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Todo el tiempo de los cedrosPaisaje familiar de Fidel Castro Ruz

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Katiuska Blanco

Todo el tiempo de los cedrosPaisaje familiar de Fidel Castro Ruz

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E DITORES I NDEPENDIENTESERA, Mxico/LOM, Chile/TRILCE, Uruguay TXALAPARTA, Pas Vasco www.editoresindependientes.com

Edicin: Editorial Txalaparta s.l. Navaz y Vides 1-2 Apdo. 78 31300 Tafalla NAFARROA Tfno. 948 703934 Fax 948 704072 [email protected] http://www.txalaparta.com Primera edicin de Txalaparta Tafalla, octubre de 2006 Copyright Txalaparta para la presente edicin Katiuska Blanco Diseo grfico Nabarreria gestin editorial Impresin Grficas Lizarra I.S.B.N. 84-8136-459-2 Depsito legal NA-2725-06

Ttulo: Todo el tiempo de los cedros Autor: Katiuska Blanco Portada y diseo coleccin: Esteban Montorio

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A Fidel que alienta la vida. A don ngel y Lina Ruz, en el abrazo siempre. Al batey de Birn y sus gentes que inspiraron el ansia de una Revolucin. A Isabel, Patry y Ernesto, mis hijos. A Ore, contrafuerte en este vuelo de colibr.

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Prlogo

n abrazo al Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz por su invitacin a recorrer Birn y los recuerdos. Al ministro de las Fuerzas Armadas, a Ral, por la lealtad a la leyenda y la belleza y nitidez de sus palabras en una entrevista conmovedora. A los que habitaron el espacio de la casa grande: Angelita, Ramn, Enma y Agustina Castro Ruz, a todos los de la familia, en especial a Tania Fraga. A quienes por largos aos trabajaron o vivieron all, y accedieron, mucho tiempo despus, a una conversacin de recuento y buscaron en el laberinto de la memoria cada detalle presente o perdido. Un abrazo a Felipe Prez Roque, que crey en la idea y en su vuelo, y otro a Carlos Valenciaga que ayud para que se detuviera entre nosotros con alma de papel. Un abrazo a mi maestro Guillermo Cabrera lvarez. Un inmenso agradecimiento a la Oficina de Asuntos Histricos del Consejo de Estado, a su director Pedro lvarez Tabo y a los especialistas que guardan y cuidan como reliquias, importantes documentos de la Revolu9

U

cin Cubana. A todos, a Aida Moreno que en la maana trae a la mesa de trabajo una taza de caf humeante, a Elsa Montero, Ada Plasencia, Magda; a Aracelys del Castillo, Chelito; a Ileana Guzmn, Noem Varela, Nersy Babiel, Elbia Fernndez, Miriam Lpez, Otto Hernndez, Efrn Gonzlez, Fernando Gonzlez, Pedro Daz, y en especial, a Asuncin Pelletier, Susy, quien ha sido una segunda madre. Un reconocimiento al Equipo de Versiones Taquigrficas del Consejo de Estado. Un abrazo a los compaeros del grupo de video de la Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, a Roberto Chile, Salvador Combarro, Juan Matos y sobre todo, a Leonid Reinoso que digitaliz tantas imgenes. A los combatientes Silvino lvarez, Sergio Morales, Nivaldo Prez, Fidel Bavani y Julio Gonzlez. A quienes trabajan en Birn y protegen all con amor, lo mnimo y lo grande. En Holgun, Santiago de Cuba y Pinar del Ro, a los compaeros del Partido Comunista, las Oficinas de Asuntos Histricos y a las de Patrimonio provinciales. A todos los que, en Archivos Generales y de Protocolos Notariales, Registros Civiles, de Propiedad o Mercantiles, Audiencias, Museos, Bibliotecas y Parroquias, contribuyeron a la indagacin. Un abrazo ancho a la Unin de Jvenes Comunistas y a la Casa Editora Abril. A Jacqueline Teillagorry, la editora de estas pginas, a Alexis Manuel Rodrguez Diezcabezas de Armada por soar y realizar el diseo, y en especial a Herminio Camacho, a Rafaela Valerino e Irene Hernndez. A Juan Contino, a los Comits de Defensa de la Revolucin por su apoyo y aliento. A Celima Bernal, Rosa Miriam Elizalde y Susana Lee por su lectura minuciosa. A las historiadoras Nidia Sarabia y ngela Guerra. A la periodista Marta Rojas y a la profesora Mara Elena Molinet. Mi gratitud a Adalberta Prez por su narracin sobre las flores de Carolina. A Maiz Istokazu, del Memorial Jos Mart. Un abrazo a mis entraables compaeros del diario Granma, a los del Ministerio de Relaciones Exteriores y a10

los de la Secretara del Consejo de Estado; a Enith Alerm y Olga Mara Oceja. Un abrazo clido a los de casa, a los que ya no estn y an me acompaan. Y tambin a Rolando, mi padre, por su ejemplo revolucionario; a Ana, mi hermana, hombro fuerte y callado; a Leonor y Orestes Prez y a Manuela lvarez. Mi reconocimiento a Rolando Alfonso Borges y Alberto Alvario, y a quienes trabajan en los talleres de la Alejo Carpentier por su desvelo en la maravilla de las imprentas. A todos los que abrazaron este libro en su camino de sueo a realidad y tambin a los que lo harn suyo, cuando lo lean. Katiuska Blanco

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La vida en las palabras y en el aire del tiempo

a historia y la imaginacin se dan la mano en este libro, y limpian de toda duda sus aparentes discrepancias tradicionales. No se trata del inventario acucioso de la realidad, ni siquiera un relato a pie juntillas de la vida de un inmigrante gallego fundador de un pequeo batey y de una familia numerosa, dos de cuyos hijos forjarn despus una leyenda. Mirar la vida de los hombres requiere siempre de una dosis enriquecida de imaginacin, porque ni la palabra que evoca un recuerdo, ni el documento amarillo que testimonia un tiempo, bastan por s mismos para recrear y traernos en toda su maravilla y dramatismo un trozo de lo real. De cosas invisibles se hace lo visible. Mas para aportarle la mirada se necesita la sensibilidad de quien mira a la distancia una poca y columbra el tiempo para entregarnos la factura de un episodio situado en la retaguardia de los acontecimientos y es capaz de alimentar y sostener a los tenaces luchadores.13

L

Los libros de historia superan generalmente a las novelas ms desbordantes de imaginera, porque una historia es, simultneamente, muchas historias. La primera obra literaria escrita sobre aguas cubanas la traz el almirante en 1492. Puesto a redactar un diario prolijo dot al continente de lo que despus conoceramos como real maravilloso. Katiuska Blanco se adentra en lo real sin perder lo maravilloso del relato. Evoca a una familia poco comn que dio hijos extraordinarios. Las palabras no pueden sustituir la vida, pero al expresarlas sobre el papel impiden que se disuelva en el aire del tiempo. No puede encasillarse a esta periodista de raz, como una historiadora. No tiene el propsito de historiar lo que narra. Ha tocado puertas, caminado caminos, soado sueos, hurgado en papelera de muchas hojas inditas y dispersas en juzgados de instruccin, gavetas y fajos anudados cuidadosamente en estantes recnditos. Algn que otro custodio qued sorprendido de lo que custodiaba y otros, ya haban palpado los sucesos que guardaban las pginas y con redoble de celo dificultaban el acceso. Soy testigo de la pasin y ser testigo de pasin obliga. Doy testimonio de la solidaridad silenciosa entretejida alrededor de la autora. Uno prest la computadora, otro el papel, aqul su transporte, ms all un consejo, acull un pedacito de sueo y quien no tena ms, un aliento. No voy a hacer el juicio del libro. No me es posible. He visto nacer su primera obra Despus de lo increble, publicada por la Casa Editora Abril en 1994, y de sta que leern a continuacin, recib captulo a captulo en un serial intermitente. No podra objetivamente, ser imparcial. S doy fe de algo esencial: este libro es fiel a la historia que cuenta. Algunos de los personajes secundarios escaparon a la realidad aunque existieron. Siempre hubo, por ejemplo, ante cada cartulina fotogrfica, una cmara y alguien que escogiera el ngulo y apretara el obturador. Ese humano, desdibujado, y sin nombre, asume aqu ros14

tro y estampa, como un pequeo homenaje a quienes han preservado tanta valiosa imagen sin trascender. Tal vez, la autora rinde de este modo homenaje a los fotgrafos, sus inseparables compaeros de batallas periodsticas. Lo notable del relato que tienen ante s es el ngulo poco usual de la narracin: desde el dibujo de los primeros aos de vida y los primeros asombros, hasta cmo repercuten las acciones de los hombres en la intimidad de su familia, en la atmsfera del hogar, en el natal batey donde jugaran. Aqu no se escucha el estampido del disparo en la batalla, sino el llanto silencioso de don ngel Castro y la entereza de las lgrimas de Lina Ruz, el ir y venir de los hijos angustiados por la suerte de sus hermanos. El protagonista principal es el aparentemente imperturbable batey de Birn. A l llegan los acontecimientos que estremecen el pas y terminan por transformarlo al igual que a sus pobladores. Asumo con placer la ocupacin de portero de este libro, algo as como abrir la puerta de la calle para que pasen los lectores hasta la cocina de la casona de Birn. Entren. Guillermo Cabrera lvarez

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ngel

lla ola a cedro como la madera de los armarios, los bales y las cajas de tabaco, con el aroma discreto de las intimidades que, en su tibia y sobria soledad, recuerda los troncos con las races en la tierra y las ramas desplegadas al aire. Su olor perturb los sentidos de don ngel. No supo si era el pelo de la muchacha recin lavado con agua de lluvia y cortado en creciente de luna para los buenos augurios, o tal vez su piel de una lozana plida y exaltada. Quizs era l. Imaginaba cosas, las inventaba o las senta sin buscarse pretextos o razones vlidas. Clareaba cuando la vio como era en ese tiempo: una joven crecida, de esbeltez de cedro, ojos negros y energa como la de ninguna otra campesina de los alrededores. La observ de lejos con el cuidado de no espantarla con su apariencia hosca, sus cejas ceudas y su porte de roble. Tena la fusta entre las manos para aliviar su impaciencia, dndole imperceptibles avisos a la cabalgadura, mientras ella pasaba de largo, en silencio.17

E

Era la poca de los temporales y las sombras del monte rezumaban humedades y rumor de alas. Lina tendra entonces unos diecinueve aos y l rebasaba los cuarenta y cinco. Por un instante, slo por un instante, pens que estaba viejo y pesaban demasiado el compromiso de antes, las tristezas del alma y las marcas del cuerpo. Haba llovido mucho desde que parti de San Pedro de Lncara, un pueblo de inviernos rudos y colinas tenues, en Galicia, donde naci el cuarto da del ltimo mes del ao de 1875. Con poco ms de veinte aos ocup, por mil pesetas y el deseo de probar suerte, el lugar de alguien que no estaba dispuesto a correr riesgos en Cuba, aquella isla maldita al otro lado del mar, donde la Guerra del 95 y las fiebres asolaban a la gente como una epidemia de clera. Resolvi as convertirse en un recluta sustituto, uno de los tantos jvenes que posibilitaban la redencin militar a los hijos de quienes posean recursos econmicos suficientes como para no embarcarlos en los vapores de la Compaa Trasatlntica, con rumbo a la guerra en las tierras speras y desconocidas del trpico. Dos mil pesetas era el precio por librar el servicio militar en Cuba. Tambin se poda eludir la guerra con una cantidad entre quinientas y mil doscientas cincuenta pesetas si se aportaba un soldado sustituto, alguien que no hubiera salido en el sorteo de la quinta parte de los seleccionados cada ao para el ejrcito, o uno de aquellos cuyo destino no fuera ultramar. Desde 1764, el correo martimo establecido entre Espaa y las Indias Occidentales haba facilitado la emigracin gallega a las tierras americanas, pero por fortuna ya no eran los veleros de transporte de pasajeros los que cubran la ruta entre Espaa y Cuba, cuya travesa demoraba entre ochenta y cien das, durante los cuales la modorra y la sal invadan el maderamen del barco y el alma de los viajeros con una obstinacin aburrida y poco menos que pecaminosa. Ahora eran buques de otro calado y velocidad los que atravesaban el ocano, mientras dejaban una nube de holln entre las olas y el viento. El joven ngel haba permanecido en silencio, mientras el vapor avanzaba vapuleado por el mar con una ca18

dencia de vals propicia a las meditaciones. Sin embargo, la calma no consegua borrar la inquietante sensacin que lo embargaba, no resista la pestilencia que despedan los cuerpos amontonados durante das, como blasfemias insultantes con un desenfado aterrador. Fue en medio de aquella atmsfera densa que escuch hablar por primera vez de la Trocha de Jcaro a Morn, una barrera con puestos de observacin, alambradas y pequeas fortalezas militares levantadas por tramos al borde del oriente del pas, para evitar el paso de los cubanos en armas hacia el occidente. Alguien asever que los destacaran all, en pleno vrtice del huracn y mencion la primera carga al machete dirigida por Mximo Gmez, cuando an no era el General en Jefe de las tropas cubanas y apenas conclua un mes de iniciada la primera guerra. La historia era contada como una leyenda espectral en las noches de los fortines rodeados por la manigua con toda su espesura de enredaderas, susurro de grillos, pjaros, o avisos del enemigo. Mientras ngel escuchaba, el hombre pormenorizaba los detalles de aquel pasaje de la Guerra del 68, cuando los espaoles constataron la definitiva resolucin de los mambises por alcanzar la independencia. Los cubanos ponan la piel a las balas del muser y terminaban venciendo por la pujante decisin con que embestan, inspirados en la pasin libertaria y el desprecio a la opresin. Quien evocaba, lo haca casi en un murmullo, recreando cada detalle, gesticulando despacio. Sabindose conocedor de una realidad desconocida por los otros, provocaba de una manera sutil no slo la expectacin, sino tambin el miedo en los dems. De pronto hizo un alto, respir profundo y se adentr en la memoria ms estremecedora. Don ngel segua con inters cada palabra.Cuando hallaron al joven soldado espaol, tena los ojos desorbitados y el uniforme hecho jirones de andar desenfrenado por la manigua sin fijarse si de veras alguien lo segua. Con la mirada perdida, balbuceaba unas pocas palabras, la memoria anclada en el da que avanzaba por el camino polvoriento y sombreado, como infante de la columna del coronel Quirs, integrada por setecientos hombres y dos piezas de artillera. Hablaba entrecortado y apenas se le entenda algo. No se saba a

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ciencia cierta si aquel divagar de la mente tena algo que ver con las calenturas que la isla encenda en los hombres acostumbrados a otro clima, o si eran los temblores del miedo. Se refera a los cubanos como una aparicin fantasmal y arrolladora. Estaban semidesnudos cuando se cruzaron en el camino para cercenar vientres, cabezas y brazos, con una rapidez de vendaval, en medio de la confusin y la sorpresa. Maldeca a esta tierra de mil demonios adonde no deba haber llegado jams mientras se le despertaban los temores y se le desfiguraba el rostro ante las imgenes que slo l vea. Regresaba de la inconsciencia, aclaraba algunas dudas y luego caa de nuevo en una especie de sopor, rodeado de alucinaciones. Era noviembre de 1868 y no se hablaba de otra cosa en las cercanas de Baire, en Oriente. Se mencionaba a Gmez, un dominicano de treinta y tantos aos, con experiencia militar de la guerra contra los franceses, en la frontera con Hait, poco antes ascendido a sargento del Ejrcito Libertador cubano por un poeta mamb. El coronel Quirs pas la Venta de Casanova y ocup Baire; all las fuerzas insurrectas lo hostigaron hasta propinarle un golpe demoledor con la carga al machete, en la Tienda del Pino, el 4 de noviembre. Cerca de cuarenta hombres lo atacaron sin darle tiempo ms que a dejar el sendero poblado de cadveres. Parece cosa del diablo! blasfemaba Quirs. Apenas lo poda creer, porque los cubanos no posean armas de fuego suficientes como para enfrentarlos sino de aquella manera suicida; presenta que los efectos de esa accin haran ms dao al ejrcito peninsular que los disparos ensordecedores de una descarga de fusilera a quemarropa. No se olvidaba, no poda olvidar, la increble acometida a golpes secos, silenciosos, de tajazos profundos. Nadie pudo regresar al soldado de aquella confusin de gritos y convulsiones que padeca mientras dorma, agotado de batallar contra los recuerdos. Pasaba horas entre lamentos y sudoraciones, en perdurable letargo e infinita soledad, lejos de su pasado. Maldeca el servicio militar una y otra vez, en destellos fugaces e intermitentes de lucidez, sin importarle ya nada.

Todo ese espanto permaneca casi treinta aos despus de las aprensiones del coronel Quirs. La posibilidad de que las tropas cayeran en emboscadas de machetazos se tema en todas partes: en los despachos de la Capitana Gene20

ral, en los aposentos de las esposas de los altos oficiales, en las oficinas de telgrafos, cuarteles, convoyes y acampadas, en los fortines de las tropas peninsulares e incluso, en las bodegas, la cubierta, los camarotes de la tripulacin y hasta en la brisa del mar que respiraban los hombres en viaje hacia la Isla para cumplir el servicio militar. Al final de las partidas de domin, tendido en el camastro incmodo, sin nada ms que hacer, ni conversar y envuelto en la penumbra demasiado densa para la frgil luz de los candiles, senta nostalgia por su pueblo de Espaa. Antonia Argiz, la madre, era una referencia vaga de la niez. Su figura adquira perfiles ntidos en un daguerrotipo. En la fotografa vesta traje largo y oscuro, adornado con lazos, encajes y vuelos. Llevaba el pelo recogido por encima de la nuca, una sombrilla en la mano y apoyaba el cuerpo en una columna tallada sobre la que descansaba un bcaro de porcelana con flores. As la recordaba, compuesta y elegante, aunque todos esos atavos fueran el traje de ilusin de una mujer pobre. Cuando no estuvo ms, cuando muri pocos das despus de su ltimo alumbramiento, dijeron que Antonia se haba gastado. Aquella frase lo hizo pensar en la lenta agona de las mechas y tambin en los sbitos golpes de viento. No imaginaba cmo poda ser que una persona languideciera como las velas de cera o la luz de las lmparas de aceite. La casa de Lncara, rodeada por una cerca de piedras, se cuidaba de los inviernos y las ventiscas con gruesos muros, y pequeas ventanas de cristal como postigos. Durante la noche, se refugiaban, en el cobertizo, el ganado y las aves de corral; en la cornisa, las palomas y los murcilagos. La costumbre de ubicar el hogar a un lado de la nica habitacin era tan antigua como los castros, o como el calor que despeda el chisporroteo de las llamas sobre las piedras. Los resplandores fulguraban a la hora del descanso y cascabeleaban en la mirada despierta de sus hermanos ms pequeos hasta que los venca el sueo.21

La gente apreciaba como algo natural la persistencia de los zcalos de piedra de los castros en la geografa gallega. Un castro era un recinto casi siempre circular rodeado de murallas, parapetos y fosos, que poda servir al mismo tiempo de casa o refugio. Sus antiguos solares servan de cimiento a numerosos pueblos de la regin, apellidos de familias y tradiciones. En las tardes de invierno, las fiestas o los tediosos mediodas de domingo, ngel atenda absorto las historias de los viejos de la aldea. Sebastin formaba parte de aquella legin olvidada. Ya no tena dientes y palideca por momentos, slo el brillo intenso de sus ojos azules desmenta su debilidad y senectud. Con una copa de vino en la cabeza y una cola de zorra en el pantaln insinuaba unos pasos de baile en las fiestas o se tumbaba en un banco a repetir, en tono de confidencia, las murmuraciones de las comadres, las visiones de aparecidos en las ventanas, lobos con dos cabezas, bhos de un solo ojo y los leves resplandores del cementerio. Viejos como Sebastin, eran tambin el hrreo para almacenar los granos y el camino empedrado de la propiedad de Manuel, el padre, establecido all para compartir su vida con Antonia, despus de celebrar la ceremonia de matrimonio, en la iglesia parroquial de San Pedro de Lncara. Entonces, ella se encomendaba a Dios y l desesperaba ante la interminable letana del parsimonioso cura, que oficiaba con un tedio inaudito. Aquella maana, la iglesia haca resonar las campanas de sus torrecillas, rompiendo el silencio de la casa rectoral contigua y la paz de los sepulcros cercanos, donde las viudas depositaban llorosas las flores silvestres de las riberas del Neira. Ese da, con los lentes bajndole hasta la punta de la nariz y secndose con un pauelo de seda el sudor de los calores en la sacrista, el cura probablemente escribi en el registro de matrimonios: Manuel de Castro Nez, mayor de edad y oriundo de San Pedro de Armea, y Anto22

nia Argiz Fernndez, adulta y natural de La Piqueira, de oficio labradores y los dos vecinos de Lncara. De los ardores y la calma de sus amores nacieron seis hijos: Mara Antonia, ngel Mara, Petra Mara Juana, Gonzalo Pedro, Mara Juana Petra y Leonor. ngel Mara apenas recordaba a Petra Mara porque la nia muri con pocos aos de edad y cada vez que pensaba en ella o en la madre, no poda definir con claridad los rostros, eran rastros de viento o la impresin lastimosa de unos ngeles sin alas. Tras la muerte de Antonia, Manuel envi a los nios a una aldea cercana a Lncara, San Pedro de Armea, junto a su padre Juan Pedro de Castro Mndez y sus hermanos Jos y Pedro. Juana, la esposa de Pedro, llegara a ser para los pequeos hurfanos como una madre. Manuel de Castro se qued solo, dedic sus esfuerzos a fabricar carretas, arados y otros instrumentos de labranza para salir adelante y ms tarde, volvi a casarse con el afn de rehacer sus aos. Sin embargo, esa segunda unin bajo las torres de la misma iglesia en Lncara, no dio hijos al nuevo matrimonio y la nica descendencia de Manuel de Castro Nez fue la que la difunta Antonia Argiz Fernndez trajo al mundo entre sudoraciones y buenos augurios, en un tiempo que despus le parecera a Manuel distante e irreal. l envejeci con la estampa ancestral de los Castros. Las manos y los dedos de acentuada largura, se nublaron de pequeos y numerossimos lunares.Ya viejo, miraba profundo desde sus pequeos, indagadores y acuciosos ojos con una vivacidad slo opacada por su muerte alrededor del ao de 1910. Los hijos crecieron lejos, bajo la estricta tutela del to Pedro y sin otros horizontes cercanos que no fueran los de trabajar la tierra para nada, sin esperanzas de mejora, ni conocimiento de otros mundos. Hacia 1890 y 1891, Madrid prometa prosperidad e independencia a los ojos de los muchachos de la aldea, la ciudad presuma de su condicin de capital metropolitana. Todava le quedaban al pas territorios en ultramar, en las Indias Occidentales, el Pacfico y frica. Aunque la de23

cadencia era evidente, Espaa an sostena sus ilusiones, se obstinaba en su conservadurismo hacia las colonias, alentaba sin esperanzas el autonomismo en la Siempre Fiel Isla de Cuba y cerraba los ojos al previsible desastre. An no tena edad para el servicio militar, cuando con catorce o quince aos, ngel Mara decidi conquistar su propio mundo y se fue a vivir con su ta Justina ngela Mara, donde el bullicio de los edificios de inquilinato, los bodegones, las vendutas y los cafs de la Puerta del Sol. En las amplias avenidas y las calles estrechas, la luz elctrica ya no era una novedad y los coches inflaban al pasar los toldos de los balcones bajos y los comercios. Las muchachas no vestan los trajes como en el viejo daguerrotipo en que su madre apareca rodeada de vuelos y encajes. El cuerpo del traje femenino era muy ajustado y sin adornos: escotado al frente; las mangas amplias en los hombros y ceidas en los brazos hasta las muecas; la falda estrecha en las caderas, amplia bajo las rodillas y recogida por detrs para estilizar la apariencia. Esas figuras delineadas llamaron la atencin del joven, por considerarlas demasiado voluptuosas y provocativas. Casi perda la cabeza ante aquellos maniques de la capital atrevidamente vestidos. Las muchachas de su aldea eran ms discretas y tmidas, usaban blusa y saya holgadas y un pauelo en la cabeza. Los hombres vestan igual en todas partes, como cuando l se arreglaba para la Nochebuena o la misa del domingo en la iglesia: camisa de mangas largas, chaleco, saco, pantaln de franela y sombrero o boina de fieltro, incluso con un atuendo ms sencillo si se trataba de ir al trabajo. En aquella poca no descansaba hasta el oscurecer y siendo ya un joven, sus amores tenan que ser desahogos intensos y fugaces al filo de la madrugada. Era un muchacho fuerte, de estatura ms bien mediana que haba dejado atrs su timidez para habituarse a la vida desenfadada de Madrid, sin abandonar sus reparos por los excesos liberales.24

Durante los aos que pas en la capital, despertaba mucho antes del amanecer para irse a una panadera o a cualquier oficio probable que le asegurara dinero hasta su reclutamiento por el ejrcito. A pesar de los desvelos reiterados no pudo hacer fortuna y, cuando lo destacaron en Galicia, regres a San Pedro de Armea de Arriba y a Lncara para salir poco despus rumbo a Cuba. El sorteo de quintos se hizo, bien temprano en la maana, en el portal de la Casa Consistorial, bajo la presidencia del alcalde y los concejales. Lo recordaba muy bien porque todava, muchos aos despus, senta el fro agrietndole los labios, mientras se acercaba las manos al aliento y vea llegar a los mozos acompaados de sus padres. El alcalde declar abierta la sesin al leer el artculo sptimo de la Ley de Quintos y la lista definitiva de los muchachos a sortear, confrontada con las papeletas que luego los concejales estrujaron en pequeos rollos o bolas de papel y echaron en un globo de madera donde se lea nombres. Igual procedimiento se realiz con los nmeros del sorteo. Dos nios se acercaron a los globos y comenz a dar vueltas el destino de todos, su ventura o desventura, su fortuna o su desgracia, su vida o su muerte. No lograba conciliar el sueo. Lejos de la aldea aoraba sus valles, planicies, montaas, el fro intenso y la visin del cristal nublado de las ventanas el da de la primera nevada. Recordaba como una fiesta, la matanza de los cerdos para preparar tocinos, jamones y chorizos; la costumbre de reunirse todos en torno al cocido de garbanzos, oveja y patatas con que entraban en calor en la temporada de invierno. Una temperatura a la que estaba acostumbrado, y no esta, plomiza y sofocante, de Las Antillas. No se mova una hoja. El tiempo, cargado de nubes, a punto de romper el temporal. ngel Mara miraba a su alrededor. Haba poco lugar all para tantos soldados. Todos dorman plcida e inexplicablemente. Pens que dorman apurados, la mayora descansaba sin desvestirse del todo, con la incomodidad del uniforme, el cinturn, las botas puestas, los temores y el deseo de mujer bajo el sombrero de almoha25

da. Llevaban algn tiempo destacados all, lejos de las poblaciones y las noticias importantes. Realizada la invasin, la contienda abarcaba toda la Isla. Las fbricas de azcares y los campos de caa haban sido arrasados por la tea incendiaria de los mambises con el propsito de destruir el sostn econmico de la metrpoli en la Isla. Los ms entendidos ubicaban a los espaoles a la ofensiva desde Pinar del Ro hasta Las Villas, y a la defensiva, en Camagey y Oriente. Valeriano Weyler, el capitn general, lanz, sin resultados, ms de cincuenta mil hombres contra el generalsimo mamb Mximo Gmez. El viejo dominicano cumpli con xito la Campaa de La Reforma, con la cual bati y desconcert a las tropas peninsulares, en una zona de apenas diez leguas cuadradas, hacia el oeste de la trocha. All consigui que sus fuerzas tirotearan durante la noche los campamentos enemigos, se hicieran perseguir en angustiosas marchas y contramarchas, y luego establecieran emboscadas temibles como aquella del 4 de noviembre de 1868. Los soldados espaoles enfermaban de las fiebres del trpico, el desconcierto, el miedo, y los disparos, como una maldicin irremisible. Padecan disentera, paludismo, fiebre tifoidea, tuberculosis pulmonar, enfermedades para las que no tenan defensas, y tambin, espasmos reiterados, insomnio o adormecimientos agotadores. Aquellas dolencias inslitas, los tumbaban durante das en los improvisados camastros de los hospitales de campaa y muchos no sobrevivan a la frialdad de las amanecidas o a las calenturas del cuerpo en los das reverberantes de la manigua. Otros, no soportaban la impdica indolencia y los maltratos de sus superiores. Los soldados de alma noble no podan justificar a Espaa por el hambre de tantos infelices pobladores, ni la destruccin del pas, ni los incendios de los montes, ni el olor a cadver que se respiraba en los territorios de la Isla. Los ms audaces se encaraban a los mandos y se resistan a la fra crueldad a que los obligaba la poltica es26

paola en Cuba, otros desistan: no avanzaban un paso ms en el camino o aprovechaban la noche para desertar y perderse de aquel manicomio. Los diarios de la pennsula recordaban la tragedia algn tiempo despus:() se haban enviado 200.000 soldados; luego triunfaramos. Y no eran 200.000, ni eran soldados! Eran un rebao de muchachos anmicos sin instruccin. Y as, en la tragedia de la guerra, ocurran escenas como la de la accin de Mal Tiempo, en que varias compaas fueron macheteadas por no saber cargar los Muser.

Los quintos murmuraban y las terribles historias diezmaban la moral. Se deca que aquellos pobres muchachos slo haban atinado a arrodillarse y rezar, mientras reciban impvidos el torbellino de abanicazos mortales. An no conocan que dentro de los cubanos que los haban enfrentado, muchos no tenan armas y el sonido que los acompaaba cuando avanzaban era el del roce de la cuchara y la vasija, atados a la cintura. Una disposicin de la superioridad militar espaola concentr todas las fuerzas de Camagey en las poblaciones de Puerto Prncipe, Nuevitas, Santa Cruz del Sur y en la lnea de la trocha, reconstruida para obstaculizar el paso de Camagey a Las Villas y viceversa. El resto de la provincia y Oriente estaban en poder de los mambises, quienes podan moverse con libertad y vivir all en sus prefecturas en el monte. Los partes militares no lo reconocan, pero lo comentaban los quintos en voz baja, despus de adivinar el pesimismo en el rostro de los jefes reunidos para examinar los mapas y los acontecimientos. En diciembre de 1897 terminaba un ao convulso y cambiante para Espaa: el presidente del Consejo de Ministros, el conservador Antonio Cnovas del Castillo, fue muerto en agosto por un anarquista. En su lugar, el jefe del Partido Liberal, Prxedes Mateo Sagasta, como ensayo de una solucin al dao irreparable y para evitar pretextos que pudieran ser utilizados por Estados Unidos con el propsito de intervenir en la guerra, dispuso el relevo de Weyler por el general Ramn Blanco y present27

un decreto para el establecimiento de un rgimen autonmico, que se estren en enero de 1898 con el rechazo manifiesto de los cubanos en armas. Sin comprender bien lo que ocurra a su alrededor, ni estar al tanto de los intereses que se movan en aquella contienda de mil demonios, ngel Mara intua el final. Esto se acaba, deca para s, sin atreverse a compartir sus meditaciones. Lo perciba con mucha claridad, mientras buscaba entre sus cosas la ltima carta de la pennsula llegada en uno de los vapores de la Compaa Trasatlntica Espaola, una empresa naviera que inici sus operaciones en 1881, cuando don Antonio Lpez y Lpez y don Manuel Calvo y Aguirre se unieron para fundarla. La Compaa tena el transporte de la correspondencia entre Espaa y las islas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, adquirido en subasta pblica en el ao de 1861. Su crdito y fama eran tan envidiables, como las de su buque insignia, el correo Alfonso XII. ngel Mara relea la carta, manoseada tantas veces, con la sensacin de siempre. Pensaba que la aldea de Armea de Arriba y la cercana Lncara se moran sin remedio e iban a terminar por quedarse vacas. Intua que slo su hermana Juana permanecera all en Galicia, con sus hbitos, su fuerza y su bondad perdurables. ngel Mara no lograba sustraerse de la realidad: lejana y progreso eran sinnimos. La certeza lo desconcertaba tanto, como el final de una guerra y la repatriacin forzosa de civiles y militares, la mayora campesinos olvidados de Dios. se era el motivo real de sus insomnios a principios de 1898, y no el calor sofocante al que sin percatarse se habituaba. Descubri la verdadera razn de su desasosiego cuando alguien hizo a un lado su fusil, se despoj del cinturn con el parque, y le dijo sin inmutarse: Estamos solos. No hay nada que hacer. Espaa acaba de firmar la suspensin de las hostilidades. El 16 de febrero de 1898, la noticia de la voladura del acorazado norteamericano Maine, fondeado durante tres semanas en la Baha de La Habana, ocup los titulares de28

primera plana en los diarios de Nueva York, Madrid y la capital insular, y desat, de una vez, los desafueros de Estados Unidos, apenas contenidos hasta ese momento, en sus ambiciones por Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La noticia elev al milln de ejemplares las tiradas de las ediciones de la maana y la noche del World de Pulitzer, y del Journal de Hearst, que exigan el inicio de la contiendas militares. En Madrid, los vendedores de El Pas, El Imparcial y el ABC, voceaban inconscientes y con cierto aire fanfarrn, en el mismsimo espritu de las crnicas y artculos, la guerra de Espaa con Estados Unidos por todas las calles y ante todos los portones de la capital. La desavenencia no era nueva. Norteamrica vena presionando desde haca mucho tiempo para apropiarse de esas colonias. Espaa se precipit entonces a conjurar la catstrofe, dispuso el cese tardo de la reconcentracin y las acciones militares en Cuba, pero ya el presidente norteamericano William MacKinley solicitaba al Congreso la autorizacin para intervenir en el conflicto. El paisaje a la entrada del puerto sobrecoga y las naves parecan cementerios. Cuba se estremeci con lo ocurrido a las unidades de la escuadra espaola del almirante Pascual Cervera, arrasada por la artillera de la poderosa escuadra norteamericana del almirante Sampson, a la salida de la Baha de Santiago, el 3 de julio de 1898. Todos los marineros del Vizcaya, murieron en aquella batalla. Nadie poda imaginar entonces que al mismo tiempo, ms de mil cien cadveres de personas y animales permanecieran abandonados en casas, fondas, almacenes y solares de una ciudad condenada a los aires malolientes del olvido y la ausencia de los sarcfagos. Las prdidas espaolas sumaban trescientos cincuenta muertos, ciento sesenta heridos y mil seiscientos sesenta prisioneros. La capital provincial de Oriente resisti el sitio durante varias semanas pero al final depuso las armas. Los destacamentos cubanos cortaron los abastecimientos por el oeste y apoyaron el desembarco estadounidense por el este. Los mismos cubanos a quienes luego las fuerzas nor29

teamericanas impidieron la entrada a la ciudad de Santiago de Cuba en el momento de la victoria, lo que fue una frustracin y una injusticia histrica. Las derrotas navales en el Pacfico y el Caribe forzaron a Espaa a capitular. En agosto se hizo pblico el protocolo preliminar para la suspensin definitiva de las hostilidades y comenz a tramitarse la evacuacin de sus tropas en Cuba como condicin ineludible para los tratados de paz que habran de firmarse sin la merecida presencia de los cubanos, ese diciembre, en Pars. Los mdicos yanquis solicitaban con empeo curar a los heridos espaoles para anotar sus observaciones sobre los efectos de los proyectiles norteamericanos, en informes dedicados a conocer y estudiar las ventajas del armamento Winchester. Para los soldados espaoles no haba algo mejor que el Muser. Doscientos fusiles Muser se entregaron en la capitulacin de Santiago y todos fueron enviados a Nueva York para su anlisis. Cada aciaga incidencia la conocan a pie juntillas los desventurados militares espaoles, a quienes las noticias de tanta humillacin abrumaban an ms en la derrota. Lo presenta dijo ngel Mara, la tarde desolada en que lleg la orden de partida. Viajaron sin los vaivenes del mar turbulento, en medio de una serenidad de olas y cielo a ratos exasperantes, en una travesa larga y lenta. La mayora de los pasajeros iban heridos, enfermos y abatidos. No saban adnde los llevara la providencia esta vez. Una dolorosa peregrinacin de barcos lleg a La Corua y a Vigo, y all deposit los despojos de la guerra, el orgullo maltrecho de Espaa y toda la amargura posible de la derrota. Eran ms de ventiocho mil, entre civiles y militares, los desembarcados en los puertos al norte del pas. El peridico El Mundo public una crnica de la llegada de los barcos Isla de Luzn y Monserrat, el da 28 de agosto de 1898:A las 7 de la maana de hoy es avistado en Vigo el vapor Isla de Luzn, que conduce el segundo gran contingente de repatria-

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dos de Cuba. A las 8: 30 horas gana su costado la fala de sanidad, con los gobernadores civil y militar, el comandante de marina, el alcalde y el director de sanidad. A las 10 el barco fondea en Punta de San Adrin, en la orilla derecha de la ra, donde est preparado el lazareto de San Simn. Un inmenso y silencioso gento observa sus maniobras. Los mdicos informan que el estado del pasaje es regular y seleccionan a los repatriados que pueden desembarcar tras la preceptiva cuarentena y los que han de permanecer en el lazareto, que ha sido dotado para albergar a 1.100 individuos. Durante la travesa han fallecido 32 hombres, y otros dos al entrar el barco en el puerto. Trae un centenar de enfermos graves. En el Isla de Luzn llegan los generales Escario y Rubn, 153 jefes y oficiales, y 2.057 individuos de tropa (). Hoy tambin fondea en A Corua, procedente de Matanzas el vapor Monserrat, con varios centenares de militares repatriados. Inmediatamente es admitido a libre pltica, pues la salud a bordo es buena. Al Monserrat se le impone la cuarentena reglamentaria de siete das para el desembarco del pasaje y de la correspondencia. Los peridicos recuerdan la gesta de su capitn, Manuel Deschamps, que rompi el bloqueo yanqui hace cuatro meses y desembarc en Cienfuegos con ms de 500 soldados y abundantes vveres. El pasado 16 de julio sali de nuevo de Cdiz, volvi a eludir el bombardeo enemigo y recal en Matanzas, donde haca das que no se vea el pan, con 8.000 raciones, 1.399 cajas de tocino, 805 sacos de habichuelas, 602 de garbanzos, 500 de harina, 213 fardos de bacalao y 25 cajas y barricas con medicamentos. La poblacin como hoy en A Corua, les hizo un recibimiento incomparable. El presidente norteamericano MacKinley lleg a ofrecer una recompensa de 80.000 duros, ms el importe de la venta del barco, a quien lograra apresar al Monserrat. Manuel Deschamps, condecorado ya por la reina con la Cruz del Mrito Naval pensionada, es el hroe de la ciudad gallega. En los prximos das llegarn a la Pennsula el Isla de Panay, el Covadonga y otros barcos, con lo que el nmero de repatriados rondar los 10.000 hombres. Son el contingente principal de nuestro ejrcito en Cuba, y en breve vagarn por los caminos de Espaa, dejando su estela de remordimiento y dolor. Para albergar al ejrcito de repatriados se han dispuesto los lazaretos de Pedrosa, en Santander; de San Simn, en Vigo, y de Oza, en A Corua. Cuando atraca un barco, tanto el pasaje como su carga es desembarcado en el llamado lazareto sucio,

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donde se desinfectan y queman las ropas que pudieran traer grmenes perniciosos. Se impone una cuarentena, ms o menos larga, segn los casos de enfermedades y fallecimientos que se hayan registrado durante la travesa ().

ngel Mara Bautista Castro Argiz se encomend a Dios. Estaba a salvo como un milagro del destino. Lo vieron llegar por el camino polvoriento de la aldea, ostensiblemente cambiado en corto tiempo. Los paisanos lo esperaban como un indiano de xito, vestido de guayabera de hilo, sombrero de pajilla y un brillante en el anillo. El hombre que tenan delante tena una apariencia lamentable. Se le notaba el nimo contrariado y la salud endeble aunque hiciera un gran esfuerzo por disimular. Traa pocos ahorros pero pretenda, luego de reponer fuerzas, intentar fortuna ms all del mar, por segunda vez. Durante los primeros das se dorma delante de las visitas que le disculpaban el agotamiento repentino provocado por el alivio de las tensiones. En sus cavilaciones, se consideraba un hombre afortunado, aunque recordaba a los difuntos de la travesa como recurrentes sbanas plidas que la memoria izaba entre el viento y la penumbra del ocano, an tena la cabeza sobre los hombros y no desvariaba. Las crnicas del diario El Mundo publicaban las tristes historias de los repatriados, las que le confirmaban su ventura y la fatalidad de los otros. Antonio Garca, de Huelva, sufra accesos de locura y al menor descuido de sus familiares se echaba a la calle dando espantosos gritos. El sargento de Ingenieros, Adrin Samaniego, procedente de un desembarco en Barcelona, lleg en tren a Torredembarra, y en la estacin misma, muri de la emocin al abrazar a su padre. De tiempo en tiempo, ngel Mara callaba. Pensativo, trataba de explicarse por qu haban llegado hasta ese punto irreconciliable las relaciones entre Cuba y Espaa. En la Isla, la guerra haba costado ms de doscientas mil almas, los faros no funcionaban; los caminos resultaban intransitables; la economa se encontraba devastada; los trenes no llegaban a Oriente; exista una terrible ausencia de nios y mujeres embarazadas, una nostalgia enfermiza de pueblos prsperos.32

En la pennsula ya casi nada tena sentido, a pesar de que alguien como el viejo liberal Sagasta, presidente del gobierno, repitiera hasta el cansancio, con la esperanza de atenuar las decepciones, la clebre frase del monarca francs Francisco I: Todo se ha perdido menos el honor. Los generales derrotados, arrastraban su fracaso en silencio y los soldados repatriados cargaban su miseria por todas las calles y los caminos de Espaa. Lo decan los diarios: qu soldado el nuestro de Cuba! desarmado, triste, con su juventud herida de muerte por cruel enfermedad y por el desengao del vencimiento () qu es lo que queda aqu para rehacernos como nacin?. Esos malos pensamientos ensombrecan a veces su determinacin de volver, pero no lo hacan desistir, sobre todo porque Cuba, a pesar de la ruina por la guerra, segua siendo un pas nuevo con muchas posibilidades, que la fatiga y el escepticismo tremendos de Espaa ya no podan ofrecerle, despus que desapareciera, con los ltimos cien aos, la presuncin del imperio. En sus conversaciones ntimas la llamaba la Isla de los Asombros y quienes conocan bien al joven no suponan desvaros y encontraban fundamento a sus sueos. Las olas rompan primero en la llanura de los arrecifes y luego alcanzaban el abrupto promontorio y las paredes altas del Morro, iluminado a ratos por los espejos del faro de la baha. El vapor Mavane de la Compaa Francesa de Navegacin, borde el litoral al oscurecer y ech, bien entrada la noche, ancla en el puerto. Habra que esperar al da siguiente para realizar los trmites de inmigracin y el control sanitario, establecidos por las autoridades norteamericanas, que asumieron la gobernacin de la Isla a las doce horas del primer da del ao de gracia de 1899, cuando se declar que cesaba en Cuba el seoro de Espaa y comenzaba el de los Estados Unidos. La mayor parte del tiempo, el barco hizo la ruta con la mar en calma y el cielo despejado, slo al dejar atrs las Bahamas se sinti la cercana de los temporales y abajo,33

en el fondo, la fuerza de la corriente del Golfo de Mxico, halando como un imn hacia rumbos desconocidos. La gente de a bordo pretenda alejar el naufragio con plegarias. Casi todos eran gallegos de pantalones gastados, sacos rados, alpargatas y boinas negras, que soaban con espantar la pobreza de sus bolsillos. Si los rezos no consiguieron despejar del todo la nubosidad de la tormenta, al menos acercaron a los viajeros con palabras y sonrisas afectuosas. Al llegar, todos sentan un poco el despedirse. Desde la cubierta de proa, ngel Mara observaba las luces del alumbrado de la ciudad en una madrugada lluviosa y fra. Seal de buena suerte se dijo, mientras recoga sus pocas pertenencias y reparaba en su veinticuatro cumpleaos, justo el da de bajar a tierra. Las formalidades de aduana se cumplieron con prontitud y pocas horas despus figuraba como pasajero sin familia en la lista de inmigrantes que arribaron al puerto de La Habana, el 4 de diciembre de 1899. Por los muelles pululaban a esa hora los vendedores de pescado, las mujeres trasnochadas y los marines borrachos, con su uniforme azul intenso y las insignias blancas: U.S. Navy. Sin prisa y con equipaje ligero, recorri despacio la parte antigua de la ciudad hasta llegar a un hotel pequeo y acogedor, cerca de la estacin ferroviaria de Villanueva, donde prob por primera vez el caf Caracolillo. Ni rboles copudos ni canto de pjaros en las calles apretadas, de balcones pequeos y adoquines gastados. La calle Empedrado, haba dejado atrs la humedad del barro y las maldiciones del vecindario por el fanguizal sin chinas pelonas; en la calle de los Oficios nadie anunciaba servicios de escribana de cartas o documentos oficiales, y en la calle Baratillo se venda con premura lo que haca falta, mientras perdan espacio las fantasas. Durante aos y aos, la capital acumul discreta sus transiciones hasta presentarse un da diferente, como una ciudad moderna que ya conoca el cinematgrafo de los hermanos Lumiere y haba visto rodar el primer automvil,34

un ejemplar de la fbrica francesa Le Parisienne. l no lo notaba, era uno entre tantos forasteros: agentes comerciales, promotores, inversionistas e inmigrantes pobres, a quienes se reconoca pronto por su ignorancia en los problemas del pas y su casi total indiferencia ante la frustracin del ideal independentista que, ms que flotar, pesaba en el ambiente cargado de malos presagios. En la calle Baratillo, una mujer le pregunt: Gallego? Cmo lo sabe? Es fcil, todos buscan algo, se les ve en la mirada dijo, y aadi sus lamentaciones. Sentada a la puerta de un oscuro local, ofreca a sus clientes, entre promesas y buenos deseos, todo tipo de abalorios falsos. Hunda el cuerpo en el fondo de un silln de mimbre agujereado, las manos le sudaban copiosamente y estrujaban un pauelo mientras miraba con envidia la proliferacin de comercios espaciosos y modernos a un lado y otro de su oscuridad. Cada da la gente se interesaba menos en sus cristales de colores, amuletos de piedra, collares de semillas y espejos. Tampoco seduca la visin del pasado; en realidad importaba el futuro. Un hombre joven abri muy cerca y con rotundo xito, una tienda donde venda faroles, candiles, velas de cera y lmparas, transparencias bordadas y vitrales que convertan en arco iris los fulgores del sol y los repartan a las habitaciones interiores, por el suelo, las paredes y las columnas. Otro comerciante estableci una tienda con telas rudas y delicadas, propias para alforjas y refajos, segn la necesidad. Prosperaban una quincalla surtida de tijeras, dedales y agujas de coser de todos los tamaos; una venduta de infusiones importadas y yerbas para las calenturas; un comercio de autnticas reliquias rabes; un local que exhiba fustas, monturas y espuelas de plata y otro con materiales de oficina. Los establecimientos conferan al lugar una apariencia abigarrada y festiva. La mujer miraba a su alrededor con tristeza y cansancio. El tiempo de vender ilusiones pasaba. El35

desconsuelo haca ms frgil y tenue su silueta aquella maana en que ngel Mara se detuvo ante el bazar. En su segundo viaje pens establecerse en Camajuan, un pueblo pintoresco de Las Villas, que deba su existencia al tendido de la lnea ferroviaria para conectar las zonas azucareras con los puertos de la costa norte. All, un pariente suyo posea una finca. En realidad estuvo poco tiempo en ese lugar; se traslad primero a Cayo Romano y luego mucho ms lejos, a las minas de hierro y manganeso de Daiquir y Ponupo, en Oriente, bajo la jurisdiccin de Santiago de Cuba como capital provincial, donde prometan empleo y pagaban en moneda norteamericana, un verdadero privilegio en medio de la situacin econmica del pas. El calor era insoportable en la apartada zona. Los hombres contratados, solos como ermitaos, se comunicaban con el mundo por los motores de lnea que transportaban el mineral hasta Daiquir, para embarcarlo hacia los Estados Unidos. ngel Mara comparta con los otros trabajadores la barraca pestilente y las partidas de naipes o domin, sentados sobre cajones de bacalao importado de Noruega, en una mesa forrada de viejos ejemplares del Diario de la Marina manchados de grasa. Aquellas reuniones cordiales duraban hasta tarde y en el ruedo de la conversacin caan todos los temas imaginables: los bandoleros, el desprendimiento de rocas en uno de los tneles, la llegada de un vagn de muchachas como sombras trashumantes y marchitas, o del nico capataz cubano de todos los contornos que, al escucharlos hablar de holganza y futuro, repeta a manera de epitafio unas palabras del coronel mamb Manuel Sanguily: Parece que Cuba puede ser un paraso para todos menos para los cubanos. Por ltimo, hablaban del casorio del hijo menor de una familia de inmigrantes ingleses establecidos por ms de cuarenta aos en la regin, despus que el padre lleg como empleado de La Consolidada, una de las primeras empresas dedicada a la extraccin del mineral en Oriente, cuando Cuba era la principal abastecedora de co36

bre de la industria britnica y los barcos iniciaban la ruta regular de la mayor de Las Antillas a Liverpool. A finales del siglo XIX, a Londres se le iban los ojos y las apetencias tras el oro del frica Austral, y los norteamericanos aprovechaban los espacios vacos. La Spanish-American Iron Corporation operaba en Daiquir desde 1892. Durante los tres aos de guerra, su neutralidad le permiti continuar los trabajos. La Ponupo Manganese Corporation, activa desde 1894, interrumpi sus exportaciones en el transcurso de la contienda y las reanud en 1898. Entre 1902 y 1903, la empresa consigui exportar grandes cantidades de mineral, sin preocuparse en absoluto por la seguridad de los obreros ni por la enfermedad de sus pulmones saturados de humedad. Si ngel hubiese decidido escribir entonces a casa, la carta hubiera dicho: Estoy bien, a Dios gracias, hago ahorros y paso el tiempo leyendo en peridicos viejos sobre historia y geografa. No me acostumbro al calor y a esta vida sin hogar. Se deca que el clima era ms fresco en las tierras de la Nipe Bay Company, y que todo marchaba viento en popa y a toda vela con las inversiones de la United Fruit Company. Era una historia larga la que haba llevado al propietario de esa compaa a establecerse primero en Banes y despus tierra adentro. Hiplito Dumois, joven cubano descendiente de una familia francesa de Nueva Orleans, emigrada a Santiago de Cuba cuando la Louissiana pas a ser territorio estadounidense, desarroll plantaciones de guineo en la costa norte oriental y fund en 1885 el pueblo de Banes. En goletas suecas y noruegas, sacaba por ese punto de la Baha de Nipe, los embarques de la fruta hacia Nueva York donde abasteca aproximadamente un cuarenta por ciento del mercado. Su negocio alcanzaba tal volumen que el gobierno de Suecia-Noruega decidi bautizar una flotilla de sus buques con el nombre de Hiplito y sus hermanos, y as existan el barco Hiplito, el Ernesto y otros tantos hasta donde alcanzaron las naves y los nombres de la familia.37

Con la tea incendiaria de los mambises, quedaron arrasadas las plantaciones en 1895. Adems, la gente hablaba de una maldicin que perdurara ms de cien aos y no permitira nunca la prosperidad del pltano en la zona. Dumois march a Manhattan y conoci all al magnate de la Boston Fruit Company, Andrews Preston. ste controlaba el mercado del banano en el nordeste de los Estados Unidos y traa cargamentos desde Centroamrica y Jamaica para abastecerlo sin interrupciones. Preston le compr tierras a Hiplito Dumois para abrirse camino en la produccin de azcar y sustituy la antigua compaa por la United Fruit Company. En 1900 fund el central Boston y en 1907, el Preston, no muy lejos de Guaro, donde el 28 de noviembre de 1906, don ngel Castro Argiz abri las puertas de El Progreso, un establecimiento de fonda y bodega de su propiedad, que giraba con un capital de doscientos pesos y contaba por adelantado con la presumible buena fortuna que un nombre como ese poda conferir a un sueo soado. La fonda estaba en el portal, unas pocas mesas con manteles de cuadros y taburetes de cuero bastaban para que fuera un espacio acogedor, abierto a la brisa de los rboles, bajo la sombra del techo de tejas y con el atractivo del ir y venir de la gente y las noticias al alcance de la mano; al fondo, la bodega, ofreca un variado surtido, con la estantera repleta de importaciones de Espaa: quesos, aceitunas, turrones, chorizos, harinas, aceite de oliva y vinos en portentosas botellas y porrones. Despus del almuerzo, todo el pueblo se detena y se refugiaba al amparo de los patios y las habitaciones interiores. Los mediodas insufribles por el calor, con la luz vertical y el polvo fastidioso, penetraban por los resquicios de las persianas francesas. Los hostales al borde del camino, daban vida al comercio de don ngel, quien lo mantena siempre a disposicin de los clientes. A esa hora tediosa y casi inoportuna, conoci a Mara Luisa. Lea los peridicos de la capital y se enteraba de la subasta pblica de la administracin local de aduana, que no38

poda almacenar tantos bultos: dos cajas rotuladas que contenan comestibles y ropa usada, otras dos de vino de Jerez, quince barriles de alquitrn una lista interminable. Lo ms interesante de las noticias era lo relativo a la jornada de ocho horas establecida para los mecnicos, operarios y jornaleros. La disposicin exceptuaba a los maquinistas, fogoneros, marineros, vigilantes, mensajeros y carreteros, cuyos servicios se consideraban necesarios a toda hora. El olvido de los empleados no pblicos encenda la polmica con mil y una sugerencias de solucin y alguien propona cerrar todas las instalaciones a una misma hora. A quin se le ocurre que los restaurantes, los cafs, las drogueras, las boticas y los hoteles cierren a las seis?, censuraba contrariado el novato comerciante, disgustado por la falta de visin e insensatez de las opiniones, y pensaba: Hay que hacer algunas excepciones. Meditaba cuando son la campanilla del portn. Mara Luisa dio las buenas tardes y solicit una caja de bombones. Es para un regalo dijo. l envolvi el estuche y la sigui con la vista hasta la calle. A un lado y al otro se alzaban las construcciones de estilo francs balloon frame, que los norteamericanos introdujeron en Banes, Antilla, Preston, Cueto y Guaro: casas tipo chalet con techo a cuatro aguas, portal a la avenida y corredores alrededor, paredes de madera machihembrada, el piso entablado de pinotea y una profusin de puertas y ventanas. La silueta de la joven se recortaba en el paisaje con la nitidez reverberante de la claridad del medioda y armonizaba con la apariencia altanera de la avenida. Mientras ms se alejaba, mayor atencin pona l en conocerle el rumbo. No necesit saber dnde viva porque sus visitas se hicieron frecuentes y, al encontrarse, no era el nico con aquella sensacin desconcertante. Ella era de Fray Benito, en Gibara. Su familia se haba instalado en Guaro tiempo atrs. Marcos Argota, el padre, trabajaba como funcionario de la United Fruit Company, y39

Carolina Reyes, la madre, haca los quehaceres de la casa como era la tradicin. Don ngel tena treinta y cinco aos y pens que Mara Luisa sera su amor definitivo; pero no fue as. Muchas personas del pueblo le auguraron poco tiempo a la unin. l era un hombre dispuesto a los esfuerzos y renunciamientos, a la sencillez. Ella tena ambiciones y vocacin por la vida de ciudad. Quizs por eso no fue feliz el matrimonio, celebrado a las siete de la noche del 25 de marzo de 1911, entre el seor ngel Castro Argiz y la seorita Mara Luisa Argota Reyes. Fueron testigos de aquella unin efmera Pedro Gmez y Jos lvarez, quienes ya se contaban entre los amigos cercanos de Castro. Manuel, el primer fruto de esos amores, naci en Guaro unos diez meses despus de la boda y se fue con la misma prisa con que haba llegado, apenas un ao despus de su nacimiento. En mayo de 1913, ya Mara Luisa estaba embarazada otra vez y a punto de nacer Mara Lidia. Le siguieron Pedro Emilio en 1914, Antonia Mara Dolores en 1915 y Georgina de la Caridad en 1918. Las nias ms pequeas pasaron por la vida como una bendicin huidiza. Ninguna de las dos se qued por mucho tiempo, a pesar de las cataplasmas y las precauciones con encierros a cal y canto. En una poca de fiebres, convulsiones y flujos incontrolables, a los doctores de la jefatura local de sanidad, no les quedaba otra alternativa que sentarse a esperar en los vestbulos, el desenlance fatal o el milagro de Dios, como si fueran sacerdotes ordenados en una parroquia mucho tiempo abandonada y en cuaresma. Las nias murieron en la casa de la calle Leyte Vidal en Mayar, donde viva el matrimonio Castro Argota. Dejaron una impresin de flores secas en la pareja, una sensacin de sudores estriles y amores irremediablemente en fuga. Con ellas, se march de una vez toda esperanza de cercana entre aquellos dos seres distantes. ngel pasaba largas temporadas en el barrio de Birn, donde explotaba unos terrenos cerca de los pinares. Siempre insisti en llevar a Mara Luisa40

con l, pero nunca pudo convencerla, entonces se olvid de su ilusin y desisti para siempre. Durante ese tiempo de ausencias frecuentes viva de manera itinerante como contratista de la United Fruit Company. Con los ahorros de El Progreso emple a un grupo de hombres y se hizo con una cuadrilla de bueyes para transportar caa y lea hacia los centrales azucareros de la zona. Tiempo amargo en que las maderas recias y preciosas fueron a parar a las calderas de vapor de los ingenios. Tumbaba montes que la compaa converta enseguida en plantaciones de caa. Llenaba hasta setenta carros de dos mil cuatrocientas arrobas cada uno, lo que como promedio resistan las bestias. Aceptaba contratas en terraplenes de lnea y fomentaba las colonias de caa y la ganadera en la finca Manacas, donde inici la construccin de una casa para establecerse. El paisaje le recordaba a Lncara, ese era el signo de que podra vivir una vida nueva. Su capital se increment con las zafras de la Primera Guerra mundial, cuando los azcares cubanos aseguraron las ventas a los aliados. Logr salir airoso de los enfrentamientos entre liberales y conservadores, durante La Chambelona, la protesta armada contra el cambiazo en las urnas y la reeleccin del presidente conservador, Mario Garca Menocal. De un lado, los alzados con las ropas deshechas, hambrientos y descalzos recorran los campos como una epidemia; del otro, el ejrcito sin paga, segua el rastro y amenazaba a los pobladores. Las partidas de uno y otro bando incendiaban propiedades, se batan a tiro limpio, sin importarles si en la trifulca mataban a un infeliz ajeno a la pugna por el poder. Todo termin con el despliegue del ejrcito y el desembarco de marines yanquis por los puertos de la Isla. Don ngel tendra que resistir los embates de la crisis de los aos 1920 y 1921, cuando el precio del azcar descendi en picada y se arruinaron hacendados y colonos, propuso un convenio para la suspensin del pago a sus acreedores por tres aos y, la moratoria le fue concedida41

sin dilaciones, respir profundo cuando los abogados le entregaron los papeles. Logr sobreponerse a las dificultades y las preocupaciones, pero los sobresaltos haban fatigado su espritu y nunca conciliaba el sueo en la casa vaca, nicamente habitada por su imagen en los espejos. La lluvia de la madrugada permaneca en la frialdad del campo y el roco incesante de las hojas al rozarlas. Todo era un murmullo de alas mojadas y liblulas indiscretas, la maana en que don ngel vio a Lina y qued fascinado ante la magia de aquella aparicin que lo hizo evocar todo su tiempo largo y triste. Hasta ese da no la haba visto pasar, pero a partir de entonces, cmo mantenerse impasible ante su presencia, si lo primero que haba sentido era su olor a cedro.

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Lina

as imgenes desconocidas aparecan a travs del cristal de la ventanilla del tren. Lina Ruz Gonzlez, espigada como un junquillo, pegaba la nariz al vidrio transparente. Hasta entonces, la nia de siete aos, slo tena idea del monte y la casa de recios horcones de granadillo con el techo alto de tejas espaolas en Las Catalinas, lugar donde naci el 23 de septiembre de 1903: un barrio fundado en 1900 a orillas del ro Cuyaguateje, entre yagrumas y vegas de tabaco, aireado con olor a condimentos, aceites esenciales, mieles y caf, a unas leguas del Camino de Paso Real de Guane, en la provincia de Pinar del Ro, por donde Cuba mira al Golfo de Mxico. Pinar del Ro fue el nombre con resonancias de aguas sobre piedras y rboles de alto vuelo, que sustituy al de Nueva Filipinas, que era como se conoca toda aquella regin del occidente del pas, cuando se cre la primera tenencia del gobierno en el territorio, por el ao remoto de 1774. Hasta all se llegaba, desde La Habana, por el Camino de Vuelta Abajo que se adentraba por entre las vegas de tabaco, cuyo cultivo y cuidados, los inmigrantes canarios haban transfor43

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mado en arte y prodigio, hasta conseguir la hoja ms preciada para la torcedura de los puros Habanos. Las Catalinas perteneca al trmino municipal de Guane, la ciudad de mayor importancia al suroeste de la capital de provincia, crecida desde 1596 hasta 1896, cuando las fuerzas cubanas al mando del lugarteniente general Antonio Maceo, incendiaron el pueblo y slo quedaron, erguidos en el paisaje, algunos troncos humeantes y un campanario en silencio estremecido por la guerra. La nia nunca imagin una habitacin tan espaciosa, animada y azul como la estacin de ferrocarriles. Las casas de tabaco tenan esa apariencia, pero como las hojas ensartadas en los cujes deban estar a la sombra, terminaban siendo salones oscuros y deshabitados. Segn su madre, doa Dominga del Rosario Gonzlez Ramos, las iglesias tambin alcanzaban la altura y la claridad del cielo. Doa Dominga se cas entre lirios y olor a incienso en la iglesia de la parroquia de San Idelfonso de Guane, Inmaculada Concepcin del Sbalo, el 26 de febrero de 1900, despus que pasaron los temores sin que llegara el juicio final ni la destruccin del mundo como se anunciara tantas veces para cuando el siglo muriera. Don Francisco Ruz Vzquez contaba entonces treinta y dos aos y ella veintiocho. Ella era descendiente de Domingo Marcos Gonzlez Arenas, un espaol de San Andrs de los Tacones en Oviedo, Asturias; y de Isabel del Rosario Ramos y Ramos, una cubana de Guane, cuya familia llevaba tantos aos all que no exista quien pudiera afirmar entonces, de qu lugar de la pennsula haban llegado sus primeros antepasados. En el libro de blancos de la iglesia parroquial, las inscripciones de nacimiento se remontaban muy atrs y nadie haba sentido entonces suficiente curiosidad por el pasado, como para buscar con vehemencia en la complicada madeja de uniones y descendencias hasta los mismsimos comienzos del asentamiento en aquellas tierras del oeste isleo. Doa Dominga haba quedado hurfana de pequea; a ella y a su hermana Nieves, las educ y cuid con esmero una ta, quien llevaba siempre vestidos de hilo de colores claros.44

En su casa, de geranios en tiestos, sombras y helechos frondosos en el patio interior, aprendieron a descontar las horas en calma, mientras bordaban pauelos o tejan calcetines. La ta era la dulzura en persona y su posicin, sin retumbante abolengo, lo suficientemente holgada como para sostener a sus sobrinas. Doa Dominga agradeca siempre la vocacin maternal de la ta y no saba por qu vericuetos inmemoriales de la sensibilidad, al ver a alguna mujer mayor con blusas y vestidos de hilo, sus recuerdos retornaban a la ingenuidad y despreocupacin de su infancia. Cuando doa Dominga ya era una anciana y su cuerpo encorvado y delgaducho resista las incertidumbres y la ansiedad por la suerte de sus nietos que peleaban en la Sierra Maestra, buscaba, entre sus ms entraables reliquias, una estampa de daguerrotipo de la ta, a quien peda proteccin mientras rezaba y miraba al cielo. Don Francisco Ruz Vzquez, fue robusto desde su nacimiento en 1867, un ao antes de que estallara la contienda, en un ingenio del Oriente del pas, donde el hacendado Carlos Manuel de Cspedes declar la guerra a Espaa y concedi la libertad a sus esclavos, aquella partida de fieles que escucharon sus palabras sin comprenderlo del todo, sin saber qu hacer sin las rutinas de la finca La Demajagua, pero se echaron a la manigua con la excitacin y el arrebato de los libres. Francisco naci de la unin sacramentada entre Rafaela Vzquez Rivera y Francisco Hiplito Ruz Acosta. Su madre, segn las partidas de bautismo de los hijos, era originaria de Candelaria un nombre evocador de luminosidades, que remontaba a las personas ms all del ocano, a las Islas Canarias. Aos despus la declaracin jurada que se hizo al inscribir a una nieta que ella no conoci confirmara su ascendencia canaria. El dato fue registrado en la certificacin de bautismo de Agustina Isabel Ruz Gonzlez, Belita, en el libro 13 de bautismos, folio nmero 155, que se encuentra en los archivos de la parroquia de San Antonio de Sibanic. Rafaela era una mujer indmita y enrgica, que slo las penurias de la reconcentracin lograron abatir como un cazador a un ave en pleno, alto y casi inalcanzable vuelo.45

El capitn general de la Isla, Valeriano Weyler, para desarticular la red de abasto al ejrcito independentista, en hombres, armas, alimentos y provisiones emiti varios bandos; primero orden el cierre de todas las tiendas situadas a ms de quinientos metros de los poblados de las provincias de La Habana y Pinar del Ro, y como si ello no fuera suficiente calamidad excluy despus, de las raciones alimenticias, a mujeres e hijos de insurrectos, dispuso la requisa de todos los caballos que haba en los campos y el traslado del maz a las ciudades de La Habana, Matanzas y Pinar del Ro, y el 21 de octubre de aquel aciago 1896 dispuso, en un plazo de ocho das, la reconcentracin en los pueblos ocupados por las tropas, de todos los habitantes de los campos dentro o fuera de la lnea de fortificacin de las poblaciones. Los seres ms endebles no resistieron los rigores de los caminos, las calenturas y el hambre, al vivir en las villas, o en las calles de los poblados. Los viejos sintieron un peso abrumador en el alma y murieron de pura tristeza, los nios enfermaron, las mujeres decidieron no procrear despus de perder a sus hijos, y los hombres prefirieron sumarse a las filas insurrectas, antes que hundirse en la humillacin de ser enrolados en la leva del ejrcito espaol. Stephen Bonsal, corresponsal del peridico The New York Herald Tribune, contaba en sus crnicas de 1897 aquellas desgracias del infierno:En Pinar del Ro estas estaciones de hambre se concentran en su mayora a lo largo de 180 kilmetros del ferrocarril occidental, que va desde La Habana al pueblo de Pinar del Ro. Slo las estaciones de Guanajay, Mariel, Candelaria, San Cristbal y Artemisa albergan a 60.000 personas hambrientas y sin hogar, y el nmero de aqullos que han encontrado la muerte, segn los ms conservadores de esta colosal masacre autorizada, se estima que llegue a 10.000, desde principios de este ao.

Rafaela demostr toda su fuerza y firmeza de carcter, hasta que el nimo y la disposicin se le escabulleron y nunca ms logr recuperarse. Los hombres de la familia se haban dedicado siempre a la transportacin de mercancas en las carretas que transitaban los caminos de polvo y lodo, arrastradas por la cadencia paciente y esforzada de los bueyes.46

Cada uno de sus hijos tena su propia carreta y juntos, recorran el barro y la arena de los senderos entre matorrales y riesgos, en temporada de lluvia y de seca. En plena contienda de 1895, un oficial de la Corona decidi que ellos estaban obligados a llevar los suministros del ejrcito espaol de uno a otro lugar en la zona, y como Quintn, uno de los hijos de Rafaela, se resisti y logr escapar cortndole los tendones a los animales, el coronel detuvo a sus otros dos hermanos: Nieves y Francisco, a quienes la osada de Rafaela sac del encierro casi al instante. Aquel atardecer, el puesto espaol fue sacudido como por un temporal. La madre lleg con un estruendo de mil demonios que amilan al militar, invadido de pronto por los temores de la reclamacin que aquella mujer vociferaba a los cuatro vientos, si no pona en libertad en un suspiro a sus hijos. Ella pudo vencer la arbitrariedad en aquella escaramuza fugaz, pero poco despus no se sobrepuso a la tristeza y el desamparo aterradores que la poltica despiadada de Weyler sembr en el destino de su familia, la de los vecinos y la de toda la gente que, diezmada, erraba perdida en su propia tierra. El color cetrino fue invadiendo los rostros y secando las miradas de los inocentes que deambulaban con la esperanza de conjurar el abismo y el dolor. Al morir, Rafaela tal vez ya no recordaba nada, ni siquiera aquella resonancia de fulgores que el nombre de Candelaria, el lugar donde naci, despertaba al mencionarse. Francisco Hiplito Ruz Acosta, el esposo de Rafaela, se reconoca descendiente de unos gaditanos establecidos en San Juan y Martnez, otra pequea ciudad pinarea, en el Camino de Vuelta Abajo. La ascendencia de Francisco Hiplito, perteneca a la memoria familiar, lo aseveraban los padres de los hijos y los hijos de los hijos, en una historia de recuerdos de Cdiz, que aluda a la vocacin de comercio, al espritu marinero de la urbe y a los sudores que los cuerpos transpiraban durante los das ms clidos, en la ciudad andaluza asomada al Atlntico. Desde su casamiento con Francisco Ruz Vzquez, hijo menor del matrimonio de Francisco y Rafaela, doa Domin47

ga, cuya estirpe era menuda, firme y devota, apenas poda asistir a misa ni rezar sus oraciones ante el altar mayor, porque la finca quedaba lejos de la iglesia de Guane, de modo que debi conformarse con asistir los das en que iba a bautizar a sus hijos y con llenar la casa de estampas de papel para encenderles sus luces al Corazn de Jess y a otros santos. Apasionada en sus creencias, saba de memoria las oraciones y guardaba como una verdadera reliquia la Santa Biblia. Llevaba su religin con una pasin intimista y fervorosa que la hincaba de rodillas ante el pequeo altar, esquinado en un rincn de la casa, donde no faltaba nunca una orqudea. Doa Dominga empezaba el da con su Creo en Dios Padre todopoderoso / Creador del cielo y de la tierra / Y en Jesucristo su nico Hijo, nuestro Seor () Amn. Al persignarse, llevaba su crucifijo a los labios. Luego continuaba largo rato absorta frente a las imgenes, rodeada de los nios a quienes haca repetir sus palabras y respetar la solemnidad del momento con premoniciones de tragedia y castigo. A falta de un parque en el pueblo, el andn resultaba el paseo preferido de los pequeos, all vean la llegada de los trenes y adivinaban por los pitazos, la cercana de las locomotoras traqueteantes y ruidosas que irrumpan en la quietud de Guane desde 1898, cuando la Compaa de Ferrocarriles del Oeste extendi, de tramo en tramo y avanzando con lentitud por toda la provincia hasta esos confines, las lneas de hierro. Poco antes de subir al tren, Lina, sentada en uno de aquellos portentosos bancos de madera de caoba alistados uno tras otro en el saln, se alisaba el vestido de algodn y sonrea al recordar lo que su madre le susurrara al odo al comprarle la tela a los viajantes: es un pao de los dioses. Por su suavidad y transparencia fina, resultaba muy apropiado para vestirse en medio de los calores intensos de la Isla. En la casa, y a pesar de no ser como el algodn, sino ms calurosa, preferan tambin la muselina, que empleaban para las blusas por su apariencia delicada y los predominantes tonos pastel en las disponibilidades del comerciante. De las48

mil cosas que los vendedores extendan ante sus ojos al abrir sus maletas repletas de mercaderas, Lina se maravillaba con las puntas bordadas y los alfileres de cabecitas perladas. Sus hermanas, primas y amigas, sin embargo, ponan con avidez sus ojos en las cintas de seda, los pendientes, los perfumes, los potes nacarados con polvos de arroz y las sayuelas de satn. Las compras eran una fiesta inusual porque los comerciantes de los caminos pasaban por Las Catalinas de tiempo en tiempo, y en el pueblo no abundaban aquellos primores que causaban revuelo entre las nias de la pequea escuela rural, donde Lina aprendi a leer y escribir. Ella evocaba la Casa de Dios siempre silenciosa y en paz, como un campo santo. All las horas pasaban lentas y cualquier ceremonia demoraba una eternidad. En la estacin ferroviaria, en cambio, las horas transcurran apresuradas y palpitantes; la gente entraba y sala, reclamaba boletos en la ventanilla del expedidor, preguntaba los horarios y los rumbos de los trenes, despeda a sus familiares o lea peridicos, sin prestar atencin a los perros vagabundos o a los miserables en el portn de la entrada. En su mundo de la niez ms temprana, Lina slo se impresionaba ante el viejo tinajn de la abuela. El barro siempre hmedo mantena el agua fresca, y ella, mientras coma tamarindos, apoyaba la espalda a la frialdad de la tinaja. No haba nada como aquel recipiente de boca estrecha y barriga ancha, tan antiguo y cuidado. El da de sus asombros en la estacin ferroviaria, observaba el ambiente a su alrededor con expresin desconcertada. Su mirada inquieta permaneca suspendida en las horas de exaltacin ante el viaje y lo desconocido. Un grupo de mujeres lavaba las paredes enlodadas por la ltima crecida del Cuyaguateje, que cada cierto tiempo se desbordaba. Siempre el calentamiento plomizo del medioda terminaba por secar los muros que despus alguien embadurnara con brochazos de cal. Lina pensaba con tristeza que quizs nunca ms volvera a Las Catalinas de su niez. El polvo que la carreta de su padre alzaba, flotaba y giraba en sus recuerdos, disipaba los vestigios de techos y empalizadas en el horizonte.49

Unos aos antes, Las Catalinas tena el nimo y la prestancia floreciente de las localidades que lograban, a pesar de las adversidades, prosperar. Surgi tras los aos duros de la guerra, en el 1900, junto al embarcadero del ro Cuyaguateje, por donde arribaban los barcos cargados de mercancas que transportaran despus los convoyes hacia el interior de la provincia o hasta la Baha de Guadiana, para luego cargar sus espacios vacos con tabaco, en un esplndido trasiego de economas y futuro. Las casas se agruparon en torno al promisorio destino y a las ansiedades de progreso. Sin embargo, la buena fortuna no le acompa un largo perodo, porque en 1910 los vientos huracanados del cicln de los cinco das con sus cinco noches, inundaron todos los terrenos, sumergieron en la nada setecientas almas, y arrastraron las reses de los rebaos, los arados y las carretas, entre el 13 y el 17 de octubre, el mes de las ventiscas y las lluvias torrenciales, temido por los habitantes de toda la Isla. Los aires violentos del cicln se llevaron la esperanza de la prosperidad. El ro dej de ser navegable, y los barcos no pudieron adentrarse nunca ms hasta all. Las carretas perdieron su rumbo hasta la Baha de Guadiana, el puerto ms al oeste, en la costa norte, adonde se encaminaban los mercadeos, y no qued otro remedio que hundirse en la miseria o partir. Antes de la decisin definitiva, vivieron y probaron suerte por un breve perodo en El Cayuco, un lugar mucho ms remoto que Las Catalinas, en una zona de explotacin forestal, pero tampoco all las cosas prosperaron y no qued otra salida que esperanzarse con las ofertas de los contratistas recin llegados de Camagey y Oriente. El recuerdo de El Cayuco, aquel lugar recndito entre florestas, era tan vago que llegaba a ser casi inexistente en la memoria de Lina. Era la primera vez que emprendan la marcha con la intencin de no volver. Por eso iban todos, hasta Alejandro, que recin nacido no dejaba de llorar en medio de tanto ajetreo. No hubo tiempo siquiera para inscribirlo en la parroquia, lo que Francisco y Dominga haran despus. De los nios, slo Alejandro acompaaba a Lina en el50

desvelo. Ella comparta el asiento con su padre, quien llevaba ropa dominguera y al adormecerse, el sombrero, que sostena entre las manos, rodaba al suelo una y otra vez. Lina se lo recoga sin que l lo percibiera. Panchita, la hermana mayor, descansaba plcidamente, quizs como nunca antes lo haba hecho. En la casa, todos desistan de acompaarla en sus insomnios reiterados con la luz de la chismosa encendida hasta muy tarde, tanto, que a veces amaneca asomada a la ventana o deambulando como un fantasma por el patio y ahora, sin embargo, dorma en medio del traqueteo y el calor infernal. Ms tarde, en la parada del almuerzo, Panchita despert y grab en su memoria aquella escala en Santa Clara para despus seguir sin paradas hasta Tana, en el Camagey, donde cifraban las esperanzas de una vida ms holgada y cmoda, segn las promesas de empleo y casa. Panchito, Antonia y Enrique ocupaban el asiento de enfrente, recostados uno sobre otro y baados en sudor por el recalentamiento del sol sobre el techo metlico del tren. Doa Dominga consolaba a Alejandro, agotada de luchar contra la pereza de las horas y la incertidumbre. Lina permaneci en su puesto atenta a todos los detalles: la casilla de la correspondencia cerraba la fila de vagones, un hombre no pag su pasaje y lo iban a bajar sin falta en la prxima casa habitada, en medio del camino poco le faltaba para llorar al pobre! En el fondo del vagn, viajaba una muchacha de ojos azules y piel muy blanca, con un sombrero de pana y ropa tan calurosa que le enrojeca el semblante. Con bastante dificultad y evidente acento extranjero, pronunci algunas palabras en espaol al entregar el ticket. El conductor, cheque su boletn y coment con otro pasajero: Se trata de una joven noruega desea reunirse con su familia en Oriente, donde los padres se han establecido para plantar naranjales. Quienquiera que sea, que Dios la acompae dijo su interlocutor, y sonrieron.51

Al otro lado del pasillo, una mujer escuchaba con expresin incrdula a un joven sentado a su lado por casualidades del destino. El campesino gesticulaba excesivamente y hablaba de ros fugados hacia atrs, troncos torcidos, animales muertos y gente desaparecida en el viento de las lluvias por todo Pinar del Ro. La culpa era del cometa Halley, una luz fulminante en el cielo que haba trado juntas todas las desgracias. La mujer no haba hecho hasta el momento ningn comentario. Vesta con la sobriedad de una institutriz y su carcter pareca ser demasiado fro e inflexible. De pronto se volvi hacia el joven y le dijo: Quin va a creerle a usted esos cuentos de camino? Lina no pudo aguantarse y recordando el cicln expres: Si ser verdad, que yo vi las lechuzas cerca de la casa la noche antes, y o que aullaban los perros! Doa Dominga la interrumpi, visiblemente molesta: Mire que usted es atrevida. Cllese la boca. Los muchachos hablan cuando las gallinas mean. La nia baj la cabeza y por su mente pas al instante el temporal de los cinco das, cuando muchos comenzaron a tener miedo: afuera el viento silbaba aterrador, los pjaros moran sin levantar el vuelo, las cobijas de guano se perdan en el infinito de las nubes, caan con estrpito las paredes de las casas, la humedad invada los cuerpos y calaba los huesos de la gente, las vegas de tabaco parecan ciudades sumergidas, los cadveres flotaban como promontorios y el dolor iba invadiendo familias y parajes. La nia guard silencio y prest atencin al paisaje ms all del cristal polvoriento de la ventanilla. Primero intent limpiarlo con un pauelo y despus con su propia respiracin hasta que se dio cuenta que estaba empaado por fuera y no lo poda remediar. Se conform con la visin nublada del tiempo y de las cosas. El tren se detena en las estaciones de pueblos olvidados, deca adis a los bohos distantes y solitarios, a un lado y otro de la va de rales de hierro y troncos de cana, pasaba por el lado de52

una cuadrilla de obreros cansados, cruzaba puentes y al medioda lleg a la ciudad de Santa Clara, la ciudad que Panchita nunca olvidara. All almorzaron para despus seguir hacia Tana, en Camagey. El camino de Santa Clara a Camagey y de all hasta Santiago de Cuba, lo controlaba otra empresa. La Compaa de los Ferrocarriles Consolidados haba concluido la lnea central, entre 1900 y 1902. William Van Horne, audaz hombre de negocios y constructor del Canadian Pacific Ferrocarril Interocenico de Canad, promotor de la iniciativa para sacar de su incomunicacin vastas porciones de los territorios de Camagey y Oriente, previ la fundacin de nuevos centrales azucareros. Van Horne realiz sus proyectos en slo dieciocho meses, apoyado por el gobierno de ocupacin militar norteamericano, interesado en apoderarse de Cuba. En Tana descendieron del tren porque haba empleo en la zafra azucarera. El contratista que los esperaba, les indic el sendero hasta la pequea casa donde iban a vivir. Los proveedores de fuerza de trabajo vean en Camagey y Oriente la tierra de la promisin, y restaban posibilidades a Occidente, mucho ms despus de la ruina casi generalizada de los cosecheros de tabaco, tras el cicln de 1910 en Pinar del Ro. A pesar de sus esfuerzos descomunales, durante los aos de 1912 y 1913, de nada le vali a don Pancho afanarse por su familia, los recursos seguan escasos y no vea la hora bendita de la prosperidad. La entrada de braceros haitianos y jamaicanos complicaba la situacin, porque ellos aceptaban bajos salarios y los cubanos terminaban desplazados si no se resignaban a los pagos de miseria. Con la epidemia de paludismo en Tana decidi trasladarse de una vez para Ignacio, donde quizs podra mejorar. Pero tampoco all cambi su suerte y se march con toda la familia a Hatuey, otro pueblo de casas alineadas bajo la simetra de los tejados y las propuestas de los contratistas. La alegra por los nacimientos de Mara Julia y Mara Isabel, al igual que el de Alejandro que haba nacido en El Cayuco, compensaron la pena de andar sin rumbo ni esperanzas. A las nias las inscribieron en la parroquia de Sibanic con la53

meloda usual de los nombres compuestos. Los calgrafos apuntaron los datos en los libros de bautismos de blancos con la letra cursiva desparramada, con la formalidad y la rutina acostumbradas. All, en el pequeo poblado de Hatuey, las nias mayores de la familia seran ejemplo por su buena educacin y sus hbitos correctos. Todo ese tiempo don Pancho tir caa con yuntas de bueyes. A veces se fatigaba tanto que el cielo se le cerraba en los ojos, los odos le zumbaban y el estmago quedaba suspendido en el vaco de las angustias y nuseas sin conseguir alivio a sus desdichas econmicas. Mientras, doa Dominga y las nias mayores dejaban impecables las sbanas, los pantalones de montar, las camisas de trabajo y los trajes ajenos. La madre terminaba la faena con las piernas hinchadas y los huesos adoloridos de estarse horas y horas frente al anafe para calentar todas sus planchas; limpiarlas y luego pasarles un pao con sebo de modo que no se pegaran a las ropas y quedaran brillantes las telas almidonadas. Lina no saba el porqu, pero un da cargaron todos sus brtulos y se fueron a las nuevas plantaciones de caa de azcar, donde su padre y su to Perfecto Ruz Vzquez, comenzaron a trabajar con don ngel Castro Argiz, un espaol propietario de una fonda y algunas fincas por la zona de Birn, en Oriente. Lina mir por entre las rendijas de las tablas de palma con la exaltacin propia de quien ve venir los peligros y se dispone a enfrentarlos con temeridad pasmosa. En la familia la crean capaz de cualquier cosa porque con sus catorce aos no se le descubra el miedo. Su cuerpo flexible y su mirada de nia no denotaban su entereza de carcter, su vocacin de audacias. Esta muchacha, car, si parece que tiene la fuerza de un rabo de nube deca el padre mientras fumaba tabaco, un domingo de 1917 por la maana, cuando acababan de pasar por all los alzados de La Chambelona con amenazas de arrasarlo todo. La gente llamaba as al movimiento levantisco, por recordarles cierta conga de igual nombre, cantada por los liberales en sus mtines polticos. En las elecciones de La Habana, ante las grandes sumas de dinero gastadas54

por el candidato conservador, era usual el siguiente coro: Aspiazo me dio botella y yo vot por Varona, a, a, a, La Chambelona. Ella haba permanecido serena, imperturbable, y sorprendi a todos con su temeridad. Llevaban algn tiempo viviendo en las tierras de don ngel Castro cuando aquello ocurri. Primero, se alojaron en los bajos de la casa grande cuando an se levantaban paredes y afincaban pilotes, luego, un poco ms lejos. El propietario les propuso regresar a Guaro Tres por un breve perodo, porque las cosas se haban complicado y era preferible evitar males. Lo mismo pasaba un bando que otro con los nimos violentos, encendidos. En el pueblo, la gente comentaba que don ngel era un hombre valiente, con ascendencia en ambos partidos, lo cual le permiti evitar el enfrentamiento inminente en las cercanas del cementerio de Guaro. Nadie saba si era cierto, pero tambin le atribuan una frase lapidaria: No poda dejar que esos hombres se mataran. l, en voz baja y con una sonrisa de irona, confesaba a sus allegados que tena salvoconductos de ambas partes, cartas de presentacin de uno y otro lado, que le permitan trasladarse sin preocupaciones. Quienes lo escuchaban lo advertan y le aconsejaban cuidado, sorprendidos de su atrevimiento. Por las conversaciones de los mayores de la casa, Lina admiraba a don ngel. Lo respetaba con una devocin casi religiosa. Cuando lo contemplaba de lejos, senta una sensacin extraa, inquietante y alegre a la vez. Ella era una joven de diecinueve aos y l era un hombre maduro con mpetus juveniles, a quien los paisanos ponderaban por su rectitud de eucalipto y su callada bondad. Las jvenes del lugar lo reconocan atractivo con su estampa imponente, montado en el caballo, vestido de traje y con sombrero de fieltro. La aureola de hacendado generoso propiciaba las cercanas. Todos iban a verlo porque escuchaba siempre y no era difcil hablarle donde fuera, a mitad del camino, en la oficina o en el portal de la casa. La espesura de55

las cejas negras ungan de fuerza la mirada clara. Ellas murmuraban sobre su soledad y le sonrean al saludar. Lina no. No poda explicarlo. Era un sentimiento nuevo, la aturda sin saber qu hacer en su presencia. Verlo le dejaba un alborozo galopante en el pecho, que se le sala por los poros y le costaba disimular. A ratos haca entregas en la casona pero siempre intentaba no dejarse ver desde las habitaciones y los corredores para no encontrarse con l. Don ngel Castro Argiz no haba reparado en ella. La conoca cmo no?, desde que era casi una nia, pero no haba percibido el cambio hasta el amanecer aquel, cuando aspir de cerca su aroma a madera y repar en la turgencia leve de los senos y en el contorno delicado de las caderas que la blusa y la falda anchas ocultaban. Si don ngel representaba la autoridad severa y la humanidad personificadas, Lina era el vendaval, el genio y la energa. l, en silencio, escuchaba a don Pancho hablar de la muchacha con orgullo, como ejemplo evidente de una estirpe ancestral. La joven montaba con destreza, dominaba los caballos de mejores condiciones. La gente la buscaba para curarse las heridas o los malestares y ella siempre ayudaba dispuesta sin que le temblaran las manos. Era una joven decidida que slo conoca la timidez y la zozobra en asuntos de amor. Para llevarse a la muchacha, despleg todas sus ternuras, insisti sin desesperar, recurri a los misterios de la fascinacin, ide sorpresas, enfrent los prejuicios y rumores, demostr su filantropa, la acarici con una suavidad inimaginable en aquellas manos speras y la condujo por entre el gorjeo susurrante de los tomeguines y los zorzales que tejan el nido en los vericuetos y entrepaos de la escalera hacia el altillo, donde se amaron por primera vez una noche de luna creciente, en el silencio de la casa de madera de pino.

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Escenario

urante mucho tiempo don ngel se dedic, como contratista de la United Fruit Company, a sacar de las montaas todos los colmenares con abejas de Espaa en cajas de palos huecos; pero desde que las fincas, Manacas, La Espaola, Mara, Las Palmas y Rizo le pertenecan, tena el firme propsito de fomentarlos en su propiedad, porque siempre haran falta en aquel sitio aislado del mundo, la cera para las velas y la miel para endulzar el caf o mezclar con el ron o el aguardiente, un preparado que los cubanos veteranos de la guerra de independencia, vecinos de por all, reconocan como el mejor remedio para los constipados y las fiebres, en temporada de lluvias. Manacas era su posesin ms antigua. La adquiri por refundicin de dos lotes de terreno, que los hubo por compra hecha a Don Alfredo Garca Cedeo, segn escritura otorgada ante el notario de Holgun doctor Pedro Talavera Cspedes, el 22 de noviembre de 1915. All levant su ilusin y las edificaciones con el mismo estilo balloon frame que tenan los poblados cercanos: el almacn de vveres y ropas, la fonda para los trabajadores, el barracn para los cortadores de caa57

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y la casa principal, justo al borde del Camino Real a Cuba, poco tiempo atrs, la nica va de comunicacin hacia el sur. Las carretas cubran el viaje por etapas, desde Mayar, con una parada para hacer noche en el barrio de Birn, pasando por Palmarito y San Luis hasta llegar a Santiago, la escarpada ciudad, fundada por el conquistador Diego Velzquez en 1515, junto a la desembocadura del ro Parada, en una baha de bolsa, en la costa sur del pas. Don ngel Castro compr las dos caballeras de La Espaola a don Genaro Gmez y Vilar en 1917 y, en octubre de 1918, la finca Mara, con otras treinta caballeras de tierra, a don Aurelio Hevia Alcalde y a Demetrio Castillo Duany, veteranos de la guerra indepe