VIVIR ENTRE MONTAÑAS

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Vivir entre Montañas Relatos sobre La Paz, Bolivia Textos de Jaime Sáenz, Wamán Puma, Francisco Tadeo Díez de Medina, Alcide DOrbigny, Charles Wiener, Percy Harrison Fawcett, Miguel Brascó, Rodolfo Kusch, Paul Theroux, Malú Sierra y Román Morales García. Prólogo, selección y notas de Pablo Cingolani

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Vivir entre MontañasRelatos sobre La Paz, BoliviaTextos de Jaime Sáenz, Wamán Puma, Francisco TadeoDíez de Medina, Alcide D′Orbigny, Charles Wiener,Percy Harrison Fawcett, Miguel Brascó, Rodolfo Kusch,Paul Theroux, Malú Sierra y Román Morales García.Prólogo, selección y notas de Pablo Cingolani

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Vivir entre Montañas Relatos sobre La Paz, Bolivia

Textos de Jaime Sáenz, Wamán Puma, Francisco Tadeo Díez de Medina, Alcide D′Orbigny, Charles Wiener,

Percy Harrison Fawcett, Miguel Brascó, Rodolfo Kusch, Paul Theroux, Malú Sierra y Román Morales García.

Prólogo, selección y notas de Pablo Cingolani

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Vivir entre Montañas Relatos sobre La Paz, Bolivia

Textos de Jaime Sáenz, Wamán Puma, Francisco Tadeo Díez de Medina, Alcide D′Orbigny, Charles Wiener,

Percy Harrison Fawcett, Miguel Brascó, Rodolfo Kusch, Paul Theroux, Malú Sierra y Román Morales García.

Prólogo, selección y notas de Pablo Cingolani

© La Paz, 2007

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Índice

Presencia de la montaña, Jaime Sáenz

Prólogo

La ciudad de Chuquiyabo,

Wamán Puma

Robaron las aguas mucha parte de la plazuela de San Francisco, Francisco Tadeo Díez de Medina

La Paz en nada se parece a las otras ciudades americanas,

Alcide d' Orbigny

Altura no alcanzada antes por nadie, Charles Wiener

Se puede sentir plenamente la proximidad de los lugares salvajes,

Percy Harrison Fawcett

Ahora usted, americano del sur Miguel Brascó

La Paz, a pocos kilómetros de Viracocha,

Rodolfo Kusch

Un aroma búlgaro de prendas de tweed mojadas, Paul Theroux

Una ciudad sin cerros no valdría la pena de vivir en ella,

Jaime Sáenz

Son como un acorazado estas cholas paceñas, Malú Sierra

¿Dónde está mi australianita?,

Román Morales García

Maravilla y vértigo, Pablo Cingolani

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PRESENCIA DE LA MONTAÑA

El Illimani se está ―es algo que no se mira. En el Illimani, el cielo es lo que se mira; el espacio de la montaña. No la montaña. En el cielo de la montaña, por la tarde, se acumula el crepúsculo; por la noche, se cierne la Cruz del Sur. Ya el morador de las alturas lo sabe; no es la montaña lo que se mira. Es la presencia de la montaña.

Jaime Sáenz

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Prólogo Componer un libro de relatos sobre la ciudad de La Paz significó no sólo un placer estético que recorrí tecla a tecla, sino también una especie de intrépido homenaje a la urbe que me habita hace ya dos décadas. Por ello, la selección de textos que tiene en sus manos, es doble o infinitamente arbitraria: es un espejo sumergido muy adentro de mi ser, donde la brújula la cargaron las pasiones que recorro desde que comenzaron a encenderse en un ya remoto Buenos Aires, y el azar y las convicciones que se van amarrando a esas pasiones y me condujeron hasta acá, hasta la hoyada, hasta esta ciudad entre cerros y con cerros, donde por ello valió la pena vivir, parafraseando a Jaime Sáenz, todos estos años que van pasando. No es casual que un libro de relatos sobre La Paz empiece con unos versos de su poeta mayor. Con la angustiosa precisión del relojero, retratan y desnudan la dialéctica cósmica que signa a la ciudad entre la montaña y el vacío que provoca su mole emblemática, el Illimani, el coloso de nieves eternas que corteja todos nuestros sueños. Pero, a la vez, reflejan y encienden la piel de la ciudad y sus texturas, sus tersuras y sus asperezas, y lo epidérmico en La Paz es piedra, es mineral, es geología viviente. Y así como Kavafis pudo reconstruir Alejandría moldeando la nostalgia absoluta; Sáenz supo escuchar a las piedras y sus mensajes más recónditos volverlos palabras para que los compartamos, convirtiéndose en el portavoz de esta ciudad en las rocas, montañesa por antonomasia. Por ello, si hay un hilo conductor de estos relatos, algo que los aúne, más allá de la ligazón toponímica, algo que los vincule, al margen de la estadística y la precisión cartográfica, es que son escritos sobre la montaña, en torno y debajo, alrededor de la montaña, una montaña tan presente, tan imán del destino, que nadie puede escapar a su influjo, o eso al menos es lo que me cautivó y cultivé y fui labrando en mi ser durante ya mi larga estadía. Esta es, pues, una orografía literaria ―más que una genérica geografía―, que refiere y describe no sólo las características externas de los montes, sino sobre todo a la gente originaria de estas montañas que son quienes las dotan, hasta hoy, de ese encanto y de ese magnetismo.

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Voy a disentir con aquellos que creen que es el paisaje lo que determina el carácter; aquí la montaña se humaniza, aquí las soledades y las oquedades de los cerros se volvieron hogar y estancia, por la labor amable y comprensiva, microscópica, milimétrica y ancestral, de los hombres; de unos primeros moradores que no solamente pusieron el cuerpo a los rigores físicos y a los temores psicológicos que provocan las alturas desmesuradas, sino que conservaron y alimentaron en su espíritu esa fascinación de los inicios, esa sorpresa virginal, esa atracción mineral que evoca siempre el comienzo de los tiempos y el origen de cada cosa y de toda vida. No apelaré a ningún mito, ni forjaremos una nueva leyenda: lo prodigioso de La Paz es su convivencia diaria con esos extremos que se han tornado apacibles en su eterna convulsión pétrea; esa saga colectiva de enamorarse y enamorar a la piedra y poder construir no una basílica sino toda una ciudad encima de ella, me conmueve sin remedio, sin aliento: hice mía la fascinación inicial y todavía retengo el aire. Ese encanto, amasado con los siglos, derramado sobre el conjunto urbano, no sólo lo torna espléndido ―tengo un pequeño volcán en el jardín de mi casa, junto a un añoso ciruelo―, sino que vuelve a La Paz un sitio que no se iguala, carece de comparaciones obvias, carga su huella y su marca, y le hace anotar, por ejemplo, a D′Orbigny, uno de los más acuciosos observadores que tuvo el siglo XIX (y de los pocos que arribaron por estos lares), que “La Paz en nada se parece a las otras ciudades americanas”. Esa distinción y esa singularidad paceña es aymara. La historia podrá decir más y convertir a la hoyada en un espacio de encrucijadas ecológicas y culturales, en un foco y un faro de atracción geográfica y cosmogónica, en una rara ave multiétnica enclavada en el corazón de los Andes, y de seguro, estará en lo cierto. Algo de eso también, pretenden recuperar estos textos que se presentan: la motivación de un filósofo de origen alemán y vivencia rioplatense para situarla a “pocos kilómetros de Viracocha”, es decir de la verdad, o las andanzas de un guanche detrás de los pelos rubios de una australiana entre las callejuelas enmarañadas y el torrente de gente en fiesta. Como la de Rodolfo Kusch, el pensador aludido, mi propia motivación. Tantas veces respondiéndome a la pregunta clave: ¿qué hago yo aquí, recorriendo esa distancia que parecía inalcanzable entre el puerto fluvial donde nacimos y estas cimas desgarradas? La respuesta es simple pero a la vez profunda, ya que se enraíza y se nutre en ese amor y esa magia que provocaron las montañas en aquellos que se obstinaron en contemplarlas y embellecerlas aún más con la mirada: porque La Paz fue y sigue siendo la capital del Kollasuyu; esa es la impronta y la marca. Y los collas, los aymaras, son los arquitectos inmemoriales de esta geografía cultural que ha vuelto a la piedra amparo, altar y amistad perenne. Si la montaña es el alma de la ciudad; el alma de la montaña es aymara y lo será hasta el “tiempo en que hasta las piedras hablen” (Manuscrito de Huarochiri, S. XVI) y puedan ellas mismas, narrar su bizarra historia.

La Paz, 19 de febrero de 2007

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La ciudad de Chuquiyabo Wamán Puma Noble y desterrado, sufriendo en carne propia los abusos de la dominación extranjera en su Perú natal, Wamán Puma ―“Águila-Tigre” en quechua; Felipe Guamán Poma de Ayala era su nombre castellanizado―, se dedicó a caminar, viajar, vagar, estudiar, escuchar, recopilar, dibujar, dibujar mucho y escribir, escribir mucho más: en 1615, con un pie en la tumba, culminó su opus magna y la obra cumbre de la historiografía y la etnografía de los Andes: la Nueva Crónica y Buen Gobierno, dirigida al Rey Felipe III, y cuya dedicatoria lo dice todo: “después de haberla comenzado me quise volver atrás, juzgando por temeraria mi intención, no hallando sujeto en mi facultad para acabarla conforme a lo que se debía a unas historias sin escritura ninguna no más que por los quipus y memorias y relaciones de los indios antiguos de muy viejos y viejas sabios testigos de vista…”. Sin embargo, nos legó 1200 páginas y 400 dibujos: una suma impresionante para el genuino conocimiento de las culturas andinas originarias que estaban siendo destruidas por los conquistadores que habían cruzado el océano. Como un presagio, el manuscrito original estuvo extraviado siglos hasta que fue hallado en 1908 en la Biblioteca Real de Copenhague. La ciudad de Chuquiyabo nos presenta una brevísima historia de la ciudad recién fundada, producto de las llamadas Guerras Civiles del Perú, en 1548. Conserva aún su nombre indígena, mal traducido por los hispanos como “heredad de oro”, aunque en la descripción de la urbe ―punto clave en la ruta que unía a Potosí con el Cuzco―, la riqueza minera signa al valle de La Paz, que poseía sus propios lavaderos, pero cuya influencia ya llega también hasta Carabaya y las minas que antaño eran propiedad exclusiva del Inca. El sino estratégico de la ciudad mayor de los Andes del Sur.

* * * La dicha ciudad de Chuquiyabo tiene villa y provincia. Se fundó en tiempo del presidente Pedro de La Gasca esta dicha ciudad, en tiempo del papa Paulo y rey emperador don Carlos. Lo fundaron los conquistadores y caballeros esta dicha ciudad; se aunó y se entregó a las manos del capitán Carvajal, del traidor. Y de estas dichas ciudades y provincias de Charcas llevó mil soldados con cincuenta mil escudos para contra la corona real de su Majestad. Fueron engañados los vecinos y caballeros, soldados. Y desde entonces no ha habido sospecha en ellos, buena gente noble y servidor de su Majestad, cristianísimos. Y tienen iglesias y monasterios y ermitas, servicio de Dios y de su Majestad. Y tienen mucha caridad, amor de prójimo y temor de Dios y de su justicia y de su Majestad. Y la tierra muy linda de temple y muy mucha fruta y pan y no falta vino y carne. Y muy rica gente de oro y plata de Potosí y de oro de Carabaya. Y en ellos no habido jueces ni revuelta ni mentira ni levantamiento, perjuro, buena gente, así españoles, sacerdotes como indios y negros, gente de paz. No ha habido cuchilladas ni heridas. Y salen diciendo mucho bien de esta dicha ciudad todos los cristianos de Chuquiyabo. Felipe Guamán Poma de Ayala (Wamán Puma): El primer nueva corónica y buen gobierno. Edición crítica de John V. Murra y Rolena Adorno. Traducción de Jorge L. Urioste, Siglo XXI, 3ª. Ed., México, 1992 [La obra fue escrita entre 1583 y 1615]

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Robaron las aguas mucha parte de la plazuela de San Francisco

Francisco Tadeo Díez de Medina Los levantamientos indígenas en el Sur andino de 1780-81 son el hecho militar fundamental de resistencia al poder colonial español en América, antes de que se iniciase el proceso de emancipación de las ex colonias ultramarinas de la corona. Tupac Amaru y Tupac Katari, los líderes del alzamiento, deberían estar a la altura histórica de Simón Bolívar y José de San Martín. Pero no es el caso: ambos terminaron descuartizados por sus opresores; sus familias diezmadas y su recuerdo pretendió ser ocultado y olvidado. Eso era imposible, tomando en cuenta, que la población de los Andes sigue siendo mayoritariamente indígena, descendientes y herederos de la rebeldía de los caudillos. Tupac Katari fue el nombre de guerra de Julián Apasa, un indio del común, que condujo uno de los movimientos más vastos de la historia de las sublevaciones populares americanas. Su decisión más contundente fue establecer, aprovechando la orografía de la zona, un cerco a la ciudad de La Paz, una acción militar de masas como pocas que recuerden los anales, donde buscó derrotar por hambre a los españoles. También quiso destruir la ciudad con agua. Agua embalsada y luego derramada sobre la urbe, con todo el furor que el líquido elemento arrastra cuando baja por las montañas. Francisco Tadeo Díez de Medina había nacido en La Paz, en 1725. Gracias a su larga carrera en la burocracia, había sido designado oidor en la Audiencia de Chile. El levantamiento indígena le impidió partir. Como Auditor de Guerra, se encargó de juzgar a Tupac Katari en Peñas, donde fue capturado, tras la traición de Inga Lipe. En menos de 24 horas, lo condenó a una muerte horrorosa, que se ejecutó en la plaza. En un diario, anotó los avatares de la rebelión, encerrado entre las trincheras que intentaban defenderla. Su crónica de la inundación provocada por los indios es dura y objetiva. Lo mismo había sucedido meses atrás en la población de Sorata (Larecaja), y si la represa utilizada en el caso paceño, no hubiese reventado antes de tiempo, la catástrofe hubiera sido apocalíptica. Por eso, el oidor reniega, y con razón. La ciudad creyó olvidar el horror de usar la geografía como arma de combate. Sin embargo, el 2000 volvió a ser cercada por los indígenas aymaras y lo mismo pasó el 2003 y el 2005. Los cambios políticos que vive Bolivia no pueden explicarse sin tomar nota de estos sucesos que repiten, a su manera, la gesta tupacarista. También el agua tuvo su déjà vu: el 19 de febrero de 2001, una granizada siniestra mató a unas setenta personas, ahogadas y arrastradas por torrentes descontrolados. Algunos murieron sumergidos en una pequeña laguna que se formó en la llamada “calle honda”. Los espejos de una naturaleza que no perdona nunca trajeron los ecos de la catástrofe del 12 de octubre de 1781.

* * * Viernes 12 de octubre. Siguieron los rebeldes retirados; algunos andaban por la mañana por los bajos del pueblo de San Pedro y nos mataron cinco personas entre hombres y mujeres que salieron fuera de las trincheras al campamento por leña, en la confianza de que se hubiesen desaparecido enteramente. A las diez y media de la noche se sintió por el cauce del río que bañaba por el centro de esta ciudad (y hoy con la ruina se puede decir que está fuera de muros) un susurro irregular o estruendo de aguas que bajaron como unos montes causando el temblor de la tierra y edificios y el estrago no sólo de las incendiadas que estaban al borde de él, sino también de los que se precipitaron por la combustión, por tener su situación entre las trincheras de la ciudad, y terminar por sus interiores al brocal del río.

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Fue tan abundante la inundación, que no sólo llevó la Caja, y su álveo (cual no se vio jamás aún en el incremento mayor del tiempo de aguas) sino que rebalsó los puentes de San Sebastián, las Recogidas y San Francisco. Este lo deshizo y destruyó enteramente desde los cimientos, sin dejar cuasi vestigios por el choque de las piedras de extraordinaria magnitud que traían arrebatadas las aguas y porque con motivo de la excavación que se hizo en él para e trazo y situación de la trinchera o promontorio que se le cargó de lodo y piedras, se hallaba sin solidez, con que fue construido, y por rendido con dicha carga de la fortaleza. Robaron las aguas mucha parte de la plazuela de San Francisco, la que estando con una elevación de más de 30 varas de longitud desde el cauce, fue inundada de las mismas aguas. Y así sucedió que en las casas de altos, del regidor (difunto) don José Valdez, y en las inmediatas de Don Joaquín Vea Murguía (quien falleció epidémico en este sitio) se introdujeron al primer golpe las aguas por las ventanas y consecutivamente asolaron aquellos lienzos y edificios inmediatos que servían de ante mural, causando el exterminio de ellos que se desaparecieron en un momento con muchos bienes, plata labrada, vestuarios y homenajes en las casas dichas; en las puertas del prebendado Doctor Juan Tomás Cajal, contigua a dicho puente, y la del eclesiástico Domingo Solaya, quedando en pie los extremos que tocan a la calle y parte de la ciudad y los colaterales de ambos. Siendo también sensible que se desaparecieron de los altos de dicho Vea Murguía, don Manuel Delgado, una negra esclava de la viuda y dos criados (quienes se hallaban en aquellas viviendas); los arrebató de improviso esta avenida. El puente de San Sebastián quedó maltratado y por una parte sin fundamentos y todos tres sin el tajamar y si no se refaccionan con anticipación es regular se desplome a las primeras aguas del invierno próximo o en otro fracaso semejante. El de las Recogidas quedó sin tajamar pero cubierto de mucha carga de cascajo y arena, en términos que hoy cubre el río tocando la misma cornisa, el cual también necesita de pronta refacción porque de lo contrario se quedará la ciudad sin comunicación ni entrada de víveres, comercio, giro y correspondencia en el invierno, como que las avenidas de él son, entonces, muy cuantiosas y hacen el río intransitable por su rapidez, multitud de aguas y peligro manifiesto. Este daño y el exterminio de muchas casas incendiadas que como aquellas estaban junto al río (y pudieran haberse repuesto y techado a menos costo) pues el sitio de ellas está hecho playa, nos han ocasionado los indios rebeldes con la cocha maldita o represa de aguas que supimos, y se inscribió arriba, haber actuado en las cabezadas del mismo río arriba; a distancia de una legua de la ciudad (según opinión común) fueron estancando las aguas y su curso cuasi en el todo por la maniobra que observan los mineros de Larecaja. Decantaron ellos mismos que habían de anegar y destruir la ciudad por muchos días y muy repetidas veces y en la ciudad se mantuvieron incrédulos, despreciando por vanas aquellas amenazas y cualquier proyecto suyo, sin tomar por ello las diligencias de evitarlas, o de la precaución y ni aún de siquiera averiguar la calidad de la operación, para, según ella, tomar las medidas y cautelarlas, hasta que el mismo estrago despertó el conocimiento y la razón. A semejanza del mismo desprecio con que desde los principios de la sedición presente se miraron los preparativos y acciones pérfidas de los indios y el nacimiento de su operación en el pueblo de Sica Sica e inmediaciones de la ciudad; se ha consternado demasiado con estos desastres y teme justamente que si se repite la misma represa del río con alguna más dilatación de días, sean mayores los montes de agua, y que dilaten la inundación de los edificios internados entre las trincheras, por lo cual, y por considerar que cada día crecen las ruinas, no haya habitante ni vecino que no piense abandonarla y abandonar sus casas de haciendas, dejando despoblada y sin concurrentes, que sería la mayor lástima, o porque estos desgraciados vasallos quedarán entonces perdidos y los más

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por puertas y al perecer, o porque siendo ésta después de la de Lima, de las ciudades más espléndidas del reino, de mucho brillo y muy vasto comercio, se depauperará el Estado, y el Rey llegará a perder una de las más opulentas, cuantiosas y estimables que tiene en el Perú, por cuyos términos de conflicto y angustias sólo el brazo poderoso de Su Majestad y su real piedad con el término de la esperanza para el remedio y consuelo de un pueblo así angustiado para que mediante el celo y compasivo corazón del Excelentísimo Señor Virrey de Buenos Aires, se tomen las providencias más oportunas y convenientes a evitar semejantes daños y auxiliarlas de tropa fija que contengan los excesos desmedidos de los indios rebeldes. Francisco Tadeo Díez de Medina: Diario del alzamiento de indios conjurados contra la ciudad de Nuestra Señora de La Paz- 1781. Edición de María Eugenia del Valle de Siles. BBA, La Paz, 1994

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La Paz en nada se parece a las otras ciudades americanas

Alcide d' Orbigny Entre Humboldt y Darwin, la cronología sitúa la labor de d' Orbigny. Su impronta es inmensa pero, por motivos que desconozco, mucho menos difundida que la de los sabios referidos. Sin embargo, el padre del evolucionismo dijo de su obra que era un monumento a la ciencia del siglo XIX. El Beagle del francés fue el velero Le Meuse que zarpó del puerto de Brest, rumbo a Brasil, cuando d' Orbigny tenía 23 años. Darwin tenía 22 cuando se embarcó en su famoso viaje. Ocho años ―la mitad en Bolivia― estuvo d' Orbigny recorriendo América del Sur. Su genio quedó plasmado en Voyage dans l′ Amérique Méridionale, publicada entre 1835 y 1847 en 9 tomos y 11 volúmenes, una obra de cinco mil páginas y quinientas ilustraciones. Nada le fue ajeno: hasta la belleza de las mujeres que encontraba en su camino. d' Orbigny amó a Bolivia, por encima de cualquier otra consideración. Se fascinó con su diversidad, se entregó a su geografía y a su gente; ni los rigores de sus mil climas, ni las incomodidades, ni las distancias pudieron detenerlo. Bolivia, hay que remarcarlo, fue generosa con él. Comprendió su colosal tarea y lo apoyó sin mezquindad. El Mariscal Andrés de Santa Cruz fue su protector y amigo. Ballivián fue el primero que editó parte de su legado en castellano. La descripción que hace de La Paz y su entorno natural es conmovedora. Exalta su geografía insólita, cae rendido ante un paisaje poco habitual, se seduce. Y le pasa lo mismo con la población de la hoyada: advierte la diferencia, se subyuga, reivindica su marca singular. Alcide Dessalines d´ Orbigny, había nacido el 6 de septiembre de 1802 en Couëron, cerca de Nantes, Francia. Murió en 1857. La simpatía que siento por él es total e irreversible.

* * * Acampé en medio de una vasta llanura, bordeada al nordeste de la Cordillera Oriental (o más bien de los Andes propiamente dichos), donde se distinguen el Illimani y el Sorata.1 Mis arrieros me dijeron al día siguiente que estábamos sólo a seis leguas de La Paz y que llegaríamos ese mismo día. Aún poco acostumbrado a medir las distancias en las montañas, engañado por las nieves que las acercan al observador, y sobre todo por los mapas, creí que franquearíamos la cadena a algunas leguas de allí, puesto que La Paz, en los mejores mapas de entonces (los de Brué), estaba sobre la ladera oriental de esa cadena. Después de haber caminado algunas leguas en la llanura, al principio cultivada y cubierta de tanto en tanto, de casas de indios, luego muy árida y sembrada de piedras de asperón, me veía todavía a la misma distancia de las montañas. Yo no entendía cómo podía llegar el mismo día, atravesando los Andes, que parecían alejarse a medida que avanzaba. Finalmente, no comprendiendo por donde viajaba, pregunté a mis arrieros, que me informaron que La Paz no está al este de la cordillera, como lo comprobé algunas horas después, sino muy al oeste, lo que demuestra, una vez más, cuán poco conocen en Europa la geografía americana. Imaginando entonces que la ciudad de La Paz debía estar entre la montaña y el lugar donde yo me encontraba, la buscaba en vano. Nada sobre la llanura, hasta las primeras montañas, indicaba un lugar habitado, ni se parecía a una ciudad. Mi

1 Se refiere al cerro Illampu.

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embarazo recomenzó. Después de una larga incertidumbre, vi una columna destinada a guiar al viajero en ese desierto horizontal y de gran uniformidad. La alcancé pronto, y cual no sería mi sorpresa al hallar, al borde una vasta interrupción del terreno, una quebrada de una profundidad inmensa, en el fondo de la cual, a mis pies, vi la ciudad de La Paz, sus iglesias, sus techos cubiertos de tejas rojas y hasta sus habitantes que, a más de ochocientos metros debajo mío, parecían del tamaño de hormigas. En esta región donde todo es constante, debía también admirar el aspecto salvaje, pero grandioso, del panorama que presentaba el conjunto de la hoyada de La Paz, tal vez una de las más extraordinarias del mundo, puesto que está enteramente cavada en terrenos transportados, pertenecientes a la época diluviana. Imaginemos, en efecto, una especie de canal formado por las aguas, cortado, casi perpendicularmente del lado de la llanura, en anfiteatro hacia los Andes, presentando, de todos lados, montañas desnudas, negruzcas, muy recortadas, coronadas de cimas cubiertas de nieve. Esas montañas, descienden poco a poco por salientes, hacia el fondo de la quebrada, donde, como en un abismo, la ciudad con sus jardines y su vegetación contrasta de la manera más agradable. Si seguimos con la vista el curso tortuoso de la quebrada, se la ve profundizarse aún más, cubrirse más y más de vegetación y perderse en los rodeos sin número de las montañas, arriba de las cuales, como un gigante, se dibuja la masa imponente del Illimani, que cierra el cuadro por el este. ¡Nada he visto en los Pirineos, ni en los Alpes, que se parezca, ni siquiera de lejos, a ese conjunto severo de la Quebrada de La Paz! Sólo me faltaba descender. La pendiente era tan rápida que a cada instante temía rodar hasta abajo, con los cantos redondos que se desprendían de los bancos que se cruzaban a todas las alturas. Por suerte, el Presidente actual2 hizo abrir un camino. Aunque muy hermoso, en relación a la pendiente abrupta de los terrenos y a su naturaleza poco estable, esa ruta está empero a tal punto inclinada, que se rueda y no se camina, llena como está, además, de indios, mulas y asnos, que ascienden y descienden sin cesar y entorpecen el camino. Llegué finalmente a La Paz. Fui perfectamente tratado en la aduana, donde el Vista no quiso revisarme nada. Fui a presentarme a la prefectura y a la policía, y luego quedé en libertad de movimientos. Desde Tacna había hecho reservar un alojamiento, adonde me dirigí. Pude acostarme, por fin, en una cama buena y me sentí, empero, muy mal en un apartamento muy cerrado, habituado como estaba, desde hacía unos días, a vivir día y noche al aire libre. Casi añoraba el campo, que, desde hacía años, estaba más de acuerdo con mis preferencias que el ruido de las ciudades, y esa necesidad de someterme a todos los deberes de sociedad, de los que estaba emancipado en los desiertos. Por otra parte, esperaba hallar, en los habitantes de esa ciudad, la más rica de la República, algunos recursos intelectuales. La noticia de mi llegada se difundió rápidamente. Era yo europeo y, además, traía la misión de investigar las producciones naturales del país. Era suficiente para que mi aparición constituyera un acontecimiento; y todos quisieron ver al gran botánico francés; así me llamaban, saludándome con el título de doctor. Fui asaltado con preguntas de todo género. No viendo en mi misión más que el lado útil, me traían constantemente plantas, preguntándome cuáles eran sus virtudes medicinales. Cuando se trataba de plantas transportadas de Europa, podía, mal o bien, responder a las preguntas; pero las plantas indígenas me ponían en una situación embarazosa muy a menudo. En toda la República de Bolivia, un solo hombre, el doctor Bozo, el Dioscórides del país, cultivaba la botánica. Fui a verlo, y recorrimos juntos, durante algunos días, no sólo ciertos lugares de los alrededores, sino también todos los jardines de la ciudad, donde volví a hallar la mayoría de las plantas 2 Se refiere al Mariscal Andrés de Santa Cruz.

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de nuestras huertas, sobre las virtudes de cada una de las cuales él me hacía pronunciar una larga disertación, lo que me convirtió a la fuerza en botánico. Por desgracia, el doctor y yo no siempre nos entendíamos sobre el fondo de las cosas. Para él, las ciencias naturales consistían sólo en el empleo medicinal de las plantas y en el descubrimiento de metales preciosos. El resto le parecía objeto de simple curiosidad. Como me sentía mucho mejor al descender de la meseta occidental sobre la meseta boliviana, creí no sufrir la rarefacción del aire, pero no me sucedió así en la ciudad de La Paz. Por las noches me sofocaba en mi habitación. Por las calles, en pendiente muy rápida, no podía ascender sin ser detenido cada diez pasos por palpitaciones y falta de respiración. Si me acaloraba al conversar, la palabra me faltaba de golpe; finalmente, invitado en algunas casas a tomar parte en la diversión general, me era imposible bailar dos vueltas seguidas sin tener que suspender ese ejercicio, sofocado por los mismos accidentes; y un día estuve a punto de sucumbir, por haber ido a pie a los Obrages, villorrio distante una legua, trayecto que debía hacer ascendiendo una pendiente muy rápida. Esa enfermedad duró todo el tiempo de mi primera estadía en La Paz. Las personas nacidas en el país no la sienten en lo más mínimo. Todos me aseguraron que terminaría por habituarme, y yo tuve personalmente la prueba, a mi regreso, tres años más tarde. Empero, no aconsejaría a las personas débiles de pecho someterse a la prueba, la que, en mis viajes, fue lo que más me hizo sufrir. La Paz en nada se parece a las otras ciudades americanas. Todas las que había visto hasta entonces se parecen, más o menos, a nuestras ciudades de Europa. Río de Janeiro, Buenos Aires, Santiago, Valparaíso, reciben demasiados extranjeros para que no sea así. Por lo demás, todo el mundo habla lenguas importadas, el portugués y el español; y la mayoría de la población es extranjera al suelo. En La Paz, por el contrario, más que hasta en Corrientes, no sólo la masa de la población es indígena y no habla más que la lengua primitiva, sino también domina el vestido nacional y se añade a un conjunto, si no de lo más pintoresco, por lo menos de lo más original. He dicho que la ciudad está situada en el fondo de una quebrada, a ambos lados de un pequeño torrente. Está, en efecto, como encajonada; y de cada lado se alzan cuestas elevadas, muy abruptas, cuya desnudez y las masas de capas aluviales, de color renegrido, cortadas al oeste por pisos desgarrados al ese, se ven desde casi todos los puntos de la ciudad, y están cubiertos, en todas las alturas, de casitas de indígenas, que contrastan con la aridez de las colinas. Al norte, contemplando de lado el origen de a quebrada, se ve la escarpadura, cubierta de cabañas, elevarse poco a poco hasta las altas montañas, donde, a tres leguas de distancia, en Chacaltaya, nace el Choqueyapu. Pocas dudas caben que es una de las principales fuentes del Amazonas. Hasta allí, de cualquier lado que se dirijan las miradas, se detienen a corta distancia; pero si, por el contrario, se hunden en el fondo del valle, se ve gran número de montañas negruzcas, en medio de las cuales se puede adivinar más que percibir los numerosos rodeos de la quebrada. El conjunto termina, a cinco leguas de distancia, con el Illimani, coronado de sus nieves. Alcide d' Orbigny: Viaje a la América Meridional. Brasil- República del Uruguay- República Argentina- La Patagonia- República de Chile- República de Bolivia- República de Perú, realizado de 1826 a 1833. Versión directa de Alfredo Cepeda. Ambassade de France en Bolivia, Plural editores, IFEA- IRD, La Paz, 2002 [1ª. Ed., Editorial Futuro, Buenos Aires, 1945]

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Altura no alcanzada antes por nadie Charles Wiener Charles Wiener es un viajero paradigmático del siglo XIX. Sin embargo, hay dos elementos que destacan de su biografía: producto de la publicidad dada a sus investigaciones, a la vuelta de su viaje por Perú y Bolivia, se volvió renombrado y hasta popular en Francia, el país que le encomendó su misión de estudios etnográficos y arqueológicos (el hombre había nacido en Viena, en 1851); el otro punto a ser valorado es que escalaba montañas. En verdad, dejó escrito el primer registro de una ascensión exitosa al cerro Illimani, el vigía paceño, y eso ya lo promueve, por sí mismo, a una categoría especial. Según la historia aceptada del montañismo en Bolivia, llegó a la antecima sur, a 6131 metros de altura sobre el nivel del mar. La bautizó como “Pico de París”. Alan Mesili, el experto escalador francés y paceño por adopción, cuenta en sus libros que cuando Sir Martin Conway coronó la cima sur del coloso en 1898, lo rebautizó como “Pico del Indio”, lo que causó todo un revuelo y una polémica internacional. Como sea, hay un dato que habla muy bien de Wiener y merece también ser anotado. Dejó consignado en su testimonio de escalada los nombres de sus tres guías y porteadores nativos: Jerónimo Quispe, indio de La Paz, y Manuel Ttule y Simón López, cholos de Cotaña. En su libro también figuran sus retratos e impresiona la prestancia de Simón y la serenidad cósmica de Quispe. Perou et Bolivie fue editado en 1880 e incluyó más de 1100 dibujos y viñetas ―de muchos autores; algunos grabados recuerdan a Doré―, 27 mapas y 18 planos: es una rara joya literaria; algo exquisito, algo barroco, si hablamos de literatura de viajes, pero perdurable, desde ya. Charles Wiener murió en Río de Janeiro en 1919.

* * * Había resuelto intentar, antes de mi retorno, el ascenso a uno de los picos de la cordillera, a fin de obtener, con ayuda del barómetro y del termómetro de ebullición, una medida tan exacta como fuese posible, de la altitud, ya que las observaciones efectuadas con el teodolito, a pesar de toda la precisión que se puede lograr, y a pesar de una base de observación bien elegida, dan muy a menudo resultados inciertos, lo cual se explica por las reverberaciones del sol equinoccial en las nieves de las altas cumbres. El punto elegido era el Illimani. Me procuré animales de carga y me puse en marcha hacia ese punto, que debía ser el extremo sur de mi expedición. Estaba acompañado por los señores José María Ocampo y de Krumkow. Este último, ingeniero del gobierno boliviano, se había unido con entusiasmo. Dejé la capital el 10 de mayo. Luego de atravesar Obrajes, lugar de veraneo de los paceños, pasamos la primera noche en el miserable villorrio de Mecapata,3 situado a unas seis leguas de La Paz. La región ofrece un gran interés, ya que las vertientes han sido transformadas en erosiones fantásticas, como habíamos visto en Lircay, cerca de Ayacucho, en Yanahuara, en el camino al Cuzco, en Ollantaytambo. No he encontrado nunca, en mi largo viaje, pendientes tan abruptas como al sureste de La Paz, y es curioso ver las pequeñas mulas criollas escalando caminos por los que el hombre avanza con gran trabajo.

3 Figura así en el original. Hoy es el municipio de Mecapaca.

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Efectuamos el trayecto bastante fatigante de Mecapata a Illimani por el cauce mismo del río de La Paz, que en esta época del año está en gran parte seco; en muchos sitios el torrente se ha excavado un lecho de un kilómetro y medio de ancho, pero sus aguas, divididas en cien brazos, no son torrentosas sino en los lugares en que el cauce se estrecha entre rocas poderosas, a menudo tan próximas como para no dejar a la masa líquida más que un paso de veinte a treinta metros. En estos estrechos pasajes, llamados angosturas, los animales pasan con la mayor dificultad; arrastrados por la corriente, no recobran pie sino a unos cincuenta metros aguas abajo del punto peligroso. Franqueamos estos pequeños rápidos sin otro accidente que el de mojarnos por completo. En el segundo día de viaje llegamos a Cotaña, propiedad del señor Pedro Guerra, antiguo ministro de Bolivia en París y Roma. Don Pedro, anciano venerable de más de setenta años, nos recibió en su finca, que es un soberbio palacio en medio de un parque maravilloso. Nada es más bello y extraño a la vez que la gran avenida, con los árboles majestuosos que dan acceso a la mansión, los naranjos y los limoneros, alineados delante de la fachada principal, los bosquecillos de bananos plantados aquí y allá, todo un conjunto de vegetación tropical frente a las nieves eternas y la espantable desnudez del Illimani, cuyos tres principales picos, los Cóndores Blancos y el Achoccpaya, se destacan luminosos en el cielo azul, transparente como el zafiro. Cuando expuse a don Pedro Guerra el objeto de mi viaje, sonrío, me recordó los esfuerzos inútiles de Pentland y de Gibbon, pero me prometió sin embargo ayudarme en mi empresa. Cumplió su palabra y puso a mi disposición siete vigorosos indios para que me acompañaran en la ascensión. Entre tanto, en los dos días subsiguientes, el tiempo fue brumoso y las nubes parecían hervir en la atmósfera. El 17 de mayo el tiempo se aclaró, y pude tomar el punto que las observaciones barométricas me habían dado desde hacía tres días: Cotaña está a 2441 metros sobre el nivel del mar. El Illimani se eleva sobre una base casi rectangular. Uno de los ángulos de ésta se halla orientada hacia el norte, de manera de que, de La Paz, se divisa el lado noreste, y, de Cotaña, el sureste. El 18 preparamos todo para realizar la ascensión al día siguiente. Hubiera sido posible pasar la noche a una altura superior a la de Cotaña, donde la temperatura media es de 20 a 22 grados centígrados, pero no quise correr el riesgo de acampar a una altitud excesiva, pues la experiencia me ha enseñado que el cuerpo se pone lánguido, que la voluntad se debilita sin que uno tenga conciencia de ello. Preferí, pues, intentar la empresa partiendo de un nivel inferior. A las dos de la mañana nos pusimos en camino. Los indios, estimulados por el cebo de la recompensa prometida, caminaban alegremente. Llegamos así, a las seis, a una altura de 14.027 pies ingleses. Debimos dejar allí las cabalgaduras y continuar a pie. En la primera pendiente, a unos cincuenta metros arriba del sitio en que se quedaron los animales y el mulero, encontré rastros de una acequia, último vestigio de las obras de los autóctonos. A unos cien metros más arriba se pasa a proximidad del torrente que debió alimentar la antigua toma de agua. A 14.902 pies abandonamos el límite de la vegetación para entrar en el ámbito de las nieves eternas. Es allí donde comenzaron las dificultades. El flanco del cerro es muy abrupto, y nos vimos obligados a contornear la pendiente formada por esquistos pizarrosos, dispuestos a contralecho en placas inmensas mezcladas de hojas más pequeñas. El terreno movedizo cortaba dolorosamente los pies de los viajeros y atravesaba nuestros sólidos calzados europeos. Uno de los indios se hirió por debajo del tobillo, a pesar de la solidez de la piel cornificada que abriga los pies de estos caminantes incomparables.

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Esquivando un pequeño pico separado, al noroeste, del pico principal, por una grieta, entramos a una extensión de nieve suficientemente endurecida como para soportarnos a partir de los 15.092 pies; hasta allí habíamos avanzado con la mayor dificultad, hundiéndonos a veces hasta arriba de la rodilla en la nieve, dura sólo en la superficie. Nos dirigimos hacia el noroeste, hacia el pico principal, el Cóndor Blanco. El primer obstáculo serio que topamos fue un muro natural de roca de unos ocho metros de alto. Escogimos un punto en que, en medio de la muralla, se veía una especie de terraza. Los indios se encaramaron uno sobre otro. El quinto alcanzó la plataforma, nos lanzó un laso4 y nos izó. El mismo procedimiento nos permitió alcanzar la segunda mitad de la muralla. La pendiente se hacía cada vez más empinada; variaba entre 35 y 40 grados de inclinación, y nos vimos obligados las más de las veces a servirnos de las manos para poder escalar. A 16.862 pies, un nuevo obstáculo; una inmensa grieta, de más o menos cien metros de ancho, llena de nieve hasta cerca de cincuenta metros debajo del borde, detuvo nuestros pasos y nos forzó a desviarnos hacia el este. Caminamos cerca de una hora, y comprendí que debía contentarme con subir la segunda cumbre de la montaña, pues la grieta se prolongaba y el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Hacia las dos y cuarto llegamos al pie de una segunda muralla de un poco más de cuatro metros de alto. Los esfuerzos a los que debíamos el primer éxito nos permitieron alcanzar la cresta superior; estábamos a 5400 metros. El señor de Grumkow tenía los ojos que sangraban. Un poco de extracto de coca, mezclado con coñac, le permitió proseguir. A 18.312 pies el señor de Ocampo sufrió vértigos. El remedio que hizo bien al señor de Grumkow le dio ánimos; pero, fastidio imprevisto, los indios se negaron a continuar. A pesar de las exhortaciones y amenazas, se aprestaron a bajar. De acuerdo con las ideas supersticiosas del país, era ir contra la voluntad del cielo atreverse a vencer el monte Illimani. Terribles castigos aguardaban al osado que intentara semejante empresa; el que sube a la cumbre no baja jamás; por eso los indígenas no nos siguieron sino rechinando hasta los 19.512 pies. Eran las tres y veinte minutos de la tarde; a pesar del cansancio, a pesar de un cierto malestar que no era aún el mal de las montañas, pero que podía llegar a serlo, resolvimos proseguir la expedición. Miré a mis compañeros, no sin inquietud; sus caras no tenían ya apariencia humana; se veían verdosas, con placas violetas; el blanco de los ojos era rojo, color de sangre. Sin embargo, no faltaba más que un último y supremo esfuerzo para alcanzar la cima del pico que se elevaba ante nuestros ojos. No titubeamos. El sol desapareció detrás de la montaña; no nos importó. Tres indios permanecieron fieles. Después de una marcha de las más extenuantes sobre la pendiente nevada alcanzamos el punto más alto, pequeña meseta expuesta a todos los vientos; una ancha grieta, valle de nieve, divide la plataforma, que mide doce pasos por quince, en dos mitades más o menos iguales, de suroeste a noreste. El aire era muy vivo. La atmósfera parecía de una incomparable transparencia cuando mirábamos a nuestros pies los centenares de valles que, semejantes a los amplios pliegues de un inmenso manto, rodeaban al macizo del Illimani y las vertientes de las montañas circundantes; en la bóveda del cielo, de un azul oscuro casi negro, el sol ardiente planeaba como un disco de hierro rojo. Nos bastaron unos instantes para efectuar la lectura del barómetro: marcaba 318 mm.; el punto de ebullición del agua era de 79°4. El resultado de las observaciones fue inscrito en un pergamino preparado de antemano, que encerré en un doble tubo de vidrio y metal, con la mención de la fecha, y firmado por mis compañeros y refrendado por mí en nombre de los tres fieles indios, que tenían más coraje que ciencia. 4 Lazo: cuerda.

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Hundí el tubo, envuelto en una bandera con los colores nacionales en la nieve de la grieta, dando a este sitio el nombre de Pico de París. He aquí el tenor del documento, cuya copia he transmitido al Ministerio de Instrucción Pública:

Illimani, a 20.112 pies sobre el nivel del mar,

19 de mayo de 1877, a las 4.50 p.m.

Yo suscrito, encargado por el gobierno de la República Francesa de una misión científica en América Meridional, acompañado por el señor Georges B. de Grumkow, ingeniero, y señor José María de Ocampo, he ascendido hoy a esta montaña. El barómetro aneroide y el punto de ebullición del agua indican una altura de 20.112 pies sobre el nivel del mar, altura no alcanzada antes por nadie, por lo cual hago uso de mi derecho, consagrado por la costumbre, de dar nombre a la tierra sobre la cual he sido el primero en poner el pie y bautizo el punto en que me encuentro actualmente, situado a la latitud de 16°33'10", una longitud de 70°6'21", y una elevación de 6.131 metros sobre el nivel del mar, con el nombre de PICO DE PARÍS ―limitando esta denominación al pico sureste del grupo llamado Illimani, pico vecino de la elevación principal. En fe de lo cual firmo, C. Wiener, m.p., y la firma de mis compañeros Georges B. de Grumkow, ing. Civil, m.p., José María de Ocampo, m.p. En nombre de los tres guías indios, Jerónimo Quispe de La Paz, Simón López y Manuel Ttule de Cotaña. C. Wiener, m.p. Copia hecha el 20 de mayo, a mediodía, en la hacienda de Cotaña. Conforme. Wiener. De Grumkow. De Ocampo. Cotaña, 20 de mayo de 1877. Fue uno de los raros momentos de entusiasmo experimentado durante mi viaje; pero pronto debimos volver a la realidad. Sentíamos helados nuestros pies, aunque la insolación fuese viva. El termómetro marcaba en efecto, a las cuatro y media, 7 grados sobre cero. Durante el día, ni una sola nube había nublado el cielo. Consideramos que era momento de bajar. Eran las cinco y diez. A las cinco y media habíamos alcanzado a nuestros cobardes indios. La inmovilidad de una hora los había puesto pesados. Estaban, a pesar de su color bronceado, tan pálidos y verdosos como nosotros. Me pidieron aguardiente. Les di de inmediato; pero, por desgracia, me equivoqué de cantimplora y les tendí la que contenía alcohol rectificado, del que tenía necesidad para tomar el punto de ebullición. El indio que tomó un sorbo se embriagó al instante; vacilando y perdiendo el equilibrio rodó por una pendiente de veinte metros. Quedó allí inerte como una masa. Creí que había muerto; bajamos tras de él, y una vez que le frotamos las sienes con alcohol, volvió en sí. Estas naturalezas, prodigiosamente fuertes, resisten las sacudidas más violentas; tenía el brazo dislocado, pero se declaró en condiciones de intentar el descenso; llegado a la parte baja de la muralla vertical de cuatro metros, la oscuridad, a la caída de la tarde fue casi completa, y debimos esperar, no sin ansiedad, la aparición de la luna. Después de una media hora de inmovilidad forzada, se elevó la luna nueva por encima de la cresta del pico de París. Pudimos continuar entonces, a su incierto resplandor, un descenso pleno de dificultades y peligros. No sé cómo no sobrevino a ninguno de nosotros un accidente más serio, además de algunas desolladuras sin importancia. Luego de una marcha de dieciocho horas a pie, sin contar con cerca de tres horas a lomo de mula, volvimos a la casa del ilacata (vigilante de los linderos de las haciendas), a 3340 metros de altura. Al día siguiente, a las diez, entrábamos a Cotaña, desde donde se nos había observado con un largavista hasta más arriba de los 4500 metros. Se nos vio entonces, se

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nos dijo, como puntos negros sobre un mantel blanco. A partir de las diez de la mañana habíamos desaparecido del campo visual de los habitantes de la finca. A pesar de nuestra completa extenuación, el señor de Grumkow y yo nos lanzamos con ardor a las tablas de logaritmos para calcular nuestras observaciones.

* * * El 22 de mayo nos pusimos en camino a La Paz, sólo que en lugar de tomar el cauce del río La Paz, contorneamos las vertientes del Illimani. Hacia la una, después de pasar por Callampaya y Atahuallani, dos pueblecitos que dependen de Cotaña, escalamos la cuesta de Tanimpata, en lo alto de la cual subsisten muros levantados otrora por los autóctonos, que erigieron ahí un puesto fortificado. Hacia las dos de la tarde entramos en Cohoni, en tierras de Cebolullo, uno de los puntos más pintorescos del mundo. Cebolullo es una finca situada en un valle formado por los contrafuertes que el Illimani extiende en este lugar, en la ribera del río de La Paz. La finca misma, especie de atrio adornado en el interior por una inmensa baranda, está decorada con un parterre. Plantas trepadoras rodean las columnitas, y, como espeso tapiz verde, caen sobre la balaustrada del balcón. Enormes tejos cubren con su follaje sombrío las colinas que flanquean la depresión en la que se ha construido la casona. Al norte se elevan montañas abruptas, y los paramentos de granito, adornados de musgo, se asemejan a un fondo cubierto de una cortina de terciopelo, para poner mejor de relieve el paisaje que domina el lado sur del Illimani, con una cresta suavemente ondulada y de resplandeciente blancura. El camino estaba animado por indios que conducían sus llamas. ¿Lo confesaré? Tuve casi un estremecimiento de pena al pensar que dejaba los Andes. La cordillera tiene su poesía, como el desierto, extraña y atrayente, ensombrecida por nubes negras, alumbrada por el sol ecuatorial, salvaje con los torrentes furiosos, tranquila con sus lagos serenos; imponente con sus cumbres cuya altura todavía no se ha medido, y siempre triste, como si ese mundo lamentase la ausencia del hombre. Después de una noche de descanso perturbada por un acceso de fiebre del señor de Grumkow, llegamos al día siguiente, al ponerse el sol, a La Paz. Al anochecer de ese mismo día el presidente5 envió a uno de sus ayudantes de campo para pedir noticias de la expedición y de mi salud. Charles Wiener: Perú y Bolivia. Relato de viaje. Traducido por Edgardo Rivera Martínez, Instituto Francés de Estudios Andinos-Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1993 [1ª. Ed., Librairie Hachette, París, 1880]

5 Se refiere a Mariano Melgarejo.

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Se puede sentir plenamente la proximidad de los lugares salvajes Percy Harrison Fawcett Percy Harrison Fawcett se hizo popularmente trágico tras desaparecer en el inexplorado Matto Grosso brasileño en 1925. Buscaba las ruinas y vestigios de una civilización que él comparó con la Atlántida platónica. Sus relatos en vida y sus memorias ―editadas por su hijo Brian en 1953― inspiraron a Sir Arthur Conan Doyle a escribir The Lost World (El mundo perdido) y la saga de Indiana Jones al norteamericano Rob Mac Gregor, volcada al cine por Steven Spielberg y protagonizada por Harrison Ford. Sin embargo, pocos saben que fue en Bolivia donde el entonces militar británico ―recomendado al gobierno boliviano por la Royal Geographical Society de Londres como cartógrafo para la demarcación de los límites territoriales con Perú y Brasil― comenzó a interesarse por el pasado sudamericano. Fawcett llegó por primera vez al país en 1906, arribando a La Paz, desde el Perú, atravesando en vapor el lago Titicaca y utilizando la vía férrea entonces existente desde Guaqui. Su entusiasmo por el país fue instantáneo, a pesar de los problemas que tuvo que enfrentar con la burocracia para marcharse, en la primera de sus travesías, rumbo al selvático Acre, a donde permaneció casi dos años. Sus escritos sobre La Paz narran esas vicisitudes contradictorias: cenas y elogios de presidentes y peleas y malentendidos por las mulas y las vituallas de viaje con funcionarios obtusos. Pero hay algo más: la ciudad lo atrapa y lo cautiva siendo, como es, su centro de operaciones, su campamento base. Huele el peligro, lo incita a la travesía: bajarse de las montañas de La Paz era sumergirse en la Amazonía, en la aventura y en el misterio de lo desconocido. Casi, casi, como sigue siendo hasta hoy. La historia boliviana de Percy Harrison Fawcett merecería ser recuperada y valorada.

* * * La altura de la gran meseta de los Andes o Altiplano fluctúa entre doce y trece mil pies sobre el nivel del mar, y la vista desde el Alto ―mil quinientos pies sobre La Paz― es soberbia. La Paz se anida en el fondo de un profundo cañón, al costado de un rugiente torrente de montaña, y al acercarse por ferrocarril, se ven los techos de tejas rojas y cuadrados de todos colores, que son los jardines. Por todos lados y hasta donde alcance la vista se ven las colinas carcomidas y desgastadas por las lluvias. Las torres de muchas iglesias se levantan entre los techos y jardines, y casas blancas brillan como joyas entre los campos verdes y amarillos de las faldas de las colinas. La cumbre del Illimani, a 21.000 pies, situada al sureste, deslumbra el ojo, pareciendo que sólo está a cinco millas, cuando en realidad son cincuenta, y la gloria de los picos nevados presta infinita grandeza y hermosura a la escena. Por todas partes hay indios, cuyas vestiduras lucen todos los colores imaginables. Los extranjeros se ven afectados al principio por la altura de La Paz. Conociéndola más de cerca, la ciudad presenta sus inconvenientes, pero es fácil imaginar un destino más desagradable que el estar obligado a vivir permanentemente allí. El mercado en las mañanas de los domingos es un espectáculo digno de verse, cuando los indios de los yungas ―valles temperados― llegan para comprar y vender.

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Vienen por miles, con ponchos, faldas y chales de colores deslumbrantes, pero el vestido de la cholita o india mestiza, que se considera superior a la india sin mezcla, es tal vez el más sorprendente. ¡Muchas de estas mujeres son preciosas y lo saben! Usan faldas cortas de seda que permiten ver un poco de las enaguas de encaje; sus medias son de seda y sus botas altas, de estilo español. Sobre las blusas visten chaquetas de felpa o terciopelo y chales de brillantes colores, y para cubrirse usan coquetones sombreros blancos de paja, de bordes angostos. Su andar desenvuelto y sus faldas ondulantes les proporcionan un atractivo especial, y cuando a todo esto se agregan unos vivaces ojos negros, rosadas mejillas y abundancia de joyas, se tiene un conjunto que es en realidad un cuadro fascinante. Los cholos ―copia masculina de las preciosas cholitas― son ejemplares depravados e invertebrados de la humanidad, que en ningún caso están a la altura de la mujer, ni física ni mentalmente. Los verdaderos indios ofrecen un contraste chocante. Feos y bajos, pero fuertes y viriles, vestidos con pintorescos ponchos, pantalones abiertos a los costados y sombreros de fieltro, y llenos de buen humor, llaman la atención de inmediato. Parecen honrados y sugieren valor. Pueden llamarlos bribones perezosos, pero a mi parecer no merecen por ningún motivo la reprobación universal que reciben. Los que conocen a los tibetanos les encuentran una clara semejanza. Para los extranjeros, los inconvenientes de La Paz los constituyen sus calles inclinadas y el aire rarificado de la gran altitud. Cualquier esfuerzo físico se traduce en un latir apresurado del corazón y en una respiración jadeante, y muchos sufren por algún tiempo del soroche o enfermedad de la montaña. El aire seco hace que se agrieten los labios y produce hemorragias nasales, disminuye la actividad de la mente y los nervios se alteran. Los recién llegados, generalmente antes de aclimatarse, se sienten oprimidos e ignoran el hecho de que evitando el alcohol y el ejercicio excesivo se reduce mucho la sensación desagradable. Sin embargo, La Paz, con sus tranvías, sus plazas, alamedas y cafés, es, en esencia, una ciudad moderna. Extranjeros de todas las naciones llenan sus calles. Se puede sentir plenamente la proximidad de los lugares salvajes. En medio de las levitas y sombreros de copa de los hombres de la ciudad se ven los Stetsons raídos y las botas de los exploradores; pero por alguna razón las suelas alambradas de estos zapatos no se ven discordantes al lado de los escarpines de altos tacones de las damas elegantes. Los mineros y exploradores son tipos cotidianos, pues la explotación de minas es la razón de vivir de la sierra boliviana y, de vez en cuando, se ve el rostro demacrado y amarillento de alguno que ha regresado recientemente de más allá de las montañas, del infierno humeante de las vastas soledades en que nosotros nos íbamos a sumergir. Percy Harrison Fawcett: A través de la selva amazónica. Exploración Fawcett. Adaptación de Brian Fawcett. Zig-Zag, Santiago de Chile, 1953 [El texto corresponde al viaje de 1906]

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Ahora usted, americano del sur Miguel Brascó Si hoy un forastero, llegase a Buenos Aires, la capital argentina, por decir algo: desde Groenlandia o el mismísimo Saturno, y preguntase quién es Miguel Brascó, la mayoría respondería: es el periodista especializado en vinos más destacado del país. Y, en verdad, lo es: y el más ameno y bizarro. Pero algunos, como Alejandro Tarruella, un amigo con quien comenté el hallazgo del texto que se presenta a continuación, dirían que también Brascó (nacido en 1926) es poeta y escritor añejo. Agregaría algo que siempre me conmovió: es autor de la letra de Santafecino de veras, ese chamamé entrañable que compuso Ariel Ramírez y que dice: Me llaman El Caburé/A veces El Guaraní/ Por que soy de Santa Fe/ Que es el lugar donde nací. El poema de Brascó está incluido en una antología que testimonia el repudio mundial a lo que se llamó el “guatemalazo”, la invasión organizada por la CIA que acabó con el proceso de nacionalismo popular revolucionario que impulsaron en la tierra del quetzal, Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz. El poema de Brascó está fechado, precisamente, ese mes y ese año fatídicos para Guatemala. El hallazgo fue dónde está escrita la obra: en La Paz, la ciudad que buscamos reinventar en este libro. En La Paz y 26 meses después de las jornadas heroicas de abril de 1952 que no sólo sacudieron a la urbe del Illimani, sino a Bolivia y América entera porque se trató de la primera revolución proletaria de este lado del mundo. Por eso, cuando Brascó, habla de milicianos, se refiere a milicianos reales; eran los mismos mineros en armas que habían vencido al ejército de sus patrones y que ahora gobernaban de hecho la ciudad, la custodiaban para evitar cualquier brote contrarrevolucionario. Fueron días de vino y gloria en la hoyada. Como a la Petrogrado de los bolcheviques (la eterna Leningrado, ayer y hoy San Petersburgo) o a La Habana de los barbudos, acudieron hombres y mujeres de todos los puntos cardinales, deseosos de ver, aprender y compartir esos momentos de liberación de las energías humanas. Por esa La Paz donde todavía se olía la pólvora de los combates, pasaron, al azar de mi memoria nómada, el peruano Scorza, el mexicano Siqueiros, creo que Neruda y otro argentino casi de la misma edad de Brascó, entonces un desconocido, y que volvería a morirse asesinado a estas tierras catorce años después: el joven Ernesto Guevara Lynch, más conocido como “el Che”. En El Prado —al cual Brascó alude en su poema—, todavía resiste un restaurante-confitería emblemático de esa ciudad abigarrada y cosmopolita que cobijó una revolución en su seno: el Eli´s. Todavía trabajan allí dos monumentos vivientes de la paceñidad: Margarita y Max. Si vas a La Paz, pregúntales. Pregúntales por un joven que tomaba café, leía el periódico y discutía con quien se cruzara de manera apasionada. Era 1953. Un año después estará en Guatemala, cuando la invasión vergonzosa. Brascó lo suplantó en La Paz y tal vez, ¿quién sabe?, tomando el mismo café y la misma vianda que le procuraba Max. Una noche, escribió el poema que continúa.

* * * Luego caminaré por las calles solas de Calacoto iré subiendo por obrajes por la Florida los callejones estrechos la ciudad antigua de La Paz la cruel meseta de Bolivia cruzaré el mercado de los indios las factorías de la coca el pesado olor de las frituras las degluciones las monedas el Ministerio de las Tierras con sus portales mustios en la tarde iré subiendo desafiando el soroche las esquinas centenarias hasta que todo el paisaje sus techos sus medidas descanse silencioso y frugal allá abajo en mi memoria. Este mundo y cada una de sus gentes trepa también por el corazón rudo de América por el aire tan viejo de la altiplanicie por el destino de sus minerales en el húmedo sol de Cochabamba cada mañana su soledad su esperanza es diferente estas barriadas de piel oscura

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fueron libres pisadas por la rebelión mordidas por un ejército del pueblo un filo rápido de metal una consigna impenetrable estos hombres y cada uno de sus rostros cada pierna de barracán cada cabeza con miradas avanzó y gritó y expuso el huso al exterminio. Simón Patiño desde la eternidad los gerentes sajones de Aramayo fuman con desconfianza en pipas caras (de cereza) y firman largos cheques minuciosos para cerrar con precisiones monetarias los orificios pálidos trazados por el acero azul de las milicias. Esta tierra y su revolución los cholos respetables silenciosos ponen su pie sobre las compañías ponen las cosas en su justo punto ponen los milicianos en las calles ponen la tierra ajena entre comillas comen frugalidad mastican coca abren de par en par los consulados y en las correspondencias diplomáticas los señores de negro (con bigotes y melancolía) escriben un informe con palabras procaces: reforma y nacionalización. Pasará pasará dicen trópico dicen mercado para los mercaderes monos ceceosos los naturales impertérritos hambre dicen pasará pasará. En la noche de Calacoto los milicianos populares con los chullos de lana y las ametralladoras cuidan la residencia de los antiguos propietarios regreso caminando entre ellos con una palabra oscura que

[me golpea el tiempo la imagen de una playa dulce entre elevaciones memorables el nombre de un pequeño país intervenido por el odio la sangre del continente el labio español del aire hostil y duro en la fonética de los contramaestres extranjeros cuando pronuncian Guatemala cuando leen Guatemala en las infamias de la Reuter y cuando mister Dulles mister Braden miran el mundo como un vasto predio subdividido y apro-

[vechable y rico y mister Nobody toma las armas para complacerlos

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y cuando los patriotas sedicientes van de aquí para allá entre las capitales del exilio injuriando y tramando y organizando y complotando en los departamentos extranjeros contra el peligro rojo y el fascismo y la reforma agraria y

[el futuro y por su influencia y los dividendos y por las divisas y por los permisos y el libre cambio y el

[control etc. Ahora usted americano del sur antes de olvidarse del asunto antes de convencerse de que todo va bien que nada ha sucedido antes de volver a sus asuntos particulares usted boliviano que camina algunos pasos frente a mí por

[la avenida del Camacho usted peruano del Perú argentino de Buenos Aires usted latino heredero de esta lengua y estos hábitos usted que se viste y ama como yo escríbalo en su agenda recuerde el nombre de Guatemala como una larga hazaña cumplida sin descanso por los viejos piratas de entrecasa usted minero miliciano enjuto que se jugó la vida en julio para limpiar el aire de los entregadores de Bolivia no se deje engañar no se descuide es el viejo Simón con sus millones es la Patiño Incorporated es la United Fruit ésa es la rosa universal del dólar y el agravio la que se deslizó por Chiquimula la que se meterá en sus cosas si es preciso en el nombre de la democracia en nombre de la Iglesia y del Espíritu del parlamentarismo el individuo y las corporaciones los gerentes de la televisión de las acciones y los pequeños grupos financieros usted venezolano colombiano lleva también el cáncer en su patria pongámonos de acuerdo compañeros esta noche en Bolivia en Ecuador en Chile en Buenos Aires usted usted y yo pongámonos de acuerdo esencialmente en lo que más importa.

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Vamos a conversar a estremecernos y cuando estas noticias entren por las antenas de las radios lleguen al corazón por las orejas razonen como corresponde pongan las barbas tiernas en remojo sepan que el enemigo está bajo el cordero ¿lobo está? está poniéndose los pantalones hasta que venga el cazador del mundo y se concluya el juego con un aullido largo los crímenes impunes las mistificaciones este terror tranquilo que nos destruye el alma poco a poco mientras el mundo sigue su camino y yo me voy como un fantasma imbécil por Calacoto por el Prado arriba hacia la eternidad de estas palabras impotentes.

La Paz, Bolivia, junio de 1954.

Miguel Brascó: Ahora usted, americano del sur en Poemas para la batalla de Guatemala, Editorial Alcándara, Buenos Aires, 1964. [La antología incluye textos, entre muchos otros, de Neruda, Guillén, Alberti, Aragón, Adoum, González Tuñón, Paco Urondo y dos bolivianos emblemáticos: Julio de la Vega y Edmundo Camargo]

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La Paz, a pocos kilómetros de Viracocha

Rodolfo Kusch Bolivia fue la cantera privilegiada donde Rodolfo Kusch obtuvo los materiales para labrar su singular obra filosófica. Él fue el primero que hizo alusión a la “Argentina Andina”, esa que, según él, empezaba cuando el tren ―que subía hasta La Paz desde Buenos Aires―, atravesaba las Salinas Grandes y daba comienzo un viaje ritual que, cruzando el noroeste, trepando la quebrada de Humahuaca, culminaba en el altiplano boliviano. Esos viajes son como la vida misma, decía en sus audiciones radiales de 1963-64 en la ciudad rioplatense, y fue a través de ellos que el más original de los pensadores argentinos, comenzó a escarbar, a escudriñar, a tomar apuntes y realizar grabaciones magnetofónicas, a caminar, a conocer y compartir la vida del objeto de todos sus desvelos: la América Profunda, como la bautizó con pasión. Esa América Profunda, en la visión kuschiana, enlazaba a Argentina con Bolivia, como dos puntas de un mismo lazo, pero atesoraba en el occidente boliviano su reserva moral, su matriz fecunda, su retaguardia probatoria. Esa América Profunda era, desde ya, la América Indígena, la América de las Montañas, la América de La Paz, que visitó innumerables veces y donde hizo muchos amigos, así como en Oruro, donde fue investigador y profesor de su universidad técnica. Rodolfo Kusch nació en Buenos Aires el 22 de junio de 1922. Falleció en 1979. Está enterrado en Maimará, una comunidad indígena de la provincia de Jujuy, República Argentina, donde residió, perseguido por los militares, sus últimos años.

* * *

La Paz está situada en una inmensa hoya, en cuya parte inferior se halla el centro con los edificios más bonitos, y en las laderas, los barrios más populares. En estos últimos y rodeando la hoya, corren numerosas calles, y entre ellas una de muy mala fama y de la cual salen los camiones para el altiplano, llamada avenida Buenos Aires. Cierta vez caminaba por ella y no sé por qué motivo entré en una tienda pequeña y oscura. Ahí me atendió un hombre bajito, de voz aflautada y gestos sobrios. Había venido hace tiempo de Alemania y, quien sabe porqué motivos, vino a parar a uno de los barrios más pobres de La Paz. Pero no debía irle mal. Su seguridad, y cierta dignidad, hacían notar que bebió amasar un pequeño capital y que permanecía ahí un poco por inercia. Sin embargo, se quejaba. Su conversación, como suele suceder con los extranjeros, giró en torno a la falta de orden, aseo y costumbres que suelen afectar a nuestras ciudades. Todo europeo, y quizá con razón, tiene en sus manos las buenas normas que se deben seguir en la vida civilizada, y nunca pierden ocasión de esgrimirlas. Para ello adoptan cierto aire de conmiseración y heroísmo, cubierto con una vaga amargura. ¿Cómo calificar esta actitud? Pues quizá le cuadre muy bien la de “ser caído”. Es la traducción de un término alemán muy usado actualmente en filosofía. “Ser” significaba lo más perfecto y eterno y en la Edad Media se asociaba a la divinidad. Lo de “caído”, pues, está dicho en el mismo sentido como caen las cosas, como cuando Galileo se subía a la torre de Pisa y tiraba desde ahí las cosas para realizar sus investigaciones acerca de las leyes de gravitación. “Ser caído” supone entonces una divinidad caída al suelo, como tirada desde una torre y “venida a menos” una vez llegada abajo.

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En verdad todo esto responde a un simbolismo natural. Solemos situar lo mejor en algún paraíso, que puede estar arriba o en otras tierras y el lugar donde estamos siempre ha de ser el peor, algo así como el infierno. Y siempre uno arriba o lejos y el otro aquí no más pegado a nuestra cara. Y esto aún en el campo técnico. Cuando se habla de las razas americanas siempre se busca un origen fuera de América. Cuando se habla de la vida en el globo terráqueo se piensa también que debe haber venido de otro lado. Cuando se dice de alguien que sabe mucho, se piensa que seguramente debe haber estudiado en el extranjero. Así andamos siempre, importando las cosas del paraíso a este feo mundo que habitamos. Lo mismo hizo aquel tendero alemán que recordaba las buenas cosas de su tierra y se sentía atrapado en el infierno. Pero eso no sólo ocurría con el tendero. Se da también en Buenos Aires, donde solemos dar la misma impresión. Basta haber cursado la facultad y adquirido, ahí, un saber espléndido y organizado para sentir luego en la calle, la imperfección de nuestro ámbito. También el hombre que ha hecho su fortuna entre nosotros y alcanzó una cierta posición social adopta la expresión de estar condenado a un mundo hostil. Evidentemente todos hacemos un esfuerzo por sentirnos “seres caídos” sin saber con exactitud en qué consiste el ser, ni tener realmente una gran urgencia de recurrir a él. Pero es tan heroico sentirse caído en el mundo. Por eso quizá nos quejamos siempre y encontramos nuestro mundo tan mal hecho. Porque si no hiciéramos así, y no criticáramos al gobierno, la familia, los amigos o los negocios, sentiríamos que nos dejamos estar. ¿Y estar cómo? Pues un estar como los animales. Ellos comen, nacen, mueren, se reproducen y nada les preocupa. Cada vez que uno hace ruido en la cocina con los cuchillos, el gato corre apresuradamente y maúlla hasta recibir su ración de comida. Y ya está conforme. El gato es, en este sentido, inferior al hombre y, lógicamente, nunca tendrá entonces cara de un ser caído. Él no sabe en qué consisten los dioses ni siquiera conoce el heroísmo de sentirse caído. Pero no se trata sólo del estar de los animales. Es peor. ¿Qué pasaría si nos dejamos estar en la gran ciudad? Pues, nos morimos. El estar siempre se liga a la vida o a la muerte. Lo decimos: “estar vivo o muerto”. Y eso sí que nos asusta. Por eso, en el fondo, somos como esas cosas tiradas por Galileo, las cuales, una vez caídas desde la torre de Pisa, quisieran ir contra la gravedad y volver al tope de la torre, junto a Galileo. Quisiéramos dejar de estar caídos para volver al ser. Pero eso es imposible ¿verdad? Nunca lograremos volver otra vez arriba porque la gravitación es inflexible. ¿Entonces estamos a la altura de los gatos? En parte sí. También nosotros acudimos a la cocina, sólo que nunca encontramos la comida justa que nos alimente, alguna que nos esquive la muerte quizá. En ese sentido los antiguos incas sabían algo más. Viracocha había creado el mundo, o sea que, en cierta medida, su ser también había caído. Pero no se cae del todo, sino que antes de llegar al caos se desdobla en dos héroes gemelos y estos realizan la labor del dios, y crean al hombre. Luego ellos mueren y resucitan. Pero no retornan hacia Viracocha, sino que se convierten en sol y luna, de tal modo que sirven de intermediarios entre el hombre y la divinidad, porque regulan la siembra y la cosecha. Se diría entonces que entre los incas no era tan grave esta caída de la divinidad. Ella no se destruía, sino que muere y se transfigura, igual que las semillas, porque sol y luna facilitaban el crecimiento y éste siempre va hacia arriba. Ellos sabían que los dioses debían caer en el caos para ser realmente dioses, y lo hacen sembrando la vida. Dios caía y el hombre crecía. ¿Y nosotros? Pues caemos sin más. Nos hemos olvidado de la segunda parte de la fórmula de los incas, la del crecimiento, ese por el cual una planta se deja estar y apenas con un

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poco de agua va creciendo hasta convertirse en árbol. Es más. Los incas sabían lo del gato que acude a la cocina y no encuentra la verdadera comida, pero sabían también que era cosa de que los gatos crecieran hasta ser verdaderos hombres, porque sólo así conseguían otra vez el equilibrio. ¿Y con qué medios? Pues tomando muy en serio eso de estar no más, a la manera de las plantas, con sembrar, morir y transfigurarse, bastaba. Así, a partir del estar se lograba el ser. Sí, eso está muy bien, pero nunca haría yo tal cosa. Porque si no voy más a la oficina, ni hablo con la gente, ni me fijo en los coches cuando cruzo la calle, ¿a dónde voy a parar? Realmente, será a cualquier parte. A que Viracocha, si estuviera en Buenos Aires, tampoco haría eso. Bien que se fijaría en los coches cuando cruza la calle. Bueno, ahí está la diferencia entre los dioses y los hombres. Nosotros iríamos a parar a cualquier parte, pero Viracocha iría a parar adentro de sí mismo. Y a nosotros no nos pasaría así. Siempre esgrimimos ese miedo de ir a parar a cualquier parte, pero no hay otra parte que uno mismo. Tenemos mucho miedo de asumir lo que somos aquí en América. Porque ¿quién se confiesa sin más de que está metido en la hoya de La Paz, rodeado de indios y cholos y enclaustrado en una tienda oscura y maloliente y que aún debe dar su fruto? ¿Quién confiesa sin más que su condición es mediocre y que no hay ningún ser caído, sino apenas algo que está ahí, a la altura del gato, y que tiene que asumir todavía toda su vida y toda su muerte? Aunque sólo sea sin mirar los coches que llegan por la calle ni hablar con alguien, ya que sólo así surge el verdadero ser de uno a manera de un simple fruto, que se logra sólo una vez echada la semilla, morir y luego crecer. Y a eso invita América, a asumir todo el estar, porque está impregnada de él. Claro que para ello habría que creer en Viracocha. Porque si no creemos en él, ¿a quién vamos a seguir? Pues a nadie. En todo caso a Galileo, porque no han quedado otros dioses. Y hay una gran diferencia entre Viracocha y Galileo. El primero nos propone morir y transfigurarnos. Galileo, en cambio, se puso fuera de la vida y de la muerte, en la mecánica universal, y ésta sirve sólo para las cosas que tiraba desde la torre y no para nosotros. He aquí la equivocación del siglo XX. Si Galileo hubiese sabido de Viracocha, quizá no sólo habría explicado la gravitación y la caída de las cosas, sino también cómo las cosas y los hombres pueden volver otra vez del suelo hacia la torre. Y eso habría sido muy útil. Y pensar que ese tendero alemán estaba nada menos que en la hoya de La Paz, a pocos kilómetros de Viracocha. Qué oportunidad se vino a perder. Bueno, la perdemos todos. Ya no creemos que vamos a llegar, puesto que es tan difícil subir con nuestra propia vida y nuestra propia muerte a cuestas, sin ninguna ayuda. Únicamente lo logramos como astronauta, pero aún así terminamos en una tremenda oscuridad, ahí junto a la luna. Rodolfo Kusch: Un tendero alemán en La Paz en Charlas para vivir en América. Tomado de Obras completas, tomo I, Editorial Fundación Ross, Rosario, 2000 [El texto fue escrito circa 1967]

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Un aroma búlgaro de prendas de tweed mojadas Paul Theroux Paul Theroux es una celebridad del mundo literario y un hito en la historia de la literatura de viajes. Se especializó en las travesías ferroviarias y no fue casualidad que llegara a La Paz en el verano de 1977. Lo hizo para escribir una de sus obras más recordadas, The Old Patagonian Express, partiendo desde su residencia en la ciudad de Boston y culminando su periplo en Esquel, en la Patagonia argentina, donde se acababan las vías. Eran tiempos duros para recorrer América Latina, plagada de dictaduras militares, pero el norteamericano no sólo se las ingenió para atravesar todo un continente arrinconado por el odio y por el miedo, sino ―como cuenta en el capítulo dedicado a Bolivia― para regatear, comprar y sacar clandestinamente obras de arte colonial. En su estilo personalísimo, la ciudad de La Paz parece fastidiarlo y tenerlo a maltraer pero, tras el impacto inicial del tremendo choque cultural, luego Theroux se amansa y se va contento en el tren a Buenos Aires con un lienzo potosino en la valija. Paul Theroux nació en Medford, en los Estados Unidos, en 1941. Vivió en Italia, Malawi, Uganda, Singapur y el Reino Unido. En 1966 publicó su primera novela, Waldo. Sus libros a bordo de los trenes incluyen también El gran bazar del ferrocarril (1975), En el gallo de hierro: viajes en tren por China (1988) y Las columnas de Hércules (1995). Su novela La costa de los mosquitos fue llevada al cine en 1986 por Peter Weir, y protagonizada por Harrison Ford.

* * *

Las nubes eran grises y con pliegues negros; y, mientras descendíamos hacia La Paz ―la ciudad se hizo más grande y más fea al acercarnos al fondo del valle―, un relámpago blanco azulado surgió de aquellas nubes a punto de desplomarse. Luego un trueno; y empezó a granizar. El granizo golpeó las ventanas del tren; las piedras eran como canicas: fue sorprendente que no rompieran el vidrio. No me sentía bien. Había dormido mal en Cuzco, había cabeceado en el autobús a Puno; las furiosas calderas del M.V. Ollanta me habían mantenido despierto al cruzar el lago Titicaca. Tenía problemas estomacales, y por una vez mi remedio inglés contra la acidez, que estaba reforzado con morfina, no funcionó. Y por supuesto estaba la altitud: La Paz se encontraba a más de tres mil seiscientos metros, y el tren había subido aún más para poder llegar a la ciudad. Tenia la sensación de estar grogui y medio dormido, me mareaba y me faltaba el aliento. El mal de las alturas se me había metido en el cuerpo y aunque no paraba de beber mi remedio y masticar mis clavos de olor ―me habían empezado a doler otra vez los dientes―, no me encontraría bien hasta que no abandonara La Paz en el Expreso Panamericano. Padecí otra desgracia, aunque al final se convirtió en ventaja. No recuerdo cómo encontré un hotel en La Paz: creo que vi uno con buen aspecto y entré. En cualquier caso, me estaba tomando una aspirina al poco de encontrar habitación y se me cayó el vaso en el lavabo. En un gesto instintivo, intenté atraparlo y me encontré sosteniendo cristales ensangrentados. Era la mano de escribir y la sangre me corría brazo abajo. Salí al pasillo, con la herida envuelta en una toalla y llamé a la camarera que estaba fregando el suelo. La mujer chascó la lengua: la sangre había empezado a traspasar la toalla. Sacó una goma elástica del bolsillo de su delantal.

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―Póngaselo alrededor de la muñeca ―dijo―. Le parará la sangre. Recordé que se decía que los torniquetes eran perjudiciales. Pregunté por la farmacia más cercana. ―A lo mejor tendría que ir a un médico ―dijo. ―No ―dije―. Seguro que se para. Sin embargo, no había caminado dos manzanas cuando la toalla nueva que me había enrollado en la mano volvía a estar empapada de sangre. No me dolía, pero la herida tenía un aspecto horrible. Me la oculté bajo el brazo, para no alarmar a los viandantes. Entonces, la sangre empezó a gotear en la acera. “Maldita sea”, pensé. Era de lo más embarazoso andar por esa gran ciudad gris con una toalla empapada de sangre en la mano. Empecé a arrepentirme de no haberme puesto la goma elástica. Dejé gotas de sangre en el cruce de peatones, y más gotas en la plaza. Pregunté por la farmacia y, al volverme, vi un charco de sangre donde me había detenido y un boliviano que me contemplaba horrorizado. Intenté no correr: correr hace que el corazón lata más deprisa y sangras más. Llevaban la farmacia cinco chinas que hablaban español de la forma gangosa y achiclada en que también hablan inglés. Puse mi goteante mano sobre una papelera y dije: ―Tengo un problema. Antes de salir del hotel había buscado las palabras españolas para decir herida, antiséptico, venda, esparadrapo y gasa. ―¿Sigue saliendo sangre? ―preguntó una de las chinas. ―Creo que sí. ―Quítese la toalla. Me quité la toalla. La sangre salía por la raja de mi palma: era un corte limpio; la carne estaba ligeramente separada y por allí salía un constante reguero de sangre. Empecé a sangrar sobre el mostrador. La chica se movió rápidamente, sacó un poco de algodón, lo mojó en alcohol y lo presionó dolorosamente en el corte. Unos instantes más tarde, el algodón era carmesí. ―Sigue saliendo ―dijo. Las otras chinas y algún cliente se acercaron a mirar. ―¡Qué desastre! ―dijo una china. ―No duele ―dije―. Perdón por mancharlo todo. Sin mediar palabra, otra china me anudó un tubo de goma alrededor de la muñeca y apretó. Más algodón en el corte. El algodón permaneció blanco. La segunda china dijo: ―Ahora no sale. Sin embargo, se me entumecía la mano y vi que se volvía gris. Me asusté. Me quité la goma. La sangre fluyó de nuevo por mi codo. ―Tenía que haberse dejado la goma. ―Creo que es peligroso ―dije. Lo intentaron todo. Echaron alcohol con la botella, apretaron la herida, le aplicaron mercurocromo, la espolvorearon con polvo blanco… Mi mano parecía ya un pastelito boliviano. Nada funcionó; la presión directa parecía hacer que la sangre fluyera más deprisa. ―Ponle la goma otra vez. ―No ―dije―. No es un bueno. ―Es bueno. Funcionará. La otra chica dijo con asombro: ―¡Sigue saliendo!

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―Le tienen que poner puntos ―dijo una tercera chica. ―No es tan grande ―dije. ―Sí. Vaya al médico. Está cruzando la calle. Fui a la consulta del médico, pero estaba cerrada: hora del almuerzo. De vuelta a la farmacia y sin dejar de sangrar, dije: ―Dejen el tubo de goma. Denme una venda y antiséptico. Sé que dejará de salir; tarde o temprano, al final siempre se detiene. Otra china diferente me abrió el paquete de la venda y me ayudó a vendarme la mano; luego me dio lo que quedaba del esparadrapo y las botellas que habíamos utilizado. Me acerqué a la caja y pagué. La herida sangró un poco más, no demasiado, pero sí lo suficiente para empapar la venda de gasa y adquirir un aspecto bastante horrible, como las vendas de broma que los niños utilizan para asustar a sus amigos. El vendaje era grueso; la sangre, rojo vivo. De todos modos, estaba seguro que había dejado de manar. Mientras tomaba un café con mucho azúcar para recuperarme, mantuve la mano en el regazo. ―Vaya. ¿Cómo se lo ha hecho? ―preguntó el camarero. ―Un accidente ―dije sin darle importancia. Y en el banco, al cambiar dinero, apoyé la mano herida en el mostrador. El cajero se mostró diligente; ordenó los billetes, no hizo preguntas, apartó los ojos de mi mano y yo pude partir: fue la transacción bancaria más rápida que había hecho en meses. Me dirigí a la compañía de trenes. El dependiente era mayor, pero rebosaba energía. No paraba de decir: “¡Listo!” Me dijo que me sentara. Obedecí, colocando la mano derecha sobre su mesa y fingiendo no hacerle ningún caso. ―Un billete a Buenos Aires, pasando por Tucumán, por favor. ―¡Listo! ―En coche cama de primera, y me gustaría salir lo antes posible. ―¡Listo! Revolvió unos papeles y, mientras me extendía el billete, dijo: ―La herida, ¿es grande? ―Mucho. ―Listo ―dijo, lanzándome un suspiro de simpatía. Nunca antes había comprado un billete con tanta facilidad. Me alentó tanto la respuesta boliviana a mi mano herida que no cambié el vendaje hasta el día siguiente. Me trataron con gran prontitud, me hicieron preguntas: ¿le dolió?, ¿cómo se lo hizo?, ¿era grande? La mano se convirtió en un estupendo objeto de conversación, y todas las personas junto a las que pasaba se quedaban mirando mi mitón blanco. En Lima había intentado comprar un cuadro pero el precio era absurdamente elevado y había renunciado. En La Paz vi un cuadro mejo, un piadoso retrato de santo Domingo hecho en Potosí a mediados del siglo XVIII. Regateé durante menos de una hora, utilizando la mano vendada para gesticular, y salí de la tienda con la pintura bajo el brazo. ―Es mejor que la meta en la maleta ―dijo la vendedora―. Es ilegal sacar esas obras de arte del país. La mano herida se convirtió en una de mis experiencias más satisfactorias en Suramérica. Aunque luego empecé a temer que estaba abusando de mi suerte. Empecé a preocuparme de que el corte se infectara y la mano perdiera sensibilidad. Parecía una ciudad apropiada a esa clase de espanto; padecía ella misma una suerte de gangrena urbana y, si había una ciudad con aspecto deprimido hasta el punto de parecer herida ―tenía incluso un escabroso color ulcerado―, ésa era La Paz. Su fealdad extrema era

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tan lamentable que resultaba atractiva y, tras examinar más el lugar, lo encontré agradable. Era una ciudad de cemento y pan duro, de tormentas heladas que producían un aroma búlgaro de prendas de tweed mojadas, una ciudad construida por encima del límite forestal en un alto puerto de los Andes. Los habitantes de La Paz tenían una expresión muy digna, exenta de la vigilancia rapaz que había visto en Colombia y Perú. En los establecimientos revestidos de madera, rodeado de camareros de chaqueta blanca, máquinas de café, dulces empalagosos y espejos, ceñudas matronas en una mesa, hombres fornidos con holgados trajes en otras, resultaba difícil creer que no me encontraba en Europa oriental; sólo cuando salía a la calle y veía a los indios masticando hojas de coca en el refugio de una hormigonera recordaba dónde estaba. Llovía constantemente: lluvia fría, esquirlas de hielo, granizo. Aunque la mayoría de la gente estaba vestida para ese clima. Llevaban gruesos abrigos y pesados jerséis, sombreros de lana e incuso guantes y mitones. Los indios tenían un aspecto corpulento y redondeado, y algunos llevaban orejeras bajo los bombines. Vi el sol una vez. Apareció una mañana a través de un claro en la niebla que se cernía sobre el desfiladero y era muy brillante sin ser cálido, un simple destello cegador que pronto quedó eclipsado por más niebla. La predicción meteorológica del periódico solía ser siempre la misma: “Nubes, niebla, algunas lluvias, sin cambios”, como alguna época del año en Maine, salvo que en La Paz no conseguí deshacerme de las náuseas. Estaba cansado pero no lograba dormir. No tenía apetito y si tomaba un trago me encontraba tambaleando. Y es difícil ser un extraño en una ciudad fría: la gente se queda encerrada, las calles están vacías tras el cierre de los comercios, nadie se queda paseando por los parques y, en un clima frío, la ausencia de objetivo ―o lo que se le parece― es siempre un reproche al viajero ocioso. Enrollé la pintura, la escondí en mi maleta e hice los preparativos para partir. Paul Theroux: The Old Patagonian Express. Titulo de la edición española: El viejo Expreso de la Patagonia. Un viaje en tren por las Américas. Traducción de Juan Gabriel López Guix, Ediciones B, Barcelona, 2000 [1ª. Ed., Cap Code Scriveners, 1979]

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Una ciudad sin cerros no valdría la pena de vivir en ella Jaime Sáenz Jaime Sáenz nació y murió en la ciudad de La Paz (1921-1986). Ya está dicho: es el poeta de la ciudad; es el alma de la ciudad. Nadie que pretenda conocer La Paz puede eludir su obra, de una potencia única. Recién el mundo comienza a descubrirla: hasta ahora, eran otro raro tesoro que deparaban las montañas, sus montañas.

* * *

Esta masa colosal, que se interpone entre Miraflores y Sopocachi, y que a lo largo de varios kilómetros constituye el contrafuerte del Choqueyapu6 en el margen oriental, se eleva a considerable altura del nivel del río alcanzando su punto culminante en el corte por donde cruza la avenida del Ejército que, partiendo de la avenida Saavedra y desembocando en la calle Zapata, sirve de vínculo a los mencionados barrios. El cerro de Laikakota representa por sí mismo, en la conformación y en la propia naturaleza del paisaje de la ciudad de La Paz, algo demasiado importante y que resulta asimismo por demás evidente como para tener que abundar en ello. Baste decir que, en ausencia de tan estupendo cerro ―y valga por esta vez el supuesto puramente hipotético―, el prodigioso encanto que nos ofrece la contemplación de la ciudad, con la hermosura de sus primeros planos en Llojeta, en el Calvario, en El Alto y otros puntos, y con la imponente majestad de las montañas en los planos de fondo, presididos por el Illimani, desaparecería de hecho y quedaría reducido a la nada, con lo que La Paz se vería convertida en una ciudad como cualquier otra, una vez desposeída del inconfundible sello por el que precisamente ―desde el punto de vista topográfico― es y será lo que siempre ha sido. Al pie del cerro y orillas del Choqueyapu, en un espacio próximo ya a la región en que el terreno va descendiendo para configurar la suave hondonada en que se asienta Obrajes, extiéndese un basural impresionante y de proporciones en verdad gigantescas, ofreciendo un cuadro macabro y de pesadilla, con espesos mantos de humo que se ciernen sobre un vasto sector y que se desprenden de hogueras dantescas, las que devoran incesantemente las ingentes y siempre renovadas acumulaciones de basura. Y este basural titánico es de por sí un verdadero paraíso para muchedumbres de seres que moran en profundas concavidades del cerro y que, si no son precisamente demonios, como que en rigor no lo son, han de constituir en todo caso una humanidad extraña en grado sumo, formada como está todo ella por criaturas que parecerían haber salido del averno para burlarse y para mofarse de un mundo que desprecian por no corresponder seguramente a su modo de vida, fundado a partir de una visión de las cosas que difiere radicalmente de aquella que rige la conducta de los demás, pues para ellos, la civilización y las buenas costumbres, el trabajo y los valores y las normas, y todo lo demás, no son sino mera patraña, y en último término, cosas que no tienen absolutamente el más mínimo sentido. Pues estas criaturas, que parecen haberse confabulado para hacer escarnio de los dictados de la sociedad, y que parecen haber renunciado voluntariamente a la existencia para vivir una muerte, vale decir para morir una vida verdadera, podría afirmarse que no

6 Se refiere al río principal que atraviesa a la ciudad de La Paz

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son nada, pero sin embargo, al mismo tiempo son todo. Son ellos. No son ni pordioseros, ni malhechores, ni asesinos, pero son ellos. De nada se ocupan; y si por ventura hacen algo, será escarbar a determinadas horas la basura, y tan sólo para procurarse algunos desperdicios destinados a su alimentación. Alguna vez uno se topa con uno que otro de estos seres, y por pura suerte si se quiere, a poca distancia del cerro, en la encrucijada del camino, cerca del puente o en las vecindades del Teatro al Aire Libre. Y uno se queda estupefacto con su trato cordial y sincero, con su dignidad y buenas maneras y con su lenguaje, objetivo y concreto, con su humildad y lucidez, con su admirable y profundo sentido del humor, todo lo cual, según resulta evidente, sólo corresponde a hombres libres y totalmente dueños de sus actos, en consonancia con cierta armonía interior. Y he aquí un gran misterio: alguna vez se los ve borrachos perdidos; y ante esto, si no piden limosna, como que en efecto nunca jamás la piden, uno se pregunta de dónde sacan plata para emborracharse. Algunos de entre estos seres, los hay que están locos; pero, viéndolo bien, en realidad, no es que lo estén, sino que decididamente lo son, y de tal manera, que la locura de semejantes criaturas vendría a resultar una cosa grande y libre, una función desbordante al parque sintetizadora de las percepciones, esto es, una facultad o, si cabe, un modo de ser, que no locura, cosa ésta que por desgracia ni siquiera los grandes psiquiatras entienden, y ni qué decir los pequeños. Y a todo esto, uno finalmente echa de ver que los extraños moradores del Laikakota no son seres inútiles ni constituyen una lacra para la sociedad, bien entendidas las cosas; pues no es que sean útiles ni inútiles, sino que, sencillamente, no son ni lo uno ni lo otro, habida cuenta que toda noción de utilidad carece por completo de significado en un mundo verdadero, en un mundo en que la vida y la muerte se pasean del brazo a toda hora. Sea de ello como se fuese, el cerro de Laikakota es hoy y siempre el gran cerro ciudadano. En efecto, una ciudad sin cerros no valdría la pena de vivir en ella. De la misma manera, un cerro dejaría de ser tal si no tuviera el magnetismo y la fuerza suficientes como para convocar y como para nutrir a los seres más extraños y profundos que hayan existido jamás. Jaime Sáenz: En el cerro de Laikakota. Tomado de Imágenes paceñas. Lugares y personas de la ciudad. Difusión, La Paz, 1979

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Son como un acorazado estas cholas paceñas

Malú Sierra Malú Sierra es periodista y activista en la defensa de los ecosistemas y las culturas originarias de su Chile natal. Conoce y admira Bolivia desde hace muchos años. Es autora de la trilogía Donde todo es altar, sobre las culturas y las visiones de mundo de los tres pueblos indígenas que habitan el territorio chileno. Eso la trajo a Bolivia para indagar sobre los aymaras. Derrocha entusiasmo y amor por ellos y los buscó en La Paz, El Alto, Tiwanaku, la isla del Sol, la región Kallawaya. Escribió varios libros sobre diversos temas. Uno que causó polémica es su biografía de Michelle Bachelet, la primera mujer presidenta de su país. Lo hizo en colaboración con Elizabeth Subercaseaux. Con ella, también escribió una biografía de Evo Morales Ayma, el primer presidente indígena de Bolivia, aún inédita.

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A la sombra del Illimani, una de las montañas más sagradas de los Andes, se levantó la urbe mestiza. Como el monte Kaylas, del Himalaya, el imponente nevado ha sido objeto de culto y veneración desde tiempos ancestrales. Allí moran los achachilas, espíritus protectores a los que se invoca en las ceremonias religiosas de la vida diaria. La Paz está bajo su tutela y protección. No es la capital de Bolivia, que según la Constitución de la República es Sucre, sino la capital del Collasuyo, el territorio de la nación aymara. Si bien las infinitas mezclas hacen difícil percibir las diferencias étnicas entre aymaras y quechuas, y aunque se podría hablar de una cultura andina, lo cierto es que la gente del altiplano habla una lengua propia que los distingue del resto. Y que a pesar de todas las uniones ha mantenido sus propios rasgos culturales. Se adueñaron de La Paz desde su misma fundación y la convirtieron en una de las urbes más indígenas de América. La ciudad criolla fue creciendo en simbiosis con la ciudad india y se acrisoló una nueva raza, el cholo urbano, que tiene cinco siglos de existencia. Quiso ser blanco y no pudo; cambió su nombre y apellido. A sus hijas les sacó la pollera y las mandó a la escuela. Se integró a medias a la civilización dominante pero siguió siendo indio, nativo de esas pampas desoladas y de esas cordilleras inclementes. La ecoantropología es una nueva ciencia que estudia a los humanos en relación con el medio ambiente. Del indígena se dice que es “telúrico”, por el contacto que establece con los elementos; la tierra, el sol, el agua y todo lo demás. El indio andino, aunque viva en la ciudad, no puede dejar de sentir el entorno excepcional que le tocó por morada. Nunca baja más allá de los 3.300 metros sobre el nivel del mar: como quien vive en las nubes. Ha de tener, por lógica, una perspectiva distinta del planeta Tierra, como puede tenerla cualquiera que se empine bien arriba para mirarlo mejor. La visión cósmica es natural desde ese punto de vista. La Plaza de San Francisco es un punto de encuentro. Un domingo en la mañana resulta ser un cuadro costumbrista que bien valdría la pena pintar por su colorido y su belleza. Desde temprano llegan las cholas de tres polleras y sombrero tipo Borsalino a rezarle a su santo preferido, que los hay para todas las necesidades en el gran templo colonial. Los

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constructores de Tiahuanaco y Macchu Picchu cantearon la piedra de esta basílica monumental que se terminó el 27 de octubre de 1772, según reza una tosca inscripción. Un encaje pétreo que se recorta contra el cielo azul oscuro de las alturas. Hasta allí llega Brígida España Góngora, una chola elegante de manta y sombrero negro. “¡No hay cómo ponerse Borsalino, pues; volando están los rateros!”, comenta llevándose la mano a la cabeza para afirmarse el tongo que se equilibra apenas. No es de marca, es más barato, explica. Cuesta menos de la mitad. Ella tiene 75 años y su familia es de Cororo, de habla quechua. Famosos por sus tejidos, esas mantas multicolores hechas de lana fina. Pero ella nació aquí, es de aquí, nunca ha vivido en el campo. Está sola porque sus hijas partieron y su única hermana “ha finado”, dice, usando el castellano a su manera. “He criado a mis hijas sin pollera”, explica orgullosa. Usar pollera “es bien denigrado; nos dicen indias”, afirma. Sin embargo ella volvió a usarla porque le acomoda. Educó a sus niñas como criollas y hoy día una trabaja en los Estados Unidos y otra en Tarija, como maestra. Se ven enormes las mujeres con la falda de “pana” o gamuza sintética, imitación terciopelo, y a lo menos tres centros, como llaman a las enaguas. En invierno le agregan otra enagua de lana. Encima llevan además un delantal, casi siempre de cuadritos, con una gran pechera y bolsillos para todo. La manta es de rigor: de color claro las más jóvenes, café o negra las ancianas. Usan zapatos tipo reina, de taco plano, y el infaltable aguayo amarrado en la espalda para cargar el niño y los bultos. Son como un acorazado estas cholas paceñas, amplias, acogedoras, maternales. Imposible no quererlas. Las que se dedican al comercio, que son las más, pasan el día en la calle instaladas con sus puestos: tres kilos de papas, unos ajos y unas cuantas zanahorias, son más bien un subterfugio para la vida social. Muchas conservan su tierra, a veces ni media hectárea, a orillas del Titicaca. Allí van a sembrar papas, habas, arvejas, en yunta con su marido, siguiendo la tradición. La mayoría vive en El Alto, barrio satélite que ha crecido explosivamente en las afueras de la ciudad. Justo arriba, en verdad. Entre el aeropuerto y el lago se fueron instalando los inmigrantes rurales que ya van llegando a medio millón de almas. Allí reconstituyeron sus ayllus en las juntas vecinales, que es el nombre oficial de las comunidades urbanas y la democracia india funciona tal como ocurre en el campo. Si de algo se sienten orgullosos los habitantes de El Alto es de su organización. Como en toda América los indígenas son los más pobres, a menudo marginales, mano de obra barata de la sociedad industrial. En El Alto carecen de casi todo: agua, luz, alcantarillas, en un importante porcentaje. Pero tienen mejor clima en sus 4.100 metros de altura porque mientras en la ciudad hay neblina allá arriba brilla el sol. El progreso material y la contaminación consiguiente amenazan con tapar la hermosa urbe construida en la ollada. Si no se le pone atajo el Illimani será entonces sólo un recuerdo, una leyenda bonita para contarla a los nietos. Inmutables, las cholas compran y venden a la salida del templo mientras una radioemisora de la capital reparte desayuno a los mendigos y una banda de la policía hace resonar los bronces. El sol refulgente de ese fin de verano viste de fiesta el ambiente. Los que piden habitualmente son campesinos de Potosí que deambulan por las ciudades por causa de la sequía que arruinó sus tiendas. A la dura vida del campo se le opone hoy día la desidia. Convertidos hoy en pordioseros o en vendedores de cosas innecesarias viven con el mínimo esfuerzo, esperando poder volver. Aunque lo más probable es que no vuelvan jamás. Se acostumbraron a la ciudad y es resulta cómodo lavar la ropa de los niños en la pileta de la plaza del hotel Sheraton, por ejemplo, en pleno centro de la ciudad. Cuando uno consigue desprenderse de las atracciones que le ofrece el fascinante mundo de afuera, recién puede entrar al templo…

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Malú Sierra: El corazón aymara está en La Paz, la capital del altiplano, tomado de Donde todo es altar. Aymaras, los Hijos del Sol. Editorial Persona, Santiago de Chile, 1991

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¿Dónde está mi australianita? Román Morales García Román Morales García nació en 1962 en Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias. Luego de explorar toda la geografía guanche, se lanzó a aventuras mayores, como descender en canoa el río Amazonas desde Iquitos hasta Manaus. A fines de los 80, se propuso unir caminando América del Sur, desde la caribeña Cartagena hasta Ushuaia, en Tierra del Fuego. Lo logró, demorando tres años y medio en su cometido. En La Paz, conoció a mi amigo Pedro Aramayo, y lo recuerda en su libro. Casi muere al cruzar en solitario el salar de Uyuni ―12.000 kilómetros cuadrados de sal y silencio― y esto conmovió tanto a Eduardo Galeano, quien le dedicó un texto. Su bitácora del viaje que tituló Buscando el Sur, se convirtió en un libro de culto entre los amantes de los viajes y las aventuras genuinas.

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En uno de esos boliches paceños encontré una gavilla de trigo tomándose un estrambótico te mientras consultaba el Southamerican Handbook, guía con la que se suelen mover los mochileros sajones por el continente. Era muy linda, y su abundante cabellera de oro se le escurría por debajo de la sombrera de paja. Llevaba puesto un traje que era un canto a la primavera, todito estampado de alegres flores, y sus ojitos verdes fisgoneaban por encima del libro para tropezarse con mi cara de papa arrugada por los soles del camino. La técnica del acercamiento “sonrisa a distancia” a veces no da buenos resultados y siempre existe la posibilidad de que te saquen la lengua desdeñándote. Pero esta vez se abrió una réplica perfecta en su boca. Armado con la garantía que ofrece una sonrisa benévola, me levanté de la mesa cual gallo bien seguro y me acerqué hasta ella a tantear unos primeros gramos de comunicación estereotipada. ¡Vaya, de cerca era aún más linda! Ante su castellano vietnamita, tuve que recurrir a los parcos conocimientos de inglés adquiridos en la autóctona universidad de Chamorra; “Hello, I am Romanito, you are very pretty, baby”… y todas esas chorradas que uno no suele emplear cuando habla el idioma propio. Con todo, la cosa no fue tan mal, logré sonsacarle su nacionalidad australiana y el tiempo que llevaba rulando por Sudamérica, concretamente Brasil, donde había tenido un intenso romance con un carioca que terminó en final amargo. Ahorita se recuperaba afectivamente y logré entenderle que mi compañía le hacía mucho bien, como que le caía en gracias. ¡Qué bueno! ―pensaba para mis adentros―, soy un tipo chévere, esto va viento en popa a vela hinchada. Cuando se pasó del té a la cerveza pensé que ya el carioca había sido definitivamente desterrado de su mente y que ahorita andaba naciendo una nueva mujer sin resentimientos ni prejuicios hacia el género opuesto. Varias horas anduvimos juntos esa mañana, todo muy bien, todo muy ilusionante. Ella tendría la tarde ocupada haciendo algunas diligencias, pero estaba dispuesta a que nos viéramos esa misma noche a las ocho para ir a tomar unos tragos a cualquier peña folclórica que había en la ciudad. Me retiré a la pensión satisfecho con la novedad de la prometedora velada. Pasé la tarde tumbado sobre la cama, pensando en aquella criatura hermosa con la que muy pronto bailaría unas sabrosas piecitas musicales: mis manos se sobaban solas al imaginarme nomás

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a la muchacha delirando entre mis brazos. Hasta me dirigí a Ekeko7 para que cuando llegara el momento del beso triunfante no me diera una hipoxia por falta de oxígeno: un beso prolongado a cerca de cuatro mil metros de altura podría conducir a un lamentable cuadro patológico. Ya no recordaba cuánto tiempo hacía que no me tomaba tan escrupulosamente en serio la higiene personal, hasta llegar a comprar unas hojillas de afeitar para eliminar esos pelillos incordios que se suben hasta el cachete. Llegada la hora X, me planté delante del quebrantado espejo de la habitación, haciéndome unas recomendaciones mentales: “Bien, muchacho; llegó el momento, ella parece tener una educación exquisita, así que guárdate sus tosquedades de caminante y trata de ser príncipe cortés por una noche… sólo así te irá chévere”. Salí de la pensión hecho un dandy, orgulloso de los perfumes que exhalaban mis axilas. Todo iría bien, aquella muchacha maravillosa sortearía los obstáculos de la diferencia idiomática para crear juntitos un lenguaje más táctil y universal. Estaba convencido de que la linda muestra de la Commonwealth había sido enviada por el destino, desde el mismísimo teatro de la ópera de Sydney, simplemente para que nos encontráramos en la capital boliviana. Pero ese destino imaginado que uno extrae de las marismas de la vanidad se me reviró para aplicarme una curita de humildad. No conociendo bien La Paz, había quedado con ella en la plaza de la colonial iglesia de San Francisco, uno de los puntos neurálgicos de la ciudad, en pleno centro. Yo me estaba alojando en un barrio más alto y vine bajando por entre las callejas del cementerio para llegar a un lugar desde el cual se veía perfectamente la ansiada plaza. Desde allí podría ver a la subyugante australiana moviendo la cabeza en todas direcciones, preocupada ante mi retraso deliberado, para luego bajar a su encuentro. Pero no, no fue así. El plan era perfecto pero no tuvo en cuenta los avatares de la vida política de la ciudad. Cuando llegué al lugar desde donde se divisaba la Plaza de San Francisco con su hermosa iglesia, hallé un Atlántico de gente. No cien, ni trescientas, ni mil, sino cientos de miles de personas aclamaban al candidato del partido oficialista Ronaldo Maclean, que desde un soberbio estrado pedía el voto del pueblo para su candidatura a la alcaldía de la ciudad. ¡Toma ya! La iglesia y todo su amplio espacio circundante eran un enjambre humano donde no cabía ni un suspiro. El mitin tenía mucho de fiesta y de carnaval serrano, con agrupaciones populares de bailarines, diabladas y desfile de carros alegóricos; todo el mundo reía y celebraba, todo el mundo menos el abatido pretendiente. Me senté en la acera, atónito… ¿Dónde está mi australianita matarile-rile-rile…? Imposible ponerse a buscar; la masa se la había tragado y con ella mi impresentable seguridad varonil. Horas después retorné a la pensión en la calle Mayta Capac. La almohada de la madriguera que había alquilado estaba llena de polvo: pasé toda la noche estornudando mientras maldecía, riéndome, a la joven democracia boliviana. Román Morales García: Buscando el Sur. Ediciones La Palma, Madrid, 1995

7 Deidad aymara de la abundancia. El gran fetiche de la ciudad.

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Maravilla y vértigo Pablo Cingolani

La primera vez que arribé a la ciudad de La Paz fue en 1983. Llegué en compañía de mi amigo Fabián Luna, arrimaba los veinte años y el desembarco no pudo ser más alucinante: bajamos de un camión ―que nos trajo a los tumbos desde el villorrio altiplánico de Challapata cargando vidrio molido― en la mismísima plaza Pérez Velasco ―corazón, nervio, mojón― a eso de las 3 AM de una noche sin estrellas. El panorama nos arrebató los ojos de inmediato: los edificios se estaban quietos y silenciosos pero el mundo se movía alrededor nuestro en una danza pegajosa, dionisíaca y febril. Nos costó entender que eran ebrios y no guerreros de la corte de algún rey imaginario los que deambulan, tropezaban, bailaban a esas horas de la madrugada, calentando sus huesos junto a una improvisada fogata o saltando por encima de montículos de basura. Demoramos en creer que eran vendedoras de comida y no sacerdotisas de un culto desconocido para nosotros, las señoras que, ataviadas con pañuelos blancos en sus cabezas, veíamos brillar entre las llamas, atizando sus fuegos, asando sus “anticuchos”, un trinche de corazón de vaca rociado con salsa de maní picante. La ciudad estaba muda, dormida, agazapada pero la primera impresión –que siempre es la que cuenta- no sólo nos fascinó de improviso y sin medias tintas sino que también nos golpeó como un cross a la mandíbula, demoliendo la idea que traíamos desde Buenos Aires acerca de lo que era o podía ser una ciudad. Ya había conocido también otras ciudades ―como Roma, Londres o Nueva York― pero La Paz me colmó de inquietud, me imantó desde el comienzo, me ancló a esas personas que un día cualquiera, una noche cualquiera, estaban allí celebrando sus vidas y desmintiendo no sólo mis ideas acerca de las urbes ―que, en verdad, me tenían sin cuidado; creía, entonces, que las ciudades eran todas iguales y que sólo servían para atravesarlas― sino las ideas que, en general, se manejan en torno al concepto ciudad. Ese desorden era conmovedor y contagiante y negaba esa premisa según la cual la ciudad ideal ―la “ciudad total”, la ciudad celeste, la ciudad de las jerarquías― es orden por sobre todas las cosas: caminábamos por las calles de la Pérez hacia arriba asombrados en medio de ese fervor pagano como si hubiésemos descubierto Babel pero una Babel de sensaciones, de sentimientos, de intensidades mezcladas. Una Babel antiquísima pero renovada a la vez. Una ciudad, no-ciudad: otra cosa; algo que, desde ya, hubiera sido imposible leerlo en los libros y, a la vez, era carne de otra historia, arcilla de otros dioses, harina de otro costal. Ese desorden estaba vivo, chorreaba almíbar, gritaba y gemía en su verdad. Esa noche, sin estrellas y sin cama ―ya que ningún alojamiento nos franqueó sus puertas que estaban, por si acaso vale decirlo, cerradas bajo cien candados―, dormimos en el mismísimo retén policial de la Garita de Lima. Incluso, sin ser invitados, asistimos a una memorable trifulca entre los policías, un tipo reventado de trago y una chola que enfrentó a cachetazos y patadas a los uniformados… La ciudad sangraba pero era sangre añeja, nueva y rebelde a la vez. Años después, me pregunté mil veces por qué en vez de subir hacia las laderas, no bajamos, cruzando la Plaza San Francisco, por la avenida Mariscal Santa Cruz, hacia el

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centro de la urbe. Por qué fuimos en esa dirección y no hacia la otra. Estoy convencido que ese impulso ascensional tuvo que ver con el alma misma de la ciudad, con su ajayu como dicen los aymaras, que nos embriagó y nos cercó, apenas arribados. Es que, la ciudad de La Paz es, en realidad, dos ciudades: la formal, la cartográfica, la histórica urbe fundada por los españoles al fondo de un valle atravesado por un río (que ha conservado su nombre original: Choqueyapu) en octubre de 1548 como un símbolo para zanjar sus guerras intestinas en el Perú de los primeros años de la conquista (de ahí su nombre: Nuestra Señora de La Paz) y la otra, la ciudad indígena, que preexistía como asentamiento humano antes de la llegada de los europeos y que fue blindándose con sucesivas oleadas de emigrantes rurales y con las consecuencias del mestizaje racial dando origen a lo que en la América Andina se conoce como “cholo”. Esa otra urbe, la ciudad cobriza, la ciudad mítica, también tiene su propio nombre: Chuquiago Marka, Chuquiago a secas. Esta segunda ciudad acorrala a la primera, la ciñe como una faja de acero en su encajonamiento a lo largo del río principal y produce un fenómeno sociológico único: arriba los pobres, abajo los ricos. Toda una consigna política: aquí los pobres –los indios, los cholos- están por encima de los ricos que son blancos o descendientes de blancos; ellos ocupan los solares de abajo mientras que los desheredados fueron poblando las laderas de las montañas –cada rincón, cada quebrada, cada pequeña meseta- hasta quedar colgados encima de los nuevos dueños y siempre a punto de derramarse, de inundarlos, de “bajarse”, un temor arraigado y que se transmite de generación en generación desde que un caudillo indígena llamado Tupac Katari cercó la ciudad española en 1781, apretando la faja y matando de hambre a sus pobladores. Chuquiago Marka, la ciudad indígena, creció impulsada por el azar y la necesidad y las casas de sus habitantes fueron estableciéndose de acuerdo a los límites que imponía la orografía. Pero lo hicieron elevándose, trepando los cerros, hasta llegar al borde mismo de la hoyada donde se asienta la ciudad formal y que no es otro que el mismísimo altiplano, es decir, uno de los techos del mundo, situado a cuatro mil metros de altura y donde se ubica la ahora célebre ciudad de El Alto, famosa por la rebeldía de su gente, nuevos emigrantes del campo y de las minas que, en verdad, viven allí porque más abajo ya no cabe más nadie. Lo cierto es que esa ciudad ancestral pero azarosa, mítica pero que muta, crece, se expande de manera permanente e inverosímil como un octópodo fantástico ―hay casas sobre el aire; hay casas que desaparecen súbitamente arrastradas por un alud de piedras; hay casas que semejan naves internándose en mares desconocidos―, esa ciudad era la que brillaba delante nuestro ―las miles de luces de las viviendas y las callejuelas te secuestraban los ojos y no podías dejar de mirarlas―, y, en ese brillo ―no lo sabía aún pero lo sentía― latía el alma de la ciudad real, su ajayu, acunado entre los vientos que arrecian desde la altipampa, el granizo feroz que la azota cada verano, la lluvia que cuando baja suma siempre nuevos torrentes a los trescientos cursos de agua que la atraviesan. Por eso, en vez de bajar, subimos. Por eso ese impulso ascendente. Por eso, tal vez, ese amor a primera vista. Años después, encontré incluso una definición lírica exquisita con relación a ello: en Patria mía, Ezra Pound, sintiendo la nostalgia del exilio por los rascacielos encendidos de su Nueva York querida, escribió:”Aquí hay poesía/pues hemos hecho descender a las estrellas”.

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Aquí es lo mismo pero en una dimensión que nunca acabaremos de definir, de asir con palabras: la ciudad, desde la hoyada donde se la creyó segura y enclaustrada, sube, ha subido, poblando de estrellas las laderas de las montañas, poblando de estrellas Chuquiago Marka. Lo increíble para la ciudad del Choqueyapu es que si uno la mira desde el borde del magnífico anfiteatro natural que es la hoya del Choqueyapu o desde cualquiera de sus “apachetas” –altares naturales situados en encrucijadas geográficas-, verá un mar de estrellas (el mar de arriba y el mar de abajo, como dice un antiguo himno dedicado a Viracocha) y ya no sabrá donde está parado: el vértigo es uno de los ingredientes claves de esta ciudad, un tajo que vibra entre las montañas que sube o que baja hacia o desde el cielo, lo mismo da. Al otro día, cuando alzamos campamento de la comisaría, y salimos de ese agujero que nos sirvió de albergue, a las seis de la mañana, habían desaparecido la basura, los borrachos y las brujas y la ciudad también bullía a punto de hervir: era un enjambre de transeúntes, yendo de un lado para el otro, carros, buses, gente pedaleando en sus bicicletas, vendedoras que te ofrecían lo que fuera, hasta soga para ahorcarte, mujeres vendiendo comida ―“api”, buñuelos, desayunos―, niños, perros, policías; todo envuelto en una sinfonía de colores que te alumbraban los ojos, todo cocinándose en un trajín que olía a milenario para empezar por las marcas que atestiguaban los rostros de los protagonistas: eran todos cobrizos, eran todos indios. Lo que horas antes nos asemejó una página mal digerida de Las mil y una noches ―mitad sueño, mitad verdad―, por la mañana comenzaba a cobrar forma, a pintarse con los matices de la historia ―tenía en mi mochila Indios en rebelión de Taboada Terán y la saga de los días de la Revolución de Abril en mi memoria―, a instalarse en mi mente con otro contenido, otro significado. Supuse ―y supuse bien― que esa ciudad de La Paz/Chuquiago Marka era única, legendaria, difícil de describir para quien no lo conoce y no la siente. No me equivocaba: recién, tras 18 años de vivir entre la maravilla y el vértigo que aún me arrastran, 18 años de vivir en la ciudad de La Paz, me animo a escribir sobre ella… De pronto, perdidos entre el tumulto de gente, de voces, de olores, de sensaciones, de prodigios que se sucedían sin mengua ese mañana cualquiera de un día cualquiera, lo vimos, vimos el primer milagro (he visto demasiado en casi dos décadas): el Illimani, la montaña mágica de Chuquiago Marka. Parafraseando a Sáenz, el poeta de la ciudad, la mole se estaba; el Illimani, la montaña que más he mirado y amado en mi vida, estaba allí, señalado, imperturbable, inconmovible. Estaba allí, de frente y a una distancia que podías rozar con los dedos de la mano, resplandeciendo de bendiciones con su leche perpetua coronando la ciudad y nuestra mirada agradecida. Estaba allí: él y su infinito vacío. Mi dios: cuando uno ve el Illimani esos días puros del invierno, cuando parece que el cerro fuera a derramarse sobre los edificios (desde la Avenida Camacho, por ejemplo), cuando uno siente su presencia imperturbable y eterna desde cada lugar donde el cerro destaca (que es todo el ámbito de las laderas, cuando se supera la línea vana de competencia con las construcciones hechas por el hombre), cuando uno se aproxima a él, siente no sólo la abrumadora supremacía del paisaje natural sobre el paisaje cultural (aunque, en La Paz, ambos combinan, yuxtapuestos en una rivalidad de siglos) sino también la fragilidad de

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todo cuanto nos rodea frente a la fortaleza invencible de la piedra, de la nieve, de la montaña. Estábamos en presencia de la waka principal: Hillema, el adoratorio más importante de los antiguos moradores del valle que han legado a la urbe moderna sus convicciones cósmicas, su conocimiento ancestral, sus saberes mágicos. Por ello, frente a la montaña que te deja sin aliento y que te llama, uno termina advirtiendo y comprendiendo que en la hoyada, coexisten tres ciudades: una es la que figura en los mapas y en las rutas de vuelo; otra es la que se eleva por las laderas, trepando como una serpiente de miles de cabezas; la última es la que descubres cuando se te revela el poder de las montañas: una ciudad subterránea, primordial y etérea, que sólo sabes que existe si buscas dentro de tu corazón, si la encuentras dentro de tu mismo. Esa ciudad invisible es, al final, la que se impone y es la que te amarra con sus poderosos tentáculos de vida, con sus sutiles pero no menos colosales lazos de muerte: es la urbe verdadera, es la encrucijada hecha destino, que se eleva, teje, trama, tensa tu ser, te halaga y te desarma, te asfixia y te revive, va cercándote, seduciéndote, dejando su marca en tu espíritu: cuando lo adviertes, ya es tarde. Nunca te abandonará; nunca dejarás de acunarla: basta mirar el Illimani, basta sacudirse con la nieve y la piedra, basta sentir para convocarla… Pablo Cingolani: La Paz, maravilla y vértigo. Primera versión publicada en el blog www.cingolani.ssolucion.com, La Paz, 30 de enero de 2006