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Teresa Moreno

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© Textos Teresa Moreno Castillo© Imagen cubierta Rafael Pérez Estrada y derechohabientes.Cedida por Fundación Rafael Pérez Estrada

Autora: Teresa MorenoTítulo: El silencio del delantalDirige la colección: Manuel Francisco ReinaPromueven: Ayuntamiento de Málaga yEmpresa Malagueña de Transportes (EMT)Diseño y maquetación: Nuria Ogalla CamachoEdita: Promotora Cultural MalagueñaCoordina: Ediciones del GenalColabora: Librerías Proteo y PrometeoDepósito legal: MA-212-2018ISBN: 978-84-17186-41-8N.º 2Málaga 2018

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento infor-mático, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de Ediciones del Genal.

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El silencio del delantal

Desde su ventana, escuchaba el tintineo del tene-dor sobre el plato al batir los huevos. El sonido era más agudo o más sordo según la cantidad de huevos que se enrollaban alrededor del tenedor, hasta que adquirían ritmo propio. Al poco subía por el patio aroma de tortilla de patata cuajándose a fuego lento.

Desconocía el rostro de quien cada noche hacía sonar el tenedor sobre el plato y le distraía de su ruti-na. Pero no tardó en crearse el personaje. El profesor de música se imaginó que era una madre de familia, ni fea ni guapa, ni gorda ni flaca, ni fu ni fa.

Escuchaba varios ritmos distintos y cada uno te-nía su lenguaje. Según percibía la velocidad y el ritmo del tenedor sobre el plato, adivinaba e imaginaba el estado de ánimo de ella al final del día.

Unas veces el tenedor se movía a ritmo lento y acompasado y parecía que el día había sido tranquilo, otras veces era arrítmico y la jornada, pensaba, habrá sido más preocupante, quién sabe los pensamientos que le acompañan al caer la tarde.

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Cuanto más acompasado era el ritmo, más lo atri-buía a un día mas. De vez en cuando, un silencio, como de nota musical, y la imaginaba deslizando sus manos húmedas a lo largo del delantal. El sonar del aceite en la sartén era de tortilla en su punto y podía casi saborear el gusto de cena casera y rutinaria.

¿Qué pensará mientras agita el tenedor, unas ve-ces sin ganas, otras con brío? Un día que batía como deprimida, se quedo preocupado toda la noche.

La musicalidad que él otorgaba a su batir, casi podría ponerlo en partitura, casi ponerle notas. Esas tortillas, ella, las hacía bailables.

Él se asomaba desde su ventana al patio, respiran-do toda la vida que estaba encerrada allí; el, ella y la tortilla como testigo.

Se sorprendió emborronando unos pentagramas, en un intento de buscar las notas de los sonidos del tenedor sobre el plato, en esa noche desapacible.

Un, dos, tres… no. Hoy el ritmo es cuaternario, un, dos, tres, cuatro…

Esa noche se le antojó bolero. Estaba batiendo a ritmo de bolero, el bolero de su vida, pensó, según alguna canción del pasado.

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Tachó notas y emborronó pentagramas, hoy es bolero, se nota, se masca, se baila. El silencio…la nota de limpiar las manos en el delantal. Los delanta-les son silenciosos, se ven pero no se oyen, se desli-zan pero no se palpan.

El sonido era espeso, de media docena, esto le obligaba a una escala grave. Se levantó por impulso y comenzó a balbucear notas en el piano. Las notas iban y venían al son del tenedor. ¿O el tenedor al son de sus notas?

Se vio perturbado al perder el sentido de si la nota precedía al tenedor o éste se había acoplado y le se-guía. Se habían sincronizado y le embargó un pudor y un sudor frío.

¿Habría ella reconocido su intento de seguir el rit-mo en el piano? Bajó rápidamente la tapa como quien oculta un juguete erótico.

El bolero había traicionado su intimidad y no sa-bía qué hacer con esa perturbación repentina frente al teclado. “Cuando solo bailo, ella no lo nota —pen-só como alternativa”. Un olor a tortilla en su punto le embriagó mientras pensaba que mañana tal vez sería un ritmo terciario y le sería más fácil llegar a las notas exactas.

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El silencio del delantal era lo único que él quería oír ahora, no podía más por esa noche. Hoy tiene ce-bolla, reconoció mientras se alejaba por el pasillo, con la esperanza del mañana que está por llegar...

A la mañana, salió a la calle como si le estuvieran esperando. Bajó por la calzada con pasos cortos y afectados, sin prisa. Llegó a Pontejos, recorrió los escaparates con deleite, como si fueran unos alma-cenes recién inaugurados. Nada se le antojó extraño: colores, botones, lanas, agujas, cañamazos y basti-dores. Le resultaba familiar, era el vocabulario que siempre tuvo: ojales, pespuntes, hilvanes, sobrehi-lados, y dobladillos. Se le habían resistido más los nombres de las telas, sus cualidades y prestancias, era un mundo más selecto, se nombraban de una mane-ra más pomposa y sofisticada y sólo las usaban las más elegantes, en esa lucha por la vida entre pianos y maquinas de coser.

Entraba y salía de las tiendas con decisión, por este barrio que tenía olvidado o el barrio se olvido de él, no sabía quién era el responsable. Ahora se sor-prendía de los muestrarios de botones, tan ricos en

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fantasías ya ñoñas y los borlones que no recordaba si eran de cortinas o de casullas.

Se paró en un escaparate de manteles y tiras bor-dadas y al poco entró con indiferencia y pidió el de-lantal del escaparate. Se lo probó deslizando sus ma-nos por la tela buscando el sonido del silencio que tenía en sus partituras. Se humedeció las manos con su aliento y se le antojó seda o terciopelo, ante ese trozo de popelín.

Salió con la compra bajo el brazo, oyendo mur-murar a sus espaldas; piensa que tiene música.

La compra merecía una vuelta por lo bares. Se sentó en una terraza al sol. Le sirvieron una caña y un pincho de tortilla. Le pareció un sacrilegio tomar una tortilla vulgar y seca, teniendo la de sus fantasías. La dejó.

Las tiendas comenzaron a echar el cierre y las per-sianas metálicas caían hasta el suelo con el ritmo des-igual, según era el comienzo o el final del recorrido. Pensaba en sus partituras, en la mesa de la cocina y sus pentagramas emborronados.

Subía la cuesta, camino de su casa. Luego las esca-leras de dos en dos. Colocó el papel pautado encima

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de la mesa de la cocina y espero a que llegara el mo-mento. El paquete del delantal lo dejó en el vestíbulo a punto para dárselo cuando sintiera a su musa bajar las escaleras.

Nunca la había visto, no sabía quién era y, sin embargo, sabía que ella estaría esperando sus notas en el momento de los preparativos de la cena. Se la imaginaba redondeada, con el pelo canoso, el delan-tal tapando piernas con signos de cansancio y manos sonrosadas y ágiles que resuelven los descosidos an-tes de que sean rotos. Manos de cálida humedad de maternidad trasnochada.

Se aproximaba la hora y él iba y venía entre la par-titura y el piano. Hoy era el día, haría sonar el teclado sin ningún pudor, hoy haría toda la liturgia. Entrea-brió la ventana y se sentó a esperar. Y comenzó la tortilla. Sintió un placer erótico desconocido para él. Era su momento de intimidad con ella.

Comenzó el batir de todos los días. Escribió va-rias notas y se pasó al teclado. Hoy suena anodino, no sé cómo ha sido su día, era un batir de rutina, pero al rato le pareció expectante.

Fue al teclado y empezó a tocar y el tenedor a seguirle, y él a tocar, y el tenedor a seguirle, estaban

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acompasados. Ahora yo, ahora tú, nuestro baile, era la danza sensual que le hacia único en su akelarre.

El pudor se transformó en un sudor frío que le resbalaba por las manos; era ella, le acompañaba en su fantasía. Silencio, un olor a tortilla le volvió a la realidad, en su punto, otra vez en su punto.

Cada noche se repetía el ritual que había incorpo-rado a su rutina como si hubiera tenido siempre su sitio y su lugar.

Su vida estaba programada para no faltar a su cita, que nadie pudiera sacarle de su momento de intimi-dad sublime.

El día era una carrera de obstáculos sin más senti-do que la espera del paso de las horas.

Era su vida o la de ella, nunca lo sabría, era su manera de adaptarse a la existencia. El acoplamiento entre las dos melodías, tortilla y piano, estaban tocan-do la perfección.

Su cita era excitante y se perdía en sus notas sin saber si el baile era real o un sueño. Comprobaba cada noche la veracidad del ritmo, parando y volviendo, y ella paraba y volvía a batir. Si, era real, y luego las du-das, silencio. Vivía su ilusión con la responsabilidad

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de quien ya no puede defraudar ni quiere abandonar su rato de comunión intima y perversa así como úni-ca en sonido y melodía. Era su mundo a su medida, sin nostalgias ni olvidos.

Tanta perfección no era casual, era ella que le co-rrespondía en su destino.

Una mañana de invierno unas fiebres le impidie-ron abrir la ventana y acompañar a su amor en su rito. A la mañana siguiente tenía en el rellano de su puerta una tortilla muy cuidadosamente colocada en un pla-to tapado con papel de plata y una nota apuntada en algún recorte de alguna felicitación vieja que ponía: “No me abandones”.

Se secó las lágrimas que creía ya olvidadas, y ad-mitió que tenía un compromiso en su vida. Dejó la tortilla en la alacena, incapaz de probarla.

A partir de ese día cumplía con su cita, excep-to cuando sus ansias de otra tortilla y otra nota le traicionaban. Las notas eran cada cual más hermosa: “Me sentí muy sola”, “Esto es para ti”.

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La amó como sólo se puede amar en tus sueños. Ignoró la realidad desde el vértigo que le producía salir de su encantamiento.

***

Su vida le pareció cada día mas llena de sentido, sin nostalgias ni fracasos,

Todo parecía en su sitio, todo tenía su propia ar-monía.

Hasta que un día... esperó y esperó.

Esta es la historia que me contaron por el barrio cuando vi pasar a un viejo profesor de música, soli-tario y pensativo.

Se dice que lleva corbata negra por una anciana vecina.

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El paraguas

El viento azotaba la lluvia sin ton ni son, mien-tras iniciaba la desigual refriega con el paraguas. Se retorcía sobre sí mismo de cóncavo a convexo, según el viento, con la facilidad de una gaviota. La circuns-tancia le parecía grotesca y la situación pintoresca, evitando alguna mirada indiscreta de cualquier tran-seúnte.

La batalla no tenía fin, sus movimientos contra-rrestaban tanto el sentido del paraguas, como el del viento. No conseguía dominar el artilugio, fugaz y ca-prichoso, mientras se calaba hasta el alma.

El paraguas ganaba la batalla a la par que sus ma-nos hinchadas y húmedas perdían sensibilidad. No estaba dispuesto a que el paraguas terminara solo en el correr del agua hacia las alcantarillas.

Comienza el baile de las varillas cada una a su rit-mo dispuestas a agredir al menor movimiento.

La batalla continuó desigual; Las vueltas del para-guas seguían a las de él, y las de él seguían al paraguas. Tras una ráfaga el paraguas siguió su propio rumbo y le abandono al desatino. La soledad de la calle no

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aplacaba su inquietud ante tanto esfuerzo baldío. El día que se presentaba rutinario termina odiando lo sucedido. No sabía si reír o llorar bajo el cielo plomi-zo cuando se vio en un cristal que parecía ser de un escaparate. Comenzó a andar olvidándose de cual era su destino, en el primer autobús se subió pidiendo perdón con la mirada. No volvería a desafiar al vien-to, no volvería a desafiar nada, solo lo inevitable sería contemplado sin el menor esfuerzo. Tenía húmedo hasta los pensamientos.

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La servilleta

Buscó entre los papeles de su mesa, alterando el desorden con ansia.

Los recientes, los más atrasados, los que estaban para tirar. Abrió y cerró los cajones, buscando y re-volviendo con movimientos nerviosos. Y allí no es-taba.

Tenía que estar en alguna parte, la servilleta en la que anotó ese móvil. Lo apuntó sin sentido ni interés y ahora lo necesitaba.

Recordaba vagamente el momento en que de una manera distraída anotó el teléfono en la mesa del bar, atendiendo poco el dictado de los números y oyendo sin escuchar las razones porque se lo daban.

Abrió el libro que tenía entre manos y alguno más. Se acercó a la papelera para encontrar el fin de la

pesadilla, alborota los papeles rotos, los clínex y el envoltorio del chicle sin más esperanza de que el azar o la suerte estuvieran de su parte.

Echándose las manos a la cabeza se acarició la cara con desesperación. Ese número encerraba la po-

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sibilidad de dar con la dirección a la que tenía que acudir esa tarde. Solo él le llevaría al lugar donde si quería ir.

Donde sí quería estar, puta servilleta.Maldijo y se culpó de la costumbre de no escuchar

cuando nada le interesaba. Se levantó de golpe y fue a la cocina, abrió la parte baja del fregadero y buscó en la basura. Con asco metió la mano y aparto las sobras de la comida y las latas vacías y los papeles que se acumulaban en el buzón. Tenía que estar allí. Esa seguridad se convirtió en un incesante volcar y recoger lo más odiado de una cocina.

Sentándose sin aliento, se sirvió una cerveza con la impotencia que le resultaba conocida.

Sin esperanza salió al ascensor y dio al botón del sótano, abrió el cuarto de basuras como quien acude a las cloacas y vio si estaba la bolsa de ayer. Todo había sido puntualmente recogido y solo había un montón de periódicos que ya recordaban lo pasado.

Vencido se rindió. Esa tarde perdería, tal vez, una oportunidad.

Para olvidar leyó la cartelera sin atención. Eligió una película mecánicamente y se fue al cine.

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Siguió la película mirando sin ver y oyendo sin escuchar.

Se revolvió en el asiento buscando postura sin en-contrarla.

Puta tarde, maldita película, mala suerte. Metió perezosamente la mano en el bolsillo y

sintió un papel arrugado, pequeño y suave, aún con humedad de cerco de vaso de cerveza que le salía al encuentro con dos horas de retraso. Y ahora qué. Puta servilleta.

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Este librito se terminó de imprimir en la ciudad de Málaga, en el primaveral mes de marzo que vio nacer en 1899 al

escritor Emilio Prados. Al cuidado de esta edición las Librerías Proteo y Prometeo

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Teresa Moreno CastilloHija de los Profesores y críticos de la Generación

del 27, el catedrático Enrique Moreno Báez y Rosa Castillo Cofiño, que compartieron amistad, vida y vi-cisitudes con Federico García Lorca, Rafael Alberti o Luis Cernuda, entre otros, Teresa Moreno Castillo es Licenciada en Ciencias Políticas y Gestora Cultural del Ayuntamiento de Madrid. Ha sido directora del Centro Cultural de la Villa y Coach de Ontología del Lengua-je. Actualmente, compagina la escritura con la gestión cultural en el Ayuntamiento de Madrid, y es la Presi-denta de la Fundación Olivar de Castillejo, vinculada a la Residencia de Estudiantes. El Silencio del Delantal es su primer libro de relatos.

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