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1 1.El ejercicio de lectura obligatoria para este trimestre consiste en una antología de cuentos que tienes a continuación; debes leer cada cuento y contestar a las preguntas que tienes al final de estos. Escribes a mano o a ordenador, en folios u hojas sueltas, sin copiar las preguntas pero poniendo siempre el título del cuento y el número de la pregunta. - Se valorará muy positivamente la presentación, orden, limpieza, puntualidad... - Los trabajos se pueden ir presentando a lo largo del trimestre, pero la fecha límite es el viernes, 22 de mayo (o el siguiente día que nos veamos). CUENTO UNO. Los Chicos (Ana María Matute) Eran sólo cinco o seis, pero así en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo, que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar, y el corazón nos latía deprisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos ... !» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos. Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas del diablo, a nuestro entender. Los chicos harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad nos tenían prohibido salir del prado, bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

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1. El ejercicio de lectura obligatoria para este trimestre consiste en una antología de cuentos que tienes a continuación; debes leer cada cuento y contestar a las preguntas que tienes al final de estos. Escribes a mano o a ordenador, en folios u hojas sueltas, sin copiar las preguntas pero poniendo siempre el título del cuento y el número de la pregunta.

- Se valorará muy positivamente la presentación, orden, limpieza, puntualidad...- Los trabajos se pueden ir presentando a lo largo del trimestre, pero la fecha límite es

el viernes, 22 de mayo (o el siguiente día que nos veamos).

CUENTO UNO. Los Chicos (Ana María Matute) Eran sólo cinco o seis, pero así en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo, que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar, y el corazón nos latía deprisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos ... !» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos. Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas del diablo, a nuestro entender. Los chicos harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad nos tenían prohibido salir del prado, bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos. Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos ... », decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal, que, por su trabajo, ganaban los penados. Para nosotros, los chicos eran el terror. Nos insultaban, nos apedreaban, deshacían nuestros huertecillos de piedra y nuestros juguetes, si los pillaban sus manos. Nosotros los teníamos por seres de otra raza, mitad monos, mitad diablos. Sólo de verles nos venía un temblor grande, aunque quisiéramos disimularlo. El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos a donde él quisiera. El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

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 -Sois cobardes -nos dijo-, ¡Ésos son pequeños!No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa: de que eran algo así como el espíritu del mal. - Bobadas -dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración. Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos ocultos detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenilla de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de las cigarras entre la hierba del prado). Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas, como solíamos. Y para provocarnos empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Ése era su juego: llamarnos, sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguimos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer. Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima. Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero hacia el refugio del prado, donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las posaderas, y arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas. Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta. Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo, y empezó a golpearle la cara, la cabeza y la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol brillaba de un modo espeso y grande. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces. Efrén estuvo mucho rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la carne oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!

-¿No tienes aún bastante?-dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos

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salientes, brillaron al sol-. Toma, tomaLe dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde.Efrén nos miró.

-Vamos -dijo-. Ése ya tiene lo suyo. Y le dio con el pie otra vez.-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso, hacia la casa. Muy seguro de que le seguíamos.Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, vibraba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida. El chico se puso en pie, despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén lo arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atrevía mirar su espalda, renegrida y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: «Si sólo era un niño. Sí era nada más que un niño, como otro cualquiera.»

Actividades. 1. Buscalas palabras resaltadas en el diccionario y copia la acepción adecuada. 2. ¿Qué tipo de narrador aparece en el texto? ¿En primera o en tercera persona? ¿El narrador es un personaje de la historia? Fíjate en los pronombres personales, en los posesivos y en las formas verbales. Copia algún fragmento que te permita identificar al narrador. 3. Los personajes de este cuento pueden agruparse en dos pandillas: la de la narradora y la de “los chicos”. ¿Qué rasgos caracterizan a los integrantes de cada uno de los grupos? ¿Qué personajes aparecen individualizados dentro de cada pandilla? Copia lo que se dice de ellos en el texto. 4. ¿Por qué la narradora y sus amigos temían “a los chicos como al diablo”? ¿Por qué sus familias les tenían “prohibido terminantemente entablar relación con esos chicos”? ¿Qué crees que lleva a la narradora a afirmar que los chicos “eran algo así como el espíritu del mal”? Al final del relato, cambia de opinión sobre unos de los chicos y, suponemos que, por extensión, sobre todos los demás. ¿Qué motivó este cambio? 5. ¿En qué lugar suceden los hechos? Copia las referencias al espacio que aparecen en el cuento. 6. ¿Aparece en el cuento alguna pista sobre la época histórica en la que se desarrollan los acontecimientos? ¿Cuál? 7. ¿Nos da el texto datos que permitan decir en cuánto tiempo transcurren los hechos narrados? Copia los marcadores temporales. 8.¿Qué opinas del comportamiento de Efrén? ¿Cómo reaccionaron la narradora y sus hermanos ante su actitud violenta? ¿Qué crees que habrías hecho tú en una situación similar? 9. ¿Sabes qué son los prejuicios? ¿Por qué la narradora y sus amigos juzgaron a los chicos sin conocerlos? ¿Crees que las dos pandillas podrían llegar a jugar juntas? Justifica tu respuesta

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CUENTO DOS Pecado de omisión (Ana Mª Matute)A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa. La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos: -¡Lope! Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada. -Te vas de pastor a Sagrado. Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado. -Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal. -Sí, señor. -No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos. -Sí, señor. Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina. -Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia. Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes. -¿Qué miras? ¡Arreando! Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared. Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís. -He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

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-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar. -Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela... Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos: -¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa. Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno. El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco. Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol. -¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar. Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano. Francisca comentó: -Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado. Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta. -¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido. Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía. -¡Lope! ¡Hombre, Lope...! ¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez. Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo. Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una

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mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole: -¡Lope! ¡Lope! Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises. -Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora... En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más. Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía: -Sí, sí, sí...

Actividades 1. ¿Por qué se encuentra Lope en casa de Emeterio al principio de la historia? 2. ¿Cómo era la vida de los pastores? Explica. 3. ¿Por qué y cuándo regresa Lope al pueblo? 4. ¿Quién era Manuel Enríquez? ¿Qué efecto produce en Lope su encuentro con él? 5. ¿Qué crees que Lope piensa al final de la historia? 6. Vocabulario: Explica, según el contexto, el significado de las palabras y expresiones que aparecen en negrita en el texto.

CUENTO TRES Rosamunda (Carmen Laforet)      Estaba amaneciendo, al fin. El departamento de tercera clase olía a cansancio, a tabaco y a botas de soldado. Ahora se salía de la noche como de un gran túnel y se podía ver a la gente acurrucada, dormidos hombres y mujeres en sus asientos duros. Era aquél un incómodo vagón-tranvía, con el  pasillo atestado de  cestas y maletas. Por las ventanillas se veía el campo y la raya plateada del mar.      Rosamunda se despertó. Todavía se hizo una ilusión placentera al ver la luz entre sus pestañas semicerradas. Luego comprobó que su cabeza colgaba hacia atrás, apoyada en el respaldo del asiento y que tenía la boca seca de llevarla abierta. Se rehízo, enderezándose. Le dolía el cuello _su largo cuello marchito_. Echó una mirada a su alrededor y se sintió aliviada al ver que dormían sus compañeros de viaje. Sintió ganas de estirar las piernas entumecidas _el tren traqueteaba, pitaba_. Salió con grandes precauciones, para no despertar, para no molestar, «con pasos de hada» _pensó_, hasta la plataforma.

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      El día era glorioso. Apenas se notaba el frío del amanecer. Se veía el mar entre naranjos. Ella se quedó como hipnotizada por el profundo verde de los árboles, por el claro horizonte de agua.       _«Los odiados, odiados naranjos... Las odiadas palmeras... El maravilloso mar...»      _¿Qué decía usted?      A su lado estaba un Soldadillo. Un muchachito pálido. Parecía bien educado. Se parecía a su hijo. A un hijo suyo que se había muerto. No al que vivía; al que vivía, no, de ninguna manera.       _No sé si será usted capaz de entenderme _dijo, con cierta altivez_. Estaba recordando unos versos míos. Pero si usted quiere, no tengo inconveniente en recitar...       El muchacho estaba asombrado. Veía a una mujer ya mayor, flaca, con profundas ojeras. El cabello oxigenado, el traje de color verde, muy viejo. Los pies calzados en unas viejas zapatillas de baile..., sí, unas asombrosas zapatillas de baile, color de plata, y en el pelo una cinta plateada también, atada con un lacito... Hacía mucho que él la observaba.       _¿Qué decide usted? _preguntó Rosamunda, impaciente-. ¿Le gusta o no oír recitar?       _Sí, a mí... El muchacho no se reía porque le daba pena mirarla. Quizá más tarde se reiría. Además, él tenía interés porque era joven, curioso. Había visto pocas cosas en su vida y deseaba conocer más. Aquello era una aventura. Miró a Rosamunda y la vio soñadora. Entornaba los ojos azules. Miraba al mar.       _¡Qué difícil es la vida!         Aquella mujer era asombrosa. Ahora había dicho esto con los ojos llenos de lágrimas.       _Si usted supiera, joven... Si usted supiera lo que este amanecer significa para mí, me disculparía. Este correr hacia el Sur. Otra vez hacia el Sur... Otra vez a mi casa. Otra vez a sentir ese ahogo de mi patio cerrado, de la incomprensión de mi esposo... No se sonría usted, hijo mío; usted no sabe nada de lo que puede ser la vida de una mujer como yo. Este tormento infinito... Usted dirá que por qué le cuento todo esto, por qué tengo ganas de hacer confidencias, yo, que soy de naturaleza reservada... Pues, porque ahora mismo, al hablarle, me he dado cuenta de que tiene usted corazón y sentimiento y porque esto es mi confesión. Porque, después de usted, me espera, como quien dice, la tumba... El no poder hablar ya a ningún ser humano..., a ningún ser humano que me entienda.      Se calló, cansada, quizá, por un momento. El tren corría, corría... El aire se iba haciendo cálido, dorado. Amenazaba un día terrible de calor.       _Voy a empezar a usted mi historia, pues creo que le interesa... Sí. Figúrese usted una joven rubia, de grandes ojos azules, una joven apasionada por el arte... De nombre, Rosamunda... Rosamunda, ¿ha oído? ... Digo que si ha oído mi nombre y qué le parece.       El soldado se ruborizó ante el tono imperioso.         _Me parece bien... bien.       _Rosamunda... _continuó ella, un poco vacilante. Su verdadero nombre era Felisa; pero, no se sabe por qué, lo aborrecía. En su interior siempre había sido Rosamunda, desde los tiempos de su adolescencia. Aquel Rosamunda se había convertido en la fórmula mágica que la salvaba de la estrechez de su casa, de la monotonía de sus horas; aquel Rosamunda convirtió al novio zafio y colorado en un príncipe de leyenda. Rosamunda era para ella un nombre amado, de calidades exquisitas... Pero ¿para qué explicar al joven tantas cosas?       _Rosamunda tenía un gran talento dramático. Llegó a actuar con éxito brillante. Además, era poetisa. Tuvo ya cierta fama desde su juventud... Imagínese, casi una niña, halagada, mimada por la vida y, de pronto, una catástrofe... El amor... ¿Le he dicho a usted que era ella famosa? Tenía dieciséis años apenas, pero la rodeaban por todas partes los admiradores. En uno de los recitales

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de poesía, vio al hombre que causó su ruina. A... A mi marido, pues Rosamunda, como usted comprenderá, soy yo. Me casé sin saber lo que hacía, con un hombre brutal, sórdido y celoso. Me tuvo encerrada años y años. ¡Yo!... Aquella mariposa de oro que era yo... ¿Entiende?        (Si, se había casado, si no a los dieciséis años, a los veintitrés; pero ¡al fin y al cabo!... Y era verdad que le había conocido un día que recitó versos suyos en casa de una amiga. Él era carnicero. Pero, a este muchacho, ¿se le podían contar las cosas así? Lo cierto era aquel sufrimiento suyo, de tantos años. No había podido ni recitar un solo verso, ni aludir a sus pasados éxitos _éxitos quizás inventados, ya que no se acordaba bien; pero..._ Su mismo hijo solía decirle que se volvería loca de pensar y llorar tanto. Era peor esto que las palizas y los gritos de él cuando llegaba borracho. No tuvo a nadie más que al hijo aquél, porque las hijas fueron descaradas y necias, y se reían de ella, y el otro hijo, igual que su marido, había intentado hasta encerrarla).       _Tuve un hijo único. Un solo hijo. ¿Se da cuenta? Le puse Florisel... Crecía delgadito, pálido, así como usted. Por eso quizá le cuento a usted estas cosas. Yo le contaba mi magnífica vida anterior. Sólo él sabía que conservaba un traje de gasa, todos mis collares... Y él me escuchaba, me escuchaba... como usted ahora, embobado.       Rosamunda sonrió. Sí, el joven la escuchaba absorto.       _Este hijo se me murió. Yo no lo pude resistir... Él era lo único que me ataba a aquella casa. Tuve un arranque, cogí mis maletas y me volví a la gran ciudad de mi juventud y de mis éxitos... ¡Ay! He pasado unos días maravillosos y amargos. Fui acogida con entusiasmo, aclamada de nuevo por el público, de nuevo adorada... ¿Comprende mi tragedia? Porque mi marido, al enterarse de esto, empezó a escribirme cartas tristes y desgarradoras: no podía vivir sin mí. No puede, el pobre. Además es el padre de Florisel, y el recuerdo del hijo perdido estaba en el fondo   de todos mis triunfos, amargándome.       El muchacho veía animarse por  momentos a aquella figura  flaca y estrafalaria que era la mujer. Habló mucho. Evocó un hotel fantástico, el lujo derrochado en el teatro el día de su «reaparición»; evocó ovaciones delirantes y su propia figura, una figura de «sílfide cansada», recibiéndolas.       _Y, sin embargo, ahora vuelvo a mi deber... Repartí mi fortuna entre los pobres y vuelvo al lado de mi marido como quien va a un sepulcro.       Rosamunda volvió a quedarse triste. Sus pendientes eran largos, baratos; la brisa los hacía ondular... Se sintió desdichada, muy «gran dama»... Había olvidado aquellos terribles días sin pan en la ciudad grande. Las burlas de sus amistades ante su traje de gasa, sus abalorios y sus proyectos fantásticos. Había olvidado aquel largo comedor con mesas de pino cepillado, donde había comido el pan de los pobres entre mendigos de broncas toses. Sus llantos, su terror en el absoluto desamparo de tantas horas en que hasta los insultos de su marido había echado de menos. Sus besos a aquella carta del marido en que, en su estilo tosco y autoritario a la vez, recordando al hijo muerto, le pedía perdón y la perdonaba.       El soldado se quedó mirándola. j Qué tipo más raro, Dios mío! No cabía duda de que estaba loca la pobre... Ahora le sonreía... Le faltaban dos dientes.       El tren se iba deteniendo en una estación del camino. Era la hora del desayuno, de la fonda de la estación venía un olor apetitoso... Rosamunda miraba hacia los vendedores de rosquillas.       _¿Me permite usted convidarla, señora? En la mente del soldadito empezaba a insinuarse una divertida historia. ¿Y si contara a sus amigos que había encontrado en el tren una mujer estupenda y que...?

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      _¿Convidarme? Muy bien, joven... Quizá sea la última persona que me convide... Y no me trate con tanto respeto, por favor. Puede usted llamarme Rosamunda..., no he de enfadarme por eso. Actividades

1. ¿Por qué Rosamunda escapó a la gran ciudad de su juventud abandonando a su familia? ¿Por qué regresa ahora al pueblo junto a su marido?

2. Establece las distintas partes de la historia de «Rosamunda» y justificalo3. En «Rosamunda», su historia no nos llega sólo por boca del narrador. ¿Qué otra persona nos la

cuenta? ¿Tienen los dos narradores la misma versión? Explícalo. ¿Qué impresión sobre Rosamunda produce en el lector?

4. Investiga y explica la biografía de Carmen Laforet.

CUENTO CUATRO: El regreso (Carmen Laforet)Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de mandarle a casa la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre, ya completamente curado. Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.  –Muy impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro está a punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y media… Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena… Me gustaría, Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del Gallo, como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan alejada… Sería muy hermoso tenerlos a todos esta noche aquí… Sus niños son muy lindos, Julián… Hay uno, sobre todo el más pequeñito, que parece un Niño Jesús, o un San Juanito, con esos bucles rizados y esos ojos azules. Creo que haría un buen monaguillo, porque tiene cara de listo… Julián escuchaba la charla de la monja muy embebido. A esta sor María de la Asunción, que era gorda y chiquita, con una cara risueña y unos carrillos como manzanas, Julián la quería mucho. No la había sentido llegar, metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha, instalado ya en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había sentido llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su volumen de faldas y tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de vela. Luego se había llevado una alegría al verla. La última alegría que podía tener en aquella temporada de su vida. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque siempre había tenido una gran propensión al sentimentalismo, pero que en aquella temporada era ya casi una enfermedad. –Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo, quisiera oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí hasta mañana… Ya es bastante estar con mi familia el día de Navidad… Y en cierto modo ustedes también son mi familia. Yo… Yo soy un hombre agradecido. –Pero, ¡criatura!… Vamos, vamos, no diga disparates. Su mujer vendrá a recogerle ahora mismo. En cuanto esté otra vez entre los suyos, y trabajando, olvidará todo esto, le parecerá un sueño… Luego se marchó ella también, sor María de la Asunción, y Julián quedó solo otra vez con aquel rato amargo que estaba pasando, porque le daba pena dejar el manicomio. Aquel sitio de muerte y desesperación, que para él, Julián, había sido un buen refugio, una buena salvación… Y hasta en los últimos meses, cuando ya a su alrededor todos lo sentían curado, una casa de dicha. ¡Con

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decir que hasta le habían dejado conducir…! Y no fue cosa de broma. Había llevado a la propia Superiora y a sor María de la Asunción a la ciudad a hacer compras. Ya sabía él, Julián, que necesitaban mucho valor aquellas mujeres para ponerse confiadamente en manos de un loco…, o un ex loco furioso, pero él no iba a defraudarlas. El coche funcionó a la perfección bajo el mando de sus manos expertas. Ni los baches de la carretera sintieron las señoras. Al volver, le felicitaron, y él se sintió enrojecer de orgullo. –Julián… Ahora estaba delante de él sor Rosa, la que tenía los ojos redondos y la boca redonda también. Él a sor Rosa no la quería tanto; se puede decir que no la quería nada. Le recordaba siempre algo desagradable en su vida. No sabía qué. Le contaron que los primeros días de estar allí se ganó más de una camisa de fuerza por intentar agredirla. Sor Rosa parecía eternamente asustada de Julián. Ahora, de repente, al verla, comprendió, a quién se parecía. Se parecía a la pobre Herminia, su mujer, a la que él, Julián, quería mucho. En la vida hay cosas incomprensibles. Sor Rosa se parecía a Herminia. Y, sin embargo, o quizá a causa de esto, él, Julián, no tragaba a sor Rosa.–Julián… Hay una conferencia para usted. ¿Quiere venir al teléfono? La Madre me ha dicho que se ponga usted mismo.La Madre era la Superiora. Todos la llamaban así. Era un honor para Julián ir al teléfono. Llamaba Herminia, con una voz temblorosa allí al final de los hilos, pidiéndole que él mismo cogiera el tren si no le importaba. –Es que tu madre se puso algo mala… No, nada de cuidado; su ataque de hígado de siempre… Pero no me atreví a dejarla sola con los niños. No he podido telefonear antes por eso… por no dejarla sola con el dolor…Julián no pensó más en su familia, a pesar de que tenía el teléfono en la mano. Pensó solamente que tenía ocasión de quedarse aquella noche, que ayudaría a encender las luces del gran Belén, que cenaría la cena maravillosa de Nochebuena, que cantaría a coro los villancicos. Para Julián todo aquello significaba mucho. –A lo mejor no voy hasta mañana… No te asustes. No, no es por nada; pero, ya que no vienes, me gustaría ayudar a las madres en algo; tienen mucho trajín en estas fiestas… Sí, para la comida sí estaré… Sí, estaré en casa el día de Navidad.  La hermana Rosa estaba a su lado contemplándolo, con sus ojos redondos, con su boca redonda. Era lo único poco grato, lo único que se alegraba de dejar para siempre… Julián bajó los ojos y solicitó humildemente hablar con la Madre, a la que tenía que pedir un favor especial. Al día siguiente, un tren iba acercando a Julián, entre un gris aguanieve navideño, a la ciudad. Iba él encajonado en un vagón de tercera entre pavos y pollos y los dueños de estos animales, que parecían rebosar optimismo. Como única fortuna, Julián tenía aquella mañana su pobre maleta y aquel buen abrigo teñido de negro, que le daba un agradable calor. Según se iban acercando a la ciudad, según le daba en las narices su olor, y le chocaba en los ojos la tristeza de los enormes barrios de fábricas y casas obreras, Julián empezó a tener remordimientos de haber disfrutado tanto la noche anterior, de haber comido tanto y cosas tan buenas, de haber cantado con aquella voz que, durante la guerra, habían aliviado tantas horas de aburrimiento y de tristeza a su compañeros de trinchera. Julián no tenía derecho a tan caliente y cómoda Nochebuena, porque hacía bastantes años que en su casa esas fiestas carecían de significado. La pobre Herminia habría llevado, eso sí, unos turrones indefinibles, hechos de pasta de batata pintada de colores, y los niños habrían pasado media hora masticándolos ansiosamente después de la comida de todos los días. Por lo menos

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eso pasó en su casa la última Nochebuena que él había estado allí. Ya entonces él llevaba muchos meses sin trabajo. Era cuando la escasez de gasolina. Siempre había sido el suyo un oficio bueno; pero aquel año se puso fatal. Herminia fregaba escaleras. Fregaba montones de escaleras todos los días, de manera que la pobre sólo sabía hablar de las escaleras que la tenían obsesionada y de la comida que no encontraba. Herminia estaba embarazada otra vez en aquella época, y su apetito era algo terrible. Era una mujer flaca, alta y rubia como el mismo Julián, con un carácter bondadoso y unas gafas gruesas, a pesar de su juventud... Julián no podía con su propia comida cuando la veía devorar la sopa acuosa y los boniatos. Sopa acuosa y boniatos era la comida diaria, obsesionante, de la mañana y de la noche en casa de Julián durante todo el invierno aquel. Desayuno no había sino para los niños. Herminia miraba ávida la leche azulada que, muy caliente, se bebían ellos antes de ir a la escuela... Julián, que antes había sido un hombre tragón, al decir de su familia, dejó de comer por completo... Pero fue mucho peor para todos, porque la cabeza empezó a flaquearle y se volvió agresivo. Un día, después que ya llevaba varios en el convencimiento de que su casa humilde era un garaje y aquellos catres que se apretaban en las habitaciones eran autos magníficos, estuvo a punto de matar a Herminia y a su madre, y lo sacaron de casa con camisa de fuerza y... Todo eso había pasado hacía tiempo... Poco tiempo relativamente. Ahora volvía curado. Estaba curado desde hacía varios meses. Pero las monjas habían tenido compasión de él y habían permitido que se quedara un poco más... hasta aquellas Navidades. De pronto se daba cuenta de lo cobarde que había sido al procurar esto. El camino hasta su casa era brillante de escaparates, reluciente de pastelerías. En una de aquellas pastelerías se detuvo a comprar una tarta. Tenía algún dinero y lo gastó en eso. Casi le repugnaba el dulce de tanto que había tomado aquellos días; pero a su familia no le ocurriría lo mismo. Subió las escaleras de su casa con trabajo, la maleta en una mano, el dulce en la otra. Estaba muy alta su casa. Ahora, de repente, tenía ganas de llegar, de abrazar a su madre, aquella vieja siempre risueña, siempre ocultando sus achaques, mientras podía aguantar los dolores. Había cuatro puertas descascarilladas. Una de ellas era la suya. Llamó. Se vio envuelto en gritos de chiquillos, en los flacos brazos de Herminia. También en un vaho de cocina caliente. De buen guiso. -¡Papá...! ¡Tenemos pavo! Era lo primero que le decían. Miró a su mujer. Miró a su madre, muy envejecida, muy pálida aún a consecuencia del último arrechucho, pero abrigada con una toquilla de lana nueva. El comedorcito lucía la pompa de una cesta repleta de dulces, chucherías y lazos. -¿Ha... ha tocado la lotería? -No, Julián... Cuanto tú te marchaste, vinieron unas señoras... De Beneficencia, ya sabes tú... Nos han protegido mucho; me han dado trabajo; te van a buscar trabajo a ti también, en un garaje... ¿En un garaje...? Claro, era difícil tomar a un ex loco como chófer. De mecánico tal vez. Julián volvió a mirar a su madre y la encontró con los ojos llorosos. Pero risueña, como siempre. De golpe le caían otra vez sobre los hombros las responsabilidades, angustias. A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia. A hacerla pasar hambre otra vez, seguramente, a... -Pero, Julián, ¿no te alegras?... Estamos todos juntos otra vez, todos reunidos en el día de Navidad... ¡Y qué Navidad! ¡Mira! Otra vez, con la mano, le señalaban la cesta de los regalos, las caras golosas y entusiasmadas de los niños. A él. Aquel hombre flaco, con su abrigo negro y sus ojos saltones, que estaba tan triste.

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Que era como si aquel día de Navidad hubiera salido otra vez de la infancia para poder ver, con toda crueldad, otra vez, debajo de aquellos regalos, la vida de siempre. Actividades

1. En «El regreso», se habla de la Beneficencia. ¿Cuál era la labor de esta institución en los años de pobreza y hambre tras la guerra? ¿Qué instituciones actuales realizan esta misma función?

2.[1.] Haz un breve resumen del texto.3.[2.] Identifica la estructura interna de este relato: Introducción, nudo y desenlace.4.[3.] Señala y caracteriza los personajes que aparecen.5.[4.] ¿Qué tipo de narrador encontramos?6.[5.] Las expresiones subrayadas contienen alguna figura de las que hemos estudiado. Identifícalas

y las explicas.

CUENTO CUATRO. La rama seca (Ana Mª Matute)

Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían: -Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina. Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa". Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba. -¿Qué haces, niña? La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate. -Juego con "Pipa" -decía. Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien. -¿Con quién hablas, tú? -Con "Pipa". Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió: -Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado... Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

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-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar - se decía. Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa". -La muñeca -explicó la niña. -Enséñamela... La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente. -No la veo, hija. Échamela... La niña vaciló. -Pero luego, ¿me la devolverá? -Claro está... La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos. -¿Me la echa, doña Clementina...? Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego. Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa". -"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña... La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida. -Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta... Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia. Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla: -¿Y la pequeña? -Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta. -No sabía nada... Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea. -Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín. Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

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La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó: -¡Pascualín! ¡Pascualín! Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados. -Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás? La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras. -Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"... Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón. Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre. -Pascualín -dijo doña Clementina. El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas. -Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela. Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó. -¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos! Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando. Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa": -Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga... El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta. -Yo te voy a traer una muñeca, no llores. Doña Clementina dijo a su marido, por la noche: -Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras. -Baja - respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico. A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana. Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos. -¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!

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Cortó sus exclamaciones. -Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete... Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar. -Ay, cuitada, y mira quién viene a verte... La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla. -Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita. Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña. Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba. -No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa". La madre empezó a chillar: -¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...! Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión). -No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa. Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor. -¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...! Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña: -Te traigo a tu "Pipa". La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros. -No es "Pipa". Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio. -Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos... -¿Se va a morir? -Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos! En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre. Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol. -Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca! Actividades1. ¿Por qué estaba la niña encerrada en casa?

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2. ¿Quién era y cómo era Pipa? 3. ¿Cómo se enfermó la niña? 4. ¿Qué hace doña Clementina por la niña? 5. ¿Por qué crees que Matute no da un nombre a la niña? 6. Vocabulario. Explica, según el contexto, el significado de las palabras y expresiones que aparecen señaladas en negrita en el texto.

CUENTO SEIS. El Rey (Ana Mª Matute)La escuela del pueblo estaba en una casa muy vieja, quizá de las más viejas de la aldea. Con-sistía en una nave larga, dividida en dos secciones (una para los niños, otra para las niñas) con ventanas abiertas a la calleja. Desde las ventanas se veía el río, con su puente y el sauce. Más allá, sobre los tejadillos cobrizos, salpicados de líquenes verdes, las montañas proyectaban su sombra ancha y azul, bajo el gran cielo. Debajo de la escuela había un pequeño soportal, sostenido por enmohecidas columnas de roble, quemadas por el tiempo, recorridas por la lluvia y las hormigas, llenas de cicatrices, muescas y nombres de muchachos, unos vivos y otros ya muertos. Encima de la escuela había aún otro piso, de techo muy bajo, con dos viviendas: una para el maestro, la otra para una mujer viuda, muy pobre, que se llamaba Dorotea. Esta mujer limpiaba, cocinaba y cuidaba del maestro y su vivienda. Dorotea tenía un hijo. Se llamaba Dino, tenía nueve años, y todos en la aldea sentían por él, si no cariño, compasión. Desde los tres años Dino estaba paralítico de la cintura a los pies, y se pasaba la vida sentado en un pequeño silloncito de anea, junto a la ventana. Así, sin otra cosa que hacer, miraba el cielo, los tejados, el río y el sauce: desde los colores dorados de la mañana a los rosados y azules de la tarde. Dino era un niño deforme, por la falta de ejercicio y la inmovi-lidad. Tenía los brazos delgados y largos, y los ojos redondos, grandes, de color castaño dorado.Dino, desde su silla, oía el rumor de la escuela y los gritos de los muchachos. Conocía las horas de entrada y de salida, las de lectura, las de Aritmética, las de Geografía...

-Madre, hoy toca cantar la Tabla... De oírles a los chicos, se sabía de memoria algunas cosas: la cantinela de la tabla de mul-tiplicar, el Padrenuestro y alguna fábula. Los domingos, si hacía sol, o al final de las tardes del verano, cuando el calor no castigaba y la noche llegaba más despacio, su madre le sacaba en brazos al soportal, y así Dino podía ver de cerca a los muchachos y hablar algo con ellos. Dino se reía, con su risa menuda y un tanto dura, como el rebotar de una piedra blanca contra el suelo, viéndoles salir en tropel, pelear, bajar corriendo al río, saltar unos sobre otros jugando a la burranca. A veces, alguno se le acercaba a intercambiar cromos o bolitas de colores:

-Dino, cámbiame estas...-No, ésa no: está rota...-Ésa ya la tengo...

Se apiñaban, entonces, a su alrededor. En una cajita, Dino guardaba los cromos del chocolate del maestro y las bolas de cristal. Su madre le tenía aseado y bien planchado, con su cajita siempre a mano, y Dino, seguramente era feliz. Un día, el maestro murió. Estuvieron cerca de un mes sin clases, y, al fin, llegó don Fermín. Don Fermín era un hombre cincuentón, de cabello gris y ojos pequeños y parpadeantes. Tenía el rostro cansado y afable, y los muchachos dijeron, a la salida:

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-Este don Fermín es mejor que don Fabián. Don Fermín era de buen conformar. Dorotea también comentó con las mujeres:

-No protesta de nada. En la escuela, don Fermín desterró los castigos corporales. Los muchachos no estudiaban más con él que con don Fabián, quizá se le desmandaban algo, pero no le odiaban. Quererle hubiera sido pedirles demasiado. Don Fermín tenía un aire triste y pensativo. Un día le dijo a Dorotea:

-Desde que murió mi mujer ando por el mundo como perdido. Dorotea asintió, suspirando, mientras le servía la sopa:

-Así es, la verdad. También a mí me ocurrió lo mismo, cuando murió mi Alejandro. Ya le digo don Fermín: si no fuera por mi hijo no sé si no me habría arrojado al río.

-¡Ah!... ¿Tiene usted un hijo? Dorotea asintió, con aire abatido:

-Uno, sí, señor. Nueve años me cumplió esta primavera.-Pues, ¿cuál de ellos es? -dijo don Fermín-. No recuerdo su nombre. Dorotea le miró con tristeza.-No, señor. No va a la escuela. ¿No sabe usted? Creí que le habrían dicho... como en los

pueblos se habla todo en seguida... Se lo contó. Don Fermín no dijo nada, y comió con el aire abstraído de todos los días. Pero cuando terminó y se sentó a reposar junto a la ventana, mientras Dorotea recogía los platos y el mantel, dijo:

-Mujer, quiero conocer a su chico. Vamos: no se le puede tener así, sin escuela, como una bestezuela. Si él no puede acudir, acudiré yo. Dorotea juntó las manos y se echó a llorar. Desde aquel día, don Fermín, cuando la clase había concluido, pasaba a la vivienda de Dorotea, y enseñaba a leer a Dino. Pasó el tiempo. Se fue el verano y entró el invierno en la aldea. Dino y don Fermín se hi cieron amigos.Dino aprendió en seguida a leer, y aún a escribir. También "de cuentas", como decía Dorotea en la fuente, ante las mujeres que la escuchaban atentas.

-Ay, mujer, mujer: en un santiamén, mi pobrecito Dino, que te lee de corrido, como el señor cura...Dino tomó cariño a don Fermín. Esperaba siempre su llegada con impaciencia:

-Madre, que ya rezan el Padrenuestro. Ya van para la despedida... Sonaban las seis en el reloj de la torre y los muchachos salían de la escuela. Oía sus carreras, sus gritos y sus pisadas, bajando la escalera angosta. Luego, los pasos lentos, los zapatos que crujían, y entraba don Fermín.

-¡Hola, bandido! -decía.Dino sonreía y empezaba la lección. Después de la lección, don Fermín seguía allí mucho rato. Esto era lo mejor para Dino. Don Fermín le hablaba, le contaba historias, le explicaba cosas de hombres y tierras que estaban lejos de allí. Luego, a veces, Dino soñaba, por las noches, con las historias de don Fermín.

-Ay, le llena usted la cabeza, don Fermín -decía Dorotea, entre orgullosa y dolorida-. ¡Es la vida tan dura, luego!

-Él no es como los otros, Dorotea -decía don Fermín-. Ay, no, felizmente, él no es como ninguno de nosotros.

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Don Fermín compró libros para el niño. Libros de cuentos, historias que hacía soñar a Fermín. Los libros llegaban en el auto de línea, y don Fermín abría el paquete ceremoniosamente, ante la impaciente curiosidad de Dino.

-A ver, don Fermín, corte usted la cuerda, no la desate...-Espera, hijo, espera: no se debe tirar nada...

Don Fermín escribía a la ciudad cartitas pulcras, con su hermosa letra inglesa: "les ruego se sirvan enviarme contra reembolso...". Don Fermín se limpiaba los cristales de las gafas con el pañuelo, y, mientras le cocinaba la cena, Dorotea se decía: "Dios sea bendito, que envió a esta casa a don Fermín. ¡Ojalá le viva a mi niño este maestro muchos años!" Así llegó Navidad. Don Fermín mandó que comieran en su casa Dorotea y el niño. También entregó una cantidad mayor a la mujer, y le dijo:

-Ande usted, y lúzcase en la cocina: hoy es un día muy señalado.Dino estaba contento. En su cara delgada habían aparecido dos círculos rosados. Y aquella tarde, cuando, sentados junto a la ventana, miraban la nieve, le dijo don Fermín:

-¿Nunca oíste de los Reyes Magos? No: nunca lo había oído. Si acaso, alguna vez, hacía tiempo. Pero ya no se acordaba. Don Fer-mín estaba raramente ilusionado. Le habló a Dino de los Reyes, y Dino le interrumpió:

-¿Está usted seguro que se van a acordar de mí este año? Don Fermín se quedó pensativo. Al día siguiente, el maestro le dijo a Dorotea:

-Oiga usted, mujer, le voy a pedir una cosa: búsqueme por ahí colchas, trapos... en fin, cosas lucidas, para hacer como un disfraz de rey.

-¡Ay, madre! ¡De rey!-Se me ha ocurrido... le vamos a dar al niño una sorpresa: verá usted, le vamos a decir que

el Rey Melchor vendrá en persona a traerle los juguetes... ¡Es tan inocente! ¡Es tan distinto a to-dos! Si así pudiéramos darle una ilusión...

-¡Ay, don Fermín, qué cosas se le ocurren! Y, además, ¿qué juguetes ha de tener él, pobre de mí?

-¡Deje usted de hablar! -don Fermín se impacientó-. De sobra sabe usted que los juguetes los mandaré traer yo. Tengo gusto en eso, sí señora. ¡Para una alegría que puede tener el muchacho! Dorotea se quedó pensativa:

-Ay, no sé, no sé... Mire, don Fermín, que la vida es muy mala. Que la vida no es buena. ¿No será esto cargarle la cabeza, y luego...? Don Fermín dijo:

-No sé, mujer. Eso no sé... Lo único que sé, como usted, es que la vida, de todos modos, es siempre fea. Por eso, si una vez, sólo una vez, la disfrazamos... Ande usted, no cavile, y vamos a darle esa alegría al niño. El tiempo ya se encargará de amargársela... Dorotea movió la cabeza, dudosa, pero obedeció. El cuatro de enero, el disfraz, mal que bien estuvo terminado. El ama del cura ayudó a ello, buscando vejestorios por la sacristía.

-Ay, pero que no se entere don Vicente, que menudos chillidos me iba a dar...-No, mujer: de mí no ha de salir... Es ese don Fermín, ¿sabes?, que me le ha dado tal ley a

mi pobrecito...

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Y, sorbiéndose el moquillo, Dorotea cosió, hilvanó y apuntó las cosas como mejor supo. A don Fermín le pareció que todo había quedado muy bien: la túnica de viejas puntillas, la capa de da -masco un tanto deslucido, con orillos dorados. Luego, él mismo, con cartulina y purpurina, hizo la corona. A la noche, pasó a ver a Dino:

-¿Sabes una cosa, Dino? El rey Melchor, en persona, va a traerte los juguetes.Dino se quedó estupefacto. En todo lo que duró la conversación, sus ojos brillaban, como las hojas del otoño bajo la lluvia. Dorotea, que les oía desde la cocina, movía la cabeza, medio sonriente, medio triste. El día cinco amaneció brillante. El sol arrancaba destellos de la nieve. Don Fermín fue a por Dino, y, en brazos, lo pasó a su casa. Luego le envolvió las piernas en una manta, y charlaron sentados frente a la ventana. Los árboles se recortaban, negros, en la blancura de allá afuera. Sería media tarde cuando unos muchachos llamaron a la puerta de don Fermín. Venían a tra-erle un obsequio de parte de su madre.

-Don Fermín, que de parte de mi madre pruebe usted esta torta. Eran los hijos de Maximino Cifuentes, el juez. Mientras don Fermín entraba en la alcoba, para buscar unas "perrinas" y algún caramelo, Dino dijo:

-Va a venir el rey Melchor a traerme juguetes, esta noche... Paco, el hijo mayor de Maximino, se quedó con la boca abierta.

-¡Arrea!-¡El rey, dice!

Dino sonrió.-Sí, el rey mismo... don Fermín lo ha dicho. Vendrá esta noche, ¿sabéis? Dice don Fermín

que me esté sin dormir hasta las doce... pero de todos modos, como me dormiré, dice que ya vendrán a despertarme... Pero yo he de hacerme el dormido, para que el rey no se lo malicie y se vaya sin dejarme nada: así con un ojo abierto, le veré como entra y como deja los regalos... Al lado, en la alcoba, don Fermín se quedó suspenso. Escuchó:

-Anda, tú; lo que dice éste... ¡Mentira!-¡No es mentira!-Mira tú, so tonto... ¡no lo creas!-Sí lo creo... ¡y si no, ven tú a verlo, si quieres!-No -dijo Paco-. ¡Cuéntanoslo tú!

En la alcoba, don Fermín se sentó al borde de la cama. Sus ojillos parpadeaban, y escuchó:-Ahora mismo, si quiero, lo puedo contar... no necesito que pase para saberlo. Si quiero,

ahora mismo lo cuento, porque lo sé muy bien...-¡Pues cuéntalo!

Don Fermín imaginaba los ojos redondos de Dino, llenos de oro, como con gotas de agua tili-lando dentro.

-Pues vendrá el rey... y primero oiré música.-¡Uy, música, dice...!-Sí, música, ¿cómo va a venir el rey sin música? Se oirá una música muy bonita, y luego,

toda la ventana se llenará de oro. Así, como lo oyes: se volverá de oro toda la madera del cuarto: el suelo, la cama, todo... Porque la luz que entrará por la ventana todo lo volverá de oro. Luego, por encima de la montaña, se pondrán en fila las estrellas. Después...

-Después, ¿qué?

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-Pues vendrán los reyes. Vendrán en camellos, porque dice don Fermín que montan en ca-mellos. Yo veré cómo se acercan los camellos: primero, de lejos, muy pequeños, y luego agrandándose poco a poco: y serán uno blanco, otro amarillo y otro negro... Y vendrán por el aire, ¿sabes? Traerán muchos criados y pajes: vestidos de miles de colores. Y traerán flores y ramos.

-¡Uy, flores en enero!-Y qué, ¿no son magos, acaso? También traerán elefantes blancos. Vendrán con cien

elefantes blancos cargados de regalos hasta las nubes. Entonces se adelantará el rey Melchor, que es el mío. Lleva un traje de plata o de oro y una corona de piedras preciosas y de estrellas: y la cola del manto le arrastra por el suelo, y tiene una barba blanca hasta la cintura. ¡Todo eso lo veré yo esta noche! Y apoyará una escalera de oro, muy larga, en mi ventana. Y subirá por ella... Don Fermín oyó más y más cosas. Tantas, que perdió el hilo de aquellas palabras. Al fin, se levantó y llamó a Paco:

-Venid acá, muchachos... Los chicos entraron tímidos.

-Tomad estos caramelos... Marchad. Los chicos salieron, y don Fermín se quedó solo. Abrió el armario y contempló el disfraz del rey. La tela vieja, desvaída, la corona de cartulina pintada. Llamó:

-Dorotea... La mujer entró.

-Mire usted, ¿sabe? -dijo don Fermín, sin mirarla-. He pensado que tenía usted razón: mejor será no despertar al niño esta noche... que crea que el rey vino cuando él dormía. Tenía usted razón mujer: la vida es otra cosa. Mejor es no llenarle al chico la cabeza.

Actividades

1. ¿Por qué todo el mundo sentía compasión por Dino?2. Recoge las características que aparecen en el texto y haz un retrato de Dino.3. ¿Por qué querían tanto a don Fermín? 4. ¿Por qué a la madre de Dino no le gustaba que don Fermín le contara a su hijo tantas

historias fantásticas? 5. ¿Qué sorpresa había preparado don Fermín a Dino en navidad? 6. ¿Por qué al final desiste don Fermín de darle la sorpresa? ¿Crees que hizo bien?7. En el Realismo social se intenta reflejar fielmente la realidad. Relaciona esta afirmación con

las frases que dice Dorotea y que te he subrayado. 8. Escribe un último párrafo inventando los acontecimientos de la noche de reyes en la casa

de Dino.

CUENTO SIETE. Bernardino (Ana María Matute)

Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales.

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Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros:-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:-Ese chico mimado… No se puede contar con él.Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:-A ese Bernardino le vamos a armar una.-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque… ¿Queréis vosotros?Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas. Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía

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probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío…A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.-Ese pavo… -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese…Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro…-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren…Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él.-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca…-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río… Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:-¡Eh, tropa!…Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.Mi hermano dijo:-¿Habéis visto a “Chu”?Mariano asintió con la cabeza:-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y firme.Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.

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Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o…!-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto… ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a “Chu”.-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.Mariano y Buque se miraron con malicia.-Dineros -dijo Buque.Bernardino contestó:– No tengo dinero.Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:-Bueno, pos cosa que lo valga…Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y… ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo… ¡Ni eres hombre ni… ná!Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho…Todos miramos a Bernardino, asustados.-No… -dijo mi hermano.Pero Mariano gritó:-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir…! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va…?Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez…”, que decía mi hermano). Contestó:-Está bien. Dadme de veras.Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:-¡Hala, Buque…!

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Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:-Empieza tú, Gracianín…Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.Mariano miró de frente a Bernardino.-Puerco -le dijo-. Puerco.Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre.Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.-Vamos a devolvérsela -dijo.Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.

Actividades.

1. Busca y escribe el significado de las palabras en negrita.2. ¿Por qué Bernardino parecía tan distinto? 3. ¿Qué le hicieron a Bernardino los chicos de la aldea? 4. ¿Cómo se comportó Bernardino? 5. ¿Qué te parece la acción de los chicos y el comportamiento de Bernardino? Justifica tu

respuesta.6. Cambia el final imaginando que los tres hermanos ayudan a Bernardino. Escribe un párrafo

de al menos 10 líneas, que continúa la historia a partir de la frase subrayada.

CUENTO OCHO. La Lengua De Las Mariposas (Manuel Rivas)«¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas.»

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El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes. «La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.» Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar. Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre. «¡Ya verás cuando vayas a la escuela!» Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal». Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. «¡Ya verás cuando vayas a la escuela!» Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo. El miedo, como un ratón, me roía las entrañas. Y me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela. Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la Alameda. «A ver, usted, ¡póngase de pie!» El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim. «¿Cuál es su nombre?»

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«Pardal.» Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las orejas. «¿Pardal?» No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda. Y fue entonces cuando me meé. Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos. Huí. Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meados. El palco estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires. Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos. «Tranquilo, Pardal, ya pasó todo.» Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como había sucedido cuando se murió la abuela. Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo. El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «Me gusta ese nombre, Pardal.» Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo: «Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.» Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. «Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta.» A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

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Una tarde parda y fría...«Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?» «Una poesía, señor.» «¿Y cómo se titula?» «Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado.» «Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación.» El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.Una tarde parda y fríade invierno. Los colegialesestudian. Monotoníade lluvia tras los cristales.Es la clase. En un cartelse representa a Caínfugitivo y muerto Abel,junto a una mancha carmín...«Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?», preguntó el maestro. «Que llueve sobre mojado, don Gregorio.»   «¿Rezaste?», me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza. «Pues sí», dije yo no muy seguro. «Una cosa que hablaba de Caín y Abel.» «Eso está bien», dijo mamá, «no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo». «¿Qué es un ateo?» «Alguien que dice que Dios no existe.» Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón. «¿Papá es un ateo?» Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente. «¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa bobada?» Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios. «¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?» «¡Por supuesto!» El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido. «El demonio era un ángel, pero se hizo malo.» La mariposa chocó con la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las sombras. «Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen

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que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?» «Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la escuela?» «Mucho. Y no pega. El maestro no pega.» No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba, «parecéis carneros», y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio. «Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo.» Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio* contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata. «Las patatas vinieron de América», le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me puso el plato delante. «¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido patatas», sentenció ella. «No, antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz.» Era la primera vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían. Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra. Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol. Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el

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maestro decía: «Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal». Para mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos: «No hace falta, señora, yo ya voy comido», insistía don Gregorio. Pero a la vuelta decía: «Gracias, señora, exquisita la merienda». «Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi madre por la noche. «Los maestros no ganan lo que tendrían que ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de la República.» «¡La República, la República! ¡Ya veremos adónde va a parar la República!» Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía. «¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza.» «Yo voy a misa a rezar», decía mi madre. «Tú sí, pero el cura no.»

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un traje. «¿Un traje?» «Don Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes.» El maestro miró alrededor con desconcierto. «Es mi oficio», dijo mi padre con una sonrisa. «Respeto mucho los oficios», dijo por fin el maestro. Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento. «¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas.» Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una tormenta. Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: «¡Arriba España!». Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones. Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios. Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano. «¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil.» «¡Santo Cielo!», se persignó mi madre. «Y aquí», continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen, «dicen que el alcalde llamó al

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capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba enfermo». Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas. Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora. «Están pasando cosas terribles, Ramón», oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer. «Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo.» Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: «Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda». Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro». «Sí que se lo regaló.» «No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!» «No, mamá, no se lo regaló.» Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento. Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro. Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos. «¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!» «Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!» Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no desfalleciera. «¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!» Y entonces oí cómo mi padre decía: «¡Traidores!» con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!». Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!» Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!» Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro

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en el campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso.» Pero ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!» Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!».

Actividades.1. La relación de amistad de Moncho con su maestro (D. Gregorio) pasa por varias fases: el

miedo a la escuela, la experiencia positiva en el aula, los paseos campestres, etc. ¿Qué influye de manera especial en esta relación? ¿Se rompe en algún momento?

2. ¿En qué lugares se desarrolla la acción? ¿Qué ambientes son los más habituales? ¿Qué papel desempeña la naturaleza?

3. ¿Qué importancia tienen las mariposas? ¿Qué significan para los niños?4. ¿Qué cambios se producen en el pueblo en julio del 36? ¿A qué obedecen?5. ¿Cuál es el mensaje del cuento? ¿Qué sentimientos tienes al final de la lectura?6. Escribe un texto:Muchos años después d. Gregorio vuelve al pueblo y le cuenta a su hijo lo

que le ocurrió allí en el año 1936.

CUENTO NUEVE . El Árbol De Oro (Ana Mª Matute)Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo. La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones, y —yocreo que muchas veces contra su voluntad— la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados. Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué.  Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de la tarea —a todos

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nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde no entramos nunca—, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudó un poco, y al fin dijo: —Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita. A la salida de la escuela le pregunté: —¿Qué le has dicho a la maestra? Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos azules. —Le hablé del árbol de oro. Sentí una gran curiosidad. —¿Qué árbol? Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.  —Si no se lo cuentas a nadie... —Te lo juro, que a nadie se lo diré. Entonces Ivo me explicó: —Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, que tengo que cerrar los ojos para que no me duelan. —¡Qué embustero eres! —dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con desprecio. —No te lo creas —contestó—. Me es completamente igual que te lo creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol! Lo dijo de tal forma que no pude evitar el preguntarle: —¿Y cómo lo ves...? —¡Ah, no es fácil —dijo, con aire misterioso—. Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta. —¿Rendija?... —Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me paso horas y horas... ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate que si algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me volvería acaso de oro también? No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal forma que me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba: —¿Lo has visto? —Sí —me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad: —Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos, y con los pétalos alargados. Me parece que esa flor es parecida al arzadú. —¡La flor del frío! —decía yo, con asombro—. ¡Pero el arzadúes encarnado! —Muy bien —asentía él, con gesto de paciencia—. Pero en mi árbol es oro puro. —Además, el arzadúcrece al borde de los caminos... y no es un árbol. No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía. Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero así era: Ivo

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enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfrutó Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije: —¿Has visto un árbol de oro? —¿Qué andas graznando? —me contestó de malos modos, porque no era simpático, y menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo caso.  Unos días después, me dijo: —Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie te verá... Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me agaché y miré. Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra de la llanura alargándose hacia el cielo. Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me habían estafado. Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad. Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio —era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura— vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, conlas hojas anchas de oro: encendido y brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: “Es un árbol de oro”. Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí: IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD. Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría.

Actividades.1. Lee las frases. Luego, usa los números 1-11 para ponerlas en orden, según la sucesión de

los eventos en el cuento.

a) Mateo se encargó de la llave de la torrecita.b) Cuando la narradora regresó a la aldea dos veranos más tarde, ella pasó por elcementerioc) Ivo convenció a la maestra para que no permitiera que Mateo buscara los libros.d) La narradora regresó a la ciudad.e) Mateo le permitió a la narradora entrar en el cuarto de la torrecita.f) Ivo le explicó a la narradora que él veía un árbol de oro desde la torrecita.g) Mateo le pidió a la maestra que le permitiera buscar los libros.h) La narradora comenzó a asistir a la escuela de la aldea.i) La narradora vio el árbol de oro.j) La narradora le dio dinero a Mateo.k) Ivo se enfermó.

1. ¿Quién era Ivo? ¿Cómo era?2. ¿Qué tenía Ivo que les daba envidia a los demás?3. ¿Cómo es la relación entre los niños? ¿Se llevan bien? ¿Hay celos entre ellos? Explícalo.4. ¿Qué significa la frase que he subrayado?

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5. V o F:a. La narradora estaba en las montañas porque había estado enferma.b. La maestra es menuda y simpática.c. Ivo era de una familia pobre.d. Los niños admiraban a Ivo.e. Muchas personas habían visto el árbol de oro.f. La narradora se sintió estafada por Mateo.g. Ivo quería que la narradora entrara a la torrecita.h. Ivo ha muerto cuando la narradora vuelve al pueblo.

CUENTO DIEZ. El Alma En Pena De FizCotovelo (Wenceslao Fernández Flórez)Esto ocurrió en aquellos años en que una gallina costaba dos pesetas y la fraga de Cecebre era más extensa y frondosa. Xan de Malvís, más conocido por Fendetestas, pensó -una vez que llenaba de piñas un saco remendado- que aquella espesura podía muy bien albergar a un bandolero. No es que Xan de Malvís viese en tal detalle un complemento romántico de la hosca umbría; más bien apreció la inexistencia del bandido como una vacante que podía ser cubierta. Y se adjudicó la plaza. Cuando Fendetestas abandonó sus tareas de jornalero en Armental para emprender la higiénica vida del ladrón de caminos, no disponía más que de un pistolón probado algunas veces en las reyertas de romería, y cuyo cañón, enmohecido y atado con cuerdas, parecía casi el cañón de un trabuco. Fendetestas llevó también a la fraga un ideal: robar la casa de algún cura. No hubo ni hay en campo gallego un solo ladrón que no haya robado a un cura o soñado en robarle. Es un tópico de la profesión. Puede ocurrir -y hasta es frecuente- que los curas sean más pobres que los mismos labriegos, pero esto no librará a sus casas del asalto. Se ignora el espejismo o la voluptuosidad que incita a los ladrones a preferir estas presas -acaso una reminiscencia de los tiempos del clero poderoso y feudal-, pero puede afirmarse que si desapareciesen súbitamente de Galicia todos los curas, todos los ladrones se encontrarían desconcertados y con la aprensión angustiosa de que se había acabado su misión en las aldeas. Xan de Malvís pensó, naturalmente, en robar a un párroco, pero aplazó su proyecto para cuando hubiese adquirido cierta perfección en el oficio. Las primeras semanas las dedicó a desvalijar a los labriegos que volvían de vender ganado en las ferias. Se tiznaba grotescamente el rostro y aparecía en lo sumo de la corredoira dando brincos, apuntando con el pistolón y gritando, para amedrentar a sus víctimas. -¡Alto, me cago en Soria! Y no le iba mal. Apañó el primer mes dieciocho duros, más de lo que ganaba en un trimestre trabajando para los ladrones de Armental. Comía lo suficiente, dormía en una cueva arcillosa que iba dando, poco a poco, a su traje la dureza de una tabla, y entretenía sus largos ocios haciendo trampas para pájaros. Por las noches miraba largamente la luna, oía los perros de las aldeas, rezaba un padrenuestro y resbalaba hasta el sueño pensando: «El día que me resuelva a robar en la casa del cura ... ». Verdaderamente, no le iba mal. Pero una noche en que la inquietud le había arrojado de su guarida llevándole a vagar cautelosamente por lo más intrincado de la fraga, tuvo una visión que le llenó de pavura. Por entre robles y castaños, siguiendo las sinuosidades de una vereda casi cubierta por los tojos, vio avanzar un fantasma. Era un fantasma enteramente igual a cualquier

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otro fantasma aldeano. Venía envuelto en una blanca sábana, traía una luz sobre la cabeza y arrastraba unas cadenas que chirriaban al rozar con los pedruscos del camino. Xan de Malvís se había disfrazado demasiadas veces de espectro en sus aventuras amorosas para no comprender que aquella era una auténtica alma en pena. Tan asustado quedó, que ni habla tuvo para conjurar la aparición inesperada. Corrió hacia su cueva, arañándose en las zarzas, y no concilió el sueño hasta el amanecer. Dos noches después casi tropezó con el mismo fantasma, junto a las rocas cubiertas de musgo que amparaban su guarida. -¡Jesús, María, José! --exclamó entonces, santiguándose- ¿Quién eres y qué quieres de mí? Y el fantasma habló con la voz afligida, un poco en falsete, de todos los fantasmas: -Soy el ánima de FizCotovelo, el de Cecebre, que anda penando por estos caminos. -¿Quieres unas misas? -preguntó resueltamente Fendetestas, como si las llevase él en el bolsillo. -Nunca vienen mal -parece que respondió el fantasma- Pero si me ves así es porque hice en vida la promesa de ir a San Andrés de Teixido y no la cumplí, y ahora necesito que un cristiano vaya descalzo y peregrinando en mi lugar, y que lleve una vela tan alta como yo he sido. Xan de Malvís se rascó la cabeza, donde si algunos pelos se habían tranquilizado, otros seguían erizados aún. Balbució: -Pues... yo bien iría ... ; pero, la verdad, no me conviene mucho ni creo que me dejasen llegar muy lejos. El espectro lanzó un largo gemido que hizo que se volviesen a poner de punta aquellos pelos ya sosegados de Malvís, y siguió arrastrando sus cadenas. -Rezaré por ti -ofreció Fendetestas. Desde entonces el bandido pudo saber perfectamente cuándo eran las doce en punto de la noche. Sólo con asomarse a su cueva veía pasar la aparición, gimiendo y ululando, y aun sin asomarse, oía el ruido de las cadenas. Como lo habitual pierde emoción y Malvís era un hombre valiente, concluyó por familiarizarse con la presencia del fantasma. Muchas noches, sintiendo exacerbada en su soledad el ansia de echar un párrafo con alguien, esperaba, sentado en las piedras musgosas, al espíritu de FizCotovelo y le instaba a detenerse. -¿Qué prisa llevas? -le preguntaba. Y después: -¿Cómo marcha el asunto? Entonces ambos conferenciaban gravemente. FizCotovelo se dolía de que todos escapasen aterrados, sin pararse a escuchar lo que tenía que decirles, y de la enorme cantidad de agua bendita que le arrojaban en la aldea y que le hacía andar siempre con la sábana terriblemente húmeda. Malvís hablaba de sus pequeños negocios del día y, sobre todo, de su proyecto de asalto a la casa del cura. A veces el fantasma se interesaba en la vida del bandolero. -¿Lo pasas bien? -inquiría. Y Fendetestas escupía en el suelo, elevaba un poco sus hombros fornidos y contestaba: -Es peor arar, Cotoveliño; te lo digo yo, es peor arar. Lo malo está en que no puedo salir de aquí a comprar tabaco. Si hubiese tabaco en la traga , no me cambiaba por el maestro de escuela . Palabra. Pero cuando no puedo fumar. Muchos días estuve tentado, sólo por eso, a volver a ser un hombre decente.FizCotovelo conservaba sus tendencias de campesino; auguraba el tiempo, predecía la abundancia o mezquindad de las cosechas y le gustaba saber cuánto habían pagado por los

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bueyes los tratantes castellanos que aparecían en las ferias con sus sombreros anchos, sus blusones anudado sobre el vientre y la correa de un látigo por el cuello. Una noche, mientras jugaba pensativamente con los eslabones de su cadena, contó su vulgar historia al bandido. Él, Félix Cotovelo, había vivido y muerto muy pobre, muy pobre. Pero aparte el pesar de haber dejado incumplida su promesa a San Andrés de Teixido -a cuyo santuario, según la popular sentencia gallega, «irá de muerto el que no fue de vivo»-, no llevó a la tumba otro pesar que el de no haber realizado su candente deseo de marcharse a América. Fue una obsesión que le acompañó desde la niñez, una punzante ansiedad de todos los días. Cuando era joven, la fuerza de sus brazos tendía a emplearse sobre los inmensos campos vírgenes de ultramar, de los que tanto hablaban los emigrantes; cuando llegó a la madurez y comprendió que nada podría hacer ya en las tierras lejanas, seguía pensando en ellas en el secreto de sus ensueños como en algo que, al hacerse imposible, priva de sentido a una existencia. Si hubiese ido allá -se decía-, sin duda habría alcanzado la fortuna, corno tantos otros, y podría haber tenido su casita y sus eras, y un diente o dos de oro, y una vejez regalada, y podría contar las aventuras de la ruda labor que había realizado hasta desembocar en prosperidades. Sin duda no todos los que emprendían el largo viaje triunfaban, pero hasta los que regresaban con billetes de caridad pagados por los consulados hablaban con nostalgia de aquel amplio y maravilloso palenque que era América. En verdad, ya no sabían conversar sino acerca de aquel tema cautivador. Cotovelo refería a Malvís la magnificencia de la vida de su abuelo, que había estado en Cuba y había vuelto a casarse y a comprar tierras en Cecebre. Era dueño de muchos ferrados de tierra en la parroquia, y su ganado el más abundante y el mejor: bueyes gordos y grandes como montañas. Mataba tres cerdos para el consumo de la casa e iba todos los años con su mujer a tomar las aguas de Guitiriz, porque el trópico le había estropeado el hígado, y se hospedaba en una buena fonda. Cuando murió, repartióse su hacienda entre sus tres hijos, y entonces tuvieron éstos que aumentar su trabajo y reducir su comida. Pero en fin, el padre de FizCotovelo aún podía vivir sin más ahogos que los de cualquier otro labrador. Lo terrible fue que entre los seis hijos que dejó a su vez, las tierras se atomizaron hasta lo increíble. Era el mal de Galicia y la razón por la que se hundían en la miseria aquellos que no podían emigrar. Un prado les quedó tan repartido, que si una vaca iba a pacer en él no podía comer la hierba propia sin tener las patas traseras en la propiedad de otro hermano y los cuernos proyectando sombra en la de un tercero. Nunca pudo agregar el pobre Fiz algo más sustancioso a la taza de caldo del mediodía ni a la taza de caldo de la noche. Y siempre pensando, siempre, siempre, en que si hubiese podido marchar a América tendría la fortuna con él, como uno de aquellos lindos pájaros, enjaulada. Y se hubiera casado. Y en el hogar de un Cotovelo volverían a sucumbir tres cerdos al finalizar cada otoño. -América está en todas partes -comentaba Fendetestas pensando en sus propios manejos. -No está, no -era la triste respuesta de Fiz. El ladrón fue sintiendo hacia él una simpatía que se mezclaba a cierta sensación de superioridad. Aquel alma en pena le parecía bastante rudimentaria y la trataba muchas veces como se trata a un niño. Pero no pasó mucho tiempo sin que se diese cuenta de que su único amigo le llevaba involuntariamente a la ruina. Desde que se supo que entre la espesura de la fraga iba y venía, lanzando aullidos, un espectro, nadie gustaba de aventurarse por las vereditas que la cruzaban. En cuanto declinaba el sol, los caminantes preferían el más largo rodeo a poner un pie ni en las lindes del bosque, y aun en el corazón del día eran muy pocos, muy apresurados y muy recelosos los que se decidían a internarse en él, mirando a todas partes y dispuestos a correr como gamos si sonaba cualquier

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ruidillo. Fendetestas se hallo súbitamente sin clientela. Ser ladrón en un desierto sin caravanas es la más estúpida de todas las ocupaciones. Al descubrir la causa de aquel aislamiento, sintió mal humor por primera vez desde que se había retirado a la cueva. Iba de un lado a otro por la fraga o se sentaba en sus observatorios habituales, esperando en vano. Y murmuraba, roído por el desaliento: « ¡Se acabó el negocio! Este Cotovelo me partió». Terminó por decírselo francamente. -¿Aún no encontraste a nadie que quiera ir a Teixido? -¿Cómo voy a encontrar --dijo el fantasma abriendo sus brazos con desolación-, si en cuanto me ven se caen sin sentido o huyen dando voces sin detenerse a saber lo que quiero ni por qué estoy penando? Resulta imposible hablar con nadie, y así no puede ser. Luego se pasan noches y noches sin que yo vea alma viviente, como no seas tú. -Tampoco yo veo a nadie, y eso es lo peor -declaró Fendetestas con voz triste para inspirarle lástima-. Ahuyentaste hasta a la guardia civil. Eres mi ruina, Cotovelo. ¿Por qué no te vas? -¿Adónde he de ir? -se defendía la aparición-. Cualquiera diría que estoy donde no debo. Todas las fragas tienen un fantasma, como tienen también un ladrón. Tú eres de Armental y acaso no lo sepas, pero antes que yo hubo aquí muchos aparecidos. -¿Por qué no te presentas a un pariente? -No nos llevamos bien. Malvís tocó otra cuerda. -¡Pudiendo ir a todas partes, Cotovelo, como puedes tú; pudiendo ver la capital, o ir a Santiago o conocer Madrid, hombre, donde tanto hay que ver .. ! Lo mismo encontrarías allí que aquí el cristiano que buscas para ese servicio, o acaso mejor allí, y a la vez te distraías algo. Pero Fiz meneaba obstinadamente la cabeza, en la que sostenía la luz espectral. -Es el cariño al rueiro1. Malvís; aquí nací y aquí viví. Y nada me interesa como esto. En otros sitios no conozco a nadie. No me voy. -Pues fastidiar, bien me fastidias -terminaba Fendetestas después de cada una de sus inútiles tentativas de convencimiento. Cierta noche, sentados sobre el pico más alto de las rocas, vieron marchar por la negra lejanía una serie de puntitos de luz que avanzaban de oriente a occidente, uno tras otro, conservando siempre una distancia igual entre sí. Fendetestas se levantó sobresaltado. -Así Dios me salve como es la Santa Compaña. -Es -asintió el fantasma naturalmente, sin inmutarse. -Viene hacia aquí. -No. Va hacia el mar. Xan de Malvís volvió a sentarse. Acababa de ocurrírsele una idea. -¿Es cierto que no hay obstáculo para ella, que sigue siempre en derechura, sobre los montes y sobre los barrancos y sobre el agua ...? -Sí. -¿Y hasta podrá dar la vuelta al mundo? El fantasma alzó los hombros con desdén. -Claro que puede.

1 Pequeña agrupación de casas aldeanas.

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 -Pues si ésos van hacia el mar -siguió intencionadamente Fendetestas-, todo por ahí, siguiendo en línea recta, a donde llegarán no es otro sitio que las Américas. Por ahí se van también los vapores. El espectro calló. -Ahora es la zafra en Cuba -continuó Malvís-. Buena ocasión de ver aquello. Se trabajará de firme en los campos de caña y habrá allí muchos hombres ganando buenos jornales. No digo yo que quisiera ser uno de ellos, pero me gustaría verlo si pudiese y no me hicieran pagar el viaje. -Sí, Malvís -reconoció el ánima en pena, con una rara excitación-. Debe de ser un buen espectáculo. -Sobre todo, verlo, Cotoveliño; haber estado allí... Porque, mira, no haber ido a San Andrés de Teixido..., bueno.... no está bien; pero hay mucha gente que no fue y no siente vergüenza. Pero... ser de la tierra y no conocer América, Cotovelo... -Es verdad, es. -No poder contar nunca: «Cuando yo estuve en Cienfuegos ... ». Los pobres que nunca logramos ir, no somos nadie. Ahí tienes unos compañeros tuyos que van allá. ¿Qué te iban a decir si te unieses a ellos? Seguramente... Pero no hizo falta que continuase. El secular afán migratorio, reforzado por el también secular afán de no pagar el pasaje, habló en el alma del campesino difunto. Erguido, lúgubre, el fantasma de FizCotovelo se alejaba como empujado por el viento, hacia la negra lejanía. Y pronto hubo una luz más entre las luces de la Santa Compaña. Fendetestas la vio, persignóse y lanzó un suspiro de alivio.

Actividades. 1. Escribe el significado de las palabras en negrita.2. Muchas de estas palabras son gallegismos. Busca información sobre esta lengua.3. Explica la frase subrayada.4. Explica cómo empieza y cómo acaba la relación entre el ladrón y el fantasma.

 CUENTO ONCE. Un automóvil de acero inexorable . Juan Marsé

 Al atardecer de un día de verano, con su traje blanco y su maletín negro, el señor Alcón, poderoso financiero de mucho fuste y lustre –y digo esto no sólo porque fuera corpulento y lustroso, sino atendiendo al enorme prestigio profesional que transpiraba su persona: era, digamos, un auténtico tiburón de las finanzas–, volvía muy contento a su gran mansión conduciendo su automóvil, después de dar por concluida una provechosa jornada de suculentas reuniones y voraces firmas. Cuando se disponía a entrar en el jardín, observó junto a la verja de hierro, en la tapia encalada y erizada de  vidrios que protegía sus dominios, un graffiti hecho toscamente con spray negro y letrasmuy grandes que decía:

NO APARCAR. SE LLAMA A LA GRÚA

     Sentado en la acera, debajo de esa inscripción, un niño con las manos todavía negruzcas, sonriente y pobremente vestido, miraba fijamente al señor Alcón. Lleva unas gastadas sandalias de goma y una camiseta como una telaraña. No tendría los doce años,ni la piel muy blanca ni el pelo muy sedoso ni la nariz respingona ni pecas ni nada de eso que distingue a los niños graciosos en los cuentos graciosos, pero en sus grandes ojos negros bailaba una luz vivísima y en su sonrisa morena una convicción extraña y feliz.

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    Pegada a la tapia no había ninguna placa reglamentaria, ni municipal ni privada, que garantizara la pertinencia y legalidad de la prohibición de aparcar, y aunque la tapia le pertenecía, el señor Alcón nunca había aparcado allí su coche ni pensaba hacerlo, ya que tenía su propio garaje en la finca. Así que terminó de cruzar la verja, dejó el coche en el garaje y regresó andando a la calle para encararse al niño sentado debajo del aviso. Llevaba en la mano el maletín negro.   –¿Tú has escrito eso, muchacho?   –Sí, señor. Nadie puede aparcar su coche aquí, señor. Si usted lo hace, llamaré a la grúa.–¿Ah sí? ¿Y quién eres tú para decirme eso? ¿Cómo te llamas?    –Me llamo Ahmed, y vengo del desierto.    –¿Y a qué juegas, pequeño mamarracho? Has ensuciado la tapia de mi jardín¿Qué te propones?   –Es un aviso de vado permanente, señor, y está ocupado. ¿Es que no lo ve?   –¿No veo qué?   –Mi automóvil. Está aparcado aquí, junto al bordillo –Ahmed señaló el aire frente a él–. Aquí mismo. Mire cómo brilla la carrocería. ¿Le gusta?   –Yo no veo aquí ningún automóvil –gruñó el señor Alcón.   –Usted no quiere verlo. Es un Lincoln Continental de 1945 de color azul celeste –insistió Ahmed–, y está fabricado con planchas de acero inexorable.   –Querrás decir inoxidable, niño ignorante –resopló el financiero.   –¡Quiero decir lo que he dicho! –protestó Ahmed–. Tóquelo y comprobará que es acero inexorable. ¡Acérquese más y fíjese bien, hombre!   El señor Alcón avanzó dos pasos con el maletín en la mano y algo en él empezó a rechinar. El señor Alcón era uno de esos financieros muy bien empaquetados que al andar crujen por algún lado, como hacen las botas ortopédicas, compactas y lustrosas. Se paró, dejó el maletín en el suelo y fijó la mirada en la nada: donde Ahmed decía que había un automóvil aparcado, él no veía absolutamente nada. Bueno, sí, había unas manchas de grasa en el asfalto y el aire allí parecía oler a gasolina quemada.   –¡Muchacho, tú sufres alucinaciones! –dijo encarándose con Ahmed–. ¡Tú eres un redomado embustero!   Ahmed no le hizo caso. Con su dedo negro de pintura señalaba el coche invisible.   –Pierde un poco de aceite, mire. Y me han roto un cristal –se lamentó–. Pero es nuevo de trinca.   –¡Deja ya de soltar embustes y fantasmadas! ¡Aquí no hay ningún coche ni nada de nada!   En realidad algo sí había, pero las pequeñas pupilas depredadoras del señor Alcón no iban más allá de la nada aparente. De ir un poco más allá, habrían captado una hilera de hormigas diminutas que se cruzaban compulsivamente con otra hilera igual de compulsiva; avanzaban por entremedio de miles de fisuras de cristales que cubrían el asfalto como un manto de nieve. Por rutas distintas, ambas procesiones de hormigas se dirigían a la mancha de aceite.   –Usted, señor, no sabe mirar –dictaminó Ahmed.   –Bueno, vamos a ver –dijo conciliador el hombre de negocios–. Si me limpias el muro que has ensuciado, te daré una buena propina.   –¿Cuánto?   –Un euro con cincuenta céntimos.   –No me basta, señor –dijo Ahmed–. Necesito mucho más, porque tengo siete hermanos al cuidado de mi abuela en un campo de refugiados saharaui, y lo están pasando muy mal. Por eso he decidido vender el automóvil de acero inexorable. ¿Me lo compra?   –¡Muchacho, tú estás loco! ¡Lárgate, o llamaré al guardia municipal!   Furioso, el señor Alcón cogió su maletín negro, dio media vuelta y se internó en el jardín.

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   Al día siguiente, al dirigirse nuevamente a sus asuntos, vio a Ahmed sentado tranquilamente en el mismo sitio, la espalda apoyada en la tapia con la inscripción, que ahora era más explícita:SE PROHIBE APARCAR(LLAMO A LA GRÚA)SE VENDE ESTE LINCOLN CONTINENTAL    A lo largo de la calle desierta, en este barrio tan distinguido de las afueras de la ciudad, nunca se veían coches aparcados, y menos al socaire de los altos muros del jardín, de modo que el orondo hombre de negocios no se extrañó al no ver ni rastro del automóvil azul que Ahmed insistía en señalar con su dedo sucio:   –Buenos días, señor. Aquí lo tiene. Suba y pruebe las marchas. Porque usted me va a comprar el coche, a que sí.   Con su tensa sonrisa barnizada, el señor Alcón miraba a Ahmed con recelo.   –Nunca compro nada sin antes verlo, pesarlo o catarlo.   –Estupendo, hay que ser precavido –dijo Ahmed.   –Yo hago negocios con petróleos lejanos, ¿sabes?, y siempre lo pruebo antes de comprarlo.   –Claro, señor. Le dejo tocar mi coche.   –¡Y dale! ¡¿Cómo quieres que toque algo que no se ve?!   –Suba al coche y póngase el cinturón de seguridad. Si hace lo que le digo, lo verá.   –Yo nunca me pongo el cinturón de seguridad –dijo el magnate de petróleos lejanos.   –Allá usted, señor. Entonces, cierre los ojos y no los abra hasta que yo le diga.   Muy a pesar suyo, el señor Alcón se sentía intrigado. Y a regañadientes, cerró los ojos y casi en el acto oyó el ruido de un motor poniéndose en marcha suavemente, como una seda rasgándose.   –¿Lo oye? –dijo Ahmed–. Ahora ya puede mirar.    Pero aunque oía perfectamente el ruido del motor –lo traería el viento desde alguna otra parte, de otro vehículo, pensó el señor Alcón–, el coche al que apuntaba el dedo de Ahmed seguía siendo invisible.   –¡Bah! –exclamó el hombre decepcionado–. ¡Quédate con tu automóvil inexorable, yo tengo mucho trabajo! ¡Y no quiero verte cuando vuelva!   Sin embargo, al regresar aquel mismo día de sus lances financieros con su impoluto traje blanco y su maletín negro, Ahmed le esperaba en el mismo sitio con su fantástico coche impalpable. Nuevamente, el muchacho le explicó que necesitaba urgentemente vender el automóvil para ayudar a sus siete hermanos y a su abuela en el campo de refugiados saharaui.   –Si me lo compra, lo verá en el acto –insistió Ahmed__. Debe usted creerme, señor.   –No me hagas reír, chico –dijo el señor Alcón, y se metió en su casa sin querer oír nada más del asunto. Pero esa noche durmió mal, con pesadillas: veía un coche que se estrellaba una y otra vez contra el muro de su jardín.   Al día siguiente, por primera vez en cincuenta años, el señor Alcón no fue al trabajo. Ocurrió que, al salir de casa muy temprano, no vio a Ahmed en su sitio de costumbre, y le entró de pronto un desasosiego desconocido. ¿Qué le habría pasado al pequeño embustero? Le esperó todo el día, sentado en el bordillo de la acera con su maletín negro lleno de dinero, y cuando Ahmed apareció era ya de noche. Venía con la cabeza gacha y vendada y el brazo en cabestrillo y se sentó muy triste en la acera.   –Para que vea que el coche existe, me he estrellado con él, mire las señales en la tapia –le explicó–. ¿Me lo compra, sí o no? La reparación ya está hecha, si quiere verlo no tiene más que probar las marchas y encender los faros y la radio.   Con cara de asombro, el señor Alcón hizo un último intento de razonamiento:   –Nadie puede estrellarse con un coche que no existe...   –Eso cree usted, señor dijo Ahmed–. Un niño amigo mío acaba de morir en el sur deGaza de una bala que aún no ha sido disparada de un fusil que todavía no ha sido fabricado.

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   –¡Está bien, basta! –dijo el hombre de negocios dándose por vencido. El tesón y la fe inquebrantable que el chico mostraba acerca de la existencia real del automóvil habían acabado por conmoverle–. Ya vale. Coge mi maletín y vete.   –Gracias, señor.   Súbitamente, la luz cegadora de unos faros cayó sobre el señor Alcón y sobre Ahmed sentados bajo la inscripción de la tapia, y el Lincoln Continental de color azul estaba allí frente a ellos, perfectamente visible con sus formas estilizadas y elegantes.   Con el maletín en la mano, sopesando los dineros que habrían de paliar las penalidadesde su familia y de sus amigos en el campo de refugiados, Ahmed abrió sus grandes ojoschispeantes y sonrió al incrédulo financiero.   –¿Lo ve ahora, señor?   –Sí –dijo el señor Alcón serenamente–. No sé por cuánto dinero me lo habrías vendido, muchacho, pero te diré una cosa...   –Sé lo que me va a decir, señor –lo interrumpió Ahmed–. Que un automóvil de acero inexorable como este, no tiene precio.Y dando media vuelta, Ahmed desapareció en la noche.

Actividades.1) Vamos a analizar los elementos de la narración en este texto:

1. Narrador.2. Personajes3. Argumento.4. Tiempo (externo e interno)5. Espacio.

2) Analiza también la estructura del cuento. 3) Lenguaje del texto: narración, descripción y diálogo. 4) Recursos literarios.

CUENTO DOCE . El Reincidente (Rafael Sánchez Ferlosio)    El lobo, viejo, desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo, cansado un día de vivir y de hambrear, sintió llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Noche y día caminó por cada vez más extraviados andurriales, cada vez más arriscadas serranías, más empinadas y vertiginosas cuestas, hasta donde el pavoroso rugir del huracán en las talladas cresterías de hielo se trocaba de pronto, como voz sofocada entre algodones, al entrar en la espesa cúpula de niebla, en el blanco silencio de la Cumbre Eterna. Allí, no bien alzó los ojos -nublada la visión, ya por su propia vejez, ya por el recién sufrido rigor de la ventisca, ya en fin por lágrimas mezcladas de autoconmiseración y gratitud- y entrevió las doradas puertas de la Bienaventuranza, oyó la cristalina y penetrante voz del oficial de guardia, que así lo interpelaba:     «¿Cómo te atreves siquiera a aproximarte a estas puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas por tus últimas cruentas refecciones, asesino?»     Anonadado ante tal recibimiento y abrumado de insoportable pesadumbre, volvió el lobo la grupa y, desandando el camino que con tan largo esfuerzo había traído, se reintegró a la tierra y a sus querencias y frecuentaderos salvo que en adelante se guardó muy bien, no ya de degollar ovejas ni corderos, que eso la pérdida de los colmillos hacía ya tiempo se lo tenía impedido, sino incluso de repasar carroñas o mondar osamentas que otros más jóvenes y con mejores fauces hubiesen dado por suficientemente aprovechadas. Ahora, resuelto a abstenerse de tocar cosa alguna que de lejos tuviese algo que ver con carnes, hubo de hacerse merodeador de aldeas y

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caseríos, descuidero de hatos y meriendas. Las muelas, que, aunque remeciéndosele ya las más en los alvéolos, con todo, conservaba, le permitían roer el pan; pan de panes recientes cuando la suerte daba en sonreír, pan duro de mendrugos casi siempre. Viviendo y hambreando bajo esta nueva ley permaneció, pues, en la tierra y en la vasta espesura de su monte natal por otro turno entero de inviernos y veranos, hasta que, doblemente extenuado y deseoso de descanso tras esta a modo de segunda vuelta de una antes ya larga existencia, de nuevo le pareció llegado el día de merecer reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Si la ascensión hasta la Cumbre Eterna había sido ya acerba la primera vez, cuánto más no se le habría vuelto ahora, de no ser por el hecho de que la disminución de vigor físico causada por aquel recargo de vejez sobreañadido sería sin duda compensada en mayor o menor parte por el correspondiente aumento del ansia de descanso y bienaventuranza. El caso es que de nuevo llegó a alcanzar la Cumbre Eterna, aunque tan insegura se le había vuelto la mirada que casi no había llegado siquiera a vislumbrar las puertas de la Bienaventuranza cuando sonó la esperada voz del querubín de guardia:     «¿Así es que aquí estás tú otra vez, tratando de ofender, con tu sola presencia ante estas puertas, la dignidad de quienes por sus merecimientos se han hecho acreedores a franquearlas y gozar de la Eterna Bienaventuranza, pretendiéndote igualmente merecedor de postularla? ¿A tanto vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de tahonas, merodeador de despensas, salteador de alacenas! ¡Vete! ¡Escúrrete ya de aquí, tal como siempre, por lo demás, has demostrado que sabes escurrirte, sin que te arredren cepos ni barreras ni perros ni escopetas!»     ¡Quién podrá encarecer la desolación, la amargura, el abandono, la miseria, el hambre, la flaqueza, la enfermedad, la roña, que por otros más largos y más desventurados años se siguieron! Aun así, apenas osaba ya despuntar con las encías sin dientes el rizado festón de las lechugas, o limpiar con la punta de la lengua la almibarada gota que pendía del culo de los higos en la rama, o relamer, en fin, una por una, las manchas circulares dejadas por los quesos en las tablas de los anaqueles del almacén vacío. Pisaba sin pisar, como pisa una sombra, pues tan liviano lo había vuelto la flaqueza, que ya nada podía morir bajo su planta por la sola presión de la pisada. Y al cabo volvió a cumplirse un nuevo y prolongado turno de años y, como era tal vez inevitable, amaneció por tercera vez el día en que el lobo consideró llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador.     Partió invisible e ingrávido como una sombra, y era, en efecto, de color de sombra, salvo en las pocas partes en las que la roña no le había hecho caer el pelo; donde lo conservaba, le relucía enteramente cano, como si todo el resto de su cuerpo se hubiese ido convirtiendo en roña, en sombra, en nada, para dejar campear más vivamente, en aquel pelo cano, tan sólo la llamada de las nieves, el inextinto anhelo de la Cumbre Eterna. Pero, si ya en los dos primeros viajes tal ascensión había sido excesiva para un lobo anciano, bien se echará de ver cuán denodado no sería el empeño que por tercera vez lo puso en el camino, teniendo en cuenta cómo, sobre aquella primera y, por así decirlo, natural vejez del primer viaje, había echado encima una segunda y aun una tercera ancianidad, y cuán sobrehumano no sería el esfuerzo con que esta vez también logró llegar. Pisando mansa, dulce, humildemente, ya sólo a tientas reconoció las puertas de la Bienaventuranza; apoyó el esternón en el umbral, dobló y bajó las ancas, adelantó las manos, dejándolas iguales y paralelas ante el pecho, y reposó finalmente sobre ellas la cabeza. Al punto, tal como sospechaba, oyó la metálica voz del querubín de guardia y las palabras exactas que había temido oír:

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    «Bien, tú has querido, con tu propia obstinación, que hayamos acabado por llegar a una situación que bien podría y debería haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable. Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste y hasta corroboraste la segunda; ¡y a despecho de todo te has empeñado en volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo».                                                                Actividades.

1. Es probable que no conozcas el significado de las siguientes palabras del texto: desmedrado, andurriales, arriscadas, cresterías, sacrosantas, cruentas, refecciones, grupa, querencias, frecuentaderos, merodeador, descuidero, alveolos, acerba, querubín, postular alacenas, arredren, despuntar, festón, anaqueles, liviano, ingrávido, campear, denodado, obstinación. Intenta deducir ese significado por el contexto y escribe en tu cuaderno una posible definición que se ajuste al sentido que tiene en el texto. Después, consulta el diccionario, copia la definición que en él se da y compárala con la tuya.

2. Este cuento de Ferlosio posee una estructura muy bien definida. Realiza un esquema de la misma y comenta luego qué características tiene. Finalmente, haz un resumen del texto.

3. Como ves, el argumento es en realidad muy sencillo. Determina cómo están caracterizados los dos personajes que intervienen. Anota los rasgos que el autor nos da de cada uno de ellos y trata de explicar qué sentido tienen en relación con el tema.

4. En el texto adquiere una importancia especial lo que el autor llama la Cumbre Eterna. Fíjate bien en lo que dice sobre ese lugar en las diversas partes del texto. ¿Cómo está descrito? ¿Qué sensaciones produce su contemplación en el viejo lobo? ¿Por qué?

5. Comenta cómo se describen las transformaciones del personaje en sus vidas sucesivas. 6. Pero, sin duda, Ferlosio no cuenta esta historia para decirnos que los lobos no van al

paraíso. El cuento ha de tener un sentido más profundo Coméntalo.

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