueno comer toda la sopa porque, cuando la termina, le dan un pastel o dulces. Se trata, como indicamos, de un esquema recompensa-castigo basado en una figura de autoridad. Esta etapa es preconvencional porque el niño no comprende la razón de que ciertas acciones sean buenas y otras malas, sino que le son impuestas por el poder físico del que detenta las normas.

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En la etapa convencional, el individuo se identifica con un grupo social, mantiene lazos efectivos con su familia y su entorno cumpliendo con su deber y actuando correctamente. Alguien es un buen chico o chica cuando se comporta según las normas establecidas en la comunidad, obedece las leyes y colabora con el mantenimiento del orden social.

Finalmente, quizá la etapa posconvencional sea la más importante, porque muestra la capacidad que tiene la conciencia moral de superar las determinaciones impuestas por los contextos culturales, familiares y sociales. Pensemos en el siguiente ejemplo: alguien nace en una comunidad racista en el sur de Estados Unidos. Ser buen chico es, además de obedecer a los padres y las leyes del pueblo, compartir con ellos su racismo hacia los negros y otros grupos étnicos. Ésta es una forma de pensar generalizada en ese tipo de comunidades; pero sucede que hay personas que llegan a cuestionar lo que sus amigos, su familia o su comunidad creen y concluyen que eso no es aceptable, porque no se reconoce el derecho de los otros a aspirar a una vida como la que desean para ellos mismos.

Aquí es donde adquiere un mayor valor la idea de legalidad y justicia como algo que todos, independientemente de su cultura o clase social, deben poder gozar. Esta capacidad para valorar sólo la puede tener un ser autoconsciente y crítico que actúa guiado por normas universales. En su libro Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant expresó esto con la tesis del imperativo categórico: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Esta idea de Kant es muy importante para comprender qué es la moral y la conciencia moral, pues señala algo que ya hemos indicado: tenemos intuiciones morales básicas que nos dan una visión normativa del mundo: ¿cuál es la relación que tenemos con “los otros”?, ¿qué tipo de compromisos tenemos con los demás? Para completar el estudio de las morales tenemos que pasar a ver cómo nos relacionamos con otras personas.

La intersubjetividad como la dimensión ética de la subjetividad. En la filosofía contemporánea se suele entender la intersubjetividad como un planteamiento que supera las posturas subjetivistas. Éstas (como las propuestas de Descartes o Kant) sostienen que la perspectiva de la primera persona (el yo) es el único criterio aceptable para plantear los problemas del conocimiento o de la moral. Sin duda, esta tesis es en parte correcta, pues la perspectiva de la primera persona corresponde al modo de ser de la subjetividad humana, es decir, cada uno percibe el mundo desde su punto de vista y no desde el de los otros.

Es importante señalar que es aquí es donde se da el paso de la moral común a la ética, porque involucra la voluntad individual.

En este apartado se describen los procesos de construcción del entendimiento humano y de la empatía.

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Sin embargo, los teóricos de la intersubjetividad sostienen que la perspectiva de la primera persona descansa en un error: no hay un yo aislado, siempre estamos en relación con los demás. Según esta tesis, incluso cuando, en la soledad de nuestra habitación, pensamos por ejemplo: “Debo estudiar para aprobar un examen mañana”, estamos utilizando un lenguaje que no hemos inventado nosotros, sino que lo aprendimos desde muy pequeños gracias a la familia y al entorno social. El lenguaje es un mecanismo intersubjetivo por excelencia y con él no sólo comprendemos a los demás, sino también a nosotros mismos. Incluso, al estudiar para un examen estamos suponiendo que existen otras personas (el profesor y nuestros compañeros) con las que compartimos muchas cosas.

En todo momento nos encontramos inmersos en relaciones con otras subjetividades: al comprar algo en la tienda o al tomar el autobús para ir a la escuela o al trabajo. Por ello se ha llegado a decir que la intersubjetividad es más fundamental y originaria que la subjetividad misma, ya que todas nuestras experiencias se encuentran conformadas y determinadas por instancias como el lenguaje o las relaciones sociales.

Si bien no podemos saber en qué están pensando las otras personas, sí podemos percibir si están molestas, tristes, desconcertadas, alegres o deprimidas. En filosofía suele hablarse de empatía para designar esta capacidad de los seres humanos para vincularnos y experimentar a las otras personas como afines a nosotros mismos. De esta manera, podemos darnos cuenta que la cuestión no es sacrificar a la subjetividad en favor de la intersubjetividad, ya que sin aquella no puede haber ésta y, por ende, tampoco sociedad. Pero, al mismo tiempo, vemos que el ser humano únicamente puede sostener su vida en comunidad con otros seres humanos.

La intersubjetividad y la relación práctica con los demás. La intersubjetividad se refiere, entonces, a todas aquellas relaciones que suponen o requieren a alguien distinto de nosotros mismos. Estas relaciones se encuentran determinadas por principios normativos implícitos. Para actuar éticamente debemos tener conciencia de nosotros mismos como sujetos capaces de obrar correcta o incorrectamente, pero sólo hay ética en tanto nos relacionamos con otros. Tenemos entonces que una subjetividad (yo) en relación con otra subjetividad (otro yo) constituye una estructura intersubjetiva. Esto acontece todos los días, cada vez que nos relacionamos unos con otros

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por medio de acciones, creencias e intenciones.

La ética tiene sentido precisamente por la relación que tenemos con los demás. Pero tampoco se trata sólo de una coexistencia, de un estar unos junto a otros, sino de una responsabilidad por los demás. Frente al otro, además de ser libre, somos también responsables.

Solemos creer que únicamente somos responsables de nuestras acciones o de aquellas personas con las que tenemos un vínculo afectivo o familiar. En cada elección que hacemos somos responsables de nosotros mismos y de los otros, porque en ellas ponemos en juego una propuesta de ser humano que creemos puede ser válida para todos.

Para gran parte de la ética moderna, la autonomía y la libertad son los dos aspectos fundamentales del sujeto moral. Sin embargo, en la capacidad que tenemos de responder a las exigencias que también nos plantean los otros, cuyo rostro puede ser infinitamente diverso al mío, radica el sentido mismo de lo humano.

Responder a las exigencias que nos plantea la diversidad contribuye a la humanización del mundo.