Toro de cera

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El Toro de Cera Augusto Costas

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Cuento del mes, parte de la colección "Cuentos huerfanos de la razón" de Augusto Costas

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Page 1: Toro de cera

El Toro de Cera

Augusto Costas

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Las moscas revoloteaban para no sentir lo sofocado de la choza cerrada. El medio día enmudeció al viento, éste se caía de cansancio, sólo para volver a escapar del piso ardi-ente y �otar. En el suelo de barro pisado, junto a la cama, el bulto de sábanas sucias se movió, o tal vez fue una ilusión óptica provocada por el aire caliente. La vivienda mar-caba el límite de la hacienda llamada Huehuetla de San Cipriano. En esa comunidad, un lluvioso día de mil novecientos veintidós, nació Zeferino, el más pequeño de tres hijos en una familia de campesinos. Desde niño, mientras cuidaba reses en el cerro, tallaba pedazos de tronco con una navaja, reproduciendo las formas de los animales que le acompañaban en el campo. Después, aprendió cómo recubrir almas de patol con cera y modelarla con instrumentos metálicos que él mismo fabri-caba; ya de joven, por intercesión del caballerango, su hermano mayor, comenzó a hacer trabajos para el patrón, logrando perpetuar a los mejores ejemplares de ganado en la región. En las noches calientes, de esta alejada planicie del Bajío, las venas dentro la piel de sus esculturas, parecían latir, pero las estáticas �guras, tal vez temerosas de perder su inmortalidad, hacían un gran esfuerzo para permanecer inmóviles. Cuando Zeferino cumplió treinta y cuatro años, el día de San Juan, la gente hablaba del �n del mundo, y de la apertura de las puertas del in�erno, nadie tenía memoria de un verano tan caluroso como aquél. La temperatura casi rompió el único termómetro del lugar, en la farmacia “Los Remedios”. Casi siempre, ese día comenzaban las lluvias, pero en el cielo no había ni una nube; los labios de la tierra estaban resecos. Aquella tarde, dentro del solitario jacal, el ardiente encierro casi descarna el último trabajo del artesano, un gran toro cebú, a escala de casi un cuarto del original. En el centro de la habitación, sobre una mesa, estaba la orgullosa e�gie, del que en sus mejo-res tiempos fue el gran semental de la comarca, ganador de los primeros lugares en la feria del pueblo. El día que lo trajeron causó revuelo con su gran tamaño y la impo-nente joroba, sobradamente cubierta con piel gris, jamás se había visto un espécimen de tan grandes proporciones. Una semana antes de su cumpleaños, después de varias jornadas tallando cada arruga y los músculos resaltados en la piel de la �gura, el escultor estaba sólo termi-nando los detalles en el cráneo de su obra, en silencio, le colocó los ojos de obsidiana y uno de los cuernos de mar�l, ya oscurecía y no encontró el segundo. Al ver el animal de cera, no pudo evitar sentirse intimidado por su negra mirada. Pensó con satisfacción: “Éste es el verdadero, el inmortal, al de carne, un día se lo comerán los gusanos”. Desde el comienzo lo percibió majestuoso, nunca había hecho un ejemplar de este tamaño.

El Toro de Cera Esculpió cada pata de bloques de cera y luego las adhirió al cuerpo. El dueño de la estancia ansiaba ver el trabajo, pero habían acordado presentarla hasta que estuviera terminada. Al día siguiente, Zeferino recibió la invitación de un viejo amigo que vivía en Guada-lajara, éste quería hacerlo padrino de bautizo del último de sus nueve hijos. Al recibir la noticia pensó: “Son seis horas en camión, pero vale la pena, mi futuro compadre dijo que hay varios galones de buen tequila esperándome, estaré de regreso para el día de San Juan”, imaginó emocionado. El toro, pareció leer su pensamiento y lo vio con la profundidad del vacío, esta mirada fue un mudo reclamo de la obra inconclusa. La precisión de sus dedos y el cuidado en cada detalle en su trabajo, le dio el sacrí-lego mote de “el creador”. El cura de la aldea se ofendía con esta situación; el malestar se acrecentaba, al ver que Zeferino, ni siquiera asistía a misa, rara era la ocasión cuando lo veía en el templo; además, vivía en amasiato con Carmela, una muchacha de dieci-séis años, con pecho exuberante, cuerpo veinteañero y mente volátil. La gente decía que ella había nacido soñando y en su cabeza no existía la realidad; otros murmuraban, después de oír sus descontroladas carcajadas, que estaba loca. El escultor tenía treinta y tres, cuando conoció a esta joven de facciones infantiles, era la única hija de la encar-gada de la cocina en la hacienda; el día que se la “robó”, aún vestía de quinceañera, los sorprendidos padres sólo vieron alejarse a la pareja montada en caballo a todo galope. El propietario del rancho, los dejó vivir en la apartada choza, a cambio del trabajo de Zeferino. Desde entonces, casi nadie volvió a ver a la mujer, se rumoraba que podría haber estado embarazada, pero dada la lejanía de la casucha, todo quedó en chismes. Los caminantes nocturnos, hablaban de grandes alaridos, se escandalizaban al oír la agresiva naturaleza del hombre, en el trato con su mujer; asegurando que él la gol-peaba. En una de estas ocasiones, unos transeúntes, al oír tales gritos salidos de la desgarrada garganta femenina, corrieron a la comisaría y después de una hora, volvi-eron con dos gendarmes. Al llegar, casi echaron abajo la puerta a golpes, antes que eso pasara, Carmela salió desnuda; al verlos, estalló en fuertes risotadas y casi voló a la cama, donde el “creador”, la esperaba sonriente. Los alarmados bajaron la vista y salieron de ahí santiguándose, no sin antes recibir una amonestación de parte de los policías. Desde esa vez, se rumoró que la pasión erótica de la pareja, era tan pecami-nosa, que rayaba en lo salvaje; los indescriptibles sonidos guturales hacían invisibles las fronteras entre placer y el dolor.

El día del bautizo, Zeferino aprovechó que Carmela había ido al pueblo con su madre y salió muy temprano a la ciudad de Guadalajara, no era la primera vez que se ausen-taba. En el festejo abundó el tequila, suavizando el ánimo de los asistentes. El artista era conocido como un bebedor admirable, una vez que comenzaba a tomar, sentía la responsabilidad de terminar con la dotación alcohólica de la �esta, sin perder la verti-cal. Una botella de litro, fue asignada para su propio consumo. Cuando casi todos los

comensales reptaban al ritmo de los densos y viscosos acordes, ejecutados por los ebrios mariachis, el escultor continuaba brindando. En ese momento, el padre del bau-tizado se levantó. - Compadre, voy palbaño –dio unos pasos, cayó y enseguida comenzó a roncar. - Compa, ¿qué le pasó? –Zeferino intentó pararse de la silla para ayudar al an�trión, pero se dio cuenta de que no estaba bien, le faltaba el aire. Vio la botella de tequila, estaba vacía, en ese momento recordó la abundante porción de mariscos que había comido. De pronto, aterrado, los sintió vivos en su estómago, el movimiento en la bar-riga, le hizo imaginar al gran camarón que tanto alabó por su sabor y tersura, coman-dando a los demás en una revolución intestina. “Mal agradecido”, masculló para sus adentros. Respiró hondo y volteó a ver a los asistentes, todos trataban de encontrar sus propias miradas; los músicos alcoholizados con igual vehemencia, hacían hasta lo imposible para mantenerse en pie, sosteniéndose de sus propios instrumentos. Súbita-mente, él sintió algo que jamás en su vida de bebedor había experimentado, dio un intenso resuello; se quedó quieto y trató de soportar el dolor causado por el ataque crustáceo e intentó servirse otro sorbo; pensó que tal vez un poco más de licor de agave, aniquilaría a los sublevados calmando el punzante malestar. Extendió la mano, ladeó la botella en su vaso y con a�icción observó que sólo tres gotas se deslizaron, “no será su�ciente para estos malditos camarones”. En ese mismo instante, el “comandante” de la revuelta abdominal llevó sus huestes a la parte baja del estómago, bloqueando la única salida, el alboroto resultante produjo una gran in�ación, a tal punto, que el hombre fue incapaz de llevarse a la boca la copa con el resto de tequila. Su nariz, en peso muerto, golpeó contra la mesa. Nadie se percató de la situación del padrino de la criatura, segundos después, los mariachis dieron su último acorde de trompeta. El ruido estaba tan ebrio, que siguiendo la inercia de todos, se desplomó al piso. Ya de madru-gada, el silencio corría de un lado a otro. A las once de la mañana, las sirvientas comenzaron a limpiar las huellas de la baca-nal. El suelo era un campo de batalla, los que lograban levantarse, ayudados por sus mujeres, se dirigían a la puerta para desaparecer. El papá del bautizado despertó, estaba debajo de la mesa, a gatas, salió de ahí y al ver a su amigo, balbuceó: - Compadre, ¡Ya levántese! Las viejas yan deberido por el menudo. Zeferino estaba hinchado como un globo, con los ojos �jos en la nada. Cuando el an�trión lo vio, la borrachera le salió en un grito: - ¡Tráiganme una espina de maguey, mi compadre se nos muere! Varias señoras se echaron el rebozo a la espalda y corrieron al patio, en dos minutos regresaron con la punta de una penca y se la dieron al hombre, éste la clavó en la parte baja del redondeado abdomen; un gran estruendo producido por el gas, casi tiró a todos por el suelo, el hedor nubló su equilibrio. La maniobra fue en vano, el escultor había muerto horas antes. Las mujeres se acercaron rápido y santiguándose envolvi-eron el cadáver en un murmullo de rezos, las moscas hicieron lo propio con un con-

tinuo zumbido. Irónicamente, las mismas manos del “creador”, se habían encargado de llevar la muerte a su boca. El instante en el que el corazón del artista traspasó el último latido, fue sólo un silencio entre los acordes de su vida. De inmediato, el tiempo, director de la existencia, movió la batuta y continuó la eterna sinfonía, en ésta, el estruendo producido por los tambores, presagió el �nal; pero sólo fue una pausa que abrió el suave arroyo del violín, para continuar �uyendo. El problema de trasladar el cadáver hasta Huehuetla, se acrecentó con la hinchazón, a pesar de que el compadre lo pinchó para desin�arlo, el calor aceleró su descom-posición, no cabía en el ataúd, ya no era posible distinguir las facciones de la cara. Tuvi-eron que esperar al ferrocarril de las ocho de la noche. Cuando los pasajeros vieron la caja del muerto sin cerrar, se replegaron a los vagones de enfrente, los cuchicheos de las enrebozadas ondeaban en el ambiente: - Si no juera porque el otro tren llega pasao mañana, me quedaría asperarlo. - Ya vites que el cajón no cierra, parece que al dijunto le vatronar la panza. Qué Dios nos ampare. Una rolliza mujer, de chal negro, comenzó a rezar–. Glori�ca mialma alseñor… Enseguida, sus compañeras se contagiaron e hincadas pro�rieron grandes alaridos –. ¡Mano todopoderosa! Líbranos del mal y llévate a este hombre al descanso eterno. Los coros de jaculatorias acompañaron al muerto por poco tiempo. En Zapotlanejo, la primera parada de la ruta, casi se bajó toda la gente. Después de nueve horas, el ferrocarril arribó a la estación de San Cipriano, ubicada a quince kilómetros de Huehuetla. El caballerango, hermano del fallecido, fue el primero que supo del deceso y �etó un carretón para el traslado. Cuando llegaron al rancho, ya empezaba a clarear. La fosa en el panteón estaba abierta. El cura se negó a darle una misa, ni siquiera un rezo; a pesar de que doña Angelita, hermana del muerto, pertenecía a las “hijas de la perpetua adoración”, el grupo de beatas que se encargaba del mantenimiento en el templo y las necesidades del sacerdote. A la hora del amanecer, el sol se mostró timorato en medio de una tupida llovizna, pre�rió no salir. Sólo sus dos familiares y el enterrador, fueron los últimos que vieron el cuerpo de Zeferino, Las oraciones de la madura mujer, no conocían el �nal y alargaron el entierro hasta la tarde. Ella, sabedora del pecado mortal, en el que había vivido el difunto, se sintió obligada a expiar las culpas para evitar su condenación. Entrada la noche cayó la tormenta. Los dos hombres, tenían el sombrero en las manos, pero la terquedad pluvial los obligó a ponérselo de nuevo. Ya ni el tiempo quería estar ahí y trató de huir con la complicidad de las sombras, pero se vio atado al interminable sonsonete de la letanía mortuoria. El sepulturero, hipnotizado por el murmullo y esperando su paga, no se movió, hasta que la lluvia comenzó a resbalar la tierra dentro de la tumba, en este mo-mento reaccionó, tomó la pala y empezó su trabajo, no sin antes obtener la venia de la rezandera. Todo se diluyó con el agua, hasta que una valiente luna llena rompió las nubes. Ese día no existió para Huehuetla.

A la mañana siguiente, la noticia llegó a Carmela, una parvada de chiquillos callejeros azuzados por el morbo, voló hasta su choza y se lo comunicó; ella, al saber de la muerte de su hombre, corrió despavorida por entre las navajas a�ladas del maizal, el cabello largo era una urraca enloquecida graznando entre sus carnosos labios. La desquiciada escena fue tan repentina, que los atónitos mensajeros ni siquiera intentaron detenerla, sólo cerraron la puerta de la choza huyendo del lugar. Nadie volvió a verla. Se murmu-raba que había caído en una barranca cercana al sembradío, lo cierto fue que nunca se encontró su cuerpo. Cuatro días después, el soplo árido del sur volvió a traer el calor, ahora con más fuerza. Ya pasaban más de las cuatro de la tarde, el orgullo del toro de cera se ablan-daba a cada minuto, los músculos plasmados por los estiletes del escultor, comenzaban a desvanecerse poco a poco; algunas moscas pegadas en su lomo, sólo intentaban volar. El aire asoleado empujó la hoja de la ventana y logró entrar; recorriendo el inte-rior, al dar vuelta por el cuarto, movió el bulto de trapos tirado en el piso, junto a la mesa donde se encontraba la escultura. El sol de verano, es tan lento y renuente que se retira estirando la tarde. Las paredes del jacal estaban encendidas con su abrazo. El ardiente encierro relajó la cera, las patas del pesado astado se ablandaron y la cabeza golpeó la madera, sus inanimados temores tomaron sentido: “ante el mínimo mov-imiento propio, moriré”. Se oyó un portazo, el patrón y los hermanos de Zeferino irrumpieron en la vivienda en su afán de recuperar el toro. - ¡El toro! –gritó el dueño de la hacienda, cuando vio la �gura. En ese momento, las frazadas en el piso se movieron, doña Angelita se hincó y quitó los trapos, ahí estaba un pálido niño de meses. En el vacío de los ojos de la escultura se re�ejó la escena del pequeño en los brazos de la mujer. La infantil mirada vio al animal… tal vez buscando a su padre.

Este cuento pertenece a “Cuentos Huérfanos de la Razón”.“La razón es la locura vestida de gala”.

® 2011 José Manuel Jaime Rivas.Número de Registro: 03-2011-050311235900-14Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de infor-mación, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, elec-trónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

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Las moscas revoloteaban para no sentir lo sofocado de la choza cerrada. El medio día enmudeció al viento, éste se caía de cansancio, sólo para volver a escapar del piso ardi-ente y �otar. En el suelo de barro pisado, junto a la cama, el bulto de sábanas sucias se movió, o tal vez fue una ilusión óptica provocada por el aire caliente. La vivienda mar-caba el límite de la hacienda llamada Huehuetla de San Cipriano. En esa comunidad, un lluvioso día de mil novecientos veintidós, nació Zeferino, el más pequeño de tres hijos en una familia de campesinos. Desde niño, mientras cuidaba reses en el cerro, tallaba pedazos de tronco con una navaja, reproduciendo las formas de los animales que le acompañaban en el campo. Después, aprendió cómo recubrir almas de patol con cera y modelarla con instrumentos metálicos que él mismo fabri-caba; ya de joven, por intercesión del caballerango, su hermano mayor, comenzó a hacer trabajos para el patrón, logrando perpetuar a los mejores ejemplares de ganado en la región. En las noches calientes, de esta alejada planicie del Bajío, las venas dentro la piel de sus esculturas, parecían latir, pero las estáticas �guras, tal vez temerosas de perder su inmortalidad, hacían un gran esfuerzo para permanecer inmóviles. Cuando Zeferino cumplió treinta y cuatro años, el día de San Juan, la gente hablaba del �n del mundo, y de la apertura de las puertas del in�erno, nadie tenía memoria de un verano tan caluroso como aquél. La temperatura casi rompió el único termómetro del lugar, en la farmacia “Los Remedios”. Casi siempre, ese día comenzaban las lluvias, pero en el cielo no había ni una nube; los labios de la tierra estaban resecos. Aquella tarde, dentro del solitario jacal, el ardiente encierro casi descarna el último trabajo del artesano, un gran toro cebú, a escala de casi un cuarto del original. En el centro de la habitación, sobre una mesa, estaba la orgullosa e�gie, del que en sus mejo-res tiempos fue el gran semental de la comarca, ganador de los primeros lugares en la feria del pueblo. El día que lo trajeron causó revuelo con su gran tamaño y la impo-nente joroba, sobradamente cubierta con piel gris, jamás se había visto un espécimen de tan grandes proporciones. Una semana antes de su cumpleaños, después de varias jornadas tallando cada arruga y los músculos resaltados en la piel de la �gura, el escultor estaba sólo termi-nando los detalles en el cráneo de su obra, en silencio, le colocó los ojos de obsidiana y uno de los cuernos de mar�l, ya oscurecía y no encontró el segundo. Al ver el animal de cera, no pudo evitar sentirse intimidado por su negra mirada. Pensó con satisfacción: “Éste es el verdadero, el inmortal, al de carne, un día se lo comerán los gusanos”. Desde el comienzo lo percibió majestuoso, nunca había hecho un ejemplar de este tamaño.

Esculpió cada pata de bloques de cera y luego las adhirió al cuerpo. El dueño de la estancia ansiaba ver el trabajo, pero habían acordado presentarla hasta que estuviera terminada. Al día siguiente, Zeferino recibió la invitación de un viejo amigo que vivía en Guada-lajara, éste quería hacerlo padrino de bautizo del último de sus nueve hijos. Al recibir la noticia pensó: “Son seis horas en camión, pero vale la pena, mi futuro compadre dijo que hay varios galones de buen tequila esperándome, estaré de regreso para el día de San Juan”, imaginó emocionado. El toro, pareció leer su pensamiento y lo vio con la profundidad del vacío, esta mirada fue un mudo reclamo de la obra inconclusa. La precisión de sus dedos y el cuidado en cada detalle en su trabajo, le dio el sacrí-lego mote de “el creador”. El cura de la aldea se ofendía con esta situación; el malestar se acrecentaba, al ver que Zeferino, ni siquiera asistía a misa, rara era la ocasión cuando lo veía en el templo; además, vivía en amasiato con Carmela, una muchacha de dieci-séis años, con pecho exuberante, cuerpo veinteañero y mente volátil. La gente decía que ella había nacido soñando y en su cabeza no existía la realidad; otros murmuraban, después de oír sus descontroladas carcajadas, que estaba loca. El escultor tenía treinta y tres, cuando conoció a esta joven de facciones infantiles, era la única hija de la encar-gada de la cocina en la hacienda; el día que se la “robó”, aún vestía de quinceañera, los sorprendidos padres sólo vieron alejarse a la pareja montada en caballo a todo galope. El propietario del rancho, los dejó vivir en la apartada choza, a cambio del trabajo de Zeferino. Desde entonces, casi nadie volvió a ver a la mujer, se rumoraba que podría haber estado embarazada, pero dada la lejanía de la casucha, todo quedó en chismes. Los caminantes nocturnos, hablaban de grandes alaridos, se escandalizaban al oír la agresiva naturaleza del hombre, en el trato con su mujer; asegurando que él la gol-peaba. En una de estas ocasiones, unos transeúntes, al oír tales gritos salidos de la desgarrada garganta femenina, corrieron a la comisaría y después de una hora, volvi-eron con dos gendarmes. Al llegar, casi echaron abajo la puerta a golpes, antes que eso pasara, Carmela salió desnuda; al verlos, estalló en fuertes risotadas y casi voló a la cama, donde el “creador”, la esperaba sonriente. Los alarmados bajaron la vista y salieron de ahí santiguándose, no sin antes recibir una amonestación de parte de los policías. Desde esa vez, se rumoró que la pasión erótica de la pareja, era tan pecami-nosa, que rayaba en lo salvaje; los indescriptibles sonidos guturales hacían invisibles las fronteras entre placer y el dolor.

El día del bautizo, Zeferino aprovechó que Carmela había ido al pueblo con su madre y salió muy temprano a la ciudad de Guadalajara, no era la primera vez que se ausen-taba. En el festejo abundó el tequila, suavizando el ánimo de los asistentes. El artista era conocido como un bebedor admirable, una vez que comenzaba a tomar, sentía la responsabilidad de terminar con la dotación alcohólica de la �esta, sin perder la verti-cal. Una botella de litro, fue asignada para su propio consumo. Cuando casi todos los

comensales reptaban al ritmo de los densos y viscosos acordes, ejecutados por los ebrios mariachis, el escultor continuaba brindando. En ese momento, el padre del bau-tizado se levantó. - Compadre, voy palbaño –dio unos pasos, cayó y enseguida comenzó a roncar. - Compa, ¿qué le pasó? –Zeferino intentó pararse de la silla para ayudar al an�trión, pero se dio cuenta de que no estaba bien, le faltaba el aire. Vio la botella de tequila, estaba vacía, en ese momento recordó la abundante porción de mariscos que había comido. De pronto, aterrado, los sintió vivos en su estómago, el movimiento en la bar-riga, le hizo imaginar al gran camarón que tanto alabó por su sabor y tersura, coman-dando a los demás en una revolución intestina. “Mal agradecido”, masculló para sus adentros. Respiró hondo y volteó a ver a los asistentes, todos trataban de encontrar sus propias miradas; los músicos alcoholizados con igual vehemencia, hacían hasta lo imposible para mantenerse en pie, sosteniéndose de sus propios instrumentos. Súbita-mente, él sintió algo que jamás en su vida de bebedor había experimentado, dio un intenso resuello; se quedó quieto y trató de soportar el dolor causado por el ataque crustáceo e intentó servirse otro sorbo; pensó que tal vez un poco más de licor de agave, aniquilaría a los sublevados calmando el punzante malestar. Extendió la mano, ladeó la botella en su vaso y con a�icción observó que sólo tres gotas se deslizaron, “no será su�ciente para estos malditos camarones”. En ese mismo instante, el “comandante” de la revuelta abdominal llevó sus huestes a la parte baja del estómago, bloqueando la única salida, el alboroto resultante produjo una gran in�ación, a tal punto, que el hombre fue incapaz de llevarse a la boca la copa con el resto de tequila. Su nariz, en peso muerto, golpeó contra la mesa. Nadie se percató de la situación del padrino de la criatura, segundos después, los mariachis dieron su último acorde de trompeta. El ruido estaba tan ebrio, que siguiendo la inercia de todos, se desplomó al piso. Ya de madru-gada, el silencio corría de un lado a otro. A las once de la mañana, las sirvientas comenzaron a limpiar las huellas de la baca-nal. El suelo era un campo de batalla, los que lograban levantarse, ayudados por sus mujeres, se dirigían a la puerta para desaparecer. El papá del bautizado despertó, estaba debajo de la mesa, a gatas, salió de ahí y al ver a su amigo, balbuceó: - Compadre, ¡Ya levántese! Las viejas yan deberido por el menudo. Zeferino estaba hinchado como un globo, con los ojos �jos en la nada. Cuando el an�trión lo vio, la borrachera le salió en un grito: - ¡Tráiganme una espina de maguey, mi compadre se nos muere! Varias señoras se echaron el rebozo a la espalda y corrieron al patio, en dos minutos regresaron con la punta de una penca y se la dieron al hombre, éste la clavó en la parte baja del redondeado abdomen; un gran estruendo producido por el gas, casi tiró a todos por el suelo, el hedor nubló su equilibrio. La maniobra fue en vano, el escultor había muerto horas antes. Las mujeres se acercaron rápido y santiguándose envolvi-eron el cadáver en un murmullo de rezos, las moscas hicieron lo propio con un con-

tinuo zumbido. Irónicamente, las mismas manos del “creador”, se habían encargado de llevar la muerte a su boca. El instante en el que el corazón del artista traspasó el último latido, fue sólo un silencio entre los acordes de su vida. De inmediato, el tiempo, director de la existencia, movió la batuta y continuó la eterna sinfonía, en ésta, el estruendo producido por los tambores, presagió el �nal; pero sólo fue una pausa que abrió el suave arroyo del violín, para continuar �uyendo. El problema de trasladar el cadáver hasta Huehuetla, se acrecentó con la hinchazón, a pesar de que el compadre lo pinchó para desin�arlo, el calor aceleró su descom-posición, no cabía en el ataúd, ya no era posible distinguir las facciones de la cara. Tuvi-eron que esperar al ferrocarril de las ocho de la noche. Cuando los pasajeros vieron la caja del muerto sin cerrar, se replegaron a los vagones de enfrente, los cuchicheos de las enrebozadas ondeaban en el ambiente: - Si no juera porque el otro tren llega pasao mañana, me quedaría asperarlo. - Ya vites que el cajón no cierra, parece que al dijunto le vatronar la panza. Qué Dios nos ampare. Una rolliza mujer, de chal negro, comenzó a rezar–. Glori�ca mialma alseñor… Enseguida, sus compañeras se contagiaron e hincadas pro�rieron grandes alaridos –. ¡Mano todopoderosa! Líbranos del mal y llévate a este hombre al descanso eterno. Los coros de jaculatorias acompañaron al muerto por poco tiempo. En Zapotlanejo, la primera parada de la ruta, casi se bajó toda la gente. Después de nueve horas, el ferrocarril arribó a la estación de San Cipriano, ubicada a quince kilómetros de Huehuetla. El caballerango, hermano del fallecido, fue el primero que supo del deceso y �etó un carretón para el traslado. Cuando llegaron al rancho, ya empezaba a clarear. La fosa en el panteón estaba abierta. El cura se negó a darle una misa, ni siquiera un rezo; a pesar de que doña Angelita, hermana del muerto, pertenecía a las “hijas de la perpetua adoración”, el grupo de beatas que se encargaba del mantenimiento en el templo y las necesidades del sacerdote. A la hora del amanecer, el sol se mostró timorato en medio de una tupida llovizna, pre�rió no salir. Sólo sus dos familiares y el enterrador, fueron los últimos que vieron el cuerpo de Zeferino, Las oraciones de la madura mujer, no conocían el �nal y alargaron el entierro hasta la tarde. Ella, sabedora del pecado mortal, en el que había vivido el difunto, se sintió obligada a expiar las culpas para evitar su condenación. Entrada la noche cayó la tormenta. Los dos hombres, tenían el sombrero en las manos, pero la terquedad pluvial los obligó a ponérselo de nuevo. Ya ni el tiempo quería estar ahí y trató de huir con la complicidad de las sombras, pero se vio atado al interminable sonsonete de la letanía mortuoria. El sepulturero, hipnotizado por el murmullo y esperando su paga, no se movió, hasta que la lluvia comenzó a resbalar la tierra dentro de la tumba, en este mo-mento reaccionó, tomó la pala y empezó su trabajo, no sin antes obtener la venia de la rezandera. Todo se diluyó con el agua, hasta que una valiente luna llena rompió las nubes. Ese día no existió para Huehuetla.

A la mañana siguiente, la noticia llegó a Carmela, una parvada de chiquillos callejeros azuzados por el morbo, voló hasta su choza y se lo comunicó; ella, al saber de la muerte de su hombre, corrió despavorida por entre las navajas a�ladas del maizal, el cabello largo era una urraca enloquecida graznando entre sus carnosos labios. La desquiciada escena fue tan repentina, que los atónitos mensajeros ni siquiera intentaron detenerla, sólo cerraron la puerta de la choza huyendo del lugar. Nadie volvió a verla. Se murmu-raba que había caído en una barranca cercana al sembradío, lo cierto fue que nunca se encontró su cuerpo. Cuatro días después, el soplo árido del sur volvió a traer el calor, ahora con más fuerza. Ya pasaban más de las cuatro de la tarde, el orgullo del toro de cera se ablan-daba a cada minuto, los músculos plasmados por los estiletes del escultor, comenzaban a desvanecerse poco a poco; algunas moscas pegadas en su lomo, sólo intentaban volar. El aire asoleado empujó la hoja de la ventana y logró entrar; recorriendo el inte-rior, al dar vuelta por el cuarto, movió el bulto de trapos tirado en el piso, junto a la mesa donde se encontraba la escultura. El sol de verano, es tan lento y renuente que se retira estirando la tarde. Las paredes del jacal estaban encendidas con su abrazo. El ardiente encierro relajó la cera, las patas del pesado astado se ablandaron y la cabeza golpeó la madera, sus inanimados temores tomaron sentido: “ante el mínimo mov-imiento propio, moriré”. Se oyó un portazo, el patrón y los hermanos de Zeferino irrumpieron en la vivienda en su afán de recuperar el toro. - ¡El toro! –gritó el dueño de la hacienda, cuando vio la �gura. En ese momento, las frazadas en el piso se movieron, doña Angelita se hincó y quitó los trapos, ahí estaba un pálido niño de meses. En el vacío de los ojos de la escultura se re�ejó la escena del pequeño en los brazos de la mujer. La infantil mirada vio al animal… tal vez buscando a su padre.

Este cuento pertenece a “Cuentos Huérfanos de la Razón”.“La razón es la locura vestida de gala”.

® 2011 José Manuel Jaime Rivas.Número de Registro: 03-2011-050311235900-14Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de infor-mación, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, elec-trónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

Page 4: Toro de cera

Las moscas revoloteaban para no sentir lo sofocado de la choza cerrada. El medio día enmudeció al viento, éste se caía de cansancio, sólo para volver a escapar del piso ardi-ente y �otar. En el suelo de barro pisado, junto a la cama, el bulto de sábanas sucias se movió, o tal vez fue una ilusión óptica provocada por el aire caliente. La vivienda mar-caba el límite de la hacienda llamada Huehuetla de San Cipriano. En esa comunidad, un lluvioso día de mil novecientos veintidós, nació Zeferino, el más pequeño de tres hijos en una familia de campesinos. Desde niño, mientras cuidaba reses en el cerro, tallaba pedazos de tronco con una navaja, reproduciendo las formas de los animales que le acompañaban en el campo. Después, aprendió cómo recubrir almas de patol con cera y modelarla con instrumentos metálicos que él mismo fabri-caba; ya de joven, por intercesión del caballerango, su hermano mayor, comenzó a hacer trabajos para el patrón, logrando perpetuar a los mejores ejemplares de ganado en la región. En las noches calientes, de esta alejada planicie del Bajío, las venas dentro la piel de sus esculturas, parecían latir, pero las estáticas �guras, tal vez temerosas de perder su inmortalidad, hacían un gran esfuerzo para permanecer inmóviles. Cuando Zeferino cumplió treinta y cuatro años, el día de San Juan, la gente hablaba del �n del mundo, y de la apertura de las puertas del in�erno, nadie tenía memoria de un verano tan caluroso como aquél. La temperatura casi rompió el único termómetro del lugar, en la farmacia “Los Remedios”. Casi siempre, ese día comenzaban las lluvias, pero en el cielo no había ni una nube; los labios de la tierra estaban resecos. Aquella tarde, dentro del solitario jacal, el ardiente encierro casi descarna el último trabajo del artesano, un gran toro cebú, a escala de casi un cuarto del original. En el centro de la habitación, sobre una mesa, estaba la orgullosa e�gie, del que en sus mejo-res tiempos fue el gran semental de la comarca, ganador de los primeros lugares en la feria del pueblo. El día que lo trajeron causó revuelo con su gran tamaño y la impo-nente joroba, sobradamente cubierta con piel gris, jamás se había visto un espécimen de tan grandes proporciones. Una semana antes de su cumpleaños, después de varias jornadas tallando cada arruga y los músculos resaltados en la piel de la �gura, el escultor estaba sólo termi-nando los detalles en el cráneo de su obra, en silencio, le colocó los ojos de obsidiana y uno de los cuernos de mar�l, ya oscurecía y no encontró el segundo. Al ver el animal de cera, no pudo evitar sentirse intimidado por su negra mirada. Pensó con satisfacción: “Éste es el verdadero, el inmortal, al de carne, un día se lo comerán los gusanos”. Desde el comienzo lo percibió majestuoso, nunca había hecho un ejemplar de este tamaño.

Esculpió cada pata de bloques de cera y luego las adhirió al cuerpo. El dueño de la estancia ansiaba ver el trabajo, pero habían acordado presentarla hasta que estuviera terminada. Al día siguiente, Zeferino recibió la invitación de un viejo amigo que vivía en Guada-lajara, éste quería hacerlo padrino de bautizo del último de sus nueve hijos. Al recibir la noticia pensó: “Son seis horas en camión, pero vale la pena, mi futuro compadre dijo que hay varios galones de buen tequila esperándome, estaré de regreso para el día de San Juan”, imaginó emocionado. El toro, pareció leer su pensamiento y lo vio con la profundidad del vacío, esta mirada fue un mudo reclamo de la obra inconclusa. La precisión de sus dedos y el cuidado en cada detalle en su trabajo, le dio el sacrí-lego mote de “el creador”. El cura de la aldea se ofendía con esta situación; el malestar se acrecentaba, al ver que Zeferino, ni siquiera asistía a misa, rara era la ocasión cuando lo veía en el templo; además, vivía en amasiato con Carmela, una muchacha de dieci-séis años, con pecho exuberante, cuerpo veinteañero y mente volátil. La gente decía que ella había nacido soñando y en su cabeza no existía la realidad; otros murmuraban, después de oír sus descontroladas carcajadas, que estaba loca. El escultor tenía treinta y tres, cuando conoció a esta joven de facciones infantiles, era la única hija de la encar-gada de la cocina en la hacienda; el día que se la “robó”, aún vestía de quinceañera, los sorprendidos padres sólo vieron alejarse a la pareja montada en caballo a todo galope. El propietario del rancho, los dejó vivir en la apartada choza, a cambio del trabajo de Zeferino. Desde entonces, casi nadie volvió a ver a la mujer, se rumoraba que podría haber estado embarazada, pero dada la lejanía de la casucha, todo quedó en chismes. Los caminantes nocturnos, hablaban de grandes alaridos, se escandalizaban al oír la agresiva naturaleza del hombre, en el trato con su mujer; asegurando que él la gol-peaba. En una de estas ocasiones, unos transeúntes, al oír tales gritos salidos de la desgarrada garganta femenina, corrieron a la comisaría y después de una hora, volvi-eron con dos gendarmes. Al llegar, casi echaron abajo la puerta a golpes, antes que eso pasara, Carmela salió desnuda; al verlos, estalló en fuertes risotadas y casi voló a la cama, donde el “creador”, la esperaba sonriente. Los alarmados bajaron la vista y salieron de ahí santiguándose, no sin antes recibir una amonestación de parte de los policías. Desde esa vez, se rumoró que la pasión erótica de la pareja, era tan pecami-nosa, que rayaba en lo salvaje; los indescriptibles sonidos guturales hacían invisibles las fronteras entre placer y el dolor.

El día del bautizo, Zeferino aprovechó que Carmela había ido al pueblo con su madre y salió muy temprano a la ciudad de Guadalajara, no era la primera vez que se ausen-taba. En el festejo abundó el tequila, suavizando el ánimo de los asistentes. El artista era conocido como un bebedor admirable, una vez que comenzaba a tomar, sentía la responsabilidad de terminar con la dotación alcohólica de la �esta, sin perder la verti-cal. Una botella de litro, fue asignada para su propio consumo. Cuando casi todos los

comensales reptaban al ritmo de los densos y viscosos acordes, ejecutados por los ebrios mariachis, el escultor continuaba brindando. En ese momento, el padre del bau-tizado se levantó. - Compadre, voy palbaño –dio unos pasos, cayó y enseguida comenzó a roncar. - Compa, ¿qué le pasó? –Zeferino intentó pararse de la silla para ayudar al an�trión, pero se dio cuenta de que no estaba bien, le faltaba el aire. Vio la botella de tequila, estaba vacía, en ese momento recordó la abundante porción de mariscos que había comido. De pronto, aterrado, los sintió vivos en su estómago, el movimiento en la bar-riga, le hizo imaginar al gran camarón que tanto alabó por su sabor y tersura, coman-dando a los demás en una revolución intestina. “Mal agradecido”, masculló para sus adentros. Respiró hondo y volteó a ver a los asistentes, todos trataban de encontrar sus propias miradas; los músicos alcoholizados con igual vehemencia, hacían hasta lo imposible para mantenerse en pie, sosteniéndose de sus propios instrumentos. Súbita-mente, él sintió algo que jamás en su vida de bebedor había experimentado, dio un intenso resuello; se quedó quieto y trató de soportar el dolor causado por el ataque crustáceo e intentó servirse otro sorbo; pensó que tal vez un poco más de licor de agave, aniquilaría a los sublevados calmando el punzante malestar. Extendió la mano, ladeó la botella en su vaso y con a�icción observó que sólo tres gotas se deslizaron, “no será su�ciente para estos malditos camarones”. En ese mismo instante, el “comandante” de la revuelta abdominal llevó sus huestes a la parte baja del estómago, bloqueando la única salida, el alboroto resultante produjo una gran in�ación, a tal punto, que el hombre fue incapaz de llevarse a la boca la copa con el resto de tequila. Su nariz, en peso muerto, golpeó contra la mesa. Nadie se percató de la situación del padrino de la criatura, segundos después, los mariachis dieron su último acorde de trompeta. El ruido estaba tan ebrio, que siguiendo la inercia de todos, se desplomó al piso. Ya de madru-gada, el silencio corría de un lado a otro. A las once de la mañana, las sirvientas comenzaron a limpiar las huellas de la baca-nal. El suelo era un campo de batalla, los que lograban levantarse, ayudados por sus mujeres, se dirigían a la puerta para desaparecer. El papá del bautizado despertó, estaba debajo de la mesa, a gatas, salió de ahí y al ver a su amigo, balbuceó: - Compadre, ¡Ya levántese! Las viejas yan deberido por el menudo. Zeferino estaba hinchado como un globo, con los ojos �jos en la nada. Cuando el an�trión lo vio, la borrachera le salió en un grito: - ¡Tráiganme una espina de maguey, mi compadre se nos muere! Varias señoras se echaron el rebozo a la espalda y corrieron al patio, en dos minutos regresaron con la punta de una penca y se la dieron al hombre, éste la clavó en la parte baja del redondeado abdomen; un gran estruendo producido por el gas, casi tiró a todos por el suelo, el hedor nubló su equilibrio. La maniobra fue en vano, el escultor había muerto horas antes. Las mujeres se acercaron rápido y santiguándose envolvi-eron el cadáver en un murmullo de rezos, las moscas hicieron lo propio con un con-

tinuo zumbido. Irónicamente, las mismas manos del “creador”, se habían encargado de llevar la muerte a su boca. El instante en el que el corazón del artista traspasó el último latido, fue sólo un silencio entre los acordes de su vida. De inmediato, el tiempo, director de la existencia, movió la batuta y continuó la eterna sinfonía, en ésta, el estruendo producido por los tambores, presagió el �nal; pero sólo fue una pausa que abrió el suave arroyo del violín, para continuar �uyendo. El problema de trasladar el cadáver hasta Huehuetla, se acrecentó con la hinchazón, a pesar de que el compadre lo pinchó para desin�arlo, el calor aceleró su descom-posición, no cabía en el ataúd, ya no era posible distinguir las facciones de la cara. Tuvi-eron que esperar al ferrocarril de las ocho de la noche. Cuando los pasajeros vieron la caja del muerto sin cerrar, se replegaron a los vagones de enfrente, los cuchicheos de las enrebozadas ondeaban en el ambiente: - Si no juera porque el otro tren llega pasao mañana, me quedaría asperarlo. - Ya vites que el cajón no cierra, parece que al dijunto le vatronar la panza. Qué Dios nos ampare. Una rolliza mujer, de chal negro, comenzó a rezar–. Glori�ca mialma alseñor… Enseguida, sus compañeras se contagiaron e hincadas pro�rieron grandes alaridos –. ¡Mano todopoderosa! Líbranos del mal y llévate a este hombre al descanso eterno. Los coros de jaculatorias acompañaron al muerto por poco tiempo. En Zapotlanejo, la primera parada de la ruta, casi se bajó toda la gente. Después de nueve horas, el ferrocarril arribó a la estación de San Cipriano, ubicada a quince kilómetros de Huehuetla. El caballerango, hermano del fallecido, fue el primero que supo del deceso y �etó un carretón para el traslado. Cuando llegaron al rancho, ya empezaba a clarear. La fosa en el panteón estaba abierta. El cura se negó a darle una misa, ni siquiera un rezo; a pesar de que doña Angelita, hermana del muerto, pertenecía a las “hijas de la perpetua adoración”, el grupo de beatas que se encargaba del mantenimiento en el templo y las necesidades del sacerdote. A la hora del amanecer, el sol se mostró timorato en medio de una tupida llovizna, pre�rió no salir. Sólo sus dos familiares y el enterrador, fueron los últimos que vieron el cuerpo de Zeferino, Las oraciones de la madura mujer, no conocían el �nal y alargaron el entierro hasta la tarde. Ella, sabedora del pecado mortal, en el que había vivido el difunto, se sintió obligada a expiar las culpas para evitar su condenación. Entrada la noche cayó la tormenta. Los dos hombres, tenían el sombrero en las manos, pero la terquedad pluvial los obligó a ponérselo de nuevo. Ya ni el tiempo quería estar ahí y trató de huir con la complicidad de las sombras, pero se vio atado al interminable sonsonete de la letanía mortuoria. El sepulturero, hipnotizado por el murmullo y esperando su paga, no se movió, hasta que la lluvia comenzó a resbalar la tierra dentro de la tumba, en este mo-mento reaccionó, tomó la pala y empezó su trabajo, no sin antes obtener la venia de la rezandera. Todo se diluyó con el agua, hasta que una valiente luna llena rompió las nubes. Ese día no existió para Huehuetla.

A la mañana siguiente, la noticia llegó a Carmela, una parvada de chiquillos callejeros azuzados por el morbo, voló hasta su choza y se lo comunicó; ella, al saber de la muerte de su hombre, corrió despavorida por entre las navajas a�ladas del maizal, el cabello largo era una urraca enloquecida graznando entre sus carnosos labios. La desquiciada escena fue tan repentina, que los atónitos mensajeros ni siquiera intentaron detenerla, sólo cerraron la puerta de la choza huyendo del lugar. Nadie volvió a verla. Se murmu-raba que había caído en una barranca cercana al sembradío, lo cierto fue que nunca se encontró su cuerpo. Cuatro días después, el soplo árido del sur volvió a traer el calor, ahora con más fuerza. Ya pasaban más de las cuatro de la tarde, el orgullo del toro de cera se ablan-daba a cada minuto, los músculos plasmados por los estiletes del escultor, comenzaban a desvanecerse poco a poco; algunas moscas pegadas en su lomo, sólo intentaban volar. El aire asoleado empujó la hoja de la ventana y logró entrar; recorriendo el inte-rior, al dar vuelta por el cuarto, movió el bulto de trapos tirado en el piso, junto a la mesa donde se encontraba la escultura. El sol de verano, es tan lento y renuente que se retira estirando la tarde. Las paredes del jacal estaban encendidas con su abrazo. El ardiente encierro relajó la cera, las patas del pesado astado se ablandaron y la cabeza golpeó la madera, sus inanimados temores tomaron sentido: “ante el mínimo mov-imiento propio, moriré”. Se oyó un portazo, el patrón y los hermanos de Zeferino irrumpieron en la vivienda en su afán de recuperar el toro. - ¡El toro! –gritó el dueño de la hacienda, cuando vio la �gura. En ese momento, las frazadas en el piso se movieron, doña Angelita se hincó y quitó los trapos, ahí estaba un pálido niño de meses. En el vacío de los ojos de la escultura se re�ejó la escena del pequeño en los brazos de la mujer. La infantil mirada vio al animal… tal vez buscando a su padre.

Este cuento pertenece a “Cuentos Huérfanos de la Razón”.“La razón es la locura vestida de gala”.

® 2011 José Manuel Jaime Rivas.Número de Registro: 03-2011-050311235900-14Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de infor-mación, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, elec-trónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

Page 5: Toro de cera

Las moscas revoloteaban para no sentir lo sofocado de la choza cerrada. El medio día enmudeció al viento, éste se caía de cansancio, sólo para volver a escapar del piso ardi-ente y �otar. En el suelo de barro pisado, junto a la cama, el bulto de sábanas sucias se movió, o tal vez fue una ilusión óptica provocada por el aire caliente. La vivienda mar-caba el límite de la hacienda llamada Huehuetla de San Cipriano. En esa comunidad, un lluvioso día de mil novecientos veintidós, nació Zeferino, el más pequeño de tres hijos en una familia de campesinos. Desde niño, mientras cuidaba reses en el cerro, tallaba pedazos de tronco con una navaja, reproduciendo las formas de los animales que le acompañaban en el campo. Después, aprendió cómo recubrir almas de patol con cera y modelarla con instrumentos metálicos que él mismo fabri-caba; ya de joven, por intercesión del caballerango, su hermano mayor, comenzó a hacer trabajos para el patrón, logrando perpetuar a los mejores ejemplares de ganado en la región. En las noches calientes, de esta alejada planicie del Bajío, las venas dentro la piel de sus esculturas, parecían latir, pero las estáticas �guras, tal vez temerosas de perder su inmortalidad, hacían un gran esfuerzo para permanecer inmóviles. Cuando Zeferino cumplió treinta y cuatro años, el día de San Juan, la gente hablaba del �n del mundo, y de la apertura de las puertas del in�erno, nadie tenía memoria de un verano tan caluroso como aquél. La temperatura casi rompió el único termómetro del lugar, en la farmacia “Los Remedios”. Casi siempre, ese día comenzaban las lluvias, pero en el cielo no había ni una nube; los labios de la tierra estaban resecos. Aquella tarde, dentro del solitario jacal, el ardiente encierro casi descarna el último trabajo del artesano, un gran toro cebú, a escala de casi un cuarto del original. En el centro de la habitación, sobre una mesa, estaba la orgullosa e�gie, del que en sus mejo-res tiempos fue el gran semental de la comarca, ganador de los primeros lugares en la feria del pueblo. El día que lo trajeron causó revuelo con su gran tamaño y la impo-nente joroba, sobradamente cubierta con piel gris, jamás se había visto un espécimen de tan grandes proporciones. Una semana antes de su cumpleaños, después de varias jornadas tallando cada arruga y los músculos resaltados en la piel de la �gura, el escultor estaba sólo termi-nando los detalles en el cráneo de su obra, en silencio, le colocó los ojos de obsidiana y uno de los cuernos de mar�l, ya oscurecía y no encontró el segundo. Al ver el animal de cera, no pudo evitar sentirse intimidado por su negra mirada. Pensó con satisfacción: “Éste es el verdadero, el inmortal, al de carne, un día se lo comerán los gusanos”. Desde el comienzo lo percibió majestuoso, nunca había hecho un ejemplar de este tamaño.

Esculpió cada pata de bloques de cera y luego las adhirió al cuerpo. El dueño de la estancia ansiaba ver el trabajo, pero habían acordado presentarla hasta que estuviera terminada. Al día siguiente, Zeferino recibió la invitación de un viejo amigo que vivía en Guada-lajara, éste quería hacerlo padrino de bautizo del último de sus nueve hijos. Al recibir la noticia pensó: “Son seis horas en camión, pero vale la pena, mi futuro compadre dijo que hay varios galones de buen tequila esperándome, estaré de regreso para el día de San Juan”, imaginó emocionado. El toro, pareció leer su pensamiento y lo vio con la profundidad del vacío, esta mirada fue un mudo reclamo de la obra inconclusa. La precisión de sus dedos y el cuidado en cada detalle en su trabajo, le dio el sacrí-lego mote de “el creador”. El cura de la aldea se ofendía con esta situación; el malestar se acrecentaba, al ver que Zeferino, ni siquiera asistía a misa, rara era la ocasión cuando lo veía en el templo; además, vivía en amasiato con Carmela, una muchacha de dieci-séis años, con pecho exuberante, cuerpo veinteañero y mente volátil. La gente decía que ella había nacido soñando y en su cabeza no existía la realidad; otros murmuraban, después de oír sus descontroladas carcajadas, que estaba loca. El escultor tenía treinta y tres, cuando conoció a esta joven de facciones infantiles, era la única hija de la encar-gada de la cocina en la hacienda; el día que se la “robó”, aún vestía de quinceañera, los sorprendidos padres sólo vieron alejarse a la pareja montada en caballo a todo galope. El propietario del rancho, los dejó vivir en la apartada choza, a cambio del trabajo de Zeferino. Desde entonces, casi nadie volvió a ver a la mujer, se rumoraba que podría haber estado embarazada, pero dada la lejanía de la casucha, todo quedó en chismes. Los caminantes nocturnos, hablaban de grandes alaridos, se escandalizaban al oír la agresiva naturaleza del hombre, en el trato con su mujer; asegurando que él la gol-peaba. En una de estas ocasiones, unos transeúntes, al oír tales gritos salidos de la desgarrada garganta femenina, corrieron a la comisaría y después de una hora, volvi-eron con dos gendarmes. Al llegar, casi echaron abajo la puerta a golpes, antes que eso pasara, Carmela salió desnuda; al verlos, estalló en fuertes risotadas y casi voló a la cama, donde el “creador”, la esperaba sonriente. Los alarmados bajaron la vista y salieron de ahí santiguándose, no sin antes recibir una amonestación de parte de los policías. Desde esa vez, se rumoró que la pasión erótica de la pareja, era tan pecami-nosa, que rayaba en lo salvaje; los indescriptibles sonidos guturales hacían invisibles las fronteras entre placer y el dolor.

El día del bautizo, Zeferino aprovechó que Carmela había ido al pueblo con su madre y salió muy temprano a la ciudad de Guadalajara, no era la primera vez que se ausen-taba. En el festejo abundó el tequila, suavizando el ánimo de los asistentes. El artista era conocido como un bebedor admirable, una vez que comenzaba a tomar, sentía la responsabilidad de terminar con la dotación alcohólica de la �esta, sin perder la verti-cal. Una botella de litro, fue asignada para su propio consumo. Cuando casi todos los

comensales reptaban al ritmo de los densos y viscosos acordes, ejecutados por los ebrios mariachis, el escultor continuaba brindando. En ese momento, el padre del bau-tizado se levantó. - Compadre, voy palbaño –dio unos pasos, cayó y enseguida comenzó a roncar. - Compa, ¿qué le pasó? –Zeferino intentó pararse de la silla para ayudar al an�trión, pero se dio cuenta de que no estaba bien, le faltaba el aire. Vio la botella de tequila, estaba vacía, en ese momento recordó la abundante porción de mariscos que había comido. De pronto, aterrado, los sintió vivos en su estómago, el movimiento en la bar-riga, le hizo imaginar al gran camarón que tanto alabó por su sabor y tersura, coman-dando a los demás en una revolución intestina. “Mal agradecido”, masculló para sus adentros. Respiró hondo y volteó a ver a los asistentes, todos trataban de encontrar sus propias miradas; los músicos alcoholizados con igual vehemencia, hacían hasta lo imposible para mantenerse en pie, sosteniéndose de sus propios instrumentos. Súbita-mente, él sintió algo que jamás en su vida de bebedor había experimentado, dio un intenso resuello; se quedó quieto y trató de soportar el dolor causado por el ataque crustáceo e intentó servirse otro sorbo; pensó que tal vez un poco más de licor de agave, aniquilaría a los sublevados calmando el punzante malestar. Extendió la mano, ladeó la botella en su vaso y con a�icción observó que sólo tres gotas se deslizaron, “no será su�ciente para estos malditos camarones”. En ese mismo instante, el “comandante” de la revuelta abdominal llevó sus huestes a la parte baja del estómago, bloqueando la única salida, el alboroto resultante produjo una gran in�ación, a tal punto, que el hombre fue incapaz de llevarse a la boca la copa con el resto de tequila. Su nariz, en peso muerto, golpeó contra la mesa. Nadie se percató de la situación del padrino de la criatura, segundos después, los mariachis dieron su último acorde de trompeta. El ruido estaba tan ebrio, que siguiendo la inercia de todos, se desplomó al piso. Ya de madru-gada, el silencio corría de un lado a otro. A las once de la mañana, las sirvientas comenzaron a limpiar las huellas de la baca-nal. El suelo era un campo de batalla, los que lograban levantarse, ayudados por sus mujeres, se dirigían a la puerta para desaparecer. El papá del bautizado despertó, estaba debajo de la mesa, a gatas, salió de ahí y al ver a su amigo, balbuceó: - Compadre, ¡Ya levántese! Las viejas yan deberido por el menudo. Zeferino estaba hinchado como un globo, con los ojos �jos en la nada. Cuando el an�trión lo vio, la borrachera le salió en un grito: - ¡Tráiganme una espina de maguey, mi compadre se nos muere! Varias señoras se echaron el rebozo a la espalda y corrieron al patio, en dos minutos regresaron con la punta de una penca y se la dieron al hombre, éste la clavó en la parte baja del redondeado abdomen; un gran estruendo producido por el gas, casi tiró a todos por el suelo, el hedor nubló su equilibrio. La maniobra fue en vano, el escultor había muerto horas antes. Las mujeres se acercaron rápido y santiguándose envolvi-eron el cadáver en un murmullo de rezos, las moscas hicieron lo propio con un con-

tinuo zumbido. Irónicamente, las mismas manos del “creador”, se habían encargado de llevar la muerte a su boca. El instante en el que el corazón del artista traspasó el último latido, fue sólo un silencio entre los acordes de su vida. De inmediato, el tiempo, director de la existencia, movió la batuta y continuó la eterna sinfonía, en ésta, el estruendo producido por los tambores, presagió el �nal; pero sólo fue una pausa que abrió el suave arroyo del violín, para continuar �uyendo. El problema de trasladar el cadáver hasta Huehuetla, se acrecentó con la hinchazón, a pesar de que el compadre lo pinchó para desin�arlo, el calor aceleró su descom-posición, no cabía en el ataúd, ya no era posible distinguir las facciones de la cara. Tuvi-eron que esperar al ferrocarril de las ocho de la noche. Cuando los pasajeros vieron la caja del muerto sin cerrar, se replegaron a los vagones de enfrente, los cuchicheos de las enrebozadas ondeaban en el ambiente: - Si no juera porque el otro tren llega pasao mañana, me quedaría asperarlo. - Ya vites que el cajón no cierra, parece que al dijunto le vatronar la panza. Qué Dios nos ampare. Una rolliza mujer, de chal negro, comenzó a rezar–. Glori�ca mialma alseñor… Enseguida, sus compañeras se contagiaron e hincadas pro�rieron grandes alaridos –. ¡Mano todopoderosa! Líbranos del mal y llévate a este hombre al descanso eterno. Los coros de jaculatorias acompañaron al muerto por poco tiempo. En Zapotlanejo, la primera parada de la ruta, casi se bajó toda la gente. Después de nueve horas, el ferrocarril arribó a la estación de San Cipriano, ubicada a quince kilómetros de Huehuetla. El caballerango, hermano del fallecido, fue el primero que supo del deceso y �etó un carretón para el traslado. Cuando llegaron al rancho, ya empezaba a clarear. La fosa en el panteón estaba abierta. El cura se negó a darle una misa, ni siquiera un rezo; a pesar de que doña Angelita, hermana del muerto, pertenecía a las “hijas de la perpetua adoración”, el grupo de beatas que se encargaba del mantenimiento en el templo y las necesidades del sacerdote. A la hora del amanecer, el sol se mostró timorato en medio de una tupida llovizna, pre�rió no salir. Sólo sus dos familiares y el enterrador, fueron los últimos que vieron el cuerpo de Zeferino, Las oraciones de la madura mujer, no conocían el �nal y alargaron el entierro hasta la tarde. Ella, sabedora del pecado mortal, en el que había vivido el difunto, se sintió obligada a expiar las culpas para evitar su condenación. Entrada la noche cayó la tormenta. Los dos hombres, tenían el sombrero en las manos, pero la terquedad pluvial los obligó a ponérselo de nuevo. Ya ni el tiempo quería estar ahí y trató de huir con la complicidad de las sombras, pero se vio atado al interminable sonsonete de la letanía mortuoria. El sepulturero, hipnotizado por el murmullo y esperando su paga, no se movió, hasta que la lluvia comenzó a resbalar la tierra dentro de la tumba, en este mo-mento reaccionó, tomó la pala y empezó su trabajo, no sin antes obtener la venia de la rezandera. Todo se diluyó con el agua, hasta que una valiente luna llena rompió las nubes. Ese día no existió para Huehuetla.

A la mañana siguiente, la noticia llegó a Carmela, una parvada de chiquillos callejeros azuzados por el morbo, voló hasta su choza y se lo comunicó; ella, al saber de la muerte de su hombre, corrió despavorida por entre las navajas a�ladas del maizal, el cabello largo era una urraca enloquecida graznando entre sus carnosos labios. La desquiciada escena fue tan repentina, que los atónitos mensajeros ni siquiera intentaron detenerla, sólo cerraron la puerta de la choza huyendo del lugar. Nadie volvió a verla. Se murmu-raba que había caído en una barranca cercana al sembradío, lo cierto fue que nunca se encontró su cuerpo. Cuatro días después, el soplo árido del sur volvió a traer el calor, ahora con más fuerza. Ya pasaban más de las cuatro de la tarde, el orgullo del toro de cera se ablan-daba a cada minuto, los músculos plasmados por los estiletes del escultor, comenzaban a desvanecerse poco a poco; algunas moscas pegadas en su lomo, sólo intentaban volar. El aire asoleado empujó la hoja de la ventana y logró entrar; recorriendo el inte-rior, al dar vuelta por el cuarto, movió el bulto de trapos tirado en el piso, junto a la mesa donde se encontraba la escultura. El sol de verano, es tan lento y renuente que se retira estirando la tarde. Las paredes del jacal estaban encendidas con su abrazo. El ardiente encierro relajó la cera, las patas del pesado astado se ablandaron y la cabeza golpeó la madera, sus inanimados temores tomaron sentido: “ante el mínimo mov-imiento propio, moriré”. Se oyó un portazo, el patrón y los hermanos de Zeferino irrumpieron en la vivienda en su afán de recuperar el toro. - ¡El toro! –gritó el dueño de la hacienda, cuando vio la �gura. En ese momento, las frazadas en el piso se movieron, doña Angelita se hincó y quitó los trapos, ahí estaba un pálido niño de meses. En el vacío de los ojos de la escultura se re�ejó la escena del pequeño en los brazos de la mujer. La infantil mirada vio al animal… tal vez buscando a su padre.

Este cuento pertenece a “Cuentos Huérfanos de la Razón”.“La razón es la locura vestida de gala”.

® 2011 José Manuel Jaime Rivas.Número de Registro: 03-2011-050311235900-14Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de infor-mación, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, elec-trónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

Page 6: Toro de cera

Las moscas revoloteaban para no sentir lo sofocado de la choza cerrada. El medio día enmudeció al viento, éste se caía de cansancio, sólo para volver a escapar del piso ardi-ente y �otar. En el suelo de barro pisado, junto a la cama, el bulto de sábanas sucias se movió, o tal vez fue una ilusión óptica provocada por el aire caliente. La vivienda mar-caba el límite de la hacienda llamada Huehuetla de San Cipriano. En esa comunidad, un lluvioso día de mil novecientos veintidós, nació Zeferino, el más pequeño de tres hijos en una familia de campesinos. Desde niño, mientras cuidaba reses en el cerro, tallaba pedazos de tronco con una navaja, reproduciendo las formas de los animales que le acompañaban en el campo. Después, aprendió cómo recubrir almas de patol con cera y modelarla con instrumentos metálicos que él mismo fabri-caba; ya de joven, por intercesión del caballerango, su hermano mayor, comenzó a hacer trabajos para el patrón, logrando perpetuar a los mejores ejemplares de ganado en la región. En las noches calientes, de esta alejada planicie del Bajío, las venas dentro la piel de sus esculturas, parecían latir, pero las estáticas �guras, tal vez temerosas de perder su inmortalidad, hacían un gran esfuerzo para permanecer inmóviles. Cuando Zeferino cumplió treinta y cuatro años, el día de San Juan, la gente hablaba del �n del mundo, y de la apertura de las puertas del in�erno, nadie tenía memoria de un verano tan caluroso como aquél. La temperatura casi rompió el único termómetro del lugar, en la farmacia “Los Remedios”. Casi siempre, ese día comenzaban las lluvias, pero en el cielo no había ni una nube; los labios de la tierra estaban resecos. Aquella tarde, dentro del solitario jacal, el ardiente encierro casi descarna el último trabajo del artesano, un gran toro cebú, a escala de casi un cuarto del original. En el centro de la habitación, sobre una mesa, estaba la orgullosa e�gie, del que en sus mejo-res tiempos fue el gran semental de la comarca, ganador de los primeros lugares en la feria del pueblo. El día que lo trajeron causó revuelo con su gran tamaño y la impo-nente joroba, sobradamente cubierta con piel gris, jamás se había visto un espécimen de tan grandes proporciones. Una semana antes de su cumpleaños, después de varias jornadas tallando cada arruga y los músculos resaltados en la piel de la �gura, el escultor estaba sólo termi-nando los detalles en el cráneo de su obra, en silencio, le colocó los ojos de obsidiana y uno de los cuernos de mar�l, ya oscurecía y no encontró el segundo. Al ver el animal de cera, no pudo evitar sentirse intimidado por su negra mirada. Pensó con satisfacción: “Éste es el verdadero, el inmortal, al de carne, un día se lo comerán los gusanos”. Desde el comienzo lo percibió majestuoso, nunca había hecho un ejemplar de este tamaño.

Esculpió cada pata de bloques de cera y luego las adhirió al cuerpo. El dueño de la estancia ansiaba ver el trabajo, pero habían acordado presentarla hasta que estuviera terminada. Al día siguiente, Zeferino recibió la invitación de un viejo amigo que vivía en Guada-lajara, éste quería hacerlo padrino de bautizo del último de sus nueve hijos. Al recibir la noticia pensó: “Son seis horas en camión, pero vale la pena, mi futuro compadre dijo que hay varios galones de buen tequila esperándome, estaré de regreso para el día de San Juan”, imaginó emocionado. El toro, pareció leer su pensamiento y lo vio con la profundidad del vacío, esta mirada fue un mudo reclamo de la obra inconclusa. La precisión de sus dedos y el cuidado en cada detalle en su trabajo, le dio el sacrí-lego mote de “el creador”. El cura de la aldea se ofendía con esta situación; el malestar se acrecentaba, al ver que Zeferino, ni siquiera asistía a misa, rara era la ocasión cuando lo veía en el templo; además, vivía en amasiato con Carmela, una muchacha de dieci-séis años, con pecho exuberante, cuerpo veinteañero y mente volátil. La gente decía que ella había nacido soñando y en su cabeza no existía la realidad; otros murmuraban, después de oír sus descontroladas carcajadas, que estaba loca. El escultor tenía treinta y tres, cuando conoció a esta joven de facciones infantiles, era la única hija de la encar-gada de la cocina en la hacienda; el día que se la “robó”, aún vestía de quinceañera, los sorprendidos padres sólo vieron alejarse a la pareja montada en caballo a todo galope. El propietario del rancho, los dejó vivir en la apartada choza, a cambio del trabajo de Zeferino. Desde entonces, casi nadie volvió a ver a la mujer, se rumoraba que podría haber estado embarazada, pero dada la lejanía de la casucha, todo quedó en chismes. Los caminantes nocturnos, hablaban de grandes alaridos, se escandalizaban al oír la agresiva naturaleza del hombre, en el trato con su mujer; asegurando que él la gol-peaba. En una de estas ocasiones, unos transeúntes, al oír tales gritos salidos de la desgarrada garganta femenina, corrieron a la comisaría y después de una hora, volvi-eron con dos gendarmes. Al llegar, casi echaron abajo la puerta a golpes, antes que eso pasara, Carmela salió desnuda; al verlos, estalló en fuertes risotadas y casi voló a la cama, donde el “creador”, la esperaba sonriente. Los alarmados bajaron la vista y salieron de ahí santiguándose, no sin antes recibir una amonestación de parte de los policías. Desde esa vez, se rumoró que la pasión erótica de la pareja, era tan pecami-nosa, que rayaba en lo salvaje; los indescriptibles sonidos guturales hacían invisibles las fronteras entre placer y el dolor.

El día del bautizo, Zeferino aprovechó que Carmela había ido al pueblo con su madre y salió muy temprano a la ciudad de Guadalajara, no era la primera vez que se ausen-taba. En el festejo abundó el tequila, suavizando el ánimo de los asistentes. El artista era conocido como un bebedor admirable, una vez que comenzaba a tomar, sentía la responsabilidad de terminar con la dotación alcohólica de la �esta, sin perder la verti-cal. Una botella de litro, fue asignada para su propio consumo. Cuando casi todos los

comensales reptaban al ritmo de los densos y viscosos acordes, ejecutados por los ebrios mariachis, el escultor continuaba brindando. En ese momento, el padre del bau-tizado se levantó. - Compadre, voy palbaño –dio unos pasos, cayó y enseguida comenzó a roncar. - Compa, ¿qué le pasó? –Zeferino intentó pararse de la silla para ayudar al an�trión, pero se dio cuenta de que no estaba bien, le faltaba el aire. Vio la botella de tequila, estaba vacía, en ese momento recordó la abundante porción de mariscos que había comido. De pronto, aterrado, los sintió vivos en su estómago, el movimiento en la bar-riga, le hizo imaginar al gran camarón que tanto alabó por su sabor y tersura, coman-dando a los demás en una revolución intestina. “Mal agradecido”, masculló para sus adentros. Respiró hondo y volteó a ver a los asistentes, todos trataban de encontrar sus propias miradas; los músicos alcoholizados con igual vehemencia, hacían hasta lo imposible para mantenerse en pie, sosteniéndose de sus propios instrumentos. Súbita-mente, él sintió algo que jamás en su vida de bebedor había experimentado, dio un intenso resuello; se quedó quieto y trató de soportar el dolor causado por el ataque crustáceo e intentó servirse otro sorbo; pensó que tal vez un poco más de licor de agave, aniquilaría a los sublevados calmando el punzante malestar. Extendió la mano, ladeó la botella en su vaso y con a�icción observó que sólo tres gotas se deslizaron, “no será su�ciente para estos malditos camarones”. En ese mismo instante, el “comandante” de la revuelta abdominal llevó sus huestes a la parte baja del estómago, bloqueando la única salida, el alboroto resultante produjo una gran in�ación, a tal punto, que el hombre fue incapaz de llevarse a la boca la copa con el resto de tequila. Su nariz, en peso muerto, golpeó contra la mesa. Nadie se percató de la situación del padrino de la criatura, segundos después, los mariachis dieron su último acorde de trompeta. El ruido estaba tan ebrio, que siguiendo la inercia de todos, se desplomó al piso. Ya de madru-gada, el silencio corría de un lado a otro. A las once de la mañana, las sirvientas comenzaron a limpiar las huellas de la baca-nal. El suelo era un campo de batalla, los que lograban levantarse, ayudados por sus mujeres, se dirigían a la puerta para desaparecer. El papá del bautizado despertó, estaba debajo de la mesa, a gatas, salió de ahí y al ver a su amigo, balbuceó: - Compadre, ¡Ya levántese! Las viejas yan deberido por el menudo. Zeferino estaba hinchado como un globo, con los ojos �jos en la nada. Cuando el an�trión lo vio, la borrachera le salió en un grito: - ¡Tráiganme una espina de maguey, mi compadre se nos muere! Varias señoras se echaron el rebozo a la espalda y corrieron al patio, en dos minutos regresaron con la punta de una penca y se la dieron al hombre, éste la clavó en la parte baja del redondeado abdomen; un gran estruendo producido por el gas, casi tiró a todos por el suelo, el hedor nubló su equilibrio. La maniobra fue en vano, el escultor había muerto horas antes. Las mujeres se acercaron rápido y santiguándose envolvi-eron el cadáver en un murmullo de rezos, las moscas hicieron lo propio con un con-

tinuo zumbido. Irónicamente, las mismas manos del “creador”, se habían encargado de llevar la muerte a su boca. El instante en el que el corazón del artista traspasó el último latido, fue sólo un silencio entre los acordes de su vida. De inmediato, el tiempo, director de la existencia, movió la batuta y continuó la eterna sinfonía, en ésta, el estruendo producido por los tambores, presagió el �nal; pero sólo fue una pausa que abrió el suave arroyo del violín, para continuar �uyendo. El problema de trasladar el cadáver hasta Huehuetla, se acrecentó con la hinchazón, a pesar de que el compadre lo pinchó para desin�arlo, el calor aceleró su descom-posición, no cabía en el ataúd, ya no era posible distinguir las facciones de la cara. Tuvi-eron que esperar al ferrocarril de las ocho de la noche. Cuando los pasajeros vieron la caja del muerto sin cerrar, se replegaron a los vagones de enfrente, los cuchicheos de las enrebozadas ondeaban en el ambiente: - Si no juera porque el otro tren llega pasao mañana, me quedaría asperarlo. - Ya vites que el cajón no cierra, parece que al dijunto le vatronar la panza. Qué Dios nos ampare. Una rolliza mujer, de chal negro, comenzó a rezar–. Glori�ca mialma alseñor… Enseguida, sus compañeras se contagiaron e hincadas pro�rieron grandes alaridos –. ¡Mano todopoderosa! Líbranos del mal y llévate a este hombre al descanso eterno. Los coros de jaculatorias acompañaron al muerto por poco tiempo. En Zapotlanejo, la primera parada de la ruta, casi se bajó toda la gente. Después de nueve horas, el ferrocarril arribó a la estación de San Cipriano, ubicada a quince kilómetros de Huehuetla. El caballerango, hermano del fallecido, fue el primero que supo del deceso y �etó un carretón para el traslado. Cuando llegaron al rancho, ya empezaba a clarear. La fosa en el panteón estaba abierta. El cura se negó a darle una misa, ni siquiera un rezo; a pesar de que doña Angelita, hermana del muerto, pertenecía a las “hijas de la perpetua adoración”, el grupo de beatas que se encargaba del mantenimiento en el templo y las necesidades del sacerdote. A la hora del amanecer, el sol se mostró timorato en medio de una tupida llovizna, pre�rió no salir. Sólo sus dos familiares y el enterrador, fueron los últimos que vieron el cuerpo de Zeferino, Las oraciones de la madura mujer, no conocían el �nal y alargaron el entierro hasta la tarde. Ella, sabedora del pecado mortal, en el que había vivido el difunto, se sintió obligada a expiar las culpas para evitar su condenación. Entrada la noche cayó la tormenta. Los dos hombres, tenían el sombrero en las manos, pero la terquedad pluvial los obligó a ponérselo de nuevo. Ya ni el tiempo quería estar ahí y trató de huir con la complicidad de las sombras, pero se vio atado al interminable sonsonete de la letanía mortuoria. El sepulturero, hipnotizado por el murmullo y esperando su paga, no se movió, hasta que la lluvia comenzó a resbalar la tierra dentro de la tumba, en este mo-mento reaccionó, tomó la pala y empezó su trabajo, no sin antes obtener la venia de la rezandera. Todo se diluyó con el agua, hasta que una valiente luna llena rompió las nubes. Ese día no existió para Huehuetla.

A la mañana siguiente, la noticia llegó a Carmela, una parvada de chiquillos callejeros azuzados por el morbo, voló hasta su choza y se lo comunicó; ella, al saber de la muerte de su hombre, corrió despavorida por entre las navajas a�ladas del maizal, el cabello largo era una urraca enloquecida graznando entre sus carnosos labios. La desquiciada escena fue tan repentina, que los atónitos mensajeros ni siquiera intentaron detenerla, sólo cerraron la puerta de la choza huyendo del lugar. Nadie volvió a verla. Se murmu-raba que había caído en una barranca cercana al sembradío, lo cierto fue que nunca se encontró su cuerpo. Cuatro días después, el soplo árido del sur volvió a traer el calor, ahora con más fuerza. Ya pasaban más de las cuatro de la tarde, el orgullo del toro de cera se ablan-daba a cada minuto, los músculos plasmados por los estiletes del escultor, comenzaban a desvanecerse poco a poco; algunas moscas pegadas en su lomo, sólo intentaban volar. El aire asoleado empujó la hoja de la ventana y logró entrar; recorriendo el inte-rior, al dar vuelta por el cuarto, movió el bulto de trapos tirado en el piso, junto a la mesa donde se encontraba la escultura. El sol de verano, es tan lento y renuente que se retira estirando la tarde. Las paredes del jacal estaban encendidas con su abrazo. El ardiente encierro relajó la cera, las patas del pesado astado se ablandaron y la cabeza golpeó la madera, sus inanimados temores tomaron sentido: “ante el mínimo mov-imiento propio, moriré”. Se oyó un portazo, el patrón y los hermanos de Zeferino irrumpieron en la vivienda en su afán de recuperar el toro. - ¡El toro! –gritó el dueño de la hacienda, cuando vio la �gura. En ese momento, las frazadas en el piso se movieron, doña Angelita se hincó y quitó los trapos, ahí estaba un pálido niño de meses. En el vacío de los ojos de la escultura se re�ejó la escena del pequeño en los brazos de la mujer. La infantil mirada vio al animal… tal vez buscando a su padre.

Este cuento pertenece a “Cuentos Huérfanos de la Razón”.“La razón es la locura vestida de gala”.

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