Una Vez en Europa - John Berger

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Una vez en Europa

John Berger

Traducción de Pilar Vázquez

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Título original: Once in Europe

© 1983, 1984, 1986, 1987 by John Berger

© De la traducción: Pilar Vázquez

© De esta edición: 1992, Santillana, S. A.(Alfaguara)

Juan Bravo, 38. 28006 Madrid

Teléfono (91) 578 31 59

Telefax (91)578 32 20

ISBN:84-204-2263-0

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Depósito legal: M. 99-1991

Diseño: Proyecto de Enríe Satué

© Ilustración de la cubierta: Luis Serrano

Todos los derechos reservados. Estapublicación no puede ser reproducida, ni entodo ni en parte, ni registrada en o transmitidapor, un sistema de recuperación deinformación, en ninguna forma ni por ningúnmedio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,magnético, electroóptico, por fotocopia, ocualquier otro, sin el permiso previo porescrito de la editorial.

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Quiero agradecer con todo miafecto y gratitud la ayuda que

recibí del Transnational lnstitutede Washington, D. C., durante

los largos años que paséescribiendo este libro.

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Indice

El cuero del amor XI

Nota XIII

El acordeonista 3

Boris compra caballos 45

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La era de los cosmonautas 89

Una vez en Europa 129

Toca algo para mí 215

Sus ferrocarriles 227

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El cuero del am or

Curtidos como postes

por las partidas

y los fantasmas blancos

de los que se fueron,

envueltos en lonas

hablamos de la pasión.

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Nuestra pasión es la sal

en la que se cuelgan lospellejos

para hacer de una bisagrade piel

el cuero del amor.

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NOTA

Este es el segundo volumen de latrilogía De sus fatigas (1). Elprimer volumen, Puerca Tierra,era un libro de cuentos cuyofondo común era la vidatradicional de un pueblo demontaña. Salvando ciertosdetalles, este pueblo podríaexistir en numerosos países detodos los continentes.

Una vez en Europa, el segundo

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volumen, es una colección dehistorias de amor, cuyo fondo esla desaparición o«modernización» de esa vidarural.

El tercer volumen contará lahistoria de los campesinos quedejan sus pueblos paraestablecerse definitivamente enuna metrópoli.

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El acordeonista

¿Tocarás en mi boda?, lepreguntó Philippe, el quesero.Philippe tenía treinta y cuatroaños. La gente siempre habíadicho que nunca se casaría.

¿Cuándo es?

El sábado que viene.

¿Por qué no me lo dijiste antes?

No me atrevía. ¿Tocarás?

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¿De dónde es la novia?

Yvonne es del Jura. Pásate estanoche por el Lira Republicana yla conocerás; estará allí con suspadres y unos amigos deBesanfon.

Esa misma tarde, elacordeonista, un hombre que yapasaba de los cuarenta, estabasentado en el café, bebiendochampán invitado por el padrede la novia, junto a una mujer

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regordeta que reía sin parar yllevaba unos largos pendientes.El acordeonista había observadoatentamente a la joven novia yestaba seguro de que estabaembarazada.

¿Tocarás para nosotros?,preguntó Philippe llenando lascopas.

Sí, tocaré para ti y para Yvonne,respondió.

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En el suelo, a sus pies,descansaba un perro cuyo peloya se había vuelto gris con losaños. De vez en cuando leacariciaba la cabeza.

¿Cómo se llama su perro?, lepreguntó la mujer de lospendientes.

Mick, dijo él; es un payaso sincirco.

Es viejo ya para ser payaso.

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Quince años tiene; quince.

¿Tiene usted una granja?

Encima del pueblo; en un lugarque llamamos Lapraz.

¿Es grande?

Depende de quien lo pregunte,respondió él con una risita.

Se lo pregunta Delphine.

Se preguntó si aquella mujer se

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emborracharía a menudo.

Bueno... ¿es una granja grande?,insistió ella.

Un invierno, hace ya años, elalcalde le pre-. guntó a mi padre:¿Tenéis mucha nieve por Lapraz?¿Y sabe lo que respondió mipadre? ¡Menos que usted, señoralcalde, porque yo tengo menostierras!

¡Qué gracioso!, dijo Delphine,

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tirando una copa al ir a ponerleuna mano en el hombro. No eratonto su padre.

¿Ha venido para la boda?, lepreguntó él.

¡He venido a vestir a la novia!

¿A vestirla?

Yo le hice el traje, y siempre hayalguna puntada que dar aúltima hora, en el Gran Día.

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¿Es usted modista?

¡No, qué va! Trabajo en unafábrica... Sólo coso algunascosillas para mí y para misamigas.

Pues así se ahorrará sus buenosdineros, dijo él.

Sí, pero lo hago porque medivierte, como usted, que toca elacordeón, según me han dicho...

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¿Le gusta la música?

Ella descruzó los brazos y losseparó, como si estuvieramidiendo metro y medio de tela.Con música, suspiró, puedesdecirlo todo. ¿Tocaregularmente?

Todos los sábados por la nocheen el café, salvo cuando haybodas.

¿En este café?

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No; en el nuestro.

¿No vive usted aquí?

Lapraz está a tres kilómetros.

¿Está casado?, preguntó ellamirándolo directamente a losojos. Los suyos eran de un grisverdoso, de un tono parecido alde la chaqueta que llevabapuesta.

Soy soltero, Delphine, contestó

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él. Toco en las bodas de los otroshombres.

Yo perdí a mi marido hacecuatro años, dijo ella.

Debía de ser joven todavía.

En un accidente de coche...

¡Qué rápido! Pronunció estas dospalabras con tal determinación,que ella se quedó en silencio.Acarició el pie de la copa y luego

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se la acercó a los labios y la vació.

¿Le gusta tocar el acordeón,Félix?

Sé de dónde viene la música,respondió él.

QUE IBA A SER UN MAL AÑOhabía sido evidente para Félixdesde la primavera, desde elmomento en que empezó eldeshielo. Alrededor del puebloparecía que muchos pastos

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hubieran sido labrados el otoñoanterior, pero no había sido así.En los huertos los frutalescrecían sobre el barro, en lugarde hacerlo entre la hierba. Portodas partes, tenía la tierra laapariencia de un animal al quese le estuviera cayendo el pelo.Todo ello se debía a una invasiónde topos. Algunos eran de laopinión de que los topos sehabían multiplicado de unaforma tan catastrófica porque lamayoría de los zorros habían

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muerto o habían sido cazados elaño anterior. Un zorro se come adiario unos treinta o cuarentatopos. Los zorros habían muertoa causa de la rabia, que habíallegado a nuestra región desdelos lejanos Cárpatos.

Estaba de pie, inmóvil, en lahuerta frente a la casa. Sosteníauna pala cruzada delante delcuerpo. Llevaba diez minutos enesta posición. Miraba al suelo,justo en donde acababa la

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puntera de sus botas. No semovía ni un grano de tierra. Unáguila ratonera volaba encírculos hacia la montaña. Perosalvo ésta, no había nada a lavista que se moviera. Las hojas delos repollos y las colifloresplantadas en la huerta estabanmarchitas y amarillas. Podríahaber sacado de la tierraaquellas plantas con una solamano, con la misma facilidadcon que se levanta unapalmatoria dejada sobre la mesa.

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Habían sido separadas de susraíces.

Cuando vio removerse el terreno,levantó la pala y golpeó con ellael suelo, gruñendo al hincarla enla tierra. Dio un puntapié pararetirar la tierra levantada. Allíestaban al descubierto los túnelesy el topo culpable, muerto.

¡Uno menos!, se dijo con unasonrisa burlona.

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Albertine, la madre de Félix,estaba observando a su hijo —unhombre ya de cuarenta y cuatroaños— desde la ventana de lacocina en el momento en queéste dejó sin vida al topogolpeándolo con la pala. Le gritóque entrara, porque la comidaestaba en la mesa.

Con el sol que está haciendo hoy,dijo ella mientras comían, laspatatas no tendrían que estarmuy sucias.

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No, no deberían, contestó él.

El perro, que estaba bajo la mesa,miró hacia arriba, esperando quele dieran algún hueso o algunacorteza de queso. Era grande ynegro con una mancha rubia,como una almendra, encima decada ojo, lo que le daba unaspecto cómico.

¡Ah, Mick!, dijo Félix; nuestroMick es un payaso sin circo,¿verdad?

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Si te apetece esta noche harébuñuelos de patata.

¡Con ensalada de col! Se quitó lagorra y se pasó la manga por suacalorada frente. ¿Por qué no?

Años antes, cuando Albertinetenía todavía fuerzas suficientespara trabajar en los campos,solían levantar las patatas juntos.Mientras trabajaban recitabantodas las maneras en que sepodían comer las patatas: asadas

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con su monda, con queso alhorno, en ensalada, con grasa decerdo, puré de patatas con leche,estofadas en la olla de hierronegra, sopa de patatas y puerrosy, lo mejor de todo, buñuelos depatata con ensalada de col.

Las patatas, desenterradas esamisma mañana, se habíansecado bien al sol sobre elmantillo de los campos. Amedida que las recogía con lamano y las echaba a los cubos,

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Félix las iba clasificando. Laspequeñas para el ganado y elcorral, las grandes para la mesa.A veces avanzaba encorvado, y aveces se arrodillaba entre lossurcos y se movía de rodillas,como un penitente. Mick,jadeante por el calor, estabatendido en el suelo, y cada vezque Félix avanzaba, loacompañaba. Los sacos eran deun plástico fuerte color blanco yhabían contenido fertilizantes.Cuando estaban llenos, parecían

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unos borrachos vestidos concamisas blancas rezando. •

De repente, el perro se pusoalerta, agachó la cabeza y pegó lanariz a la tierra abierta.Respirando pesadamente,empezó a escarbar con las patasdelanteras, esparciendo la tierradetrás de él.

¡Cázalo, Mick, cázalo! Félix sepuso en cuclillas para observar alanimal. Le alegró tener algo que

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le distrajera un momento ypoder descansar la espalda, quehacía ya rato que le dolía. Elperro continuó escarbando llenode excitación.

¿Quieres atraparlo, eh Mick?

Por fin, depositó un topo sobre latierra.

¡Ya lo tienes! ¡No lo dejes escapar!

El perro lanzó el topo al aire. El

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animalillo de pelo gris, con susquince centímetros de largo y susciento cincuenta gramos de peso,con sus pezuñas semejantes aunas manos minúsculas, con suescasa vista y su agudizado oído,este animalillo, famoso por eltamaño de sus testículos y laextraordinaria cantidad defluido seminal que puede llegara producir, pareció por uninstante desventurado y solo enel cielo.

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¡Rápido, Mick!

De vuelta al suelo, incapaz ya deluchar, el topo empezó a chillar.

¡Cógelo!

El perro se comió el topo.

Sola en la casa, Albertine sepreguntó por centésima vez lamisma pregunta: ¿qué iba a serde Félix cuando ella se fuera? Loshombres, pensaba ella, eran

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fuertes de espaldas, imprudentesy débiles de carácter,combinándose a su manera encada uno estas cualidadesesenciales. Félix necesitaba unamujer que no se aprovechara desu debilidad. Si la mujer eraambiciosa o avariciosa, loutilizaría y emplearía sus fuertesespaldas y su imprudencia parallevarlo adonde ella quisiera.Pero él ya tenía más de cuarentaaños, y la mujer en cuestión nohabía aparecido.

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Estuvo Yvette. Yvette le hubierapuesto los cuernos, como ahorase los ponía al pobre de Ro-bert,con quien terminó casándose. Yestuvo Su-zanne. Un domingopor la mañana, poco antes deque Félix se fuera al servicio, lohabía visto acariciando aSuzanne en el suelo, detrás de lapizarra de la escuela —¡la mismaescuela a la que había ido él deniño!—. Se había alejado encuclillas de la ventana sinmolestarlos, pero cuando escribía

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a su hijo al cuartel, le recordabarepetidamente que las maestrasde escuela no saben sentarse enlas banquetas de ordeñar.Suzanne dejó el pueblo y se casócon un tendero.

¿Iba a ser peor para su hijoquedarse solo que haberse casadocon la mujer equivocada? Estapregunta hacía que Albertine sesintiera tan desamparada como aveces se había sentido de niña.

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Al caer la tarde, Félix vació lossacos llenos de patatas en elpesebre de madera que tenían enla bodega, debajo de la casa. Laspatatas recién sacadas de latierra emanan un calor extrañoy en la oscuridad relucen comolos hombros de los niños tras undía de sol. Lanzó una miradacrítica al montón: iba a habermuchas menos que el añoanterior.

¿Has terminado?, le preguntó

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Albertine cuando Félix entró enla cocina.

Quedan todavía cuatro ringleras,madre.

Acabo de hacer café... ¡Sal dedebajo de la mesa! No eres lobastante severo con este perro,Félix.

Ha cazado cinco topos esta tarde.

¿Vas a salir esta noche?

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Sí. Hay una reunión del Comitéde lecheros.

Félix se bebió el café del cuencoque su madre le había acercadoy empezó a leer la revista quepublicaba el partido comunistapara los campesinos ytrabajadores agrícolas.

¿Sabes dónde está la campanamás grande del mundo, madre?

¡Desde luego no alrededor del

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cuello de una de nuestras vacas!

Se llama Tsar Kolokol, pesa 196toneladas y fue fundida enMoscú en 1735.

Esa es una campana que yonunca voy a oír, dijo ella.

Cuando él entró en el establopara empezar a ordeñar,Albertine sacó el traje delarmario que su marido habíaconstruido durante su primer

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invierno de casados, y cepilló lospantalones con la misma energíacon la que antaño habíacepillado la yegua. Luego,dejando el traje sobre la altacama de matrimonio, bajo elretrato de su esposo, hizo algoque nunca había hecho en suvida. Se quitó las botas y setumbó en la cama totalmentevestida.

Oyó entrar a Félix en la cocina;lo escuchó lavarse en el

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fregadero. Oyó cómo se quitabalos pantalones y se lavaba laentrepierna. Cuando terminó,entró en la habitación.

¿Dónde estás?, preguntó.

Estoy descansando, respondióella desde la cama.

¿Te pasa algo?

Sólo descanso, hijo.

¿Estás enferma, madre?

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Ahora me siento mejor.

Lo vio vestirse. Metió las piernasen los pantalones que ella habíaplanchado marcándoles bien laraya. Se puso la camisa blanca dealgodón con los puñosabotonados, que mostraba suhermosa espalda. Se enfundó lachaqueta: estaba engordando,sin duda. No obstante, seguíasiendo guapo. Debería poderencontrar una mujer.

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¿Por qué no vas al dentista?, lepreguntó. El la mirósorprendido.

Te podría arreglar la boca.

No me duele ninguna muela.

Te podría dejar más guapo.

¡Y también nos podría dejar a losdos más pobres!

Déjame que te vea con la gorrapuesta.

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El se la puso.

Eres todavía más guapo que tupadre, dijo ella.

Cuando Félix volvió a la granjaaquella noche, se sorprendió alver un coche con los farosencendidos aparcado delante dela casa. Entró apresuradamente.El médico del pueblo de al ladoestaba en la cocina lavándose lasmanos en el fregadero. La puertadel Cuarto de Enmedio estaba

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cerrada.

Si por la mañana no se haproducido ninguna mejoría,tendremos que ingresar a sumadre en el hospital, dijo elmédico.

Félix miró por la ventana de lacocina a la montaña que teníaenfrente, que, a la luz de la luna,tenía el color gris de los topos;pero a su alrededor no veía loque había sucedido.

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¿Qué le ha pasado?

Llamó por teléfono a sus vecinos.

No querrá ir al hospital.

No hay otra solución, dijo elmédico.

¡Tiene razón; lo que cuenta es loque ella prefiera!, dijo Félix,furioso de repente.

Aquí no la puede cuidar bienusted solo.

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Ha vivido aquí durantecincuenta años.

Y si no se anda con cuidado,puede morir aquí.

El médico llevaba gafas, y estoera lo. primero que observabasen su persona. Lo miraba todocomo si fuera una página queestuviera leyendo. Había llegadoal pueblo recién salido de lafacultad de medicina y lleno deideales. Para entonces, diez años

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después, estaba totalmentedesilusionado. La gente de lamontaña no atiende a razones, sequejaba; la gente de la montañabebe demasiado, la gente de lamontaña no deja de repetir loque creen que alguna vez oyeronde niños, la gente de la montañano es capaz de entender unaexplicación racional, la gente dela montaña obraba como sicreyeran que la vida mismafuera una locura.

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Beba algo antes de irse, doctor.

¿Está asegurada su madre?

¿De qué la prefiere, de pera o deciruela?

De ninguna de las dos, gracias.

¿Un poco de genciana? Lagenciana lo cura todo, doctor.

No, no quiero alcohol, gracias.

¿Cuánto le debo?

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Veinte mil francos, dijo elmédico, ajustándose las gafas.

Félix sacó el monedero. Hatrabajado todos los días del añodurante cincuenta años, pensó, yhoy

este curandero miope me pideveinte mil. Sacó dos billetesdoblados y los depositó encimade la mesa.

El médico se marchó, y Félix

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entró en el Cuarto de Enmedio.Estaba tan delgada, que bajo eledredón parecía que no teníacuerpo. Era como si la hubierandecapitado y hubieran puesto sucabeza sobre la almohada.

Un gesto crispado, como el delhocico de un perro cuando ledan a oler alcohol, erizaba surostro, y tenía los ojos cerrados.Cuando pasó el espasmo,recuperó su calma habitual, peroestaba más vieja. Envejecía de

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hora en hora.

Al ver al perro echado en el sueloa los pies de la cama, Félix dudó.Ella insistiría en sacarlo fuera.

¡Ni un solo ruido, Mick!

Se subió a la cama a fin deasegurarse de que la oiríarespirar durante la noche. Ella semovió y, volviendo la cabeza enla almohada, pidió agua.Cuando él le dio el vaso, no pudo

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incorporarse; Félix tuvo quelevantarle la cabeza, y parecíaque no pesaba nada, que era tanliviana como una lechuga.

Estaban allí los dos acostados,despiertos y sin decirse unapalabra.

¿Terminarás mañana con laspatatas?, preguntó finalmente sumadre.

Sí.

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La primavera que viene habrámenos topos, dijo ella. No todospodrán encontrar qué comerpara sobrevivir al invierno.

Se reproducen rápidamente,madre.

A la larga, todos estos problemasterminan solucionándose solos,insistió ella; si no es al año queviene, será al otro. Pero tú, tú,hijo mío, siempre recordarás elAño de los Mil Topos.

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No, madre; verás como te ponesbuena.

Al día siguiente, mientrasserraba la leña, Félix parabacada hora y entraba en la casapara asegurarse. Cada vez,tendida en la ancha cama, conlos brazos rectos, pegados alcuerpo, ella abría los ojos y lesonreía.

Ella sabía que todo estabapreparado, dispuesto, en el

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segundo cajón del armario. Suvestido negro con los botonesmadreperla, el pañuelo negroestampado con gencianas azules,las medias gris oscuro y loszapatos con cordones, que seríanmás fáciles de poner que lasbotas. ¿Cúantas veces le habíaprometido Marie-Louise venir avestirla si era ella, Albertine, laprimera en irse?

Aquella noche, después de queFélix hubiera venido a tumbarse

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junto a ella, le dijo: hace años,hijo, que no tocas el acordeón.

Ni siquiera sé dónde está.

Está en el granero, dijo ella,tocabas tan bien; no sé por qué lodejaste.

Fue cuando volví de la mili.

Lo dejaste.

Padre había muerto, y habíatanto que hacer.

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Echó una mirada al retrato quecolgaba encima de la cama. Supadre tenía un gran bigote, unosojos pequeñitos, cómicos, y uncuello robusto. Cuando tenía sed,solía darse un golpe en el cuello,como si fuera un barril.

¿Tocarás algo para mí?, le pidióAlbertine.

¿Con el acordeón?

Sí.

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Después de tanto tiempo noconseguiré sacarle una sola nota.

Inténtalo.

El se encogió de hombros, tomóla linterna colgada de un clavoen la pared y.salió. Cuandovolvió, sacó el acordeón de suestuche, se pasó una correa porencima del hombro y, metiendola muñeca bajo la otra, empezó asacarle el aire. Sonaba.

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¿Qué quieres que toque?

«Dans tes Montagnes».

Las dos voces del acordeón,tiernas como flores reciénabiertas, llenaban la habitación.Albertine tenía toda la atenciónpuesta en él. El cuerpo de su hijose balanceaba lentamente al sonde la música. Nunca ha sidocapaz de decidirse, pensó ella; escomo si no se diera cuenta deque ésta es la única vida. Yo

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debería saberlo, porque le di aluz. Y luego, transportada por lamúsica, vio sus vacas en lospastos y a Félix aprendiendo acaminar.

Cuando Félix dejó de tocar,Albertine estaba dormida.

Los vecinos vinieron a visitarla yle trajeron peras, vino de nuez yuna tarta de manzana. Albertineles repetía que sólo necesitabaagua. Dejó de comer. Cogía todos

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los mensajes que querían darle,rezaba con ellos por todo lo queellos creían necesitar, losbendecía, pero no aceptaba nipiedad ni competencia. Sería lasiguiente en irse.

Al más viejo de los hombres, lesusurró: intenta encontrarle unamujer.

No es como en nuestros tiempos.Hoy ya nadie quiere casarse conun campesino.

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Me alegra que digas eso, dijo ella.

No estoy diciendo que Félix nohubiera podido casarse,respondió Anselme, con ciertapedantería. Sólo digo que lasmujeres de su generación secasaron con hombres de laciudad.

Me aterra la idea de dejarlo solo.

¡Yo llevo veinte años solo! Yahace veinte años que murió

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Claire, y no puedo decir que estétan mal estar solo. Se le escapóuna risita.

De repente, Albertine bajó lacabeza para indicarle que ahorale tocaba darle un beso mientrasella rezaba. Obediente, Anselmela besó en la coronilla.

Tanto se había debilitado y tandelgada estaba, que Félix temíaasfixiarla sin darse cuentamientras dormía. Una noche se

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despertó sobresaltado. Escuchópara ver si seguía respirando. Surespiración era tan débil comouna de esas brisillasintermitentes que ondulan elheno poco antes de la siega. Através del encaje de los visillosveía los ciruelos injertados por supadre. Al descender hacia elOeste, la luz de la luna sereflejaba en el espejo colgadosobre la jofaina.

En el sueño volvía a ser un

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recluta. Iba caminando por unacarretera tocando el acordeón.Tras él caminaba un hombreque llevaba una oveja. Era él,Félix, quien había robadoaquella oveja o, mejor dicho, sela había dado una mujer acondición de que... y él la habíacogido a sabiendas...

El sueño se fue haciendo cadavez más vago hasta que, yadespierto, vio otra cosa. Vio a laMuerte aproximarse a la granja.

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O, más bien, vio cómo oscilabade un lado al otro la linterna dela Muerte conforme ésta cruzabacon paso pausado el lindero delbosque, allí donde las hayastienen en octubre el color de lasllamas; la vio descender lapendiente del pasto grande, elque estaba siempre encharcadopor abajo; vio cómo pasaba bajoel tilo que se plagaba de avispasen agosto, cómo saltaba sobre lasrodadas de la antigua carreterade St. Denis, seguía por entre los

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cerezos —aquéllos contra los quecada julio su madre le pedía queapoyara la escalera larga—,dejaba a un lado el canalón de laconducción del agua, en dondeel manantial nunca se helaba, yla pila del estiércol a la que solíatirar él las placentas cuandonacían nuevas terneras, y,finalmente, atravesaba el establoy entraba en la cocina. Cuandola Muerte llegó al Cuarto deEnmedio —en donde los chorizosahumados colgaban del techo

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encima de la cama— vio que loque había tomado por unalinterna era un blanco copo deescarcha. El copo cayó flotandosobre la cama.

De repente, Albertine se sentó enla cama y dijo: alcánzame elvestido; es hora de que me vaya.

Al día siguiente del entierro,cuando fue a llevar la leche a lacentral, sorprendió a todo elmundo con su buen humor.

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¿Has trabajado alguna vez decarnicero?, le preguntó aPhilippe, el quesero. ¿No? Puestendrás que seguir un curso porcorrespondencia ¡y con dibujos!El año que viene no habrá heno,ni vacas, ni leche, ni primas porla nata, ni multas por pocahigiene... Estaremos todosdedicados al negocio de la piel detopo. A eso tendremos quededicarnos...

La ausencia de un ser querido

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que acaba de morir es tanprecisa como lo fue antes supresencia. La ausencia deAlbertine era delgada, conmanos artríticas y un largocabello gris recogido en unmoño. Los ojos de su ausencianecesitaban gafas para leer.Durante su vida, habían sidomuchas las vacas que la habíanpisado. Todos y cada uno de losdedos de sus píes habían sidoaplastados por una vaca u otraen diferentes momentos, y, así,

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las uñas le crecían deformes entodos ellos. Los píes de suausencia tenían unas uñasirregulares y amarillentas comolos cuernos de un animal. Laspiernas de su ausencia eran tansuaves como las de una joven.

Todas las noches se comía la sopaque él mismo se habíapreparado, cortaba las rebanadasde pan, leía la edición paracampesinos y obreros agrícolasdel periódico del Partido

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Comunista y se fumaba uncigarrillo. Realizaba todos estosactos aferrado a su ausencia.Conforme avanzaba la noche yen el establo empezaban lasvacas a echarse sobre sus lechosde paja y hojas de haya, el calorde su cuerpo se impregnaba conla ausencia de la madre, de talforma que se convertía en supropia pena.

El Día de Difuntos compró unoscrisantemos, blancos, del color

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de las plumas de las ocas, y nopuso el jarrón con las flores juntoa la sepultura en el cementerio,sino sobre el mármol de lacómoda en el Cuarto deEnmedio, junto a la gran camavacía.

Una semana más tarde empezó anevar. Los niños salían gritandode la escuela, impacientes porhacer muñecos de nieve yconstruir iglús. Cuando Félix fuea llevar la leche a la central,

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repitió lo mismo que decíaAlbertine cada año cuando caíanlas primeras nieves:

¡Ojalá nieve mucho esta noche!¡Ojalá la capa de nieve sea tanalta que nuestras gallinaspuedan picotear las estrellas!

Se quedó mirando la blancamontaña desde la ventana de lacocina. Mick lamía un plato enel suelo.

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¡Qué largo es el invierno! Seríamejor si pudiéramos dormir.

El perro levantó los ojos hacia él.

¿Quién crees tú que va a ganarlas elecciones? La misma bandade siempre, ¿eh?

El perro empezó a menear lacola.

¿Qué cosa que fabrican enBéthune te gusta a ti mucho? ¿Lo

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sabes, Mick?

Félix atravesó la cocina agrandes zancadas y se acercó a lainmensa alacena. Para sacar algodel estante superior había quesubirse a una silla. Las puertas,de cristal con pequeñosbastidores biselados, eran lobastante grandes como para queuna vaca pudiera pasar por ellas.

¿Conque no sabes lo que fabricanen Béthune, Mick? Del estante

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inferior sacó un paquete deazúcar.

¡Azúcar, Mick! ¡Azúcar es lo quefabrican en Béthune!

Bruscamente, lanzó dos terronesal perro. Tres más. Seis. Luegovació todo el paquete. Cincuentaterrones de azúcar cayeron alsuelo levantando una nube depolvo.

¡Azúcar en Béthune! ¡Leche aquí!

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Gritó estas palabras con talviolencia, que el perro corrió aesconderse bajo la mesa.

Un día de enero se dio cuenta deque las tablas del suelo, en lugarde tener el color del pan, sehabían puesto grises como lapizarra. Sacó el perro afuera,llenó el fogón con leña, se quitólas botas y los pantalones yempezó a fregar de rodillas. Lohabía dejado durante demasiadotiempo, y la porquería se había

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incrustado. Rechinó los dientes;llenó el cubo una y otra vez conel agua que había puesto acalentar en una olla inmensasobre el fogón. Poco a poco lastablas fueron tomando otrocolor.

Cuanto más frotaba, más leparecía que la infinidad de vecesque aquel suelo había sidofregado no constituían sino unsolo instante en una eternidad depolvo y abandono. Estiró la

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espalda y levantó la vista haciala alacena. En el estante superiorguardaban la mejor loza,decorada con ramilletes yguirnaldas de flores: violetas,nomeolvides, madreselvas. Laforma en que estaban pintadaslas flores en el borde de lasbandejas, en el centro de losplatos, en los laterales de lastazas, le hacía pensar en orejas,bocas, ojos, pechos.

Se puso los pantalones y las

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botas, fue extendiendo hojas deperíódico y pasando de una aotra llegó a la puerta. Fuera caíauna nieve gris. Entró en elestablo tambaleándose como unborracho y allí, apoyando lacabeza en las caderas de una desus vacas, vomitó hasta que no lequedó nada en el estómago.

Unos días después pegó a la vacaMyrtille. Myrtille tenía la malacostumbre de embestir a la vacaque tenía a su lado. Por lo

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general, bastaba con que leenseñara un palo para detenerla.Los ojos insolentes y tranquilosde la vaca le lanzaban unamirada furiosa, y él blandía elpalo en el aire y decía: ¡aquítienes el arco del violín! ¿Essuficiente o quieres música?

Aquella tarde había olvidado elpalo, y Myrtille lo tiró de labanqueta cuando estabapreparando las ubres de la vacavecina para ponerle la

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ordeñadora mecánica.Agarrando un rastrillo, empezó agolpearla con el mango en lascaderas. La vaca bajó la cabeza, yél la golpeó con más fuerza.Ahora la pegaba porque ella lehabía obligado a hacerlo. Lavaca se tendió, y él continuópegándola, furioso porque sabíaque no podía parar demaltratarla.

¡Por Dios!, escupió las palabrascomo si estuviera escupiendo sus

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propios dientes mellados. ¡Nada!¡Nadie!

Cada golpe que asestaba a lavaca repercutía en sus hombros.Entonces el mango del rastrillose partió.

Le pareció que el animal nuncalo perdonaría.

Hacia finales de marzo, el espesoedredón de nieve que cubría eltejado de la casa empezó a

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deslizarse unos cuantoscentímetros cada día. Pocotiempo después, el grueso alerode nieve que sobresalía del tejadose resquebrajó y cayó al suelo enmil pedazos. En la bodega, pese ala oscuridad y al grosor de susmuros, las patatas empezaron aechar brotes violetas. La fuerzade estos brotes es tal queatraviesan la lona o la arpilleracomo si fueran finas como elaire.

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Una semana antes, el médico lehabía preguntado: ¿siguesvomitando? ¿Quieres máspastillas?

Félix había contestado: no,doctor..., lo que necesito es otropar de manos. ¿Me puede haceruna receta para eso? Lo mejor esque fueran manos de mujer, perotambién aceptaría las de unhombre o incluso las de unmuchacho.

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Esto confirmó una de aquellastesis de sobremesa que más legustaba sostener al médico, esdecir, que la escasez de mujeresen el valle —los mejores hombresse habían ido, y las mujeres loshabían seguido— habíaconducido a la homosexualidade incluso al bestialismo a losidiotas que se habían quedado.

En veinticuatro horas una vacabien alimentada produce unacarretilla de estiércol. El invierno

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había durado ciento cincuentadías, y Félix tenía diecisietevacas. Se acordó de cuando todoel estiércol acumulado duranteel invierno tenía que ser cargadoa golpes de horca en el carro,arrastrado por el caballo ydescargado luego en montones,para extenderlo, también con lahorca, sobre los campos. Ahoratenía una pala y una esparcidoramecánicas. Y ahora estaba solo.

Albertine había estado en lo

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cierto: había menos topos.Debían de haber muerto muchosal comerse los más fuertes a losmás débiles en su lucha por lasupervivencia. Todavía helabapor las mañanas cuandoarrancaba el tractor. Amediodía, en la ladera, sudabatrabajando con la esparcidora.Aquel año se negó a quitarse elchaleco de borrego. Si seresfriaba y caía enfermo, nohabría quien ordeñara sus vacas.Su soledad tenía extrañas

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ramificaciones. Los pantalonesapelmazados por el estiércol nodejaban de oler hasta que élmismo los metía en la lavadora.A veces, la soledad de la casatenía el olor acre de la bosta delas vacas.

Todas las noches, sentado a lamesa bajo el reloj, que ibasiempre media hora adelantadoa fin de no llegar tarde con laleche a la central, decidía lo queharía al día siguiente. Cagar

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hasta el domingo, Mick. ¿Ocortaremos un poco de leña?

Durante el invierno había sidocuestión de matar el tiempo.Ahora el tiempo habíaresucitado. Se olvidaba de lascosas más obvias. Echaba decomer a las gallinas y se olvidabade recoger los huevos. No habíaido al gallinero a buscar loshuevos desde que tenía siete añosy su padre se fue por segundavez. La primera vez, su padre se

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marchó para ir a cumplir elservicio militar; la segunda fuecuando partió a París para ganarel dinero necesario para retejarla casa; le llevó cuatro inviernosreunirlo.

¿Cuántas veces había oído a supadre repetir la historia decuando hizo la mili? ¡SoldadoBerthier! ¿Por qué no obedeciólas órdenes que se le dieron?Respuesta de su padre: uno meordena una cosa, otro me ordena

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otra, ¿cuál es la que tengo quehacer? ¡Díganme claramente quéquieren que haga y lo haré!¡Soldado Berthier! ¡Limpie lacantina! Uno me ordena unacosa, otro me ordena otra... Acada orden, su padre contestabadel mismo modo. ¡SoldadoBerthier! ¿Tiene buena puntería?Díganme claramente quéquieren que haga y lo haré. ¡LaCompañía necesita un buentirador, Berthier! Lo sacaron y ledieron un rifle y cinco balas.

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Hizo cinco blancos. Durante loque le quedaba de serviciomilitar lo declararon exento defaenas. Todo lo que tenía quehacer era ir de vez en cuando alcampo de tiro a disparar en lascompeticiones del regimiento.Cuando su padre terminaba decontar la historia, siempreañadía: en esta vida, Felo, hayque ser listo.

En abril plantó las patatas.Aquel año en abril hacía el

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mismo calor que suele hacer enjunio. Avanzando lentamentepor el surco, dejaba caer unapatata entre sus piernas cadaveinte centímetros. A veces lapatata caía mal, y tenía queagacharse a colocarla.

Las hay que saben adonde van,Mick, y las hay que tiene que serllevadas a su sitio.

Iban escogiendo con los ojos ellugar exacto entre los terrones en

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donde esperaba que cayera cadapatata. Si no hacía esto, caíafuera.

Plantada la última patata, subióhacia la casa. Era casi mediodía.De repente se detuvo. Unenjambre de abejas volaba porencima del tejado hacia el Norte,alejándose del sol.

Entró apresuradamente en lacocina y volvió a salir con unagran olla y un cucharón de

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metal. Atravesó el huertocorriendo y golpeando la olla conel cucharón. Mick iba pegado asus talones, ladrando. Cuandoestuvo por delante del enjambre,golpeó la olla con más fuerza,levantándola al mismo tiempode forma que al darle el soldeslumbrara como un espejo. Elenjambre, como llevado por unasola voluntad, fue derecho hastael ciruelo más cercano y se posóen una de sus ramas.

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Ahora ya no tenía queapresurarse. Encontró uncolmena vacía y la frotó conhojas de ciruelo. Fue al cobertizoa buscar una sierra. Cortó larama en la que se habían posadolas abejas y la llevó hasta lacolmena. Una vez allí y conayuda de un tablón sacudió larama con un golpe seco, y elenjambre se desprendió como unpeluca.

Si la reina está entre ellas, se

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quedarán. Si no, se irán mañana.

Fue entonces cuando oyó la vozde su madre llamándolo por sunombre. El zumbido de lasabejas dio vida a su voz, y almismo tiempo la acallaba. Lavoz continuó llamándolo, comosi la soledad de sus días estuvieraahora en su propio nombre.

Como si fueran carretillas, cadaestación carga a los hombres yluego los conduce a hacer sus

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faenas. Félix labró el campo de laalfalfa. Un día, cuando teníadoce años, estando en este mismocampo, su padre le habíapreguntado:

¿Quieres venir a cazar conmigo?

Subieron juntos hasta el bosqueque se extiende a los pies dePeniel.

Esperaremos aquí, Felo, sinhacer nada. Cierra el pico y ten

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los ojos bien abiertos.

Su padre cortó unas ramas dehaya y las colocó delante de ellos,como una pantalla. Las hojas dehaya, recién abiertas, estabantan tiernas como las hojas de laslechugas. Esperaron detrás de lapantalla durante un rato que aFélix le pareció una eternidad.Uno a uno, empezaron a dolerletodos los huesos del cuerpo,porque no se atrevía a mover niun dedo. Su padre estaba sentado

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con la escopeta entre las rodillas,tan tranquilo como si estuvieraescuchando música. A veintemetros, tras un abeto, aparecióun jabalí, dudó y luego pasó pordelante de ellos, confiado comoel cliente habitual en el café. Elpadre disparó. El jabalí cayódesplomado, como si hubierasido inexplicablemente vencidopor el sueño.

¿Sabes lo que es importante enesta vida, Felo?

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No, papá.

Tener buena salud. ¿Y qué es loque te da la buena salud? Te daun buen pulso.

El padre apoyó una de sus botascontra el animal.

¡Guárdalo!, dijo y desapareciócamino abajo en dirección alpueblo. Félix se sentó en cuclillasal lado del jabalí muerto, quetenía sus diminutos ojos abiertos.

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El padre volvió con una narriacruzada a la espalda, jadeandopesadamente, pero con unaabierta sonrisa. Juntos ataron elcuerpo muerto del animal a lanarria; pesaba sus buenos cientocincuenta kilos.

Entonces emprendieron el difícilcamino de vuelta a casa.

El padre Berthier se colocó entrelos tirantes de madera de lanarria en la posición de un

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caballo que tuviera sólo dospiernas. De esta forma podíatirar cuando los patines de lanarria encontraban un obstáculoo cuando la pendiente no era lobastante inclinada; y de estaforma también, si ibandemasiado deprisa sobre el barroo sobre la resbaladiza hierbanueva, podía frenar hundiendolos talones y levantando la partedelantera del trineo, de maneraque al cargar el peso en la parteposterior, ésta se hincaba más en

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la tierra. Félix lo seguía, tirandode una soga para reducir lavelocidad, pero, en realidad,arrastrado cada vez más y másdeprisa. Un paso en falso de supadre, y la narria y el jabalí leembestirían en la cara y luego loaplastarían.

¡Su último viaje, Felo!

¡No tan deprisa, papá!

El chico llevaba la escopeta del

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padre colgada a la espalda.

Cuando llegaron abajo, junto ala carretera que pasa por delantedel café, se pararon paradescansar un poco las piernas.

Duelen las rodillas, ¿no?

No estoy cansado, mintió elmuchacho.

¡Ya eres un hombre!

Sobre la hierba del ribazo, a lo

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largo de la carretera, la narria sedeslizaba con suavidad. El chicosoltó la soga y se puso la escopetabajo el brazo, como si fuera uncazador.

Se encontraron con Louis, quien,incluso borracho como unacuba, era capaz de discutir conun político.

¿Cazando en mayo?, preguntóLouis.

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¡No es una gacela!, respondió elpadre.

En tu caso, yo lo escondería enseguida. ¿Cuántos tiros?

Uno. Un solo tiro. Aquí, Felo, vaa ser un buen cazador. Tiene elpulso fírme como una roca.

Y Félix, aunque sabía la razónpor la cual su padre, más astutoque nunca, había inventadoaquella historia, se llenó de

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orgullo.

Cuando volvieron a casa y eljabalí hubo sido debidamenteescondido en la bodega, su padrele dijo: ya es hora de queaprendas a usar una escopeta; tebuscaré una. ¿Qué dices a eso?

Preferiría un acordeón,respondió Félix.

¡Un acordeón! ¡Ah! ¿Quieresseducir a las chicas, eh?

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Algunos meses después, unanoche, cuando estaba ya en lacama, Félix oyó a su padre entraren la cocina, gritando con aquelsoniquete que ponía cuandohabía bebido un poco más de lacuenta. Había otros hombres conél, y se reían. Luego se hizo elsilencio, y, de repente, se oyeronunos torpes compases deacordeón. Lo he conseguido paraFelo, oyó que decía su padre, selo he sacado a Valentine. Sealegró de poder deshacerse de él;

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ahora que Emile ha muerto ¿quéiba a hacer ella con el acordeón?¡Pobre Emile!, dijo otra voz. Aella nunca le gustó que tocara,dijo un tercer hombre, se iba dela habitación en cuanto Emile locogía. ¿Por qué? Tenía celos, esoes lo que tenía la buena deValentine, y Emile se losestimulaba. ¡Le gustaba ponerlacelosa! ¿Sabéis qué nombre lepuso al acordeón? ¿Sabéis cómolo llamaba? ¡Lo llamabaCaroline! Ven y siéntate en mis

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rodillas, Caroline, solía decir, venque te haga unos mimos. ¡Todoslos hombres sois iguales! Félixoyó protestar a su madre. ¡Ven asentarte en mis rodillas,

Albertine!, vociferó su padre,¡ven que te dé un achuchón!Pulsó los botones de los bajos, yel instrumento mugió como untoro. ¡Vas a despertar a Félix! ¡Lovas a despertar!

Era un acordeón diatónico, con

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doce botones para los bajos en ellado izquierdo, fabricado por F.Dedents en los años veinte. Lasteclas eran nacaradas; loslaterales, azules con floresamarillas; y las lengüetas eran demetal y cuero. Aprendió atocarlo sentado, apoyando elteclado, que tocaba con la manoderecha, en el muslo izquierdo yabriendo el acordeón como unacascada que caía hacia el suelopor el lado izquierdo de la silla.Una cascada de sonido.

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A finales de mayo, la hierbacrece a ojos vistas. Un día escomo una alfombra, y alsiguiente te llega a laspantorrillas. Siégala, solía decirAlbertine, que me va a hacercosquillas en el coño.

En el establo de Félix, las vacasolían la hierba nueva. Seguíancon sus ojos tranquilos einsolentes a las dos golondrinasque construían un nido en laviga situada sobre la cuadra del

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caballo, vacía desde la compradel tractor. Observaban losrectángulos de luz reflejados enel muro que daba al Norte, quehabía estado en la sombradurante todo el invierno.Estaban intranquilas. Mugíanllamando a Félix antes de quellegara la hora del ordeño. No secomían tranquilamente lascroquetas de pienso que les poníaal ordeñarlas. Cuando se lamíanunas a otras con sus inmensaslenguas, lo hacían con tal

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frenesí, que parecía que la salque gustaban fuera un sustitutode toda la hierba que crecíafuera.

¿Quieren salir, eh? No necesitanun calendario para saberlo, y lesimporta un comino saber en quéaño estamos. Mañana lassacaremos; mañana, cuando seseque la hierba.

A la mañana siguiente, Félixsoltó las cadenas de Ias vacas y

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abrió la gran puerta del establo.

Myrtille se volvió hacia la luzrepentina y sintió que tenía elcuello libre de ataduras.Entonces se dirigió,tambaleándose como unaconvaleciente, hacia la puerta.Una vez fuera, alzó la cabeza,mugió y se lanzó al trote hacia lahierba que veía en la praderaante ella. Con cada paso volvía arecuperar las fuerzas.

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¡Cuidado que no se escape, Mick!

El perro saltó tras la vaca y leladró a las patas delanteras. Lavaca se detuvo: con el cuelloestirado, tenso y recto, y lasorejas levantadas como si fueranun segundo par de cuernos, sequedó mirando con susimperturbables ojos, a través delos rayos del sol, a la pradera.Inmóvil, formando con elhocico, el cuello, las caderas y lacola una línea recta, parecía la

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primera estatua que se hubierahecho nunca de una vaca. Lasotras vacas salían empujándose,de tres en tres, por las puertas delestablo.

¡Despacio, por Dios! Hay paratodas. ¡Vuelve, Princesse!

Bajaron en tropel la cuesta endirección a Myrtille. Mick vioque todo el rebaño se abalanzabahacia él. Con la boca abierta, sinsoltar un ladrido, sin un quejido,

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se deslizó a un lado del caminojusto en el instante en que lasvacas pasaron con granestruendo y, triunfantes,arrastraron a Myrtille hasta elprado. En cuanto sintieron lahierba bajo las pezuñas, terminósu estampida. Algunas lanzaronal aire sus patas traseras. Dos deellas enredaron sus cuernos y seempujaron la una a la otra contodo su peso.

Algunas giraban lentamente,

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escuchando. Los torrentes quebajaban de las montañas,encima del pueblo, rebosantes deespuma por toda la nieve que sehabía fundido, charloteabancomo los locos. Cantaba el cuco.Prados enteros cambiaban derepente del verde al amarillopálido de la mantequilla, alabrirse los pétalos de los dientesde león, que habían estadocerrados durante la noche.

Princesse montó a Mireille:

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cuando una vaca está en celo, aveces hace de toro.

¡Bájala!

Mireille, con Princesse sobre suespalda, miraba hacia lasmontañas. El sol penetraba hastala médula misma de sus huesos.Al acercarse el perro, Princesse sedejó caer suavemente por laespalda de Mireille, y el vientodel Noroeste, que venía deallende las montañas, agitó el

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pelo entre los cuernos de ambas.

Félix colocó la alambrada en laentrada al prado, la conectó a lacorriente y, arrancando un tallode cicuta, lo aproximó a laalambrada. Un segundo después,su mano dio un respingo, comoun pájaro asustado. Volviódespacio a la casa, parándose dosveces a mirar atrás para ver laalegría de las vacas.

Llamó al inseminador para

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pedirle que pasara a inseminar aPrincesse y le dio el código de laúltima inseminación de la vaca.

Al segar el heno siempre hay quehacer una apuesta. Cuanto antesesté en el granero, mejor. Pero hade estar totalmente seco, pues deno ser así fermentará. En el peorde los casos, el heno húmedopodría prender fuego a la casa;así lo dice la tradición. Si nocorres el riesgo, nunca segarás elheno en su mo-mentó. Y, en el

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mejor de los casos, te quedaráscon algo que es más paja queheno. Conque, impaciente,apuestas a que el sol dure y noestalle una tormenta. No somosnosotros quienes segamos elheno, repetía Albertine cadaaño, es el sol el que lo hace.

Esta lotería hacía que la siega delheno se convirtiera en una fiesta.Cada vez que ganaban laapuesta, habían conseguidoengañar al cielo. A veces

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ganaban por minutos, y en elmomento en que el caballoarrastraba hasta el pajar laúltima carretada del henosegado dos días antes,empezaban a caer las primerasgotas. La prisa, las mujeres y losniños en los campos, el sudorlavado con agua de los arroyos,la sed saciada con café y sidra, elpoder saltar desde una altura dequince pies en el pajar para caerdeliciosamente ileso sobre elheno, el propio heno que él sabía

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desenredar y peinar, el pajar tanalto como la iglesia, que se iballenando poco a poco, hasta que,subido a los montones, su cabezatocaba con el tejado, la cena enla cocina abarrotada luego: todoello había hecho de la siega delheno una fiesta durante laprimera mitad de su vida.

Hoy estaba solo, solo para decidirlos riesgos, solo para segar elheno, para esparcirlo, voltearlo,engavillarlo, solo para cargarlo,

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transportarlo, descargarlo,almacenarlo en el granero ynivelarlo, solo para calmar sused, para preparar su propiacena. Con la ayuda de las nuevasmáquinas no tenía que trabajarmás que en la primera mitad desu vida; la diferencia ahora esque estaba definitivamente solo.

Había segado la mitad de lahierba en lo que su padresiempre llamaba el Prado de laAbuela. Estaba en la ladera que

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había encima del tilo. El heno yahabía sido volteado, pero todavíanecesitaba una buena hora desol. Hacía calor; el aire estababochornoso: el tiempo favoritode los tábanos. Estudió el cielo,como si fuera un reloj quepudiera decirle a cuántas horasde distancia se encontraba latormenta. Luego se inclinó acoger un puñado de heno y,frotándolo entre los dedos,comprobó si estaba seco.Quedaban por entrar cuatro

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cargas. Decidió esperar mediahora antes de empezar aengavillarlo. Apagó el motor deltractor y caminó hacia el bordedel prado, en donde unbosquecillo de fresnos formabauna pequeña zona de sombra.Allí se tumbó y se echó la gorrasobre los ojos. Intentó recordar elfrío del invierno, pero no pudo.Creyó oír un trueno a lo lejos y sepuso en pie de un salto.

Es hora de entrarlo, Felo.

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Caminó hacia el tractor por laorilla de la mitad del prado queaún no había segado, en dondela hierba estaba todavía verde ylas flores no habían perdido elcolor. El compagnon rouge, quetiene el color carmín de lasbarras de labios. Las minúsculasarvejas esparcidas como estrellasde leche cremosa. La campanilla,malva, cabizbaja. Los acianos,con su color azul intenso, quecuran la conjuntivitis y tienen elcáliz entrecruzado de encaje

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negro, como el de las medias delas bailarinas. Conforme las ibaviendo, las cogía. La hierba deSan Benito, amarilla como unfular. La oreja de gato, con sufuerte cabello rubio recortado.La fragante orquídea, roja comoel pene de un cerdo. Empezó acogerlas todas, rápida,indiscriminadamente, parahacer un ramo, el primero desdeque dejó la escuela.

Es hora de entrarlo, Felo.

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Condujo el tractor hasta la casa,desenganchó la esparcidora yenganchó la engavilladora. Pusolas flores en un tarro demermelada vacío y lo llenó deagua en el grifo de la cocina.

La tormenta estalló cuandoestaba entrando la última carga.

¡Nos hemos salvado por los pelos,Mick!

Estaba en el pajar, desnudo de

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cintura para arriba. Su estómagoy su espalda, raramenteexpuestos al aire, estaban pálidoscomo los de un niño. Si lomirabas, pensabas en un padretal como lo vería su hijo. Tal vezporque su carne parecía almismo tiempo la de un hombrey la de un niño.

Cuando terminó de descargar elremolque, era la hora deordeñar. Salió a la lluvia. Podíasentir cómo le refrescaba la

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sangre. Le corría por la espalda yle entraba por los pantalones. Sepuso una camiseta y una camisade cuadros, se echó la gorra azulsobre el cabello mojado,encendió el motor de laordeñadora y entró en el establo.Dejó la puerta abierta, porquehabía poca luz dentro, y todavíale escocían los ojos por el polvodel heno.

Terminado el ordeño, entró en lacocina. Había cerrado los

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postigos, como Albertine insistíasiempre en que se hiciera enverano para mantener fresca lahabitación. La luz del atardecerse filtraba entre los listones.Sobre el alféizar de la ventanaestaba el ramo de flores quehabía cogido. Al verlo se paró enseco. Se las quedó mirando comosi fueran un fantasma. Una vacaorinó en el establo; en la cocinala quietud y el silencio erantotales.

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Sacó una silla de debajo de lamesa, se sentó y se puso a llorar.Con el llanto, iba inclinando lacabeza hacia delante hasta quetocó con la frente el hule. Esextraño cómo los animalesreconocen los sonidos del dolor.El perro se acercó por detrás y,levantándose sobre sus patastraseras, apoyó las delanteras enlas paletillas del hombre.

Lloró por todo lo que no podíavolver a suceder. Lloró por su

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madre haciendo buñuelos depatata. Lloró por ella podandolos rosales del jardín. Lloró por supadre gritando. Lloró por eltrineo que tenía de niño. Llorópor el triángulo de vello entre laspiernas de Suzanne, la maestra.Lloró por el olor de una mujerplanchando sábanas. Lloró por elpuchero de mermeladaborboteando sobre el fogón.Lloró porque no podía dejar lagranja ni un solo día. Lloró porla granja, en la que no había

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niños. Lloró por el sonido de lalluvia cayendo sobre las hojas derubarbo y por su padrevociferando: ¡escucha eso! Eso eslo que echas de menos cuando tevas durante meses a trabajarfuera, y cuando vuelves en laprimavera y oyes ese sonido tedices: ¡gracias a Dios, ya estoy encasa! Lloró por el heno quequedaba por segar todavía. Llorópor los cuarenta y dos años quehabían pasado y lloró por élmismo.

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En julio los atardeceres parecenno tener fin. Cuando Félix, conlas botas cubiertas de paja y lacara manchada por las lágrimas,se dirigía a la central con laslecheras, se divisaban kilómetrosy kilómetros al otro lado delvalle, hacia las montañas. Lamayoría de los prados ya habíansido segados. Como él estaba solo,siempre era el último enterminar la siega. Pasado elcalor, la tierra afeitada yacíacomo en trance a la espera de las

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liebres y de las parejas de novios.Conducía más deprisa de loacostumbrado, cogiendo lascurvas en diagonal. Losneumáticos chirriaron cuandofrenó. Ya había allí otros cincocoches. Abrió la puerta de unapatada, como si quisiera echarlaabajo. El quesero y los otroscampesinos que habían ido allevar la leche lo miraron consorna. Vertió el contenido de laprimera lechera en la tinajacolocada sobre la balanza, sin

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siquiera echar un vistazo al peso.Y cuando vació la tinaja en eltanque, lo hizo con tal furia, queborró la sonrisa de las caras delos otros. La leche salpicó eltecho de madera. Del mismomodo vació la segunda lechera.

¿Todo bien por casa, Félix?

Nada, nadie de quien quejarme.

¿Un tinto? Albert, el viejo, tomóuna botella del estante colgado

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sobre el fregadero. Félix rechazóla invitación y se fue.

¡Por Dios!, murmuró uno de loshombres meneando la cabeza.

En uno o dos años, dijo Albert,empezará a beber. Los hombresno están hechos para vivir solos.Las mujeres son más fuertes; nosé cómo lo hacen, pero se fundencon las estaciones, con el tiempo.

¡Encuéntrale una mujer!

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Nunca se casará.

¿Por qué dices eso?

Demasiado tarde.

Nunca es demasiado tarde.

Para fundar un hogar con unamujer, sí; es demasiado tarde.

Sería un buen marido.

Es una cuestión de confianza,insistió Albert.

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¿Confianza en quién?

Después de los cuarenta ningúnhombre se fía lo suficiente deuna mujer.

Depende de la mujer.

Cualquier mujer.

¡Por Dios!

Suponte que encuentra unasolterona; pues se dirá: algúnproblema debe de haber cuando

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nadie más la ha querido.Suponte que encuentra unadivorciada; entonces se dirá: sino lo hizo bien con otro hombre,lo mismo puede pasarleconmigo. Suponte que encuentrauna viuda: ya ha sido esposa unavez, se dirá, ¡lo que quiere es migranja! Con la edad todos nosvolvemos un poco másmezquinos.

¿Y qué si encuentra a una jovensoltera?

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¡Ay!, mi buen Hervé, dices esoporque todavía eres joven. SiFélix encuentra una virgen...

¡Una virgen!

¡Da igual! Suponte queencuentra una joven; se dirá —y,¿quién sabe?, tal vez con razón—, entonces se dirá: dentro deun año me estará poniendo loscuernos, seguro, tan seguro comoque el día sigue a la noche...

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Los hombres se rieron; Albertpasó un vaso de vino, y todosmiraron distraídos el líquidoblanco que hervía en el tanquede cobre, el líquido blanco quesólo empieza a manar despuésdel nacimiento. Fuera oscurecíacasi imperceptiblemente, y lasprimeras estrellas eran como elsueño en los ojos del cielo.

De vuelta a su cocina, Félix leíael periódico del PartidoComunista para campesinos y

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obreros agrícolas.

¿Sabes dónde está la campanamás grande del mundo, madre?

¡Desde luego no alrededor delcuello de una de nuestras vacas!

Se llama Zar Kolokol, pesa 196toneladas y fue fundida enMoscú, en 1735.

Esa es una campana que yonunca voy a oír, dijo ella.

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De repente se levantó de la mesay, cruzando la habitación desuelo de madera, entró en elCuarto de Enmedio. Sacó elacordeón de debajo de la cama,abrió el estuche y volvió a lacocina con el instrumento en losbrazos. Ya no había luzsuficiente para leer, pero no laencendió. En su lugar, abrió lapuerta que comunicaba con elestablo y penetró en la oscuridadde éste. Buscó a tientas con el piela banqueta de ordeñar y se

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sentó en ella. Myrtille lo miró,otra vaca mugió. Y en el establo,a unos metros de la reguera llenacon los excrementos verduzcosde las vacas, empezó a tocar. Elaire, cálido con el calor de losanimales que habían pasado eldía al sol, olía fuertemente a ajo,pues el ajo silvestre crece en elprado junto a la carretera viejade St. Denis, en donde habíanestado pastando. El instrumentoaspiraba este aire, y sus dos vocesdespedían el mismo olor. Tocó

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una gavota con un compáscuádruple. Gavota, que viene degavot, que significa habitante delas montañas, que significabocio, que significa garganta,que significa llanto.

La mayoría de las vacas estabanacostadas. Al principio volvieronla cabeza hacia la música, y lasque estaban más próximaslevantaron las orejas, curiosas,pero en seguida descubrieronque la música no representaba

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nada más que música, y lasbajaron y volvieron a reposar lacabeza en sus propios flancos oen el espaldar de sus vecinas.Una de las golondrinas revoloteóalrededor como un murciélago,menos fácil de tranquilizar quelas vacas. Félix tocaba con lavista puesta en la ventanitasituada junto a la puerta. Lasestrellas ya no eran como elsueño en el rabillo del ojo delcielo, sino que eran comoremaches; tenía la cabeza rígida,

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sólo su cuerpo se movía con lamúsica.

Ahora tocaba «Le JeuneMarchois», una quejumbrosamarcha nupcial que le enseñó enla mili un compañero deLimoges. Dos dedos de su manoizquierda, con las uñas rotas, conlos nudillos incrustados desuciedad y con la yema de unode ellos cuarteada por el frío delos inviernos, tocaban unstaccato tan alto y tan estridente

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como el grito de la codorniz. Sumano derecha, alzada a la alturadel hombro, tocaba la melodía,que subía y bajaba como unacadena de colinas, una cadena decolinas suaves, de cerros, depechos jóvenes. Ahora movía lacabeza al compás de la melodía,y llevaba el ritmo golpeando conun pie los guijarros del solado. Lamarcha nupcial se aproximaba,y las onduladas colinas dieronpaso a un seto tras el cualaparecían, desaparecían y

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volvían a aparecer mujeres conunos brillantes echarpes sobre loshombros. El reclamo de lacodorniz también se transformó.Ya no era el canto de un pájaro;era el silbido del aire emitido poruna bolsa de cuero perforada conla punta de un cuchillo. Sus dosdedos pulsaban las teclas comoremachadores. La comitivahabía salido por el Este, junto asu hombro derecho; ahora eramediodía y estaba ante sus ojos.Todas las mujeres se habían

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quitado los chales, y la telablanca ondulada por el viento lesacariciaba los hombrosdesnudos. Los hombres venían asu encuentro. Los silbidos eranjadeos. Al aparecer y desaparecerdetrás de las ramas del seto, elcabello de las mujeres seenredaba en los setos. Pero yapasaban hacia el Oeste. Losjadeos volvieron a ser el grito dela codorniz, cada vez másdistante, más alterado, másfugaz. La carretera detrás del

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seto estaba desierta. Una neblinacubría los cerros.

Una vaca evacuó cuando élterminó de tocar la pieza. Lellegó un acre olor a ajo silvestre.Recordó el vals de «Rosalie deBon Matin». Lo tocó lo más altoque pudo.

Fue por Louis, quien todavía,incluso borracho como unacuba, era capaz de discutir conun político, por quien Félix

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empezó a tocar regularmentetodas Ias semanas en el café deLapraz. Una noche, al inviernosiguiente, Louis fue a intentarvenderle a Félix un boleto parauna lotería benéfica con la queestaban intentando recaudarfondos para pagar el transportede los niños del pueblo a lapiscina más próxima. Todos losnacidos en las montañas debenaprender a nadar, decía eleslogan de la campaña.

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Y hete aquí, explicaría luegoLouis en el café, que suboatravesando el huerto hasta lacasa de Felo. Ya estaba oscuro yme alegró llevar una linterna. Alllegar a lo alto de la colina, mepareció oír una música. Debe deser la radio, me dije. Mi oído yano es tan bueno como antes. Unbúho blanco se echó a volardesde el gran peral, junto alpatio. No suben muchos estecamino por la noche, me dije.Ahora se oía mejor la música, y

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era un acordeón. Ninguna radiosuena así. Mira qué chico másastuto; tiene compañía, pensé. Alllegar más cerca de la casa, nopodía creer lo que oían misoídos, ¡la música salía delestablo! Había luz en la ventana,¡y la música salía del establo! Talvez está bailando con los gitanos,tal vez le gusta bailar con losgitanos y le da miedo dejarlosentrar en la casa con lo vagos ylo ladrones que son. ¿Quiénhubiera creído que Felo bailaría

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con los gitanos si no fuera el hijode su padre? Miré por la suciaventanita y pude distinguir lasfiguras de los bailarines. De nadasirve llamar aquí, Lulu, me dije.Así que intenté abrir la puerta.Estaba cerrada con llave. Mandéal infierno el boleto de lotería; yasólo me interesaba saber lo quesucedía. Todas las puertasestaban cerradas, y él estaba conlos gitanos en el establo.Entonces tuve una idea. Diez auno a que Félix no cerró la

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puerta del pajar, encima de lacasa. Subí la rampa en cincosegundos, y acerté; estabaabierta.

Al lado de cada trampilla habíadejado preparado el heno que ibaa echar a cada una de las vacaspor la mañana. Nadie hace esto;es muy previsor, Félix. La músicase colaba a través de las tablasdel suelo, más alta y másfrenética que nunca: unamazurca. Levanté una de las

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trampillas y, tumbándome bocaabajo sobre un montoncito deheno, observé. Se veía una vacaacostada y, bajo la débilbombilla, se veía a Félix sentadoen una banqueta con elacordeón entre los brazos. Encuanto al resto, no podía darcrédito a lo que veían mis ojos.Lulu, estás viendo visiones, medije. ¡Félix estaba solo! No habíanadie más en el establo; ¡tocabapara las jodidas vacas! Y tocabien, Félix; sabe tocar. Deberías

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traerlo a tocar aquí alguna vez.

La noche de la boda de Philippe,cuando ya empezaba a clarear,mucho después de que Philippehubiera llevado a Yvonne a lacama y de que sus padres y sussuegros se hubieran ido a casa,unos cuantos de nosotros,incluyendo a la costurera de loslargos pendientes que no parabade reír y trabajaba en unafábrica que producía mangospara las brochas de pintura, unos

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cuantos de nosotros estábamostodavía bailando, y Félix,sentado en la silla de costumbre,tocaba llevando el ritmo con suspesadas botas de trabajo.Podríamos haber dejado debailar antes, pero una melodíahabía seguido a la otra, y Félixlas había fundido, como siuniera un tubo al siguiente,hasta que la chimenea fue tanalta que se perdió en el cielo.Una chimenea de melodías; y lasmujeres tenían los pies tan

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cansados, que se quitaron loszapatos para seguir bailandodescalzas.

La música requiere obediencia.Incluso exige obediencia de laimaginación cuando unamelodía se te viene a la cabeza.No puedes pensar en otra cosa.Es como un tirano. A cambioofrece su propia libertad. Conmúsica, todos los cuerpos puedenpresumir de sí mismos. Los viejospueden bailar tan bien como los

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jóvenes. Se olvida el tiempo. Yaquella noche, por detrás delsilencio de las últimas estrellas,creíamos oír la afirmación de unSí.

¡«La Belle Jacqueline» otra vez!,le gritó a Félix la costurera. ¡Meencanta la música! ¡Con músicapuedes decirlo todo!

No puedes dirigirte con música aun abogado, respondió Félix.

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Tal vez tengan razón quienesdicen que hay arpas en el cielo.Tal vez también violines yflautas. Pero estoy seguro de queno hay acordeones, del mismomodo que estoy seguro de que nohay bosta de vaca verduzca conolor a ajo silvestre. El acordeón sehizo para la vida en esta tierra:la mano izquierda marca losbajos y los latidos del corazón, losbrazos y los hombros trabajanpara sacarle el aliento, y la manoderecha pulsa las esperanzas.

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Por fin dejamos de bailar.

Vamos, Caroline, vamos,murmuró Félix dirigiéndose solohacia la puerta. Es hora de irse.

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Boris com pra caballos

A veces, a fin de rebatir una solafrase es necesario contar todauna vida.

En nuestro pueblo, como enotros muchos pueblos del mundopor aquel entonces, había unatienda de «souvenirs». La tiendaestaba en una antigua granja,que había sido construida cuatroo cinco generaciones antes, en lacarretera que sube a las

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montañas, y que posteriormentehabían reconvertido al efecto.Allí podías comprar botellas conesquiadores diminutos en suinterior, pisapapeles de cristalque contenían flores alpinas,platos decorados con gencianas,cencerros en miniatura, ruecasde plástico, cucharas de maderalabradas, pieles de gamuza y decordero, marmotas de juguete alas que se les podía dar cuerda yandaban, cuernos de cabra, case-tes, mapas de Europa, cuchillos

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con el mango de madera,guantes, camisetas, carretes defotografía, llaveros, gafas de sol,lecheras de imitación, mis libros.

La propietaria de la tienda laatendía ella misma. Rondaríapor entonces los cuarenta. Rubiay sonriente, pero con ojossuplicantes —sabe Dios quésuplicaban—, era una mujerentrada en carnes, de piespequeños y tobillos finos. Losjóvenes del pueblo la apodaron la

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Oca, por razones que no formanparte de esta historia. Su nombreverdadero era Ma-rie-Jeanne.Antes, antes de que Marie-Jeanne y su marido llegaran alpueblo, la casa pertenecía aBoris. De él la habían heredado.

Y aquí llego a la frase que quierorebatir.

Boris murió, dijo Marc undomingo por la mañana apoyadocontra el muro que cruza de

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parte a parte nuestro caseríoformando una figura similar a lade la última letra del alfabeto,Boris murió como una de suspropias ovejas, abandonado yfamélico. Lo que hizo con supropio ganado terminósucedién-dole a él mismo: muriócomo uno de sus animales.

Boris era el tercero de cuatrohermanos. El mayor murió en laguerra; el segundo, arrollado poruna avalancha; y el más joven

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emigró. Ya de niño Boris eraconocido por su fuerza bruta. Enla escuela, los otros chicos lotemían un poco y, al mismotiempo, le tomaban el pelo.Habían descubierto su puntoflaco. Para retar a la mayoría delos chicos, te apostabas con ellosa que no podían levantar un sacode setenta kilos. Boris podíalevantar setenta kilos con todafacilidad. Para retar a Boris,tenías que apostar con él a queno era capaz de hacer un silbato

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con una rama de fresno.

Durante el verano, para cuandoel canto de los cucos se habíaacallado, todos los chicos teníansilbatos de fresno, y los habíaincluso que tenían flautas deocho agujeros. Una vez quehabías encontrado y cortado unaramita de esa madera, recta y deldiámetro adecuado, te la metíasen la boca para humedecerla yablandarla con la lengua; luego,girándola, le dabas unos golpes,

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certeros pero suaves, con elmango de la navaja. Algolpearla, la corteza se separabade la madera blanca, de formaque tirabas de ella, y salía, comoun brazo de la manga. Porúltimo, labrabas la boquilla yvolvías a introducirla en lacorteza. Todo el proceso nollevaba más de un cuarto dehora.

Boris se metía la ramita en laboca como si fuera a devorar el

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árbol de la vida mismo. Suproblema radicaba en quegolpeaba con demasiada fuerzael mango de la navaja, de modoque estropeaba la corteza. Todosu cuerpo se ponía en tensión.Volvía a intentarlo. Cortaba otrarama y cuando llegaba elmomento de golpearla, o bienvolvía a darle demasiado fuerte,o bien, debido al esfuerzo deconcentración que tenía quehacer para que no se ledesmandaran sus fuerzas, el

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brazo se le quedaba inmóvil.

Venga, Boris, tócanos algo, ledecían para reírse de él.

Cuando llegó a adulto, susmanos eran inusualmentegrandes y las cuencas de sus ojosazules parecían destinadas aunos ojos del tamaño de los delas terneras. Era como si, en elmomento de su concepción,todas y cada una de sus célulashubieran sido instruidas para ser

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más grandes de lo normal; perola columna vertebral, el fémur,la tibia y el peroné hubieranhecho novillos. Como resultadode ello, tenía una altura media,pero sus rasgos y susextremidades eran las de ungigante.

Hace años, estando en el alpage,al despertarme una mañana,todos los pastos estaban blancos.No se puede hablar realmente delas primeras nieves del año a una

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altura de 1.600 metros, porquecon frecuencia nieva todos losmeses, pero ésta era la primeranieve que no iba a desaparecerhasta el año siguiente, y caía engrandes copos.

Hacia mediodía llamaron a lapuerta. La abrí. Al otro lado delumbral, apenas reconocibles enla nieve, había unas treintaovejas, silenciosas, con el cuellocubierto de nieve. Delante deellas estaba Bo-ris.

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Entró y se dirigió a la estufa paradeshelarse. Era una de esas altassalamandras de leña, que estánexentas en el centro de lahabitación, como postes de calor.La chaqueta que cubría sushombros gigantescos estabablanca como una montaña.

Permaneció de pie, en silencio,durante un cuarto de hora,bebiendo a sorbos el vaso deaguardiente que sostenían susinmensas manos sobre la estufa.

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A su alrededor se iba formandoun charco de agua cada vezmayor.

Finalmente empezó a hablar consu voz ronca. Su voz,independientemente de cuálesfueran las palabras, hablaba deuna suerte de abandono. Sehabía salido de los goznes, teníalos cristales rotos, y, sin embargo,había en ella algo desafiante,como si, al igual que elexplorador que habita una choza

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miserable, supiera dónde hayoro.

Por la noche, dijo, vi que habíaempezado a nevar. Y sabía quemis ovejas andaban por lacumbre. Cuanto menos hay paracomer, más alto suben. Vinehasta aquí en coche antes deamanecer y emprendí laescalada. Era una locura subirsolo. La nieve ocultaba elsendero. Un paso en falso, ynada, nada me hubiera detenido

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hasta el atrio de la iglesia, alláabajo. Durante cinco horas,desde el amanecer, he estadojugándome la vida.

Desde la profundidad de suscuencas, sus ojos meinterrogaban para comprobar sihabía entendido lo que estabadiciendo. No sus palabras, sino loque había tras ellas. A Boris legustaba guardar cierto misterio.Creía que lo no dicho lefavorecía. Y, sin embargo, pese a

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todo, soñaba con sercomprendido.

Allí de pie, en medio del charcode nieve derretida, no se parecíaen absoluto al buen pastor queacaba de arriesgar la vida porsalvar a su rebaño. San JuanBautista, que coronó con flores alCordero, era lo opuesto a Boris.Boris tenía a sus ovejastotalmente descuidadas. Todoslos años las esquilaba demasiadotarde, así que sufrían con el

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calor. Todos los veranos seolvidaba de recortarles laspezuñas, y terminaban cojeando.Las ovejas de Boris parecían unrebaño de mendigos vestidos delana gris. Si aquel día en lamontaña había arriesgado suvida, no había sido exactamentepor el bien de ellas, sino por elvalor que tenían en el mercado.

Sus padres habían sido pobres, ya los veinte años Boris ya andabapresumiendo del dinero que

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tendría algún día. Iba a hacergrandes dineros —conforme a lasinstrucciones recibidas en elmomento de su concepción einscritas en todas las células desu cuerpo.

En el mercado compraba ganadoque nadie compraba y lo hacía alfinal del día, ofreciendo unprecio que doce horas anteshabría parecido ridículo.Todavía lo veo, taciturno, junto alos huesudos animales,

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pellizcándoles la carne con unode sus inmensos pulgares, vestidode caqui y con una gorra delejército americano en la cabeza.

Creía que el tiempo no le daríanada y que su astucia se lo daríatodo. Cuando vendía nunca dabaun precio. No me voy a sentirinsultado, decía, dígamesimplemente cuánto ofrece.Luego esperaba; desde laprofundidad de sus cuencas, susojos azules mostraban ya una

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punta de la mofa con la que ibaa recibir el precio que le dieran.

Ahora me está mirando con lamisma expresión. Una vez le dijeque tenía suficientes poemas enla cabeza para llenar un libro,¿se acuerda? Ahora estáescribiendo la historia de mivida. Puede hacerlo porque estáacabada. Cuando todavía estabavivo, ¿qué hizo? Una vez queestaba apacentando las ovejas enlos pastos que hay más arriba de

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la fundición, me trajo unacajetilla.

No digo nada. Sigo escribiendo.

El abuelo de todos los tratantesde ganado me dijo una vez: lomejor que se puede hacer con uncarnero como Boris es comérselo.

El plan de Boris era muysencillo: comprar delgado paravender cebado. Lo queminusvaloraba a veces era el

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trabajo y el tiempo necesarioentre los dos. Deseaba que elganado delgado engordararápido, pero la carne de lasbestias, como la suya propia, nosiempre se mostraba obediente asus deseos.

Y sus cuerpos, en el momento deser concebidos, no habíanrecibido las mismasinstrucciones.

No había un solo pedazo de

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tierra comunal en el que nopastaran sus ovejas y, a menudo,lo hacían en tierras con dueño.En invierno siempre se veíaobligado a comprar más henodel que tenía almacenado yprometía pagarlo con corderosen primavera. Pero nuncapagaba. Y, sin embargo, lograbasobrevivir. Y su rebaño se fuehaciendo más grande: en susmejores momentos llegó a contarcon ciento cincuenta ovejas.Tenía un Land Rover, que había

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recuperado de un barranco.Tenía un pastor, que habíarecuperado de un hospital paraalcohólicos. Nadie se fiaba deBoris; nadie se le resistía.

La historia de su prosperidad sedifundió. También sepropagaron las historias de sunegligencia: a la hora de pagarlas deudas, a la hora de dejar quesus ovejas pastaran en tierras quepertenecían a otros. Seconsideraba que las ovejas de

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Boris eran un azote, tal que unamanada de jabalíes. Y, amenudo, como el del demonio,su rebaño partía y llegaba por lanoche.

En el Lira Republicana, el caféde enfrente de la iglesia, Boristambién tenía, a veces, algo dedemonio. Se apostaba en la barra—nunca se sentaba— rodeado dejóvenes de varios pueblos a laredonda: esos jóvenes que veíaniniciativas que estaban allende la

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comprensión de sus cautelosos, yastutos, padres; esos jóvenes quesoñaban con el ocio y con lasmujeres extranjeras.

Deberíais iros a Canadá, decíaBoris, allí es donde está el futuro.Aquí en cuanto haces algo por tucuenta, ya empiezan adesconfiar. Canadá es grande, ycuando algo es grande, esgeneroso.

Pagaba la ronda con un billete

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de cincuenta mil francos, quedejaba sobre la barra con lanavaja encima, para que no sevolara.

Aquí, continuaba, nuncaolvidan nada. No a este lado dela muerte, al menos. Y en cuantoal otro lado, se lo dejan al cura.¿Habéis visto aquí alguna vez aalguien riéndose de puro gusto?

Y en ese momento, como si él, eldemonio, lo hubiera ordenado,

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la puerta del café se abrió y entróuna mujer riéndose a carcajadasacompañada de un hombre. Losdos eran desconocidos. Elhombre iba de traje y llevabazapatos de punta fina, y lamujer, que, al igual que sucompañero aparentaba unostreinta años, era rubia y llevabaun abrigo de pieles. Uno de losjóvenes miró por la ventana y viosu coche aparcado enfrente delcafé. Tenía matrícula de Lyon.Boris se los quedó mirando. El

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hombre dijo algo, y la mujervolvió a reírse. Su risa era comouna promesa. ¿De qué?, puedenpreguntarse algunos. De algogrande, de lo desconocido, deuna especie de Canadá.

¿Los conoces?

Boris negó con la cabeza.

Poco después se guardó en elbolsillo la navaja, blandió en elaire el billete de cincuenta mil

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francos, insistió en pagar loscafés que se estaba tomando lapareja de Lyon y se fue, sinsiquiera echar un vistazo haciadonde estaban ellos o al resto dela clientela.

Cuando los desconocidos selevantaron para pagar, lapatrona les dijo simplemente: yaestá pagado.

¿Por quién?

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Por el hombre que se fue hacecinco minutos.

¿El que iba vestido de caqui?,preguntó la rubia. La patronahizo un gesto afirmativo.

Estamos buscando una casa paraalquilar, amueblada a serposible, dijo el hombre. ¿Sabeusted de alguna en el pueblo?

¿Para un mes o para unasemama?

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No, para todo el año.

¿Quieren establecerse aquí?,preguntó uno de los jóvenes,incrédulo.

Mi marido trabaja en A...,explicó la rubia. Es profesor enuna autoescuela.

La pareja encontró una casa. Yun martes por la mañana, justoantes de Pascua, Boris' subióhasta allí en el Land Rover y

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llamó a la puerta. Abrió la rubia,que todavía estaba en bata.

Tengo un regalo para ustedes.

Cuánto lo siento, pero mi maridoacaba de irse a trabajar.

Ya lo sé. Lo he visto marchar.¡Espere!

Abrió la puerta trasera del LandRover y volvió con un cordero enlas manos.

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Éste es el regalo.

¿Está dormido?

No. Está muerto.

La rubia echó la cabeza haciaatrás y se rió. Pero ¿qué vamos ahacer con un cordero muerto?,musitó, pasándose la manga porla boca.

¡Pues asarlo!

Todavía tiene la lana. No

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sabemos cómo se hacen estascosas, y Gérard no soporta versangre.

Yo se lo prepararé.

Fue usted quien nos pagó el café,¿no?

Boris se encogió de hombros.Tenía el cordero agarrado por laspatas traseras, y el hocico delanimal casi rozaba el suelo. Ellallevaba unas zapatillas que

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imitaban la piel de leopardo.

Pase, entonces, dijo.

Todo ello fue atentamenteobservado por los vecinos.

Ató las patas traseras del corderoy lo colgó detrás de la puerta dela cocina, como si fuera unachaqueta. Cuando llegó él, larubia estaba desayunando, y elbol de café con leche estabatodavía sobre la mesa. La cocina

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olía a café, a jabón en polvo y alaroma que despedía ella misma.Tenía el aroma de los cuerposentrados en carnes, rollizos, sinasomo de olor a trabajo. Eltrabajo huele a vinagre. Al pasarella entre la mesa y la estufa, élalargó la mano y le tocó lascaderas. Ella volvió a reír, peroesta vez calladamente. Mástarde, él recordaría aquellaprimera mañana en su cocina,como si fuera algo que sehubiera tragado, como si su

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lengua nunca hubiera olvidadoel sabor de la boca de la mujer,cuando ella se inclinó porprimera vez para besarlo.

Cada vez que la visitaba lellevaba un regalo; el cordero fuesólo el primero. Una vez llegó enel tractor, y en el remolquehabía cargado un aparador.Nunca ocultaba sus visitas. Lashacía a plena luz del día, ante losojos de todos sus vecinos, quienesobservaron que, cada vez,

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transcurrido aproximadamenteun cuarto de hora, la rubiacerraba las contraventanas deldormitorio.

¿Y si un día el marido volvierainesperadamente?, preguntó unode los vecinos.

¡Dios no lo quiera! Boris seríacapaz de agarrarlo y tirarlo porencima del tejado.

Pero debe de sospechar algo, ¿no?

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¿Quién?

El marido.

Está claro que nunca has vividoen una ciudad.

¿Por qué dices eso?

El marido lo sabe. Si hubierasvivido en una ciudad sabrías queel marido lo sabe.

¿Entonces por qué no hace algopara demostrar su autoridad? No

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puede ser tan cobarde.

Un día el marido volverá, a unahora acordada con su esposa, yBoris estará todavía allí, y elmarido dirá: ¿qué quiere tomarde aperitivo? ¿Un pastis?

¿Y le pondrá veneno?

¡No! ¡Pimienta negra! Paraexcitarlo aún más.

Boris se había casado a los

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veinticinco años. Su mujer loabandonó un mes después.Posteriormente se divorciaron.Su mujer, que no era del valle,nunca lo acusó de nada. Sólodecía, tranquilamente, que nopodía vivir con él. Y una vezañadió: tal vez otra mujer sípodría.

La rubia le dio a Boris elsobrenombre de Jo-robadito.

Pero si tengo la espalda tan recta

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como tú.

Yo no he dicho que no fuera así.

Entonces, ¿por qué...?

Jorobadito, le dijo un día, ¿sabesesquiar?

¿Cuándo iba a haber aprendido?

Cómprate unos esquís y teenseñaré.

Soy demasiado viejo para

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empezar.

Eres un campeón en la cama,¡también podrías serlo en laspistas de esquí!

El la atrajo hacia sí y le cubrió elrostro y la boca con su inmensamano.

Esto también lo recordaría mástarde cuando pensaba en lasvidas de los dos y en lasdiferencias que había entre ellas.

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Un día llegó a la casa con unalavadora a la espalda. Otro díaapareció con un tapiz tan grandecomo una alfombra en el queestaban representados, conbrillantes colores de terciopelo,dos caballos en una ladera.

Por esa época Boris tenía doscaballos. Los había comprado sinpensarlo porque le gustaron yhabía conseguido un buenprecio. En la primavera yo teníaque entregarle un tercer caballo.

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Era una mañana temprano, yuna semana antes habíacomenzado el deshielo. Estaba enla cama, dormido, y tuve quedespertarlo. Sobre su cama habíauna imagen de la Virgen y unafoto de la rubia. Cogimos unabala de heno y salimos al prado.Allí solté al caballo. Tras unlargo invierno encerrado en elestablo, dio un salto y se lanzó algalope entre los árboles. Boris selo quedó mirando fijamente conlas manos extendidas. ¡Libertad!,

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dijo. Lo dijo de tal forma que nosonó ni como un susurro nicomo un grito. Sencillamente lopronunció como si fuera elnombre del caballo.

La rubia colgó el tapiz en lapared del dormitorio. Undomingo por la tarde, Gérard,que estaba tumbado en la camaviendo la televisión, señaló conla barbilla hacia el tapiz —en elque las colas de los caballosestaban peinadas por el viento

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como si acabaran de salir de lapeluquería y su peloresplandecía como unos zapatosrecién comprados y la nieveentre los pinos era blanca comoun traje de novia— y dijo:

Es el único de sus regalos del quepodría prescindir.

Me gustan los caballos, dijo ella.

¡Caballos! Emitió un sonidosimilar a un relincho.

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Lo que pasa es que a ti te danmiedo.

¡Caballos! Lo único bueno que sepuede decir de esa pintura —y esuna pintura aunque sea dealgodón...

¡Terciopelo!

... lo mismo da; lo único que sepuede decir de esa pintura... esque en las pinturas los caballosno cagan.

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Tú sí que tienes la cabeza llenade mierda, dijo ella.

¿Le has hablado ya sobre lacasa?, preguntó Gérard.

Le hablaré cuando me dé lagana.

¡Es gracioso que lo llamesJorobadito!

Ella apagó la televisión.

Lo llamo como me gusta

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llamarlo, Gérard; eso es asuntomío.

¡Qué difícil es impedir queciertas historias se conviertan ensimples lecciones morales! ¡Comosi nunca hubiera vacilaciones,como si la vida no se envolvieracomo un trapo en la hoja másafilada!

Un mediodía, al junio siguiente,Boris llegó a la casa de la rubiachorreando de sudor. Parecía

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que acabara de sumergir la cara,con su nariz aguileña y suspómulos como guijarros, en unriego. Entró en la cocina y labesó como era su costumbre,pero esta vez sin decirle unapalabra. Luego se dirigió alfregadero y puso la cabeza bajo elchorro del grifo. Ella le ofrecióuna toalla, y él la rechazó. Elagua le caía por la cabeza y lecorría por el cuello hasta lacamisa. La rubia le preguntó siquería comer algo; él movió

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negativamente la cabeza. Seguíacon la mirada todos losmovimientos de ella, pero nosentimentalmente, como unperro, ni tampoco con aire desospecha, sino como si estuvieraa una gran distancia.

¿Estás enfermo?, le preguntó ellabruscamente poniéndole unplato en la mesa.

Nunca he estado enfermo.

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¿Qué te pasa entonces?

A modo de respuesta, él la atrajohacia sí y hundió violentamentela cabeza, que estaba todavíahúmeda, entre sus senos. Ella nosintió dolor en el pecho, sino enla espalda. Pero no se defendió, ypuso una de sus manosregordetas y blancas sobre ladura cabeza de Boris. ¿Cuántotiempo se quedó parada ante lasilla? ¿Cuánto tiempopermaneció el rostro de él

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alojado entre sus pechos comouna pistola en el interior de suestuche forrado de terciopelo? Lanoche en la que Boris murió solo,tendido en el suelo con sus tresperros negros, le pareció que sucara había estado alojada en elpecho de aquella mujer desde laprimera vez que puso sus ojos enella.

Luego no quiso comer lo que lehabía puesto en el plato.

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Venga, Jorobado, quítate lasbotas y vamos a la cama%

El negó con la cabeza.

¿Qué te pasa? Te quedas ahísentado sin decir nada, sinquerer comer, sin hacer nada,¡no sirves para nada!

Él se puso en pie y caminó haciala puerta. Por primera vez ella sedio cuenta de que iba cojeando.

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¿Qué te pasa en el pie?

Boris no respondió.

¡Por el amor de Dios!, di, ¿te hashecho daño en el pie?

Me lo he roto.

¿Cómo?

Volqué con el tractor en lacuesta encima de la casa. Salídespedido y el parachoques meaplastó el pie.

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¿Has llamado al médico?

He venido aquí.

¿Dónde está el jeep?

No puedo conducir; no puedomover el tobillo.

Ella se dispuso a quitarle lasbotas. Primero la del pie ileso.Con la segunda bota fue otrocantar. El cuerpo de Boris sepuso rígido, cuando ella empezó

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a desatarle el cordón. Tenía elcalcetín empapado de sangre, yel pie estaba demasiadohinchado para poder sacarle labota.

Ella se mordió el labio e intentóabrirla un poco más.

¡Has venido andando hastaaquí!, exclamó.

Boris asintió con un movimientode cabeza.

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Sentada en el suelo de la cocina alos pies de Boris, con las manosdesmayadas a ambos lados delcuerpo, la rubia empezó asollozar.

Tenía el pie fracturado en oncepartes. El médico se negó a creerque hubiera andado los cuatrokilómetros que separaban sugranja de la de ella. Dijo que eracategóricamente imposible. Larubia había llevado a Boris hastala clínica, y, según el médico,

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había pasado toda la mañana encasa de Boris, pero por algunarazón no quería reconocerlo. Poreso, siempre según el médico, losdos se habían inventado esahistoria tan poco plausible deque había caminado cuatrokilómetros. El médico, sinembargo, estaba equivocado. Detodas las veces que Boris habíaido a visitarla, ésta fue la únicaque la rubia nunca mencionó aGérard. Y, cuando más tardesupo de la muerte de Boris,

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preguntó brusca ysorprendentemente si llevaba lasbotas puestas cuando loencontraron.

No, fue la respuesta. Estabadescalzo.

De joven, Boris había heredadotres casas, pero todas ellas, paralos estándares de la ciudad,estaban en un estadolamentable. El vivía en la quetenía el granero más grande.

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Había electricidad, pero no aguacorriente. La casa estaba másbaja que la carretera, y los quepasaban podían mirar por lachimenea. Fue en esta casa endonde los tres perros negrosaullaron toda la noche cuando élmurió.

La segunda casa, a la que élsiempre se refería como la casade madre, era la mejor situadade las tres, y Boris tenía la idea alargo plazo de vendérsela a algún

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parisino, cuando llegaran elmomento y el parisino.

En la tercera casa, que era pocomás que una cabaña al pie de lamontaña, dormía, cuando podía,Edmond, el pastor. Edmond eraun hombre delgado con ojos deermitaño. Su experiencia lehabía llevado a creer que todo loque caminaba sobre dos piernaspertenecía a una especiedenominada Malentendido.Boris no le daba un salario

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regular, sino regalos ocasionalesy la manutención.

¡No estás mucho por casaúltimamente! Edmond lo recibiócon estas palabras.

¿Por qué dices eso?

Tengo ojos. Me doy cuentacuando pasa el Land Rover.

¿Y sabes adonde voy?

Edmond consideró que no

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merecería la pena responder asemejante pregunta, y se limitó afijar en Boris su fútil mirada.

Me gustaría casarme con ella,dijo Boris.

Pero no puedes.

Ella estaría encantada.

¿Estás seguro?

Boris respondió entrechocando elpuño de la mano derecha con la

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palma de la izquierda. Edmondse calló.

¿Cuántos corderos?, preguntóBoris.

Treinta y tres. Es de la ciudad,¿no?

Su padre tiene una carnicería enLyon.

¿Por qué no tiene hijos?

No todos los carneros tienen

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cojones, deberías saberlo. Tendráun hijo mío.

¿Hace cuánto tiempo que la ves?

Dieciocho meses.

Edmond enarcó las cejas. Lasmujeres de la ciudad no soniguales, dijo, deberías saberlo. Hevisto suficientes. No están hechasde la misma forma. No tienen lamisma mierda y no tienen lamisma sangre. Tampoco huelen

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igual. No huelen a establo y agallinero; huelen a otra cosa. Yesa otra cosa es un peligro.Tienen unas pestañas perfectas,tienen unas piernas sin arañazos,sin varices; tienen unos zapatosde suela fina como las crépes-,tienen unas manos blancas ysuaves como patatas peladas; ycuando las hueles, te llenas deun deseo que Dios confunda. Teentran ganas de tragártelas hastalas heces; te entran ganas deexprimirlas hasta que no quede

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ni una gota, ni un pipo. ¿Yquieres que te diga a quéhuelen? Su olor es el olor deldinero. Lo hacen todo pordinero. Esas mujeres no estánhechas como nuestras madres.

No hace falta que mezcles a mimadre en esto.

Ten cuidado, dijo Edmond, turubia te lo quitará todo. Luego sedeshará de ti; te desplumarácomo a un pollo.

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Con un lento directo a lamandíbula, Boris derribó alpastor. Su cuerpo quedódesparramado en el suelo.

Nada se movía. El perro lamía lafrente de Edmond.

Sólo alguien que haya visto uncampo de batalla puedeimaginar la indiferencia total delas estrellas sobre el pastor,desparramado en el suelo. Espara hacer frente a esta

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indiferencia para lo quebuscamos amor.

Mañana le compraré un chal,susurró Boris, y sin mirar atrástomó el camino de regreso alpueblo.

A la mañana siguiente, la policíavino a prevenirle de que susovejas eran un peligro público,pues estaban entorpeciendo en lacarretera. Ed-mond, el pastor,había desaparecido, y no se le

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volvió a ver hasta después de lamuerte de Boris.

El mes de agosto fue el mes deltriunfo de Boris. ¿O es gloria untérmino más adecuado? Puesestaba demasiado feliz,demasiado absorbido en símismo para verse como vencedortriunfante sobre los demás. Leparecía evidente que lasinstrucciones inscritas en elmomento de su concepciónimplicaban algo más que el

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tamaño de sus huesos, el grosorde su cráneo o la fuerza de suvoluntad. Estaba destinado a queal llegar a los cuarenta se lereconociera en lo que valía.

La siega del heno había acabado;tenía el pajar lleno, sus ovejaspastaban arriba en las montañas—sin pastor, pero Dios cuidaríade ellas— y todas las tardes sesentaba en la terraza del LiraRepublicana, en la plaza delpueblo, con la rubia, vestida de

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verano, con los hombrosdesnudos y unas sandaliasplateadas de tacón alto en lospies; y hasta que caía la noche lapareja que formaban constituíala televisión en color del pueblo.

¡Invita a todas las mesas!, decíabalanceándose en la silla, y si tepreguntan a qué se debe, dilesque Boris está comprandocaballos.

Jorobadito, no lo hagas todas las

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tardes, ¡no puedes permitírtelo!

¡Todas! Se me han hinchado loscojones.

Puso una de sus inmensas manosen la pechera del vestido delunares rojos de la mujer.

Es verdad lo de los caballos, dijo,voy a criar caballos: ¡para ti! Voya criar caballos de montar quevenderemos a los idiotas quevienen a pasar el fin de semana.

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¿Pero qué voy a hacer yo con loscaballos? No sé montar.

Si tienes un hijo mío...

Sí, Jorobadito.

Enseñaré al niño a montar, dijo.Un hijo nuestro se parecerá a ti ytendrá mi orgullo.

Nunca había pronunciado estaúltima palabra refiriéndose a símismo.

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Si tenemos un hijo, susurró ella,la casa en la que vivimos ahoraes demasiado pequeña.Necesitamos por lo menos otrahabitación.

¿Y cuántos meses tenemos parasolucionar el problema de lacasa?, preguntó Boris con laastucia del tratante de ganado.

No sé, Jorobadito, tal vez ocho.

Champán para todos, gritó Boris.

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¿Sigues comprando caballos?,preguntó Marc, que, con su pipay su mono azul, es el escépticodel Lira Republicana, el perenneinstructor sobre la idiotez delmundo.

Eso a ti no te importa, respondióBoris. Te estoy invitando a untrago.

Me voy a marear si bebo más,dijo la rubia.

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Te traeré unos cacahuetes.

En la barra del Lira Republicanahay una máquina en la quemetes un franco y te sale un pu-ñadito de cacahuetes. Borismetió una moneda tras otra ypidió un plato sopero.

Cuando los hombres que estabande pie en la barra alzaron suscopas hacia Boris, en realidad,todos ellos estaban brindandopor la rubia: y todos ellos se

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estaban imaginando en el lugarde Boris, algunos con envidia, ytodos ellos con esa extrañanostalgia que uno siente por lascosas que sabe que nuncasucederán.

Al lado de Marc estaba Jean, queen tiempos había sidocamionero. Por entonces él y sumujer criaban conejos y teníasetenta años. Jean estaba a mitadde una historia:

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Guy estaba totalmente trompa,contaba Jean, se desplomó y cayóal suelo cuan largo era; se quedócomo muerto. Jean hizo unapausa y miró alrededor a todaslas caras del bar, haciendohincapié en el silencio. ¿Quévamos a hacer con él? Fueentonces cuando se le ocurrió laidea a Patrick. Traedlo a mi casa,dijo. Metieron a Guy en el cochey lo llevaron a casa de Patrick.Ponedlo aquí, tendido sobre elbanco, dijo Patrick. Ahora

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quitadle los pantalones.

La rubia le puso unos cacahuetesen la boca a Boris.

¿Le vas a hacer daño? Os digoque le quitéis los pantalones.Ahora los calcetines. Estabaextendido sobre el banco detrabajo de Patrick, desnudocomo Dios lo trajo al mundo. ¿Yahora qué? Se ha roto unapierna, anunció Patrick. No seáistontos. Le vamos a hacer creer

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que se ha roto una pierna,explicó Patrick. Pero ¿cómo se lova a creer? Esperad y veréis.Patrick mezcló escayola en unbarreño y, con toda laprofesionalidad que uno puedeesperar de Patrick, escayoló lapierna de Guy desde el tobillohasta la mitad del muslo. Jeanhizo una pausa y miró a susoyentes. En el camino hacia sucasa, en el coche, Guy volvió ensí. No te preocupes, chico, dijo

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Patrick, te has roto una pierna,pero no es una mala rotura; tellevamos al hospital, y tepusieron la escayola y dijeronque te la podrán quitar dentrode una semana; no ha sido unamala rotura. Guy se observó lapierna, y las lágrimas leempezaron a caer por lasmejillas. ¡Soy un gilipollas!,repetía. ¡Soy un gilipollas!

¿Qué pasó después?, preguntóMarc.

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Estuvo de baja una semana,viendo la televisión con la piernalevantada sobre una silla.

La rubia se echó a reír, y Borisaproximó el dorso de la mano —por miedo a que la palmaestuviera demasiado encallecida— contra su garganta; así sentíala risa de la mujer, que brotabaen sus caderas y subía aborbotones hasta la boca. Suinmensa mano se movíarítmicamente, subiendo y

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bajando por la garganta de lamujer.

Jean, el camionero que habíadejado la profesión para criarconejos, observó fascinado esemovimiento, como si fueratodavía más improbable que lahistoria que acababa de relatar.

No podía creerlo, contaría mástarde esa misma noche a losparroquianos del LiraRepublicana: pues ahí mismo

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estaba Boris, el tontaina de Boris,acariciando a la rubia como sifuera una ardilla sentada, ydándole cacahuetes hasta quevació el plato. ¿Y qué creéis quehace cuando llega el marido? Selevanta, le da la mano yanuncia: ¿qué vas a beber? ¿Unvino blanco con cassis? Estanoche voy a llevarla a bailar,dice Boris. No volveremos hastala mañana.

El baile era en el pueblo de al

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lado. Durante toda la noche, aBoris le pareció que la tierratraspasaba el arado de su propiavolición.

Una vez dejaron de bailar parabeber algo. Él una cerveza, ellauna gaseosa.

Te daré la casa de madre, dijo.

¿Por qué la llamas así?

Mi madre la heredó de su padre.

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¿Y si un día quieres venderla?

¿Cómo la voy a vender si te la hedado?

Gérard no se lo creerá.

¿Lo de nuestro hijo?

No. Lo de la casa; no querrátrasladarse allí, a no ser que seaseguro.

¡Deja a Gérard! ¡Vente a vivirconmigo!

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No, Jorobadito; no estoy hechapara preparar la comida a lasgallinas.

Una vez más, a modo derespuesta, Boris hundióviolentamente su masiva cabezaentre los senos de la mujer. Surostro se alojó entre los pechoscomo una pistola en su estucheforrado de terciopelo. ¿Cuántotiempo permaneció su rostro allísepultado? Cuando lo alzó, dijo:Te daré la casa formalmente, iré

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a ver al notario, será tuya, nosuya, y luego pasará a nuestrohijo. ¿Quieres volver a bailar?

Sí, amor mío.

Bailaron hasta que el vestidoblanco con lunares rojos seensució con el sudor de ambos,hasta que paró la música, hastaque el cabello de la rubia seimpregnó con el olor de las vacasde Boris.

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Años después, la gente sepreguntaba: ¿cómo es posibleque Boris, que nunca dio nadaen su vida a nadie, Boris, queengañaría a su propia abuela,Boris, que nunca mantenía supalabra, diera la casa a la rubia?Y la respuesta, que era unamanera de admitir el misterio,siempre era la misma: unapasión es una pasión.

Las mujeres no se hacían lamisma pregunta.

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Para ellas era obvio que, dado elmomento y las circunstanciasapropiadas, cualquier hombrepuede ser llevado adonde unaquiera. No había misterioalguno. Y tal vez era por esto porlo que las mujeres se apiadabande Boris un poco más que loshombres.

Y en lo que se refiere a Boris, élnunca llegó a preguntarse: ¿porqué le di la casa? Nunca searrepintió de haber tomado

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aquella decisión, aunque —y enesto todos los comentaristastienen razón— era diferente detodas las que había tomado en suvida. No se arrepentía de nada.El arrepentimiento te fuerza alimpiar el pasado, y él estuvoesperando hasta el final.

Las flores que crecen en lamontaña tienen unos coloresmás brillantes e intensos que esasmismas flores en la llanura. Unprincipio similar se podría

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aplicar a las tormentas. El rayoen las montañas no se limitaba ahendir el cielo una vez, bailabaen círculos; el trueno no selimitaba a un solo estampido,retumbaba transmitido por eleco. Y a veces el eco de uno nohabía cesado cuando llegaba unnuevo estampido, de forma queel estruendo era continuo. Lacausa de todo ello eran losdepósitos metálicos de las rocas.Durante una tormenta, inclusoel más curtido de los pastores se

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preguntaba: por todos los santos,¿qué estoy haciendo aquí? Y a lamañana siguiente, cuando sehacía de día, quizá encontrabasignos de unas visitas de las que,afortunadamente, no se habíallegado a percatar del todo lanoche anterior: agujeros en latierra, hierba abrasada, árboleshumeantes, ganado muerto. Afinales de agosto hubo una deestas tormentas.

Algunas de las ovejas de Boris

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estaban pastando justo debajo dela Roca de St. Antoine, en lasladeras más alejadas que miranal Este. Cuando las ovejas estánasustadas, suben y suben, enbusca del cielo para ponerse asalvo; y así las ovejas de Boristreparon hacia el talud, junto ala roca, y allí se arracimaronbajo la lluvia. Sesenta ovejasamontonadas, cada cualreposando su empapada cabezasobre el oleoso ijar, sobre laspaletillas chorreantes, de su

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vecina. Cuando el relámpagoiluminaba la montaña —y todoaparecía tan claro y tan cercanoque el momento se hacía infinito—, las sesenta ovejas parecían elabrigo de piel de un gigante.Incluso se distinguían dosmangas, formada cada una pormedia docena de ovejas que sehabían agrupado a lo largo dedos estrechas franjas de hierbaentre las escarpadas rocas. Concada relámpago, asomaban,temerosos, de entre el abrigo,

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cien o más ojos, que relucíancomo brasas. Tenían razón enestar asustadas. El centro de latormenta se aproximaba. Elsiguiente rayo cayó en medio delabrigo, dejando sin vida a todo elrebaño. Las mandíbulas y laspatas delanteras de la mayoríaresultaron rotas por la sacudidade la descarga eléctrica recibidaen la cabeza y transmitida hastala tierra por sus patas huesudas yfinas.

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Boris perdió tres millones en unanoche.

Fui yo el primero que, treinta yseis horas más tarde, reparé enlos cuervos volando en círculos.Tenía que haber algo muertoallá arriba, pero no sabía qué.Alguien se lo dijo a Boris, y al díasiguiente subió hasta la Roca deSt. Antoine. Allí se encontró elgigantesco abrigo, tirado, frío,cubierto de moscas. Las resesmuertas estaban demasiado lejos

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de toda carretera. Lo único quepodía hacer era quemarlas allímismo.

Fue a buscar gasolina y empezó ahacer una pira, arrastrando loscuerpos que habían formado lasmangas y echándolos encima delos otros. Prendió la hoguera conun neumático viejo. Por encimade la cumbre se alzó una espesacolumna de humo y, junto conella, el olor a carne quemada. Nocuesta mucho trabajo el

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convertir una montaña en unrincón del infierno. De vez encuando, Boris se consolabapensando en la rubia. Luego sereiría con ella. Luego, con elrostro apretado contra ella,olvidaría la vergüenza de estaescena. Pero más que laspromesas que se hacía a símismo lo que le animaba era elsimple hecho de la existencia deaquella mujer.

Para entonces ya todo el pueblo

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sabía lo que había sucedido conlas ovejas de Boris. Nadie leechaba directamente la culpa,¿cómo podrían hacerlo? Perohubo quienes insinuaron que unhombre no podía perder tantosanimales de un golpe a no serque se lo mereciera de un modou otro. Boris tenía abandonadosa sus animales. Boris no pagabalas deudas. Boris se lo estabahaciendo con una mujer casada.La Providencia le estabamandando un aviso.

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Dicen que Boris está quemandosus ovejas, dijo la rubia, se ve elhumo por encima de lamontaña.

¿Por qué no vamos a echar unvistazo?, sugirió Gérard.

Ella se excusó diciendo que ledolía la cabeza.

Venga, dijo él, es sábado por latarde y el aire de la montaña tedespejará. Nunca he visto a un

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hombre quemando sesentaovejas.

No quiero ir.

¿Qué te pasa?

Estoy preocupada.

¿Crees que cambiará de opinióncon respecto a la casa ahora?Seguro que tendrá problemas dedinero.

Un rebaño de ovejas no le hará

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cambiar de opinión sobre la casa.

No deberíamos hacer lo mismoque la lechera del cuento...

Sólo una cosa podría hacerleretraerse en lo dicho con respectoa la casa.

¿Si dejaras de verlo?

No exactamente.

¿Entonces qué?

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Nada.

¿Ha hablado de la casarecientemente?

¿Sabes cómo la llama? La llamala casa de madre.

¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

Venga, dijo Gérard.

Gérard y su mujer subieron en

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coche hasta donde acababa lacarretera. Desde allí, trasasegurarse de que el cochequedaba bien cerrado,continuaron a pie. De repente,ella dio un grito; un urogallohabía alzado el vuelo justo a suspies.

¡Creí que era un niño!

Debes de haber bebidodemasiado. ¿Cómo va a volar unniño?

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Te digo que eso es lo que pensé.

¿Ves el humo?, preguntó Gérard.

¿Qué es ese ruido?

¡Las ovejas de Boris asándose!,dijo Gérard.

No seas gracioso.

Saltamontes.

¿Hueles algo?

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No.

Imagínate estar aquí arribadurante una tormenta, dijo ella.

Tengo cosas mejores que hacer.

Mira quién fue a hablar; tú queno has levantado una pala en tuvida, dijo ella.

Eso es porque no soy estúpido.

No. Nadie podría decir que loeres. Y él es estúpido; ¡Boris es

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estúpido, estúpido, estúpido!

Estaba atizando el fuego congasolina, cuyas llamas azulesperseguían a las amarillas, queeran más lentas. Cogió una ovejapor las patas y la balanceó en elaire antes de arrojarla porencima de su cabeza a fin de quecayera en lo alto de la pira, endonde todavía guardó su aspectoanimal durante algunosminutos. Los surcos que habíandejado las lágrimas al correr por

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sus mejillas eran de lágrimasprovocadas por el calor y,cuando cambiaba el viento, porel humo acre. A cada rato, cogíaotro cuerpo, lo balanceaba paratomar impulso y lo lanzaba alaire. El muchacho que nuncahabía sido capaz de golpear conla suavidad necesaria la cortezade fresno para hacerse un pito sehabía convertido en el hombreque podía quemar por sí solo supropio rebaño.

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Gérard y la rubia se detuvieron aunos cincuenta metros delresplandor. El calor, el tufo yalgo desconocido para ellos lesimpedía acercarse más. Lodesconocido los unía;tácitamente acordaron noavanzar más. Se protegieron losojos con las manos. Los fuegos ylas grandes cataratas tienen algoen común. Está el agua en formade lluvia que el viento separa dela cascada, y están las llamas;está la pared de roca, chorreando

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y erosionándose a ojos vistas, yestá la desintegración de lo quese quema; está el estrépito delagua, y está el terrible crepitardel fuego. Y, sin embargo, en elcentro de los dos, del fuego y dela catarata, hay una calmapersistente. Y es esta calma laque es catastrófica.

¡Míralo!, susurró Gérard.

¡Tres millones ha perdido! ¡Pobrecabronazo!, murmuró la rubia.

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¿Por qué estás tan convencida deque no estaba asegurado?

Lo sé, dijo ella en un susurro. Losé.

Boris, de espaldas al fuego, estabainclinado sobre su mochilabebiendo agua de una botella.Después de beber se echó aguapor la cara y los brazos. Lafrescura del agua le hizo pensaren que por la noche sedesnudaría en la cocina y se

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lavaría antes de ir a ver a larubia.

Al volverse hacia el fuego, losvio. Inmediatamente después,una ráfaga de humo los ocultóde su vista. Pero ni por uninstante, sin embargo, sepreguntó si no estaríaequivocado. La reconocería almomento, hiciera lo que hiciera,en cualquier lugar. Lareconocería en cualquier país delmundo, en cualquier etapa de su

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vida.

El viento cambió y volvió averlos. Allí estaba ella, y el brazode Gérard cubría sus hombros.Era imposible que no lohubieran visto, pero ella no lehizo ninguna seña. Estaban sóloa unos cincuenta metros.Estaban mirando en sudirección. Pero ella seguía sinhacerle seña alguna.

¿Gritaría ella si él se tirara a la

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hoguera? Todavía con la botellaen la mano, caminó erguido,derecho —como un soldadoencaminándose a recibir unamedalla— hacia el fuego. Elviento volvió a cambiar, ydesaparecieron.

Cuando el humo se dispersó, nose veía ni rastro de la pareja.

Contrariamente a lo que habíapensado un poco antes, Boris nobajó al pueblo aquella noche. Se

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quedó junto al fuego. Las llamasse habían reducido, sus ovejas sehabían convertido en cenizas,pero las rocas estaban todavíacalientes como un horno, y losrescoldos, como su rabia,cambiaban de color con elviento.

Acurrucado contra la roca,mientras sobre él la Vía Lácteaarrastraba su velo hacia el Sur,consideró su posición. Las deudaseran un aviso de la verdad

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última, eran signos, todavía noinsistentes, de la definitivainhospitalidad de esta vida en latierra. Hacia medianoche cesó elviento, y un olor a rancio sequedó flotando sobre el talud;llenaba el silencio, como lo haceel olor de la pólvora cuando elsonido del último disparo se hadesvanecido. En estainhospitalaria tierra, él habíaencontrado, a los cuarenta y unaños, un refugio. La rubia eracomo un lugar: un lugar en el

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que no se aplicaba la ley de lainhospitalidad. Podía llevarlo acualquier parte, y le bastaba conpensar en ella para aproximarseal lugar. ¿Cómo era posibleentonces que ella hubiera subidoa la montaña el día de supérdida y no le hubiera dichouna palabra? ¿Cómo era posibleque, después de haber llegadohasta esta roca, alejada delpueblo, en donde ni siquierapodían oírse las campanas de laiglesia, hubiera estado apenas a

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cincuenta metros y no le hubierahecho una seña? Atizó las brasascon la bota. Sabía la respuesta ala pregunta, y era elemental.Orinó en los rescoldos, y al caersobre las piedras, la orina setransformó en vapor. Eraelemental, había venido aobservarlo por curiosidad.

Antes de verla se estaba diciendoa sí mismo que, después de todo,sólo había perdido la mitad desus ovejas. En cuanto la vio con

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sus propios ojos y ella no le hizoninguna seña, su rabia se unió ala del fuego: él y el fuegoquemarían el mundo entero,todo, ovejas, ganado, casas,muebles, bosques, ciudades.Había venido a ver suhumillación.

La odió durante toda la noche.Justo después de amanecer,cuando hace más frío, su odiohabía alcanzado el zenit. Y así,cuatro días después se

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preguntaba: ¿podría habertenido otra razón para subirhasta la Roca de St. Antoine?

Boris decidió quedarse en lasmontañas. Si bajaba al pueblo,todos lo mirarían para ver cómose había tomado la pérdida. Lepreguntarían si estabaasegurado, sólo para oírle decirque no. No les daría ese gusto. Sibajaba empezaría a rompercosas: las ventanas delayuntamiento, los vasos en la

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barra del Lira Republicana, lacara de Gérard, la nariz delprimero que pusiera un brazo entorno a la cintura de la rubia. Elresto de sus ovejas estaban cercade Peniel, en donde había unchalet en el que podía dormir.Permanecería allí con las ovejasque le quedaban hasta quellegaran las nieves. Así ya estaríaallí cuando llegara la hora debajarlas para el invierno. Si ellahabía subido a verlo por otrarazón, volvería.

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Pasó una semana. Tenía muypoco que hacer. Por las tardes setumbaba en la hierba,contemplaba el cielo yocasionalmente daba una ordena uno de los perros para quehiciera volver a alguna de lasovejas, miraba distraídamentehacia los valles a sus pies. Cadadía parecían más lejanos. Por lanoche se veía obligado aencender una hoguera dentrodel chalet; no había chimenea,pero tenía un agujero en el

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tejado. Sus fuerzas físicas nohabían disminuido, pero habíadejado de planear y de desear. Enla ladera de la montaña,enfrente del chalet, había unacolonia de marmotas. Oía silbara la marmota de guardia cadavez que uno de sus perros seaproximaba. Por la mañanatemprano las veía prepararsepara el invierno y su largo sueño.Levantaban terrones de hierbacon raíces y todo, y lostransportaban, como si fueran

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flores, a sus escondrijossubterráneos. Como viudas,pensó, como viudas.

Una noche en que las estrellasbrillaban tanto como enprimavera, la cólera volvió agalvanizarlo. Así que se creenque Boris está acabado, les dijoentre dientes a los perros, pues seequivocan esos jodidos. Boris estásólo al principio. Durmió con elpuño en la boca, y esa nochesoñó.

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A la tarde siguiente, estabaechado, mirando al cielo, cuandode repente se volvió boca abajo afin de mirar hacia el camino quecruza el bosque hasta lacarretera asfaltada. Su oído sehabía vuelto casi tan afinadocomo el de sus perros. La viocaminar hacia donde estaba él.Llevaba un traje blanco y unassandalias azules; alrededor delcuello, un collar de cuentas,como perlas.

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¿Cómo estás, Jorobadito?

¡Así que por fin has venido!

¡Desapareciste! ¡Desapareciste!Extendió los brazos paraabrazarlo. Desapareciste yentonces me dije: iré a buscar alJorobado, y aquí estoy.

Dio un paso atrás para mirarlo.Le había crecido la barba, teníael pelo enredado, la piel sucia, ysus ojos, fijos en ella, enfocaban

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un poco demasiado lejos.

¿Cómo has llegado hasta aquí?

Dejé el coche en un chalet unpoco más abajo.

¿En el que está la vieja?

Ahora no hay nadie, y lasventanas están tapiadas contablones.

Deben de haber bajado ya las

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vacas, dijo él. ¿Qué día es hoy?

Treinta de septiembre.

¿A qué viniste el día que yoestaba quemando las ovejas?

¿Qué quieres decir?

Subiste hasta La Roca de St.Antoine con tu marido.

No.

El día que estaba quemando las

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ovejas; te vi. Tiene que habersido otra persona.

Nunca te confundiría con otramujer.

Me dio mucha pena cuando supelo que había pasado con tusovejas, Boris.

Mi abuela solía decir que lossueños dicen lo contrario de laverdad. Anoche soñé queteníamos una hija, así que en

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realidad será un niño.

No estoy embarazada, Jorobado.

¿Es verdad eso?

No quiero mentirte.

¿Por qué viniste a espiarme? Siestás diciendo la verdad, dilo.

Yo no quería.

¿Por qué no te acercaste a hablarconmigo? Tenía miedo.

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¿De mí?

No, Jorobado, de lo que estabashaciendo. Estaba haciendo loque tenía que hacer. Luego iba air a verte.

Te estuve esperando, dijo ella.

No, no estuviste esperándome.Habías visto lo que querías ver.

He venido ahora.

Si es concebido hoy, nacerá en

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junio.

Tras estas palabras, la tomóbruscamente del brazo y lacondujo hacia el destartaladochalet, cuya madera estabatotalmente ennegrecida por elsol. Abrió la puerta de unapatada. La habitación era losuficientemente grande paraalojar cuatro o cinco cabras. Enel suelo de tierra habíaextendidas unas mantas. Laventana, que no era más grande

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que un transistor, estaba gris,opaca, a causa del polvoacumulado en ella. Había unabombona de gas y un hornillo,sobre el que puso un cazo negroque contenía café.

Te daré lo que quieras, dijo.

Estaba de pie en la penumbra dela habitación con las manosextendidas. Tras él, en el suelo,había un montón de ropa, entrela cual ella reconoció la gorra del

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ejército americano y una camisaroja que una vez le habíaplanchado. En el rincón másalejado se oyó algo que searrastraba, y un cordero avanzócojeando hacia la puerta, en laque estaba echado uno de losperros. El suelo de tierra batidaolía a polvo, a animales y a café.Tras levantar el cazo, Boris apagóel hornillo, y cesó el siseo de lallama. El silencio que siguió fuemuy diferente de cualquier otrosilencio abajo en el valle.

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Si es un chico, le compraré uncaballo...

Haciendo caso omiso del bol decafé que él le estaba ofreciendo,sin esperar al final de la frase,ella salió huyendo. El se acercó ala puerta y la vio correr atrompicones colina abajo.Miraba hacia atrás de vez encuando, como si pensara que laseguían. Él no se movió de lapuerta, y ella no dejó de correr.

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Por la noche empezó a nevar,suavemente, como de prueba.Una vez que hizo entrar a los tresperros, Boris atrancó la puertacon cerrojo, cosa que nuncahacía, se echó al lado de losanimales y trató de dormirllevándose el puño a la boca. A lamañana siguiente, bajo los pinosnevados y por entre las zarzas ylos charcos de agua helados,condujo su rebaño de miserablesovejas grises hacia la carreteraque bajaba al pueblo.

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Cuando Corneille, el tratante deganado, llegó con el camiónfrente a su casa y luego, con laslentas zancadas propias de loshombres gruesos como él,caminó por la nieve para llamaren la ventana de la cocina, Borisno se sorprendió. Sabía a quéhabía venido. Increpó a losperros, que se habían puesto aladrar, y los amenazó consalarlos y ahumarlos si no sequedaban tranquilos, y abrió lapuerta. Corneille, echándose el

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sombrero hacia atrás, se sentó enuna silla.

Hacía mucho que no te veía, dijoCorneille. Ni siquiera estuvisteen la Feria del Frío. ¿Cómo tevan las cosas?

Tranquilas, contestó Boris.

¿Sabes que van a cerrar elmatadero de Saint-Denis? Ahorahay que llevarlo todo a A...

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No lo sabía.

Cada vez hay más inspecciones,cada vez hay más funcionarios.El oficio está desapareciendo. ,

¡Oficio! ¡Menuda forma dellamarlo!

A ti nunca te ha faltado, dijoCorneille. En esto, me quito elsombrero ante ti.

En realidad, se lo dejó puesto y se

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subió el cuello del abrigo. Lacocina estaba fría y vacía, comosi, al igual que las hayas deafuera, hubiera perdido las hojas,las hojas de las pequeñascomodidades.

Hasta te diré, continuóCorneille, que nadie me puedeenseñar ninguna treta nueva,me las sé todas, pero tampocohay ninguna que yo te puedaenseñar. Es verdad que hastenido mala suerte, y no sólo el

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mes pasado, arriba en lamontaña. ¡Pobre tío, Boris!, nosdecimos. ¿Cómo va a salir deésta? Has tenido mala suerte, ynunca tuviste suficiente dinerodisponible.

Del bolsillo derecho del abrigosacó un mazo de billetes decincuenta mil y lo puso en elborde de la mesa. Uno de losperros se acercó y le olisqueó lamano. ¡Fuera!, dijo Corneille,empujando al perro con uno de

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sus inmensos muslos; al estarcubierto por el abrigo, el musloavanzó como una pared.

Te lo digo yo, Boris. Tú podríascomprar las patas traseras deuna cabra y cambiarlas por uncaballo. Y con esto te estoyhaciendo un cumplido.

¿Qué quieres?

¿No me vas a ofrecer un vaso dealgo? No hace mucho calor en

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esta cocina.

¿Grióle o vino tinto?

Un vasito de gnóle entonces. Nole afecta tanto al viejocachivache que tengo entre laspiernas.

Eso dicen.

Me han dicho que la volvisteloca, dijo Corneille, y que almarido se los pusiste bien

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puestos.

Boris no dijo nada y sirvió losvasos.

No todo el mundo puede hacerlo mismo, dijo Corneille. Eso leanima a uno.

¿Tú crees? ¿Para qué me estásenseñando tu dinero?

Para hacer un negocio, Boris. Unnegocio honrado, por una vez,

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porque sé que no te puedoengañar.

¿Sabes cómo cuentas, Corneille?Tú cuentas: uno, dos, tres, seis,nueve, veinte.

Los dos hombres se rieron. El fríosubía en forma de bruma delsuelo de piedra de la cocina.Vaciaron los vasitos de un trago.

El invierno va a ser largo, dijoCorneille; la nieve ha venido a

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quedarse. Nos aguardan susbuenos cinco meses de nieve. Esaes mi predicción, y el tíoCorneille ha vivido ya muchosinviernos.

Boris volvió a llenar los vasos.

El precio del heno subirá atrescientos la bala antes deCuaresma. ¿Cómo se te dio a tieste año?

Estupendamente.

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No te pregunto por las mujeres,amigo, sino por el heno.

Estupendamente, repitió Boris.

Veo que tus caballos estántodavía fuera, dijo Corneille.

Tienes buena vista.

Me estoy haciendo viejo. Mi viejocachivache ya no es el potro queera en tiempos. Me han dichoque es muy hermosa, que tiene

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clase.

¿Qué quieres?

He venido a comprar.

¿Sabes lo que dicen los árbolescuando el hacha entra en elbosque?, preguntó Boris.

Corneille se bebió de un trago elcontenido del vaso y norespondió.

Cuando el hacha entra en el

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bosque, los árboles dicen: ¡Mira,el mango es uno de los nuestros!

Por eso sé que no te puedoengañar, dijo Corneille.

¿Cómo sabes que quiero vender?,preguntó Boris.

Cualquier hombre en tusituación querría vender. Tododepende de la oferta, y yo voy adecirte una cifra que te va adejar pasmado.

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¡Pasmado yo!

¡Tres millones!

¿Qué es lo que quieres comprarpor esa cantidad? ¿Heno?

¡Tu estupendo heno!, dijoCorneille quitándose el sombreroy poniéndoselo de nuevo un pocomás atrás. No. Quiero comprartetodo lo que tengas sobre cuatropatas.

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¿Has dicho diez millones,Corneille?

Boris se quedó mirando la nieveal otro lado de la ventana conaire de indiferencia.

Sin tener en cuenta la condiciónen la que están, amigo mío.Estoy comprando a ciegas.Cuatro millones.

No estoy interesado en vender.

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Como quieras, dijo Corneille. Seinclinó hacia delante y,poniendo los codos sobre la mesa,como una vaca levantándose delsuelo del establo —primero loscuartos traseros y luego las patasdelanteras— acabó por ponerseen pie. Colocó una mano sobre elmazo de billetes, como si fuerauna boca abierta gritando.

He sabido de tus problemas, dijosuavemente, con la voz que ponela gente en el cuarto de un

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enfermo. Tengo una debilidadpor ti, así que me dije: en estemomento necesita a sus amigos yyo puedo ayudarle. Te doy cincomillones.

Llévatelo todo, dijo Boris. Comodices, va a ser un largo invierno.Llévatelo todo y deja el dinerosobre la mesa. Seis millones.

Ni siquiera sé cuántas ovejasestoy comprando, musitóCorneille.

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En esta tierra, Corneille, nuncasabemos lo que compramos. Talvez exista otro planeta en el quetodos los tratos sean honrados.Todo lo que sé es que aquí latierra está poblada por todosaquellos que Dios desechó pordefectuosos.

Cinco y medio, dijo Corneille.

Seis.

Corneille levantó la mano del

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montón y estrechó la de Boris.

Aquí hay seis. Cuéntalo.

Boris contó los billetes.

Si quieres un pequeño consejo deuna picha vieja, Corneillehablaba despacio, sinaspavientos, si quieres unconsejo, no te lo gastes todo enella.

Para eso tendrás que esperar y

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ver, Corneille, exactamente lomismo que voy a hacer yo.

A esto siguió la correspondenciaentre Boris y la rubia. Consistióen dos cartas. La primera,matasellada el 30 de octubre, erade él:

Querida mía:

Tengo el dinero para nuestroviaje a Canadá. Teespero... siempre tuyo, Boris.

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La segunda, fechada el primerode noviembre, era de ella:

Querido Jorobado:

En otra vida podría ir; en ésta,perdona a Marie Jeanne.

Ya no tenía ovejas quealimentar. Los caballos habíandesaparecido del huerto cubiertode nieve.

Cuando el camión vino a

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buscarlos, quedó media bala deheno caída en la nieve, y Boris lalanzó dentro, detrás de loscaballos. Marc tenía razón en unpequeño punto cuando decíaque Boris murió como uno de suspropios animales. El no tenerque echar de comer a ningúnanimal le dio la idea de nocomer él mismo.

Escondió una botella dechampán, preparada paraservirla fría, en el pilón, entonces

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medio cubierto de hielo, delpatio. El agua despegó laetiqueta, y una semana despuésestaba flotando en la superficie.Cuando la policía abrió laalacena, encontró un gran tarrode cerezas en aguardienteadornado alrededor con un lazoinmenso y una caja dechocolatinas After Eight, abiertapero intacta. Pero más curiosotodavía, en el suelo, bajo lasventanas sin cortinas,encontraron una caja de cartón

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de pastelería con los bordesdorados que contenía de esaspeladillas rosas que a veces sedan a los invitados en losbautizos. También en el suelohabía dos mantas, excrementosde perro y papeles de periódicohúmedos. Pero los perros nohabían tocado los dulces.

Dentro de la casa, durante elincesante período de espera, noescuchaba los sonidos quellegaban de fuera. Su oído era

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inmejorable, como lo es el míoahora registrando el sonido de lapluma sobre el papel —unsonido que se parece al de unratón por la noche royendo contoda seriedad lo que su afiladohocico acaba de descubrir entresus patitas. Su oído erainmejorable, pero su indiferenciaera tal que el cacareo del gallo deun vecino, el sonido de un cochesubiendo por la carretera, desdela cual se ve la chimenea de sucasa desde arriba, los gritos de los

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niños, el zumbido de la sierramecánica en el bosque, al otrolado del río, la bocina de lafurgoneta del cartero, todos estossonidos perdieron su nombre,dejaron de contener mensajealguno, se quedaron vacíos,mucho más vacíos que elsilencio.

Aguardaba, y nunca perdió nipor un instante, ni despierto nidormido, la imagen de lo queesperaba —el pecho en el que

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por fin podía alojarse su rostro—,pero ya no sabía de dóndevendría lo que estaba esperando.Ya no había un camino en elque mirar. Su corazón seguíaestando bajo su costillaizquierda; seguía partiendo elpan para los perros con la manoderecha mientras sostenía lahogaza con la izquierda; al caerla tarde, el sol seguía ocultándosedetrás de la misma montaña,pero había dejado de haberdirección alguna. Los perros

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sabían cuán perdido estaba.

Por eso dormía en el suelo, poreso nunca se cambiaba de ropa,por eso dejó de hablar con losperros y se limitaba aaproximarlos o a alejarlos con elpuño.

Cuando subió la escalera demano hasta el granero, se diocuenta de que se había olvidadola soga y, mirando al heno, viounas yeguas en el momento de

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parir. Y, sin embargo,considerando el ayuno al que sehabía sometido, tuvo muy pocasalucinaciones. Cuando se quitólas botas para caminar sobre lanieve, sabía lo que estabahaciendo.

En un día soleado de finales dediciembre, caminó descalzo porla nieve del huerto en direcciónal torrente que marca el límitedel pueblo. Fue allí en donde viopor primera vez los árboles que

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no estaban cubiertos de nieve.

Los árboles de un bosquecilloque yo podría ver ahora por laventana si no fuera de noche.Tiene una forma más o menostriangular, con un tilo en elvértice. También hay un granroble. Los otros árboles son unfresno, un haya y un sicomoro.El sicómoro quedaba a laizquierda del lugar en el queestaba Boris. Pese a la luz deaquella tarde de diciembre, el

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interior del bosquecillo parecíaoscuro e impenetrable. El hechode que ninguno de los árbolesestuviera cubierto de nieve lepareció improbable, pero grato.

Se quedó vigilando los árbolescomo podría haber vigilado susovejas. Era allí en dondeencontraría lo que estabaesperando. Y estedescubrimiento del lugar de lallegada era en sí mismo unapromesa de que su espera se

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vería recompensada. Caminódespacio de vuelta a casa, pero elbosquecillo estaba todavía antesus ojos. Cayó la noche, peroseguía viendo los árboles. Seaproximó a ellos en el sueño.

Al día siguiente volvió a caminarpor el huerto en dirección altorrente. Y, cruzando los brazossobre el pecho, estudió elbosquecillo. Había un claro.Estaba menos oscuro que entrelos árboles. Ella aparecería en ese

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claro.

Ella había perdido su nombre —al igual que la botella dechampán que estaba guardandopara su llegada había perdido laetiqueta. Ya no tenía nombre,pero su pasión había conservadotodo lo demás que había en ella.

Durante los últimos días del año,el claro del bosquecillo se fuehaciendo cada vez más grande.Había espacio y luz alrededor de

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cada árbol. Cuantos más dolorestenía, más seguro estaba de quese acercaba el momento de lallegada de la mujer. El dos deenero por la tarde entró en elbosquecillo.

Durante esa noche, los vecinos deBoris oyeron aullar a los tresperros. A la mañana siguiente,temprano, trataron de abrir lapuerta de la cocina, que estabacerrada por dentro. Por laventana vieron el cuerpo de

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Boris en el suelo; estaba con lacabeza echada hacia atrás y laboca abierta. Nadie se atrevió asaltar por la ventana por miedo alos perros, que llorabansalvajemente la vida que habíaterminado.

Y así he contado la historia. Elviento arrastra la nievepulverizada formando profundosremolinos. El blanco lo envuelvetodo, incluso el aire. Si sales acaminar con esta ventisca por los

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campos, lejos de la protección delpueblo, en un minuto tienes lasmejillas cubiertas de hielo, y, site quedas un rato, el dolor quesientes en el cráneo se convierteen una especie de conmocióncerebral, como después de habersufrido un golpe.

Quienes crean que no existe elmal y que el mundo fue hechobueno deberían salir esta nochea los campos.

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En una noche como ésta, unapartida de cartas es como llevaruna cama hasta el centro de lahabitación. Cuatro de nosotrosnos hemos reunido para jugar alpinacle. Se ha ido la luz. Las dosvelas iluminan justo lo necesariopara ver las cartas que tenemosen la mano. La Patronne se ponelas gafas. De vez en cuando sesaca una linterna del bolsillopara distinguir entre un corazóny un diamante.

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1

Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháisde sus fatigas, San Juan 4, 39.

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La era de los cosm onautas

Si se pudiera dar un nombre atodo lo que sucede, sobrarían lashistorias. Tal y como son aquí lascosas, la vida suele superar anuestro vocabulario. Falta unapalabra, y entonces hay querelatar una historia. ¿Cuál era,por ejemplo, la relación entre elviejo vaquero Marius y lacriatura que Danielle llevaba ensu vientre cuando dejó el pueblo?¿Era Marius el padrino del niño?

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No es muy probable.

La historia comenzó y acabó enel verano de 1982, arriba en lamontaña, en los pastos quellamamos Peniel. Algunos dicenque el nombre Peniel viene de laBiblia. Génesis, Capítulo 32. Perosi lo lees, no te enterarás de loque sucedió realmente entreMarius y Danielle.

Peniel es una meseta situada auna altura de 1.600 metros.

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Desde la escarpada pared rocosaque forma uno de sus márgenes,se domina el pueblo. Desde aquí,cuando hay tormenta y hace sol,miras hacia abajo y ves el arcoiris: como si tuvieras a tus pies elojo de un puente. La pendienterocosa es fundamentalmentecaliza, mezclada aquí y allá conflysch. Los otros márgenes de lameseta se pierden allende lasmontañas.

Alguna vez hubo un bosque en

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esta meseta, y todavía seconservan algunos troncosgigantescos, cubiertos por unacapa de arcilla, bajo el mantilloen el que crece el pasto. Allí endonde esta arcilla y el antiguobosque están más cerca de lasuperficie, la tierra es oleosa yhúmeda, y sobre las rocas creceun musgo verde oscuro, que, si lotocas o te tumbas en él, tiene eltacto del pelo de un animal. Asíes como las rocas se conviertenen animales.

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Hace años, cuando el rusoGagarin, el primer hombre quesalió al espacio, daba vueltasalrededor de la tierra, los veintechalets dispersos por la zona dePeniel alojaban, cada verano,ganado, mujeres y hombres. Elganado era tanto, que la hierbano sobraba, y, por comúnacuerdo, se limitaba el tiempodel pasto. Te levantabas a las tresde la madrugada para ordeñar yllevabas las vacas a pastar encuanto se hacía de día. A las

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diez, cuando el sol empezaba aestar alto, las encerrabas denuevo y aprovechabas parahacer los quesos. A mediodía, enel establo, les ponías hierbasegada. Después de comer teechabas una siesta. A las cuatrovolvías a ordeñar, y sólo entoncessacabas las vacas a pastar porsegunda vez y permanecías enlos pastos con ellas hasta que yano se distinguían los árboles, sinosólo la mancha del bosque.Volvías a entrar las vacas

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entonces y, cuando ya se habíanacostado sobre su lecho de paja,podías salir fuera y escrutar lanoche, en la que la Vía Lácteaparecía hecha de gasa, paraintentar localizar a Gagarindando vueltas en su Sputnik.Todo esto era hace veinticincoaños. Durante el verano encuestión —el verano de 1982—,sólo dos de los veinte chaletsestaban habitados: uno porMarius y el otro por Danielle, yhabía tanta hierba, que podían

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dejar pastar a los animales día ynoche.

Los dos chalets están separadospor un collado flanqueado pordos crestas, la de St. Pair y la

Téte de Duet. A Danielle lellevaba media hora atravesar elpaso para llegar hasta el chaletde Ma-rius.

¿Por qué tienen un olor tanfuerte los machos cabríos?, le

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había preguntado Marius laprimera vez que ella se habíaacercado hasta allí. Tras uninvierno de hielo y nieve, ¡encuanto entras en el establo, sabesque el año pasado hubo uno! Loscarneros no huelen así, ni lostoros, ni tampoco los sementales,¿por qué sí los machos cabríos?El único olor tan fuerte como eldel macho cabrío, continuóMarius, es el olor de las tenerías.Cuando volví al pueblo, me llevóseis meses sacarme esa peste de la

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piel. Cuando volví al pueblo,podías arrancar un pelo decualquier parte de mi cuerpo —clavó sus ojos astutos y resueltosen Danielle, de modo que a ellano se le escapara lo que queríadecir—, de cualquier parte de micuerpo, olerlo y decir: estehombre ha trabajado en unatenería.

¿Cómo quieres que sea unmacho cabrío?, contestóDanielle; todos los machos

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cabríos huelen, ¿o no?

La otra cosa, aparte del tufo de latenería, que Marius se habíatraído consigo de vuelta alpueblo era su manera de llevar elsombrero. Llevaba el sombrerodesenfadadamente caído sobreun ojo. Como un jefe. No el jefede una fábrica, sino el jefe deuna banda. Y nunca iba sinsombrero. Dormía con él puesto.Cuando encerraba las vacasdespués de una tormenta —si el

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chaparrón es grande se niegan amoverse; bajan la cabeza,colocan la espalda como si fueraun tejado, de forma que la lluviaresbale por ambos costados, yesperan—, cuando Mariusencerraba el rebaño después deuna tormenta y su sombreroestaba tan empapado, queincluso en el interior continuaballoviéndole encima, se lo quitabay directamente se ponía otro.

Ponerse un sombrero era para él

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un gesto de autoridad, y desdelos diecisiete a los setenta, laautoridad que encerraba esegesto no había cambiado. Ahorallevaba el sombrero como siesperara una obediencia totalpor parte de las treinta vacas y elperro.

Esa de ahí es Violette, le dijoentre dientes a Danielle,señalando con el bastón a unainmensa vaca castaña de ojos ycuernos negros. Siempre es la

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última en acudir cuando lasllamo, siempre está alejándosesola; tiene su propio sistema estaViolette, ¡y yo me voy a deshacerde ella en el otoño!

Había perdido a su padre a loscatorce años. Su padre, que secasó dos veces, era un apasionadodel juego. En invierno, todas lasnoches decía: ¡Sauva la graisse!Limpia la grasa de la mesa, quevamos a jugar a las cartas. Y asíempezó a ser conocido como

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Emilien á Sauva; y su hijo, comoMarius á Sauva.

Emilien, el padre, dejó poco,aparte de las deudas. Vendieronla casa familiar, y Marius, queera el hijo mayor, tuvo que irse aParís a buscar trabajo. Al subirsea un tren por primera vez en suvida, juró que volvería con eldinero suficiente para pagar lasdeudas de la familia y podertener el rebaño de vacas másgrande del pueblo.

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¿Conque te vas a deshollinarleslas chimeneas?, le preguntó elrevisor.

Me comeré su mierda, contestóel muchacho —Marius—, si mepagan más por hacerlo.

Consiguió lo que se había jurado.Trabajó en una tenería enAubervilliers, un poco al nortedel Are de Triomphe. Cuandocumplió treinta años, habíapagado las deudas de la familia.

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A los cincuenta, tenía el rebañomás grande del pueblo.

Hoy están tranquilas, Danielle,continuó, tranquilas yconformes, y no se dispersan. Nocomo ayer; ayer sentían latormenta, y había hormigasvoladoras. Se echaban a corrercon el rabo levantado. Ya teimaginas cómo estaban ayer deinsoportables.

Y hoy están dulces como la miel.

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Tan dulces como la miel,Danielle.

Era al principio del verano, y lahierba estaba plagada de flores:orquídeas, árnicas, cambronerasrojas, botones de oro ycentáureas azules que, segúndicen, son el alma de los poetas.

Danielle tenía veintitrés años. Sumadre había muerto, y ella vivíacon su anciano padre, que teníacinco vacas y algunas cabras.

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Trabajaba en el almacén de unafábrica de muebles. Pero en laprimavera del 82, la fábricaquebró, y ella le propuso a supadre llevar los animales a lospastos, al chalet en donde, deniña, había pasado variosveranos con su madre.

¿Cómo tiene el valor de quedarseallí arriba sola?, se preguntabanen el pueblo. Pero la verdad eraque no necesitaba valor. Legustaba: el silencio, el sol, la

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lenta rutina diaria. Comomuchas personas seguras de símismas, Danielle intimidaba unpoco. En los bailes del pueblo, losmuchachos no se la rifabancomo pareja, aunque bailababien y tenía las caderas anchas ylos pies pequeños. No estabanseguros de que fuera a reírse desus bromas. Así que decían queera aburrida. En realidad, eseaburrimiento que le atribuíanera un tipo deimperturbabilidad. Tenía la cara

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ancha —un poco parecida a lade una india piel roja— y los ojososcuros; unos hombros fuertes,las muñecas finas y unas manosre-gordetas y capaces. Era fácilimaginar a Danielle de madre devarios niños, salvo que noparecía tener prisa en encontrarun hombre que fuera el padre.

¡Abuelo!, le dijo bromeando aMarius, cuando volvió a visitarlopor segunda vez unos díasdespués. Se lo tiñe, ¿verdad?

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¿Teñir el qué?

A los setenta no tiene ni una solacana.

Es la raza.

Danielle miró hacia otro lado,como si de repente se hubieraolvidado de su broma. Unascuantas nubes blancas sobre lascumbres eran el único signo deque el mundo seguía su curso.

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Mi padre tenía el mismo pelo,continuó Marius, espeso y negro,cuando clavaron la tapa de suataúd. ¡Trae de vuelta aLorraine, Johnny!, le gritó alperro. ¡Tráela!

El perro dio un brinco y echó acorrer en busca de la vaca, que sealejaba por la ladera hacia elOeste. A lo largo de todas Iastemporadas en los pastos dePeniel, las vacas habían idoabriendo con las pezuñas

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estrechos senderos, comoterrazas, en las pendientes.Puedes seguir uno de estoscaminos sin llegar a darte cuentarealmente de que a un lado lacaída se hace cada vez másabrupta.

¡Trae a Lorraine!

Marius tenía su propia manerade gritar. Sus gritos sonabancomo una orden y un ruego almismo tiempo. Todo el mundo

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descubre la manera de hacer quesu voz se oiga en las montañas ytodo el mundo sabe que losanimales responden a los sonidosque son cantarines. Pero susvoces no eran musicales; eranuna suerte de grito compulsivo ycada frase terminaba con elsonido ¡YA! ¡Johnny trae ya!¡Coge ya! ¡Ahí, Johnny, ya!Alguien que se despertara derepente sobresaltado podríagritar igual que Marius cuandodaba órdenes a su perro.

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¡Trae a Lorraine ya!

Es peligroso, dijo. Lilac se cayóahí hace dos años y se rompióuna pata. Para salvar la carnetuve que cortar la res con unhacha y llevar los cuartosmontados en la narria hasta elchalet. Solo. Sin nadie que meayudara, sin nadie a la vista.

La siguiente vez que Danielle fuea visitarlo era al anochecer.Había hecho mucho calor todo

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el día, y las cabras estaban tanlánguidas como ella. Cuandoacabó de ordeñar, subió hasta elcollado. Desde allí se oían loscencerros del rebaño de Marius,y, al mismo tiempo, detrás deella y con más fuerza, los de suscinco vacas. Llevaba unalinterna, por si la necesitaba a lavuelta.

Marius estaba sentado en unabanqueta en el establo, vacío aexcepción de una vaca. Alzó la

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cara, oculta bajo el sombrero, ysus ojos negros se quedaron fijos,absortos, en Danielle.

Estaba haciendo todo lo posiblepor hacerte venir, gruñó, tal veznecesite de tu ayuda cuandohaya que tirar. Conozco a laComtesse.

Comtesse, la vaca que estabaante ellos, tenía la colalevantada, y unos brillantesbucles de muco-sidad colgaban

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de su distendida vulva. Danielleaproximó la cabeza y comprobóla temperatura de los cuernos.

Lo que necesita, dijo, es un pocode rocío en la nariz.

Le entraron ganas de hacerbromas porque veía que aMarius le temblaban las manos.¿A cuántas vacas habría ayudadoa parir durante su vida? Y éstano era la única, sino que teníatreinta. ¿Por qué tenía que estar

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tan nervioso? Los últimos rayosde sol se filtraban entre loslistones de la pared de poniente.Cuando Comtesse movió lacabeza, el cencerro que llevabaalrededor del cuello sonó comoun animal herido. El ambienteera sofocante, como si toda lamadera del suelo y de las paredesy del tejado, toda la madera delestablo, tuviera fiebre; Da-niellesabía por qué estaba nervioso.Para estar así de nervioso teníaque ser un hombre y tenía que

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ser viejo; no era el peligro deperder el ternero o la vaca lo quele preocupaba; era una cuestiónde orgullo. Como si tuviera quepasar una prueba, como si loestuvieran juzgando. Ningunamujer, joven o vieja, sufriría así.

Tiene la cabeza girada,murmuró Marius, echándose elsombrero hacia atrás, por eso nosale el hijo puta.

Por tercera o cuarta vez, se

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enrolló la manga de la camisahasta el hombro e introdujo elbrazo derecho en la vaca. LaComtesse estaba ya tan débil,que se tambaleaba, comoborracha.

¡Por el amor de Dios! ¡Sujétala!,gritó, ¿quieres romperme elbrazo? ¡Que no se caiga! ¡SantoDios! ¿Será posible? ¡Que lasujetes! ¿Me estás oyendo? Puedeque tu padre sea mi peorenemigo, pero tú tienes que

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mantenerla en pie, ¿me oyes?

Mientras le gritaba de esta formaa Danielle, permanecía muyquieto, palpandosistemáticamente con la manoabierta y los dedos separados,como sondas, para encontrar laespalda y luego las caderas delternero y girarlas entonces conuna sola mano, a fin de situarcorrectamente al animal en sucamino. Sudaba profusamente,lo mismo que Danielle y

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Comtesse. Mucosidad, maderaimpregnada con un siglo de olora vacas, sudor y, en alguna parte,la emanación de yodo queacompaña al nacimiento.

Ya está, dijo con un gruñido.Sacó el brazo, y casiinmediatamente asomaron lasdos pezuñas delanteras, quetenían el mismo aire deabandono de los gatitosahogados. Danielle tenía la sogaen las manos, impaciente por

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atarla en torno a las pezuñas ytirar y terminar así de una vezcon un parto que ya habíadurado demasiado; pero dudaba,porque Ma-rius se habíaquedado parado, con la cara aunos centímetros de la vulva dela vaca y los ojos vueltos haciaarriba, como si estuvierarezando.

¡Ya viene! Está saliendo. Elternero salió y cayó, fláccido,agotado, en los brazos de Marius.

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Se roció los dedos conaguardiente y se los metió en laboca al ternero para que loschupara. Parecía más muertoque vivo. Se lo acercó aComtesse, que le lamió la cara yluego mugió. Emitió un sonidoalto y penetrante: un sonidoalocado, pensó Danielle. Elternero se estiró. La chica fue abuscar una brazada de paja.

Cuando todo estuvo dispuesto,Marius se sentó en la banqueta;

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su mano derecha, con la quehabía girado al ternero, estabaaún abierta y extendida y seguíaefectuando en el aire del establolos mismos movimientos quehabía hecho en el útero de lavaca.

¡Desde luego que sabe usted loque se hace, abuelo!

Por la puerta se colaba unasuave brisa. El establo se ibaquedando en penumbra.

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No podría haberlo hecho sin ti,dijo.

Yo no hice nada.

El se rió y empezó a bajarse lasmangas de la camisa. ¡Peroestabas aquí!, gritó, ¡estabas aquí!La sostuviste en pie.

De vuelta a casa se alegró dellevar la linterna, pues el colladocruza de Norte a Sur, y estandola luna todavía baja en el Este, el

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paso entre los riscos estaba muyoscuro. Se paró a mirar lasestrellas, que desde allí, al sertotal la oscuridad, parecían diezveces más brillantes.

Lo observaba a menudo. Haciamediodía, dejaba las cabras solasy subía hasta el collado, endonde soplaba un poco de brisa,y comía allí. Para ser sincera, loespiaba, pues tenía buen cuidadode esconderme.

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Sus hijos, que habían dejado lacasa, decían que era un tirano. Ylo que los tiranizaba, aparte desus órdenes, eran sus fuerzasinagotables.

¡Tráelo, ya! ¡Llévalo, ya!

Cada tarde hacía un plandiferente sobre dónde y cómodebían pastar sus vacas. Nuncalas dejaba tranquilas.

Siempre había chovas

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revoloteando en el collado.Cuando hacía sol y volabancerca del risco de St. Pair, sussombras se proyectaban en lapared de roca, y así parecía quese duplicaba el número depájaros en vuelo. Luego, en unmomento preciso, el guía de labandada viraba hacia el sol, y, algirar los otros para seguirlo, sussombras se desvanecíaninmediatamente, de forma queparecía que la mitad de lospájaros se hubieran esfumado de

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repente. A veces me quedaba allítumbada viendo cómo aparecíany desaparecían los pájaros hastaque perdía la noción del tiempo.Miraba hada abajo y observaba aMarius y su rebaño junto altorrente, donde las vacas iban abeber a mediodía, y unmomento después se habíanalejado cinco kilómetros.

Una semana después, Daniellevolvió a visitar a Ma-rius. Estabacon el rebaño junto al bosque en

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el que algunos pastores, dosgeneraciones antes que ellos,habían excavado en busca de oroy no habían encontrado nada.

Marius la saludó diciendo: ¡Undía tú también serás vieja!¡Incluso tú, Danielle! Anoche mecaí.

¡No me diga!

Todos envejecemos.

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¿Cómo se cayó?

A modo de respuesta, empezó adesabrocharse el cinturón. Lospantalones, apelmazados debarro y bosta de vaca, mil vecesempapados y secados al aire,estaban, como era normal en él,sin abotonar en el frente.Entonces cayeron al suelo,rodeándole los tobillos. Se volviópara que ella pudiera verle laparte posterior del muslo; algomuy afilado le había desgarrado

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la carne, como un jirón, justodebajo de la nalga. Tenía laspiernas blancas, tan blancascomo debió de tenerlas cuandotodavía estaba en la cuna.

¿Es profunda?, preguntó.

Hay que limpiarla.

Sangró como un cerdo.

¿Que le ha puesto?

Coñac y árnica.

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Hay que lavarla y vendarla, dijoella.

¿Cómo es?

Mide unos diez centímetros y esroja, como todas las heridas.

¿Tiene mal aspecto? Es que nopuedo vérmela.

Se curará si la mantiene limpia.

¡Todo lo que no te mata acabasanando!

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Tenía el ala del sombreroplagada de moscas.

Vayamos a casa, dijo él.

El cuenco en el que habíatomado el café con leche y el pande la mañana estaba todavíasobre la mesa de la cocina.

Como vivo solo no tengo quecambiar los platos, dijo.

¿Dónde se cayó?

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Ahi fuera, junto a la leña. Todaslas noches dejo preparadas lasastillas para encender el fogónpor la mañana. Debí de tropezar,no sé cómo.

Hace demasiado, abuelo.

¿Quién lo va a hacer si no?¿Sabes cuántos quesos he hechoesta semana?

Ella negó con la cabeza.

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Treinta.

Tiene usted un hijo abajo en elpueblo.

Pero sólo le interesa que lohagan alcalde.

Nunca lo elegirán.

Te haré un café. Enchufó unmolinillo eléctrico. No sé lo queharía sin electricidad, dijo; ¡laelectricidad puede sustituir a

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una esposa! Y le hizo un guiño.Un guiño franco y cómplice.

Ella bebió unos sorbos de café.Empezaron a caer unas gotas delluvia. Un minuto después, lalluvia golpeaba el tejado comoun borracho, y se oyerontruenos.

¿No te da miedo, Danielle?

Ella repitió lo que tantas veceshabía oído decir. Hay tres tipos

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de tormenta: la tormenta delluvia, la tormenta de granizo yla tormenta de fuego; y no sepuede hacer nada por remediarninguna de las tres.

Las vacas no se moverán con estalluvia.

Cuando la tormenta se alejó, elladijo: si se tumba, le limpiaré laherida.

El chalet, además del pajar y el

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establo, tenía dos habitaciones,una sin ventanas, paraalmacenar los quesos, y otra conuna ventana, que era en la quese hacía la vida. La cama,situada en la esquina opuesta alfogón, era de madera y estabaatornillada a la pared. Se subió aella, le alcanzó una botella deaguardiente, se volvió deespaldas y se bajó los pantalones.A un lado de la cama, clavadacon chinche-tas a las planchasde madera, había una foto en

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color, que había sido arrancadade una revista y representabauna gran manifestación políticajunto al Arco del Triunfo. Ellavertió un poco de aguardiente enun paño y empezó a limpiar laherida.

Había mucha gente aquel día,dijo mirando la foto.

La recorté porque he visto elArco del Triunfo, contestó. Loconozco bien.

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De joven, pensó ella al agarrarlela pierna —que era blanca comola de un bebé—, debió de serbien guapo, con esos ojos oscuros,las cejas espesas y el bigote negrocomo el azabache. Seguramenteen París no faltó quien lepretendiera. Pero si queríapermanecer fiel a su juramento,no podía permitirse casarse —independientemente de lo quehiciera— con una modistilla ouna florista. Tenía que encontraruna mujer que supiera ordeñar

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las vacas que se iba a comprar.

Apretó los puños.

¿Le hago daño?

¿Daño? ¿No sabes lo que lehicieron a Jesús? A Jesús lecolgaron de una cruzatravesándole las manos y lospies con clavos, hasta llegar a lamadera. Así es como lo hirieron.¡Y él no era un pecador como yo!

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No se casó hasta que volvió alpueblo. Elaine, su mujer, muriójoven, y al día siguiente de sufuneral, se compró unaordeñadora mecánica.

Danielle vertió un poco deaguardiente sobre la herida yluego cogió el trozo de estopillanueva que él le había dado yempezó a vendarle el muslo.Para hacerlo tenía que inclinarsesobre él y pasar una y otra vez lamano entre sus piernas, a la

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altura del escroto; y cada vez, porrespeto hacia él, cerraba los ojos.

Me gustaría ir a París, dijomientras le vendaba. Hastaahora nunca se me hapresentado la oportunidad.

Espera un poco más, Danielle.Todavía eres joven, y un día irása París y a Roma y hasta a NuevaYork. La gente va hoy volando atodas partes. Lo verás todo.

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Se sentó al borde de la camabalanceando las piernas e hizouna pequeña mueca de dolor.

¿Está demasiado apretada?

No. Perfecta.

Se agachó, se subió lospantalones y se abrochó elcinturón. No se quitó ni elsombrero ni las botas durantetoda la operación.

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La tormenta había pasado, ytodo estaba lavado y limpio.Incluso el aire. Abajo, parecíaque los valles que conducen porel Este hacia las montañas decumbres nevadas hubieran sidopintados por un miniaturistahacía miles de años. .Encontraste, en Peniel, las rocascubiertas de musgo, la hierba ylos pinos, parecían nuevos, comorecién creados. El humor deMarius cambió con la presiónatmosférica, y los ojos le

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brillaban de alegría.

Ven a ayudarme a entrar elrebaño, dijo. No, no protestes;puedes acompañarnos hastaNimes y cruzar por donde elpino cembro hasta el paso.

Caminaron con el perro por ellindero del bosque. Llegados a unpunto, Danielle se alejó del viejodesviándose hasta unahondonada en donde se críanunas setas que se llaman «cojón

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de lobo». Sólo se pueden comercuando acaban de salir; luego seconvierten en polvo.

Cuando volvió a reunirse con él,Marius dijo: Eres tan atrevidacomo un fantasma, Danielle.

Es una pena, contestó ella, quelos fantasmas no sean felices.

¡La felicidad! Dijo esta palabracomo si fuera el nombre de unade sus vacas más antipáticas,

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como Violette. ¡La felicidad!

¡Alcánzala, ya! ¡Trae a Marquise,ya!

Nadie es feliz, anunció él. Sólohay momentos felices. Como ésteahora aquí contigo.

No les resultó difícil reunir elrebaño aquella tarde, y sólotuvieron que seguir a las vacas,que volvían al establo rápidas,subiendo y bajando el cuello

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como la manivela de una bombade agua y haciendo sonar loscencerros frenéticamente. Debióde ser la concentración decencerros lo que trajo la idea degloria a la cabeza de Marius. ¡Lagloria no dura!, gritó. Pero logritó riéndose, blandiendo elbastón al son de la música. ¡Lagloria nunca dura!

En el camino hacia su casa,Danielle se volvió a mirar.Marius había puesto el sombrero

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en el extremo del bastón y logiraba formando grandescírculos por encima de sucabeza. Le respondió al saludocon la mano y continuóhaciéndolo hasta quedesapareció tras la última peña.

Por la tarde, mientras las vacasrumiaban su comida, Marius setumbaba en la hierba, sacaba unperiódico del bolsillo, lo leíadurante unos diez minutos yluego se quedaba dormido.

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Había reparado en ello variasveces cuando lo espiaba desde elcollado, junto a St.

Pair. Un día fui a visitarlomientras dormía. Conforme meacercaba me aposté conmigomisma a que le sacaría elperiódico de las manos sindespertarlo. El problema iba aser el perro. Tendría quevérmelas con Johnny.

Estaban uno al lado del otro,

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resguardados del sol por unasmatas de brezo. El perro empezóa mover la cola, y yo le hice unaseña para que se acercara. Elviejo seguía dormido. Estaba delado, con las rodillas ligeramentedobladas y el sombrerotapándole una oreja. Su cabezareposaba sobre una roca cubiertade musgo. Johnny gemía degusto junto a la garganta delhombre. Le acerqué mi mangapara que la mordiera. Una de susmanos estaba extendida, con la

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palma hacia arriba, sobre lahierba: tenía unas uñasinesperadamente largas. Elperiódico estaba apoyado contrasu estómago, encima delcinturón, que mantenía cerradosunos pantalonespermanentementedesabrochados.

Todas las vacas estabanacostadas. No se oía el coro decencerros porque estabandemasiado quietas. Una vaca

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giró lentamente la cabeza, y sonóuno sólo, seguido, tras unapausa, por otro. Parecía que todofuera más despacio, como elpulso del hombre mientrasdormía. Me incliné y cogí elperiódico. Fue fácil. Habíaganado la apuesta. Pero ¿por quéiba a despertarlo? Así que dejé elperiódico sobre la hierba y letoqué muy suavemente en lamano que tenía abierta, porqueno quería irme como unafurtiva. Pasé los dedos sobre la

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palma de su mano, tansuavemente como si lo hicieracon una pluma.

¿Por qué no te buscas unmarido? Le preguntó Ma-rius aDanielle la siguiente vez que éstalo visitó.

No tengo prisa.

No te casarás con un chico delpueblo.

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¿Por qué no?

Porque eres demasiadoindependiente.

¿Está mal eso?

¡No si tienes suficiente dinero!

¡No me haré rica cuidando lascabras de papá!

Ese no es tu trabajo.

¿Estás diciendo que soy una

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vaga?

No. Te tengo mucha admiración.El viejo hablaba con un tonoformal, como si estuvieradiciendo un discurso. Te admiromucho, Danielle. Eres lista ycuidadosa. ¡No despiertas alhombre que duerme!

Fue entonces cuando supo que sehabía hecho el dormido. Debióde sentirla cuando le tocó lamano. Y él sabía que ella lo

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sabía, pero no hablaron de ello.

Así fueron pasando las semanas yasí fueron conociéndose más.

Una noche, a finales de julio, unpoco antes de amanecer, cuandotodavía estaba oscuro, un cochesubió montaña arriba, sobre lahierba, hacia la Tete dé Duet y sedetuvo a unos cien metros delchalet de Danielle. El coche eraun Mercedes Berlin-18 de 1960, yestaba pintado a brocha, no a

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pistola, de un color gris plateado.Seis hombres se bajaron delcoche, cada uno con un saco enla mano. Cerraron las puertas sinhacer ruido. El más viejo, quellevaba boina y un chaleco decuero, rodeó con su inmensamano el cuello del más joven,que bostezaba.

¡Lo mejor de la vida ante ti,muchacho!

¡Déjeme ya!

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¿Ves ese pico? No, ese no. El queestá nevado; ahí es donde vamosa talar hoy.

¡Cristo! Está por lo menos a diezkilómetros.

Los otros cinco se echaron a reír.El muchacho había vuelto acaer. Como era temprano, y elaire estaba frío, la risa les hizotoser.

Y fueron sus toses lo que

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despertó a Danielle. Para cuandosalió de la cama y se puso unafalda, todo lo que pudo ver desdela puerta en las primeras lucesde la mañana fue una fila indiade hombres con un saco alhombro subiendo hacia elbosque de St. Pair, y, delante delchalet, por donde pastaban lascabras, la oscura silueta de uncoche.

Más tarde intentó abrir todas ycada una de las cuatro

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portezuelas. Estaban cerradascon llave. Por las ventanillas,que parecían blindadas, admiróla tapicería de cuero y elsalpicadero de madera de teca,con todos sus diales parecidos alos de los instrumentos de losmédicos.

Por las tardes sacaba los conejosde la jaula.

Y aquel día, después de quehubieron comido, se

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escabulleron de un brinco bajo elMercedes, contentos deencontrar allí un poco desombra. Cuando entornaba losojos, las olas de calor que sealzaban por las crestas de lasmontañas frente a ella formabanun halo azul. Durante todo el díaoyó el zumbido de las sierras delos leñadores.

Por la tarde, por la ventanita delchalet, vio a los mismos seishombres bajar desde St. Pair con

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el saco al hombro. Estabaoscureciendo. Caminabandespacio, como si fueran ciegos yantes de dar un paso tuvieranque tantear el terreno con lospies. Llevaban un perro con ellos,pero estaban demasiadocansados para reparar en suscabriolas. Lentamente se fueronaproximando al chalet, cadacual a su ritmo, agotado y solo.

Cuando la vieron en el umbralde la puerta, su humor se volvió

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un poco más vivaz. El ver a unamujer —unido a la perspectivade nueve horas de descanso de sudeslomadora tarea— les recordóel otro lado de la vida: el ladodulce.

Oí sus sierras.

Cuarenta cabezales, señorita.

Padre es el que lleva la cuenta,dijo uno bastante achaparrado ycon el pelo cubierto de serrín.

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Todos rieron y luego se quedaronen silencio, tímidos.

¿Cree que lloverá?, preguntóuno.

No. Los pájaros vuelan alto.

Al menos, no mañana.

¡Cuarenta!

¡Cuarenta, brillantes como peces!

Los descortezamos conforme los

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vamos talando.

Es un lugar muy abrupto el Pair.

¿Pair? ¿Así es como lo llaman?,preguntó el achaparrado quetenía el pelo cubierto de serrín.

St. Pair, dijo ella.

Sus cuerpos, brazos, rostros,camisetas, hombros, estabanuntados con un polvo grispegado al sudor y a la resina.

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Esta capa era tan espesa, que a lamedia luz parecía que tuvieranla cara cubierta con una piel deanimal.

Muy abrupto; y también hacemucho calor allí, dijo elmuchacho.

En el abrevadero hay aguacorriente, dijo ella.

Los hombres se volvieron a mirara donde ella señalaba. A poca

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distancia del chalet había uninmenso tronco ahuecado ydispuesto en sentido horizontalsobre unas piedras. Cuatrogansos, fosforescentes a la medialuz del anochecer, secontoneaban por delante; yencima había una cañería quevenía directamente desde laladera de la montaña que sealzaba por detrás.

Es un manantial..., si se quierenlavar.

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En veinte minutos estaremos encasa, dijo el que llamaban Padre,que llevaba boina y un chalecode cuero.

¿En casa?

Los gansos se acercaron a la casaen fila, sacando el pecho.

Dormimos en el Chalet Blanc,explicó el Padre.

Allí no hay manantial, dijo ella,

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sólo agua de lluvia.

Tenemos bidones.

Lávense ahí; es un manantial,dijo ella, un manantial quenunca se seca. ¿Tienen jabón?

¡Y hasta pijama!, dijo uno alto.

Entonces voy a traerles unapastilla.

Entró en la casa. Cuando salió ledio al Padre una gran pastilla de

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jabón. Los hombres dejaron sussacos en el suelo y se acercaron alabrevadero, que era lo bastantelargo como para que los seispudieran lavarse al mismotiempo, uno al lado del otro.

En la brisa del anochecer, sesentía el olor de los hombreslavándose: una mezcla de jabón,camisas sucias, gasolina, humo,resina de pino y sudor. Losobservó, desnudos de cinturapara arriba. Las espaldas de los

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más jóvenes estaban morenas.Los mayores siempre llevabancamiseta, y sus espaldas, encontraste con los brazos yhombros, estaban'muy blancas.El Padre se había quitado laboina. Se tiraban el ja-bon deuno a otro y se reían.Encontraron los dos cepillos queella utilizaba para fregar lalechera. Una mujer, pensóDanielle, se lava de una formamuy distinta a un hombre; loshombres restriegan su cuerpo

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como si estuvieran fregando unacarretilla; no es lavándose comoun hombre aprende a acariciar.

Para cuando todos ellos tuvieronpuesta de nuevo la camisa, yahabía oscurecido. Bajo la miradadel Padre, estrecharon uno trasotro la mano de Danielle,solemnemente, al tiempo que ledaban las gracias y sepresentaban. El nombre que ellarecordó fue el del achaparradocon el pelo cubierto de serrín.

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Cuando llegaron, era el mássucio, y ella presintió que sedebía a que era el que trabajabacon más ahínco. Su nombre eraPasquale.

Echaron los sacos alportaequipajes del Mercedes.Cuatro se montaron detrás. ElPadre se sentó delante, yPasquale conducía. Se acomodótras el volante, un pocoencorvado, concentrado, sindejar posibilidad alguna de que

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lo distrajeran.

Todas las tardes, de caminohacia su albergue, los leñadoresse paraban a lavarse en elabrevadero de Danielle. Ellapreparaba café. Se lo bebíanfuera, sentados sobre los sacos.Virginio, que era alto y llevabagafas, se dejó allí una maquinillapor si le apetecía afeitarse.Danielle encontró un trozo deespejo roto y lo colgó de unalambre junto al abrevadero. Se

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enteró de que cuatro de elloseran del mismo pueblo, al otrolado de los Alpes, cerca deBergamo. Alberto era de Sicilia.Todos los inviernos volvían a supaís. Se enteró de que lespagaban por metro cúbico demadera talada: cuanto másdeprisa trabajaran, másganaban. El Padre se encargabade preparar la comida. ElMercedes era de Pasquale.

A veces, cuando pasaban al

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amanecer, le dejaban unregalito: una lata de melocotonesen almíbar, una botella devermut. Una vez le dejaron unapañoleta estampada con rosas.

La primera vez que vi a Pasqualesin sus ropas de trabajo fue unamañana que llamó a la puertacuando yo me estaba tomando elcafé.

Los domingos no trabajo, dijo.

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Te mereces un día de descanso.

¿Para qué?

Se hizo un largo silencio.

Una vez trabajamos en domingo,y tuve un accidente.

¿Qué pasó?, pregunté yo.

Los árboles no caían bien; unotras otro. No estábamostrabajando lo bastante rápido.Por eso decidimos trabajar el

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domingo.

¿Quieres sidra?

Dijo que no con la cabeza.

¿Aguardiente?

No tengo sed.

Te montaré un poco de nata, dijeyo.

Sus gruesos labios esbozaron unasonrisa y separó sus manos

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inmensas en un gesto desumisión.

Cuéntame lo que sucediómientras bato la nata.

Un largo silencio.

El domingo aquel quetrabajasteis, le apunté.

El primer árbol que me tocódescortezar había caído mal. Elsitio en el que estábamos

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trabajando era muy escarpado,igual que aquí. Había rocas portodas partes. Y grietas ybarrancos. Me dije que lo mejorera trabajar desde la copa parano tener que pisar por donde yahabía descortezado. Cuandoestán pelados se vuelven tanresbaladizos como peces. A vecesla resina te salta a la cara cuandole pegas un hachazo a la corteza.

La nata se iba espesando y ya sedesprendía de los bordes del

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cuenco. Miraba a Pasqualemientras me hablaba. Tenía lacara triste. Había detenido surelato. Silencio.

¿Tienes algún hermano ohermana?

Ninguno. Mi madre murió alnacer yo.

¿Y tu padre?

Se fue a América y no volvimos a

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saber de él. Dice mi tía quedesapareció en América comouna lágrima en un pozo.

Otra vez silencio. Sólo se oía elsonido del tenedor contra elcuenco.

Continúa, dije yo, continúa.

Empecé a descortezarlo por lacopa, y el tronco empezó a rodarprecisamente por arriba. Nadapuede parar a un árbol que

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empieza a rodar, salvo otro árbolo una roca. Dudé, porque mepreocupaba la máquina. Eranueva, acabábamos decomprarla. Si dudas, estásperdido. Salté demasiado tarde,sosteniendo la máquina en alto,por encima de la cabeza. Empecéa resbalar por el barranco; teníala misma pendiente que ellateral de una pirámide. Fui acaer contra unas peñas, y merompí una pierna.

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¿Pudiste levantarte?

¡Pero no le pasó nada a lamáquina!

Ninguna máquina vale tantocomo para romperte una pierna.

Una máquina de esas cuestamedio millón.

Un largo silencio.

¿Pudiste levantarte?

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Me llevaron hasta la cabaña yme echaron en la cama. Padredijo: Pasquale, ¿puedes esperarhasta mañana? Al principio noentendí. ¿Esperar a qué? A que tellevemos al hospital. Eso sonveinticuatro horas, dije yo. Mesentaré a tu lado, contestó él;duele más cuando estás solo. No,vuelve a trabajar, dije yo. Al díasiguiente, el lunes, me llevaronal hospital.

Le alargué el cuenco, y se

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empezó a comer la nata. Teníalas manos inmensas puestassobre la mesa. Comía acercandola cabeza a la cuchara. Cuandoterminó, se relamió apretandolos labios y luego sonrió. Nuncahabía tomado una nata tanbuena, dijo.

¿Por qué no te llevaron alhospital inmediatamente?

Porque era domingo.

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¿Y qué pasa los domingos?

Los domingos no estamosasegurados. Lo que hacemos losdomingos es por nuestra cuentay riesgo. Me miró muy serio.Como lo que hagamos hoynosotros, dijo.

Hubo otro largo silencio, y nohicimos nada. Si vuelves eldomingo que viene con tusamigos, dije yo, haré una tartapara acompañar a la nata.

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Unos días después, a Danielle sele ocurrió acercarse hasta el pinocembro con el fin de llegar a lacresta, justo encima de Nímes —por donde abundan losarándanos— y descender luegopor el talud para sorprender aMarius, a quien no habíavisitado en una o dos semanas.Llenó el cubo de arándanos, y losdedos se le mancharon de azul,como cuando escribía con tintaen la escuela.

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Se aproximó al borde de la crestapara ver Peniel abajo. El cieloestaba totalmente despejado.Soplaba un fuerte viento norte,que amainaría con el crepúsculo.El sol ya estaba bajo, así que lasvacas tenían una sombra larga,como la de los camellos. Ma-riusestaba allí, con el perro a su lado.Pero sucedía algo extraño. Losupo sin saber por qué. El viejoestaba gritando con los brazosextendidos hacia los riscos que sealzaban ante él. ¿Por qué no se

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movía el perro? No alcanzaba aoír lo que decía porque estabacontra el viento. De repente, éstedejó de soplar.

Los sonidos, como las distancias,son engañosos en las montañas.A veces, puedes reconocer unavoz, pero no las palabras quedice. A veces oyes a una vacagruñir como un perro, y a todoun rebaño de ovejas cantar comomujeres. Lo que Danielle creyóoír fue:

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¡Marius á Sauva! ¡Marius áSauva!

El sol estaba tan bajo, que sóloiluminaba un lado de cadamontaña, un lado de cadabosque, un lado de cada loma, enlos pastos; el otro lado de todaslas cosas estaba en sombra, comosi el sol ya se hubiera puesto otodavía no hubiera salido.

Quizá le estaba diciendo al perroque fuera a salvar algunas de las

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vacas, pensó; eso sonaríaparecido a a Sauva. Pero ¿porqué no se movía el perro?

Ya no estaba segura; volvía asoplar el viento. Bajó concuidado por el talud. De vez encuando, a su paso, saltaba unapiedra o un guijarro que,rodando con gran estrépito,hacía que saltaran otras, y éstas,a su vez, otras y otras. Pero, pesea todo el ruido que estabahaciendo al bajar, Marius no

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levantó la vista ni una sola vezen aquella dirección. Era como siaquella tarde en Nimes todos lossonidos estuvieran gastandobromas.

El perro se acercó corriendo asaludarla. Esperó a que Marius labesara en ambas mejillas, comohacía siempre. La besó y empezóa hablar como si los hubieraninterrumpido en el medio deuna conversación.

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Mira, ese de ahí es Guste —señaló hacia un toro de razacharolesa, rechoncho y con unpelo rizado como la lana—; es unanimal estupendo: el toro másmanso que he tenido, pero yaestá demasiado viejo. Este otoñolo venderé para carne. Tiene dosaños y medio. El año que vienesus crías serán demasiado chicas.

Debía de estar usted pensandoque había desaparecido, dijoDanielle.

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El viejo levantó el sombrero yluego se lo bajó más, dejando quele cubriera casi toda la frente.

No, no, dijo suavemente. Oigosus sierras durante todo el día. Yson seis, ¿no? ¡Trae a Comtesse,ya! ¡Despacio, por Dios! ¡Ya!

Detuvo sus pasos y se arrimócontra una gran peña cubiertade musgo. Se frotaba el dorso dela mano contra ella. Y tú,Danielle, ¿recordarás nuestros

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verano en Peniel?, dijo, ¿lorecordarás, no?

Al domingo siguiente, losleñadores fueron después decenar a comer la tarta dearándanos que había hechoDanielle. Llevaron dos botellasde vino espumoso italiano. Ibanvestidos como si fueran a ir alpueblo. Zapatos de punta fina,en lugar de botas, camisasblancas, elegantes cinturones. Loúnico que no habían podido

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cambiar eran sus manos, llenasde cicatrices. Virginio era el mástransformado por el cambio deropas: alto y con gafas, casi teníael aspecto de un maestro. Padreparecía más viejo; y Pasquale,más joven.

Los días se estaban acortando yse aproximaba el final delverano. Los pastos ya no estabanverdes, sino que tenían un colorpardo; no quedaban flores, laságuilas ratoneras volaban cada

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vez más bajas y hacia las ocho dela tarde ya era casi de noche.

Los hombres se tumbaron en lahierba y contemplaron el cielo,en donde estaban apareciendolas primeras estrellas. Sentían elcalor de la tierra a través de lacamisa.

¿Queréis más tarta?

Estaba tan buena.

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Hice dos, contestó Danielle conorgullo, y entró en busca de lasegunda.

La semana que viene... elhelicóptero, dijo Virginio.

Nunca he visto un helicópterorecogiendo la madera, dijo elmuchacho.

Sube los pinos como si fuerancerillas.

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Miras hacia arriba y te sientespequeño como una rana, dijoAlberto, el siciliano.

¿Sabes cuánto les cuesta alquilarel helicóptero durante una hora?

No tengo ni idea.

Doscientas mil. En una horagasta doscientos litros degasolina.

Aquí tienes tu trozo de tarta,

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Pasquale, dijo Danielle. Apenasse distinguía a los otros hombres,pero reconoció sus voces.

Un piloto de helicóptero se matóel año pasado cerca de Boege.

Se estaban pasando una botellade vino.

Se olvidó de los cables; no miróhacia abajo.

La ley les prohíbe volar más de

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cuatro horas seguidas, dijo elPadre. En cuatro horas puedenllevarse ochenta árboles.

Si uno de los cables se enreda,dijo Alberto haciendo un gestocon las manos, lo arrastra desdeel cielo y ¡plaf!

El siglo que viene haremos detodo en el cielo, dijo elmuchacho. Nadie trabajarácomo nosotros dentro de unsiglo.

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Pasquale lo va dejar el año queviene, ¿no es así, Pasquale?

Todavía no lo he decidido,respondió él.

No lo conseguirás. Por ti sólo nopuedes competir con los grandessupermercados, dijo Virginio.

Con las frutas y las verduras síque puedo, insistió Pasquale.

No, dijo el Padre, no puedes

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competir con sus precios y supublicidad.

¡Haré mi propia publicidad!

Los otros hombres rieron. Unavión cruzó el cielo; veían susluces.

Me haré con un pájaro, uno deesos zorzales.

¡Este Pasquale se ha vuelto loco!

Los zorzales no aprenden a

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hablar.

¿No?

Cada vez que un cliente entre enla tienda, el pájaro hablará.Pasquale recitó con el soniquetede un vendedor algo que, bajo lasestrellas, sonaba más como unaoración.

Guarda quanto é bella ’sta mela

quanto é bellissima e cotta!

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Volviéndose hacia Danielle, letradujo estas palabras: ¡Mira quémanzanas más bonitas! ¡Bonitasy ricas!

El muchacho no podía parar dereír. Buena idea, dijo el Padre,pero tienes que hacerlo másefectivo, inolvidable. Enseña a tupájaro a insultar a los clientes.Stronzo!, para los maridos; Fica!,para las esposas. Eso les gustarámucho en Bergamo; mucho.

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¿Estás seguro?

Si quieres, yo me puedo encargarde adiestrarlo, dijo el siciliano.

La luna estaba saliendo por laderecha del St. Pair. Vieron unhalo rosa que poco a poco fuecambiando hasta convertirse enuna neblina blanca y luego, derepente, en el blanco óseoincandescente del primersegmento de la luna. Danielle sesentó en la hierba al lado de

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Pasquale.

¿Y usted cuándo lo va a dejar,Padre?

Al año que viene, alguna vez,nunca, alguna vez... No tengoelección; no quiero caermemuerto.

La cara de la luna estaba ahoradescubierta en el cielo, enorme ycercana, como todo lo reciénnacido.

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¿Sabéis quién cayó muerto elmartes pasado?, preguntóVirginio. Nuestro amigoBergamelli: lo degollaron en lacárcel.

¿Quién lo hizo?

Las Brigadas Rojas.

¡Hijos de puta!

¿Bergamelli?, susurró Danielle.

Un gángster de Marsella...

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Virginio lo conoció cuandoestuvo preso, dijo Pasquale.

A la luz de la luna, que se ibahaciendo más fuerte a medidaque la propia luna subía ydisminuía de tamaño, Daniellevio la cara de Virginio, quecontemplaba el firmamento conla cabeza sobre las manos, que lehacían de almohada.

Me recordaba a mi padre,continuó Virginio; Bergamelli

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tenía la misma truculencia, lamisma mirada amenazadoracuando estaba enfadado, lam ism a sonrisa cuando algo lecomplacía... Mi padre se matócuando yo tenía doce años; secayó de un tejado.

¿Era albañil tu padre?

Construía chimeneas... El díaque lo trajeron a casa, me abrílas venas de la muñeca..., perome encontraron demasiado

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pronto. A mí me pusieron en uncarro y me mandaron alhospital, a él lo bajaron alcementerio.

¡Mierda!, murmuró Alberto.

Ese día aprendía algo, dijoVirginio; en esta vida dejada dela mano de Dios, antes o despuésa todos nos abandonan. Padre lohizo todo por mí. Me enseñó acocinar, me enseñó a cazarranas, cientos de ranas por la

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noche, se aseguró de queaprendía a descerrajar laspuertas, fue mi maestro demúsica, me habló de las mujeres;cuando se emborrachaba en elcafé al lado de la fuente grande,me subía a la mesa, y yo bailabamientras él cantaba... Y, derepente, un miércoles por lamañana, con tiempo seco, enuna semana que apenas habíabebido, con la camisa limpia yunas buenas botas —malditomiércoles por la mañana—,

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¡plaf!, así sin más, va y se cae deun tejado. Solía ir a ver la marcaque había en el pavimento en ellugar en el que había caído.

Desde el establo llegó el sonidoamortiguado de los cencerros delas cabras. A veces, por lan o c h e , los cencerros suenanoleaginosos, como la luz en lasuperficie del agua de un pozoprofundo.

Lo veo allá arriba. Él no puede

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vernos. Aunque todos gritáramosal mismo tiempo, no nos oiría.Los muertos están sordos a todala dinamita del mundo.

Siguió un largo silencio, como sicada uno de ellos estuvierapensando en la sordera de losmuertos.

Es muy duro perder a un padre,dijo el siciliano.

¿Más duro que perder a una

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madre?

Cuando pierdes a tu padre, sabesque ya no habrá más milagros.

Yo nunca conocí ningúnmilagro, dijo Pasquale, sentadoen la hierba al lado de Danielle.Mi padre desapareció como unapiedra en un pozo antes de queyo lo conociera..., así que nuncasentí esa pérdida.

En Peniel, las galaxias son

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visibles como nunca lo son en lallanura. Su silencio hace hablara la gente, más que el alcohol.

¿Vive tu padre, Danielle?,preguntó el muchacho.

Vive... Yo no lo conozco comoVirginio conoció al suyo. Nohabla mucho conmigo. Todo loque me dice es: nunca serás unaesposa como lo fue tu madre,Danielle; no eres lo bastantemodesta para hacer feliz a un

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hombre, hija mía.

Tal vez tu padre no te ve talcomo eres, dijo Pasquale, como sicada una de sus palabras fueraun botón que él estuvieraabrochando.

Pasquale debe de saberlo bien,declaró Virginio, súbitamentealborozado; ¡pues nuestroPasquale sólo tiene ojos para ti!

Todos los hombres, a excepción

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de Pasquale, se rieron, y elmuchacho cantó:

Guarda quanto é bella ’starnela

quanto é bellissima e cotta!

Unos días después, subí hasta elcollado con la idea de hacerleuna visita a Marius. Miré haciaabajo y vi su rebaño pastandojunto al arroyo. Luego oí su voz.

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¡Marius á Sauva!

Esta vez no cabía duda. Cadasílaba sonaba clara, diáfana, ycada sílaba se oía dos veces alrepetirla el eco desde la Tete deDuet. Me agaché protegiéndomela cabeza con las manos, como sehace cuando hay tormentacerca. Que no diga más palabras,recé, que se calle.

¡Marius á Sauva!

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Avancé un poco arrastrándome.Estaba de pie junto a la primerapeña. Tenía los brazosextendidos.

¡Para tu ladera, tengo piernas!,gritaba.

Sus palabras seguían sonandocomo una orden. ¿Qué esperabaque sucediera? ¿Qué esperabamodificar entre los riscos?

¡Para tu ladera, tengo mis viejas

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piernas!

La primera vez no había dichonada con respecto a su edad.Ahora gritaba que era viejo.

¡Para tu cumbre, tengo ojos!

Se cubrió los ojos con las manos,como si estuviera llorando.

El eco de cada palabra hacíatodavía más terrible el silencioque la seguía.

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¡Para tus árboles, tengo brazos!

De haberse movido algo, hubieraservido de respuesta. Todo estabainmóvil. Incluso yo estabaconteniendo la respiración.

¡Para tus árboles, mis fielesmanos!

Johnny estaba quieto, con el raboentre las piernas, a ciertadistancia de Marius.

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¡Para tu carga, tengo unaespalda!

Ni siquiera cambiaba la formade las nubes.

El viejo estaba ahora de rodillas,mirando a la pared de roca.

¡Para frenar tu trineo, tengotalones!

Golpeaba la tierra con los pies altiempo que echaba hacia atrás

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todo su peso, como si estuvierabajando una narria cargada poruna ladera.

¡Para frenar tu trineo, tengotalones y nalgas!

Las vacas pastabanpacíficamente detrás de él.

Se subió a lo alto de una peña yse quedó allí parado, a unosbuenos dos metros del suelo. Lavisión de su pequeña figura sobre

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la peña, empequeñecida por lasgigantescas pendientes de Peniel,me hizo comprender algo.Marius estaba hablando de suslogros. Marius no valoraba enmucho la opinión de los demás.Todo lo que Marius había hechoen su vida, lo había hechoporque sí. Su logro no era tansólo el rebaño de treinta vacas.También era su voluntad.Entonces, todos los días, viejo ysolo, había encontrado unarespuesta a la pregunta. ¿Para

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qué seguir? Nadie le había dadouna respuesta. Cada día delverano había encontrado élmismo la respuesta. Y ahorapresumía de ello en solitario. Esoes lo que me dije.

Se metió las manos en losbolsillos del pantalón.

¡Para tu cueva tengo cojones!Para tu cueva, mis cojones.

En la hierba ya había crocos de

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otoño, con los pétalos amarillos yvioletas abiertos como los picosde los pajarillos recién salidos delcascarón. Los estrujé con lasmanos. Fui estrujando todos losque encontré a mi paso.

Cuando los leñadores llegaron alavarse aquella tarde, Daniellecogió aparte a Pasquale y le dijo:tengo que hablarte.

El domingo que viene, dijo él.

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¡No!, insistió ella. ¡Ahora! Nopuedo quedarme ni un día mássi no hablo con alguien.

Pasquale se acercó al abrevaderoy consultó con el Padre. Los oyóhablar en italiano. Cincominutos después, el Padreempezó a apresurar a los otrospara que se movieran.Renunciaron al ritual depeinarse uno a uno ante el trozode espejo. Cogieron sus sacos,dijeron adiós y, con la pesada

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inclinación de su cansanciohabitual, se dirigieron al coche.Alberto, el siciliano, se sentó alvolante.

Pasquale se quedó atrás yempezó a afeitarse delante delespejo roto.

No te das cuenta de nada, dijoDanielle. ¿Por qué tienes queafeitarte ahora?

Es la primera vez que me invitas

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a cenar.

¡Cenar! ¡Pero si sólo hay sopa!

Empezó a sollozar en silencio. Alprincipio, atento como estaba alograr distinguir algo en elespejo, Pasquale no reparó enello. Fue la inmovilidad de lamuchacha lo que finalmente lehizo alzar la vista en dirección aella. Vio que le temblaban loshombros.

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Shhh, dijo, ssshhh. La llevó hastael chalet. Los siguió un ganso. Lapuerta estaba abierta. Una vezdentro se paró porque ya nodistinguía nada. Ella lo condujode la mano hasta una silla queestaba arrimada a la mesa, luegoella se sentó en otra en el ladoopuesto. No se le ocurrió niencender la lámpara ni calentarla sopa.

Esta tarde ha sucedido algo, dijo.

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¿Qué?

A oscuras, con las manos sobre lamesa, ella se lo contó, despacio,sosegadamente. Incluso le dijo lode los crocos. Cuando terminó, seprodujo un silencio. Oyeron auna vaca orinar en el establo,que estaba separado de la cocinapor una pared de planchas demadera de pino.

¿Por qué iba un viejo a hablarcon las montañas de este modo?,

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susurró ella.

Danielle, dijo Pasquale,hablando muy despacio ysopesando cada palabra, no era alas montañas a lo que gritaba elviejo, no era a las montañas a lasque se estaba ofreciendo partepor parte, era a ti y tú lo sabes,claro que lo sabes, ¿no, Danielle?

Ella empezó a sollozar otra vez, ylos sollozos se convirtieron enaullidos. Se levantó para tomar

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aliento y aullar con más fuerza.Pasquale rodeó a tientas la mesay la estrechó entre sus brazos.Ella apretó la cara con todas susfuerzas contra su pecho. Lemordió la camisa, que sabía aresina y a sudor. Le hizo unagujero.

Pasquale llevaba en la muñecaun reloj con despertador. Sonó alas cuatro y media. No queríaque los otros se acercaran alchalet a recogerlo, porque sabía

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que ella todavía no entenderíasus risas. La besó repetidamente,buscó a tientas por el suelo susbotas y su ropa, y salió a vestirsefuera, en el sitio en dondesiempre dejaban el Mercedes.

Si pasas hoy por Bergamo ytomas la carretera del Norte endirección a Zogno, verás, ya a lasafueras de la ciudad, donde lasaceras dejan de estar asfaltadas ylos postes del telégrafo bordeanla calzada, frente a un garaje

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AGIP y pegada a un patio en elque se reparan neumáticos, unatienda con un cartel que diceVERDURA E ALIMANTARI. Sies invierno, encontrarás aPasquale dentro despachando.Pesa las verduras con laescrupulosidad y la precisión deSan Pedro. Parece absorto ycontento consigo mismo.

La criatura de Danielle era unaniña, a la que bautizaron con elnombre de Bárbara. En un

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plátano del solar que hay detrásde la tienda, Pasquale ha puestoun columpio, y Bárbara a vecesjuega allí con sus amiguitos. Loshombres de los neumáticos dicenque Bárbara es su uccellina, supajarillo.

Si es verano, no verás a Pasquale,pues habiéndose gastado todossus ahorros en la tienda, se vioobligado a volver a trabajar deleñador en las montañas, al otrolado de la frontera. Cuando está

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fuera, escribe a Danielle casitodos los domingos contándolecuántos árboles llevan talados yqué tiempo hace. Danielle hablaa los clientes en italiano con unfuerte acento francés. Va vestidamás elegante que muchos deellos y lleva unos pendienteslargos y vistosos. Espera otroniño.

Colgada de la pared al lado de lapuerta hay una jaula. El pájaroque la habita es de color pardo,

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un zorzal con el pico amarillo yunos ojos que parecenlentejuelas. Cada vez que entraun cliente en la tienda, el pájarograzna uno de los insultos quePasquale le ha enseñado. Escapaz de distinguir entrehombres y mujeres, así que elinsulto cuadra siempre. A estasalturas, los clientes lo echaríande menos si se lo llevaran. Aveces, alguno le contesta como silo hiciera a un compañero defatigas, maldiciendo a los

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hombres o a las mujeres o algobierno o a los curas o a losabogados o a hacienda o altiempo o al mundo. Y, a veces,cuando nadie le presta atencióno nadie le da algún fruto seco,guiña sus ojos de lentejuela yrepite lentamente una frase quetiene el acento y la cadencia deotra lengua, de la voz de otromaestro.

¡Marius á Sauva! ¡Marius áSauva!...

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En el pequeño colmado no esposible que los sonidos engañen.

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Una vez en Europa

Antes de florecer, el cáliz verdede la amapola es duro como lacáscara de una almendra. Un díaesta cáscara se abre. Tres trozosverdes caen al suelo. No es unhacha lo que la abre,simplemente una bola retorcidade pétalos finos comomembranas y arrugados comotrapos. A medida que se vandesarrugando, el color de lostrapos cambia del rosa neonatal

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al escarlata más chillón que sepuede encontrar en los campos.Es como si la fuerza que abre elcáliz fuera la necesidad de esterojo de hacerse visible y de servisto.

Los primeros sonidos querecuerdo son la sirena de lafundición y el ruido del río. Lasirena era muy poco frecuente, yprobablemente por eso larecuerdo: sólo sonaba en caso deaccidente. Siempre iba seguida

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por gritos y el barullo de loshombres corriendo. El ruido delrío lo recuerdo porque estabasiempre presente. Era más fuerteen primavera y más callado enagosto, pero nunca paraba.Durante el verano, con lasventanas abiertas, lo oías desdela casa; en el invierno, despuésde que padre pusiera las doblesventanas, no se oía desde dentro,pero en seguida volvías a oírlo encuanto salías para ir a cagar o abuscar leña para la estufa.

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Cuando iba a la escuela,caminaba siguiendo el sonido delrío.

En la escuela aprendimos adibujar el mapa del valle con elrío pintado de azul. Nuncaestaba azul. A veces, el Giffretenía el color del salvado; a veces,era gris como un topo; a veces,era lechoso; y de cuando encuando, pero no con frecuencia,con tan poca frecuencia como lasirena, era transparente, y se

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veían todas las piedras del fondo.

Aquí sólo se oye el viento quebate en la vela, sobre nosotros.

Una vez mi madre me dijo quecuidara de mi prima Claire, quepor entonces era sólo un bebé.Nos dejó solas en el huerto.Empecé a buscar caracoles por elcamino que baja hasta el río,detrás de los hornos de lafundición, y me olvidé de Claire.Cuando mi madre volvió

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encontró al bebé solo en la cuna,bajo los ciruelos.

¡Podría haber venido el águila!,gritó, ¡y haberle sacado los ojos ala pobrecita!

Me mandó que cogiera unasortigas y me vigiló mientras lohacía. Recuerdo que intentéprotegerme los dedos tirando delas mangas del jersey para queme cubrieran las manos. El ramode ortigas que había recogido

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quedó sobre un banco que habíajunto al grifo, al lado de lapuerta de la casa, a la espera delregreso de mi padre.

Tienes que castigar a Odile, ledijo mi madre cuando llegó,dándole un paño para queagarrara las ortigas. Me subió elmandilón. No llevaba nada pordebajo.

Padre se quedó parado, quietocomo un poste. Luego, cogiendo

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las ortigas, las puso debajo delgrifo y lo abrió.

Así duele menos, dijo. Déjamelaa mí.

Mi madre entró, y mi padresacudió el agua de las ortigassobre mi espalda. No me tocó niuna. Puso en ello todo sucuidado.

Pensé que iba a tener miedo,pero no tengo. Desde que era un

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chiquillo, fue un hijo del que tepodías fiar. Christian nuncahacía locuras como los otros ysiempre me tranquilizaba. Tienemucho de su padre. Nuncaolvidaré mientras viva cuando sedejó bigote por primera vez. Nopude evitar echarme a llorar; separecía tanto a su padre. Tal vezlo más loco que Christian hayahecho en su vida, al menos queyo sepa, es subirme a mí aquíarriba. ¿Estás segura de quequieres, madre? Sí, hijo, contesté.

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Y él hizo una mueca como si ledoliera algo. Quizá se estabariendo.

A tres mil metros del suelo —dijoque podía subir hasta cinco mil,pero no sé si estaba presumiendo— sin nada, salvo el aire, entrenosotros y lo que vemos alláabajo, ¡y no estoy asustada! Desdeel momento que nuestros piesdejaron la tierra empezó elviento. El viento nos mantienearriba, y me siento segura, me

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siento, me siento... como unapalabra en el aliento de una voz.

De niña, había una adivinanzaque me gustaba mucho: cuatroapuntan al cielo, cuatrocaminan sobre el rocío y cuatrocontienen alimento: las doceforman una, ¿qué es?

Una vaca, contestaba Régis, mihermano mayor, suspirandoruidosamente para demostrarque ya la había oído mil veces.

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Odile, ¿por qué es una vaca?,preguntaba el pobre de Emile,mi hermano menor. La gente seaprovecharía de Emile durantetoda su vida. Su pereza no eratanto un pecado como unaenfermedad.

Y cada vez yo me alegraba deque Emile no se acordara delacertijo; me ofrecía la posibilidadde explicárselo.

¡Una vaca tiene dos cuernos y dos

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orejas que apuntan hacia arriba;cuatro patas para caminar ycuatro tetas!

¡Seis tetas!, protestaba Régis.

¡Pero sólo cuatro tienen leche!

Madre animaba a Régis a quetrabajara en los altos hornosporque estaba preocupada porEmile; a Emile no le iba a serfácil encontrar trabajo enningún sitio, así que lo más

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seguro es que fuera él quien sequedara en la granja con padre.

Padre se oponía a que cualquierade sus hijos trabajara en lafundición. Lo mejor que podíahacer Régis era irse a París, comolo habían hecho todos loshombres desde tiemposinmemoriales. Mucho antes de laTorre Eiffel, mucho antes delArco de Triunfo, mucho antes delas primeras fábricas, se habíanido a París de fogoneros y

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deshollinadores, y en laprimavera habían vuelto condinero en sus carteras yorgullosos de sí mismos. Nadiepuede sentirse orgulloso detrabajar... ahí. Padre señalabacon el pulgar hacia la ventana.

Los tiempos cambian, Achille, teolvidas de eso.

¡Olvidar! Primero intentanquedarse con nuestra tierra,luego quieren a nuestros hijos.

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¿Para qué? Para producir sumanganeso. ¿De qué nos sirve anosotros el manganeso?

Cuando padre estaba fuera, enlos campos, Régis decía: papá nosabe qué pinta de viejo estúpidotiene cuando atraviesa cuatroveces al día con sus cuatromiserables vacas el patio de sufundición.

Ahora sobrevolamos lafundición. Cuando viramos

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hacia el Norte, nos llega el olorde los vapores que se desprendencon el humo.

Una noche salí a encerrar lasgallinas y me encontré a mipadre junto al peral mirando alcielo y a las llamas que vacilabanen la cima de la más alta de laschimeneas, que era casi tan altacomo la mitad del farallón quese alzaba detrás.

Mira, Odile, susurró, ¡mira!

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Parece una víbora negralevantándose sobre su propiacola. ¿Le ves la lengua?

Veo las llamas, papá; algunasnoches son azules.

¡Veneno!, dijo. ¡Veneno!

Cada vez que me acercaba a lafundición, veía el polvo. Tenía elcolor del hígado de vaca, salvoque, en lugar de estar húmedo ybrillante, era una especie de

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arena seca: como hígado secopulverizado. La nave principalera más alta que cualquier pino,y cuando abrían uno de loshornos, al subir el aire caliente seproducía una corriente, de modoque arriba, junto a las vigas másaltas, la brisa levantaba el polvoacumulado en las cornisas, yveías una nube, ondeante comoun velo rojo, que ocultaba eltejado. Este polvo me asombraba,me fascinaba. Volvíaligeramente castaño el pelo de

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todos los hombres que iban sincasco.

Los hombres que trabajaban enla fundición olían a sudor;algunos, a vino o a ajo, y todosellos a algo polvoriento ymetálico. Similar al olor de lamina de un lapicero reciénafilado. Para mi trabajo en laescuela, tenía un sacapuntas conla forma de un globo terráqueo;era tan pequeño, que no sedistinguían los países, sólo la

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diferencia entre la tierra y elmar.

Blanca la página del mundo bajonosotros. Como huellas deanimales chiquitos en la nieve,los garabatos de lo que conocí deniña. Nadie más podría leerlosdesde aquí. Veo el tejado, el peraljunto a la letrina, el establo, endonde almacenábamos la leña,con las colmenas en el balcón —el pilón en donde lavaba lassábanas de madre debe de estar

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lleno de nieve, pues no sedistingue—, el jardín bajo lasventanas, el pequeño huerto, yrodeándolo todo, como el suelorodea el platillo con la comida deun gato, los terrenos de lafundición. Todos los años venía ala escuela un hombre aexplicarnos a los niños por quéera el orgullo de la región.¡Habían venido desde NuevaYork a visitarla!, decía. Luegodibujaba en la pizarra el cursodel río. El suyo era blanco sobre

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negro, y el que se ve allá abajo esnegro sobre blanco. El ríoatraviesa la fundición. Lafundición está acuclillada sobreel río, como una mujer orinando.Esto no lo decía.

Hacia principios de siglo, noscontaba a los niños de la escuela,los hombres de todo el mundosoñaban con una nueva fuerza,que era la fuerza de laelectricidad. Esta nueva fuerzaestaba escondida en nuestras

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montañas, en sus cascadas. ¡A lascascadas las llamaban CarbónBlanco! En la pizarra parecíamuy simple. Los ingenieroscanalizaron el agua en tuberíasde hierro que tenían dos metrosde diámetro. Dejaban que elagua, una vez capturada, cayeraen vertical hasta que adquiríauna presión de IOO kilos porcentímetro cuadrado; y con estapresión, el agua de nuestrascascadas movía unas turbinasgigantes, que, al girar, producían

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nueve millones de kilovatios deelectricidad por hora. ¡El iniciode la electrometalurgia enEuropa!, exclamaba. Vive laRépublique!

Una vez hecho su trabajo, el ríovolvía a su curso y seguíaavanzando hasta el mar. ¿Podíancolarse los peces por lasturbinas?, preguntó un niño.

No, no, pequeño, respondió elhombre. ¿Por qué no? Porque

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tenemos filtros.

Nuestra casa tenía treshabitaciones. La cocina, que eraen donde sucedía todo y yo hacíamis deberes. La Pele, en dondedormían mis dos hermanos. Y laTercera Habitación, en dondedormíamos mis padres y yo. Enel verano, cuando todo el henoestaba ya dentro, a veces mishermanos preferían dormir en elpajar. Entonces yo me cambiabaa la Pele y dormía allí sola.

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Enfrente de la cama habíacolgado un espejo que teníamanchas negras. Cuando nopodía dormir, acostada en lacama hablaba conmigo misma.Le hablaba a mi dedo meñique.¿Qué había al Principio?,preguntaba. Silencio. Antes deque Dios creara el mundo y deque no hubiera tierra, nimanganeso, ni montañas, ¿quéhabía? El dedo se movía. Si vesuna araña sobre una mesa, y laquitas, la mesa sigue estando allí;

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si sacas una mesa fuera, lastablas del suelo siguen dondeestaban; si levantas las tablas,estará la tierra; si te llevas latierra a carretadas, siguenestando el cielo y las estrellas enla otra parte del mundo, ¿quéhabía al principio entonces? Eldedo no respondía, y yo me lomordía.

Vista desde la altura a la queestoy ahora, la negativa de padrea vender su granja a la fundición

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parece absurda. Estábamosrodeados. Cada año, el patio dela fundición por el que mi padrese veía obligado a atravesar conlas vacas, se hacía más grande ytenía más raíles. Los montonesde escoria crecían de año en año,ocultando cada vez de una formamás eficaz la vista de la casa ydel jardín desde la carretera ydesde los pastos, al otro lado delrío, que también pertenecían ala granja. Los propietariosprimero duplicaron y luego

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triplicaron el dinero que estabandispuestos a pagarle. Surespuesta siempre fue la misma.Mi patrimonio no está en venta.Más tarde intentaron forzarlopor ley. Dijo que dinamitaría lasoficinas. Ahora la nieve lo cubretodo.

Mi tarea era dar de comer a losconejos. Al principio de laprimavera era con diente deleón. Padre decía que no habíaotro valle en el mundo con tanto

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diente de león. ¡Con quéimpaciencia comen los conejos!¡Como si les fuera la vida en ello!El de las mandíbulas de losconejos mascando las hojas dediente de león era el movimientomás rápido que había visto enmi vida, y sus hocicos temblabancon la misma rapidez con la quemasticaban sus mandíbulas.

Había un conejo macho al queodiaba. Había algo perverso ensus ojos. Siempre estaba

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esperando maliciosamente elmomento, y me mordió más deuna vez. Madre daba un golpe alos conejos para dejarlosinconscientes y los colgaba de laspatas traseras, luego les sacabalos ojos con un cuchillo y dejabaque se desangraran. Cuandohacía esto siempre era viernes,porque el conejo, asado al hornocon mostaza, era un festín paralos domingos, cuando loshombres no tenían que volver atrabajar después de comer y

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podían quedarse sentados a lamesa bebiendo gnóle.

Te puedes beber dos litros desidra y no mear ni una gota: enlos hornos la sudas, Achille.

Yo intenté convencer a mimadre de que matara al conejonegro. Es el único macho grandeque tenemos, decía ella.Finalmente, acabó cocinándolotambién. Y para mi sorpresa, nopude probar bocado. Debe de

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estar un poco malucha, dijopadre. No pude comer porque nopodía dejar de pensar cuánto loodiaba.

En cuanto desaparecía la nieve,madre empezaba a regañar apadre. Allá arriba, por Pessy, yaestán cavando las huertas. Esdemasiado pronto para empezara plantar, respondía él sinlevantar la vista del periódico, latierra todavía no se ha calentadolo suficiente. ¡Siempre somos los

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últimos!, se quejaba ella. ¿Y quéme dices de las coliflores quetuvimos el año pasado? Miscoliflores eran grandes comobarreños, decía mi padre lleno depresunción.

A papá le llevaba tres días arar latierra del huerto y esparcir elestiércol. Yo le ayudabadescargándolo de la carretillacon una horca. Los lilos estabanen flor, y un cuco cantaba en elbosque, por encima de la

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fundición. Hacía tanto calorcomo en junio. Padre llevaba lacamisa arremangada, y cuandotenía mucho calor, se quitaba lagorra y se la pasaba por la calvapara limpiarse el sudor, perosiempre se negó a quitarse elchaleco de pana negro. Todas lasprimaveras decía lo mismo: ¡hazlo contrario a los nogales! Yosabía lo que quería decir con estaadivinanza: el nogal es elprimero que pierde las hojas y elúltimo en echarlas.

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El huerto estaba casi totalmentecavado. La tierra marrón habíasido rastrillada y se secaba al sol.Los primeros brotes verdes notardarían en aparecer en hilerasrectas, sin un error, porque, aligual que en la escuelatrazábamos líneas con el lápiz ennuestros cuadernos para escribirsobre ellas, así también madrehacía una línea en la tierra conun cordel cuando plantaba lassemillas.

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Mi horca tenía tres púas, comotodas las horcas que se utilizanpara levantar el estiércol, pero elmango de madera era más corto,de forma que me fuera más fácilmanejarla. Me la había hechopadre. Durante todo el añoestaba apoyada contra la paredjunto al grifo del establo,preparada para cuando iba aayudarlo a limpiar el establodespués del ordeño de la tarde, alterminar de hacer los deberes.

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A menudo se quejaba de micaligrafía, y es verdad que no eratan buena como la suya. Escribíahaciendo bucles y fiorituras,como si toda la palabra fuera unsolo trozo de cordel.

La lluvia en los cristales lo hacemejor, Odile, ¡escríbelo otra vez!

En el huerto, enderezaba laespalda, me mirabamaliciosamente y me decía:cuando te cases, Odile, no lo

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hagas con un hombre que beba.

¡No hay hombre que no beba!,respondía yo.

Vete a la bodega y tráeme unvaso de sidra, me ordenaba, delbarril que está a la derecha.

Bebía la sidra despacio, mirandoa las montañas, que todavíaestaban nevadas.

Daría un montón, Odile, por

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conocer al hombre con el que tevas a casar.

Ya lo verás, papá.

Movía la cabeza y me devolvía elvaso. No, Odile, nunca veré alhombre con el que te casarás.

Lo decía sonriendo, pero yo nopodía soportar oírle decir esto.No podía soportar el silencio delo que significaba. Y decía loprimero que me venía a la

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cabeza: no me casaré a no serque lo quiera, y si lo quiero, élme querrá, y si nos queremos,tendremos hijos, y yo estarédemasiado ocupada para darmecuenta de que bebe, papá, y sibebe demasiado y confrecuencia, iré a buscar la sidra ala bodega, tantos vasos que sequede dormido en la cocina, y lollevaré a la cama en cuanto hayaechado de comer a las vacas.

Los barracones allá abajo apenas

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se distinguen entre la nieve. Lospuedo localizar por el humo azulque sale de una chimenea. Unamujer cruza el puente sobre elrío. Los barracones estaban a tresminutos de la fundición: igualque nuestra casa, pero en la otradirección. Desde nuestra casa alpuente se tardaba cinco minutos.Tres, si llovía. Madre solíamandarme a la tienda junto a losbarracones a comprar mostaza osal o lo que hubiera olvidado.Caminaba hasta el puente y

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luego corría. A cualquier horadel día, los hombres que vivíanallí me gritaban y me saludabancon la mano. Trabajaban enturnos, y de aquéllos que noestaban trabajando o durmiendosiempre había algunos lavandoropa sobre la hierba, preparandouna comida ante una ventanaabierta o arreglando un cocheviejo con la esperanza de hacerloandar. En el invierno, encendíanhogueras y hacían té y asabancastañas. Les estaba prohibido

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pescar en el río.

Si paraba de correr, levantabanlos brazos y sonreían eintentaban acariciarme lacabeza. Siempre me sentíaaliviada cuando atravesaba elpuente hacia nuestro lado. Padredecía que la Compañía habíaconstruido los barracones paraalojar a cien hombres en cuantoterminaron la fundición. LaCompañía sabía que noencontrarían más de doscientos

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© trescientos trabajadores localesy necesitarían extranjeros. Todoslos hombres que se alojaban enlos barracones tenían sus propiossecretos. Tres, cuatro, quizá más.Impenetrables e innombrables.Daban vueltas a esos secretos ensus manos, los envolvían enpapel, los echaban al río, losquemaban, los tallaban con susnavajas cuando no tenían nadamejor que hacer. Cientos desecretos. Nosotros, en el pueblo, aeste lado del río, sólo teníamos

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cuatro. ¿Quién mató a LucieCabrol por su dinero? ¿En quélugar encima de Peniel seencuentra la entrada de la minade oro abandonada? ¿Qué sucedeen el funeral del novio antes deque lo metan en el ataúd?¿Quién traicionó al Marmota,que era el tío de Michel, despuésde la reunión a la entrada de lafundición? Sólo cuatro secretos.Al otro lado del río, ellos, en suscobertizos, guardaban cientos.

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Desde aquí arriba, el río, la casa,los barracones, la fundición, elpuente, todo parece de juguete.Así era en la infancia, OdileBlanc.

Un caluroso día de julio del año1950, Ma-demoiselle Vincent, lamaestra de la escuela, vino a lacasa. Yo me escondí en elestablo. Llevaba un sombrerocuya ala era más ancha que sushombros; era gris plata y teníaalrededor una cinta de satén

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rosa.

Merde!, dijo padre. ¡Mira, Louise,es la maestra!

Yo me voy a escabullir, Achille,dijo madre.

He venido a hablarle de su hija,Monsieur Blanc.

¿No va bien en la escuela?Siéntese, Made-moiselle Vincent.

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Al contrario, he venido a decirle—se rascó un hombro acaloradoy cubierto de pecas—, alcontrario, he venido a decirle lobien que va su Odile.

Muy amable por su parte elvenir hasta aquí a decírnoslo.¿Un cafetito?

Padre sirvió café en una taza, sequitó la gorra y se la volvió aponer un poco más atrás.

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Nunca ha sido una niña difícilnuestra Odile. ¿No es verdad?

Su inteligencia...

No sé qué opina usted,Mademoiselle Vincent, perosegún yo veo las cosas, lainteligencia no es...

Es una alumna que prometemucho.

Espere un año o dos; sólo tiene

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trece, dijo padre. Dentro de unoo dos años, todas esas promesas...¿Toma azúcar?

Justamente porque tiene treceaños hemos de tomar ahora unadecisión, Monsieur Blanc.

Ni siquiera en mis tiempos, dijopadre, se casaban antes de losdieciséis.

Quiero proponerle, MonsieurBlanc, que enviemos a Odile a

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Cluses.

Está usted diciendo que no daningún problema, Mademoiselle.Al menos, eso es lo que yo heentendido, ¿cuál es el problema?

Mademoiselle Vincent se quitó elsombrero y lo dejó sobre suregazo. Su cabello encanecido,ligeramente húmedo, estabatotalmente pegado a la cabeza.

No hay ningún problema, dijo

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lentamente, quiero que vaya aCluses por su bien.

¿Cómo por su bien?

Si se queda aquí, continuóMademoiselle Vincent, tendráque dejar la escuela al año queviene. Si se va a Cluses puedecontinuar hasta que tenga elCAP. Déjela ir. Se abanicaba conun cuadernito que había sacadodel bolso.

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¿Tendrá que quedarse interna?,preguntó el padre.

Sí.

¿Se lo ha dicho a ella?

No quería hacerlo antes dehablar con usted, MonsieurBlanc.

Mi padre se encogió de hombros,miró al barómetro y no dijonada.

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Mademoiselle Vincent se puso enpie, con el sombrero en la mano.

Sabía que comprendería, dijo,dándole la mano, como si fueraun regalo.

Yo estaba mirando desde lapuerta del establo.

¡No tiene nada que ver concomprender o dejar decomprender!, gritó padre. ¡PorDios! Nada que ver con la

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comprensión. Hizo una pausa,soltó una risita y miró de reojo aMademoiselle Vincent. Odile fueel último pecado de un viejo —me pregunto si entiende esto,Mademoiselle—, su últimopecado.

Tendrá que trabajar mucho, dijoella.

No la fuerce demasiado, dijopadre, no cambiará nada. Un díaverá que yo tenía razón. Odile se

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casará antes de cumplir losdieciocho. A los diecisiete estarácasada.

No podemos saberlo, MonsieurBlanc. Espero que continúe hastapasar el Baccalaureate.

¡Me cachiendiez! ¿Se imaginausted a mi Odile de maestra?

Podría ser, dijo MademoiselleVincent.

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No, no. Es demasiadodesordenada. Para ser maestra,tienes que ser muy ordenada.

Yo no soy muy ordenada, dijoMademoiselle Vincent, míreme amí; yo no soy muy ordenada.

Usted tiene una buena voz,Mademoiselle, cuando cantahace feliz a la gente. Esocompensa cualquier otra cosa.

Es usted un adulador, Monsieur

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Blanc.

Odile nunca será maestra; esdemasiado... dudó. Estádemasiado... demasiado pegada ala tierra.

Es gracioso pensar en esaspalabras ahora desde aquíarriba.

Dos veces en mi vida he tenidoañoranza y las dos veces fue enCluses. La primera vez fue la

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peor, pues todavía no habíapasado por nada peor que laañoranza. La añoranza tiene quever con la vida, no con lamuerte. En Cluses, la primeravez, todavía no sabía ladiferencia.

La escuela era un edificio decinco pisos. Yo no estabaacostumbrada a las escaleras.Echaba de menos el olor de lasvacas, a papá atizando el fuego, amamá vaciando su orinal, a cada

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miembro de la familia haciendoalgo diferente y todos sabiendodónde estaba cada cual; a Emilejugueteando con la radio y misgritos para que se estuvieraquieto; echaba de menos elarmario con mi ropa mezcladacon la de mamá, y a la cabradando golpecitos en la puertacon los cuernos.

Que yo recordara, todo el mundohabía sabido siempre quién erayo. Me llamaban Odile o la «hija

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de Blanc» o la «última deAchille». Si alguien no sabíaquién era yo, una sola respuestabastaba para localizarme. ¡Ah, sí!¡Entonces debes de ser lahermana de Régis! En Cluses erauna desconocida para todo elmundo. Mi nombre era Blanc,que empezaba por B, así queestaba al principio de la lista.Siempre estaba entre las diezprimeras que tenían que ponerseen pie o salir en fila.

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Allí en la escuela aprendí aconsiderar las palabras comoalgo escrito en una pizarra.Cuando un hombre blasfema, laspalabras salen de su cuerpocomo los excrementos. De niñoshablábamos así todo el tiempo,salvo cuando hacíamos trampacon las palabras. Juan yPínchame se fueron a bañar;Juan se ahogó, ¿quién quedó? EnCluses aprendí que las palabraspertenecen a la escritura. Lasutilizábamos, pero nunca eran

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enteramente nuestras.

Una tarde, después de la últimahora, volví a la clase a buscar unlibro que había olvidado. Laprofesora de francés estabasentada en la mesa con la cabezaentre las manos, y lloraba. Nome atreví a acercarme. Detrás deella, en la pizarra, lo recuerdoestupendamente, estaba laconjugación del verbo fuir.

Si alguien me hubiera

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preguntado en 1952: ¿qué lugarte hace pensar más en loshombres? No habría contestadola fundición; no habría dicho elcafé de enfrente de la iglesia losdías de funeral; no habría dichola feria de ganado de otoño.Habría dicho: ¡el lindero delbosque! Si cogiéramos loslinderos de todos los bosques ybosquecillos del valle y losuniéramos formando unapantalla, tendríamos una cenefade hombres. Unos con escopetas,

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otros con perros, otros con sierrasy algunos con muchachas. Oíasus voces desde la carretera. Losobservaba: la delgadez de los másjóvenes, la forma en que suscamisas de cuadros colgaban desus hombros, sus botas, el modode llevar los pantalones, el bultojusto debajo de la hebilla delcinturón. No me fijaba en suscaras, no me molestaba enponerles un nombre. Si algunode ellos reparaba en mí, salíacorriendo. No quería decir una

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palabra, no quería acercarme aellos. Observarlos era más quesuficiente, y observándolos supecómo había sido hecho elmundo.

Llévale esta barra de pan a Régis,dijo madre. Cuando estáhelando, el frío se te mete hastalos huesos, y los hombresnecesitan igualmente su comida,haga el tiempo que haga.

Me dio el pan. Corrí todo lo que

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pude hacia la fundición; habíahielo por todas partes y tenía quetener cuidado con dónde pisaba.Todo estaba helado: las vías delferrocarril, las esclusas, losmarcos de las ventanas, lasrodadas de la carretera; delfarallón, a espaldas de los hornos,colgaban carámbanos; sólo el ríose seguía moviendo. A laentrada, llamé al primer hombreque apareció ante mi vista; teníalos ojos inyectados en sangre yhablaba con un fuerte acento

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español.

¡Régis! ¡Un gran hombre dehonor!, gritó al tiempo quelevantaba el pulgar. Esperé en elumbral unos minutos,golpeando el suelo con los piespara mantenerlos calientes.Cuando Régis llegó, veníaacompañado de Michel. Eran dela misma quinta: la del 51.Habían ido juntos a la mili.

¿Conoces a Michel?, preguntó

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Régis.

Yo conocía a Michel. MichelLabourier, el sobrino delMarmota.

¡Por todos los santos, entra ycaliéntate un poco!, siseó Régis aldarle yo la barra de pan.

Padre...

No es lo mismo si estás conmigo.Dame la mano. 'Jesús!, ¡si estás

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helada! Acabamos de sangrar elhorno.

Me condujeron hasta otra navemucho más pequeña, alejada delos grandes hornos y de lasgigantescas grúas que se movíansobre raíles aéreos por encima denuestras cabezas.

¿Vas a la escuela en Cluses?, mepreguntó Michel.

Asentí con la cabeza.

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¿Y te gusta?

Echo de menos mi casa.

Al menos allí aprenderás algo.

Aquél es otro mundo, dije.

¡Tonterías! Es el mismo malditomundo. La diferencia es que loschavales que van a Cluses no sequedan pobres e ignorantes parasiempre.

No somos ignorantes, dije.

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Me miró fijamente. Mira, dijo,coge esto: te mantendrá calientela sesera. Me dio su gorra delana, roja y negra. Yo protesté, yél, riendo, me la encasquetó, deforma que me cubriera toda lacabeza.

Es comunista, me dijo Régisdespués.

Por entonces yo no sabía lo quesignificaba esa palabra. Nossentamos sobre un montón de

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arena, arrimados contra el muro.Yo cogí un puñado y la dejécorrer entre los dedos. Sentía elcalor de la arena a través de lasmedias, en las pantorrillas. Régisse puso a revolver en una lata,sacó la navaja y empezó a cortaruna salchicha. En el otroextremo de la nave habíaalgunos hombres más.

Conque tu hermana ha venido avisitarnos, gritó uno de ellos.

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Se llama Odile.

Hay una Santa Odile, ¿lo sabías?

Sí, grité yo, se celebra el trece dediciembre.

Nació en Alsacia y era ciega,gritó a su vez el hombre. Teníapor lo menos cincuenta años yera delgado como la pata de unacabra.

¿Ah sí?

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No vio con sus propios ojos hastaque fue una mujer adulta.Entonces fundó un monasterio.

El hombre delgado, que no eradel valle y lo sabía todo sobreSanta Odile, estaba tirando delas cadenas de una polea quehacía funcionar una máquinacon la que se sujetaban ylevantaban grandes pesos.

Ahora va a quitarle el sombreroal «pan», dijo Régis.

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Pero si te lo acabo de dar, dije yosin comprender nada.

¿Ves allí algo que chisporrotea?

¿En la arena?

Es el pan con el sombrero puesto.¡Mira ahora!

Varios hombres empezaron agolpear el lingote con unaslargas barras de hierro. A cadagolpe, la cosa respondía

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escupiendo fuego. Yo estabacomiendo salchicha. La máquinaque manejaba el hombredelgado descendió y levantó laparte superior del pan, como sifuera una gorra. Bajo la gorra,todo estaba al rojo vivo. Yo sentíuna oleada de calor, pese a estaren el otro extremo del taller. Losbordes de la parte inferior, de unblanco incandescente, sederramaban, como un quesomuy maduro. Cuando ungoterón se desprendía y caía al

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suelo, hacía un sonido semejanteal que se produce cuando sequiebra un cristal y se poníanegro. Todos los hombres seprotegían la cara con escudos.

Un lingote pesa una tonelada,dijo Régis. Estaba bebiendo deuna botella de vino, y parte deéste le resbalaba por el cuello.Una tonelada, continuó, y elferromolibdeno está valorado enseis mil por kilo —cálculalo túmisma, todavía estás en la

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escuela—, ¿a cuánto se vendecada pan?

Seis millones.

Eso es.

El lingote, que tenía un metro ymedio de diámetro, fosforecíaahora sobre la arena. Régis habíadejado de mirar. Yo no podíaapartar los ojos de aquello.

¿Te sabes la historia de los dos

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cazadores en el bosque?,preguntó Régis.

¿Qué historia?

El lingote estaba cambiando decolor. Su blancura se tornabavioleta. El tono violáceo de unniño con difteria.

Creo que no me la sé.

Una vez, había dos cazadores enel bosque, por Peniel: Jean-Paul

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y Jean-Marc.

De una tubería instalada en eltejado y perforada con cientos deagujeros empezó a salir agua,como si lloviera directamentesobre el lingote. Ahora estabaescarlata.

Jean-Paul se para y dice: ¡miraallí, Jean-Marc! No veo nada,contesta Jean-Marc. Sin dejar deseñalar, Jean-Paul dice: debes deestar ciego... allí, junto el abeto

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ese que está arrancado. Veo lasraíces y la tierra y las piedras,Jean-Paul, es lo único que veo.

Al caer sobre el metal caliente, lalluvia se convertía en vapor ysilbaba como un grillo.

Los dos cazadores se adentran enel bosque. ¿La ves ahora?, gritóJean-Paul. ¿Dónde? En la nieve,bajo las raíces, Jean-Marc. ¡Diosmío! ¡Sí!, respondió gritandoJean-Marc. Ambos hombres

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detienen sus pasos y entoncesempiezan a abrirse camino hacíael árbol. La nieve les llega a lacintura. Un rato después separan a tomar aliento.

El color del pan se ibaoscureciendo, y ya apenas lodistinguía cubierto como estabapor una nube de vapor.

¿Viva?, pregunta Jean-Marc.Jean-Paul se adelanta. ¡La sientodesde aquí!, grita. ¡Ten cuidado,

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Jean-Paul! ¡Ten cuidado! Jean-Paul desaparece. Un momentodespués, Jean-Marc oye reír a suamigo, luego la risa se convierteen un suspiro. El suspiro másfeliz del mundo, amigo mío.Jean-Marc sabe lo que estásucediendo, así que se pone amirar las copas de los árboles.Mientras las mira, cuenta.Cuando ha contado hasta cincomil, baja la vista y mira endirección al abeto. Ni rastro deJean-Paul. Ahora le toca a Jean-

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Marc.

Había dejado de caer agua sobreel lingote.

Jean-Marc también puedesentirlo. Oye el goteo. Al igualque Jean-Paul, cae boca abajo yempieza a reírse. Su risa tambiénse convierte en un suspiro.

El lingote era ahora negro ytenía irisaciones, como el aceite.

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¿Sabes lo que estaban haciendoJean-Paul y Jean-Marc?

Dije que no con la cabeza.

¿No lo sabes, Odile? ¿No sabes loque estaban haciendo los doscazadores?

No.

Estaban jugando a cinco contrauno.

Miré a mi hermano y pensé:

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hermanito —era nueve añosmayor que yo—, estás bebiendodemasiado.

La vela y todo lo que cuelga deella está girando hacia el Sur,hacia el sol, en un cielo con elmás intenso azul invernal, comoel añil que utilizábamos paralavar la ropa.

El día que Cristo ascendió a loscielos, la banda del pueblo ibatocando de caserío en caserío.

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Llevaban los uniformes reciénplanchados, los instrumentosrefulgían al sol, y las hojas de lashayas estaban tiernas comolechugas. Tocaban tan alto, quelos cristales de las ventanastamborileaban y siempre se caíaalguna teja. Y en cada caserío,después del concierto, la gentesolía invitarlos a aguardiente ypasteles, de modo que hacia elfinal de la tarde, el primersaxofón y el segundo estabanborrachos, así como varios

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trombones y un tambor o dos.Por la noche del Día de laAscensión, padre volvía a casacon su trompeta un poquitodesmejorado. En el caso depadre, sin embargo, nadienotaba nada hasta la noche.Nunca dejó que el alcoholinfluyera en sus dedos cuandotocaba.

Murió el nueve de febrero de1953. El Día de la Ascensión delaño siguiente, la banda vino a

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tocar en su honor a nuestrohuerto. Tocaron una marcha deAída de Verdi y una canciónllamada «Sorprendente Gracia».Algunos hombres de la fundiciónse alinearon para escuchar lamúsica desde el otro lado de lacerca del huerto. Madre estabade pie junto a la puerta delestablo; miraba al cielo con losbrazos cruzados sobre el pecho. Yde repente, la casa de papá, consus tres habitaciones, su pajar, suminúsculo balcón de madera y

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su leña apilada, dejó pequeña ala fundición, que tenía eltamaño de seis catedrales.

«Sorprendente Gracia» empiezatriste, y poco a poco la tristeza seconvierte en un coro y entoncesdeja de ser triste para hacersedesafiante. Durante un rato creíque él estaba allí también. Mástarde la música se escucha a símisma y descubre que algo se haquedado en silencio.Irremediablemente. Se había

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ido.

Mientras escuchaba«Sorprendente Gracia» aquellatarde de mayo de 1953,comprendí que la virilidad quelas mujeres buscan en loshombres es a menudo maliciosa,resbaladiza, desvergonzada. Noes algo grandioso lo que buscan.Es cauteloso y astuto,exactamente como era padre.

Los hombres que estaban al otro

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lado de la valla empezaron aaplaudir, y Michel me saludócon la mano. Yo me volví,diciéndome a mí misma que sóloa un comunista se le ocurríahacer semejante cosa en unmomento como aquél.

La moto de Michel era roja y defabricación checoslovaca. Losrecambios eran más baratos quelos de cualquier otra moto, decíaMichel, porque Checoslovaquiaera un país comunista, y los

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comunistas no ponían elbeneficio por encima de todo.Varios domingos me invitó a daruna vuelta y siempre rechacé lainvitación. Estaba demasiadoseguro de sí mismo, se creía quesabía más que nadie en el valle.Había dicho que mi padre eraun «pringao». No a mí. Meenteré por un amigo. AchielleBlanc^ ha «pringao» por los otrosdurante toda su vida. Ésashabían sido sus palabras. Así queyo le dije que no.

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La sexta vez que me invitó fue enagosto. Los dos estábamos devacaciones. Ya habíamos segadoy recogido el heno. Régis se habíacomprado un viejo Peugeot detercera mano y lo estabapintando en el huerto. Emileestaba en casa cuando llegóMichel. Conduce bien, Odile,dijo Emile, no tienes por quétener miedo. El miércoles,anunció Michel, te recogeré a lascinco de la mañana. ¡A lascinco!, protesté yo. Las cinco no

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es tan temprano si queremosllegar a Italia. ¡Italia!, grité. Y,sin embargo, por alto quegritara, la palabra había surtidoefecto. Si de verdad íbamos a ir aItalia, todo quedaba fuera de micontrol. No dije nada más. Y elmartes por la noche preparé lospantalones, las botas y unamochila con comida para los dos.

Atravesamos el Gran SanBernardo un poco hacia el estedel Mont Blanc, en donde el

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viento ahora arremolina lanieve, como si fuera mi chal degasa, contra el cielo azul.Ninguno de los dos sabíamos loque la vida nos tenía reservado.Michel había traído un termocon café, y nos paramos a tomarel primero cerca de Chamonix.Dejamos atrás una fundiciónque, según Michel, era una copiade la nuestra. Ocupaba menosespacio. Y seguimos subiendomás y más. Almorzamos ya porencima de la línea de árboles.

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Nunca en mi vida habíarespirado un aire tan puro. Meentraba por la boca, por la nariz,por los oídos y por los ojos. Alllegar a la cumbre, nos tiramosbolas de nieve y vimos los perros.Eran grandes como póneys.Había un lago. Un lago a aquellaaltura sorprendía tanto como laslágrimas después de una victoria.Cuando el viento se hizodemasiado frío, me protegí lacabeza contra su chaqueta decuero. Iba con las rodillas

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metidas bajo sus piernas yagarrada con una mano a sucinturón. En las curvas, metumbaba con la moto como lahierba ondulada por el viento.

Se recalentó un poco en elúltimo tramo, dijo él.Probablemente notaste el olor aaceite quemado.

No sé como huele el aceite demotos, respondí yo.

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En aquella moto de 350 cc conmotor de dos tiempos fabricadaen Checoslovaquia, descendimoshasta Italia, al otro lado de lamontaña. Las vacas parecían depeor raza; las cabras, másdelgadas; había menos árboles ymás rocas, pero el aire era comoun beso. En ese clima las mujeresno tenían que ser como éramosnosotras en nuestro lado de lasmontañas. En donde nosotrostenemos frambuesas silvestres enbosques de abetos esquilmados,

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me dije para mí, ellos tienenvides plantadas entre losmanzanos. Sentí envidia porprimera vez en mi vida.

¿Te fijaste en el Saumua quebajaba hacia Aosta?, mepreguntó.

No.

Es el camión más grande que seha fabricado después de laGuerra. Puede llevar una carga

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de treinta toneladas.

Antes de oscurecer estábamos devuelta. Llegué a tiempo deencerrar las gallinas y decargarme la leche a la espalda ybajarla a la central. Me dolía eltrasero, tenía las manos sucias yel pelo enredado.

Me llevó horas desenredármeloantes de irme a la cama. Pero mesentía orgullosa de mí misma.Había estado en Italia.

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Haremos otra excursión, propusoMichel.

La semana que viene empieza elcurso.

Qué rara eres, Odile; losdomingos no hay clase.

No, dije yo. Gracias por esta vez.

Eres una buena pasajera, por sino lo sabías.

¿Las hay malas?

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Muchas. No se fían delconductor. No puedes montar enmoto si no te dejas llevar.Apostaría algo a que no pasastemiedo en ningún momento,Odile. ¿A que te sentías segura?No pasaste miedo en ningúnmomento, ¿a que no?

Tal vez sí, tal vez no. Suseguridad me daba ganas defastidiarlo un poco.

Dos meses después, un fin de

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semana, cuando cogí el autobúsen Cluses para ir a casa, elconductor me dijo:

¿Sabes lo que le ha pasado aMichel?

¿Qué Michel?

Michel Labourier. ¿No te hasenterado de que tuvo unaccidente?

¿En la moto?

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No; en la fábrica.

¿Qué le pasó?

Perdió las dos piernas.

¿En dónde está?

En Lyon. Es el mejor hospital delpaís para las quemaduras. Unhospital militar. Antes hacían laguerra con plomo, ahora lahacen con llamas. Las dospiernas.

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Me quedé mirando por laventanilla del autobús sin vernada, ni siquiera la fundicióncuando pasamos por delante. Aldía siguiente fui a ver a sumadre.

Tal vez habría sido mejor quehubiera muerto, dijo.

No, dije yo; no, MadameLabourier.

No permiten visitas, dijo; lo

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tienen en una jaula de cristal.

Estoy segura de que en seguida ledejarán visitarlo.

Es demasiado lejos. Demasiadolejos para que nadie pueda ir averlo.

¿Todavía corre peligro?

No, su vida ya no está en peligro.

No llore, Madame Labourier, nollore.

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Al volver a Cluses, durante unasemana, cada vez que pensabaen ello empezaba a llorar. Quéhorror para un hombre perderlas dos piernas. Tambiénpensaba en lo que los chicosllamaban su tercera pierna.Cuando eres joven y tienes unaspiernas flexibles, la tercera sepone dura..., cuando eres viejo ytienes las piernas rígidas, latercera se queda fláccida. Y estaestúpida broma me hacía lloraraún más.

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La noche de fin de año de 1953 lapasé en casa. La silla de padreestaba vacía. Después de cenar,Régis y Emile se levantaron parair al baile del pueblo. Ven connosotros, Odile, dijo Emile. Mequedaré con madre. ¡Pero con loque te gusta bailar!, insistióEmile. Ahora ya no hay ningúnchico en el pueblo que seabastante para nuestra Odile, dijoRégis. Se fueron. Madre cosió unrato y se fue a dormir pronto. Yooí las campanadas de

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medianoche en la radio y laalgarada de la gente. No teníasueño, así que salí y di unavuelta por el huerto. La hierbaestaba dura como el hierro. Elbise llevaba varios días soplando,y el cielo estaba despejado. Miréa las estrellas y pensé en mipadre. Nadie puede mirar a lasestrellas cuando están tan firmesy tan brillantes sin pensar quetienen algo que decirle. Entoncespensé en Michel sin sus piernas yen la Estrella Roja que llevaba en

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la solapa de la chaqueta decuero. En el silencio, eché demenos sus bromas y su tos. Fui acomprobar que el gallineroestaba bien cerrado. Cuandodurante una semana seguida lastemperaturas se mantenían aquince bajo cero, los zorroscruzaban el patio de la fundiciónen busca de alimento. Un mesantes, el turno de noche habíamatado a un jabalí detrás delpabellón de las turbinas. Derepente, cambió el viento, y para

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mi sorpresa oí música de baile.Flotando en el aire llegaba hastamí la melodía de una banda.Parecía que llegaba en ráfagas, aligual que parecía que lasestrellas parpadeaban. Ladistancia y el frío producenefectos extraños. Me decidí.Entré en la casa, me envolví lacabeza en una bufanda y mepuse un viejo abrigo del ejército.Iría a ver lo que sucedía en el«baile de los carneros».

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Todos los años, la Compañíatraía una banda para la Nochede fin de año, y los hombres quevivían en los barracones teníansu propio baile. Los del pueblono participaban; la Compañíatampoco se animaba a ello, y poreso se le llamaba el «baile de loscarneros». Crucé la vía del tren.La música se oía más alta. Loshornos crepitaban, comosiempre. El humo que salía delas chimeneas era blanco a la luzde las estrellas. Salvo esto, todo

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estaba quieto y helado. Afuerano se veía ni un alma. Lashabitaciones del bajo contiguasal edificio de las oficinas estabanencendidas. No había cortinas, ylas ventanas estaban empañadaspor la escarcha.

Me encaramé a una y, como unratón, rasqué el cristal con lauña. No podía creer lo que veíanmis ojos; ¡había un hombrebailando sentado en el suelo!Tenía las manos en las caderas y

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lanzaba las piernas haciadelante, y sus pies volvían a laposición inicial con la mismarapidez con la que salíandespedidos, como las pelotascuando rebotan contra unapared. Estaba tan asombradaque no reparé en el desconocidoque se aproximaba hasta mí yque ahora estaba a mi ladomirándome de arriba abajo.

Buenas noches, dijo. ¿Por qué noentras al calor?

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Dije que no con la cabeza.

Debes de tener la sangre biencaliente cuando no te preocupael frío en una noche como ésta.

Sólo estamos a menos quince,dije yo.

Estas fueron las primeraspalabras que crucé con él. Luegohubo un silencio. Estábamos depie iluminados por la luz de laventana, y el vapor de nuestro

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aliento se entrelazaba como losresoplidos que salen de los ollaresde un caballo.

¿Cómo te llamas?

Odile.

¿Cuál es tu nombre compleo?

Mademoiselle Odile Blanc.

Se cuadró como un soldado ehizo una inclinación de cabeza.Debía de medir dos metros.

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Llevaba el pelo cortado al rape ytenía unos pulgares enormes;con las manos puestas contra losmuslos, sus pulgares parecíantan grandes como golondrinas.

Yo me llamo Stepan Pirogov.

¿De dónde eres?

De muy lejos.

¿De un valle?

No; de un lugar que es llano,

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llano, llano.

¿Sin ríos?

Hay un río que se llama elPripiat.

El nuestro se llama Giffre.

¿Blanc? ¿Blanc significa blancocomo la leche?

No siempre; no cuando pidesvino blanco.

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Blanco como la nieve, ¿no?

¡Pero no como la clara de unhuevo crudo!, grité yo.

Cuéntame otro chiste, dijo, yabrió la puerta.

Me encontré en el vestíbulo del«baile de los carneros». Despuésdel frío glacial que hacía fuera,dentro estaba muy agradable.Había el ruido de los hombreshablando, como el sonido de la

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fermentación de las frutas en unbarril. Olía a vino agrio, aperfume y al polvo rojo quetermina cubriendo todas lascornisas y todas las superficiesplanas por encima de lafundición. Pegada a una de lasparedes del vestíbulo —que enrealidad era una antesala de lasoficinas, en donde el personaladministrativo se quitaba losabrigos y se ponía las batas detrabajo— había una larga mesatras la cual unas mujeres que yo

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no había visto en mi vida servíanbebidas a un grupo de hombresque, obviamente, llevabanbebiendo más tiempo del que lesconvenía. Mi hermano decía quelas mujeres del «baile de loscarneros» eran contratadas ytraídas de lejos, de algún lugarcerca de Lyon, por cuenta de laCompañía.

Quería salir al aire, pero noquería que él me olvidarainmediatamente. Así que le

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conté una historia de mi abuela.En realidad, no era exactamentemi abuela. Era la mujer con laque vivió mi abuelo después deque muriera mi abuela. Al morirél, Cé-line —se llamaba Céline—siguió viviendo sola en la casa demi abuelo. Ya era bastante viejapor entonces. No puedesexplicarle todo esto a alguienque acabas de conocer hace unosminutos y que te ha lie-vado aun bar lleno de hombres con lasventanas empañadas y el suelo

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embarrado, encharcado por lanieve fundida.

Mi abuela siempre tuvo unmacho cabrío, así que losvecinos, cuando sus cabras seponían en celo, solían llevárselas.Ella les cobraba mil francos porla visita, y si la cabra no sequedaba preñada, teníanderecho a otra visita gratis. Unaño, todos los vecinos que habíanllevado cabras pidieron unasegunda visita. Algo iba mal. Mi

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abuela habló de esto con Néstor,el sepulturero, que estaba casadocon una sobrina suya y criabaconejos, cuyas pieles vendíacomo nutria. Es muy sencillo, ledijo él, tiene frío; solo en elestablo, el pobre animal debe deestar congelado. Constrúyele uncorral pequeño, en donde no cojafrío. Mi abuela se fue a casa,pensó en el consejo de Néstor ydecidió que aquello erademasiado trabajo. En su lugar,tendría el animal en la cocina,

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salvo cuando hiciera sol fuera. Elmacho cabrío se recuperó, ytodas las cabras de los vecinosiban a tener crías para Pascua.La siguiente vez que la abuela seencontró con Néstor, elenterrador, le dio las gracias porel consejo. ¿Entonces leconstruiste por fin un corral máscaliente?, dijo. Demasiadotrabajo, contestó ella, lo pasé a lacocina. Néstor la mirósorprendido. ¿Y el olor?,preguntó. Mi abuela se encogió

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de hombros. ¿Pero tú qué esperasde un macho cabrío?, dijo, ¡enseguida se acostumbró!

Me gustó que se riera. Entoncesme vi reflejada en un espejo quehabía sobre un lavabo. ¿Quéestaba haciendo allí? Volví laespalda al espejo rápidamente. Elestaba allí, alto como una torre ami lado, protector como unárbol. Y dubitativo. Tal vez, a laluz de neón, mi presencia lesorprendía. Quizá fuera había

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pensado que yo era mayor.Quizá no había visto lo ridiculasque eran mis ropas. A mi pesar,volví a echar un vistazo al espejo.

Debes de tener los pies helados,dijo.

Bajé la vista, observé mis pesadasbotas, forradas por dentro de pielartificial, y dije que no con lacabeza.

¡Si bailamos en seguida entrarán

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en calor! Y en ese momento, labanda, que estaba fuera delalcance de mi vista, empezó atocar. Una polca. Aquel hombre,al que le había contado lahistoria del macho cabrío de miabuela, me tomó del brazo ydelicadamente me guió hacia lasala de baile. La banda estabainstalada en unos tablonesmontados sobre su andamio. Elresto de las mujeres llevabanzapatos de tacón alto. La músicasonaba extraña, pues la

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habitación, que normalmenteservía de almacén, no teníatecho. Muy arriba, estaban lasvigas de hierro que eran tambiénlas del tejado que cubría el hornomás elevado. La mayoría de lasmujeres llevaban vestidos muyescotados; y algunas, pulserasdoradas. También habíahombres bailando juntos. Y unamujer, con una pluma inmensa,que bailaba sola.

Lo que sorprende de la música es

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que viene de afuera. Pero sesiente como si viniera de dentro.El hombre que se habíacuadrado y anunciado que sunombre era Stepan Pirogovestaba bailando con Odile Blanc.Y, sin embargo, dentro de lamúsica, que estaba dentro de mí,Odile y Stepan eran la mismacosa. Si me hubiera tocadomientras bailábamos como loshombres tocan a las mujeres, lehubiera dado una bofetada.Detrás de la banda había un

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montón de palas; si me hubieratocado, le hubiera pegado conuna. Llevaba el ritmo echando lacabeza hacia atrás: la barbillalevantada, el cuello tenso y unasonrisa en la boca. Cuando paróla banda, levantó la mano quereposaba sobre mi hombro ymiró a los músicos, comosorprendido de que ya nohubiera más música; luego hizouna señal con la cabeza y labanda empezó a tocar de nuevo.Dio la impresión de que daba

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órdenes a la música con unmovimiento de cabeza.

Durante un largo rato, no sécómo de largo, antes de quehubiéramos intercambiado nadasalvo una historia bastante tontaacerca de un macho cabrío,antes de que entre nosotros sehubiera decidido nada, cuandotodavía no sabía nada de StepanPiro-gov, los dos dejamos que lamúsica nos llenara, como sifuéramos un sólo carro tirado

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colina arriba por un caballo altrote.

¿Quieres beber algo?, mepreguntó al fin.

Volvimos al vestíbulo, iluminadocon tubos fluorescentes, y allí mecompró una gaseosa. Esta vezevité el espejo. Tenía un marcadoacento extranjero.

¿En dónde vives, Odile?

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En la casa que hayinmediatamente después dedonde acaba la vía demaniobras.

¿En donde están las vacas? Mipadre tenía una.

¿Sólo una?

Sólo una; a las afueras deEstocolmo.

¿Naciste en Estocolmo?

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No sé dónde nací.

Tu madre podría decírtelo.

No conocí a mi madre.

¿Murió?

No.

En medio del calor y del olor avino agrio y del bullicio de lasrisas de los hombres del «baile delos carneros», súbitamente sentícompasión por él. ¿O era tal vez

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compasión por los dos? Me quedécon la vista fija en la gaseosa quehabía al fondo del vaso. Lo sentíaa mi lado mirándome desdearriba, como un árbol a unconejo. Levanté la cabeza. Elmiedo había desaparecido.

Llevo aquí tres meses, dijo.

¿Y antes dónde estabas?

Antes estaba en un barco.

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¿Eres marinero?

Si quieres llamarlo así.

No te quedarás aquí muchotiempo si eres marinero.

Me quedaré por ti, dijo.

¡Pero si no sabes nada de mí!

Te conozco desde que fuiconcebido en el útero de unamadre que nunca conocí.Pronunció esta extraordinaria

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frase con un extraño tonomonótono.

Tengo que irme, dije yo.

Pasa un poco más del añoconmigo, Odile.

¿Es así como habláis en tulengua?, pregunté.

En mi lengua te llamaríaDilenka.

Fue diferente bailar con él por

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segunda vez. Estoy bailando conun marinero, me repetía a mímisma. Si madre llegara saberque estuve bailando con unmarinero.

No he visto el mar en mi vida.Cuando terminó el baile, fui abuscar mi abrigo.

Tengo que trabajar mañana, ledije.

¿Puedo verte el sábado por la

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tarde?

Tal vez tenga que trabajar; no sé.

Te esperaré junto al puente, dijo.

¿A qué hora? Me hubieramordido la lengua después dedecir esto.

Estaré allí toda la tarde,escuchando el sonido del ríohasta que tú llegues. Dijo estocon el mismo tono monótono de

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antes.

Mi madre estaba lavando uncubo en el establo y yo estabaordeñando antes de coger elautobús de vuelta a Cluses;todavía no había amanecido, yella empezó a gritarme.

¡De estar vivo tu padre, nunca tehubieras atrevido a hacer eso!

¿Hacer qué?

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¡Ir al «baile de los carneros»!

No había nada malo en ello,madre.

¡Y volver a las cuatro de lamadrugada!

¡A las tres!

¡Nadie va a ese baile!

No son fieras salvajes.

¿Qué he hecho yo —por el amor

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de Dios, qué he hecho yo— paramerecer una hija así?

Hiciste con papá, que en pazdescanse, lo que hacen lamayoría de las esposas, madre.

¡Como te oyeran!, gritaba lamadre. ¡Qué maneras son esas dehablar a una madre!

Me arrojó a la cara el cubo llenode agua. Estaba tan fría que mequedé sin aliento y del susto me

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caí de la banqueta. Lilac volviótranquilamente la cabeza paraver lo que había sucedido. Lasvacas son las vacas mástranquilas del mundo, era unode los chistes favoritos de Stepan.Lo decía con un tonoapesadumbrado.

Lo tuve esperando toda la tardejunto al puente. Cuando por finllegué, no se quejó. Me escuchó ymientras yo hablaba, pasaba losdedos por el borde de la bufanda

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que llevaba yo al cuello. Hacíatanto frío, que el sonido del ríoera tan agudo como el pitido deltren. Cada quince días venía untren a llevarse el molibdeno y elmanganeso. Siempre por lanoche. Y desde mi más tiernainfancia, siempre me despertó.Caminamos cruzando las víashasta el taller grande.

¿Sabías que cada horno tiene unnombre?, me preguntó. Aquelgrande de allí se llama Peter. Ese

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otro se llama Tito... ¿Por qué tesonríes?

No tenían nombre cuando yo eraniña.

Ahora era él el que se reía.

Hay otro que se llama Napoleón.¿Qué es lo que te hace sonreír?

Una sonrisita, dije yo.

¡Ahora ya no es tan pequeña!,respondió.

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¡Más pequeña que la tuya!

¿Sabes medir las sonrisas?

Sí, dije.

Se inclinó, me cogió en volandaspara que mi boca quedara a lamisma altura que la suya, y mebesó. En la nariz.

Sé tan poco sobre él; y, sinembargo, tras años de pensar heaprendido mucho más de los

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mismos datos. Tal vez alprincipio de amar a alguien nohaya muchos datos. Los datosson lo que el destino te tienereservado. Sus padres adoptivoseran ucranianos y habían dejadoRusia en los años veinte paraestablecerse en Suecia. Un día,una rusa que había conocido asu madre adoptiva cuandotodavía vivía en Kiev llegó a lacasa con un bulto envuelto enpañales. Era un bebé de dosmeses. La pareja dio su apellido,

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Pigorov, a la criatura. No teníanhijos propios. El «padre» hacíasillas y la «madre» era lavandera.Tuvieron que abandonar su paísporque en 1918 el hombre sehabía alistado en el ejércitoequivocado: el verde, no el rojo.Su «padre» se enroló en elejército de un hombre queStepan llamaba Batko Makhno.Batko, decía, significa padre. Yono comprendía muy bien lo quequería decir.

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El invierno pasó lentamente. Unsábado fuimos a dar un paseo enla nieve. El llevaba mitones delana azules. Me había enlazadopor la espalda y una de susinmensas manos forradas de azuldescansaba sobre mi hombro.Mientras íbamos caminando, mecontó una historia.

Una vez había dos osos dormidosbajo una roca. Tenían la pielblanca por la escarcha. El máspequeño de los dos abrió los ojos.

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¡Mischka! rugió.

¡Mouchenka! rugió el otro.

¡Podemos hablar! Di algo. Di unapalabra.

Miel, dijo el oso.

Nieve, dijo la osa.

Primavera, dijo él.

Muerte, dijo ella.

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¿Por qué muerte?

En cuanto empezamos a hablar,conocemos la muerte.

¡Dios mío!, dijo Mischka altiempo que le hincabasuavemente el hocico en elcuello.

¿Por qué tiene Dios tan pocopoder?, preguntó Mouchenka,poniéndole una zarpa en laespalda.

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¿Cómo puedo saberlo?

Todo lo que existe lo oculta, dijoella.

Está escondido en su guarida,dijo él.

Pues ya podría salir de vez encuando, ¿no?, se quejóMouchenka.

Mouchenka sacó la cabeza de laroca que los protegía, y la nieve

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se posó sobre su gran hociconegro. ¿Por qué tiene tan pocopoder, Mischka?

Porque creó el mundo, rugió eloso.

¡Así que agotó toda su fuerzahaciéndolo y desde entonces estácansado! Se quitó la nieve de lanariz.

No, dijo Mischka.

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¿Qué quieres decir con ese no?

Podría haberlo creado todo deotra forma, de modo que elmundo hiciera exactaménte loque él quisiera.

¿Habría sido mejor?

Sí.

Durante un buen rato ningunode los dos osos dijo nada más. Porfin, la osa habló: si el mundo

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hiciera exactamente lo que élquisiera, nadie lo reconocería,¿no lo comprendes? No habríanecesidad de reconocerlo. ¡Nohabría nada más que él!

¡Mouchenka! Eras más sencillacuando no sabías hablar.

Tal como son las cosas, continuóella, está esperando siempre quese le reconozca. No deja deenviar recordatorios. Mira cómocae la nieve, Mischka, cae sobre

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todas y cada una de las agujas delos pinos.

¡No es listo ni nada!, rugió el oso,¡lo ha hecho todo de tal formaque él puede permanecerescondido! Rascó con su pezuñala piel de la cadera de la osa. ¡Loha hecho todo de forma que lodejáramos en paz!

No, no, dijo Mouchenka, Dioshizo el mundo como es, de modoque se le necesitara. Es lo que

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quería.

En ese preciso instante se oyerondos disparos, y un cazador gritó:¡Tocados los dos!

La sangre de los dos osos manchóprimero sus pieles y luego lanieve.

Christian señala hacia algoabajo. Lleva los guantes de lanaque le hice. No distingo lo queestá señalando.

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Al siguiente fin de semana lesugerí a Stepan que viniera a lacasa. Le hablé de mis hermanos.Esperaba que madre seablandara un poco si lo conocía.Desde la mañana que me tiró elcubo de agua en el establo nohabía vuelto a dirigirme lapalabra.

Todavía no, Dilenka, todavía no.Cuando llevas a un hombre a tucasa por primera vez, todo elmundo lo mira y empieza a

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preguntarse por el futuro, loponen a prueba —como un parde pantalones— para ver si sirve.Si tuviera tu edad, pero soy unhombre hecho y derecho, unextranjero, no tengo nada aquí, yellos necesitarán todo tipo degarantías; es demasiado pronto.Todavía no sé adonde podríallevarte. Esperemos un poco.

Un sábado Stepan vino a Clusesen el autobús de mediodía.Quería ver la habitación en la

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que me hospedaba, en casa de laviuda Besson. Esta vez fui yo laque se opuso a la visita. Lahabitación era demasiadopequeña y la cama ocupaba lamitad del espacio. En su lugar,tenía un regalo para él. Loenvolví en una de mis bufandas,una bufanda de gasa blanca.

¿Qué puede ser?

Era una petaca paraaguardiente, forrada de cuero.

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Había ahorrado durante un mespara comprársela. Stepan sehabía quejado del frío cuandotrabajaba en el turno de noche.

Paletea seis toneladas, ¡Schest!,en el horno Peter. Quédate cerca,y el calor que emana te seca elsudor hasta abrasarte. Da unpaso atrás y te congelas con elfrío de la noche. Menosveintiocho grados. Minusdvadtzat vossiem.

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Me enseñó a contar en ruso, y yoaprendí como aprenden loschicos a imitar el canto de lospájaros.

¡Que un trago de aguardiente tehaga compañía entre el frío y elcalor del turno de noche! Escribíesta frase en un sobre y lo peguéa la petaca antes de dársela.

Cuando leyó el mensaje escritoen el sobre, tiró la petaca al airey la recogió con una mano.

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Estábamos enfrente de laestación de autobuses de Clu-ses.Entonces me besó. En la boca.Los besos eran cada vez máslargos.

Un amigo de padre, César, elzahori, solía sostener el péndulosobre un mapa de la región, yallí donde había aguassubterráneas, el pénduloempezaba a dar vueltas como unpatito. ¿Estoy ahora volando encírculos sobre el Mole porque un

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domingo de mayo Stepan y yosubimos hasta allí a cogerbotones de oro? Bajo nosotros, enun camino, a una distancia quesi gritara me oiría, hay unamujer con un vestido que yonunca tuve. ¡Cómo seremosolvidados!

Mientras subíamos, Stepan mehabló de su niñez. Crecí, mecontó, con el olor de la cola depescado: el olor del fondo delocéano. Y no sé si me creerás,

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pero es verdad: para cuandoempecé a comer alimentossólidos ya era capaz de sostenervarios clavos entre los dientes. Alos quince años hice mi primerasilla, y padre mantenía —comoverdadero discípulo de Makhnoque era—, mantenía que eramejor que todos los tronos delmundo.

El sol calentaba y era esemomento de mayo en que lahierba se pone a crecer como

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loca. De niña creía que la veíacrecer. Cuando llegamos alalpage, los tejados de latón de loschalets crujían con el calor.Stepan no sabía de dónde veníaaquel ruido. ¡Alguien estátirando piedras!, dijo. No habíanadie. Sólo nosotros dos.

Mi padre y yo no estábamos deacuerdo en una cosa, continuó,una sola cosa, ¡pero qué cosa!

Stepan nunca había visto antes

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botones de oro. Cogí algunospara él. Parecen botones decobre, dijo, ¿quién los limpia?Me reí. No estábamos de acuerdoen una cosa, insistió. Yo creíaque Rusia era mi país y queríaregresar a él, y mi padre, que, enrealidad, era mi padre adoptivo,estaba en contra de ello. Cuandotenía dieciocho años, tras lavictoria frente a los alemanes,hice una solicitud pararepatriarme. ¡Repatriarte!, megritó en ruso. ¡Si ni siquiera

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naciste allí! ¡No sabes nada denada! ¡Ruso tenías que ser paraser tan estúpido!

Stepan sostuvo cinco botones deoro sobre mi hombro y dijo en eltono monótono que tenía aveces: ¡cinco estrellas! El restoson cenizas. Eres un general.¡Generalísimo Odile Achilovich!

¿Conseguiste el pasaporte?, lepregunté.

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No; me lo denegaron. Apátrida.

Puse el ramo de flores en unpequeño manantial para que nose ajaran, y nos tumbamos deespaldas mirando al cielo, aligual que ahora, tumbada bocaabajo, miro hacia la tierra.Stepan puso una mano sobre micuerpo y empezó a acariciarme.Hoy no voy a detenerlo, me dijea mí misma. Hablaba deciudades y me preguntaba a cuálme gustaría ir: ¿Londres, Milán,

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Rotterdam, Oslo, Glasgow?Nunca se me había ocurridoantes que uno pudiera escoger endónde vivir. Parecía poconatural. No, dijo Stepan; es fácil.Con éstas —alzó sus inmensasmanos por encima de mi cara—puedo trabajar en cualquierparte del mundo. ¿Adonde,adonde iremos, Odile? En lugarde responderle, me puse en pie yeché a correr como un animalsalvaje colina abajo, hacia lospinos. Cuando vino tras de mí, le

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grité: ¡eres un bohemio! ¡Eso es loque eres, un bohemio! ¡No quierovolver a verte más! Lo dejé en laestación de autobuses. No quiseque me Acompañara hasta lacasa de la viuda Besson. Le di aella las flores, y la anciana medio las gracias y me puso unamano en la frente. ¿No tendrásun poco de fiebre? Pareces muyacalorada. Yo volví la cabezapara ocultarle las lágrimas. Vetea la cama, Odile; te haré unainfusión de verbena, dijo. Tal vez

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te ha dado demasiado sol.

Después del día de los botones deoro, Stepan me envió una carta.Es el único trozo escrito de sumano que llegué a ver nunca.Tengo que mirar si sigue estandoen la lata de tila. Lo había escritotodo con mayúsculas, como losniños cuando están aprendiendo.La carta decía: no tenemos que ira ningún sitio, nos quedaremosaquí, estoy preparándolo todo; teesperaré junto al puente, el

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sábado. Mischka. Nunca antes lehabía oído referirse a él mismocomo Mischka, ni tampocovolvería a oírlo después.

Aquel viernes por la noche pudeir a casa. Madre seguía sinhablarme. Emile sonreía,socarrón como siempre, ydespués de cenar me ofreció, ensecreto, uno de sus cigarrillos.Todavía no había terminado defumarlo, cuando entró Régis.Hacía varias semanas que no lo

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veía. Estaba furioso. Esto tieneque acabar, Odile, ¿me oyes?Estaba dando voces. No puedecontinuar, ¿me oyes? Tienes queponerle fin, ¿me estás oyendo? Sipadre viviera, él ya te lo habríaimpedido hace tiempo, y tú lehabrías obedecido, ¿me estásoyendo? Padre no habría gritadocomo tú, dije yo, y no habríapensado como madre y como tú.¡No seas estúpida, hermana! ¡PorDios! ¡No seas estúpida! Padresabía que a los diecisiete años

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estaría casada. Hubo un silencio.Emile se limpiaba las uñas con lanavaja. ¿No te das cuenta de quetu sueco bobo está casado? Eso esuna mentira. ¡Te lo estásinventando! ¿Pero qué esperas,Odile? Tiene casi treinta años.¡No sabes nada de él! A menudohemos trabajado en el mismoturno; le llamamos Pala deNieve; es pura basura. ¿Por quédices que está casado? Escucha loque tengo que decirte, hermana:casado o soltero, si persistes en

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salir con esa porquería, hemosdecidido darle una lección.Vuelve a tu tierra, sueco. ¡Pero sies ruso! Mejor me lo pones, ¡quevuelva detrás de su telón deacero!

¿Es un hombre casado? Mepreguntó el sacerdoteposteriormente cuando me fui aconfesar, y tuve que confesar aúnmás, que no lo sabía y que nuncase lo había preguntado. Al díasiguiente de las amenazas de

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Régis, fui al puente aencontrarme con él. No le conténada, pues en cuanto estuvo allí,palpable, ante mis ojos, me dicuenta de que, en el caso de quellegaran a pelearse, Régis llevabatodas las de perder.

Cruzamos el río, dejamos atráslos barracones y subimos hacia elbosque. Caminamos siguiendo ellindero hasta que ya no se veíanni la fundición ni la casa. Junto ala vieja ermita que tiene los

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cristales rotos y el muro aespaldas del altar salpicado deagujeros de bala, torcimos ycruzamos el bosque para salir alcamino que lleva a Le Mont. Allíteníamos nosotros un pequeñopajar. Hoy está en ruinas. Deniña había estado allí con mipadre en los tiempos aquellos enque todavía bajaba el henocargado en una narria. Tenía lallave en el bolsillo.

Nunca había visto a ningún

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hombre desnudo como estabaStepan. Había visto a mi padre ya mis hermanos lavándose en elfregadero. Lo había visto todo,pero nunca había visto a unhombre desnudo de esa forma.Al verlo, me vino a la memoriala noche en que lo habíaconocido en el «baile de loscarneros», pues me invadió elmismo sentimiento decompasión —¿compasión por losdos?—, y esa compasión estabamezclada con el miedo. Y, sin

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embargo, no era el miedo lo quehabía lanzado mí corazón algalope. Mi corazón se desbocócon la excitación de las noticiasque acababa de recibir: su vidanunca volvería a ser la misma; elcuerpo al que bombeaba lasangre nunca volvería a ser elmismo.

Padre había sido un expertoinjertador de frutales. Casinunca fallaba. Injertó de pippinsy rus-sets los manzanos

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silvestres; y los perales, de dolbosy Williams. Sabía exactamenteen qué momento injertar, endónde cortar y cómo vendar. Eracomo si la savia le corriera porlos dedos. ¡Me está injertando!,me dije a mí misma estrechandoa Stepan entre mis brazos. En lasnuevas ramas saldrán frutoscomo nunca los hemos visto, niél ni yo. No fue fácil para Stepan.No le fue fácil entrar. Por uninstante se desalentó. Yo me dicuenta. En los hombres todo es

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tan obvio que incluso yo, condiecisiete años, podíacomprenderlo. Y yo compartíasu impaciencia, de la mismaforma que solía ayudar a papácuando estaba injertando.Sostenía el retoño en el ánguloadecuado, mientras padre loataba con la cuerda.

La luz se filtraba por los agujerosde la madera de la pared, el henoolía a leche quemada y yo sentíaque todo lo bueno que pudiera

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suceder me estaba siendoinjertado. ¿Y no estábamos ya ala semana siguiente comiendolos frutos? ¡Si tan sólohubiéramos podido coger más!Nos dio muy poco, querido Dios.Y, sin embargo, tal vez no. Aveces, cuando me cuento a mímisma la historia de los dos osos,me digo: quizá la única cosa queEl no comprende es el tiempo.¿Cuánto tiempo yacimosprotegidos por la madera griscalada con rayos de sol? Nunca

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me pareciste tan pequeño comoentonces,

Stepanuschka. Iba a ser tu esposay la madre de tus hijos y eseocéano que nunca veré de tubarco. Era en los días más largosdel año. Cuando salimos, ya erade noche y había luna; veíamosbien el sendero. En el camino debajada te desabroché el cinturón.¿Dónde está lo que vi, queridoDios? ¿Dónde está?

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Empezaron a construir. No sécon qué palabras Stepan losconvenció o los inspiró.Empezaron a construir unahabitación. Cada barracón teníauna letra de identificación. Creoque al principio, cuando losconstruyeron, las letras iban pororden alfabético de la A a la H.Luego, a algún hombre de losque pasaron por allí se le ocurrióhacer una broma que consistióen cambiar las letras. Desde laépoca en que aprendí a leer,

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cuando niña, los ochobarracones estuvieron siempremarcados formando la frase INEUROPA. Se veía en dondehabían estado pintadas las letrasoriginales. En cuanto a la broma,el hombre que la encontrógraciosa, hacía ya tiempo que sehabía ido, y nadie podía pedirleque la explicara. Las letras sequedaron tal y como él las habíapintado. La N de IN estabaescrita al revés, VI. La Compañíanunca se inmiscuía en las zonas

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de los barracones. En lafundición sólo contaba una ley;que los diez hornos fueransagrados las veces precisasdurante las veinticuatro horas yque las aleaciones se ajustaran ala fórmula estándar cuando selas sometía al análisis químico.

Stepan vivía en el barracón A,que era el último y estaba en unextremo de los terrenos de lafundición. Detrás había unpinar. Los hombres del barracón

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A estaban construyendo unahabitación para Stepan. Les llevóuna semana, trabajando en sushoras libres. Un tabique deplanchas de madera, un agujeroen el tejado para la chimenea yuna puerta nueva. Estahabitación estaría separada delresto del dormitorio, iba a serprivada. Stepan estaba haciendouna cama, una gran cama conun cabecero de roble y una rosalabrada en cada esquina. Era laprimera cama que hacía y le

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llevó más tiempo que lahabitación. ¿Quieres que noscasemos?, me preguntó. Megustaría ser tu esposa. Me casarécontigo, dijo; te lo prometo.

El barracón A sigue estando endonde estaba, el más alejado delpuente. La gente dice que seaprovechó de mí. Pero esa genteno sabía nada. No lo vieronlabrando las rosas. Si no se casóinmediatamente fue porque nopodía —tal vez sus documentos

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no estaban en orden. Porque yaestaba casado, decía la gente. Talvez, mucho antes, tuvo otramujer en otro país, en otro siglo.Todo lo que sé es que no meengañó.

Un día, tú y yo, cuando nuestrosnietos ya no nos necesiten, undía, dijo, tú y yo iremos a visitarUcrania.

Desde la ventana de la pequeñahabitación improvisada en un

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extremo del barracón A, veíavolar las golondrinas entre losbarracones y las hileras deabetos. Era ridículo que unamujer que estaba viviendo comoyo siguiera en el instituto, asíque me fui sin hacer losexámenes. Cuando crucé porúltima vez las grandes puertas dehierro forjado del instituto,hechas para que entraran porellas caballistas con estandartes,sentí a mi padre muy cerca demí. Era como si me estuviera

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acompañando a pedir trabajo enla fábrica de piezas, como si mehubieran dado el trabajodirectamente porque él estabaallí.

El primer trabajo que tuveconsistía en hacer agujeros enuna pequeña lámina queposteriormente se ajustaba en laparte posterior de las radios. Milsetecientas al día. No estaba malpagado, y el lugar tenía laventaja de estar a orillas del río.

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Cuando había hecho más de mícupo, podía salir, fumarme uncigarrillo y contemplar el río;éramos siete en la fábrica; sietecontando al jefe y a su hijo.Escuchando el agua del río,decidí que iba a enseñarle aStepan dónde podía pescartruchas sin que le estorbaranadie.

Lo único malo era el aceite, queme salpicaba las manos y lasmuñecas. No podía llevar

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guantes porque me retrasabademasiado en mi labor, y mi pielera alérgica a ese aceite. Mesalieron unos granitos quepicaban mucho. Stepan dijo quesi no se me quitaban en unasemana, hacia el 17 de julio —recuerdo las fechas de ese mes decielos veraniegos, días eternos,golondrinas y lo inimaginable—,me prohibiría categóricamentetrabajar allí.

Mantuve mi habitación en casa

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de la viuda y pasaba todas lasnoches en IN EUROPA. Dosdomingos que Stepan trabajabaen el turno de día los pasémirando las golondrinas; dosdomingos que Stepan libró lospasamos en la cama hasta elanochecer. Entonces hablabamucho. En sueños hablaba enruso. Aguantaremos así un año,decía, luego nos iremos y yoencontraré un trabajo. ¡Deberíasdedicarte a hacer camas comoésta!, le respondía yo.

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Encontraremos una casa junto almar, decía él. ¿Y por qué no unlago?, sugería yo.

A veces hablaba de la fábrica. Lepregunté sí se había enterado delaccidente de Michel. Acababa deentrar, dijo él; era mi primerasemana y estaba trabajando ensu equipo. Era el horno Peter elque estábamos sangrando, y serompió el muro. Cuando sucedeesto es el infierno en la tierra. Elinfierno mismo, pequeñita.

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Antes de perforar el muroutilizas una sonda —pero ¿sabescuánto dura la información quete da? Menos de ocho minutos.Vossiem. Todavía estabaconsciente. Que Dios lo ayude.Lo sacamos y le echamos encimael traje de amianto. Todavía estáen el hospital, comenté. Sin lasdos piernas, dijo Stepan.

Al caer la tarde se afeitaba. Megustaba verlo afeitarse. Teníamosuna jarra y una palangana en la

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mesa junto a la puerta y él iba abuscar agua caliente a los baños,un edificio de piedra contiguo altaller. Naturalmente, yo nuncapuse un pie allí dentro. Stepanme traía agua para que melavara, y para las necesidades delcuerpo iba a la plantación. Estavez el agua era para su afeitado.¡Cuánto me gustaba verloafeitarse! ¿O, tal vez, ver afeitarsea cualquier hombre? Si hubieraido a los baños lo sabría. Es elúnico momento en que los

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hombres muestran sucoquetería. La forma en quetiran de la piel y centran la vista,el sonido de la cuchilla alarrancar la barba, el jabónblanco sobre la piel rosada.Después de afeitarse, la cara deStepan era más suave que la mía,tan suave como la de un niño.

Murió el 31 de julio. No se habíallevado la petaca forrada de piel.La había dejado sobre la mesa, allado de la brocha de afeitar.

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Murió a las cuatro y media de lamadrugada. Régis me telefoneócon la noticia a la casa de laviuda Besson justo en elmomento que salía a trabajar.Yo misma hablé con él. ¿Esverdad que está muerto? ¿Esverdad? ¿Es verdad? Se lopregunté seis veces. Fui atrabajar. Las piezas que metocaba prensar aquel día,minúsculas como pendientes,eran para planchas eléctricas. Alsalir del trabajo fui a los

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barracones y entré en lahabitación. Llamaron a lapuerta. La abrí. Era Giu-liano.Había sido él quien habíaconseguido la madera de roblepara la cama.

¿Dónde está?, pregunté, quieroverlo. Niente, dijo Giuliano.Quiero verlo, repetí muy deprisa.¡Niente!, gritó con todas susfuerzas. Tras él fueronapareciendo otros hombres delbarracón A y de los barracones P,

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O, R, V, E, N, que se quedaron depie a una discreta distancia,mirándome con la gorra en lamano y los hombros caídos.¿Dónde está? Los ojos de Giulianose llenaron de lágrimas cuandonegó con la cabeza. Ni por uninstante apartó los ojos de mí.

Y de repente, comprendí. Habíadesaparecido. No había cuerpo.Como sucede en las avalanchas.

No lloré, Santa María Madre de

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Dios, no lloré. Le dije a Giuliano:¿quién tiene moto en elbarracón? Ninguno de nosotros.¿Y en otros? Jan, del barracón U,tiene una motocicleta.Pregúntale si me puede llevar atrabajar mañana por la mañana.Me voy a quedar aquí.

Dormí en nuestra habitación.Todas las mañanas Jan mellevaba a Cluses, a la fábrica. Alsegundo día, Emile vino albarracón. Queremos que vuelvas

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a casa, dijo, y tímidamente, sindecir una palabra, dejó sobre lamesa un queso de cabra. Mástarde, respondí yo, diles a mamáy a Régis que iré a casa mástarde; de momento tengo quequedarme aquí.

Me echaba en la cama con lasrosas labradas en las esquinas ymiraba las planchas de maderadel techo. Encontré una maletabajo la cama y metí allí susropas, sin saber todavía lo que

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iba a hacer con ellas. ¿Lasquerrían quiza su padre o sumujer? Seguía sin llorar; meinundaba la nada en la que élhabía desaparecido. Todas lashoras eran iguales. Cada minutoera igual al siguiente. Salía aorinar a la plantación, como lohabía hecho cuando sus botas noeran bocas abiertas gritando.Odile no gritaba; esperaba. INEUROPA, barracón A. Seguíesperando. Todas las noches,algunos de sus compañeros

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venían a verme. Venían de dosen dos. Me traían platos concomida, que yo no probaba. Unome trajo un periódico en unalengua que yo no comprendía.Me decían que debería volver acasa. Me decían que vendrían averme si me iba a casa. Uno deellos me dio un chal de encajenegro. Lo doblé. Con cada díaque pasaba crecían misesperanzas. Dormía en elbarracón todas las noches. En lanada en la que él había

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desaparecido, en la nada en laque me había dejado, intentabaescucharlo. Y por fin, lo oí.Ahora ya podía irme a casa,ahora ya podía llorar, ahora yapodía ponerme el chal negro.

Fui a la oficina del director de lafundición. La secretaria mepreguntó el motivo de mi visita.Le contesté que era un asuntoprivado. Siéntese, por favor. Seoía el rugir, como de unaavalancha, de los hornos. Sabía

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que nunca paraba y, sinembargo, allí sentada esperando,pensé que podría suceder. Aveces suceden cosas imposibles.Pensaba que si el rugido parara,oiría su voz. En las paredes habíacolgadas fotografías enmarcadasde otras fundiciones. Los marcoseran de roble, como la cama.Esperé una hora. Ya no puedetardar mucho, dijo la secretaria.¿Dónde está? Está hablando porteléfono; una conferencia delarga distancia, respondió ella, y

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siguió escribiendo a máquina.

Si me hubiera abierto de piernas,habría podido conseguir sutrabajo. ¿Quiere un café?, mepreguntó. Me conocía. Porentonces todo el mundo en lafábrica sabía que yo era laconcubina de Stepan Pirogov. Noutilizaban esta palabra, claro,pero era el término legal que yotendría que emplear. Sí, porfavor, respondí yo.

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Media hora más tarde me recibióel director. Su mujer solíacomprarle los huevos a mimadre. En vida de padre, madretenía que esperar a que hubierasalido para poder ir ella a llevarlos huevos. ¡Alimentos para elenemigo!, hubiera gritado padre.

El director nunca te miraba defrente cuando te hablaba. Eracomo si estuviera intentando leerlos pies de las fotografíascolgadas de la pared. Se había

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quitado la chaqueta y aflojado lacorbata. Era agosto y hacía caloren todas partes. Yo me habíapuesto una falda y una chaquetapara parecer más legal y llevabael chal negro a la cabeza. Meofreció con un gesto la silla quetenía enfrente.

¿Qué puedo hacer por usted?

He venido a hablar con ustedacerca de Monsieur Pigorov,Monsieur Norat.

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Comprendo. Quisiera darle mimás sentido pésame a usted y asu familia.

Tengo entendido que cuando untrabajador muere en accidentelaboral, la Compañía paga unapensión a su mujer.

Es discrecional. No estamosobligados a ello, y la pensióntermina en el caso de que laviuda vuelva a contraer nupcias.

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Monsieur Pigorov murió enaccidente de trabajo.

La causa todavía no ha sidoaveriguada.

Todo el mundo sabe que losvapores lo asfixiaron. Por esocayó.

Eso lo sabremos, MademoiselleBlanc, cuando la investigaciónhaya terminado. Me gustaríapoderle dar más noticias.

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He venido a solicitar la pensión.

¿Cuántos años tiene?

Diecisiete.

¿Y cuál es la fecha de sumatrimonio, Made-moiselleBlanc? Se vio obligado amirarme en ese momento.

No estamos casados.

Entonces no lo comprendo.

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Vivía como concubina deMonsieur Pigorov.

¿En dónde, si no le importa quese lo pregunte?

Yo sabía que él lo sabía.

En el barracón A, le dije.

Eso es propiedad de laCompañía.

También quiero nuestra cama.

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¡Quiere una pensión de laCompañía y una cama, ni másni menos! Si diéramos pensión atodas las concubinas de nuestrosobreros, Mademoiselle Blanc,iríamos a la bancarrota.

¿Tantos trabajadores mueren ensus fábricas, Monsieur Norat?

Comprendo su pena, pero nopuedo hacer nada por usted.

Estoy embarazada. En nombre

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del hijo que llevo en mi vientre,solicito una indemnización,señor.

Monsieur Norat pareciósorprendido. Se levantó de lasilla y se quedó de pie detrás demí.

Odile, permíteme que te tutee,ya que podrías ser mi hija, yo tecreo, pero la Compañía no puedecreerte. Desde el punto de vistade la Compañía no estás casada,

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no tienes una residencia fija deconcubinato, y no puedespresentar prueba alguna de queStepan Pigorov es el padre de tuhijo.

Naciste, Christian, el 10 de abril.Pesaste tres kilos cuatrocientosgramos, tenías los ojos azules, unpelo más suave que el vilano deldiente de león, unas manos máspequeñas que los pulgares deStepan y unas piernas que erancomo pan sagrado, con un ci-

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potito entre ellas.

Mi madre esperaba tenerte encasa y alimentarte conbiberones. Yo quería darte elpecho. Tenía leche suficientepara alimentar a unos gemelos.El jefe de la fábrica de piezas fuemuy complaciente: mientrashiciera el cupo que mecorrespondía, no poníaproblemas para que entrara ysaliera a deshora. No tenía queesperar, como los otros, hasta

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mediodía. Cuando mi blusa sehumedecía de leche a amboslados, dejaba las máquinas enmarcha mientras los recortesmetálicos se amontonaban en elsuelo del taller. ¡Cómo chupabas!¡Con qué fuerza te agarrabas a lavida! Luego tenía que volverpronto para barrer los recortes yvolver a empezar con las piece-citas para las escotillas de losaviones.

Estabas a punto de cumplir un

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año. Empezabas a dar losprimeros pasos sobre la tierra, yal cuarto te caíste de culo. Esgracioso pensar en ello ahoraaquí en el cielo.

Emile estaba jugando contigobajo la mesa. Régis había salidola noche anterior y había bebidodemasiado. No son los peoreshombres los que beben; loshombres que beben son los quetienen miedo, no saben a qué,todos tenemos miedo, aunque a

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los dieciocho años yo no sabíanada de esto. Régis discutía conEmile, que estaba bajo la mesajugando contigo, sobre si elPeugeot de Corneille, el tratantede ganado, era azul o negro.Emile estaba seguro de que eranegro. Y así siguieron y siguierondurante un rato. ¡Parad ya!, gritéyo. ¡Sois peor que los niños! Régisse volvió con tal rapidez quepensé que me iba a pegar. ¡No temetas en lo que nadie te llama,Odile! ¡Ya tienes bastante con ir

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pensando lo que vas a hacer conese bastardo que tienes de hijo!

¡Cierra el pico! Emile agarró aRégis por las piernas y lo tiró alsuelo. En ese momento entró mimadre, y los tres hicimos como sinada hubiera sucedido. Cuandosalió madre, Régis, con la cabezaentre las manos y una manchade sangre bajo la nariz,murmuró: azul, el Peugeot deCorneille es azul. Me voy a daruna vuelta, dije yo.

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Caminé siguiendo las vías hacialos montones de escoria. Elúltimo estaba todavía humeante.Pronto serán tan altos como lafundición, pensé. Pronto habráncubierto nuestro huerto. En casaya sólo quedan tres vacas. Nohay nada más muerto en estemundo que esta porqueríasobrante tras haber ardido a dosmil grados. Veintidós meses deescoria acumulada es como elpadre del bastardo. Tenía elvalor de decirme estas cosas a mí

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misma.

Cuando me toca trabajar allí, medijo Giu-liano, el sardo, despuésde la muerte de Stepan, nuncaestoy seguro de que vaya avolver.

Cada pared, cada apertura, cadaescalera parecía el hueso de unacalavera de oveja encontrada enla montaña: descarnada, vacía,extinta. Los hornos retumbaban,el río corría, el humo, a veces

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blanco, a veces gris, a vecesamarillo, se elevaba hacia elcielo; una generación tras otra,los hombres trabajaban día ynoche, sudando, soportando lasnáuseas, orinando, tosiendo: lafundición no había parado niuna vez en siete años; producíatreinta mil toneladas deferromanganeso al año; dabadinero; probaba nuevasaleaciones; hacía experimentos;daba beneficios y era inerte,estéril, inútil. Atravesé la nave

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de fundido, en donde el hornodel óxido de manganeso está casien el cielo, y Peter y Tito, loshornos del ferromanganeso,están por debajo, pero aun asítan altos que cuando las grúasaéreas vierten el metal, si mirasde reojo a los calderos del colado,parecen soles a punto de ponerse;y yo sabía que el útero, en mivientre, era lo opuesto a todo loque podía ver y tocar allí. Aquítienes una mujer, susurré, y elfruto de su útero. Me puse de

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rodillas. Nadie me vio.

La piel de caballo es la mejorpara los guantes, Dilenka; resisteel calor.

Subí las ocho escaleras de metal,cada una de ellas tan alta comoel heno en el pajar, hasta elhorno del óxido de manganeso;nadie me detuvo. Allí es dónde élhabía caído. Los humos mepunzaron la garganta y yorespiré profundamente, pero no

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sucedió nada. Bajé las ochoescaleras. Crucé el espacio deoficinas en el que había tenidolugar el «baile de los carneros».Encontré el casillero en donde élguardaba los guantes de piel decaballo y su casco azul. Estabanmarcados con un nombreitaliano. Me reí. Me sorprendí amí misma riéndome. Nuestroamor era imperecedero.

Al otro lado del puente vivimosIN EUROPA. El río iba bajo,

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porque aún no había empezadoel deshielo. Muchos díasestábamos a menos diez grados, ylas montañas estaban todavíaprisioneras. No me dio tiempo,pensaba mirando correr el aguadel Giffre, a enseñarle a Stepandónde podía pescar truchas; sólohubo tiempo para que Stepan yOdile se conocieran y para queChristian fuera concebido.Corriente arriba, entre las rocas,algo me llamó la atención.Esperé. Me pareció que volvía la

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cabeza. Un camión pasó por lacarretera armando un granestrépito, y la cosa alzó el vuelo,con sus largas patas colgando enel aire, y se posó en un pino. Erauna garza. Un pájaro de aguaque anida en la copa de unárbol, decía Stepan. He visto tresgarzas en mi vida. Una con mipadre cuando era todavía lobastante pequeña para que él mellevara en sus brazos; otra conStepan una tarde de junio, y ésta,aquel domingo de marzo del 56.

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Stepan decía que el nombre de lagarza era tzaplia, una criaturaque viene de lejos con mensajes.Cuando está esperando parapescar un pez, se queda taninmóvil como una vara. Por esoal principio no estaba segura delo que era. Desde el pino, lagarza vigilaba la carretera, losterrenos de la fundición, las altaschimeneas, cuyas cabezasparecen los picos abiertos depajaritos gigantes en busca dealimento, el horno del óxido de

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manganeso, los hornos Peter yTito, el pabellón de las turbinas,el farallón y el cielo por el queahora estoy volando con mi hijo.Entonces desconocía estemensaje.

Madre estaba de buen humor.Nos dio un kilo de miel, dijo quetus ojos azules iban a romper loscorazones de muchas chicas y tecambió los pañales. Por una vezno tenía prisa en irme yperdimos el autobús de Cluses;

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tuvimos que hacer auto-stop.Contigo era fácil. Al vermecontigo en brazos, paró el primercoche. El conductor se echóhacia atrás y abrió la puertatrasera. Cuando me subí,pronunció mi nombre. Llevabauna gorra que le ocultaba losojos y tenía una barba muynegra. Y, sin embargo, habíaalgo en la manera en que habíadicho mi nombre que meresultaba conocido, viejo.Nuestras miradas se cruzaron y

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de repente lo reconocí.

¡Michel!

Ladeó torpemente la cabeza paraque lo besara en la mejilla. Yosupuse que no se podía volver,que no podía mover las piernas,así que lo besé de esta forma.

Me dio mucha pena, Odile,cuando me enteré de lo quehabía sucedido, dijo. De veraslo siento. Aquí me tienes para lo

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que puedas necesitar.

Su voz había cambiado, habíacambiado más que su cara apesar de la barba. Antes hablabacomo lo hacen la mayoría de laspersonas: con la voz pegada a loque estaba diciendo. Ahora suvoz sonaba lejana, como la de unsacerdote desde el altar.

Este es nuestro hijo, Christian, ledije.

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Tocó tu gorro de lana con unamano, y fue entonces cuando mefijé en las cicatrices: eran colorvioleta, del mismo color quetoman los lingotes de molibdenocuando están enfriando. Laspartes que estaban violeta teníanmenos carne.

¿Adonde vas?, preguntó.

A Cluses.

¿Vives allí?

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Asentí. ¿Y tú, Michel?

En Lyon ya han acabadoconmigo. Los cirujanos dicen quesoy una obra maestra. ¿Sabescuántas operaciones mehicieron? ¡Treinta y siete!

Se rió y se dio un golpecito en elmuslo de forma que el sonido merecordara que era de metal.Llevaba unos pantalones bienplanchados, calcetines de colorclaro y unos zapatos muy

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limpios.

Tú empezaste a llorar.

¡Así se agrandan los pulmones!,dijo Michel. A su edad todavíano puede correr, el pobrechiquillo, todo lo que puedehacer es berrear cuando quierellenarse los pulmones. ¡Mira,Christian, mira!

Balanceó delante de tus ojos unllavero y tú apoyaste la cabeza

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sobre mi pecho y dejaste dellorar.

¿Y tú que haces, Michel?

Voy a encargarme del estanco yel quiosco de prensa de Pouilly.

¿Cómo te las arreglarás para...?

Todo, Odile, todo. Incluso puedosubir por una escalera de mano.Los abogados del sindicato lesobligaron a darme una pensión.

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No tengo que trabajar mucho.

Estúpida, inútilmente y sinrazón alguna para ello, empecé alloriquear. Michel se volvió yencendió el motor. Podíaconducir porque el coche estabapreparado para que controlaratodos los mandos con las manos.Los pies, embutidos en unosbrillantes zapatos, descansabanen el suelo. Como dos planchas.

Es increíble a lo que puedes

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llegar a adaptarte cuando no tequeda más remedio, dijo Michelmirándome de soslayo.

Ya.

Al principio estaba demasiadodrogado para darme cuenta, dijo,luego poco a poco fuipercatándome de la verdad.Cuando me despertaba por lamañana y me acordaba de lo queera, me entraban ganas de gritar.Estuve desesperado durante una

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semana. ¿Por qué a mí?, merepetía a mí mismo, ¿por qué amí?

Ya sé, dije. Tú te habías quedadodormido. Avanzábamossiguiendo el río. Michelcontrolaba el acelerador con sumano derecha, toda llena decicatrices. Sus dos piesdescansaban en el suelo, comoplanchas. Yo seguíalloriqueando.

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Lo bueno del hospital es que noestás solo. Hay otra gente en elmismo estado que tú; algunospeor. Sólo tienes una vida, dicen,así que saquémosle el mejorprovecho. ¿No es verdad, Odile?

Ya lo sé, respondí yo entrelágrimas.

Todos éramos casos desesperados.Quemaduras de tercer grado,con un cincuenta, un sesenta, unsetenta por ciento de

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incapacidad. Hace veinte añostodos estaríamos muertos. Habíagente —lo sabíamos— quepensaba que mejor estaríamosmuertos. Teníamos que aprendera vivir una segunda vida. Laprimera se había ido parasiempre jamás. ¿Se ha quedadodormido?

Sí, está dormido, susurré.

Tuve que aprender a vivir; y noera como aprender por segunda

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vez; eso era lo extraño, Odile; eracomo aprender por primera vez.Ahora estoy comenzando misegunda vida.

¿Te duele?, pregunté.

No mucho.

¿Nunca?

No mucho. A veces, en verano,cuando aprieta el calor esincómodo. Se tocó la parte

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superior del muslo. Pero eso estodo. Durante mucho tiemposoñé que me dolían las piernas.En mis sueños no me las habíanamputado. Te diré algo más,Odile: me he hecho brujo; puedoaliviar el dolor de lasquemaduras.

Me eché a reír sin saber muybien por qué, al igual que mehabía sucedido con las lágrimas.

En el hospital había un anciano.

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No era un paciente ni tampocoformaba parte del personal... Sepasaba allí el día. Salía acomprarnos todo lo que lepedíamos: periódicos, fruta,tabaco, colonia, y a cambio ledábamos las monedas quesobraban. Tenía ochenta y dosaños. De joven había sidoferroviario.

Y era brujo. Una vez le vi actuar.Una enfermera se habíaescaldado las manos con agua

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hirviendo, y el anciano puso fina su sufrimiento en dos minutos.Según él, se estaba haciendoviejo; decía que el esfuerzo dequitar el dolor de los otros leagotaba. Así que un día noscomunicó que nos había estadoobservando con cuidado y que yahabía decidido, que ya habíaescogido a su sucesor. Y éste iba aser yo. Me pasó su don.

¿Cómo?

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Pues tal cual.

¿Pero qué hizo?

Simplemente me traspasó sudon.

Habíamos llegado a Cluses, yMichel nos condujo hasta lapuerta de nuestra casa. Túestabas dormido en mis brazos.Pese a mis protestas, insistió ensalir del coche. Movía las piernasayudándose con las manos. Se

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levantó apoyándose en ellas.Tenía el cuello y los hombrosmucho más fuertes que antes.Extrajo su cuerpo fuera del cochecomo un hombre que sale apulso de la zanja que acaba decavar. Se quedó de pie en lacalle, el tronco ligeramenteinestable sobre las caderas.

Si alguna vez me necesitas,ahora ya sabes dóndeencontrarme. Sentí mucho loque pasó, repitió.

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¿Recuerdas a Stepan?, lepregunté.

Sí, lo recuerdo. Era muy alto,rubio... ¿no tenía también losojos azules? Trabajamos un parde noches en el mismo equipo;dos o tres noches, creo, antes deque a mí me tocara esto ensuerte. Se dio un golpecito en lacadera.

Ni siquiera guardo una foto deél, dije.

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No necesitas una foto, dijo,tocando tu gorrito de lana, tienessu progenie.

¡Qué palabra más rara, progenie!

No la hay mejor, dijo. Buenasnoches.

Y empezaron los largos años, loslargos años de tu niñez. ¿Teacuerdas del piso en el quevivíamos? Hacías la tarea en lamesa de la cocina. Siempre

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querías que hiciera buñuelos depatata para cenar. Tenías unbalón de fútbol en una redcolgada del techo encima de tucama. Tu habitación olía a cola,por todas las maquetas quehacías. El mismo olor de miesmalte de uñas. Todavía notenías diez años y ya sabíascambiar las arandelas de losgrifos. En mi habitación estabala cama de roble con las rosaslabradas; cuando estabasenfermo dormías en ella

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conmigo y a veces también losdomingos. ¿Te acuerdas decuando pintamos el cuarto deestar y te caíste de la escalera?Eras todo lo que yo tenía en elmundo y por un momento creíque habías muerto.

¿Por qué tengo el mismo apellidoque tú, mamá?, ¿por qué mellamo Christian Blanc?

Porque tu padre murió antes denacer tú.

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¿Cómo era?

Fuerte.

¿Qué aspecto tenía?

Grande.

¿Se parecía a mí?

Sí.

¿Le gustaban los aviones?

No especialmente, creo.

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¿No sabes mucho de él, verdad?

Tanto como puede llegar a sabercualquiera.

Adivina lo que realmente quierohacer, mamá. Quiero construirun planeador. Uno que vuele. Hevisto una foto en un libro en laescuela. Tendrá que ser grande,tan grande como un coche.

¿Lo bastante grande para quepodamos dar la vuelta al mundo

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volando?

Sí... Necesitaré mucha cola.

Los largos años empezaron.¿Adonde podríamos ir que fueranuestra casa? Régis se casó conMa-rie-Jeanne. La condición quepuso ella para casarse con él fueque dejara de beber, lo quecumplió durante algún tiempo.Madre vendió la última vaca y sequedó sólo con las cabras y lasgallinas. Los árboles del bosque

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camino arriba hacia Le Montempezaron a morir. La colinasobre el río tomó el color grisoxidado de la madera muerta.Emile encontró un trabajo comocargador de bidones en unafábrica de pinturas cerca de lafrontera, y madre le prodigabatodos sus cuidados. Cada tardecuando volvía a casa era recibidocomo un héroe. Su debilidadinspiró en ella la determinaciónde vivir cien años. Conformeenvejecía, Emile se fue

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convirtiendo en el amor de suvida. Todas las semanas lecambiaba la paja del colchón.

Yo compré un atlas paraestudiar la forma de llegar aEstocolmo.

Localicé Ucrania y el río Pripiat.Pero ¿que íbamos a hacer allí?Estaríamos más lejos de casa quenunca.

¿Por qué estamos subiendo ahora

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a tanta velocidad?

El jefe de la fábrica de piezas nospretendió durante algún tiempo.¿Recuerdas que te compró unSputnik con un perro dentro y túperdiste el perro? Fui a cenar asu casa varias veces. Nos llevó allago y comimos un pescadoparecido a la trucha, pero másfuerte de sabor. Tú dijiste que lospeces conseguían llegar alocéano guiados por su olfato. Sumujer le había dejado hacía

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años. El se acercaba a loscuarenta; tú tenías nueve.

¿Quieres casarte con Gastón,mamá?

Seguimos ascendiendo.

No, no quiero casarme con él.

Creo que él quiere casarsecontigo.

No lo sé.

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Me ha dicho que se va a comprarun Citroen DS.

¿Esto es lo que te interesa,verdad?

Si no tuvieras que trabajar paraél, creo que me gustaría más.

Gastón es muy amable. El y yosabemos cosas diferentes; eso estodo. Lo que él sabe a mí no meinteresa mucho; y lo que yo sé aél le asusta.

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Tú no me asustas, mamá.

Cuando viramos, Christian, esmuy extraño, pues veo el cielodebajo y no encima.

La tienda de Michel en Pouíllyera diferente de cualquier otrade la región. Los periódicosestaban colocados de unamanera especial: los de izquierdasiempre estaban delante. Cuandoun cliente pedía Le Fígaro,Michel se agachaba y, con un

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gesto de repugnancia, como si elperiódico que el cliente habíapedido estuviera envolviendo unpescado podrido, lo sacaba dedebajo del mostrador. Vendíabotellas de aguardiente con unapera del tamaño de mi puñodentro.

¿Cómo han metido la pera?,preguntaste tú.

Creció de una semilla ya dentrode la botella, te respondió

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Michel, y tú no sabías si creerle ono.

También vendía trineos y radios.Las radios le volvían loco y podíareparar cualquier avería. Teníaun inmenso mapamundi en lapared posterior de la tienda, y encada país había pegado unaspequeñas etiquetas, como las quevenden para los tarros demermelada, que indicaban laciudad, la onda y las horas deemisión. Había quienes decían

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que Michel, con sus políticas ysus radios, sólo podía ser un espíaruso. Su fama de curar lasquemaduras se divulgó. La gentevenía desde otros valles para queles aliviara los dolores.Rechazaba categóricamentecualquier forma de pago. ¡Es undon!, repetía.

¿Te acuerdas de cuando te llevé aél? Te habías quemado la palmade la mano con un petardo.

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No era nada serio, pero chillabascomo un cerdo camino delmatadero. Michel salió de detrásdel mostrador con su andarenvarado y tambaleante. Vamosa la trastienda, dijo. Yo medispuse a acompañarte, pero élmovió la cabeza y desaparecisteislos dos. Cerró la puerta, y unossegundos después tú habíasdejado de chillar. No fue deforma gradual, sinorepentinamente, a mitad de unsollozo. En la tienda no se oía un

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ruido. Silencio total. Después delo que pareció una eternidad, nopude aguantar más y te llamé.Entraste en la tienda dandosaltos y riéndote. Michel teseguía, torpe, pesadamente. Yase le veían algunas canas en lamata de pelo negro.

No tienes que esperar aquemarte para venir a verme,dijo cuando yo le di las gracias ylo besé al despedirme.

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Más tarde te pregunté: ¿quépasó?

Nada.

¿Qué te hizo Michel?

Me enseñó una de susquemaduras.

¿En dónde?

Aquí, y te señalaste la tripa.

¿Y la mano dejó de dolerte?

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No, ya no me dolía. Dejó dedolerme antes de que él meenseñara la quemadura.

¿Entonces por qué te la enseñó?

Porque se lo pedí.

¿Qué estamos haciendo aquí,Christian, en esta tierra, en estecielo?

Llevaba diez años trabajando enla fábrica de piezas. En la pared,

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junto a mi banco, tenía treintapostales: del Mediterráneo, depalmeras, de cerezos en flor y deun pueblo con un campanario;todas ellas me habían sidoenviadas a lo largo de los añospor amigos de vacaciones.Gastón había comprendido larealidad de nuestra situación.Cuando se quedaba paradodetrás de mí haciendo quesupervisaba mi trabajo, sentía supena entre las paletillas, porquetambién sentía la mía. El ruido

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de las máquinas, mes tras mes,año tras año, borraba todoprincipio. Los años eran largos.Cuando no podía dormir, lasnoches también eran largas.

La fábrica cerraba en el mes deagosto. Nosotros nunca nosfuimos de vacaciones, comohacían algunos de los otros. Leechaba a madre una mano en lahuerta. Hacía mermelada yenvasaba las últimas judíasverdes. Cuando pasaba delante

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de, la fundición ya no pensabaen Stepan. No hay nada en lafundición que pueda guardar unrecuerdo. Pensaba en él cuandote planchaba las camisas y tecortaba el pelo. Tambiénpensaba en él cuando memaquillaba ante el espejo. Estabaenvejeciendo. Parecía que llevaseveinte años casada.

¿Sabes medir las sonrisas?

Sí, dije.

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Se inclinó, me cogió en volandaspara que mi boca quedara a lamisma altura que la suya, y mebesó.

Tenías un amigo que se llamabaSébastien, cuyo padre era elguarda del camping de Bakon, alotro lado de la Roe d’Enfer.Algunos jueves, cuando no habíaescuela, pasabas el día con él alláarriba. A mí me gustaba quefueras, porque el aire de lamontaña te hacía bien. Cluses es

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como un calabozo. Cuando elcamping estaba lleno de chavalesque venían desde las ciudadesdel Norte, querías ir y averiguarsi había alguno al que tambiénle entusiasmaran los aviones.Aquí la gente no sabe nada deeso, decías. Yo ya no podíaseguirte cuando hablabas de«superficies sustentadoras» y«sobrecarga de las alas».

No estoy muy segura de queSébastien entendiera mucho

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tampoco. Su pasión era trastearcon los aparatos de televisión.Iba a la tienda de Michel y podíapasarse una hora hablando conél, con la misma seguridad de unmaestro, sobre circuitos ytransistores. Sébastien tenía doceaños y tú once cuando en agostodel sesenta y seis fuiste a pasarquince días con él en Bakon.

Yo no tenía que ir a trabajar yestaba sola como no lo habíavuelto a estar desde hacía diez

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años. Al segundo día hice algoque no había hecho desde lamuerte de Stepan: no me vestí,me eché en la cama, oí la radio,me di una ducha cuando meentró calor, recordé cosas y nome levanté en todo el día. Madrese habría sentido profundamenteavergonzada de mí. Papá, trasexaminar sus manoshorriblemente agrietadas, habríalevantando la vista y,guiñándome un ojo, habríadicho: ¿por qué no, si puede

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hacerlo? Mi vida me parecía yainexplicablemente larga. El díasiguiente lo pasé tomando el solen la piscina. Me estabansaliendo varices por todas lashoras que pasaba de pie en lafábrica. Mis manos no eran comolas de papá, pero estabanenrojecidas y ásperas. Nuncaaprendí a nadar. Pedí hora en lapeluquería. Madre no había idoa la peluquería en su vida.

Al salir de la peluquería con un

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pañuelo en la cabeza, vi a Michelen la acera de enfrente. Lo saludécon la mano, pero él no me vio.Llevaba la cabeza gacha yparecía que le costaba muchoesfuerzo caminar. Esperé a quepasaran los coches y crucécorriendo la calle. Cuando porfin me vio, su cara, roja ybrillante de sudor, se abrió enuna sonrisa.

¡Qué sorpresa!, dijo con la mismavoz lejana.

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Acabo de salir de la peluquería.

Ven, tomemos un café.

Fuimos al café junto a correos.Un camarero le ofreció una silla.El se empeñó en coger otra. ¿Porqué no te quitas el pañuelo?

Pídeme un café con leche, queen seguida vuelvo. Fui alservicio.

¡Ay, Odile! ¡Qué pelo tan

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hermoso tienes! Todas suspalabras tenían que ser arrojadasal otro lado del barranco de sudesgracia.

Es demasiado fino. Se abrefácilmente. ¿Demasiado fino? Yono lo llamaría fino. Bebió unsorbo de su vaso de vino blanco ygaseosa. ¿Te acuerdas de laexcursión que hicimos a Italia?Asentí en silencio.

Hace trece años de eso.

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Es la única vez que he montadoen moto. Después tú me dijisteque era una buena pasajera.

¿Tienes la fábrica cerradadurante todo el mes?

Como todos los años.

¿Te apetecería hacer un viaje aParís?

¡París! Está a cientos dekilómetros.

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Cogemos el coche y nos tomamoscuatro días; llegar hasta allí yvolver. Yo tengo que ir de todasformas a que me ajusten laprótesis. No me va bien... laizquierda. Si vinieras conmigosería como ir de vacaciones.¿Qué dices a esto?

Está lejos.

No te vuelvas a poner el pañuelo.

¿Somos una madre y un hijo

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volando por el cielo, Christian?

Por entonces yo teníaveintinueve años; Michel, treintay siete. Si me hubieran dicho deniña cómo es la vida de losadultos, no lo habría creído.Nunca hubiera creído quepodría ser tan inacabada.

De jóvenes conferimos tantaautoridad y seguridad a nuestrosmayores. Michel y yo habíamosvisto y vivido mucho, y, sin

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embargo, conforme seguíamos elRódano por la garganta queatraviesa las estribaciones delJura, parecíamos niños. Cuandopienso en ello ahora, quieroprotegernos.

Era un Renault 4 blanco. Michelhabía forrado los asientos conuna tela rayada como la piel deuna cebra. Le gustaba echarse unagua de colonia muy fuerte, que,mezclada con el sudor y el calorde agosto, despedía un olor

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animal. Yo me había compradoun par de guantes de rejilla parael viaje. Nunca en mi vida habíasoñado con llevar guantes enverano, pero los había visto enuna tienda en Clu-ses, unatienda en la que compraban losartículos de mercería las mujeresde los jefes, y me dije: quédemonios, Odile, si vas a ir aParís, precisamente a París, ytienes unos zapatos blancos de lomás elegante, no pasa nadaporque también lleves guantes

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de rejilla blancos en agosto.Además estaban a mitad deprecio.

Cuando pienso en nuestro viaje aParís, no quiero que nos sucedanada malo.

La gata blanca murió la semanapasada. La atropelló un coche.Michel estaba en la tienda, y yosalí al jardín y oí un maullido.Estaba en la hierba, junto a lacuneta. Tenía la espalda rota, así

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que la eché sobre una mantajunto al fogón de la cocina. Sequedó allí tumbada con sublanca boca entreabierta y lalengua un poco menos blancaque los dientes. Se puso de lado,o su cuerpo la volvió; tenía lascuatro patas estiradas, y lastraseras totalmente rectas detrásde ella, como si fuera a saltar.Lentamente, empezó a limpiarsela cara con las dos patasdelanteras, moviendo laspezuñas de arriba abajo, desde

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las orejas, pasando por encima delos ojos, hasta la boca. Solamentelo hizo una vez, borrando de susojos la visión de la vida. Cuandolas pezuñas llegaron a la boca,estaba muerta.

¿Puede haber amor sincompasión?

Las del Jura no se parecen anuestras montañas. Son mástaciturnas, están más resignadasa su destino. Nunca cubrirían el

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asiento de un coche con piel decebra ni tampoco llevaríanguantes blancos en agosto.Pasamos por un lago en el queparecía que nunca hubieranavegado una barca. Michelhablaba del general De Gaulle, yyo no sabía si lo odiaba o loadmiraba. Después habló de lafundición. Ahora pertenecía auna multinacional confundiciones en veintiún paísesdiferentes. TPI. Lasmultinacionales, decía Michel,

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son los nuevos señores feudalesde nuestro tiempo. TPI habíatenido unos beneficios de ochomil quinientos millones defrancos en 1966.

Michel recordaba las cifras comootra gente recuerda las letras delas canciones.

Llueven besos graniza cariciashasta que anida la inundaciónde la ternura.

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Un hombre que trabaje en unode los hornos, dijo, respira unaire que contiene cuatrocientasmil partículas de polvo por litro:eso es letal.

Que un trago de esto, cariño, tehaga compañía entre el frío y elcalor del turno de noche...

Letal. Ningún hombre puedeaguantarlo indefinidamente, dijoMichel. Los bosques estánmuriendo. Las cinco chimeneas

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arrojan al cabo del año mildoscientas toneladas de desechosde flúor.

Papá había tenido razón conrespecto al veneno. Tambiénhabía estado en lo cierto en queme casaría a los diecisiete. Loque nunca pudo saber, lo quenunca pudo imaginar, es que alos dieciocho me quedaría viuda.

Una fundición de TPI en losPirineos, continuó Michel, ha

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destruido cuatro mil hectáreasde bosque en tres años, ysetecientas cincuenta cabezas deganado, entre vacas y ovejas,están contaminadas.

¡Lo que yo he perdido es más quesetecientas cincuenta vacas yovejas!, dije yo.

Tienes un hijo. Eso ayuda.

Sí, ayuda, pero un hijo no lo estodo. Un día se irá.

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Al menos tienes a alguien paraquien vivir.

¡A veces, grité, quieres vivir parati misma!

Cada cual tiene que vivir para sí,respondió él.

A veces veo a otras mujeres y lasodio porque están, porqueestán...

¿Porque no están viviendo con

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un fantasma?

Quiero bajarme; déjame que mebaje.

No tienes ninguna razón paraenfadarte.

Nadie tiene derecho a decir quees un fantasma. ¿Me oyes,Michel? Nadie. ¡Él está aquí! Megolpeé el pecho con la mano.

Y yo aquí, dijo Michel

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tamborileando con ambasmanos en el volante; estoy aquí yno tengo hijos, así que sé lo queme digo cuando te digo que tútienes suerte.

¿Suerte? ¿Suerte yo? Tengo casitanta suerte como tú, queridoMichel.

No dijo nada más. Avanzábamosentre colinas verdes coronadaspor afloramientos de roca. Elcielo estaba de tormenta. Las

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vacas se arracimaban, con lascabezas gachas, en donde habíaun poco de sombra. Los dosteníamos calor y estábamossudando.

Si ves un río, dije, podríamospararnos. Luego recordé que a élle costaría trabajo bajar hasta laorilla y sentí haberlo dicho.¿Todavía puedes tener hijos?, lepregunté después de cincominutos de silencio.

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Asintió con la cabeza sin deciruna palabra.

Después de la siguiente curvahabía un bar, y paramos.Estábamos esperando losbocadillos que habíamos pedidocuando oímos el chirrido de unosfrenos seguido por un choque.Me abalancé a la puerta del café.Un Peugeot 304, que había dadola curva a demasiada velocidad,se había estampado contra latrasera de nuestro Renault. El

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conductor, que estaba ileso,agitaba los brazos y jurabacontra todo lo que tenía delante.¡No es posible! ¡La curva noestaba señalizada! ¿Cómopueden construir semejantecarretera? ¡Y hay que tenermenos sesera que un mosquitopara aparcar aquí! ¡No es posible!¡Le digo yo que no es posible!

Michel se aproximó a su coche,flexionó rígidamente el troncodesde las caderas —parecía el

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director de una banda al final deuna pieza—, y se dispuso aexaminar los daños. El otroconductor recorría una y otravez la distancia entre los doscoches y la curva contando lospasos en alto, con una vozestridente, fuera de sí. Micheltenía una forma de mirar lascosas —los ejes, las juntas, loscilindros, las cubiertas— que lesimpedía ser intransigentes, quelas hacía obedientes. Mirándolo,pensé en su don de quitar el

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dolor causado por lasquemaduras. ¿Era el don deatraer para sí y, por lo tanto, dedispersar, una especie deconmoción, la conmociónsufrida por la carne quemada opor un chasis abollado?

Si encargamos las piezas estanoche, me gritó, sólo me llevaráun día de trabajo; podremosestar en la carretera pasadomañana.

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Tambaleante como un bolo, seaproximó al Peugeot. El dueñoempezó a chillar: ¡no es posible!¡A menos de veintiocho metrosde la curva! ¿Habrá visto lashuellas que han dejado misfrenos, no? Frené en seco encuanto vi su coche. Es usted unpeligro público. Si es inválidodebería moverse en una silla deruedas.

Me parece, dijo Michel conmucha calma, que lo podrá

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arreglar por menos de cientocincuenta mil, el precio de unabuena bicicleta. Ha tenidosuerte, considerando la velocidada la que iba.

¡Mierda de tullido!, dijo elhombre.

La tormenta no había estallado ytuvimos que esperar a que eldueño del café nos llevara en sucoche hasta el hotel máspróximo, a cinco kilómetros.

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¿Nos podría poner unas cervezasbien frías?, le pidió Michel. Elsudor le corría por las arrugas dela frente y por las bolsas bajo losojos. Se sentó en una mesa, conla espalda pegada a la pared; laspiernas rectas y los zapatos,puntiagudos y brillantes,formaban un ángulo imposible,como si tuviera rotos los tobillos.

En un día como éste, me dijo,cuando trabajas en los hornos,estás a una temperatura de

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setenta grados. A medio caminoentre la fiebre y el punto deebullición. A mitad de caminodel infierno... Se echó un tragode cerveza.

Nunca he creído en el infierno,le contesté. No podía creer queun padre creara el infierno comocastigo para sus hijos.

Algunos padres matan a sus hijosa tiros, dijo él.

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Disparan llevados por la cólera.Según yo lo he aprendido, elinfierno tiene que ver con lajusticia y no con la cólera.

Le ofrecí un pañuelo para que selimpiara la cara. Lo sostuvo antelos ojos, porque tenía unas floresestampadas, y no lo usó.

Si de verdad quieres saber algodel infierno, dijo sonriendo, elinfierno está aquí mismo.

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Suena raro viniendo de ti,Michel, tú que siempre estáshablando de cambio y progreso...

Volví a guardar el pañuelocuidadosamente en mi bolso.

¿Quién ha dicho que el infiernotiene que ser siempre igual? Elinfierno empieza con laesperanza. Si no tuviéramosesperanzas no sufriríamos.Seríamos como esas rocasrecortadas contra el cielo.

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Tomé la mano con la que estabaseñalando. No se resistió, y yo sela volví. En el dorso, los dedostienen pelitos negros; a él no lesalen en las cicatrices. Le puse unpoco de colonia en la muñeca, yél apartó la mano para olería.

El infierno comienza con la ideade que las cosas pueden sermejores, dijo. Es muy refrescanteeste olor. ¿Qué es lo opuesto alinfierno? El paraíso, ¿no?

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Dame la otra mano.

Le eché colonia en el dorso deésta y no la retiró; se quedóextendida en mi regazo.

Ahora puedo llevarlos hasta elhotel, nos anunció el dueño delcafé.

La parte de atrás del hotel daba aun río que bajaba casi seco. Laventana de mi habitación seasomaba a los guijarros del

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lecho. Era la primera vez en mivida que me alojaba en un hotel,lo que no me impidió darmecuenta de que éste era bastantepoco común. El propietario, queestaba trabajando en la cocinacuando llegamos, saliólimpiándose las manos en unatela de saco que llevaba atada ala cintura.

Dos habitaciones, sí, dijo.¿Cenarán aquí esta noche? ¡Hoyvoy a hacer un plato nuevo!

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El pasillo que conducía a lashabitaciones estaba abarrotadode armarios; apenas se podíapasar. En mi cuarto, además dela cama y un lavabo, había dosradiadores eléctricos y uncongelador. Miré dentro y estaballeno de carne. Por fin empezó allover, grandes gotas del tamañode perlas. Me lavé y me tendí enla cama en combinación, sin lasmedias.

Tenía la impresión de que nos

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habíamos perdido: no íbamos allegar nunca a París, a Michelnunca le ajustarían la prótesis,estábamos en una tierra aparte,a la que habíamos llegado porcasualidad, sin quererlo, sindarnos cuenta, hasta que nosencontramos en un hotel regidopor un loco. Con esta idea en lacabeza, pero llena de paz yarrullada por el sonido de lalluvia, me quedé dormida.

Cuando me desperté, la

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tormenta había pasado. Me puseotro vestido y un par de zapatosblancos —los que me habíanimpulsado a comprar los guantesde verano. También me puse uncollar de cuentas de colores queChristian había hecho en laescuela y me había regalado.Estaba oscureciendo —en agosto,pese a todo el calor que puedehacer, los días se acortan— y sólose distinguían las sombrasblancas de los gansos junto al río.Pasé junto a los armarios y

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encontré las escaleras.

Para mi sorpresa, había tres ocuatro huéspedes más en elcomedor. Michel estaba sentadoen una mesa junto a la ventana,en la que había un gran jarróncon gladiolos naranjas. Todavíaveo las flores. Se había lavado ycambiado la camisa.

Lo mismo había hecho elpropietario, que se había quitadola tela de saco y se había puesto

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una corbata. Me condujo hastala mesa. Michel insistió enlevantarse. Nos dijimos buenasnoches, como lo hacen lospersonajes de las películas.

¿Tomaremos algún aperitivo?,preguntó el dueño. Dos Suzes,dijo Michel. Mi sentimiento deestar perdidos me recordaba a lainseguridad de los niños cuandotienen que hacer algo porprimera vez. Y, sin embargo,nunca me había sentido mayor.

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¿Podemos proponerle, caballero,poularde en sujetador?

¿Qué es eso?, preguntó Michel.

Un pollo sin piel, asado ycubierto con hojaldre, señor.Inolvidable. ¿Y de primero, talvez, truite au bleuí

¿Es el pollo lo que ha cocinadode esta forma por primera vez?,pregunté.

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Exactamente, madame, ¡es elprimer sujetador que he puestoen mi vida! Le guiñó un ojo aMichel.

Cuatro apuntan al cielo, cuatrocaminan sobre el rocío y cuatrocontienen alimento: las doceforman una, ¿qué es?, lepregunté al hombre.

No lo sabía y yo no pensabadecírselo. Comimos bien; comoen un bautismo.

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Si quisieras, podría ayudarte,dijo Michel.

¿Para qué necesito ayuda?

Para vivir.

Hasta ahora me las he idoapañando bastante bien. Estábueno este vino, ¿verdad? Santé.

¿Sabes lo que dice la gente de ti?

Nunca me ha preocupado. Es la

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única cosa, Michel, que nuncame ha preocupado.

No puedes hablar con ella.Cuando Odile se ha decidido ahacer algo, lo hace. Cuando hadecidido no hacerlo, nada puedeconvencerla. No es fácil deabordar. Respetan tu valor,respetan la forma en que estáseducando al chico, pero guardanlas distancias. Estás sola.

Yo no me siento sola.

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Dentro de unos años serádemasiado tarde.

¿Demasiado tarde para qué?

Demasiado tarde para cambiar.

Tú quieres cambiarlo todo,Michel: el mundo, el infierno, ala gente, la política; ahora me hatocado a mí.

¿Tú crees que las cosas debenpermanecer como están?

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No lo sé.

¿No significa nada la felicidadpara ti?

Hay más dolor que felicidad, dijeyo.

Dolor, sí.

¿Te he contado la historia de losdos osos?, pregunté.

¿Quién ha estado comiendo demí plato? ¿El cuento de los tres

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ositos?

No, dos. Dos osos en la nieve.

¡Cuentos de hadas, Odile! Somosdemasiado mayores para cuentosde hadas. Hemos de enfrentarnosa la realidad.

Como lo hacemos siempre.

Entonces dijo algo que meimpresionó, pues lo dijo muydespacio, haciendo gran

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hincapié: las cosas no pueden...continuar... como están. Más quecomo palabras habladas, sonaroncomo un gruñido, y el jarrón conlos gladiolos, en los que tenía lavista fija, se desdibujó ante misojos.

Claro que continúan, contesté,cada día, cada hora. La gentetrabaja, van a casa a comer, danla comida al gato, ven la tele, sevan a dormir, hacen mermelada,arreglan radios, se bañan...; todo

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continúa igual todo el tiempo,hasta que un día nos morimos.

¡Y a eso es a lo que estásesperando!, dijo.

No espero nada.

¿Sabes que hablas como unavieja?

Soy viuda. Me quedé viuda a losdieciocho.

Hablas como una vieja y todavía

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no has cumplido treinta años.

Dentro de tres meses. Pronto.¿Tú crees que la edad tiene algoque ver?

No es la edad; es el tiempo que seacaba. Se pasó un pañuelo rojopor la frente.

Vuelve a decirlo, Michel, leprovoqué. Según tú, las cosas nopueden continuar. Pero lohacen, lo sabes tan bien como yo.

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¡Las cosas continúan!

Si no luchamos, dijo, loperdemos todo.

¿De verdad crees que la vida essólo una batalla?

Se echó a reír y siguió riéndosehasta que se le saltaron laslágrimas. Llenó mi vaso, alzó elsuyo y los entrechocamos.

Que no sepas precisamente tú,

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Odile, la respuesta a esapregunta. ¿No crees tú, —tú,Odile Blanc— que la vida es unabatalla?

Volvió a reírse brevemente, peroesta vez las lágrimas habían sidoprovocadas por la tristeza.

Cuando subí a mi habitación,aquella habitación con elcongelador lleno de carne y unareproducción del Angelus sobrela cabecera de la cama, no me

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desnudé. Esperé media horamirando al río. Luego me cepilléel pelo y, sin ponerme loszapatos, me deslicécautelosamente por delante delos armarios del pasillo, encontréla puerta de la habitación deMichel y la abrí sin llamar.

Nuestra sombra se mueve ahorasobre la nieve blanca, Christian,y se parece a la letradecimoséptima del alfabeto, algoentre una D y una L. En Clu-ses,

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donde aprendí palabras escritasen la pizarra de la escuela, que,después de la fundición, era eledificio más alto que había vistoen mi vida, en Cluses, laspalabras me resultaban extrañas.Ahora me vuelven a la cabezacomo las palomas al palomar.

De nuestra unión nació Marie-Noelle, el 4 de agosto de 1967.Pesó al nacer tres kilos doscientosgramos, un poco menos que tú.Me subió la leche, y le di el

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pecho durante más de nuevemeses. No quería dejar dedárselo. Ya no trabajaba en lafábrica, pues vivíamos los cuatrojuntos encima de la tienda, enPoully.

Madame Labourier tricotó unamantita rosa para la cuna. OdileBlanc no era exactamente lanuera que Madame Labourierhubiera escogido para su hijo,pero los hechos eran los hechos, yMarie-Noelle era su nieta.

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De joven, me informó MadameLabourier, Michel salió con unsinfín de muchachas. Despuésdel accidente, durante los añosque pasó en Lyon, todas ellas sefueron casando. Pero bienmirado, es comprensible, ¿no? Alfin y al cabo ellas eran mujeresjóvenes y sanas.

Posteriormente me previno sobreel futuro. Conforme vayaenvejeciendo, cambiará, sevolverá cada vez más exigente.

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Lo he comprobado con nuestrovecino, Henri, que tenía polio, ynuestro pobre primo Gervais,que era diabético. Las personaslisiadas —sobre todo los hombres— se vuelven difíciles ycaprichosas de viejas. Tendrásque tener paciencia, hija mía.

Después de nacer tú, Marie-Noelle, fue como si le hubierasdevuelto las piernas. Estaba tanorgulloso de ti; su orgullo teníapiernas. No podía soportar

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separarse de ti más de una o doshoras. Cuando te llegó elmomento de ir a la escuela, senegó a coger el coche ycaminaba contigo más de mediokilómetro llevándote de la mano.

Las piernas que había perdido lehabían sido de alguna formadevueltas en tu pequeño cuerpoinfantil. Fue él y no yo quien teenseñó a andar. Ahora ya no eresuna niña y desde el cielo puedohablar contigo.

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Las mujeres, casi todas lasmujeres, son hermosas dejóvenes. No escuches lashabladurías de los envidiosos,Marie-Noelle. Sean cuales seanlas proporciones de un rostro, almargen de que el cuerpo seademasiado delgado o demasiadogrueso, en cierto momento, todamujer posee el poder de labelleza que nos ha sido otorgadocomo mujeres. A menudo, esemomento es muy breve. A veces,ni siquiera nos damos cuenta de

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que nos ha llegado. Y, sinembargo, quedan vestigios.Incluso en lo avanzado de miedad hay todavía algunos.

Mírate al espejo esta tarde sipasas delante de uno mientrasesperas en la óptica de Annecy aque le pongan a papá el aparatopara su sordera, observa tucabello, que te lavaste anoche,observa cómo invita a seracariciado. Contempla tushombros cuando te estés

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lavando, y luego baja la miradahasta donde se ensambla elpecho, contempla la parte entrelos hombros y el pecho, quedesciende como una ladera enlos pastos: durante treinta añosmás todavía esta ladera atraerálágrimas, dientes apretados porla pasión, niños calientes por lafiebre, cabezas dormidas, manosencallecidas. Esa belleza sinnombre. Mira con quédelicadeza cae tu estómago en elcentro, hacia el ombligo, como

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una begonia blanca en flor.Puedes tocar su belleza. Nuestrascaderas se mueven con unaseguridad que no tiene ningúnhombre; y, sin embargo,prometen paz nuestras caderas,como la lengua de una vaca paraun ternero. Esto asusta a loshombres, esos hombres que nostiran y nos llaman coños. ¿Sabesa qué se parecen nuestras piernasvistas desde atrás, Marie-Noellé?Son como azucenas justo antesde abrirse.

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Te diré qué hombres merecennuestro respeto. Los hombres quese entregan al trabajo para quelos que están a su alrededorpuedan comer. Los hombres queson generosos con todo lo quetienen.

Y los hombres que pasan la vidabuscando a Dios. El resto sonpura mierda.

Los hombres no son hermosos.No hay nada que tenga que

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permanecer en ellos. No tienenque atraer nada por la paz quepueden ofrecer. Así que no sonhermosos. A los hombres les hasido dado otro poder. Queman.Despiden luz y calor. A vecesconvierten la noche en día. Amenudo lo destruyen todo. Loshombres están hechos de cenizas.Nosotras, de leche.

Cuando aprendes a juzgar por timisma y no te dejas engañar porsu presunción, no es difícil

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distinguir al hombre que merecerespeto del que es pura mierda.Y, sin embargo, el poder de unhombre para quemar sólo lodescubrimos amándole. ¿Esnuestro amor el que libera esepoder? No siempre. Yo amé aStepan durante muchas semanasantes de que viviéramos INEUROPA. Stepan ardía cuandome reuní con él en el puente.

A Michel empecé a amarlocuando volvimos al pueblo.

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Nunca llegamos a París. Puedomorir igualmente feliz sin habervisto la capital. Nos quedamostres noches en aquel hotelalocado con los gansos blancos ysu habitación frente a losarmarios. Luego nos fuimos acasa.

Una vez en la fundición Stepan yMichel trabajaron durante tresdías en el mismo turno, pero esen mí en quien se siguenencontrando. Marie-Noe-lle,

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Christian, abrazaos esta noche,pase lo que pase, hacedlo estanoche y sabed que vuestrospadres se están abrazando.

Se hace tarde y la luz estácambiando. La nieve que cubrela ladera oeste del Guvraz se estáponiendo rosa, del color delmejor rubarbo cuando lo cueces.Pensaba que aterrizaríamosantes de anochecer, peroChristian debe de saber lo queestá haciendo. Es instructor

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nacional, quedó segundo en elCampeonato Europeo de vuelocon ala delta, y cuando le dije, sehan ido los dos a Annecy, notienen por qué enterarse, ¿no?;así no se asustarán, súbeme estatarde, ha llegado el momento, élrespondió simplemente: ¿estáspreparada?

Es extraño, pero no he pasadoningún frío. Siento todos losdedos de las manos y de los pies;están calientes como lo estaban

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cuando era una niña de cuna: derepente lo he recordado.

Metes a un hombre dentro de tiy no puedes compararlo omedirlo o hacer de él unahistoria. Todo lo que siempre hasido se inflama con los labios dela boca en la que lo metes, y él tellena, allí de donde sabes tanpoco como de la criatura queaún no has concebido en tuvientre.

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Cuando se haya ido podrásdecirte otras cosas sobre él, perotodo se queda lejos comparadocon los lugares a los que lo hasllevado dentro de ti. En el pajar,el heno no puede volver a serhierba. Si él está ardiendo, loslugares a los que le hasconducido están inundados deluz. En tu vientre hay estrellas, ypuedes ser víctima de ellas. Lapobre de Clotilde dio a luz solaen el establo; su padre le cerró lapuerta por fuera.

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Es doloroso para nosotras juzgaral hombre que hemos tomado,porque ya es nuestro, como unhijo. ¿Cómo puedes juzgar a uncuerpo que ha estado en dondeha estado, que ha salido de allí?Aparte de su nombre, todo lodemás es carbón frío. ¡Cómo noscuesta juzgar! Si tenemos quehacerlo, si nos vemos obligadas ahacerlo, si nos tiran de las orejascomo a un conejo, lo juzgamos ysufrimos el dolor, la violenciahecha al cielo que llevamos

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dentro, en el que brillaban lasestrellas. Los hombres, pobreshombres, juzgan más fácilmente.

Nunca juzgué la vida que Stepanllevó antes de conocerlo en el«baile de los carneros». Todo loque sucedió antes del 31 dediciembre de 1953 estaba allendetodo juicio o comparación, pueseso mismo lo había traído hastamí en el barracón A de INEUROPA. Desde su desaparición,ha permanecido conmigo allí a

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donde lo llevé y lo oculté porprimera vez, más allá de lascenizas. Ha permanecidoconmigo como las estacionespermanecen con el mundo.

Los hornos que le robaron la vidaa Stepan se llevaron las piernasde Michel y ahora le estándejando sin oído. Por la noche,cuando se quita las prótesis, notiene piernas. Los dos muñonestienen el color del molibdenocuando se está enfriando, antes

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de que lo rieguen. Pero sólo en elcolor se parecen al molibdeno.La gravedad específica delmolibdeno, me dijo una vezMichel, es de 95,5: uno de losmetales más pesados, aunquemenos que el uranio, elvolframio o el plomo. Sin piernaspesa cincuenta y nueve kilos.Sólo el color de los muñones separece al molibdeno, pues, adiferencia de ese monstruosometal, están vivos. Sé encontrarcon las yemas de los dedos dónde

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el tejido es sensible y los nerviosmurmuran y dónde la carnecicatrizada está entumecida. Enla espalda tiene pequeñascicatrices en las zonas de las quele sacaron piel para injertárselaen la cara. ¡A lo mejor me estásbesando el culo!, bromeó una vezque le estaba lamiendo junto a laoreja.

Sin sus piernas artificiales semueve a saltitos, como unpájaro, con las muletas. Hay

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noches en las que me dejaservirle como un rey. Otras vecesestá irritable, me lanza miradasfuriosas y me aleja de él y,cogiendo las muletas, empieza amoverse a saltos alrededor de lahabitación como un pavodesplumado. Cuando oye pasos,si está haciendo esto, se arroja ala cama y se cubre con la sábanahasta la barba. Nunca ha dejadoque su hija lo viera sin prótesis.Quiere apasionadamente que suhija tenga un padre entero.

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El viento agita la vela, que ondeacomo la colada en el huerto demi niñez cuando soplaba el bise.¿Estás seguro de que no se volará,Christian?

A menudo vienen personas conquemaduras a la tienda para queMichel les alivie los dolores.Michel insiste en quedarse asolas con ellas, y nunca he vistolo que les hace. A veces, le pidenque baje hasta la fundicióncuando ocurre algún accidente.

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Una o dos veces ha logradoquitar el dolor por teléfono. Hacecuatro años, el hijo de Louis,Gérard, estaba subido a unescalera podando un manzanocon la motosierra. Sin sabercómo, resbaló, y la sierra, queseguía girando, le tocó el cuelloantes de estrellarse contra elsuelo. La sangre le manaba achorros de la yugular y leempapaba la camisa. Llegócorriendo a la tienda, con la carablanca, como la de una oveja.

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Michel detuvo la hemorragia enun minuto sin siquiera tocarle laherida. Luego envió a Gérard almédico, que no podía creer loque veían sus ojos de médico.

Cada vez que le quita el dolor aalguien se queda agotado, ycuando estoy allí, le doy unmasaje en el cuello y los hombrospara ayudarle a relajarse. Unanoche, cuando estaba haciéndoleun masaje, me dijo: el paraíso esel descanso, ¿verdad? Reposo. Vas

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al paraíso después de habertrabajado tres turnos seguidos,veinticuatro horas sininterrupción. Paras, y ahí está elpuro placer de parar, de no hacernada, de quedarte tumbado. Elparaíso es mandarlo todo a lamierda. No sabes que existe nadamás. No hay relaciones en elparaíso, Odile, ni niños, nimujeres, ni hombres. ¡Egoísmopuro es el paraíso! ¿No es eso,cariño? Seguí dándole el masajey sentí cómo se iban relajando,

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cómo iban volviendo a su ser, sushombros, inmensos como los deun caballo de tiro. Un ratodespués, se volvió hacia mí, meatravesó con la mirada ypronunció mi nombre. Luego mecogió en brazos y me llevó, sí, mellevó hasta la cama y susurró:¡sólo en el infierno, mi vida,podemos encontrarnos!

Y Michel me encontró en lacama. Encontró a Odile.

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Mira, mira hacia abajo —¿no loves?—, vuela una garza. Tzaplia,el último mensaje antes deanochecer.

Diles, Christian, diles, cuandoaterricemos, que esto es todo loque hay que saber.

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Toca a lgo para m í

¿Qué cosa tienen los hombreslarga y dura que no tienen lasmujeres?

A su izquierda la ciudad deVerona, anunció el conductordel autobús. Verona fueconquistada por los ostrogodos,después por los bárbaros ytodavía más tarde por losaustríacos. La Verona del siglocatorce fue el escenario de los

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amores de Romeo y Julieta.

¿Qué cosa tienen los hombreslarga y dura que no tienen lasmujeres?

¡Dínoslo!, pidieron losmuchachos.

¡La mili!

La horizontalidad del paisajecircundante les era extraña, y noles resultaba fácil calcular las

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distancias. El autocar iba rápido,pero parecía que el tiempopasaba y no cambiaba nada.

¿Ves su maíz? Van dos meses pordelante de nosotros.

Por fin, el autocar cruzó el pasoelevado hacia la autopista, endirección a la Reina de lasCiudades. En el vaporetto loshombres iban de píe, muy tiesos,como si fueran a desfilar. Esto sedebía a que recordaban la

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primera vez que dejaron elpueblo como reclutas delejército. Las mujeres serepantigaron en los asientos decubierta, y las más jóvenes sesubieron las faldas para que lesdiera el sol en las piernas. Elvaporetto osciló primero a unlado, luego al otro, como unamujer pedaleando muy despacioen una bicicleta.

¿Te gustaría tener un trajeblanco como el del capitán del

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barco?

¡Mira esos insectos!

¿Dónde?

¡Ahi!

¡Ésta ha estado bebiendo!

Tendrá que cambiárselo todos losdías.

¡Mira! A lo largo de la orilla.

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¡Dios mío, sí! Los hay a miles.

Salen al sol.

Son cangrejos.

Nunca había visto cangrejos deeste tamaño.

No sabes a dónde mirar.

Parece una inundación.

¡Aquí no se podría hacer queso!

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Desembarcaron en la plaza deSan Marcos y subieron laescalera de caracol delCampanile. Luego a los hombresles entró sed e insistieron enbeber algo en uno de los cafés dela plaza, que para Napoleón erael salón de baile más grande deEuropa.

¡Es más caro mear aquí quebeberse todo un cajón decervezas en el pueblo!

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Dentro del café vio un cartel queanunciaba un festivalorganizado por L’Unita, elperiódico del Partido Comunista.¿Por qué no?

Cruzaron el puente de losSuspiros y se pararon bajo unaestatua de Eva en el patio delpalacio de los Dogos.

¡Una mujer así es lo quenecesitas!

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Luego los hombres subieron a laterraza de la catedral de SanMarcos para ver los caballos.

El festival se celebraba en la islade Giu-decca. Desde el palacio delos Dogos veía al otro lado delagua las luces de colores con lasque habían decorado los edificiosy de vez en cuando le llegaba elsonido lejano de la música.

Si a las dos no estás en la estaciónde autobuses, sabremos que te

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han ahogado.

¡Pues él es el más aventurero detodos vosotros!

Se sentó en la popa del vaporettocon el instrumento, guardado ensu estuche, sobre las rodillas.

No eres de aquí.

Le dirigió estas palabras unajoven con los labios pintados derojo y sandalias blancas.

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¿Cómo lo sabes?

Pareces demasiado tranquilo.

¿Sabes lo que llevo en esteestuche?

Ella dijo que no con la cabeza.Llevaba gafas y tenía el pelonegro y recogido atrás en unmoño.

Un trombón.

Eso no es verdad, respondió ella.

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¡Tócalo! Por favor, toca algo.

Aquí en el barco, no, dijo él. ¿Vasa la fiesta?

Si lo has traído contigo debías detener idea de tocarlo.

Hemos venido de las montañas.Y no quería dejarlo en elautocar.

Ella llevaba un pañuelo blancoanudado al cuello.

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¿Y tú vives por aquí?

En Mestri, al otro lado de labahía, en donde están lostanques de petróleo. Y tú... Yodiría que trabajas en una granja.

¿Por qué lo sabes?

Porque hueles a vaca.

De haber sido un hombre, lahabría pegado.

¿A qué crees que huelo yo?

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A perfume.

Has acertado. Trabajo en unaperfumería.

Basta con mirarte las manospara saber que no trabajas conellas.

¿Sabes cómo llama a eso mipadre?

Proletarismo infantil.

El no respondió. Tal vez era una

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expresión veneciana.

El vaporetto se aproximaba a laisla. De las ventanas de losprimeros pisos, al otro lado de laplaza, colgaban banderolas conconsignas políticas. Distinguió elmartillo y la hoz. Al saltar atierra, agarró con fuerza elinstrumento bajo el brazo. Elfestival, se recordó a sí mismo,estaba organizado por el PartidoComunista, pero eso nosignificaba que no hubiera

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ladrones por allí. Incluso yahabía detectado a quienespodrían serlo.

¿Te gusta bailar?

No puedo con esto.

Dámelo.

Ella desapareció con elinstrumento en uno de losedificios cercanos.

¿Y si me lo roban?, dijo él al

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regresar ella con las manosvacías.

Camarada, contestó, esta es unafiesta de trabajadores, y lostrabajadores no se roban unos aotros.

¡Los campesinos, sí!, dijo él.

¿Cómo te llamas?

Bruno. ¿Y tú?

Marietta.

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El alzó el brazo para que ellatomara su mano. No baila comolos hombres de aqui, pensó lachica. Era más resuelto; como sial bailar pusiera toda su menteen ello, olvidando todo lo demás.

¿Cómo son tus montañas?

Hay rododendros y cabrasmonteses.

¿Rododendros?

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Matorrales con flores.

¿Rosas?

Rojas como la sangre.

¿A quiénes se vota en tu pueblo?

A la derecha.

¿Y tú?

Yo voto por cualquiera queprometa subir el precio de laleche.

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Eso no está bien para lostrabajadores.

La leche es todo lo que tenemospara vender.

Bailaban en torno a un plátanoen una esquina de la plaza. En elárbol había un altavoz, colgadocomo un búho de una de susramas.

¿Has venido solo?

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Con toda la banda.

¿Una banda de amigos?

La banda de música del pueblo.

A la siguiente vez que el búho sequedó en silencio, él le propusobeber algo. Ella lo guió hastauna mesa bajo un retratogigantesco, dibujado en unasábana que colgaba desde lasventanas del último piso de unade las casas. El rostro

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representado era tan grande queincluso Ias aletas de la narizhabían sido pintadas con unagruesa brocha doméstica. Locontemplaron juntos.

¿Vives solo?, preguntó ella.

Sí. Llevo ocho años viviendo solo.Un quinto de mi vida.

A ella le gustaba la manera quetenía de dudar antes de hablar;era totalmente deliberada, como

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si cada vez que contestaba a unade sus preguntas fuera hasta lapuerta de una casa, la abriera alvisitante y luego hablara.

¿Cuántos espejos tienes en tucasa? Le preguntó esto como sifuera una niña diciendo unaadivinanza.

Se paró a contar.

Uno sobre el fregadero, unofuera, encima del abrevadero.

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Ella se rió. El sirvió más vinoblanco.

¿Ese es Karl Marx, no? El asintiómirando la sábana.

Marx fue un gran profeta.¿Cómo ves el futuro?, preguntóella.

Los ricos serán más ricos.

Quiero decir tu futuro.

¿El mío? Todo depende de mi

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salud.

No tienes pinta de estar enfermo.

Si caes malo y te tienen quemandar al hospital, tu perro nose ocupará de las vacas. Vivosolo.

Ella alzó la copa hacia él. Creoque te puedo encontrar untrabajo en Mestri.

Miraba los pequeños pies de la

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muchacha, pensando: todo loque sucede entre un hombre yuna mujer es una cuestión decuánto cedes en algo paraconseguir otra cosa; es unintercambio.

Quieras o no estás influido porlas relaciones de propiedad de lasque formas parte. La voz de lachica era tierna, como siestuviera explicándole algoíntimo. Los Kulaks se pusierondel lado de la burguesía, y los

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pequeños campesinos seasociaron con la pequeñaburguesía. Te equivocas cuandopiensas solamente en el precio dela leche.

Ella, se dijo para sí, nació en estelugar de agua e islas, en dondeapenas si hay tierra.

El hecho es que los campesinosvan a desaparecer, continuó ella;el futuro está en otra parte.

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Me gustaría tener hijos.

Tendrás que encontrar unamujer.

Él sirvió más vino.

Si te vinieras para aquí,encontrarías una mujer.

Me cortaría la mano derechaantes que trabajar en unafábrica.

Todos los hombres que están

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bailando ahí delante, casi todostrabajan en fábricas.

Nunca había visto tantoshombres con camisas blancas.Las llevaban anudadas a lacintura, con el estómago al aire.Parecían tan astutos comocomadrejas. Tenían las mangasremangadas hasta la mitad delantebrazo, como si acabaran delevantarse de la cama.

¿Acarician bien?, preguntó.

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¿Quiénes?

Las comadrejas esas.

¿Que si acarician?

Lo que un hombre debe hacerlea una mujer.

Bailemos, dijo ella.

El búho ululaba un tango.

¿Quién va a ordeñar las vacasesta noche?, susurró ella.

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¿Con quién estoy bailando?

Marietta está bañando conBruno, respondió, mientras él,alzando la mano de la mujer,miraba fijamente a la línea queformaban ambos brazos unidos,como si estuvieran apuntandocon una pistola.

A medida que el tiempo de lamúsica se hacía más rápido, ellosavanzaban y giraban más y másdeprisa. La gente empezó a

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mirarlos. La camisa y las pesadasbotas del hombre anunciabanque era un campesino. Perobailaba bien; hacían una buenapá-reja. Algunos de los mironesempezaron a tocar palmas alritmo de la música. Era comocontemplar un duelo: un dueloentre los adoquines y sus cuatropies. ¿Cuánto tiempo podríanmantenerlo?

Bajaron por una calle estrechaen la que había algunos viejos

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sentados en sillas de mimbre; ylas abuelas entretenían a susnietos jugando con globos. Alfinal de la calle estaba colgadootro retrato gigante: una grancabeza en forma de cúpula,como una gran colmena de^pensamiento, y gafas.

Ese es Gramsci.

El le pasó el brazo sobre loshombros para que pudierareclinar la cabeza sobre su

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empapada camisa de franela.

Antonio Gramsci, dijo ella. Nosenseñó todo.

¡No podrías confundirlo con untratante de ganado!, respondióél.

Pasado el retrato, llegaron a unmuelle empedrado de guijarros aorillas de la laguna, justo frente aMurano. En algunos lugares, lahierba había crecido entre los

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guijarros. El se quedó mirando alagua negra en dirección a la otraorilla, y ella, con las sandalias enla mano, se alejó hacia unagóndola abandonada, que estabaamarrada cerca de ladesembocadura del Río di SantaEufemia. Se sentó en laplataforma de popa, junto alescálamo del remo. Con el sol yel agua, la góndola habíaperdido toda la pintura, y ahoratenía el color gris de la maderavieja. En su tiempo debió de

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pertenecer a un comerciante devinos, pues en la proa habíavarios garrafones tirados.

¿Crees que están vacíos?, lepreguntó ella.

En lugar de responder, saltó a lagóndola, que se balanceóviolentamente. Según avanzabahacia la proa, intentaba corregirlos bandazos del barco lo mejorque podía, ladeándose hacia ellado opuesto, como alguien

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bailando la conga.

¡Siéntate, por Dios, siéntate ya!

Ella estaba agachada al fondo delbarco. Los laterales de ésteazotaban el agua, que salpicabaal aire.

Cogió un garrafón con unamano, lo sostuvo en alto contrael cielo y lo giró como siestuviera retorciendo el pescuezoa un ganso.

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¡Vacío!, bramó.

¡Siéntate!, chilló ella. ¡Siéntate!

Así es como se encontraronacostados sobre una estera en losbajos de la góndola. Pasado unrato cesaron los bandazos delbarco y les sucedió el tranquilochapoteo del agua. Pero la calmano duró mucho. En seguida lagóndola volvió a bambolearsecon fuerza a un lado y al otro, yel agua que salía a chorros por

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las regalas y las duelas caía conestrépito en la laguna.

Y si volcamos, ¿sabes nadar?,susurró ella.

No.

Sí, Bruno, sí, sí, sí...

Luego permanecieron tumbados,jadeantes.

Mira las estrellas. ¿No te hacensentir pequeño?, dijo ella.

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Las estrellas nos observan,continuó, y a veces creo quetodo, todo excepto el matar,tarda tanto tiempo porque lasestrellas están muy lejos.

El hombre movía la otra manoen el agua formando unapequeña estela. Ella le mordió enuna oreja.

El mundo cambia tan despacio.

Rodeó con su mano mojada un

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pecho de la chica.

Un día dejarán de existir lasclases. Yo lo creo, ¿tú no?,murmuró ella, dirigiendo lacabeza del hombre hacia el otropecho.

Siempre existirán el bien y elmal, respondió él.

Pero estamos progresando, ¿nocrees?

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Todos nuestros antepasados sepreguntaron lo mismo,respondió él; tú y yo nuncasabremos en esta vida por quéfue hecho así el mundo.

Volvió a penetrarla. La góndolaazotaba el agua, que salpicaba alaire.

Cuando cruzaron la estrecha islaen dirección al muelle, en dondese detendría el último vapo-retto, la música había acabado.

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En la plaza sólo quedaban unoscuantos borrachos, inmóvilescomo estatuas. Marietta fue abuscar el instrumento. Él sequedó mirando a la orilla. Veíael campanario al que habíansubido. El guía había dicho quea principios de siglo se habíaderrumbado. Sin raíces. Recordóla fecha: el 14 de julio de 1902, elaño en que había nacido supadre. A la derecha, todavía seveían luces en el palacio de losDogos. Según el guía, el fuego

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había destruido total oparcialmente el palacio sieteveces. Nunca había habido pazen ese edificio. Demasiado podery pocas raíces. Un día era robadoy saqueado y al siguiente pasabaa ser utilizado como gallinero.

Marietta le alcanzó el estuchecon el instrumento.

Toca para mí. Toca algo para mí.

Dejó el instrumento en el suelo.

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Se sacó una armónica del bolsilloy, volviéndose hacia el palacio delos Dogos, empezó a tocar. Lamúsica le hablaba.

Antes de que amanezca...

Ella contemplaba su espalda,relajada y ligeramente inclinadahacia adelante, como la de unhombre orinando, salvo quetenía las manos junto a la boca.

... Antes de amanecer... cuando

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te vistes y entras en el establo...

Le acarició el cogote.

... los animales están echados...

Presionó con la mano entre laspaletillas y sintió los pulmonesdel hombre y la música en elcielo de su boca.

... echados sobre hojas de haya, ytu cansancio es como un niñodespertado a la fuerza...

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La mano de la chica tanteabamás abajo del cinturón de suspantalones.

...y ves por la ventana la esfera deestrellas...

Ella observó que tenía desatadouno de los cordones de las botas.Se agachó a atárselo.

... la esfera de estrellas a cuyopozo nos echan al nacer como lasal al agua...

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Ninguno de los dos vio acercarseel vaporetto.

Ven a Mestri, suspiró ella, ven aMestrí. Te encontraré un trabajo.

El autobús partió a las tres de lamadrugada. La mayor parte dela banda quería dormir. Algunosmaridos reclinaron la cabezasobre los hombros de sus esposas;en otros casos, era la esposa laque se recostaba contra suhombre. Una a una fueron

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apagándose todas las luces,mientras el autobús tomaba lacarretera de Verona. El joventambor sentado al lado de Brunoprobó con un último chiste.

¿Sabes lo que es el infierno?

¿Y tú lo sabes?

El infierno es un lugar en dondelas botellas tienen dos agujeros ylas mujeres ninguno.

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[Para Jacob]

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Sus ferrocarriles

Guarda las lágrimas

vida mía

para la prosa.

Tren

flammes bleues

fleurs jaunes.

En las zanjas

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soy agua.

En medio

crecen los botones de oro detu infancia.

Hundidos en mis ojos

los cielos del cementerio.

Por arterias

de grava

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susurrando a mis hierbas

la sangre de los adioses.

Flammes bleues

fleurs jaunes

sus trenes.

1985/86