Urquizo-Memorias de Campana

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historia mexicana escrito por Urquizo

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Al soldado se le ve casi siempredesde lejos: despersonalizado, enlos desfiles. Cuando se habla de él,la mención toma la formageneralizada de «heroicos Juanes».Lo mismo ocurría a principios desiglo cuando los «pelones»,soldados rasos, eran un merodecorado para que se lucieran losaltos jefes entorchados de oro,tocados con un casco emplumado ygraduados en las escuelas militaresde Prusia. También se les temía: lasórdenes que debían cumplir eran

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con frecuencia crueles.Francisco L. Urquizo, quien seincorporó a la Revolución en 1911y en calidad de soldado raso seinteriorizó en la vida militar, sirvióa Madero y a Carranza y llegó aalcanzar el más alto grado militar,propone en sus libros —y enespecial en Memorias de campaña— una visión del soldado desdedentro. Así, describe las penuriasdel cuartel que se inician al toquede Diana y que incluyen el ranchoínfimo, la disciplina estricta, la

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arbitrariedad de los jefes, dentro delas jerarquías en las que, como sedice, «una orden se cumple, no sediscute».Urquizo escoge un soldado —en elque se adivinan numerososcaracteres autobiográficos— y lohace actuar en un periodoespecialmente difícil delmovimiento revolucionario: el queva de la Decena Trágica a la muertede Carranza en Tlaxcalantongo,alternando la descripción de la vidamilitar con la narración de la

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historia, vistas ambas con los ojosdel soldado. El resultadosorprende: una historia que ha sidonarrada de muy diversas maneras—algunas de ellas ya disponiblesen ePubLibre.org— cobra nuevaprofundidad.

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Francisco L. Urquizo

Memorias decampaña

ePub r1.0IbnKhaldun 18.09.14

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Título original: Memorias de campañaFrancisco L. Urquizo, 1971

Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.1

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La hora de la limpia

INVARIABLEMENTE a las tres de latarde, todos los días, la banda detrompetas del regimiento tocaba«limpia»* y de inmediato la tropa,conducida por los sargentos,

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desfilaba desde sus cuadras hastalos macheros en que estaban loscaballos. Su uniforme era de drilcrudo: quepí enfundado, blusalarga, amplia y suelta que llegabahasta las rodillas; pantalón ajustadoy cañones de botas con acicates. Ensus manos traían, en un lío, hechocon el ayate, la almohaza, el cepilloy un trapo. Llevaba también cadauno un cabestro y bozal tomados dela montura para conducir a loscaballos de los macheros al patiodel cuartel.

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El acto de la limpia o aseo dela caballada tenía en losregimientos tanta importancia comola misma «lista de las seis de latarde». Hasta el propio coronel,jefe de la corporación, estabapresente. Era una tradición, casi unacto solemne. Ahí estaban presenteslos jefes, todos los oficiales ydesde luego —¡claro!— la tropa yla caballada; es decir, estaba elregimiento todo. La colocación enel gran patio del cuartel era laconocida de antemano: los

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escuadrones en línea, cada oficial ysargento en su puesto y los caballostenidos por el ronzal de cadasoldado que con su lío de útiles delimpia esperaba la orden para darcomienzo a la fajina. El oficiante deaquella misa era el capitán decuartel, quien, previo permisoobtenido de sus superiores, dabalas órdenes correspondientes, puesno era cosa de que cada quienlimpiara a su caballo como mejor lepareciera.

—¡Escuadrones! ¡Para limpiar

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la caballada! ¡Den almohaza!Así que ya estimaba el capitán

que había sido suficiente el uso dela almohaza, seguía ordenando.

—¡Den cepillo! ¡Den ayate!¡Den trapo!

Cuando ya los caballosbrillaban de limpios, el capitánrecomendaba a los oficiales:

—¡Cerciórense los señoresoficiales de que la caballada estáya bien limpia!

Cada uno de los oficialesrevisaba los caballos de su facción,

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pasándoles las manos por el lomo ylas ancas, dándoles pelo ycontrapelo para ver si no quedabapolvo en los dedos. Una vezterminada la limpia, el capitán decuartel pedía permiso a sussuperiores ahí presentes paraordenar que se retiraran personal ycaballada.

Característica de la tropa decaballería era la blusa de drilcrudo, larga. Era el traje que

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diariamente se usaba dentro delcuartel y aun en las maniobras o encampaña. Los chaquetines conbotonadura metálica sólo sellevaban en las formaciones yservicios de plaza. Con blusarecogida y anudada en la cinturapodían ponerse las fornituras delsable y las cartucheras de lacarabina.

No solamente la tropa usaba lablusa larga, también los oficialestenían autorización de hacerlo y aunse les proveía de ellas para su uso

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en el interior del cuartel o encampaña, y evitarles así eldeterioro de sus uniformes. Losoficiales usaban las blusasanudadas en la cintura, como suelenhacerlo los charros y loscampiranos, sin perjuicio de llevarsiempre su espada y su pistolareglamentaria. Antojábase muymexicana prenda la blusa anudada.

La blusa para el hombre de acaballo era como el rebozo y elzagalejo de las mujeres de México.Era una parte ostensible del charro;

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era la tradición del chinacoguerrillero de la Intervención.Prenda humilde, sencilla, sinadornos, daba, a quien la portaba,prestancia, porte altivo y machismo.

Por lo demás, para los oficiales,pobres como lo fueron siempre,constituía una ayuda el economizarel uso del uniforme que habíanpagado o estaban pagando aún enabonos decenales con sus reducidoshaberes. Los uniformes sólo para

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los servicios, las formaciones o losdías francos; pero para el cuartel,para las partidas o para las fajinas,la blusa larga de limpia.

Por decoro, por dignidad, nodebería andarse nunca en mangas decamisa, así como sin la espada alcinto. No traer espada equivalía aaparecer como sujeto a un proceso,es decir, a aparecer como indigno.¿Andar en camisa? ¡Nunca! Porrespeto a la propia persona, pordecencia y honestidad.

Siempre fueron pobres los

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militares. A principios de siglo, uncoronel ganaba diariamente diezpesos, un mayor seis, los capitanescuatro y tres los subalternos.

Los capitanes generalmenteeran ya hombres maduros y casisiempre casados. Se las veíannegras para vivir fuera del cuartel ytener que pagar renta. Lossubalternos —tenientes ysubtenientes— vivían en el cuartelen cuartos destinados uno a cadados de ellos. Todo oficialsubalterno debía tener su catre de

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campaña, pues en los cuartos sólohabía, cuando más, un armario demadera, un lavabo de metal conpalangana y jarra, un perchero, unamesa y dos sillas. El oficial debíatambién estar provisto de una cajade madera de tamaño y colorreglamentarios con su nombreestampado para ser identificado conrapidez. Estas cajas eran parallevar el equipaje del oficial yconstituir cada dos de ellas la cargade una acémila cuando se saliera acampaña. La corporación le

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proporcionaba, como a la tropa,dos mantas de cama —que leservían de colchón— y una cobija.El foco de luz eléctrica deberíaarder toda la noche al igual que laluz de las cuadras de la tropa. Lamesa y las sillas se empleaban parahacer los partes y tomar la comida,que tres veces al día llevaba en unportaviandas el asistente.

Desde el toque de «diana», alamanecer, hasta el de «silencio», yacaída la noche, fajinas, servicios,limpieza del cuartel y de la

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caballada, y por si fuera poco,instrucción con armas, sin ellas, piea tierra o a caballo.

Gobernaba el país don Francisco I.Madero como consecuencia deltriunfo de la Revolución que élencabezara contra la dictadura delgeneral Porfirio Díaz, quien sehabía visto obligado a retirarse alextranjero después de haberejercido el poder durante treintalargos años. El ejército federal, que

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él había organizado y que fuesiempre su apoyo, continuaba enpie, ahora como fuerte sostén delpresidente Madero, quien habíalicenciado a las fuerzasrevolucionarias que antesacaudillara.

Madero, con su incipientegobierno, pensaba que con su buenaintención y la pureza de susmanejos en la administraciónbastaría para darle un cambiofavorable a la marcha de la nación.Que no habiendo dictadura y

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principiando el gobierno de lademocracia, se habría logrado lamarcha regular en la política delpueblo y para el pueblo de un modoefectivo y en consecuenciafavorable para la mayoría,especialmente para la claseproletaria. Pensó que la sonrisa y lamano blanda sustituirían a la manoférrea dictatorial, y creyó —¿porqué habría de dudarlo?— que elejército respaldaría y sostendría algobierno como era su obligación.

La reacción se movía bajo el

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agua. Era una minoría, aunquepoderosa y sumamente activa: losricos, los favorecidos por elrégimen anterior que temían por susintereses y prerrogativas de claseprivilegiada, que vislumbraban undespertar del letargo del pueblocapaz de barrer con su bienestar yacabar con sus canonjíasacumuladas por años. Veían que unmovimiento, el encabezado porMadero y que ahora ya eragobierno, podría llevar a cabo losaumentos de salarios a los obreros

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e, incluso, la repartición de tierraspara los peones de las haciendas.Había que evitar un caos que seadivinaba llegar, y para lograrlo erapreciso conspirar contra el nuevogobierno, valiéndose de lo únicoque podría impedirlo: la gentearmada, ya fueran los propiosrevolucionarios que encabezaraMadero, a quienes había relegado yestaban descontentos, o el mismoejército federal, que seguíapensando que su verdadero jefe ycaudillo era el general Porfirio

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Díaz, aunque estuviera en eldestierro —de donde podría volver—, o designar el mando en losgenerales de su confianza.

Tres intentonas hizo lareacción. Encabezó la primera elgeneral Bernardo Reyes,prestigiado militar y magníficogobernante del estado de NuevoLeón. Se levantó en armas en elnorte creyendo contar con losnumerosos partidarios que habíaposeído y con el ejército, que lotenía en alta estima por sus

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cualidades y antecedentes militares;además, había sido secretario deGuerra y Marina con palmariaejecutoria de organizador yprogresista. Nadie respondió a sullamado bélico, y hubo de rendirse,quedando preso y sujeto a procesoen la prisión militar de SantiagoTlatelolco.

Después fue Pascual Orozco,caudillo de la Revolución de 1910,y una especie de segunda figuradespués de Madero. Se levantó enChihuahua y su movimiento tuvo un

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éxito sorprendente: miles dehombres, antiguos revolucionarios,se fueron con él y estuvo a punto dederribar al gobierno. Una fuertecolumna militar al mando delgeneral José González Salas,secretario de Guerra, fue sobre él,pero Orozco y los suyos laderrotaron completamente, al gradode que el propio comandante enjefe, general González Salas, optópor suicidarse. Una nueva columna,más poderosa que la anterior,mandada por el general Victoriano

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Huerta, fue enviada a batir alrebelde victorioso, y esta nuevacolumna del gobierno de Madero,hábilmente conducida, sí dio altraste con la rebelión, dispersandoa los rebeldes y obligando alpropio Orozco a huir al extranjero.

La tercera intentona la efectuóel general Félix Díaz, sobrino delex dictador Porfirio Díaz, quien enel puerto de Veracruz logróconquistarse a dos batallones y alfrente de ellos se pronunció encontra del gobierno. Vencido, hecho

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prisionero y procesado, fueconducido a la ciudad de México yrecluido en la Penitenciaría.

Emiliano Zapata,revolucionario de 1910,descontento con Madero porque asu juicio no procedía con lanecesaria celeridad a repartir lastierras de las haciendas del estadode Morelos, de donde él y los suyoseran oriundos, estaba levantado enarmas y peleaba contra las fuerzasdel gobierno. Era una campañacircunscrita al estado de Morelos,

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no trascendente, aunque sí molesta.En esas circunstancias estaba

el gobierno de Madero cuando seprodujo la cuarta intentona de lareacción para derrocarlo. Esta vezsí tuvo éxito. Llegaba la llamada«Decena Trágica» en que había decaer el gobierno y en la que elpropio Madero sucumbiríaasesinado por los pretorianos.

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La Decena Trágica

PARA PROTEGER la persona delPresidente de la República habíasido creada una fuerza militar desdeel tiempo en que gobernaba al paísel general Porfirio Díaz.

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«Escuadrón de Guardias de laPresidencia» se denominabaaquella corporación formada porpersonal rigurosamenteseleccionado, de buena presenciafísica e intachable conducta. Elescuadrón estaba perfectamenteinstruido, muy bien armado —pistola, sable y carabina— ymontado. Su alojamiento era uncuartel que existía en la Plaza de laCiudadela, precisamente frente a lafortaleza, plaza de por medio, y elservicio del personal consistía en

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proporcionar diariamente unaguardia en el Bosque deChapultepec, a la entrada de larampa del cerro del Castillo, y endar servicio en el recinto delCastillo en donde estaban lashabitaciones particulares delPresidente de la República y de susfamiliares. Debían asimismo darescoltas montadas, estableciendopor las noches, cuando elPresidente regresaba del PalacioNacional o cuando tenía queconcurrir a alguna función teatral o

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visita social, parejas de guardias enel trayecto del Paseo de laReforma. Daban también serviciode estafeta al Estado MayorPresidencial, así en el PalacioNacional como en el Castillo deChapultepec. Escoltaba toda lacorporación al Primer Mandatarioen sus solemnes asistenciasoficiales: al rendir informes ante laCámara de Diputados, al desfilemilitar del 16 de Septiembre o del5 de Mayo, a la ceremonia del«Grito» en el Palacio, al reparto de

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premios al Colegio Militar o alrendir homenaje a los héroes de lapatria. Cuando el jefe del EstadoMayor presidencial lo estimabaconveniente, personal delescuadrón, vestido de paisano yarmado de pistolas ocultas, hacíaservicio secreto de guardaespaldasdel Presidente.

El personal del escuadrón erajoven, apto, voluntario, bienseleccionado y magistralmenteinstruido: ¡parecía una escuelamilitar! A ese brillante escuadrón

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pertenecía el que esto escribe conel grado de subteniente, adondehabía llegado por órdenes directasdel presidente Madero, procedentede las fuerzas revolucionarias quehabían andado con él.

Era yo el único elemento deorigen revolucionario que ingresabacomo oficial a las filas del ejércitoregular y, excepcionalmente, al senode una corporación tan distinguida.Aquella Guardia Presidencial eraíntegramente, sin faltar ninguno desus miembros, la que había

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escoltado y cuidado al generalPorfirio Díaz desde que fueformada hasta que el viejo dictadorhubo de salir al exilio y embarcarseen Veracruz con destino a Europa.Esa guardia lo acompañó hasta elpie de la escala del navío«Ipiranga», y allí, con lágrimas enlos ojos, lo vio partir hacia eldestino de donde no habría devolver más a la patria. Esa lealtad,ese cariño para el viejo Presidente,esa ternura en su despedida, quizásconmovieron al propio nuevo

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presidente, Madero, quien conservóla misma guardia sin quitar ni a sucomandante.

Allí fui a dar y tuve en verdaduna gran acogida. Aquella gentedistinguida eran militares de unapieza, además de correctos ydecentes; claro que tenían un grato eimperecedero recuerdo de donPorfirio Díaz, pero de él, paraellos, no quedaba más que laremembranza. La abnegación y eldeber estaban ahora con el nuevoPresidente de la República, quien,

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por lo demás, era un representantelegítimo del pueblo que lo habíaelegido por unanimidad de votos.Además, era una persona amable,culta y desbordaba simpatía.Incluso se daba la felizcoincidencia de que Madero fuesegran aficionado a los caballos yjinete muy consumado a la usanzamoderna del albardón, y la GuardiaPresidencial era campeona en elejército en cuestiones ecuestres porla calidad de su personal muy bieninstruido y la magnificencia de su

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caballada. Madero montaba casi adiario; y sin falta los domingos.Hacía grandes recorridos al troteinglés o al galope y lo acompañabapersonal del escuadrón. DonPorfirio Díaz, por su avanzada edady sus achaques físicos, no montaba.Madero lo hacía muy bien.

Solía caminar —a pie—largos tramos del Paseo de laReforma y contrastaba la alegría yla sonrisa de su rostro con laadustez del ido.

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Aquel domingo 9 de febrero de1913, por la mañana temprano, medisponía a cumplir el servicio queme señalaba el rol: cubrir laguardia en la entrada de la rampadel Cerro de Chapultepec.Revistaba a mis hombres en el patiodel cuartel y ya nos disponíamos amarchar cuando estalló el cohete.

Uno de los guardias de lapareja que hacía servicio en elEstado Mayor presidencial, en elPalacio Nacional, nos puso al tantopor teléfono de las novedades que

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acababan de ocurrir: loscomponentes de la Escuela Militarde Aspirantes, ubicada en Tlalpan,se habían trasladado, en tranvíaseléctricos requisados, al Zócalo dela ciudad de México y,descendiendo rápidamente, al pasoveloz, asaltado las tres guardiasestablecidas en el PalacioNacional, posesionándose de él.También ocuparon las torres de laCatedral. La compañía de infanteríade la Escuela de Aspirantes se hizosorpresivamente del Palacio

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Nacional, mientras el escuadrón decaballería de la propia escuela setrasladaba por tierra hacia Méxicoy posiblemente ya había llegado oestaba llegando. Nos decía tambiénel guardia que el comandantemilitar de la plaza, general LauroVillar, que no se hallaba en elrecinto cuando lo tomaron losaspirantes, había reaccionadorápidamente y con un puñado detropas leales que sacó del cuartelde San Pedro y San Pablo, seintrodujo en el propio Palacio

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Nacional por la parte trasera delZócalo, es decir, por el cuartel dezapadores, arrancándoselo de lasmanos, también por sorpresa, a losinfidentes aspirantes. Que elPalacio Nacional, nuevamente enpoder de tropas leales, fue atacadopor fuerzas rebeldes encabezadaspor el general Bernardo Reyes,quien acababa de ser puesto enlibertad de la prisión militar deSantiago Tlatelolco en donde estabarecluido, por fuerzas sublevadas dela guarnición, y que también habían

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libertado de la Penitenciaría al otropreso, general Félix Díaz. Quehacía apenas unos minutos se habíaregistrado un tremendo combateentre los rebeldes, encabezados porel general Bernardo Reyes, quetrataban de tomar el PalacioNacional, y las fuerzas leales. Queresultaron centenares de militaresinfidentes muertos o heridos, y asícomo gran número de paisanoscuriosos que ocurrieron apresenciar los acontecimientos.Que, finalmente, el general Reyes

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había perecido en la trifulca,muerto por los disparos de unaametralladora emplazada en laPuerta Mariana del Palacio.También se sabía que los rebeldesrepelidos se dirigían ahora hacia LaCiudadela con el general Félix Díazal frente. El combate trabado entrelos defensores leales del PalacioNacional y los atacantes rebeldeshabía sido, aunque breve, muyintenso, y el Zócalo estabatotalmente cubierto de cadáveres,especialmente de gente civil que

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habiendo ido a curiosear losacontecimientos, fue sorprendidapor el intenso fuego de lasametralladoras.

El capitán primero, comandante denuestro escuadrón, se encontrabacon permiso fuera de la capital; elcapitán segundo y uno de lostenientes también estaban fuera encomisión del servicio; en elescuadrón sólo quedábamos dostenientes y tres subtenientes; el más

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antiguo de los tenientes habría deasumir el mando.

Desde luego fue suspendido elservicio que iba a desempeñar en laguardia de la rampa deChapultepec, relevando a mi colegael subteniente Martínez Luna. Mipelotón y yo cambiamosrápidamente de indumentaria; nosquitamos los uniformes de paño yvestimos los de dril. La tropa fuesubida a la azotea del cuartel ycolocada tras de sus pretiles pararesistir desde allí al enemigo que,

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según se decía, iba hacia allá.Como a las nueve de la

mañana llegaron los dos guardiasque habían ido desde temprano aChapultepec con el objeto deacompañar al presidente Madero enel recorrido que, a caballo, solíahacer todos los domingos. Aqueldomingo, 9 de febrero, no habíasalido a recorrer algún lugar de losalrededores de la capital. Montó,sí, pero para dirigirse al PalacioNacional; y lo escoltaron cadetesdel Colegio Militar. Fue un

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recorrido —temerario— del Paseode la Reforma al Zócalo. En laFotografía Daguerre, ubicada en laAvenida Juárez, tuvo que detenerse:hacían fuego francotiradores delenemigo. En aquel histórico lugar,conociendo, como conocía, loshechos ocurridos en el Zócalo, asícomo que estaba herido elcomandante de la plaza, generalLauro Villar, designó parasustituirlo al general VictorianoHuerta. Los guardias contaban quepresenciaron el Zócalo cubierto de

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cadáveres y que, como iban al ladodel presidente Madero, habían oídola felicitación de éste al generalVillar:

—Es usted un hombrote,general Villar.

—Señor Presidente, loshombrotes son estos soldados quehan estado en la cadena detiradores.

Toda esa mañana fue de inseguridade indecisión.

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La comandancia militar,considerando la importancia de laCiudadela, destacó como jefe delpunto al mayor de órdenes, generalManuel Villarreal, quien asumió elmando de inmediato. Quedábamos,pues, directamente a sus órdenes.

Que el escuadrón montadosalga de su cuartel y se incorpore alPalacio Nacional. Que se sostengany esperen los refuerzos que han sidoordenados. El teléfono no cesaba defuncionar, pero no trasmitía nadapreciso, claro. Las azoteas de La

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Ciudadela que teníamos frente anuestro cuartel, plaza de por medio,estaban coronadas por los obrerosde los talleres ahí instalados y porgran número de policías de a pie,quienes, dispersos, habían idoincorporándose.

A nuestro cuartel llegó unescuadrón pie a tierra de lagendarmería montada y, desdeluego, fue a sumarse a nuestrosguardias en los pretiles de laazotea. Más tarde fue bajado paraser conducido a otra parte. Llegó el

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inspector de policía mayor,Emiliano López Figueroa, y semarchó prometiendo enviar elbatallón de seguridad, a cuyosmiembros apodaba el pueblo los«ratones» por vestir un uniformegris que los asemejaba a dichosroedores. Se hablaba al PalacioNacional y nada se sabía ni dabanorden alguna. Se creía que elPresidente había salido del recintoy, más tarde, de la capital; se creíaque iba en automóvil a Cuernavacaa refugiarse con las fuerzas que

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mandaba el general Ángeles,comandante militar del estado deMorelos.

En esa confusión de noticias yen esa incertidumbre apareció elenemigo por las calles de Bucareliy se detuvo donde se erguía el reloj.Tanto los de la Ciudadela comonosotros abrimos fuego, queresultaba ineficaz para unos y otros,pues los rebeldes no daban bien abien la cara. Habían emplazado unasección de cañones al pie del relojy lanzaron un cañonazo hacia la

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Ciudadela. Un corneta de órdenesde la propia Ciudadela ordenó«cesar el fuego». Un grupo derebeldes fue hasta la puerta centralde la fortaleza y penetrótranquilamente al interior. Habíantriunfado sin combatir, con la eficazayuda de la traición emboscadaentre los propios defensores delrecinto. Había sido asesinado deljefe de punto, general ManuelVillarreal, y cientos de policíasarmados apostados en los pretilesfueron abatidos por el fuego de las

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ametralladoras, por la espalda.La Ciudadela era del dominio

del enemigo; y por si ello fuerapoco, el batallón de seguridad (los«ratones»), que habían prometidoenviar a reforzar a los defensores,llegó, pero no a reforzarlos, sino aunirse con los de la cuartelada algrito de «¡Viva Félix Díaz y mueraMadero!».

Sólo quedaba el escuadrón deguardias de la presidencia sinrendirse, pues los rebeldes sehabían posesionado en la Ciudadela

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y penetrado en su interior. Reinabaconfusión y desorden entre los quellegaban y era propicio el momentopara hacer algo.

Yo, único maderista de origendentro del escuadrón porfiriano,que sentía hondamente lo que estabaocurriendo, sugerí al teniente quehabía asumido el mando:

—Aprovechemos la confusióny salgamos; es el momentoadecuado y único. La caballada estáensillada y todo es cuestión demontar, abrir de par en par el

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portón y salir a aire vivo. No sedarán cuenta los rebeldes, y si sedieran, a los cinco minutoshabremos volteado la calle yestaremos a cubierto de su fuego.Así llegaremos hasta el PalacioNacional en cumplimiento denuestro deber.

Titubeó; no se atrevió y eltiempo corría velozmente. Lostriunfadores se dieron cuenta de quenuestra fuerza no estaba todavíabajo su control, y mandaron llamaral que fuera comandante para que se

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presentara ante el propio FélixDíaz. Allá fueron, sumisos, nuestrosdos tenientes, el comandanteaccidental y el que le seguía, yquedamos con la fuerza los dossubtenientes.

Tardaron más de dos horasconferenciando. Ya caía la tardecuando regresaron; nuestrocomandante traía un papel en lamano y parecía satisfecho. Mandóque toda la fuerza se formara en elpatio, y tras de pronunciar unascuantas palabras, dio lectura al

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documento que llevaba y que ensíntesis decía que el Escuadrón deGuardias de la Presidencia era elmismo que había servido al generalPorfirio Díaz hasta que éste hubo deexiliarse, y que por un deber militarservía ahora al Presidente actual dela República; pero reconocía, dadosu origen, la pureza del movimientomilitar contra el gobierno, aunqueno estaba de acuerdo en secundarlo,dada su especial misión de darprotección a la persona delmandatario. Los rebeldes no

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permitirían que el escuadrón seincorporara a cumplir su específicodeber y en consecuencia se pactabaentre ambas partes (Félix Díaz yescuadrón de guardias) que estafuerza no sería desarmada, pero síse comprometería a permanecerneutral mientras durara eldesarrollo de los acontecimientos.

Allí terminaba el documento yallí terminaba también la vidalimpia de un escuadrón que erasepultado ignominiosamente en elestiércol, pudiendo haber hecho

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algo grande o, al menos, habersucumbido cumpliendo con sudeber.

—¡Escuadrón! ¡Saludo!¡Rompan filas!

Nos invadía una ola de tristezaa todos.

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Mi blusa

CABIZBAJO, fui a mi cuarto y mequité el uniforme. Aquello se habíaacabado. ¿Qué tenía que hacer yoallí, en una fuerza cuyo deber eraestar con el Presidente, pues era su

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guardia, y que cuando podía serlemás útil se declaraba «neutral»?¿En dónde se había visto cosasemejante? Aquella guardiapresidencial dejaba de serlo; yo,maderista, salía sobrando allí: mideber era buscar al Presidente yestar a su lado.

Me quité el uniforme de oficialfederal, que nunca más volvería aponerme, me puse el pantalón y lablusa de limpia de dril que usaba latropa, me anudé la blusa en lacintura, dejé la espada —

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quedándome con la pistolareglamentaria oculta en la cintura—, me puse un sombrero tejano queconservaba de mis antiguasandanzas revolucionarias, y le pedípermiso al teniente para salir acomer, pues no habíamos tomadoalimento alguno en todo el día. Salídel cuartel cuando atardecía. Allí,en el cuartel de cara a la Ciudadela,quedaban mis escasas pertenenciasy mis ilusiones de militar deprofesión. Con aquella blusa larga yanudada, no era yo nadie: un

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hombre cualquiera que pasainadvertido en cualquier parte.Aquella blusa humilde, ¿quién melo había de decir?, llegó a ser paramí prenda muy querida, prenda queme recordaba la tragedia, aunquesacándose con bien. De allí enadelante, en el transcurso demuchos años, aquella blusa queridame acompañó siempre como sihubiera sido un talismán, unescapulario protector, un amuletoque atraía los peligros, pero quetenía la virtud de repelerlos.

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Aquella blusa larga de limpiala tuve puesta durante la DecenaTrágica, febrero de 1913, así comodurante la no menos trágica nochede Tlaxcalantongo, 20 de mayo de1920.

Estas reminiscencias, lectorque me sigues, están inspiradas enaquella humilde prenda de vestir.

Comenzaba la nefasta DecenaTrágica. Días de lucha cruenta,pérfida, malintencionada. Lucha

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pactada entre los jefes militares deambas partes, rebeldes yseudoleales, quienes, unidos, dieronfinalmente al traste con el gobiernode Madero, abatiéndolo yasesinándolo juntamente con elvicepresidente José María PinoSuárez.

No voy a narrar en estasreminiscencias detalladamenteaquellos días de lucha conocidoscomo la Decena Trágica, pues talesrecuerdos han sido insertos en unlibro al que intitulé La Ciudadela

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quedó atrás. A él puede ocurrir elamable lector, si es que lo hastaaquí narrado le ha abierto el apetitode indagación más prolija.

Sólo hablaré del primero deaquellos diez días en que me tocóparticipar y en el que mi blusa tuvosu bautizo de sangre.

Me presenté en Palacio Nacional yel propio presidente Madero meordenó que fuera al Castillo deChapultepec, en donde estaba su

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esposa, y allí me pusiera a lasórdenes del general JoaquínBeltrán, que había sido designadojefe de punto. Fui durante aquellosdiez días su oficial de órdenes; paraello se me proveyó en el ColegioMilitar, anexo entonces a laresidencia presidencial, de uncaballo ensillado.

Iba a comenzar el ataque a laCiudadela contra los amotinados.Tomarían parte las fuerzas lealesque había en la plaza y los tropasque se habían estado trayendo de

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lugares cercanos a la capital, entrelas cuales estaban las que mandabael general Felipe Ángeles venidasde Cuernavaca.

A la diana de ese día yaestábamos en pie. Desayuno frugalen el Colegio Militar.

El general Beltrán me ordenóque montara y que fuera a Tacubayaa los cuarteles de la Subida de SanDiego, en donde debía estar el 7°Batallón procedente de Cuernavaca.Que me apersonara con sucomandante, coronel Juan G.

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Castillo, y le comunicase su ordende ponerse desde luego en marchapor el Paseo de la Reforma hasta elHotel Imperial. Que el batallón a sumando y otras corporacionesdispuestas en otros puntos de laciudad emprendieran el ataqueprecisamente a las diez de lamañana. Que regresara a informarlecuando ya el batallón se hubierapuesto en marcha.

Fui al picadero del Colegio ymonté el caballo que ya me teníanlisto. Descendí por la rampa. El

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caballo era mansurrón. Muchostalonazos hube de darle para quetomara el trote.

Allí, en la caseta de la guardiade la entrada de la rampa, medetuve; estaba de servicio micamarada Martínez Luna, al frentede la única fuerza que quedara denuestro infortunado escuadrón.

—¿A dónde vas? —mepreguntó mi amigo.

—A una comisión; pero estecaballo que me han dado es unmatalote, parece de infantería. Que

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alguno de tus guardias me preste susacicates porque este animal noentiende de talonazos.

Me calcé los acicates que meprestaron y monté. Al primercontacto, el caballo partió algalope.

En la Subida de San Diegoestaban juntos dos cuarteles, el del2° Regimiento de artillería decampaña y el del 1er. Regimientode caballería. Ambos cuarteles sehallaban vacíos; la artillería,sublevada, al igual que tres

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escuadrones del Regimiento decaballería; sólo uno habíapermanecido leal al gobierno yestaba en el Palacio Nacional.

El 7° Batallón había pasadoparte de la noche —pues llegó en lamadrugada— en uno de loscuarteles.

Cuando llegué, el batallónestaba formado y dispuesto a partir;las acémilas de las ametralladorasaparcadas. El coronel Juan G.Castillo, hombre de edad madura,bajo de estatura, se hallaba

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montado, así como los otros jefes,su ayudante y los subayudantes.

Me di a conocer y trasmití laorden que llevaba.

—Avise usted al generalBeltrán que en estos momentossalgo.

—Con permiso de usted,espero a que el batallón salga. Asíes la orden que tengo.

El batallón se puso en marchaa la sordina en columna de viajecon los fusiles sin marrazos,suspendidos del hombro.

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Cuando el batallón pasaba a laaltura de Chapultepec, medesprendí y fui a dar parte algeneral Beltrán, que examinaba unplano en la terraza del castillo.

—Cumplida su orden, migeneral.

—Tiene usted que volver enseguida. Hay que darle detallepreciso al coronel Castillo dellugar del ataque. Dígale que en laavenida Morelos virará a laderecha para tomar las calles deBucareli, por allí atacará él a la

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Ciudadela. Acompañe usted a lafuerza y venga a rendirme cuentacuando ya el batallón haya entradoen fuego.

Salí a escape. Alcancé albatallón; participé al coronelCastillo la orden que llevaba y mecoloqué a su lado.

Ya para llegar a la avenidaMorelos, la tropa dejósilenciosamente la formación decolumna de a cuatro para marcharsólo en dos hileras abiertas aambos lados del Paseo de la

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Reforma.Las armas de suspendidas,

como las llevaban, pasaron a serembrazadas, es decir, dispuestas yapara combatir.

Así se dio vuelta por laavenida Morelos.

Se creía que el enemigo estabaen la Ciudadela y que acaso tendríapuestos avanzados dos cuadrasantes de la fortaleza. No fue así.Estaba allí mismo, a nuestro paso.El dominio de los rebeldes se habíaextendido bastante. Sigilosamente

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estaban, en la medida de lo posible,ocultos.

Eran las diez de la mañana y laartillería de las fuerzas delgobierno rompió el fuego.

Súbitamente, inesperadamente,un vivo fuego de ametralladorascayó sobre nosotros.

Quedó muerto el coronelCastillo. Yo caí en tierra lanzadopor mi caballo encabritado que,herido por varios proyectiles, cayótambién muerto. Fue una sorpresatremenda; una verdadera siega. Los

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caídos en tierra seguramentepasaban de un centenar —casitodos, heridos. Milagrosamentenada me pasó como no fuera lapérdida del caballo que montaba yun ligero golpe como consecuenciade la caída. El quicio de una puertasuficientemente amplio yprovidencialmente a mi alcance, mesirvió de refugio.

Cuando amainó el fuegoenemigo pude salir.

Los infantes del 7° avanzabanenardecidos. La batería de cañones,

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emplazada en el cercano HotelImperial, no cesaba de disparar. Seoían cañonazos por todas partes enfuego de ráfaga, y lasametralladoras y la fusileríadisparaban sin cesar.

Aquello era el infierno.

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Don Venustiano,Piedras Negras, los

zapadores

AQUEL episodio sangriento, manchaindeleble en nuestra historia patriasiguió su desarrollo hasta culminar

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con el entendimiento entre losmandatarios de atacantes y atacadospara terminar uniéndose y dar fin algobierno democrático delpresidente Madero, asesinando a ély a su vicepresidente Pino Suárez.

Cuando se hubo consumado elcrimen y el general Huerta seenseñoreó del poder imponiéndoseférreamente, salí de México con lamira de incorporarme a donVenustiano Carranza, gobernadordel estado de Coahuila, quelevantado en armas con escasos

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hombres a su lado pugnaba porenfrentarse al usurpador con unabandera legal de imponer elimperio de la Constituciónmancillada por los militarestraidores.

Completamente escaso derecursos, hube de hacer un viajepenoso hasta llegar con donVenustiano Carranza a la ciudad dePiedras Negras, Coahuila, lugar alque acababa de arribar después dehaber promulgado el Plan deGuadalupe en la hacienda de ese

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nombre, a raíz de haber atacado laciudad de Saltillo y en donde habíasido rechazado.

Era el día l° de abril del año1913, cuando me presenté a donVenustiano Carranza, y fuidesignado su ayudante en el EstadoMayor que comandaba el tenientecoronel Jacinto Treviño, que anteshabía pertenecido al Estado Mayordel presidente Madero. Él, Treviñoy el coronel Garfias, subjefe delEstado Mayor presidencial, estabanen Saltillo reclutando gente para

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formar un batallón cuando lossorprendió el cuartelazo de laCiudadela y, desde luego, dada laideología de ambos, secundaron laactitud del gobernador Carranzauniéndose a él con las fuerzas queestaban reclutando.

Comenzaba una lucha desigualentre Carranza, al frente decuatrocientos o quinientos hombresescasamente pertrechados, y elusurpador Victoriano Huerta con elEjército Federal y antiguosrebeldes antimaderistas y todo el

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poder de un gobierno.Yo llegaba a unir mi pequeñez

aportando juventud y entusiasmo yllevando por todo equipaje unmaletín que contenía tan sólo tresmudas de ropa interior, dos camisasy mi blusa de limpia que había deacompañarme de allí en adelante entodas mis andanzas bélicas.

Ordenó el señor Carranza adon Gabriel Calzada, diputado dela Legislatura de Coahuila yhabilitado como mayor, jefe de lasarmas, en Piedras Negras,

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administrador de la Aduana,presidente municipal, y confacultades para resolver todo lo quea cuestiones de autoridad serefiriera en la ciudad, que meproporcionara el equipo necesariopara desempeñar la comisión deayudante de campo de Calzada. Yomismo, provisto de dinero porCalzada, fui al ladonorteamericano, a la pequeñaciudad de Eagle Pass, y compré dosuniformes de caqui, un sombrerotejano, unas polainas y una pistola

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con su fornitura y dos cajas demuniciones. El señor Calzada measignó, asimismo, un buen caballodebidamente ensillado.

El cuartel general se habíaestablecido en el edificio de laaduana fronteriza; allí despachabadon Venustiano Carranza con elescaso personal que leacompañaba: jefe de Estado Mayor,teniente coronel Jacinto B. Treviño;su secretario particular AlfredoBreceda y su nuevo ayudante, queera yo. Mis compañeros, los otros

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ayudantes suyos —capitán RafaelSaldaña Galván y los tenientes Juany Lucio Dávila y Destenove—, sehabían quedado en Monclova.

Existía calma en toda la regióndominada por el gobernadorCarranza; no parecía que hubierarevolución. Se dominaba desde laestación de Espinazo, al sur deMonclova, todo el norte del estadode Coahuila. Algunas fuerzasrevolucionarias excursionaban porTamaulipas a las órdenes de LucioBlanco, y otras por las cercanías de

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Laredo al mando de don JesúsCarranza, hermano de donVenustiano. El coronel PabloGonzález mandaba el resto de lasfuerzas desde Monclova hasta lafrontera.

Seguramente las columnasfederales del general Mass, deSaltillo; y de Rubio Navarrete, deLampazos, Nuevo León, irían sobrenosotros, pero no parecían tenerprisa alguna. Mientras tantonosotros nos preparábamos para ladefensa y sobre todo para hacer que

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se propagara el movimiento armadopor todo el país.

Llevábamos una vida tranquilade pueblo, nuestro alojamientoestaba en el mismo cuartel general.Allí dormíamos en catres decampaña. A temprana hora, antes desalir el sol, nos despertabaSecundino Reyes, el asistente dedon Venustiano, llevándonos sendastazas de café caliente. Salíamos ahacer un recorrido a caballo por losalrededores. Regresábamos a lahora de desayunar para tomar el

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consabido chorizo con huevos ytortillas de harina o bien chile conqueso o cabeza de cabrito asada.

Después, hacer oficios dandoinstrucciones, órdenes demovimiento, telegramas en clave;autorizaciones para reclutar gente,proclamas, manifiestos,nombramientos; conferenciastelegráficas del Primer Jefe con sussubalternos a larga distancia oentrevistas con las escasas personasque iban a visitarlo allí, a laaduana.

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A mediodía, generalmentecomíamos en la fonda de una señoraviuda española, doña María, madrede cuatro o cinco niñas y cuyoestablecimiento se encontrabaubicado en la calle principal de lapoblación. Hacíamos el recorrido apie desde la aduana a la fondaacompañando a don Venustiano lascuatro o cinco personas quetrabajábamos con él, sin disfrute desueldo alguno. Solía él charlar conla dueña y siempre acariciaba a sushijitas.

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Comíamos en sana paz como sifuéramos una familia; pagaba donVenustiano el consumo que se hacía,echando mano a su cartera yextrayendo de ella un billetecuidadosamente doblado, recibía eldinero sobrante y apuntaba con todocuidado en un librito el gasto hecho.

Nuevamente a la aduana atrabajar hasta la noche. Meriendafrugal; una o dos vueltas por laPlaza de Armas y después adescansar hasta el día siguiente.

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Empezó a tener éxito elmovimiento. Todo el estado deSonora respondió y los primeroscombates serios contra losfederales fueron allí. Sonora logróexpulsarlos de su territorio primeroque nadie. Antiguos comandantes decuerpos rurales maderistas selevantaban en armas contra Huertaen diversas partes del país.Cándido Aguilar en Veracruz;Calixto Contreras, Orestes Pereyray los hermanos Arrieta en Durango;Gertrudis Sánchez en Michoacán;

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Jesús Agustín Castro enTlalnepantla, es decir, muy cerca dela capital de la República.

Empezó a llegar del cuartelgeneral gente prominente. Pudieronadquirirse armas y municiones enios Estados Unidos…

Llegaban hombresennegrecidos por el carbón, quesurgían del fondo de las minas;rancheros, especie de cowboys, delas márgenes del Bravo; indioskikapús del Nacimiento del pueblode Múzquiz, ferrocarrileros

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entusiastas; viejos de piochaafrancesada que fueronrevolucionarios en la época deGarza Galán o de Flores Magón enLas Vacas o en Viezca; muchachosimberbes; gente del campo y de lospueblos, se aprestaban a la luchacontra el usurpador Huerta; cadaquien buscaba una arma y se unía algrupo que más le simpatizaba. Nohabía más interés que derrotar a lostraidores; se carecía de haberes ylas raciones para alimentación quepodían darse no siempre eran

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oportunas ni abundantes. Nadaimportaba por el momento; sólo unaidea persistía insistente en cadanuevo revolucionario: luchar,luchar hasta vencer o morir; deantemano se había hecho ya unasuprema renunciación a la vidasojuzgada por la bola pretoriana deun militarismo imperante.

Los veinte hombres que constituíanla guardia permanente de la aduanafueron instruidos militarmente por

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mí, en los ratos perdidos deltrabajo oficinesco. A donVenustiano, que entendía bienaquello, pues él mismo había sidooficial reservista cuando el generalBernardo Reyes implantó aquellafamosa y popular Segunda Reserva,le agradaba ver la instrucción queyo les impartía. Le agradó a donVenustiano la forma, vio elprogreso de aquellos pocoshombres de la guardia y dispusosobre la marcha que fueran el pieveterano de un batallón de

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zapadores del nuevo ejércitoconstitucionalista que estabanaciendo.

En unos cuantos días llegarona Piedras Negras hasta quinientosmineros de carbón. Fueronuniformados y armados y con ellosse hizo el batallón de zapadores,compuesto de tres compañías y unaplana mayor. A capitanes yafogueados se entregó el mando delas compañías, y a algunos oficialessubalternos también; otros fueronhabilitados, así como los sargentos

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y cabos.El personal era joven, fuerte y

animoso. No tendrían haberesdiarios pero el equipo era de lomejor que podía conseguirse en elcomercio del lado norteamericano:sombrero tejano, camisola ypantalón caqui; zapatos fuertes, unacobija para abrigarse y paradormir; un juego de ánfora dealuminio con una taza, un plato, unacuchara y un tenedor; una bolsagrande de lona para llevar ropa yprovisiones; cartucheras y

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portafusiles de cuero para lascarabinas; correas para amarrar lascobijas terciadas sobre el cuerpodurante las marchas y un trozo delona para amasar la harina yhacerse ellos mismos las tortillas.

Para la plana mayor fueronrequisados acémilas aparejadaspara llevar en ellas municiones dereserva, dinamita, palas, picos,cables con garfios para escalarmuros, rollos de alambre ydetonadores, así como el equipo delos oficiales.

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Se adquirieron cornetas ytambores para formar la banda,algunas tiendas de campaña paralos oficiales, y peroles y tasas paracocinar algunos complementos delas raciones frías del rancho diario.

La maestranza del ferrocarrilconfeccionó unos gafetes metálicospara el batallón —una pala y unfusil cruzados, y en medio unagranada estallando—, gafetes quellevaría la tropa en los sombreros ylos oficiales en el cuello de lascamisolas.

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Allí mismo hicieron también,con pedazos de tubo recortados,recipientes para rellenar condinamita y hacer estallar condetonadores accionados por mechasmineras Bickford.

El color distintivo del nuevocuerpo fue el solferino; toquillas,«golpes» de los individuos de labanda y banderines de lascompañías eran de ese color.

—Hay que hacer pronto este

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batallón para mandarlo a campaña,me dijo un día don Venustiano.

—Nomás un mes le pido,señor, para enseñar a esta gente tananimosa a tirar al blanco; muchosno han disparado en su vida un tiro.Hay que acostumbrarlos a caminar;sólo han trabajado en las minas decarbón. Hay que enseñarles amaniobrar y la especialidad dezapadores a que van a serdedicados.

La instrucción fue una cosamuy especial, acorde con las

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circunstancias imperantes;esencialmente práctica y rápidapara lograr de inmediato hacerhombres de lucha pronta y eficaz.

Los oficiales me secundaronadmirablemente.

Al toque de diana el batallónya había tomado una taza de cafécaliente y salíamos al campo deinstrucción en las cercanías de laciudad.

Primero se les enseñó aconocer y manejar su arma:accionarla, limpiarla, apuntar y

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disparar sin cartuchos;aprovisionarla de municiones ydescargarla de ellas. Después atirar sobre blancos a corta distanciay apuntando cuidadosamente. Segastaron unos miles de cartuchospero se aprovecharonmagníficamente.

Después a caminar: en elcampo, por el camino real hasta laVillita, alargando las jornadas cadadía hasta llegar a la marchareglamentaria de veinte kilómetros.Al principio se cansaban, pero a los

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pocos días ya les era habitual lamarcha con el equipo.

Intercalábamos en las marchasejercicios de orden disperso,desplegando el batallón enformación de combate con suscadenas de tiradores, sus sostenes ysus reservas, cambiando de frente yavanzando o retrocediendo enescalones. De las tres compañíasdel batallón, dos eran maniobrerasy también de zapadores y la terceraúnicamente de granaderos oaplicación de explosivos. La

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instrucción de ésta consistíaesencialmente en ejercitarselanzando piedras a larga distancia,como deberían hacerlo con lasbombas de dinamita. Llegaron a serexpertos y certeros arrojandogranadas, y la explosión de ellas enlos ejercicios entusiasmaba a latropa y les levantaba grandementeel ánimo. Los zapadores llegaron ahacer trincheras para tiradores ylograron escalar muros sirviéndosede los cables con garfios de hierro.

Don Venustiano gustaba de

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presenciar de cuando en cuando lainstrucción de la tropa y se veía quele complacía ver el rápido adelantode los nuevos soldados. Era clarasu simpatía por el batallón dezapadores y envió a dos parientessuyos a que formaran parte de él: asu sobrino Bulmaro Guzmán,jovencito aún, siempre alegre ysonriente, que fue subteniente-subayudante de la plana mayor, y asu primo Eloy Carranza, hombre yamaduro y de porte un tantoextravagante. Llegó Eloy al batallón

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tocado con bombín, con unabanderita nacional puesta en latoquilla, impecablemente vestido:levita cruzada, pantalón y calzadonegros; inconcebible atuendo enaquel caluroso mes de mayo enPiedras Negras; su cara magra yafeitada le daba un aspecto declérigo o funcionario judicial decorte antiguo. En contraste con laindumentaria negra y el aire un tantofúnebre, el carácter de Eloy erafestivo, sonriente, afable yservicial. Tenía la particularidad de

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repetir la última frase de lo quedecía y de reírse abiertamente alfinal.

—¿Es usted primo de donVenustiano?

—Sí, el Primer Jefe, es miprimo… es mi primo; ja, ja.

—Yo vengo a ayudarlo en loque pueda. No quiero ser oficial,quiero ser tropa… quiero sertropa…; ja, ja.

Lo hicimos sargento pero loadmitíamos a comer con losoficiales. Tenía muy buena letra y

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era culto.—Yo no debía comer con

ustedes; que son oficiales y yo soytropa… soy tropa; ja, ja.

—A la hora de comer todossomos iguales, ¿verdad?

—Seguro, para eso andamospeleando… andamos peleando…;ja, ja.

Era alegre al igual queBulmaro Guzmán, pero en otraforma. Era contagiosa la alegría delos dos. En las marchas por elcamino se oían a distancia las

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carcajadas de uno y otro, quealejaban el cansancio y elaburrimiento.

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Candela

LA INACTIVIDAD del enemigo noshabía permitido dar un buenentrenamiento a la gente nueva.

Faltaba el bautizo de sangre.El flamante batallón de zapadores,

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por mi conducto, pidió al PrimerJefe la oportunidad de demostrar sueficiencia y el señor Carranzagustoso accedió a ello. El primerhecho de armas en que participaríael nuevo cuerpo iba a ser enCandela, Coahuila.

Mass, con una fuerte columnahuertista, nos acechaba, al parecerinactivo, frente a Monclova, entanto que su colega RubioNavarrete, con otra fuerza enemigatambién numerosa, controlaba lalínea férrea de Monterrey a Laredo,

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con cuartel general en Lampazos,Nuevo León; su caballería,acantonada en Candela, la mandabael célebre dragón federal, tenientecoronel José Alessio Robles.

Ante la presencia de esteenemigo considerable, don JesúsCarranza, que operaba en la región,se había visto precisado a evacuarel pueblo y a retirarse enobservación de los movimientos delenemigo, que podría intentaravanzar hacia nosotros.

Rubio Navarrete y los suyos

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permanecían a la expectativa, sinintentar nada en nuestra contra. ElPrimer Jefe resolvió dar un golpe yfue nuestro batallón el encargado.

Desde Piedras Negras fuimostrasladados por ferrocarril hastaMonclova, en seguida hasta laestación Gloria y de ahí nosacercamos a pie hasta lasinmediaciones de Candela. Iban connosotros todas las fuerzasdisponibles de la región; enMonclova, punto avanzado hacia elenemigo (Mass) sólo quedaba el

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teniente coronel Emilio Salinas conpocas fuerzas; en Piedras Negrasquedaba el mayor Gabriel Calzadacon escasa guarnición. Mandaba lacolumna el propio Primer Jefe, donVenustiano Carranza.

Pasamos la víspera delcombate ocultos del enemigo detrásde los cerros conocidos con elnombre de Cañón de la Carroza yapenas cerró la noche avanzamosdecididamente a tomar posicionesen las lindes del pueblo ocupadopor los federales, para efectuar el

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asalto al romper el día siguiente.Hacia la medianoche hubo

unos cuantos tiros con un rondínfederal. El batallón de zapadoresestaba desplegado en toda regla,ocupando lo que iba a ser el frentedel combate; la caballería cubríalos flancos y parte de ella habíamarchado a detener cualquierauxilio que pudiera llegar alenemigo desde Lampazos.

Inexplicablemente, el enemigo,que se componía de un regimientode caballería o sean cuatrocientos

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hombres con dos ametralladoraspesadas y dos fusiles ametralladora«Rexes», no había tenido laprecaución de colocar puestosavanzados para su propiaseguridad, por lo cual pudimossorpresivamente llegar hasta elpropio pueblo sin ser sentidos; lospropios granaderos de nuestrobatallón lograron introducirse alinterior y colocarse en lasinmediaciones del cuartel paralanzar sus granadas al romperse elfuego.

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Al amanecer se dio la ordende ataque y el batallón se lanzóimpetuosamente al combate con unfuego nutrido. Junto con el batallónde zapadores también atacó por ellado opuesto el escuadrón Vázquez,que mandaba el intrépido PanchoVázquez. Sonaba la fusilería ytraqueteaban las ametralladorasnuestras que manejaba BrunoGloria. El estruendo de lasgranadas de los zapadores daba alataque un vigor extraordinario, sinduda alguna pavoroso para el

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enemigo refugiado en el cuartel ycon sus ametralladoras emplazadasen las torres de la iglesia,disparando sin causar daño algunoa nuestra gente, ya que toda ellahabíase colocado dentro de losángulos muertos del fuego de laspiezas enemigas. En unos instantesestábamos ya todos nosotros frenteal propio cuartel y lo rodeábamos.El comandante de los federales,teniente coronel José AlessioRobles, que tenía aureola de bravo,seguramente vio negra la cosa y

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audazmente, montando briosocaballo (era un hábil jinete), saliódel cuartel entre el nutrido fuego denuestra fusilería y a toda riendaescapó, abandonando a la fuerzaque mandaba. Lo seguía un charro,hombre maduro que montaba unbuen caballo y disparaba unapistola, pero recibió en la frente untiro de mosquetón de los nuestros ycayó redondo a pocos metros denosotros.

La fuerza federal quedaba sinmando. Después, cuando hubo

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pasado el combate, nos dimoscuenta de que aquella fuerza federalno pertenecía a un solo regimiento,sino que eran fracciones del l° y 9°regimientos, al mando de oficiales.

No había ningún otro jefe fuerade Alessio Robles, que con suhuida dejaba a aquella fuerza sinninguna coordinación. Sin embargo,seguían combatiendo en desorden yaun intentaron una salida montados,pero como nuestro fuego estabaconcentrado especialmente en lapuerta del cuartel, los primeros

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jinetes que aparecieron quedaronmuertos junto con sus caballos yconstituyeron un positivoimpedimento para la salida de losdemás, que finalmente optaron porrendirse.

Un trompeta de ellos, tocó«parlamento» y «cesar el fuego», yun poco después apareció unsoldado enemigo en la azotea delcuartel con una bandera blanca y avoz en cuello nos gritó:

—¡Estamos rendidos!Yo, que era el oficial de mayor

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categoría y además comandante delbatallón, le contesté:

—Aceptamos su rendición.Salgan todos ustedes desarmados yformados y colóquense en líneadesplegada a la derecha de lapuerta del cuartel. Que solamentequeden adentro los heridos que nopuedan caminar. Que los que estánen la torre de la iglesia con lasametralladoras las bajen.

Casi en seguida fueronsaliendo del cuartel los rendidos,en dos hileras, y se formaron al

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lado del portón del cuartel. Pasabande doscientos y todos ibanuniformados de dril, con la blusalarga de limpia, igual a la mía, queese día llevaba puesta. No se veía aningún oficial; posiblemente iríanentre la tropa, con la mismaindumentaria, con la esperanza desalvar la vida.

Los que estaban en la torre dela iglesia descendieron y entregaronlas dos ametralladoras que habíanestado manejando a uno de nuestrosoficiales, quien les ordenó que

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penetraran al cuartel y sacaran deallí las acémilas destinadas a laconducción de las piezas y quemontaran en ellas el material y lasmuniciones para llevarlos connosotros.

Una parte del batallón quedócuidando a los prisioneros y elresto entramos en el recinto.

La caballada estaba ensilladay las armas alineadas en la pared;el correaje tirado por el suelo.

En un cuarto, cajas demuniciones y algo de equipo.

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Numerosos cadáveres de gente detropa en las azoteas y en el patio.En otros cuartos, soldaderas quetrataban de curar a algunos heridos.

Un capitán yacía muerto en uncamastro; a su lado un subtenientede apellido Dueñas, conocido míodesde la capital, herido en unapierna. Al reconocerme me pidióque le salvara la vida, y así se loprometí.

Nuestros soldados, registrandotodo aquello, encontraron a tressoldados del enemigo que trataban

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de pasar por heridos sin estarlo yallí mismo los mataron.

El enemigo había quedadototalmente deshecho y el botín erasoberbio: armamento, municiones,caballada, dos ametralladoras, dosfusiles ametralladora «Rexer» ymás de doscientos prisioneros.

El batallón de zapadoresdejaba en esos momentos de serlo,para convertirse en flamanteregimiento de caballería. Todo élquedaba montado.

Nuestros heridos fueron

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acomodados en los caballos y enlas acémilas y en unos vehículosque se requisaron por elayuntamiento fueron llevadosnuestros cadáveres hasta el panteónpara que allí les dieran sepulturainmediata. El botín fue cargado encarretones y con todo emprendimosla marcha hacia el Primer Jefe, donVenustiano Carranza, quien desdeafuera del pueblo había dirigido ypresenciado el combate. Estabamuy satisfecho de la acción y alparticiparle las novedades tuve la

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inmensa satisfacción de escuchar sufelicitación y oír de su boca quedesde aquel momento quedabaascendido al grado inmediato:mayor.

Llevaba aquel día mi blusa larga.Mi gente, considerando de buenasuerte aquel detalle y viendo quenuestros prisioneros usaban tambiénaquel atuendo, los despojaron delas blusas dejándolos en camisapara ponerse ellos aquellas

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cómodas prendas de la caballeríade la federación.

No había intención deconservar la plaza de Candela. Laidea del mando era solamente darun golpe, y lo fue certeramente. Erade esperarse que el enemigo, confuertes elementos, acudiera arecuperar la plaza.

Era ya media tarde y hacia laestación del ferrocarril de SaloméBotello, la más cercana a Candela,se distinguió el humo de variaslocomotoras; era el auxilio tardío

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que enviaba Rubio Navarrete a sucaballería. A poco comenzaron aenviarnos cañonazos.

Don Venustiano y las personas de suEstado Mayor reposaban bajo lasombra escasa de unos raquíticosárboles a la orilla de un arroyueloseco. Dispuso que de lasametralladoras capturadas sehiciera cargo el capitán BrunoGloria, quien gozoso vio añadirse alas dos que tenía las cuatro que le

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llegaban. El personal de tropafederal que conducía las acémilasen que iban las piezas quedó desdeluego incorporado. Asimismodispuso el Primer Jefe que elcapitán Tránsito Galarza se hicieracargo de todos los prisioneros quellevábamos, para que los condujerahasta Monclova. PosiblementeGalarza tenía ya instrucciones sobreel particular, pues de camino fuefusilando a varios de ellos enquienes reconoció a oficialesfederales disfrazados con

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indumentaria de tropa.Muchas familias de Candela,

al amparo nuestro, abandonaban lapoblación, temerosas del desquitede los federales; habían elegidocomo punto de reunión paraemprender la marcha precisamenteel arroyuelo en que descansaba elPrimer Jefe; conversaban con él conesa franqueza y confianza innata dela gente del norte. Iban algunoshombres también.

Creí reconocer a uno de ellos;era exactamente la cara del capitán

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veterinario del Escuadrón deGuardias de la Presidencia al quehabía pertenecido yo pocos mesesantes. Cansado estaba de atendersus indicaciones —estando enservicio de cuartel— con respectoa las enfermedades de los caballos.Me dio gusto verlo y me acerqué asaludarlo, deseoso de ofrecerle miprotección. Me desconoció con talnaturalidad que me hizodisculparme por la equivocación.Me manifestó que nunca había sidoveterinario ni mucho menos militar,

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que era comerciante, lo mismo queel joven que lo acompañaba y queprecisamente aprovechaba aquellaoportunidad para huir de losfederales y establecerse en zona dela revolución.

Nos pusimos en marchacuando ya cerraba la tarde y a pocoandar, ya de noche, pernoctamos enpleno campo, con las seguridadesque nos dio la caballería, la cual nohabía tomado parte en el combate.Disfrutamos asimismo de una buenacomida preparada por ellos, que

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consistía en carne asada de variasreses sacrificadas, tortillas deharina y café caliente. Nuestraflamante caballada también disfrutódel primer pienso dado por losrevolucionarios, sus nuevos dueños.

Cuando ya rayaba el sol deldía siguiente reanudamos la marcha.

Tránsito Galarza con suescuadrón y los prisioneros,marchaba muy adelante de nosotros;iba dejando huellas sangrientas enel camino. De trecho en trechofusilaba prisioneros, quizás de los

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que averiguó que eran oficiales, alos que trataban de huir o tal vez aaquellos que menos lesimpatizaban. Los muertosquedaban a un lado del camino ylos soldados de retaguardiaregistraban sus ropas, les quitabanel calzado y las piezas de oro de lasdentaduras a los que las tenían; sevalían de las piedras o de lasculatas de las carabinas paraarrancar el oro de la boca de losmuertos.

Con sorpresa vi los cadáveres

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de quien me había parecido elveterinario del Escuadrón deGuardias y de su acompañante.Estaban abrazados. Así habíanesperado la muerte en despedidaeterna; miraban al cielo. Las piezasde oro habían desaparecido de susbocas y la sangre fresca bañaba susrostros.

Después me informaron quelos había delatado la misma familiaque los ayudó a escapar deCandela, a la cual acompañaban.Alguna circunstancia inesperada

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debió de mediar, fatal para ellos.Quizás yo hubiera podido

salvarlos, de haberme tenidoconfianza.

No sólo fueron fusiladosfederales en aquel sangrientoregreso de Candela; también uno delos nuestros cayó en el camino,atravesado por balasconstitucionalistas. Fue el capitánMorales, ameritado oficial deantecedentes honrosos y valorreconocido, a quien le cupo tanmala suerte.

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Entre las familias queabandonaron el pueblo huyendo delos federales, al amparo de nuestrasfuerzas, iba una agraciada jovenque llamó la atención, de seguro, alcapitán Morales, de las fuerzas deMurguía, quien, a viva fuerza,cometió con ella repugnanteatentado. La atribulada madre de lavíctima fue a dar con su quejajustamente al lugar en que estaba elPrimer Jefe Carranza. Indignado, ycomo medida de orden y ejemplode moralidad indispensable en el

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naciente ejército, ordenó elinmediato fusilamiento delculpable.

Por sus mismos compañerosfue aprehendido y desarmadoMorales. Se le fusiló a un lado delcamino, del mismo modo que a losfederales prisioneros. Dicen queprotestaba a voz en cuello que erainocente, que le dolía en el almaque lo mataran sus propioscompañeros. Todo fue inútil y enaquel camino sembrado decadáveres enemigos quedó también

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el suyo.

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Monclova

AL OSCURECER llegamos a laestación Gloria, de regreso triunfalde Candela. Una noticia importanterecibió allí el Primer Jefe: mientrasnosotros atacábamos y vencíamos a

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los federales en Candela, lacolumna enemiga de Mass,estacionada en Espinazo, Coahuila,había avanzado decididamentehacia Monclova, derrotando desdeluego a la pequeña fuerza queservía de punto avanzado enBocatoche.

Desde luego ordenó el PrimerJefe que saliéramos en un tren loszapadores, a las órdenes directasdel coronel Pablo González.

Tuvimos que abandonarnuestros caballos, quitados al

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enemigo, dejándolos a las otrasfuerzas. Sólo fuimos regimiento decaballería durante un día: volvimosa ser infantes. Reabastecidos demuniciones, nos subimos al tren,llevando con nosotros a nuestrosheridos, entre ellos a mi prisionerofederal herido, el subtenienteDueñas.

Ya entrada la noche llegó eltren a Monclova; descendimos ehicimos entrada en el poblado de laestación a tambor batiente; nosconsiderábamos con derecho de

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recibir los aplausos de la gentecivil partidaria nuestra. Casi estabadesierto todo aquello.

Se alojó la fuerza y quedóacuartelada. A primera horadeberíamos salir al encuentro delenemigo que avanzaba ya de laestación de Bocatoche al pueblo deCastaños.

Con el triunfo obtenido enCandela, estábamos deseosos decombatir nuevamente y deconquistar un lauro más. Nuestramoral era inmejorable.

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A primera hora del díasiguiente, después de ligerorefrigerio, partimos en un tren haciael sur. Se oían cañonazos aislados.A pocos kilómetros comenzamos aencontrar gente nuestra decaballería que se retiraba a galopehacia Monclova; iban en dispersióny sin señales de haber combatido;brillaban las cananas repletas decartuchos y sus carabinas ibanperfectamente guardadas en lasfundas. Entre los fugitivos iba donEmilio Salinas, cuñado de don

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Venustiano, con el grado de tenientecoronel, que había quedado con elmando de la plaza mientrasnosotros íbamos a pelear enCandela.

No quedaba ya ninguna fuerzanuestra ante el enemigo, que sintemor ninguno avanzaba hacia suobjetivo: Monclova, desguarnecida,pues el grueso de nuestras fuerzasde caballería, que nos habíaacompañado a Candela, tardaríamucho en llegar a pesar de forzar lamarcha para acudir a salvar la

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amagada plaza de Monclova.Empezamos a sentir el fuego

de la artillería federal sobre nuestroconvoy. Se veían ya claramente lainfantería y caballería enemigasdisponiéndose a tomar posicionesde combate.

Brillaba el sol mañanero sobrela verde campiña.

Descendimos del tren y nosdesplegamos en tiradores,avanzando hacia el enemigo.Llevábamos el mismo ánimo del díade nuestro bautizo de sangre;

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teníamos la seguridad de vencercomo antes.

Fue roto el fuego por ambaspartes, nutrido y arrasador;estábamos pecho a tierra y sobrenosotros se deshacía una ráfaga decañonazos.

Dos mil quinientos hombres delas tres armas, que constituían lacolumna de Mass, estaban frente anosotros.

Nuestro batallón estabatotalmente empeñado en la lucha y anuestra retaguardia no teníamos

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fuerza que nos sirviera de reserva,refuerzo o apoyo para maniobrar.

Cuando menos loesperábamos, el tren que nos habíaconducido se retiró haciaMonclova; en él viajaba nuestrojefe inmediato, el coronel PabloGonzález, quien con seguridad iba ala plaza, objetivo del enemigo, paraorganizar la defensa con las fuerzasque fueran llegando de la caballeríanuestra.

El enemigo dejó una parte desu columna batiéndose y el resto se

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dirigió resueltamente aposesionarse de la plaza, queestaba hacia nuestra izquierda, unpoco retirada de la estación delferrocarril y con un punto muydefendible, la loma de la Bartola,punto clave para la defensa o tomadel poblado.

A los pocos momentos decombate, teníamos ya bajas deconsideración. Cuando fueindispensable retirarnos, dejamosen el campo a treinta hombres sinvida.

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Lentamente, sin precipitación yen formación de escalones hicimosla retirada manteniendo el contactocon el enemigo y sin dejar de hacerfuego. Algunos soldados llevaban acompañeros heridos.

Íbamos abatidos, en perfectoorden, pero derrotados porcompleto. ¡Qué diferencia de losprimeros combates del flamantebatallón!

Delante de mí, agotado, iba elsoldado más joven del batallón,casi un niño, de doce o catorce

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años: Santoyo, Santoyito, aprendizde corneta, de soldado, pero yahecho un hombre. Flaquito,desmedradito pero entero.

Se oían tiros por otras partes.Era la caballería nuestra que veníade Candela y que conforme iballegando se empeñaba en la acción.El enemigo pudo batir en detalle acada fracción y derrotarnos.

Cuando llegamos, muertos defatiga y de sed, a la estación deMonclova, el enemigo entraba alpueblo y don Venustiano Carranza,

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con su Estado Mayor y algunossoldados, se retiraba hacia CuatroCiénegas.

Previamente, losferrocarrileros habían estadoevacuando los trenes del patio de laestación y sólo quedaba el último,que abordamos nosotros y en elcual nos retiramos del lugar de lalucha, llevando a nuestros heridos eincendiando los puentes de la víaférrea apenas pasábamos por ellos.

Había transcurrido todo el díaen la dura jornada.

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Nos detuvimos en la estación deHermanas; allí en el andén estabadon Pablo González, ya ascendido aGeneral Brigadier. Fui a darle lasnovedades y a pedirleinstrucciones.

Conversó conmigocomentando los sucesos ocurridos.Habíamos sufrido una magnaderrota. Toda la caballería estabadispersa. Don Venustiano Carranzahabía logrado pasar y estaría ya enCuatro Ciénegas. La única fuerzaorganizada con que se contaba en

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aquel momento era la que yollevaba.

—Siga usted con su batallón—me dijo— hasta Salinas. Allíqueda usted destacado; para alláenviaré también a Bruno Gloria consus ametralladoras. Lo nombro austed jefe del sector que comprendetoda la región carbonífera y leconfiero amplia autoridad sobre losmunicipios para intervenir yrecoger sus recaudaciones, asícomo efectuar las requisiciones quesean necesarias para las

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necesidades de la guerra. Procuredarle a la gente, además de lacomida, un haber, aun cuando seacorto, como un tostón a los de tropay un peso y medio o dos para losoficiales.

Yo voy a establecer mi cuartelgeneral aquí, en la Hacienda deHermanas. Reuniré a los dispersosde la caballería, los reorganizaré yhostilizaré al enemigo. Cuandovengan los combates fuertes losllamaré a ustedes. Procure ustedrequisar prudentemente —para no

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dejar a los dueños en la calle—ganado cabrío, hacer matanza conlas cabras y freír la carne paraconservarla en chicharrón,encostalarlo y enviármelo parabastimento de las fuerzas. Consiga ymándeme también harina, azúcar ycafé.

Establezca un puesto deobservación rumbo a Lampazos, nosea que a Rubio Navarrete se leocurra avanzar sobre nosotros y noscoja desprevenidos como nos cogióMass. Parte diario de novedades.

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—Se cumplirán sus órdenes,mi general.

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El remanso de Sabinas

SABINAS, centro —pudiera decirse— de la región carbonífera, eraalgo así como el hogar de la genteminera que constituía el batallón.Estación ferrocarrilera de

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importancia, con hotel y restauranteatendido por chinos. Pueblorisueño, alegre, con un gran ríocaudaloso aledaño cuyas márgenesestaban pobladas de tupidosnoguerales, a la sazón en plenaproducción. Aquel denso nogueralde las márgenes del río seprolongaba varios kilómetros y elfruto de los árboles constituía, añotras año, una buena cosecha cuyarecolección y venta hacia elgobierno federal; la comprabancomerciantes, que a su vez la

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enviaban a los Estados Unidos.Minas de carbón paralizadas en suexplotación. Una compañíacervecera en actividad. Buenaplanta eléctrica; presidenciamunicipal, plaza de armas,pequeños comercios y en lasafueras del pueblo, segúncostumbre en los pobladosnorteños, dos «zumbidos»,lupanares o mancebías para elservicio y desahogo de losnumerosos trabajadores de lasminas de carbón.

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Oscurecía cuando nuestroconvoy llegó a Sabinas; allídescendimos. El presidentemunicipal del pueblo nos esperabaprevenido por los telegrafistas delferrocarril, grandes simpatizadoresde nuestra causa, y nos tenía yaalojamientos y alimentaciónpreparados. El convoy continuó sumarcha hasta Piedras Negras,llevando a los heridos a nuestroúnico hospital, allí ubicado.

El batallón quedó instalado enunos almacenes desocupados

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propiedad de la compañíacarbonera, con gran patio y portónde entrada. A la oficialidad le fuedesignada una escuela paraalojamiento.

No habíamos probadoalimento en todo el día; llegábamos,pues, muertos de hambre y defatiga. Aquel buen presidentemunicipal, previsor y enterado delas circunstancias, había mandadopreparar carne asada, frijoles, pan ycafé, todo en abundancia para latropa del batallón. A la oficialidad

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nos llevó al restaurante de loschinos, en donde había mandadopreparar una gran cena.

La jornada del día había sidomuy dura y caímos todos rendidos,como piedras, vencidos por elsueño profundo y reparador.

Al día siguiente, con excepción delservicio de la guardia deprevención y del personal de unpuesto avanzado, instalado a largadistancia del pueblo, sobre el

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camino de Lampazos, el batallónquedó franco. A cada quien se ledio un jabón, proporcionado por lapresidencia municipal, y se leindicó que fuera al río a bañarse y alavar su ropa. A la fresca sombradel nogueral, el río se pobló degente alegre y bullanguera.

Mientras la gente se bañaba, lacompañía cervecera, con anuencianuestra, mandó disponer dos burdosy grandes cajones llenos de hielo ybotellas de cerveza en laPrevención del cuartel, para que el

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personal, con la autorización delcomandante del servicio de cuartel,tomara cuanta cerveza quisiera. Lacompañía no ponía coto alguno alconsumo. Era pleno mes de julio yel calor insoportable.

Aquel día de asueto ydescanso para el batallón loaprovechamos para organizamos ennuestra guarnición de acuerdo conlas instrucciones de nuestro general.Cité a los presidentes municipalesde mi jurisdicción y tuve largaconferencia con ellos. Les hice ver

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mis necesidades y las instruccionesque tenía del cuartel general paraque entre ellos se encargaran, segúnsus posibilidades, de todo lo que yonecesitaba de inmediato. Con labuena voluntad que todos tenían deayudar a nuestra causa, pronto sepusieron de acuerdo. Diariamenteme entregarían, para haberes delbatallón y para la batería deametralladoras, cuatrocientospesos; cada individuo de troparecibiría cincuenta centavosdiarios, y cada oficial dos pesos.

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Además nos darían carne, frijol,harina y azúcar para la alimentacióny forraje para las acémilas. Haríanrequisiciones de ganado menor, afin de sacrificarlo y hacer con lacarne chicharrones, con el fin demeterlos en costales y enviarlos anuestras fuerzas estacionadas en elfrente de Hermanas, juntamente conla harina de trigo que yo requeriríaen los molinos de la jurisdicción.

Asimismo podía disponer decuanta cerveza quisiera, de lacompañía de Sabinas, a cambio de

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carbón de piedra de las minasabandonadas. La casa TruebaHermanos, españoles establecidosen Piedras Negras, con una sucursalen Sabinas, nos compraría toda lanuez de la cosecha, la pagaría alprecio normal del mercado yadelantaría dinero, a cuenta de lascantidades que fueran requeridas.El trabajo de la pizca lo haría lagente del batallón, a quien sepagaría un salario. Útiles para eltrabajo, costales y transportes losproporcionaría la casa Trueba.

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Gente del pueblo,simpatizadora, nos prestó algunascosas para amoblar la casadestinada a jefatura de armas. Allídormíamos y despachábamos.Nuestra cocina quedó instalada ylos dos o tres asistentes, habilitadosde cocineros, llegaron a darnosverdaderos banquetes con lasprovisiones que obteníamos.Asistían los oficiales deametralladoras Bruno Gloria,Daniel Díaz Conder y JoséGonzález, y todos los del batallón:

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Julio Soto, Diego V. González,Primitivo González, BulmaroGuzmán, Pancho Peña, ArrilezSánchez el subayudante, AlfonsoGonzález, Evaristo Sustayta,Maurilio Rodríguez, GuillermoSerret, el capitán Garduño; comouna concesión especial admitíamostambién al sargento Eloy Carranza,primo de don Venustiano, que seempeñó en comenzar su carreramilitar como soldado. Hombreenjuto, rasurado totalmente, de pelolargo y lacio, tenía un marcado

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aspecto clerical en abiertacontraposición con su carácter untanto burlesco.

La compañía cervecera deSabinas, como antes dije, nosproporcionaba toda la cerveza quese le pidiera a cambio decombustible para sus calderas. Enel cuerpo de guardia del cuartelsiempre había disponible un cajónlleno de botellas de cerveza bienhelada para quien quisiera tomarla.En el alojamiento de los oficiales,con mucha más razón, abundaba la

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cerveza.Era un consuelo aquella

cerveza helada en el caluroso mesde agosto que corría.

Con toda aquella facilidadpara tomar, no llegó a darse el casode que se emborrachara nadie.

La «señora» Juana Gudiño eradueña del mejor «zumbido» deSabinas; en su casa se alojaban lasmujeres alegres de más cartel entodos los minerales de los

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contornos. Constituía el «zumbido»de Juana Gudiño, para los minerosde la región, un peligro casicomparable al terrible gas grisú delfondo de la mina. En los buenostiempos de bonanza se dejaban allílos hombres el dinero y la salud.

Administraba su negocio contodo esmero y dedicación y habíaobtenido ya magníficos frutos de él.Contaba con no menos de veintemujeres y su casa, especie demesón, tenía habitacionessuficientes para todas las parejas

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ocasionales del momento. Sebailaba en un amplio salóndestartalado, a los acordes de unfonógrafo de enorme bocina que enun tiempo fue dorada. Elimprescindible «joto» de estoslugares servía la bebida a losparroquianos.

«La Gudiño» se habíadedicado a aquel negocio comopudo haberlo hecho con cualquierotro; de igual manera que eligió unprostíbulo pudo haberse instaladoen negocios de carnicería o

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abarrotes. Tenía ojo comercial yhabía acertado en su negocio.Aquella actividad suya era sólo elmodo de lograr bienestar personal,de cualquier modo que fuese, sinimportarle los medios empleados.

No era una mala mujer. Sunegocio, siendo inmoral, teníacierto aspecto de honradez dentrodel medio. No toleraba abusos niescándalos y se decía que eraliberal con mujeres y clientes.

Cuanto dinero caíadefinitivamente en sus manos como

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utilidad, lo empleaba íntegro en lacompra de ganado menor; tenía yacerca de seiscientas cabras yborregas en magnífico estado degordura. Cuidaba con másdedicación a su ganado que al otro,y cifraba especialmente en suscabras la esperanza de su vejez, nomuy lejana.

Tenía ella, como casi todo elmundo, sus imprescindibles rivales.Había un japonés, en Clote, quetenía más cabras que ella y de tanbuena calidad como las suyas, y a

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dos cuadras de su casa estaba otro«zumbido» que regenteaba Esteban,persona agradable y activa que, conpeores mujeres, se llevaba a losmejores clientes.

Tanto Juana Gudiño comoEsteban y el japonés de las cabrashabían lucido desde el principio dela bola un decididísimo colorrevolucionario; odiaban a los deHuerta, y estaban dispuestos a hacercualquier sacrificio por los otros.

Los dos prostíbulos nodejaban de tener cierta importancia

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para nosotros. A ellos tendrían queocurrir a desfogarse nuestroshombres y los que llegaran conpermiso del frente de Hermanas.Había que cuidar que nocontrajeran alguna enfermedad quelos imposibilitara para la lucha.Con tal motivo se citó en lapresidencia municipal a lospropietarios de los dos negocios yal médico encargado por elayuntamiento de la revistasemanaria de las pupilas. DonIndalecio Riojas, presidente

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municipal, y yo exhortamos a JuanaGudiño y a Esteban a que fueransumamente cuidadosos con la saludde las mujeres, evitando bajo sumayor responsabilidad queejercieran el oficio aquellas que elmédico municipal reportara comoenfermas. Sufrirían fuerte multa yhasta clausura del negocio en casode queja de la clientela y decomprobación de enfermedadcontraída allí. Además, deberíanevitarse los escándalos y el aseodel personal tendría que ser

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manifiesto.Por principio de cuentas, con

la anuencia de los dueños de lascasas y en dos camiones quefacilitó la casa Trueba, con lavigilancia de policías fueronllevadas todas las pupilas a bañarserío arriba. Buena falta les hacía.Teniendo un hermoso río a mano,como si no estuviera…

Dicen que comentaban despuésJuana Gudiño y Esteban que habíasido una buena idea aquel bañogeneral, pues no faltaron curiosos

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que atisbaron a las bañistas y, comoconsecuencia, en la noche habíantenido casa llena.

Todas las mañanas después deldesayuno, a excepción de la fajinapara la recolección de la nuez,hacía instrucción el batallón. Porlas tardes quedaban francos.

Había en Sabinas una pequeñaimprenta que atendía un jovencillo,menudito él y de trato agradable,llamado Luis Herrera, que había

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hecho amistad con los oficiales delbatallón, quienes le pusieron deapodo «El Coqueto». Tuvimos laidea de aprovechar aquellaimprenta para hacer un pequeñoperiódico redactado por losoficiales en guasa. Fue denominadoEl Cabo de Cuarto. Llegaron asalir tres o cuatro números y tuvopositivo éxito entre los que lo leían,sobre todo nuestras fuerzas y lossimpatizadores de la región.

Cuando más tarde hubimos deevacuar Sabinas y aun el estado de

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Coahuila, «El Coqueto» abandonóla imprenta y se dio de alta ennuestras fuerzas. Llegó el triunfo dela Revolución, pasaron los años yaquel jovencito impresor deSabinas llegó hasta el generalato.Nadie lo conocía por su nombre yera muy popular por su apodo «ElCoqueto».

Al cabo de una semana pude enviara don Pablo González la primeraremesa de comestibles en un furgón:

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costales de chicharrón de chivo,sacos de harina.

Otras remesas se hicierondespués.

Un periódico de México, que fue adar casualmente a nuestras manos,nos informó que la columna deMass que nos derrotó en Monclovahabía arrebatado de nuestras garrasal subteniente Dueñas, quehabíamos cogido herido en Candelay que estuvo a punto de perder la

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vida. Se le hacía aparecer como aun héroe y a nosotros no se nosbajaba de latrofacciosos ybandoleros.

Todo tiene su fin. Se acabó la buenavida de Sabinas, teníamos quemarchar al frente para tomar parteen un combate grande que sepreparaba.

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Hermanas

PARTIMOS en un tren dispuesto alefecto, llenos de ánimo. Horas antesya había pasado otro convoy con laartillería procedente de PiedrasNegras.

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En la estación de Hermanasdescendimos y, pie a tierra y atambor batiente, desfilamos hasta lacasa grande de la hacienda,convertida en cuartel general.Cuando llegamos, el licenciadoIsidro Fabela, que acababa deincorporarse a la Revolución,arengaba a la fuerza montada delteniente coronel Alfredo Ricand.Allí supimos que se trataba deatacar Monclova. Se había trazadoun plan que debería llevarse aefecto desde luego.

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—Van ustedes a cubrirse degloria —arengaba Fabela—. (¡Sí,cómo no!) Hablaba con elentusiasmo del recién llegado, sinpercatarse de las fuerzas reales delos contendientes.

Al caer la tarde emprendimosla marcha bien municionados. Loszapadores fuimos en tren hastadonde era factible llegar hacia elsur, a la estación de Adjuntas; hastaallí la vía férrea estaba en buen uso.La caballería y la artillería hicieronla jornada por tierra. Pernoctamos

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en una ranchería y se dio a conocerla orden de ataque para lamadrugada del día siguiente.Deberíamos avanzar antes delamanecer para tomar posiciones yatacar al romper el nuevo día.

Súbitamente el cuartel generalrecibió informes de que la plazaque íbamos a atacar había sidoevacuada por los federales. Todoshabían salido ese día rumbo alpueblo de San Buenaventura yAbasolo, es decir, que se les habíaocurrido también a ellos atacarnos

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a nosotros, pero no de frente sinoefectuando un magno movimiento deflanqueo.

Nos hicieron retrocederrápidamente hasta Hermanas a loszapadores, ametralladoras yartillería, y ponernos en estado dedefensa, ocupando las cuestas delos cerros cercanos a la estación.Allí esperamos inútilmente alenemigo toda la noche.

Al día siguiente una columnanuestra de caballería, al mando delcoronel Antonio I. Villarreal,

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integrada por varios escuadrones—entre otros, el afamado dePoncho Vázquez—, salió a batir alos federales que ya habían llegadoal pueblo de Abasolo.Lamentablemente, los nuestroscayeron en una emboscada que lespuso el enemigo en unos sembradosde maíz. Simultáneamente funcionóla artillería y el rechazo y la derrotade los nuestros fue palpable.Hubieron de retirarse en ciertodesorden hasta donde estábamosnosotros en Hermanas, llevando sus

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numerosos heridos, entre los cualesiba Poncho Vázquez.

Al día siguiente, 15 de agosto,la columna enemiga apareció anuestra vista, acampó formando elclásico «cuadro», con sus fuerzasmontadas y de infantería y en mediosus dos baterías de artillería.

A guisa de exploración rompióel fuego de sus cañones sobre laestación y la cercana hacienda deHermanas, y también sobre nuestrostrenes, sin que llegara a causardaño alguno.

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Suspendieron el fuego decañón al anochecer.

Posiblemente nadie de loscombatientes, de uno y otro bando,durmió aquella noche, esperandouna sorpresa desagradable.

A la mañana siguiente fue elcombate. El enemigo tomó lainiciativa; abrió fuego de artilleríacon intensidad. Nuestros cañoneshechos en casa, en la maestranzaferrocarrilera de Piedras Negras,por Carlos Prieto, dos de ellos tipocampaña sin rayar el ánima, y otro

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pequeño tipo montaña al quellamábamos «El Rorro», construidopor Patricio León, conocidoferrocarrilero, hicieron fuego a suvez. Mandaba nuestra incipienteartillería el teniente coronelBenjamín Bouchez, oficial deEstado Mayor especial graduado enel Colegio Militar de Chapultepec yque se había incorporado a nuestrasfilas tras de abandonar su puesto deingeniero de la comisión del Nazas,que funcionaba en la regiónlagunera. Los oficiales

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improvisados, artillerosconstitucionalistas, eran el inventorCarlos Prieto, Agustín Maciel,Manuel Pérez Treviño, AlbertoSalinas, Plinio Villarreal y loshermanos Aponte. Muchaoficialidad para nuestros doscañones y medio.

Nuestro fuego era ineficaz porsu corto alcance y por las granadasque salían de las bocas de fuegodando maromas por la falta delrayado que diera estabilidad ydirección. «El Rorro» tuvo la suerte

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de colocar uno de sus tiroscasualmente en el centro de unalínea de forrajeadores de lacaballería enemiga que avanzaba altrote a tomar contacto con nuestracaballería apostada al borde de lavía férrea.

Comenzó el fuego de lafusilería. Las ametralladoras deBruno Gloria, emplazadas en laslíneas de los zapadoresposesionados del cerro cercano a laestación, abatían a la infanteríaenemiga que avanzaba al asalto,

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protegida por el intenso fuego de suartillería.

La caballería, mandada por elintrépido teniente coronel ElíasUribe, combatía en su flanco,protegida por el terraplén de la víadel ferrocarril contra losescuadrones enemigos.

A los pocos momentos deiniciado, el combate se hizointenso. Empezamos a tener muertosy heridos, a pesar de estarparapetados entre los peñascos delcerro. De seguro el enemigo

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experimentaba más pérdidas quenosotros. No obstante, tenía a sufavor la calidad de su armamento ylo numeroso de sus contingentes.

Cuando fue inminente eldespliegue total del enemigo, laartillería nuestra emprendió laretirada con todo orden. Pocodespués empezó a retirarse tambiénen orden la caballería dispuestamás adelante de nosotros;finalmente, cuando ya trepaban elcerro los plomizos infantesfederales, nos vimos precisados a

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retirarnos poco a poco tambiénnosotros.

Entre los heridos llevábamosal teniente Daniel Díaz Couder, dela batería de ametralladoras, con unbalazo de máuser que le perforó lacabeza de la nariz a la nuca yprovidencialmente no le ocasionóla muerte.

Fue en aquella ocasión cuandoconocimos la habilidad y la cienciadel doctor Ricardo Suárez Gamboa,

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recientemente incorporado anosotros, quien sin contar con loselementos necesarios para sucometido atendió de una manerarudimentaria, pero absolutamenteeficaz, la herida de Díaz Couder.Allí, sentado el herido en una de lastoscas bancas del cabús del tren enque nos retirábamos, fue curado porel hábil médico.

A las tres semanas escasas desu hospitalización en PiedrasNegras se incorporaba a nosotros,perfectamente bueno y sano Díaz

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Couder. Tenía en la nariz unapequeña cicatriz, del tamaño de unaespinilla.

La curación había sidoperfecta y rápida.

Nos retiramos hasta Oballos yallí pernoctamos; al día siguienteseguimos hasta la estación Aura,donde se estableció el cuartelgeneral. La infantería y lasametralladoras fuimos nuevamentea Sabinas, en tanto que la artilleríaiba hasta Piedras Negras.

Nuevamente volvimos a la

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vida de guarnición en Sabinas; eraaquél el último descanso quetomábamos antes de emprender, yaen forma, la vida del revolucionarioactivo. Los federales, crecidos consus triunfos, pronto habrían decontinuar su avance hacia el norte ynos obligarían a despejar elcamino. Llevaban como guía a unperfecto conocedor del terreno y detoda la gente de la región: marchabaa su vanguardia el coronel irregularAlberto Guajardo, antiguomaderista y jefe de las fuerzas del

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estado de Coahuila, durante lacampaña contra Pascual Orozco.

Descansábamos en espera deuna nueva embestida de losfederales para salir de nuestroterreno e ir a llevar el fuego de larevolución a otras partes. Enrealidad nos haría un beneficio elenemigo desalojándonos de nuestratierra, en donde teníamos amigos entodas partes y relativa tranquilidadno exenta de comodidades; nosobligaría a tener actividad y, porconsecuencia, a llevar la llama de

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la revolución por lugares antestranquilos, llenos de quietud yajenos a agitaciones bélicas.

Desde su cuartel generalestablecido en la estación Aura,don Pablo González movíaincesantemente sus escuadrones decaballería hostilizando al enemigo,amagando y atacando por laretaguardia y destruyéndole lascomunicaciones para impedir suabastecimiento. Se combatíadiariamente pero la fortuna noestaba del lado nuestro, favorecía

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al enemigo. El repliegue se hizoinevitable.

Los zapadores destruimos lavía férrea desde Aura hastaSabinas, levantando los rieles,destruyendo los depósitos de agua,las alcantarillas y el telégrafo.

El enemigo avanzaba lentapero seguramente. El batallón dezapadores, para prepararse a laretirada, debería efectuar ciertasrequisiciones en los lugares vecinosa nuestra residencia y proceder aaprehensiones de determinadas

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personas que el cuartel generalsabía eran simpatizadores delenemigo, por haber comprobadoque estaban en comunicaciónconstante con él.

Uno de los capitanes delbatallón, con cincuenta hombres,fue en un tren especial hasta elmineral de La Rosita y de allí hastaSan Juan de Sabinas y decomisótoda la mercancía útil para lastropas existente en la mejor tiendade la localidad. Aprehendiótambién al propietario del comercio

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y a dos o tres personas más. Era laprimera vez que nuestras fuerzasefectuaban un acto semejante. Aaquel señor dueño de la tienda máspróspera de San Juan de Sabinas,enemigo nuestro según el cuartelgeneral, lo arruinamos en unmomento. Todo su capital invertidoen telas o en comestibles, susahorros quizás de varios años delucha comercial, de economías,pasaron a nuestras manos; sulibertad también pasó a sercontrolada por nosotros y,

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finalmente, a los dos días, learrancamos también la vida en elcementerio de Allende, Coahuila,una noche lluviosa, horas antes deemprender la retirada huyendo delenemigo. Nunca pude saber situvimos o no razón al matar a aquelinfeliz viejo cuyo nombre, si acaso,sonaría en mis oídos alguna vez,pero que ya no recuerdo por másesfuerzos que hago.

Los civiles del pueblo de Sabinas

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que habían hecho amistad connosotros, temiendo alguna malapasada de los federales próximos allegar, se alistaron para seguirnos.

El viejo Calvillo, secretarioeterno del ayuntamiento, aficionadoferviente al producto de lacervecería de la localidad, medioorador populachero y de buenhumor constante, se dispuso aseguirnos. Luis Herrera, «ElCoqueto», el impresor con quienhacíamos nuestro periódico ElCabo de Cuarto, se iba también con

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nosotros. El repórter de guerra denuestro órgano El Demócrata, quepublicaba José Quevedo en EaglePass, también abandonó, su carnetde noticias y lo hicimos subtenientede zapadores; Ángel Lomelí sellamaba.

Juana Gudiño, la dueña del«zumbido», movilizó a susmuchachas y a sus cabras hacia elnorte; fue a dar a Allende. Esteban,el otro dueño de mancebía, esperóestoicamente a los federales.

El gran puente ferrocarrilero

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sobre el río de Sabinas había sidopreparado por los zapadores paraser volado con dinamita en cuantopasara por él el último convoynuestro procedente de Aura.

A lo lejos se oía cañoneo.Al oscurecer empezaron a

llegar al pueblo fuerzas decaballería que se retiraban delfrente. Cuando cerró la noche, casitoda la columna constitucionalistaestaba ya en Sabinas. Se habíaprendido fuego a la planta de luzeléctrica y el edificio era una

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soberbia antorcha en la negrura dela noche tachonada de relucientesestrellas.

Circulaban los jinetes por lascalles; había juerga en los burdelesy borrachera en las cantinas.

A un tren larguísimo subíantropas de infantería. Los cuatro ocinco prisioneros civiles,acompañados por mujeresfamiliares suyas, esperaban,fuertemente custodiados, en elandén de la estación la hora departir también con destino hacia lo

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desconocido, que para ellos enaquella ocasión era el otro mundo.

Cuando apareció el sol del nuevodía, sólo quedábamos en el pueblolos componentes de una compañíade zapadores que debería servir deextrema retaguardia de las fuerzasen retirada. Llevábamos el últimoconvoy e iríamos levantando la víaférrea con gruesas cadenasenganchadas a la locomotora, queno iba adelante sino en la parte

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posterior del tren y caminaba dandomarcha atrás. Se volaban condinamita las estaciones, los tanquesde agua y los depósitos decombustible para el trayecto.

El enemigo avanzabatemeroso. Sentíamos ya el cañoneocercano que enviaba hacia el tupidonogueral del río, tratando dedescubrir alguna emboscadanuestra, incierto de su posición eincrédulo de su victoria.

Los soldados novicios sesentían nerviosos; les parecía que

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nuestra salida del pueblo seprolongaba demasiado y tambiénque podíamos caer en manos delenemigo.

A media mañana salimos en nuestrotren. Los ferrocarrileros hicieronsonar repetidas veces el silbato dela locomotora, en son de burla paralos federales. Nuestra máquina,pitando, «toreaba» a los federales.

La nubecilla azul de unagranada de tiempo, apareció encima

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de nuestro tren y, a poco, el silbidode los balines se dejó escuchar.Otras granadas estallaron sobre elpueblo abandonado.

Nos retiramos poco a poco; avuelta de rueda.

A los dos kilómetros nosdetuvimos y empezamos nuestralabor concienzuda de destruir lavía; teníamos ya bastanteexperiencia en ello.

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Mi tío Bernardo

Nos VEÍAMOS obligados a salir denuestros lares. El enemigo nosdesalojaba de nuestra tierra natal ynos impelía a partir a la ventura porotras tierras, llevando el fuego de

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nuestra naciente revolución.El enemigo, en cierto modo y

sin quererlo, nos hacía un favor, noa nosotros sino a «la causa». Lascircunstancias nos obligarían a unaactividad permanente; a caminar dedía o de noche para dar «albazos»,golpes de mano, destruir lascomunicaciones del enemigo;quemar puentes; asaltarguarniciones pequeñas, poneremboscadas; atacar cuando lascircunstancias fueran favorables ohuir cuando así conviniera; hacer

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guerra de guerrillas sin parar y sólodar golpes seguros. Vivir en elterreno que se pisara yaprovisionarse del propio enemigo,de sus municiones, de sus armas.Vivir a la desesperada sin base deoperaciones. Sin recursos quellegaran y hasta sin médicos nimedicinas. Para el aventurerorevolucionario cualquier heridaleve podía volverse grave por lafalta de elementos curativos. Seacababan los escasos haberes deque antes se disfrutaba y la comida

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sería la que se encontrara en elcamino, que no podría ser otra cosaque la carne asada de las vacas delos potreros, sin sal y sin tortillas.

Salimos de Coahuila arevolucionar a Nuevo León. En elpueblo de Allende se concentrótoda la fuerza revolucionaria.Mandaba en jefe el ya generalPablo González. Dispuso que elcontingente se dividiera en trescolumnas para marchar por caminosdiferentes hacia el estado de NuevoLeón. Las columnas irían al mando,

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respectivamente, del propio generalPablo González —quien llevaría asu lado al coronel Jesús Carranza,hermano de don Venustiano—, elcoronel Antonio I. Villarreal y elcoronel Francisco Murguía. Lascolumnas estaban integradas porescuadrones disparejos en fuerza yestructura; se designaban por elnombre de su capitán comandante ytenían fuerza mínima o máximasegún lo que hubieran perdido en lacampaña.

Mi querido batallón de

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zapadores allí en Allende tuvo sufin. De los quinientos hombres quesalieron de Piedras Negras, cuatromeses antes, sólo quedabantrescientos; los demás habíanmuerto en el hospitalconstitucionalista trasladado al ladonorteamericano. Con los trescientoszapadores se formó un escuadrón defuerza máxima y se le puso decomandante al capitán que fuera dela primera compañía, Julio Soto. Elresto de la fuerza fue distribuidoentre los escuadrones de menores

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contingentes.La fuerza revolucionaria que

evacuaba Coahuila en tres columnassumaría unos mil quinientoshombres.

Yo quedé agregado a lacolumna del coronel Antonio I.Villarreal como segundo jefe delEstado Mayor. Como jefe delmismo fue designado el tenientecoronel José E. Santos, a quienapodaban «El Cabezón», granconversador, hombre alegre y desdeluego amigo de la intimidad de

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nuestro coronel. Siete escuadronesbien fogueados formaban lacolumna; entre ellos iba uno,flamante, que mandaba el capitánJulio Soto, integrado por quieneshabían sido zapadores.

Amanecía cuando salió lacolumna de Allende. Llovía acántaros. Buena falta le hacía elagua del cielo a aquel siempreterregoso pueblo; agua como paracalmar una intensa sed de largosmeses de sequía. Íbamos camino deRosales. Nadie hablaba.

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De no ser por el ruido deltropel de caballos pisando loscharcos, sólo se escucharía lacanción intensa de la lluviapertinaz. Jinetes callados, fríos,como fantasmas lúgubres, negroscomo la misma noche. Marchaba lamuerte en busca de la muerte.

Maquinalmente seguía lacolumna por el camino serpenteantey resbaloso. Todos iban confiadospor el sendero que señalaban losguías. Si en vez de huir delenemigo, como lo hacíamos, nos

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hubieran llevado hacia él,habríamos seguido con igualconfianza, tratando sólo de protegerel cuerpo de la lluvia tenaz ypenetrante. Atrás, por la estacióndel ferrocarril, venciendo a lalluvia se alzó enorme llamarada ysimultáneamente se escucharonsordas detonaciones bien diferentesde las del cielo. Eran los grandesmontones de durmientes hacinados,que pudieran servir al enemigo parareparar la vía férrea. Lasdetonaciones procedían de la

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voladura de los cañonesrudimentarios construidos en lamaestranza ferrocarrilera dePiedras Negras. La deficienteartillería nuestra desaparecía paraevitar ser botín ostentoso de losvencedores.

Aclaraba el día. Amainaba eltemporal.

Se destacaban a lo lejos, comomosquitos, los exploradores y losguías. A la cabeza de la columna, elcoronel Villarreal, de enhiestosmostachos que no lograba abatir el

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agua, marchaba enigmático con lavista fija en la serranía aún lejana yconfusa. A su lado «El Cabezón»Santos, su jefe de Estado Mayor,trataba de distraerlo, abriéndole surepertorio de anécdotas. El jefe nolo oía, profundamente abstraído enlos planes que tendría quedesarrollar para salvar aquellamaltrecha columna y conducirlo arevolucionar el vecino estado deNuevo León.

El primer obstáculo fue elarroyo del Gato, de suyo tranquilo y

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seco, y ahora, con las lluvias,crecido y enfurecido, con uninmenso caudal de agua turbia. Lacolumna se apiñaba en el vado.Poco a poco, entre gritos yblasfemias de la gente, fueronpasando uno por uno, con el agua ala rodilla. El fondo del arroyoestaba cubierto de piedrasmovedizas, y al pisarlas losanimales resbalaban y caían conjinete y todo. Yo fui uno de loscaídos y por poco me ahogo;milagrosamente salí, ayudado por

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mi caballo. Llevaba mi blusa larga,la famosa blusa que siempre usé enlos combates y entonces, comoamuleto, en los otros peligros de lacampaña.

Una vez pasado el arroyo lacolumna quedó a salvo por elmomento de la persecución delenemigo. El Gato seguiríacreciendo con el temporal. Con él,los demás arroyos servirían debarrera a los federales, aúnocupados en llegar a PiedrasNegras para darse tono recuperando

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todo Coahuila, y dejarían en paz arebeldes fugitivos hacia NuevoLeón.

Nuestra columna arribó al caer latarde a la hacienda de Guadalupe,no aquella cercana a Saltillo endonde se firmó el famoso Plan, sinola próxima a Río Grande, tierra demi madre y de mis mayores por ellado materno.

Desde los lejanos años de laniñez no había vuelto por aquellos

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lugares.La hacienda de Guadalupe es

un amplio caserío de adobe quecircunda una plazuela sombreadapor verdes álamos; en los corralesde las casas abundan los nogales yen el campo se agitan alegres lasplantas de maíz. Propiamente, lahacienda de Guadalupe es unacongregación; cada uno de sushabitantes tiene casa y terrenopropios, animales y sus aperos parael trabajo. Algunos de los vecinoshan sido y son más ricos que los

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otros; pero todos conservan entre símagnífica armonía inmemorial. Seconsideran todos parientes, auncuando en realidad no lo sean, yconstituyen una numerosa familiaperfectamente bien avenida.

No tardé en encontrar a mi tíoBernardo Sotelo. Ya estaba viejo,canoso, arrugado, pero fuerte aún ylleno de energía como en sus añosmozos; llevaba sombrero tejano,chaqueta de cuero, pantalón de panay botas de cowboy americanas, connumerosas costuras hechas a

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máquina, formando caprichososdibujos. Mi tío, en sus mocedades,había sido de todo: soldado a lasórdenes de Naranjo cuando laintervención francesa;contrabandista en las márgenes delRío Bravo; gendarme fiscal mástarde; revolucionario en tiempo deGarza Galán; corredor de ganado,agricultor y amigo de todo elmundo. Era dicharachero,habilidoso y grandemente conocidoen toda la región.

Mi tío se avino gustoso a

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servimos con todo entusiasmo; nosconsiguió alojamiento, comida,pastura para los animales, ypersonalmente salió a caballoconmigo para indicarme los lugaresapropiados en donde deberíamoscolocar las avanzadas. Me llevó acenar a su casa la carne asada de uncabrito que él mismo mató ydestazó en un santiamén y el cafénegro que hizo en su «moka» tanveterana como él. Me presentó a sunumerosa prole, mis desconocidosprimos y sobrinos; seis o siete

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muchachones y hombres yamacizos, fuertes y sanos, fronterizosfrancos, leales y de una sola pieza.

Mientras se secaba ante lalumbre de la cocina mi blusa larga,muy húmeda todavía por mi caídaen el arroyo del Gato, mi tíoBernardo me narró aquella nocheuna porción de cuentos y anécdotasentretenidas y de saborcompletamente norteño. Cuentos deindios comanches; de víboras decascabel; de cuando mataron, cercade Rosales, a aquel coronel francés

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de apellido Tabachissky, de cómolo lazaron, lo arrastraron y lecortaron la cabeza; de cuando seagarraban a balazos con los fiscalespara meter un contrabando y decuando, más tarde, era él quienimpedía los contrabandos de lagente de la región, pues a todos lesconocía las mañas. Me estuvodando consejos útiles para lacampaña; cómo tratar al caballopara que resista mejor la jornada;cómo hacer que el animal beba encuantos arroyos se encuentren en el

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camino, previendo que másadelante puedan escasear, cómoensillar con cuidado parapreservarlo de las mataduras; cómosentarse bien en la montura y novariar de postura, para lo mismo, nicorrer sin motivo para que elcaballo esté descansado y puedaservir en un momento de apuro;cómo buscar la pastura depreferencia a la comida del jinete;cómo cuidar las armas, engrasarlas,no malgastar el parque, apuntarsiempre al ombligo. —Así, si le

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yerras tantito para arriba o paraabajo, no le hace; de cualquiermodo el cristiano se viene al suelo.

—No te precipites nunca;calma, cachaza y mala intención.

—Cuídate de las juidas falsasy sé siempre desconfiado.

—Un buen trago de mezcal alcomenzar la pelotera, tiempla losnervios, evita la sed y da másánimos; no hay cosa peor que tomaragua cuando se está peleando; si tehieren puedes desangrarte mucho.

—Por estos terrenos abundan

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mucho las víboras de cascabel;procura siempre, al acostarte, haceruna rueda al derredor de tu camacon una soga de cerda, si es prieta,mejor; las víboras no pasan nuncapor encima de un mecate de ésos.

Con esto último, me acordé deque en cierta ocasión mi tíoBernardo conversaba con un amigosuyo, sentados ambos en el troncode un árbol. Fumaban y charlabananimadamente; aquellos vastosterrenos eran propiedad delmillonario Patricio Milmo, de

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Monterrey; terrenos extensoscubiertos de verde pasto y cubiertosde numerosas cabezas de ganadovacuno y lanar, y de manadas deyeguas, todo del millonario. Laconocida marca de hierro impresaen las ancas del ganado ponía demanifiesto la riqueza del dueño.

Charlaban animados los doscampesinos, cuandoinesperadamente terció en laconversación el silbido siniestro deuna víbora de cascabel. El amigode mi tío, rápido, descolgó la reata

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de su montura y se dispuso a azotaral venenoso reptil.

Mi tío saltó y detuvo a suamigo.

—No la mate, no haga esabarbaridad.

El amigo quedó sorprendido,estupefacto.

—¿Cómo que no la mate? ¿Porqué?

—Porque se enoja PatricioMilmo; cuanto animal hay en estepotrero es de él.

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—¿Y por qué no se viene ustedconmigo, tío?

—Yo ya estoy viejo, ¿qué voya hacer?

—Todavía está usted fuerte,todavía aguanta las malas pasadas.

—Eso sí, todavía estoy listopara lo que se atraviese. Pero no;yo ya no me meto; tengo familia, mimaicito, mis animales. Yo les heestado ayudando a ustedes bastantedesde aquí. Les he encampanadogente; les he dado algunos caballos,reses; en fin, lo que he podido y de

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mi pura voluntad, porque ni quienhaya venido a quitarme nada.

—Y ahora que vengan losfederales, ¿no cree usted quepuedan perjudicarlo?

—Pues hombre, no sé por qué.—¿Cómo por qué?, ¿pues no

me está diciendo usted mismo quenos ha ayudado por su propiavoluntad?

—No; si me quierenperjudicar me pelo para el montecon todos mis hijos.

—¿Y si no le dan tiempo?

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¿Usted cree que van a venir y aandar tanteándolo a usted primero ydespués le van a notificar que van amolestarlo de tal o cual manera?Ellos tienen que saber que usted nosha ayudado; hasta sabrán que ahoramismo usted me anduvo enseñandodónde teníamos que poner lasavanzadas y nos ha conseguidoalojamiento y comida y cuanto se hanecesitado; ellos sabrán todo eso ypuede costarle, quién sabe si hastael pellejo. Mejor véngase de unabuena vez con nosotros.

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—Mira, mira; acuéstate adormir, que ya es muy noche ydéjame a mí tranquilo. No mevengas a dar consejos. Yo sé lo quehago. Acuéstate. Hasta mañana.

Después del almuerzo empezó adesfilar la columna.

Mi tío se presentó con seis desus muchachos, todos montados yarmados.

—¿Siempre se animó a venirsecon nosotros?

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—A poco crees tú que porqueme metiste miedo me voy conustedes. No hombre, ¿qué tienes?Voy a encaminarlos a ustedes allínomás hasta el otro arroyo.

—Y entonces —¿para qué traea todos sus muchachos?

—¡Hombre! porque ya estoyviejo.

—¿Y las carabinas?—Porque vamos después a ver

si tumbamos un venado.—¿Un venado o un «pelón»?—¡Diantre de muchacho!

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Me dio una palmada en laespalda y quedó incorporado conios suyos a nuestra columna.

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Un hombre

EL TIEMPO estaba metido en agua.Llovía intensamente todas lasnoches y largas horas del día. Eraun lodazal espantoso por dondecaminábamos; a veces hasta se

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atascaban los caballos cuando seapartaban del camino. Existíamalestar en la columna,intranquilidad, cierto temor aaquella nueva vida de aventuras sinplan fijo ni determinado; caminar,caminar, combatir lo estrictamenteindispensable y siempre a la segura,para hacernos de armas y demuniciones; dar algún golpe rápidode sorpresa, si se presentaba laocasión; huir del enemigo fuerte,evitar su presencia, incursionarllevando la revolución por lugares

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antes tranquilos y alejados de todaagitación. Atrás quedaban losfederales dueños ya de PiedrasNegras; delante podía aparecerRubio Navarrete. Ni José Santos,«El Cabezón», tan alegre de suyo,conversaba ni cantaba sus famososaires nacionales.

El río Salado, crecido, seinterpuso a nuestro paso. Imposiblefranquearlo; a nuestra espaldaquedaban los arroyos torrencialesque nos cortaban toda retirada ytemíamos la probable aparición del

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enemigo destacado en persecuciónnuestra.

El río Salado iba rebosante; seadivinaban sus márgenes tan sólopor los árboles que sobresalían delagua que lo anegaba todo y loconvertía en anchísima laguna.

Ante lo imposible, hubimos deacampar en reducidos lugares másaltos, y consecuentemente menosmojados. Tendríamos que esperarhasta que bajara el agua y dejara dellover y seguir nuestra marcha, ohasta que Dios quisiera.

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Mi tío, previsor, pudo armarcon una lona una especie de tiendade campaña aprovechando lospostes de una cerca de alambre;tapizó el suelo con hierba espesapara evitar un poco la humedad yallí nos refugiamos a consumir elbastimento de que íbamos bienprovistos, a fumar y a charlarmientras nuestras pobrescabalgaduras soportaban conresignación el aguacero inclemente.

Fueron largas aquellas horasde incertidumbre.

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Estábamos sitiados por lanaturaleza, a punto de perecerarrastrados por la corriente del ríodesbordado o de caer en poder denuestros enemigos.

Allí me contó Higinio Casas,el sargento primero de la primeracompañía de zapadores, el sustoque llevó la víspera de la salida denuestra columna de Allende.

Le habían ordenado aquellanoche que se llevara al panteón delpueblo a tres de los civilesprisioneros que conducíamos desde

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Sabinas y que los fusilara allímismo, sin más trámite.

La noche era oscura,tenebrosa; se avecinaba unchubasco y los relámpagos lanzabandestellos fugaces sobre lasderruidas tapias del cementerio ysobre el sembradío de cruces de losdifuntos.

Los tres prisioneros ibancabizbajos, resignados a su suelte ycon esa entereza peculiar de loshombres del norte. Ninguno de ellospedía hablar; ni un trago, ni nada;

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tenían demasiado orgullo pararebajarse a cruzar palabra con susmatadores.

Había una tranquilidadpasmosa en la noche.

A dos pasos de distancia sehizo la descarga fatal y cayeronaquellos tres hombres sentenciadosa muerte por el cuartel general.

Se retiraban los soldados.Higinio se acercó a curiosear loscadáveres. Sintió de pronto que unamano le cogía por un zapato; unrelámpago iluminó por un instante

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el lugar y pudo ver, horrorizado,cómo se incorporaba uno de loscaídos. Los soldados ya trasponíanla puerta del panteón.

Sintió un miedo horrible, unterror pánico; a punto estuvo desoltar el máuser. El hombre aquel lehablaba quedo, como para que no looyeran los soldados que sealejaban; algo le decía, quizásinteresante. Nada recordaba; tal erael terror que sentía.

En un momento perdió todo elvalor demostrado en los combates y

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se sintió muchacho asustadizo; en laoscuridad de la noche rasgada decuando en cuando por la luzargentada de silenciososrelámpagos creyó ver fantasmasenvueltos en blancos sudarios, quelas cruces se movían, querevoloteaban lechuzas y que en elambiente flotaban sombrasmovedizas más negras que la noche.

Cuando se recuperó un poco,echó a correr; alcanzó a lossoldados y los hizo regresar.

Efectivamente, uno de los

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fusilados estaba sentado; de su caramanaba sangre. Quería hablar ysólo conseguía lanzar un estertorhorrible.

Higinio y sus hombres hicieronotra descarga y silenciosamentesalieron del panteón.

Allí, en el pueblo, la genterevolucionaria andaba repartida enlos «zumbidos» y en las cantinaspor última vez; a las pocas horashabía de emprenderse el camino ala ventura.

Dos largos días hubimos de

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permanecer inactivos hasta queamainó el temporal y bajó el aguadel río crecido. Hombres yanimales teníamos hambre. Fue unalabor lenta el paso de la columna.

Por fin quedó atrás aquellaformidable barrera y proseguimosnuestra marcha hacia Nuevo León.

Transcurren los días. Lacolumna, sorteando los arroyoscrecidos y los ríos caudalosos,cruzando potreros, viviendomalamente con los pobres recursosdel asolado terreno, escaso ya de

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ganado y hasta de habitantes, seencuentra ya en territorioneoleonés. Al frente, en su camino,interpónese la guarnición federaldel pueblo de Lampazos y seadivinan en el horizonte, sembradossimétricamente, los postes de lalínea telegráfica, denunciadores dela vía férrea.

Una llanada inmensa seextiende, árida y reverberante porel ardiente sol del mediodía. Unremolino, en perfecta espiral, huyede la columna en marcha hasta el

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caserío huraño de la cercanahacienda de San Patricio.

La columna camina con receloa la hacienda; pudiera haber algunaavanzada federal de Lampazos.Nadie habla. La vista de todos estáfija en los corrales de adobe y lascasas mal encaladas del poblado.

La vanguardia avanzadespacio, como si presintiera ya laemboscada artera. El jefe, con susprismáticos, trata en vano dedescubrir al enemigo que pudieraestar oculto en las casas.

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Nada anormal.La vanguardia ha entrado ya en

la callejuela de las primeras casasde la hacienda. La gente toda piensaen la posibilidad de comer un tacocaliente y tomar un buen trago dehirviente café.

Transcurren unos minutos detranquilidad y, cuando ya se haolvidado el riesgo,inesperadamente se rompe el fuegodesde una de las casas orilleras dela hacienda, sobre la gente rebelde.

La sorpresa es total: la gente

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huye buscando refugio entre elcaserío y la confusión se hacemanifiesta.

El enemigo, al parecer, seencuentra oculto y fortificado enuna de las casas. Su fuego espausado, pero absolutamentecertero. A cada disparo cae uncaballo o es herido un hombre.

A la primera confusión de lagente sucede la tranquilidad de losveteranos. Se emprende enérgicoataque contra el enemigo fortificadoen la casucha.

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Durante unos minutos truena lafusilería, granizando sobre la casafuerte; los rebeldes avanzan,protegiéndose adosados a lasparedes de las casas cercanas.

Cesa el fuego de la casa y untrapo blanco, amarrado a uncarrizo, aparece por un ventanilloentreabierto. Paulatinamente vancesando las detonaciones de losrifles.

La recia puerta de la casa seabre y aparece en ella, sostenidopor una mujer humilde, un viejo

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enteco. Una manga de su filipina decaqui chorrea sangre; sudor copiosobaña su reluciente calva y baja susbigotes canos. Sus ojos claros,inexpresivos, buscan entre losasaltantes al que pudiera ser el jefe,y al creer descubrirlo se sueltaenérgico de las solícitas manos dela mujer y avanza, cojeando, conpiernas patizambas de jineteconsumado.

Llega hasta el jefe. A dospasos de él se detiene:

—¿Quién es aquí el jefe?

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¿Usted?—Sí, yo.—Estoy rendido.—¿Cuántos son ustedes?—Nomás yo.—¿Usted solo?—Sí, yo solo.La gente, estupefacta, rodeaba

ya en estrecho círculo al cabecilla yal viejo. Murmuraban: —Es uno delos amarillos de Lampazos. —¡Nohay que dejar ni uno de éstos…!

—¿Es usted de los«amarillos»?

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—Nunca he sido.—Bueno, ¿qué es lo que pide?—Yo, nada. Si usted de veras

es jefe y puede imponerse a gente ydar garantías a mis hijas, ¡déselas!Si no, entonces hagan lo quequieran. No crea que las mujeres demi casa se van a dejar atropellar;primero se matan.

—Tendrán garantías.—Bueno, pues ya está.

Mándeme matar.—Hay tiempo. Dígame,

primero, por qué peleaba usted solo

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contra tantos.—Porque yo estaba resuelto a

que no les pasara a mis gentes loque le pasó a mi compadre Garza,que más valía que los hubieranmatado a todos y no los hubieranultrajado como lo hicieron ustedescon esas mujeres.

—No fuimos nosotros.—Pues serían otros.—¿Por qué no se llevó a su

familia para Lampazos?—Porque aquí está mi trabajo,

mi labor.

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—Cuando nos divisó venir,¿no pudo montarse a caballo con sugente y huir?

—Las remudas están en elpotrero y… soy hombre.

—Ya lo hemos visto.La gente, hondamente

conmovida, esperaba. Hubo unmomento de silencio angustioso; lamirada de los ojos claros del viejo,se perdía en el llano. El cabecillapreguntó a su jefe de Estado Mayor:

—¿Qué novedad tuvimos?—Dos hombres muertos,

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cuatro heridos, varios caballosinútiles, unos mil cartuchosquemados.

Una pausa.Después, dirigiéndose el jefe

al viejo, le dijo con naturalidad:—Bueno, amigo, despídase de

su familia.—Ya me despedí desde que

puse la bandera blanca. ¡Ya estoylisto!

—Está bien, ¡Mauricio!Se acercó un rebelde flaco,

pero musculoso.

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—Ordene.—Dale agua aquí —señalando

al viejo.Luego, levantado la voz, gritó

imponente:—¡Todo el mundo a formar!La gente se formó con rapidez

en la plazoleta de la hacienda.Mauricio y el viejo desaparecieronen el interior de uno de loscorralones de adobe.

El jefe ordenó a la gente:—¡Por dos, para marchar a la

derecha! ¡Márchen!

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La columna se comenzó amover pausadamente por el caminode la hacienda de Mamulique. En lapuerta de la casa que había hechoresistencia, unas mujeres sellevaban las manos a los ojos.

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Peleando en NuevoLeón

CAÍA LA TARDE. El sol, cansado, serecostaba en el horizonte. Lacolumna seguía caminando conlentitud.

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A corta distancia seobservaban ya los postestelegráficos denunciadores de lacercana vía del ferrocarril. Másadelante se erguía, verdoso, elcerro de Mamulique.

Un poco más adelante, losúltimos rayos solares hirieron losacerados rieles de la vía que, recta,se perdía en el horizonte con rumboa Monterrey y hacia el sur torcíabruscamente siguiendo la falda delcerro próximo.

Siempre inspiró temor a las

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partidas rebeldes el paso de una víaférrea; un tren militar provisto deametralladoras podía aparecerinesperadamente y producir undesastre.

No se observaba ningún humode tren ni se percibía tampoconinguna polvareda reveladora degente en marcha. La vanguardiahabía logrado ya trasponer la vía yla columna, con su jefe a la cabeza,tocaba ya casi el terraplén delcamino de hierro. Oscurecía.

De pronto, un agudo silbido de

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locomotora rasgó el silencio y, casien seguida, a toda velocidad,apareció a nuestra vista, surgiendode la curva que rodeaba el cerro, untren militar. Fue aquello unasorpresa enorme. Por instinto, sinmediar órdenes de nadie, lacolumna se abrió en forrajeadores yrompió el fuego sobre el convoyenemigo. La fuerza de la vanguardiaque había logrado pasar del otrolado hacía otro tanto con energía.

Una ametralladora, sobre eltecho de uno de los furgones,

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funcionaba sobre nosotros; lossoldados federales disparabandesde las puertas de los carros.

El tren se detuvo bruscamenteante nosotros. ¿Era aquello unademostración de fuerza de losenemigos? ¿Aquel tren había estadooculto tras del cerro vigilandonuestra marcha, y nos iba a batircon toda energía?

El fuego era nutridísimo yreinaba el desorden entre lasfuerzas de nuestra columna. Habíacaído la noche y la oscuridad era

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completa, sólo interrumpida por losfogonazos de los disparos de lafusilería. Prácticamente no existíadistancia entre los adversarios:rebeldes y federales estábamos acuatro o cinco metros.

De pronto observamos conasombro que se desenganchaba lamáquina y que se retiraba conviolencia, abandonando a todos loscarros del tren.

Algunos audaces de nuestragente empezaron a subir a losfurgones y a los pocos minutos el

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triunfo era nuestro.Murieron los de la escolta y

quedó en nuestro poder unaametralladora, armas y buennúmero de municiones.

Unas soldaderas confesaronque para ellas había sido unasorpresa nuestra presencia en aquellugar, que seguramente tambiénhabía sido una casualidad eldesenganche de la locomotora,abandonando el convoy en nuestramanos.

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A las dos horas descansábamos dela jornada en el amplio casco de lahacienda de Mamulique. Se asabala carne fresca de las resessacrificadas, y los caballos, bajocobertizo, comían el maíz que enabundancia se les había servido.

El tiempo había aclaradodefinitivamente y un sol brillanteradiaba sobre la alegre campiña. Lagente de la columna se habíadispersado por entre el tupido

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cañaveral y los maizales cercanosde la hacienda; hacían provisión decañas de azúcar y asaban elotes; loscaballos, desensillados, seguíancomiendo tranquilamente laabundante pastura. Había la idea dedescansar un poco en aquelestratégico lugar.

Inesperadamente, hacia mediamañana, se oyó un ligero tiroteo enuna de las avanzadas yseguidamente el trompeta deórdenes dio el toque de «botasilla»y «enemigo al frente».

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Como nadie esperaba aquellasorpresa, hubo confusión; cadaquien fue a ensillar su caballoapresuradamente; quedaronabandonados las cañas y los elotes.Sólo mi tío, previsor, habíaensillado desde antes mi caballo yel de él y hecho abundanteprovisión de carne asada, elotes ycañas para el camino.

Salieron a relucir lascarabinas. A toda prisa se formabala gente y se tomaban disposicionespara el combate.

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Fue todo falsa alarma. Nohabía tal enemigo; pero sí podíaaparecer de un momento a otro y noera prudente esperarlo.

La columna emprendió lamarcha hacia Ciénega de Flores.

Varios días anduvimosexcursionando por los pequeñospoblados neoleoneses de Ciénegade Flores, Marín, Zuazua, DoctorGonzález… Alguna escaramuza conlos voluntarios «amarillos»; tal cual

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pequeño tiroteo. Pueblos pobres,con carentes elementos de vida;escasez aun de gente en loscaseríos. Parecía que nuestrapresencia mancillaba latranquilidad reinante en aquelloslugares silenciosos, apenas turbadasu calma por el alegre revoloteo delos pájaros en el tupido follaje delos árboles sembrados en laimprescindible plazuela de cadapueblo.

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Una mañana, al emprender lamarcha, oímos claramente disparosde cañón hacia el rumbo de SalinasVictoria. Hacia allá nos dirigimos,a aires vivos. A poco empezamos apercibir el estruendo de la fusileríay el conocido traquetear de lasametralladoras.

Era la columna de don JesúsCarranza o la de don PabloGonzález la que se batía. Un oficialnuestro se adelantó a la columnapara tomar contacto con nuestroscompañeros y cooperar

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eficientemente.El combate era vivo, tenaz.Nuestra columna marchaba al

galope. Sonaban las explosiones delas granadas federales.

Un tren militar arribó a laestación del pueblo, procedente deLampazos: era un refuerzo quellegaba oportunamente al enemigo,con la misma oportunidad con quellegábamos nosotros al ataque.

Los compañeros nuestrosatacaban con brío desde las alturascercanas a la población. Nuestra

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columna arribaba precisamente porel lado que estaba descubierto e ibaa cerrar la retirada que pudieranintentar los asaltados.

En un momento entramos enfuego. Algunos fueron a incendiarlos puentes y alcantarillas de la víaférrea hacia uno y otro lado de lapoblación, para evitar así la salidadel tren militar que acababa dellegar del norte.

Aquel acto nuestro decidió elcombate. En cuanto el enemigoobservó el incendio del puente del

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ferrocarril, cedió ostensiblemente.El tren militar, a toda máquina,salió de la estación y pasó entre lasllamas del puente, a riesgo devolcarse. Una lluvia de balasnuestras trató en vano de detenerlo.

Supimos más tarde que enaquel tren iba el jefe militar deaquella línea, el general GuillermoRubio Navarrete, de la mayorconfianza del usurpador Huerta.

El fuego fue aminorando y alcabo cesó. Nuestras trompetastocaban diana en diversos lugares

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del pueblo.Saludamos a nuestros colegas

de la columna González. A lospocos momentos llegaron tambiénlos componentes de la columnaJesús Carranza.

Había alegría, abrazos,cerveza, café caliente. El botínhabía sido magnífico; nuestra moralera soberbia.

Un capitán federal hechoprisionero fue fusilado. Decían queexistió la intención de perdonarle lavida atendiendo al magnífico

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comportamiento en la defensa de laplaza, pero que aquel bravo sehabía rehusado a claudicar de suadhesión a Huerta.

Esa misma tarde salimos haciaMonterrey; nos habíamos reunidolas tres columnas procedentes deCoahuila y formábamos un núcleorespetable.

Marchábamos a los lados delterraplén de la vía férrea. La nochesalió a nuestro encuentro.Finalizaba el mes de octubre; aúnno llegaba el frío intenso del norte.

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Descansamos un poco dormitandocerca de las cabalgaduras y antesdel amanecer proseguimos lamarcha.

El sol fue a poner una notaalegre de colorido sobre la fuertecolumna de caballería rebelde. A lolejos se vislumbraban ya lasinmensas chimeneas humeantes dela majestuosa Monterrey.

Hacia la mitad de la mañanallegamos ante la pequeña altura,punto avanzado de la plaza,conocida por «Topo Chico». Allí

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iba a ser el combate preliminar delasalto.

Nuestra columna fue laencargada de batir al enemigo; lasotras fuerzas fueron a tomarposiciones convenientes para elataque a la plaza.

Dos cañones enemigosemplazados en la altura nossaludaron con granadas de tiempo,sin que, afortunadamente, noscausaran el menor daño. Lacolumna nuestra se ocultó en unbosquecillo y los arbustos de éste

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fueron deshechos por la metrallafederal.

Después de mediodía se inicióel fuego de los fusiles. Era un fuegolento, calmado; hecho como si setuviera la absoluta seguridad deltriunfo, fuego de tropa veterana,certero y espaciado, sinnerviosidad alguna, como si setirara al blanco en ejercicios deguarnición.

Se observaba instintivamenteuna sorprendente disciplina delfuego, propia sólo de tropas

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aguerridas y veteranas, con largotiempo de campañas.

En cambio, los adversariosderrochaban municiones con unaansia loca de terminar cuanto antes—según ellos— con nuestramolesta presencia.

Cuando ya caía la tarde,nuestra gente se lanzó al asalto,derrotando completamente alenemigo. Se capturaron dos piezasde artillería, bien abastecidas demuniciones; fue aquella unaadquisición preciosa para utilizarla

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admirablemente al día siguiente.Los artilleros enemigos quedaronmuertos al pie de las piezas,abandonados por sus compañerosde infantería que huyeron dispersoshacia el interior de la plaza.

Allí mismo, en el campo decombate, ascendió nuestro jefe ageneral y con él todos nosotros algrado inmediato.

Los cañones lazados yarrastrados «a cabeza de silla»fueron llevados frente al cuartelgeneral y entregados más tarde,

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para que los usara nuestroapreciado compañero CarlosPrieto.

Descansamos un poco,tendidos entre los surcos de unatierra labrada suave y acogedora, yal aclarar el nuevo día noslanzamos al ataque de la magníficaplaza.

—Usted, tío, con sus muchachos, sequeda aquí, detrás de este terrenode grasa de la fundición, al cuidado

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de nuestra impedimenta.—¿Yo?, ¡que me voy a quedar,

hombre! ¿Qué tienes? Voy conustedes hasta la mera mata.

—Usted se queda aquí; ya estámuy viejo.

—¿Viejo yo?—Que se quede, le digo; se lo

ordeno.—Hombre, tú, de a tiro… la

verdad…

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Ataque a Monterrey

COMO UN torrente impetuosodescendió nuestra columna de lacolina de Topo Chico, teatro delcombate de la víspera, y se lanzó ala ciudad. En un momento llegamos

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hasta la amplia plazuela que seextendía enfrente del Primer Cuarteldel Uno.

Los cuarenta o cincuentadefensores de aquel recinto, quecoronaban las azoteas del mismo,rompieron el fuego sobre nosotros.Las balas silbaron sobre nuestrascabezas o levantaron nubecillas depolvo al sepultarse en la tierrasuelta de la plazoleta.

A rienda suelta, nuestra genteavanzaba en furiosa carga sobre elreducto enemigo. Se disparaba al

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aire, sin apuntar; había gritos derabia y gemidos de dolor. El fuegoarreciaba y batía certero a aquellaavalancha de gente que avanzabahacia la muerte; cayeron caballos yhombres y quedaron atrás, comosembradío macabro, en la desiertaplazoleta.

Pudimos al fin escapar de lamuerte y penetrar al cuartel. Fuecuestión de un instante, de uninstante grandioso y decisivo en lavida de muchos hombres. Nuestrossoldados desmontaron rápidamente

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y se lanzaron, carabina en mano, acapturar a los defensores. £n aquelmomento fue cuando comenzó enrealidad el fuego nuestro; losdisparos de nuestras armasresonaban tremendos dentro de lasparedes del cuartel.

Entró el pánico entre losfederales e incontinenti serindieron. Había un mayor, doscapitanes, tres oficiales subalternosy varios individuos de tropa quehabían salido ilesos del combate;inmediatamente se les fusiló, allí

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mismo, en el interior de aquelcuartel. No se podía distraer aninguna fuerza custodiandoprisioneros hechos al principio dela batalla.

El cuartel conquistado era unsoberbio almacén de armas,municiones y equipo del ejércitofederal. En los macheros habíabastantes caballos y en las cuadrasnumerosas monturas.

Nuestros hombres mejoraronsu armamento, se abastecieron enabundancia de municiones,

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cambiaron caballos quienes losnecesitaban y salimos de nuevo a lalucha.

Se oía nutrido tiroteo por diversoslugares de la ciudad; eran nuestroscompañeros que se empeñaban yaen el combate.

Nuestra columna continuó suavance por las callejas de casas demadera de los suburbios deMonterrey para llegar al punto departida señalado en el plan de

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ataque a la plaza: la estación delGolfo.

En nuestro camino se interpusola Cervecería Cuauhtémoc,ofreciéndose como una grandiosaventa se ofrece al caminante enmitad de la jomada. El sol picaba yllevábamos sed atrasada de variassemanas de ruda peregrinación.Desde Sabinas, Coahuila, notomábamos una cerveza tan heladacomo aquélla; parecía como sihubiéramos atravesado arenosodesierto y llegáramos de improviso

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al anhelado oasis acogedor, frescoy agradable. Cerveza helada, nueva,acabada de fabricar, amarilla,reluciente y tentadora como el oroacuñado.

—Estamos tomando cervezaacabada de ordeñar, al pie de lavaca… al pie de la vaca —gritabaEloy Carranza, vaciando el tercerlitro de la sabrosa bebida.

Un momento de descanso bajola sombra protectora del rojo ysoberbio edificio. Ya habría tiempode ir a pelear contra los federales;

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siempre hay tiempo para morirse yno está mal un trago de cervezacuando hace calor; se siente unbienestar en el cuerpo y caen bientres fumadas de un «habano».Aquella gente de la cervecería eraespléndida, obsequiaban cuantotenían, desde su sonrisa agradablehasta su cerveza y sus cigarros; porlo demás, aun cuando no hubieranobsequiado, tampoco hubieranpodido cobrar nada; nadie llevabadinero.

—Vámonos, muchachos, ya

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está bueno. Vamos a darle a losreatazos.

—Espérate, ¿qué prisa llevas?Vamos a tomar las otras.

—Yo las pago.—¡Zas!

En dos larguísimas hileras,caminando uno tras de otro por lasaceras para dejar la calle libre a lasbalas de los federales atrincheradosen diversos edificios de alturasdominantes, llegamos hasta la

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estación del Golfo. La gente dejólos caballos y, repartiéndose porlas calles, emprendióvigorosamente el ataque. En pocosmomentos el combate fue intenso.Funcionaba la artillería federal y lanuestra recién adquirida, el díaanterior, en Topo Chico, manejadahábilmente por Carlos Prieto, hacíaimpactos precisos en los reductosdel enemigo. Las ametralladoras deambos lados incesantementeenviaban ráfagas de proyectiles. Lafusilería, como un grandioso fuego

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pirotécnico, contribuía a lasoberbia función.

Belem, la de Murguía, pistolaen mano, montada en caballo nuevocogido de botín, atravesaba lasbocacalles por donde silbabansiniestramente las balas enemigas.Una «güereja» delgaducha, «altanueva», la seguía a todas partesanimando a la gente.

Benjamín Garza, serenamente,como si anduviera cazandovenados, elegía su blanco, apuntabacon cuidado con su «Savage» y

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disparaba sin desperdiciarcartucho.

Murguía, «a medios chiles»,andaba hasta adentro.

José Santos, siemprehumorístico, había logrado amarrarun bote de hojalata en la cola de uncaballo abandonado y tratabainútilmente de que el animal,asustado, echara a correr al ladoenemigo.

El general Pablo González,Jesús Carranza y Villarrealalentaban y dirigían el combate con

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acierto y precisión.Era una tormenta de fuego

desatada en Monterrey.

Como a las dos de la tarde nosdimos cuenta de que, precisamenteenfrente de nosotros, había unrestaurante. Era el Hotel del Golfo,según decía el gran rótulo de lafachada. ¡Qué oportunidad aquellapara comer algo caliente y al estilode la gente pacífica!

Entramos al comedor como si

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no hubiera combate. Manteleslimpios, brillantes cubiertos, tratoamable.

Tomamos la comida corridadel día, algo muy sencillo para lavida normal de un empleado, perosoberbiamente agradable para losrevolucionarios, ya casiacostumbrados a la carne asadacomo único platillo de todos losdías.

Afuera, en las calles, seguía elcombate rudo.

Llegamos tranquilamente hasta

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el café y el postre y, palillo dedientes en boca, salimos a nuestraocupación: disparar balazos.

El dueño del negocio aquelsupuso inocentemente quepagaríamos el consumo, quizáshasta pensó hacer un bonito negociocon tanta gente comiendo,muchísima más que la clienteladiaria de su establecimiento, y tuvola humorada de pasar la cuenta.Tantas comidas, tanto; tantascervezas, tanto.

—¿Quién paga?

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—¡Yo! —gritaba alguno—,pero hasta el triunfo.

—Hasta el triunfo, amigo,hasta el triunfo.

—La verdad, la comida estuvobuena; ojalá y así esté la cena.

La tropa dio con un furgón delferrocarril repleto de latas deespárragos. En un momentocircularon aquellas conservas entrelos combatientes y nuestroshombres se alimentaron, quizás por

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primera vez en su vida, conlegumbres finas tomadas con losdedos como acostumbraban hacerlolos de la High Life en losbanquetes.

Ante los jefes superioresconstitucionalistas resguardados dela balacera detrás de las bodegasde la estación del Golfo, fuellevado en calidad de prisionero elveterano general de la intervenciónfrancesa, don Gerónimo Treviño. El

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viejecito, sombra gloriosa de lejanaépoca, especie ya de esqueletoviviente, iba montado en un caballode tropa. Lo habían cogidoprisionero en su casa al ocuparaquel lugar nuestras fuerzas. Laescena fue interesante.

—¿Dónde está Venustiano? —preguntó.

—No está aquí. Anda porSonora.

—Entonces, ¿quién es el jefede todos ustedes?

—Yo —contestó uno de los

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nuestros—; ¿no me conoce?—Cómo no te voy a conocer.

Tú me has robado muchas de lasvacas de mi hacienda de La Bahíaque tengo allí, cerca de Múzquiz.

—¿Usted es huertista?—Yo no soy de nadie. Nada

tengo que ver con Huerta.—Se va a tener que venir con

nosotros.—De nada les he de servir ya;

estoy muy viejo. Si estuviera de laedad de ustedes otra cosa sería. Enmis tiempos, los jefes no estaban

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escondidos detrás de las paredes ala hora del combate: andabanrecorriendo a caballo sus líneas,dando ejemplo de valor a susfuerzas. Lástima que ya esté tanviejo; por eso no me quise ir a labola cuando Venustiano meconvidó. ¿Tú eres Pablo González?¿Y tú, Jesús Carranza?; te pareces atu hermano. ¿Y tú?

—Calzada.—¡Ah!, pues tú eres el de mis

vacas. Casi me las han acabadotodas.

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Lo llevaron al pueblo de SanNicolás de los Garza. A los dosdías lo pusieron en libertad yregresó a Monterrey.

Nuestras fuerzas habíanlogrado ocupar casi toda la ciudad;el enemigo se defendía con tesóndesde las alturas del Palacio deGobierno, de la Penitenciaría yalgunos edificios cercanos aaquellos lugares. El refuerzo queindudablemente llegaría de Saltillohabría de demorar, pues antes eranecesario que trabara combate con

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las fuerzas de Pancho Coss,destacadas para interponerse a supaso. Mientras tanto, contábamoscon tiempo suficiente paraadueñarnos de la plaza. Un empujemás y la victoria sería nuestra. Sevino la noche encima y con ella unarelativa tregua en el combate.

Nos dimos cuenta con sorpresainquieta de que por diferentespartes de la ciudad nuestrossoldados habían conseguido que lesabrieran las puertas de las cantinasde los barrios y se dedicaban a

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tomar en abundancia bebidasembriagantes.

Nuevos soldados, obreros ygente de ferrocarril,espontáneamente, habíanse dado dealta en nuestras fuerzas y combatíanbriosamente contra los federales;fueron ellos, los de nuevo ingreso,casi los que sostuvieron el fuegoaquella noche del primer día delataque en que nuestra gente empezóa darse a la borrachera y en que elcansancio de muchos días deprivaciones rendía a los cuerpos

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maltrechos.Sentado en el quicio de una

puerta me abatió el sueño, allá porla medianoche. Me daba perfectacuenta del combate, del peligro enque estábamos, de la muerte que secernía sobre unos y otros; queríaresistir a las acechanzas traidorasde Morfeo; trataba de sacudir elsopor, de ahuyentar el sueño; inútiltodo. Ni la incomodidad, ni elpeligro, ni el temor fueron capacesde luchar contra el enemigomisterioso, y caí de una pieza.

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El sol de un nuevo día mesorprendió todavía en la mismapostura incómoda en que caírendido de cansancio y de sueñovarias horas antes. Se seguíacombatiendo, pero ya no con elempuje del primer momento.Tiroteos aislados, algunoscañonazos, traquetear deametralladoras, de poca duración,decaimiento manifiesto deasaltantes y defensores, especie denostalgia y aburrimiento en aquellaacción que al parecer estaba

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condenada a estabilizarse en igualestado.

El cuartel general ordenó unempuje decisivo para consumar latoma de la plaza. En vano jefes uoficiales trataron de reorganizar lastropas dispersas desde el primermomento del combate, en vano sedio ejemplo de valor. La mayorparte de nuestra gente estababorracha y no se contaba con ellapara nada efectivo.

Habíamos perdido ya al mayorBruno Gloria, muerto por un

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proyectil federal cuando localizabacon su anteojo al enemigo parabatirlo con una de lasametralladoras. Habían sucumbidotambién los oficiales artillerosAponte y Plinio Villarreal. De losfederales, sabíamos de cierto lamuerte del general irregularQuiroga y de varios jefes yoficiales. Los heridos erannumerosos.

A media tarde se supo que elrefuerzo para los federalesprocedente de Saltillo, al mando de

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aquel célebre general Peña, famosopor sus cargas de caballería, seaproximaba a la plaza; el tiroteoque señalaba su presencia se ibaacercando poco a poco hastanosotros.

La inutilidad de nuestra gente paracombatir, debido al abuso delicores; la presencia del refuerzofederal y la idea que existía de noconservar plazas por entonces,hicieron que el cuartel general

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ordenara la retirada cuando yaempezaba a caer la noche.

El tiroteo nutrido del enemigose oía cada vez más cerca;avanzaban por una de aquellasgrandes calzadas de Monterrey.Nuestra gente empezó a salir contoda calma por el camino de SanNicolás de los Garza.

Algún jefe de nuestra gente —ignoro quién fuera— ordenó seprendiera fuego a los furgones delferrocarril llenos de mercancíasapiñados en los patios de las

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estaciones. Los cuarteles federalestambién ardían y en el interior deellos explotaban las granadas de laartillería que no fue posibletrasladar con nosotros. Era ungigantesco juego de pirotecniaaquel espectáculo arrollador.

En dos larguísimas hilerasíbamos saliendo de Monterrey alamparo de las sombras. Grupos degente a pie nos acompañaban; eranlas nuevas altas, reclutamientoespontáneo surgido al calor delcombate. No se veía a dos metros;

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éramos un desfile de sombrashuyendo de las llamas del incendio.

El tiroteo nutrido de losfederales había quedado aretaguardia nuestra. Eran otra vezdueños de la plaza que a puntoestuvimos de tomar. La marcha eralenta, tranquila; volvíamos a la vidaprudente de la campaña larga,sistemática, calculada. Había sidotodo aquello una nota de colorfuerte en nuestra andanza bélica.Otra vez los ranchos, las jornadas,la carne asada, la intemperie, el

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azar.Una voz atiplada, colérica y

desagradable, se oyó en laoscuridad a un lado del camino.

—No huyan, hijos de la tal;vuelvan para atrás a pelear. No sonustedes hombres. Deténganse, tales.

La silueta accionabalevantando los brazos y trataba dedetener con su caballo el paso detoda la gente en franca retirada.

—¿Quién es ése que habla?—Es aquella flaquilla que

anda con Belem.

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—Cualquiera se detiene. Quese quede ella, si quiere.

La gente siguió su camino yatrás quedó la amazona,vociferando.

—Hombre, qué buena me la hicistetú.

Era mi tío Bernardo que sereunía conmigo después de larefriega.

—¿Qué hay tío? ¿Cómo lapasó? ¿Buena?

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—¿Cómo que buena? ¡Deldemonio!

—Qué, ¿no era lugar seguroaquel en que lo dejé, detrás delterreno de grasa de la fundición?

—Qué seguro ni que ojo dehacha. Allí iban a dar todos loscañonazos de los federales.

—¡Ah!, ¿sí?—Sí, hombre; me he visto

negro, galopando de un lado paraotro, sacándole vueltas a lasgranadas y dónde que este caballoque me prestaste tiene una rienda

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bárbara. ¿Quién fue el sastre que teamansó este potro?

—¿De modo que hice maldejándolo a usted allí atrás?

—Seguro. ¿A quién se leocurre dejar a uno para que sirva deblanco a los cañones?

—Pero si no le tiraban a usted,sino a nosotros.

—Pues puede que fuera austedes a quiénes les tiraban, perocomo lo hacen tan mal, iban a darconmigo los pelotazos.

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Hay un pequeño descanso para lacolumna.

Planea el Estado Mayor delgeneral en jefe, don PabloGonzález, las operacionespróximas. Fue muy bueno el ataquea Monterrey, y si bien no se tomópor completo, sirvió para levantarla moral un tanto decaída de lagente revolucionaria, obtener unmagnífico botín en armamento,municiones y equipo, y también encontingente humano que se sumó anuestras fuerzas y que constituía un

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fuerte aumento de nuevoscombatientes.

Dispuso el general PabloGonzález que yo me fuera a Sonoraa incorporarme al Primer Jefe, donVenustiano Carranza, a cuyo EstadoMayor seguía yo perteneciendo, yque le llevara el partecircunstanciado de las operacionesrealizadas y el proyecto de la nuevacampaña que se iba a emprender.Me dio asimismo varios sobreslacrados que contenían informaciónconfidencial para que yo los

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entregara al Primer Jefe en suspropias manos. Finalmente meentregó una comunicación en que seme participaba que con la fecha dela misma quedaba yo ascendido algrado de teniente coronel, junto conla agradable noticia, en oficio parael jefe de las armas en Matamoros,Tamaulipas, que me proporcionarael dinero indispensable para quepudiera ir hasta Sonora aldesempeño de la comisión que seme había encomendado.

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—Tío, me mandan hasta Sonora.—¡Uh! eso está lejísimos.—Pero no crea que voy a ir a

caballo. Voy a Matamoros y de allípor el lado americano hastaNogales, Sonora. A usted y a susmuchachos los dejo aquí en buenacompañía. Ya ve usted que le hatomado cariño al general AntonioVillarreal. Ya conoce usted a todoslos de la columna y todos sonbuenos compañeros.

—Sí; todos son buenos y hehecho buenas migas con ellos. Pero

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he andado aquí por acompañarte ati. Si tú te vas yo también meregreso para mi tierra.

—¿No teme que le puedanperjudicar los federales?

—Yo los terrenos, desdeLaredo a Piedras Negras, losconozco como a mis manos y allí nome pescan nunca. A la mejor nihabrán notado que yo ando fuera delrancho y si acaso lo han notado, memeto con mis muchachos en eselaberinto del lomerío de Pellotes oen el mogotal y allí ni me sacan ni

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me encuentran y si se me pusieramuy dura me voy para el ladoamericano; conozco todos los vadosy todos pasos. A mí, en mi tierra,los federales «me la pelan».

Vista su decisión, le hago unpasaporte para que le sirva deprotección ante las fuerzas nuestrasy no lo vayan a tomar por desertor.

Se organiza un pequeñoconvoy para marchar a Matamoros.El capitán Antonio Maldonadolleva el mando con una pequeñaescolta. Van con nosotros los

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heridos y algunos civiles que seagregaron a las fuerzas al salir deCoahuila. Mi tío y su gente nosacompañan.

Los heridos van en carruajesrequisados en los pueblos delcamino o en la propia ciudad deMonterrey. Santos Dávila ocupalugar prominente; va en unacarretela de grandes dimensiones,especie de antigua diligencia detiempos remotos. No obstante elbalazo que le agujereó las dospiernas, va animoso y locuaz; lo

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rodean dos o tres mujerzuelas y nofaltan la cerveza y el buen humor abordo del carricoche. La gente deMaldonado marchaconvenientemente distribuida paradar seguridad al pequeño convoy.Van con nosotros José Murguía,Catarino Benavides, GabrielCalzada, Alfredo Flores Alatorre,Rafael Múzquiz y otros más.

Se charla animadamente; elcamino se hace despacio, para nolastimar a los heridos.

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La primera jornada de aquel convoyde heridos y comisionados se rindeya al caer la tarde, en el pequeñopoblado que se denomina Ramones,situado sobre la vía del ramalferrocarrilero de Monterrey aMatamoros, Tamaulipas. No correntrenes, pues la vía férrea ladestruyeron totalmente en aquelloslugares las fuerzas de Lucio Blanco.

La gente de aquellos contornoses, en su totalidad, partidaria de larevolución y se apresta gustosa adarnos, hasta donde le es posible,

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cómodo alojamiento en las tres ocuatro mejores casas de lalocalidad.

A mí me toca hospedarme,junto con cuatro o cinco heridosleves, en la casa de un matrimoniomodesto. Él es un mocetón garrudo,algo rubio y con una indolenciamanifiesta en todo su aspecto;bosteza mucho, estira los brazos, serasca la cabeza y habla con eldesgano propio de unconvaleciente. Ella es una señorade mucho mayor edad que él; más

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bien delgada de cuerpo, de caraadusta; poco locuaz y sumamentediligente en sus quehaceresdomésticos.

Cenamos la consabida carneasada, tortillas de harina y café, ytenemos que acomodarnos todos,inclusive el matrimonio, en la únicaamplia habitación que les sirvehabitualmente de recámara y sala.Cada uno de nosotros se arreglapara dormir sobre las maletas,cobijas y sudaderos, como estamosacostumbrados a hacerlo; el

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matrimonio reposa en la tarima demadera en donde, de seguro,también reposaron sus padres y susabuelos.

Afuera, en la plazuela delpueblo, se oyen voces de losvecinos que tratan de organizar unrecibimiento con música para unapartida de rebeldes que se levantóen armas allí mismo la mañana deese día y que todavía no ha tenidosu bautizo de sangre, pero que, noobstante, su jefe quiere que searecibida con honores de vencedor

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que regresa de su primera salidaaventurera.

Parece que Maldonado losmete en orden y hace que se retirena acostar los alborotadores, en biende la tranquilidad tan necesariapara los heridos y para nuestrosmaltratados cuerpos.

Apagan la vela que mal disipa lastinieblas de aquella habitación y alcuarto de hora escaso, un conciertode ronquidos llena el ambiente. Son

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notas musicales de una originalidadcaprichosa que, unidas, dan laimpresión de una audición salvaje.

La idea de tomar un poco dereposo en un próximo viaje por losEstados Unidos, para ir aincorporarme al Primer Jefe aSonora, aleja de mí el sueño ydivago en proyectos sencillos yfácilmente realizables. Un buenbaño, un peluquero, ropa limpia,comida condimentada; diez o veintedólares sobrantes.

Al filo de medianoche, un rayo

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de luna indiscreto se cuela por laventanita entreabierta y va aposarse precisamente sobre latarima en que descansa elmatrimonio de quienes somoshuéspedes. Lo mismo que yo,tampoco ellos duermen; elindiscreto rayo de luna me lorevela. Aquella señora diligente, degesto adusto, de expresión dura, setransforma; cuchichea, abraza alpodenco de su marido, lo besa; esotra, muy diferente a la que hemosconocido por la tarde; ¡quién lo

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diría!

Poco a poco el sueño me vence ydejo de ver y de oír hasta el díasiguiente, en que un rayo de solsustituye al argentado rayo de laluna.

A media mañana llegamos a LosHerrera, poblado semejante alanterior. Allí encontramos las

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fuerzas de Ernesto Santos Coy yJesús Dávila Sánchez. Con ellosvan Carlos Domínguez, JuanBarragán, Fernando Dávila,Francisco Peña y otros. De allí enadelante, hasta Matamoros,podremos ya continuar en tren. Allímismo abandonamos caballos ycarruajes.

Aquel tren constitucionalistacarece de carros de pasajeros y nosvemos precisados a hacer el viaje abordo de furgones para mercancía.Vamos encantados de la vida. El

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traqueteo incensante de lasmaderas, que en otras ocasionespudiera habernos causadomolestias, entonces nos parecíahasta agradable, después de lasduras jornadas a caballo en los díasanteriores.

Por todos los poblados pordonde pasamos vamos encontrandogente revolucionaria perfectamentebien equipada; sombreros téjanos,buenos uniformes de caqui, zapatosfuertes, flamantes carrillerasatestadas de relucientes cartuchos,

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magníficas armas; gente satisfecha yanimosa, dispuesta para el combate.

Pasamos por los plantíos dealgodón, también por la orilla delrío Bravo, y llegamos por fin aMatamoros.

Lucio Blanco no se encuentraallí; ha sido llamado por el PrimerJefe a Sonora; en su lugar estáAbelardo Menchaca quien nosrecibe cariñosamente y nos atiendeen cuanto puede.

Me provee Menchaca de unpuñado de dólares en billetes,

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suficientes para adquirir un atuendode civil, barato, en el ladoamericano y para que haga misgastos desde Brownsville hastaNogales, Arizona.

Me despido de mi tíoBernardo y de su gente y de todosaquellos amigos y compañeros, ytomo el tren que me ha de conducira San Antonio, Texas.

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En Sonora

MANIFIESTA satisfaccióndemostraron mis antiguoscompañeros al incorporarmenuevamente al Estado Mayor delPrimer Jefe, quien me recibió con

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efusivo abrazo.Además de la ocupación

oficinesca, fui destinado comocomandante de la escolta montada,es decir, de la gente que habíaacompañado a don VenustianoCarranza desde Coahuila hastaSonora: unos ciento veinte hombres,todos de la región lagunera,mandados por dos mayores que confrecuencia tenían dificultades. Aeste escuadrón máximo se le agregómás tarde otro, de gente de Sonora.

Era, pues, un medio regimiento

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de caballería la escolta montada, ala que diariamente, mañana y tarde,daba yo instrucción. A las pocassemanas, contando con la buenadisposición de la gente, era aquellaescolta una corporación digna yacorde con la alta misión que teníaasignada.

A don Venustiano, que siemprefue amante de las cosas militaresaun en sus detalles, le gustabapresenciar la instrucción de suescolta, como antes, en PiedrasNegras, gustaba de ver la

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instrucción de los zapadores. Todoseran buenos jinetes, tiraban bien, ysin excepción ya bien fogueados.No había viciosos y ninguno eraanalfabeto. La instrucción laimpartía yo de acuerdo con elreglamento de maniobras de lacaballería, que por cierto me sabíade memoria.

Acompañamos al Primer Jefeen los recorridos que hizo por elestado de Sonora y en el viaje queefectuó a Sinaloa, después que elgeneral Álvaro Obregón hubo

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tomado la plaza de Culiacán.Estando allí se supo de la capturasorpresiva que hizo el generalFrancisco Villa de la plaza deCiudad Juárez. Hacia alládeterminó ir el Primer Jefe yhubimos de dejar Sonora para ir aChihuahua, atravesando la SierraMadre por el cañón del Púlpito.

El general Villa, después de sumagnífico golpe a Ciudad Juárez,marchó sobre la ciudad deChihuahua, evacuada por losfederales, que huyeron hasta

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Ojinaga, población fronteriza conlos Estados Unidos.

Cuando arribamos a CiudadJuárez, después de larga travesíapor la sierra, ya el general Villa sehabía consolidado, era dueño detodo el estado y además, como granhazaña, atacó y pudo tomar laimportante plaza de Torreón,Coahuila.

Llegaban las vacas gordas. Lasfuerzas revolucionarias del nortedel país se disponían avanzar haciala capital de la República.

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De Ciudad Juárez, donVenustiano Carranza marchó aChihuahua, capital del estado, y allíestableció su cuartel general.

Estando en Chihuahua,comenzaron ciertas desavenenciasentre el Primer Jefe y el generalVilla, fomentadas por civilespolíticos maderistas que no habíanencontrado lugar cerca del señorCarranza, en tanto que Villa leshabía abierto los brazos. Esasdesavenencias, al cabo del tiempo,llegaron a culminar en el

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rompimiento entre aquellos jefes.Un buen día se presentó ante el

Primer Jefe una comisión enviadadesde Torreón, en donde estaba elgeneral Calixto Contreras, paraentrevistar al señor Carranza ypedirle que designara, para labrigada que aquél mandaba, un jefede Estado Mayor de su confianzaque organizara debidamente lasfuerzas, que tenían fama de sersumamente desordenadas y por talcausa eran mal vistos por el generalVilla, jefe de la División del Norte,

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a la que pertenecían.Decían los de la comisión que

todos aquellos hombres de donCalixto tenían la mejor voluntad deser instruidos, pero que no habíaentre ellos persona que pudieraservir para ello.

A mí me tocó la comisioncita,quizás porque al parecer del señorCarranza yo era un buen instructor.Sin más, se me comisionó aTorreón, es decir, a mi tierra, endonde estaba mi familia, a la que noveía desde que me alisté como

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revolucionario el año de 1910, conlos maderistas.

Por ese concepto estabacontento. Iba a mi casa a ver a losmíos; no les llevaba nada porquenada tenía, pero tendríamos todos lagran satisfacción de vernos buenosy sanos, aun cuando fuera en lapobreza.

Por otra parte, sentía alejarmeotra vez de don Venustiano y dejar aaquella escolta instruida por mí y ala que le había cobrado cariño.

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Cerca de la iglesia me encontré adoña Natividad, la madre delboticario Chema Iduñate. Nopasaban los años por ella. Ni unacana más había en su cabeza, ni unaarruga nueva surcaba su rostro.

—¡Mi alma!, ¿cómo te va?¡Cuánto gusto me da verte! ¿Cómote ha ido? ¿No te han herido, no tehan matado? ¡Tanto que me heacordado yo de ti! ¿Cómo andaráaquel muchacho? ¿Habrá comido asus horas? ¿Se estará mojandocuando llueve, tendrá frío? Tanto

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que hemos pensado; pero ya estásaquí, ¡bendito sea Dios!

—Gracias, doña Natividad;muchas gracias; mucho le agradezcosus buenas intenciones.

—Ni sabes cuánto miedohemos pasado aquí con loscombates y cada vez que decían quevenía Villa. Y dime, tú, ¿dóndedejaron a la indiada?

—¿A cuál indiada?—Pues a los indios que decían

que traía Villa para tomar Torreón.Nos contaron que Francisco Villa

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se acompañaba de todos los indiosbárbaros; que los traía sueltos pordelante y venían arrasando cuantoencontraban.

—¡Ah!, vamos; algo así comolos cosacos del Don.

—¿Don quién?—Ja, ja; otros indios de por

allá; de otra parte. No, aquí no haymás indios bárbaros que los queestamos presentes.

—Cómo inventa la gente,¿verdad?

Encontré a mi madre, a mi

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buena madre, tan animosa yconforme como siempre; a mishermanos, más altos, flacuchos ymal vestidos. Se comía mal en lacasa desde hacía mucho; no siempreestaba ocupada la finca queproducía renta. Se debían picos portodas partes: en la tienda deabarrotes, en la carnicería, en otroslados. Ya se pagaría cuando hubieradinero; ya se compraría ropacuando mejoraran los tiempos; loimportante, decía mi madre, era quenos volviésemos a ver, que no

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estuviera muerto ni hubiera sidoherido, que tuviéramos todos salud,ese tesoro inapreciable que sellama salud.

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La camarada Belem

EL EJÉRCITO constitucionalistainiciaba su avance inconteniblehacia la capital de la República.Había caído Torreón de maneradefinitiva.

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Un colega de las fuerzas deCalixto Contreras y yo veíamos unapelícula en el cine Pathé de donIsauro Martínez, único cineentonces que había en Torreón y quefuncionaba en una amplia carpainstalada frente a la Plaza deArmas. No había muchaconcurrencia.

Abstraídos estábamos viendola cinta cuando dos mujeres,molestando a las personas queocupaban asientos en nuestra fila,trataban de instalarse precisamente

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a nuestro lado, habiendo tantosasientos en los propios pasillos dellunetario, quizás hasta máscómodos que aquellos que parecíanser de su preferencia. Ideas quetiene la gente; ganas de molestarobligando a levantarse a lossentados para darles paso. Seacomodaron a mi lado. En contrastecon el olor a sudor de laconcurrencia, las recién llegadasolían a ropa limpia y agua decolonia.

—Por lo menos huelen bien —

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comenté con mi amigo.—¿Crees que huelo bien? —

me contestó una de ellas.¿Quién era aquélla que me

tuteaba? ¿Alguna conocida quizás,de allí de mi pueblo? En laoscuridad de la sala traté dediscernir. Era una morenilla ni feani bonita, más bien delgada decuerpo.

—¿Nos conocemos?—Hombre, claro. Yo te conocí

desde que entré; veo en laoscuridad como los gatos. Soy

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Belem. ¿Ya caíste?—¿Belem?, ¿nuestra

compañera de Monclova, deCandela y de Monterrey?

—La misma.—¿Te diste de baja? ¿Dónde

dejaste el sombrero tejano y lapistola?

—Los dejé en el hotel. Acabode llegar de Monclova. Sigo con lagente de Murguía. Mañanatemprano salgo para Chihuahua; voya ver qué me quedó de familia. Soyde allá. ¿Y tú? ¿Ya no andas con

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don Venustiano?—Me mandó para acá con el

general Contreras, con ManoCalixto, como le dicen.

—¿Qué tal está la película?—Regular. No me parece muy

entretenida.—Entonces ¿por qué no

salimos a tomar una copa o unrefresco?

—Me parece muy bien. Si nohas cenado, cenaremos.

Salimos los cuatro y ante unosplatos de cabrito y enchiladas

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norteñas y unas botellas de cervezafría, tuvimos una charla de horas.

No era Belem locuaz, sino másbien parca en las palabras, perotanto había andado en la bola, quetenía mucho que contar, si se lepicaba y estaba de humor, como enaquella noche, vestida de«paisana».

Andaba de revolucionariaactiva desde el orozquismo, y nohabía parado. Participó en decenasde combates. Montaba muy bien alestilo femenino, pues nunca usó

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indumentaria masculina a excepcióndel sombrero tejano, unas polainasy la pistola y las cartucheras en lacintura y en el pecho. Tenía unaserenidad y un valor a toda pruebay más historia y vergüenza quemuchos hombres. Nunca tuvo gradomilitar ni disfrutó de ningún sueldo.Se bastaba a sí misma; nunca fuecarga para nadie. Ensillaba sucaballo, le daba de comer, debeber. Se acomodaba donde podía yse procuraba su alimento. Dura erapara la fatiga; su cuerpo, delgado

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pero fuerte, resistía las durasjornadas, las hambres, las lluvias,los calores del verano lo mismoque las duras nevadas del invierno.

No era alegre, no cantaba ypoco reía, pero tampoco era detemperamento triste. Era normal,norteña pura; absolutamente normaly equilibrada. A su cuerpo le dabalo que le pedía, sin abusar de nada.Había tenido que ver con varios ycortaba sus relaciones cuando así locreía prudente.

Siempre andaba sentada en

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buen caballo, que manejaba conmaestría y disparaba pistola y riflecon gran precisión. En los combatesandaba siempre tan adelante comolos más valientes. No conocía elmiedo y su sola presenciaavergonzaba a los mediocres ytimoratos.

Era popularísima Belem entrelas fuerzas del noroeste, y suapellido bien a bien nunca se supo.Era lo de menos. No tenía la menorimportancia: Martínez, Rodríguez,lo mismo daba. Era Belem, nada

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más. Con los federales nuncaanduvo. No era una soldadera; erauna militante desinteresada.Absolutamente desinteresada. Nigrado militar, ni haberes, nidiplomas o medallas pidió nunca.Fue única.

—Me preguntabas tú que en dóndehabía dejado yo el sombrero tejanoy la pistola, y yo te pregunto a ti,¿dónde dejaste tu blusa? Tú no meconcibes a mí vestida como estoy,

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ni yo te puedo imaginar sin tu blusalarga de soldado de caballeríafederal.

—Mi blusa la conservo comouna reliquia, como un talismán.Cada vez que me la pongo ocurrealgo grave y hasta le tengo miedo,pero, por otra parte, siempre salgocon bien de lo que acontezca. Espara mí como una especie deescapulario benefactor.

—Cuéntame, después delataque a Monterrey te perdí devista. ¿A dónde fuiste a dar?

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—Me mandó don Pablo aSonora con unos documentos que leurgía conociera el Primer Jefe, ytambién porque el mismo donVenustiano le había dicho a donPablo que en cuanto fuera posibleme regresara a su lado. Así pues,fui a Sonora, al Estado Mayor, y measignaron también el mando de laescolta montada, que se componíade dos escuadrones.

Fuimos con don Venustianohasta Sinaloa y después hastaCiudad Juárez y Chihuahua. De allí

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me designaron a que viniera aquícomo jefe del Estado Mayor delgeneral Calixto Contreras. ¿Y tú?La última vez que te vi fue en loscombates de Monterrey, por ciertoque te acompañaba una güerejita,«alta nueva», que parecía muyentusiasta y que después supe que lahabían matado.

—Aquella muchacha sellamaba Julieta. Se juntó conmigoallí mismo en Monterrey; allícomenzó su carrera revolucionariaactiva, que duró justamente lo que

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duró el ataque a la plaza: tres días.A la evacuación —¿te acuerdas?—era una noche oscura; la gentenuestra casi toda iba borracha y losfederales de la caballería deRicardo Peña nos pisaban lostalones. La muchacha aquella, llenade entusiasmo, estaba empeñada enque los nuestros se regresaran apelear. Ni quien le hiciera caso. Serezagó un poco y le echaron manolos federales; allí mismo la matarony la colgaron de un poste. Bueno,pues la gente de Murguía, con quien

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andaba yo y con quienes sigo, nosregresamos al norte de Coahuila arevolucionar y con la esperanza delevantar cabeza y a ver si se noshacía recuperar Monclova; laatacamos y no pudimos; tuvimosque retirarnos hasta SanBuenaventura; nos persiguieron yfuimos hasta Cuatro Ciénegas y allítambién tuvimos que salir y nosecharon hasta Ocampo y de ahí nossacaron con rumbo a SierraMojada. Estábamos de malas; detodas partes nos sacaban.

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De Sierra Mojada nos mandódon Venustiano algo de parque ynos rehicimos en plan grande.Volvimos a la carga. MandóMurguía cortar la vía férrea deMonclova al sur y de Monclova alnorte. No atacamos a Monclovasino que nos fuimos sobre Allende.Creo que ése es tu pueblo, ¿no?

—Allí me crié, pero yo nacíaquí, en San Pedro de las Colonias.

—Pues allí en Allende, quiénsabe por qué motivo, razón aparenteno la había, se habían concentrado

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cerca de mil federales y losmandaba Alberto Guajardo, antiguomaderista y amigo de intimidad dedon Venustiano Carranza, y ahorafuribundo huertista, conocedor delterreno y hombre de pelea. Losatacamos con ganas un día entero ytuvimos la suerte de pegarles de afeo. Guajardo salió herido y huyóhacia Piedras Negras. Cogimosquinientos prisioneros, milquinientos fusiles, diezametralladoras entre pesadas yligeras, medio millón de cartuchos

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y cinco cañones. Entre losprisioneros, diez y siete oficiales. AAlberto Guajardo lo perseguimospero no logramos capturarlo; llegóhasta Piedras Negras y se pasó allado americano. La guarniciónfederal se pasó también a EaglePass y ahí nos tienes a nosotrosentrando triunfantes a PiedrasNegras sin disparar ni un tiro. En unsantiamén aumentó nuestra gente; deseiscientos que éramos, llegamos ados mil quinientos, con cincocañones y diez ametralladoras más.

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La artillería bien manejada, puesMurguía les perdonó la vida a losartilleros federales que seincorporaron a nosotros. El jefe deellos es uno muy listo que se llamaHumberto Barros.

»Ya con esa fuerza, nossentimos con ganas de entrarle aMonclova y nos devolvimos haciaallá. No nos esperaron; también laevacuaron más que de prisa.Cuando iban a comenzar lasoperaciones sobre Allende,Murguía recibió a un enviado de

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Guajardo que le avisaba que losamericanos habían invadido aMéxico y lograron tomar el puertode Veracruz, que así las cosascambiaban y deberían de unirsetodos para pelear contra losgringos. Murguía le dijo al enviado,de parte suya y de todos los queandábamos con él, que se fuera a latal y que nada de juntarse ni muchomenos; que nosotros teníamos paraellos y para los invasores y que sefueran muy lejos con componendasque olían a puras tanteadas.

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»Y todo esto que te estoycontando acaba de pasar: haceapenas unos días; casi al mismotiempo que Villa tomaba Torreón,nosotros tomábamos Allende.

»Don Pablo González,tesonero como es, no ha dejado depelear: tomó Ciudad Victoria, atacóTampico; por poco toma Laredo,pero no le fue posible, y por finlogró tomar Monterrey. Ya nomásfalta Saltillo.

—Para allá vamos nosotrosahora. En cualquier día de éstos.

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—Y tú, ¿estás contento allídonde estás?

—Yo donde quiera estoy biensiempre que haya actividad. Ahoraya hasta ganamos sueldo y nospagan con billetes, y por lo quehace a mí, me pagan en pesos deplata. ¿Tú conoces los pesos quehace don Calixto Contreras?

—Me han contado.—Míralos. Ahí te regalo este

puñito.—¡Qué monada! Pesos de pura

plata igual a aquellos del tiempo de

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don Porfirio, con su águila y unletrero que dice «EjércitoConstitucionalista. Muera Huerta».Gracias. Los conservaré como unrecuerdo.

—Los gringos los compran ylos pagan muy bien. ¿Y de tu propiavida, de tu vida íntima, quécuentas?

—Soy la misma que tú hasconocido. No he cambiado ni tengopor qué hacerlo. Me gusta lalibertad. No tengo ni admitocompromisos. No soy una mujer

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fácil ni liviana. Cuando el cuerpome pide hombre, lo busco, mesatisfago, y a otra cosa. Losenamoramientos me parecenridículos. Casi soy como unhombre.

—¡Y qué hombre! Les pones lamuestra. ¿Nunca has sentido miedo?

—Muchas veces, pero me loaguanto. ¿Y tú?, en tu vida íntima,esa que me preguntas, ¿qué? ¿No tehas levantado alguna vieja por ahí?

—No: soy como tú me hasconocido y así pienso seguir. Yo

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creo que el hombre, el que esmilitar o revolucionario, si escasado o amancebado pierde en elesfuerzo su actividad.

—Eso es la pura verdad. ¿Teacuerdas cuando nos conocimos?

—Fue en Monclova; en elhotel de los chinos.

—Otra vez nos volvimos a veren otro hotel, también de chinos, enSabinas. En la frontera todos losmejorcitos son hoteles de chinos,porque los demás no valen nada.

—Y siguiendo esa costumbre,

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a lo mejor aquí en Torreón tambiénhabrás ido a alojarte al hotel chino.

—No. Aquí estoy en el hotelIberia. Oye, y no teniendo tú ningúncompromiso ni yo tampoco, ¿quiénnos impide a ti y a mí…?

—Nadie.—Pensaba irme a Chihuahua

mañana por la mañaña, perohabiendo tenido el gusto deencontrarte me demoraré un día odos más.

—¿Y por qué no te quedasaquí entre nosotros ya de una vez?

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Todos somos los mismos.—Seguramente había de

extrañar mucho a mi gente. Soyrutinera; no me gusta cambiar.

Era ya más de medianochecuando salimos de aquellacenaduría del viejo conocidoEspiridión Cantú, especializado endar de comer a los trasnochadores.Belem se cogió de mi brazo comosi fuéramos una pareja feliz.

Años después, en pleno triunfo, nos

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contaba Virginia Fábregas:—¿Saben ustedes quién debutó

en mi compañía la vez queactuamos en Chihuahua?

—¿Quién?—Belem. Aquella Belem tan

famosa de las fuerzas de Murguía.Fue el mismo general Murguía elque influyó conmigo para queentrara al teatro. Parece que teníaella unos deseos locos por serartista; le parecía la cosa mássencilla del mundo. Por complaceral general Murguía nos propusimos

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todos en la compañía enseñar aBelem. Ensayos y ensayos para quedijera unas dos o tres frases de unpapelito insignificante. Tenía, esosí, que pronunciar las «ces» y las«zetas»; imposible ni que laspronunciara ni que dejara aquelmodillo de hablar al estilofronterizo. Un día nada más trabajóy quedó convencida, ella y todos,de que para eso no había nacido.

No supimos más de ella. Se la tragó

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el desierto norteño.

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Un buen día…

UN BUEN día salió el grueso de laDivisión del Norte, incluida en ella—¡claro está!— la brigada delgeneral Calixto Contreras, de lacual era yo jefe de Estado Mayor.

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Viajé por trenes hasta la estación deHipólito. El enemigo estaba en lacercana estación de Paredón y secomponía de unos cinco milhombres con artillería. Era unaespecie de avanzada de la plaza deSaltillo. Sigilosamente bajamos enHipólito y por tierra nos acercamoshasta Paredón, cortando el probablecamino de retirada de los federaleshasta Saltillo. El general Villamandaba en persona.

Habían cavado trincheras enprevisión de un ataque, pero nunca

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pensaron que fuera tan sorpresivo.Fue una carga; una clásica cargavillista. Dos cañonazos apenaslograron disparar; nuestra artilleríani siquiera llegó a entrar en acción.Un triunfo rotundo; media horaescasa de combate; quinientosmuertos del enemigo, entre ellosdos generales y un coronel;infinidad de heridos. El botín fue dediez cañones, muchasametralladoras, tres mil fusiles ymuniciones en gran cantidad.

La caballería que logró

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escapar fue a comunicar su pánico ala guarnición de Saltillo, que desdeluego evacuó aquella plaza.

Los constitucionalistas habíantenido unas docenas de muertos yunos pocos heridos.

El norte del país estaba librede federales y se imponía la marchageneral de los constitucionalistashacia la capital de la República.

Las relaciones entre el Primer Jefedon Venustiano Carranza y el

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general Villa cada día estaban peor,y se adivinaba claramente unaruptura.

Don Venustiano, de Chihuahua,en donde estaba, se trasladó aDurango; allí, con el respaldo desus adictos generales, los hermanosArrieta, sentía un positivo apoyo asu autoridad.

De Durango marchó a Saltillo,ya ocupado por fuerzas del generalPablo González. Había dispuestoque yo dejara la brigada del generalCalixto Contreras y volviera

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nuevamente a su lado con el mandode su escolta montada que ya habíasido reforzada, desde la salida deSonora, por el 4° Batallón, fuerzaconsentida del general ÁlvaroObregón, que lo había mandado alprincipio de su carrera militar,cuando sólo era teniente coronel.

El primer Jefe había dispuestoque el general Pánfilo Natera,zacatecano de origen, atacara laplaza de Zacatecas y que, por no sersuficiente la fuerza a su mando,fuera reforzada con cinco mil

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hombres que habría deproporcionarle el general Villa.Éste no acataba la orden y quería irél personalmente al ataque aZacatecas. Don Venustiano manteníasu orden y Villa no la acataba.Intentó el Primer Jefe relevar delmando de la División del Norte aVilla y sus generales no loconsintieron. Villa, por personalresolución, con toda su gentemarchó sobre Zacatecas y tras demuchísimos combates capturó laplaza defendida por doce mil

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federales, obteniendo un sonadotriunfo.

Mientras tanto, el generalÁlvaro Obregón tomabaGuadalajara, tras de rudoscombates, y avanzaba triunfantehacia la capital. Don PabloGonzález, con el señor Carranza ytodas sus fuerzas, salió de Saltillosobre San Luis Potosí, que fueevacuado por los federales.

Las fuerzas todas de Obregóny González se unieron en Querétaroy juntas marcharon sobre la ciudad

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de México.Huerta, el usurpador, había

huido y dejado un gobierno pelelepara que entrara en tratos con losrevolucionarios vencedores,entregando la ciudad y rindiendolas fuerzas que todavía le quedaban.

En el pueblo de Teoloyucan,del estado de México, aledaño a lacapital se firmaron los tratados parala rendición del ejército federal y laentrega de la capital de laRepública.

Don Venustiano Carranza, y

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con él todos nosotros, entramostriunfantes a la ciudad de México eldía 20 de agosto del año de 1914.

Un año y medio de rudacampaña había bastado para acabarcon la usurpación. El pueblo enarmas, a un solo y riguroso impulso,había barrido a costa de su sangre yde su sacrificio el impuro régimennacido del cuartelazo de febrero de1913. Soldados improvisados delcampo, de la provincia, sinpreparación, sin elementos bélicos,con su sólida y férrea voluntad de

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restaurar un gobierno legalemanado del voto de la inmensamayoría del pueblo, con el respaldounánime de la opinión pública, sehabían enfrentado y habían abatidoa un ejército profesional, a ungobierno espurio sostenido por lacasta militar y por la genteconservadora y enriquecida deMéxico. La Revolución triunfaba,es decir, comenzaba el triunfo de lalucha iniciada para restaurar la vidaconstitucional, rota por elcuartelazo y por el asesinato del

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mandatario Francisco I. Madero yde su vicepresidente José MaríaPino Suárez. En el sentir de cadacombatiente revolucionario estabael deseo de venganza por el crimencometido en los mandatarioslegítimos. Ahora también sevislumbraba un gran cambio en lavida de la nación; un cambiojusticiero en la ciudadanía,especialmente entre las clasesproletarias que forman la inmensamayoría de la población. Tierrapara los campesinos, para que

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lograran dejar de ser casi esclavosde hacendados, de capataces.Mejores salarios y menos horas enlas diarias jornadas de los obreros.En el fondo, la Revolución, logradaen su primera etapa militarderrotando a la usurpación,vislumbraba un cambio, un grancambio en la vida de la nación. Noera sólo la cosa política, el decorodel pueblo y de las institucionesemanadas de él. Era el pueblo elque vencía al ejército, porqueirremediablemente, cuando un

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pueblo lucha contra un ejército, elejército será siempre vencido. LaRevolución de lucha política tendíaa convertirse en socialista.

No sería ya ahora un programaque sólo dijera: «Sufragio efectivo.No reelección». Ahora sería algomás, muchísimo más: conquistassociales. Menos ricos los ricos ymenos pobres los pobres. Con laexperiencia de Madero, no pasaríaahora lo mismo. Nada de castamilitar imperante; firmeza en lasnuevas instituciones y urgentes

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reformas sociales.

Con mi regimiento escolta delPrimer Jefe, fui a alojarme a miconocido cuartel de la Ciudadela,de donde año y medio antes habíasalido después de la DecenaTrágica y del asesinato de Madero,y al que ahora volvía ya comocoronel y con el mando de otraguardia parecida a aquella de laque un día formé parte y que,cuando hizo falta, no cumplió con

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su deber. Esta nueva que yoconducía tenía la misma misión:estaba ya bien fogueada en loscombates e indudablemente seríaleal al mandatario a quien lecorrespondía cuidar, llegado elcaso.

Yo estaba feliz por la triunfalentrada a la capital, a mi antiguocuartel, del cual salí casiexpulsado, llevando sólo en elpecho un corazón adolorido y en elcuerpo una blusa larga de drilburdo. De aquella brillante guardia

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sólo conservaba un triste, nadagrato recuerdo, y una humilde blusaque habría de seguiracompañándome en todas misandanzas.

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Breve fue el sabor

BREVE fue el sabor del triunfo en lacapital de la República. El generalVilla había roto definitivamente conCarranza, y Emiliano Zapata teníasu mundo aparte. Todos habían

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combatido contra los federales,pero al vencerlos losrevolucionarios se dividían. Unalucha quizás más enconada que laanterior se veía venir a pasosagigantados.

Hubo una convención de losgenerales de la Revolución queefectuó sus primeras sesiones en laciudad de México, y despuésdispusieron los componentes que setrasladara a Aguascalientes,considerando a aquella ciudadsituada en el centro de la República

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como un lugar apropiado parasesionar sin que predominara lainfluencia de don VenustianoCarranza, que estaba en México, nila de Villa, que tenía las fuerzas desu división en Zacatecas. Tras delargas discusiones y buenospropósitos, se declararonsoberanos, crearon un gobiernoprovisional de la República. Elgobierno surgido de la ConvenciónSoberana, por principio de cuentas,dispuso el cese en el mando de lasfuerzas de la Revolución, del

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Primer Jefe don VenustianoCarranza y del general FranciscoVilla. Ni el uno ni el otro acataronel mandato. El gobierno surgido dela Convención de hecho eramanejado por Villa. Se rompieronlas hostilidades. La pazvislumbrada con la derrota de losfederales de Huerta se esfumaba ybrotaban con ímpetu luchadoresenardecidos para pelear entre sí.Carrancistas, villistasconvencionistas, zapatistas,revolucionarios todos ellos, y

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también un grupo nuevo y fuerte queencabezaba Félix Díaz, sobrino delgeneral don Porfirio Díaz, conclaras tendencias reaccionariasconservadoras. El vasto suelopatrio volvía a convertirse enextenso campo de batalla, y por siesa desgracia no fuera suficiente, elpuerto de Veracruz continuabaocupado por las fuerzas de losEstados Unidos, con su principio deinvasión total iniciada en laspostrimerías del gobiernousurpador de Victoriano Huerta.

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Don Venustiano Carranza hubode salir de la ciudad de México. Setrasladó primero a Puebla y pocodespués a Córdoba y Veracruz,donde estableció su cuartel general.Con negociaciones diplomáticashabía logrado que el gobierno delos Estados Unidos, retirara susfuerzas militares del puerto deVeracruz y que esta plaza volvieraal seno de la integridad nacional.Villa y Zapata, como paladines delgobierno de la Convención,ocuparon la ciudad de México.

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Puebla fue también ocupada por susfuerzas.

Ardía el país en fratricidalucha y parecía que el dominiomayoritario del terreno lecorrespondía a los de laConvención.

No voy a narrar al sufridolector aquellas campañasinteresantísimas, ya que se alejandel propósito de este libro,concretadas de antemano a la luchacontra los usurpadores y asesinosde Madero. Sería larga la

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narración, y fuera de lugar.Me concreto a decir que la

lucha larga, muy enconada, con lasnecesarias altas y bajas inherentes atoda campaña, concluyó al fin conla derrota de Villa, y Zapata volvióa quedar reducido a sus antiguoslares del estado de Morelos.

Don Venustiano Carranza, consus fuerzas, dominabaabsolutamente la situación. Sugobierno preconstitucional quedóorganizado perfectamente. Durantesu permanencia en el puerto de

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Veracruz, en su carácter deencargado del Poder Ejecutivo,había expedido diversos decretosestableciendo por medio de ellosordenamientos tendientes a lasgrandes reformas sociales para lasclases proletarias del país.

Se trasladó a México yconvocó a un CongresoConstituyente, que elaboró en laciudad de Querétaro unaconstitución del país que sustituyeraa la del año de 1857 e incluyeraclaramente las conquistas sociales

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emanadas de los anhelos de laRevolución. Esa Constitución es laque nos rige con beneplácito detodos.

El señor Carranza fue electopresidente de la República ydurante su desempeño de cuatroaños tuvo que enfrentarse ainfinidad de problemas. Prevaleciódurante su gobierno la actividadmilitar para lograr la completapacificación del territorio nacional,sacudido todavía por partidasrebeldes de villistas, zapatistas y

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felicistas. La lucha ya no era degrandes masas sino de guerrillasinquietas y activas. Asaltos apequeñas guarniciones y, sobretodo, voladuras de trenes. Seguíanuestro ejército combatiendo díacon día en Chihuahua con partidasvillistas, en Veracruz contrafelicistas y en Morelos contrazapatistas.

Así transcurría el gobierno deCarranza en medio de una constantelucha.

Llegaba el final del periodo

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presidencial y se avecinaban laselecciones con su correspondientelucha electoral. Surgieron trescandidatos a la presidencia: losgenerales Álvaro Obregón y PabloGonzález, caudillos militares quehabían comandado grandes núcleos,y un civil, el ingeniero IgnacioBonillas, revolucionario sonorensede reconocida honorabilidad; esteúltimo contaba con la simpatía delpresidente Carranza, quienintentaba implantar el civilismo enel supremo mando de la nación.

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Contra la candidatura delingeniero Bonillas y contra elpropio Carranza iban los militaresObregón y González, y arrastraronconsigo a las fuerzas que antestuvieron bajo su mando.

Quedaba don Venustiano en lacapital de la República, con unaguarnición militar absolutamenteleal y algunas otras fuerzasdiseminadas por el país, pero todosaquellos elementos militares eranmuy inferiores en número a losinfidentes.

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Se impuso la evacuación de laciudad de México, rodeada deenemigos casi a las puertas.

La intención era establecerseen Veracruz otra vez, como cuandose luchó contra los de laConvención. No fue posible llegaral anhelado puerto. El enemigoasediaba a los que intentaban llegara Veracruz. Se combatía, durante eltrayecto de los convoyes, en la víaférrea del Ferrocarril Mexicano,contra columnas del enemigo. Lamarcha de los trenes era lenta,

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dificultosa, por infinidad decircunstancias, todas en contra delgobierno legítimo.

Una verdadera odisea fueaquel viaje de combates diarios yde lento avanzar.

Finalmente, a medio camino aVeracruz, en la estación de Aljibes,cerca del pueblo de San AndrésChalchicomula del estado dePuebla, ya para ganar las Cumbresde Maltrata de la Sierra Madre, nosencontramos con que a los que nosperseguían y asediaban se unían

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fuerzas del ejército que estaban enVeracruz, hacia donde íbamos, ytambién todos los rebeldesfelicistas que operaban en la región.

La vía del ferrocarril estabalevantada y el núcleo de fuerzasenemigas, de militares infidentes, sehabía acrecentado enormemente.

Doce mil hombres rebeldescontra escasos tres mil.

Dos días de rudos combates yderrota total del gobierno del señorCarranza, que se vio obligado ahuir hacia la cercana Sierra de

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Puebla, seguido por unos cuantosleales.

Se creía que la Sierra de Pueblasería un seguro refugio para losfugitivos, con sus entradas porpasos precisos. Guarnecida por losindios zacapoaxtlas, de tradicionalhistoria militar y mandados por unjefe adicto a Carranza, prestaría unseguro asilo.

No fue así. Entraron losfugitivos a la Sierra con pleno

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consentimiento de sus moradores,pero éstos también dejaron entrar,tras de los que huían, a susperseguidores.

Jornadas duras con un tiempoinclemente, lluvioso; caminosdifíciles, fatigosas veredas entrepedruscos y precipicios. Consobresaltos en la marcha diaria,desde el amanecer hasta el cerrar lanoche y a veces hasta en la nochemisma.

Así llegó la trágica noche del20 al 21 de aquel mes de mayo del

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año de 1920, en el misérrimopoblado conocido por el nombre deSan Antonio Tlaxcalantongo.

Un traidor, más traidor quetodos los demás, fue el encargadode dar el golpe final, y deaparentemente leal al mandatario,pasó a ser su victimario.

A las tres y veinte minutos dela madrugada de aquella trágicanoche fue villanamente asesinadodon Venustiano Carranza dentro dela humilde choza en que sealbergaba, guareciéndose de la

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tormenta, que parecía tambiénsumarse a las enconadas fuerzashumanas desatadas en su contra.

Cinco tiros recibió elmandatario, que le causaron lamuerte.

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Finalmente

DE LOS ochenta que aúnacompañaban al señor Carranza,muchos cayeron prisioneros de losasesinos; otros logramos huirescalando una profunda y peligrosa

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barranca que casi rodeaba alfatídico lugar del crimen.

Íbamos a pie, lastimados porlas espinas de los arbustos, conayuda de los cuales, asiéndonos,logramos bajar a la sima profundapor la que corría un arroyo bronco.Me acompañaban mi compañero elgeneral Pilar Sánchez y el tenientecoronel Bulmaro Guzmán, aqueljovencito sobrino de donVenustiano, quien me lo habíaenviado como subtenientesubayudante al batallón de

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zapadores que yo mandaba enPiedras Negras.

Allí, en el fondo de aquellabarranca, estuvimos desde lamadrugada de la noche trágica delasesinato hasta el mediodíasiguiente. Volvimos a trasmontar labarranca con miles de penalidades,y ya terreno plano, a poco caminar,fuimos a dar a un jacal de indiosque no hablaban castellano. Nosdieron albergue, lumbre para secarnuestra mojada ropa y una buenataza de café caliente. Nos tuvieron

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lástima. Con ser ellos tan pobres ymiserables, lo éramos másnosotros, derrotados y fugitivos.

Pilar Sánchez ni siquierasombrero llevaba, ni polainas. Yo,previsor, aquella noche no me habíadesvestido; Bulmaro igual.

A la mañana siguiente aquellosindios, con la cooperación de otros,vecinos suyos, nos dieron unostacos de frijoles.

Por ellos, en su media lengua,nos enteramos de que había sidomuerto el señor Carranza.

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—Mataron, mero, meroPresidente, decían.

Caminando a pie con muchocansancio y fatigas llegamos al díasiguiente por la tarde al pueblo deXico. Allí había fuerzas leales delgeneral Francisco de P. Mariel yallí estaba ya el cadáver delpresidente Carranza.

En Xico nos íbamos reuniendolos dispersos. Entre todos,acordamos avisar por telégrafo al

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nuevo gobierno que nuestro jefe, elpresidente de la República, habíasido muerto; que nosotros, los quelo habíamos acompañado, nosrendíamos, y que pedíamos se nospermitiera conducir a México elcadáver del señor Carranza paradarle cristiana sepultura.

El cadáver, a hombros de losindígenas de la región, fueconducido por un camino lodoso deXico a Necaxa. De Necaxa, por trenvía angosta, hasta la estación deBeristáin, y de este lugar a la

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ciudad de México.Era una triste caravana la que

acompañaba al cadáver del jefe.Gente barbuda, ojerosa, sucia,desilusionada.

No se nos dejó arribar a laciudad.

Al llegar el convoy al pueblode San Cristóbal Ecatepec, fuimosbajados los generales y subidos acamiones llenos de tropa. Así, biencustodiados, nos llevaron a laPenitenciaría primero y más tarde ala prisión militar de Santiago

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Tlatelolco.Hecho un desastre físico,

muerto moralmente y cubierto conmi blusa larga, sucia, rota yenlodada, ingresé a la prisión.

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FRANCISCO LUIS URQUIZO(Coahuila, 1891 - Ciudad deMéxico, 1969) Militar y escritormexicano, cronista del período dela Revolución; se considera que esquien ha glosado, con mayoreficacia y vivacidad, este episodiodecisivo en la historia de su país.Fue militar de carrera. Al estallarla Revolución, siendo él apenas unadolescente, se alistó en las tropasde Francisco I. Madero, para mástarde servir al lado de VenustianoCarranza. Alcanzó el grado de

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general de división y desempeñódiversos cargos en el gobiernomexicano, sobre todo relacionadoscon el ámbito castrense y la defensanacional. Su vivaz y muy amenaobra literaria posee un verdaderotalento natural para el relato de lossucedidos y episodios de campañay para la prosa narrativaautobiográfica. Sus libros encierrandescripciones auténticas yvigorosas de lo que fue la luchaarmada en los primeros años delsiglo XX mexicano.

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Entre ellos destacan Tropa vieja(1943), Fui soldado de levita deesos de caballería (1967) yMemorias de campaña (1971).Publicó también varias crónicas,como Cosas de la Argentina (1923)y Madrid de los años veinte(1961), acerca de los países en losque vivió o visitó, biografías sobreCarranza, Morelos y Madero, yrelatos como los recogidos enCuentos y leyendas (1945).

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Table of Contents

Memorias de campañaLa hora de la limpiaLa Decena TrágicaMi blusaDon Venustiano, Piedras Negras,

los zapadoresCandelaMonclovaEl remanso de SabinasHermanasMi tío Bernardo

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Un hombrePeleando en Nuevo LeónAtaque a MonterreyEn SonoraLa camarada BelemUn buen día…Breve fue el saborFinalmenteAutor