Tema 1. Población y recursos

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1 Tema 1. Población y recursos Esquema: 1.1 La tardía aparición de Malthus 1.2 La peste, la guerra y el hambre 1.3 La natalidad y el modelo demográfico europeo Bibliografía 1.1 La tardía aparición de Malthus El reverendo Thomas Robert Malthus disfrutó de una posición acomodada. No fue tan rico como su gran amigo David Ricardo , pero vivía bien. A los dos les legaron sus fortunas. Malthus vivió de su herencia y de las rentas ganadas en dos instituciones que estaban a mitad de camino entre lo público y lo privado: la Iglesia Anglicana, y la Universidad de la Compañía de las Indias Orientales en Haileybury. Ricardo tuvo como primera meta en la vida ganar más dinero que su padre; y lo que consiguió. Fue lo que hoy llamaríamos un broker; un extraordinario broker. Ricardo y Malthus fueron los “padres intelectuales” de otro gran economista al que no conocieron Karl Marx , que no era rico, pero que trató de vivir como si lo fuera. La contribución de estos tres sabios a la Ciencia Económica ha sido enorme, pero desde facetas distintas. Ricardo sintetizó y desarrolló el pensamiento de Adam Smith , con quien echó a andar la Escuela Clásica. Marx creó el marxismo, que se podría definir como la rama “heterodoxa” de esa escuela. Malthus, que era muy conservador pero también un tanto heterodoxo, se hizo famoso por sus escritos sobre población; sus propios alumnos le llamaban “Pop” (de population) Malthus. Y en cierto modo fue el que tuvo más éxito. Malthus quedó al margen de las discusiones entre marxistas y clásicos, y se convirtió en un referente para los dos grupos. Hoy en día el adjetivo “maltusiano” ha sido aceptado por la Real Academia de la Lengua Española. Lo mismo ha sucedido con “marxista”, pero no con “ricardiano” o “smithiano”. De forma resumida Malthus pensaba que, a largo plazo, necesariamente tendría que producirse un desequilibrio entre la población y los recursos necesarios para mantenerla. La clave del problema era la existencia de un factor de producción fijo, la tierra, que originaba rendimientos decrecientes en la producción agrícola. Esa idea de los rendimientos decrecientes (la llamada “Ley de los rendimientos decrecientes”; los economistas le han puesto la palabra “ley” a casi a cualquier cosa) resulta bastante sensata. Y es aplicable no sólo a la agricultura, sino a cualquier actividad en la que haya un factor fijo. De no ser cierta, todo el trigo del planeta podría obtenerse en una maceta; bastaría con ir incorporando suficientes factores productivos (abono, horas de

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Tema 1. Población y recursos

Esquema: 1.1 La tardía aparición de Malthus 1.2 La peste, la guerra y el hambre 1.3 La natalidad y el modelo demográfico europeo Bibliografía

1.1 La tardía aparición de Malthus El reverendo Thomas Robert Malthus disfrutó de una posición acomodada. No fue tan rico como su gran amigo David Ricardo, pero vivía bien. A los dos les legaron sus fortunas. Malthus vivió de su herencia y de las rentas ganadas en dos instituciones que estaban a mitad de camino entre lo público y lo privado: la Iglesia Anglicana, y la Universidad de la Compañía de las Indias Orientales en Haileybury. Ricardo tuvo como primera meta en la vida ganar más dinero que su padre; y lo que consiguió. Fue lo que hoy llamaríamos un broker; un extraordinario broker. Ricardo y Malthus fueron los “padres intelectuales” de otro gran economista al que no conocieron Karl Marx, que no era rico, pero que trató de vivir como si lo fuera. La contribución de estos tres sabios a la Ciencia Económica ha sido enorme, pero desde facetas distintas. Ricardo sintetizó y desarrolló el pensamiento de Adam Smith, con quien echó a andar la Escuela Clásica. Marx creó el marxismo, que se podría definir como la rama “heterodoxa” de esa escuela. Malthus, que era muy conservador pero también un tanto heterodoxo, se hizo famoso por sus escritos sobre población; sus propios alumnos le llamaban “Pop” (de population) Malthus. Y en cierto modo fue el que tuvo más éxito. Malthus quedó al margen de las discusiones entre marxistas y clásicos, y se convirtió en un referente para los dos grupos. Hoy en día el adjetivo “maltusiano” ha sido aceptado por la Real Academia de la Lengua Española. Lo mismo ha sucedido con “marxista”, pero no con “ricardiano” o “smithiano”. De forma resumida Malthus pensaba que, a largo plazo, necesariamente tendría que producirse un desequilibrio entre la población y los recursos necesarios para mantenerla. La clave del problema era la existencia de un factor de producción fijo, la tierra, que originaba rendimientos decrecientes en la producción agrícola. Esa idea de los rendimientos decrecientes (la llamada “Ley de los rendimientos decrecientes”; los economistas le han puesto la palabra “ley” a casi a cualquier cosa) resulta bastante sensata. Y es aplicable no sólo a la agricultura, sino a cualquier actividad en la que haya un factor fijo. De no ser cierta, todo el trigo del planeta podría obtenerse en una maceta; bastaría con ir incorporando suficientes factores productivos (abono, horas de

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trabajo…). Evidentemente esto no es posible porque existe un factor fijo, la maceta, que impide aumentar los rendimientos indefinidamente. Malthus argumentaba que la población estaba condenada a padecer hambrunas debido a la existencia de ese factor fijo; es decir, de unos recursos limitados por el mero tamaño de La Tierra, o mejor dicho, de Gran Bretaña, pues ese era su ámbito de análisis. A medida que la población aumentara su incorporación a las labores agrícolas generaría rendimientos progresivamente menores, por lo que era inevitable llegar a una situación de carestía. De forma más concreta, pensaba que el crecimiento de la producción de alimentos seguía una progresión aritmética, mientras que el de la población era geométrico. Es decir, cada 25 años los recursos alimenticios se incrementarían en una cuantía fija; por ejemplo, 6, 8, 10, 12, 14... . En cambio, la población de un determinado año sería igual a la de 25 años atrás, multiplicada por cierto factor; por ejemplo, seguiría una evolución 2, 4, 8, 16, 32... Nótese que los rendimientos agrícolas son decrecientes, pues a pesar de que incorporamos una cantidad creciente de “factor trabajo” –en cada período, 2, 4, 8, 16… millones de personas- la producción sólo crece en 2. Los rendimientos, la productividad por trabajador/habitante, decrecerían: 6/2, 8/4, 10/8, 12/16, 14/32… Obviamente, tarde o temprano se produciría una enorme escasez. Malthus también creía que pocas veces se llegaría a una situación como ésta debido a la entrada en funcionamiento de ciertos frenos al crecimiento demográfico. Estos eran clasificados en dos grupos: positivos y preventivos. Los primeros eran la enfermedad, la guerra, el hambre y, en general, todas los fenómenos que causasen una gran mortandad; y, por tanto, una reducción del tamaño de la población. Los segundos provocaban una reducción de la natalidad; por ejemplo la elevación de la edad a la que las mujeres llegaban al matrimonio, el porcentaje de la población célibe, o la abstinencia sexual. De todos modos, Malthus tampoco tenía demasiada confianza en la capacidad de los seres humanos para contener voluntariamente su crecimiento, por lo que creía inevitable la recurrencia de crisis de mortalidad más o menos acusadas. Lo único a lo que aspiraba era que con un poco más de sensatez se redujera su frecuencia. No resulta sorprendente que a raíz del éxito de sus ideas (pero también de Ricardo) el historiador y escritor Thomas Carlyle motejara a la Teoría Económica como la “ciencia lúgubre”; epíteto que aún la acompaña. De todos modos, el pensamiento de Malthus, o el inspirado por él, presenta muchas deficiencias. Tanto en su época como hoy en día, sus opiniones han recibido muchas críticas. Y, desde luego, sus previsiones han estado muy lejos de cumplirse. Así, Malthus creía que a finales del siglo XIX Inglaterra alcanzaría 112 millones de habitantes; actualmente, tiene algo más de 50; 60 en todo el Reino Unido. Claro que parece razonable suponer que, en realidad, Malthus no creía que se alcanzara esa cifra pues también pensaba que por entonces en el país sólo se obtendrían alimentos para unos 35 millones de personas, de modo que el resto de la gente tendría que proveerse en el exterior… o morirse. Hoy en día Gran Bretaña es un exportador neto de alimentos. En general, las previsiones y análisis maltusianos no se corresponden con la realidad. Bajo distintas circunstancias históricas la población ha crecido más o menos rápido; pero en contadas ocasiones podría decirse que esa progresión ha sido

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geométrica (más adelante veremos algún caso en el que sí ha sucedido de este modo). Por supuesto, un crecimiento de este tipo es teóricamente posible: un hombre tiene dos hijos, cada uno de los cuales tiene dos hijos, cada uno de los cuales tiene dos hijos, etc. Al cabo de n generaciones el número de hijos asciende a 2n. Pero al fin y al cabo lo mismo, o más, podría decirse de muchos recursos agrícolas. Una espiga proporciona 20 granos que se convierten en 20 espigas, cada una de las cuales genera otras 20 espigas, etc. Es decir, al cabo de n generaciones tendríamos 20n espigas. Lo de menos es qué progresión es más rápida. Lo verdaderamente importante es que siempre hay un factor limitativo: tierra para el trigo, y trigo, es decir, también tierra, para los hombres. Por eso, salvo excepciones, históricamente el crecimiento de los alimentos ha seguido una evolución más o menos similar a la de la población. En todo caso, Malthus erró de forma rotunda (y afortunada) en sus previsiones sobre el crecimiento de la población en Gran Bretaña y la ocurrencia de mortandades catastróficas. Esto se explica, además de por la caída de la tasa de natalidad (sobre lo que luego volveremos) porque no otorgaba importancia al progreso tecnológico. Esto no dejaba de ser coherente con su propia experiencia como terrateniente, hombre de la Iglesia y profesor universitario; profesiones que tienen en común una cierta predisposición al conservadurismo intelectual. Además, en general los economistas clásicos tampoco advirtieron la importancia de los cambios en las técnicas productivas que estaban sucediendo precisamente en su época. De ahí que para estos pensadores la función de producción fuera constante y, por tanto, la existencia de factores fijos implicase la irremediable aparición de rendimientos decrecientes. A efectos prácticos, o históricos, se pueden decir dos cosas. Primero, que hasta ahora los recursos han sido relativamente abundantes. Durante siglos o milenios los aumentos de la población se han sostenido en incrementos de la producción derivados de la ocupación de nuevas tierras y, en general, de la explotación de nuevos recursos. El principal factor limitante al crecimiento no ha sido físico, sino institucional; las restricciones a la explotación derivadas de la forma de propiedad así como los mecanismos de distribución de excedentes. Segundo, en los últimos dos siglos (y antes) el desplazamiento de la función de producción como consecuencia de la incorporación de nuevas tecnologías ha hecho que se incremente extraordinariamente la productividad por unidad de factor (hombres, tierra… etc.). Hoy por hoy, los problemas de malnutrición que existen en una parte del mundo se explican por la deficiente introducción de nuevas tecnologías; pero aún más por los “fallos” institucionales (El Sahel o Corea del Norte son buenos ejemplos). No hay motivos para esperar que, en el corto o medio plazo, la Humanidad se enfrente a una catástrofe demográfica por falta de recursos. Muy al contrario, en ningún momento anterior el planeta ha alimentado a tanta gente como hoy en día. En resumen, queda poco del maltusianismo “clásico”. Con todo, hay algo en lo que Malthus tenía razón. El crecimiento de la población no puede ser ilimitado porque los recursos no lo son. Hagamos lo hagamos, tarde o temprano aparecerán los temidos rendimientos decrecientes. Esto no es un problema “tecnológico”; o no deberíamos plantearlo como tal. Por mucho que progrese la tecnología siempre será necesario hacer uso de un recurso limitado. O dicho

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de otro modo: el progreso tecnológico también presenta “rendimientos decrecientes”. De hecho, ya hay un buen puñado de tecnologías en las que no se espera grandes mejoras en su eficiencia. Por ejemplo, los motores de combustión de los automóviles. Cuando estalló la crisis del petróleo los fabricantes rápidamente sacaron al mercado vehículos que reducían drásticamente el consumo de gasolina. Sin embargo, en los últimos tiempos las mejoras son mucho más modestas o implican la incorporación de una tecnología completamente nueva y, por cierto, cara, los “híbridos”. Por supuesto, que los recursos son limitados y que por eso la población no puede crecer de modo indefinido es poco menos que una obviedad. Pero es una obviedad sobre la que no se ha reparado hasta tiempos relativamente recientes. Durante siglos, podríamos decir que desde siempre, el pensamiento político y económico ha sido “poblacionista”. Las naciones más ricas eran las más pobladas, por lo que los gobernantes no debían poner frenos demográficos. Ésta era la lectura dominante en Europa, pero también en otras civilizaciones. Incluso a finales del siglo XX varios regímenes comunistas, como la China de Mao Zedong (no, precisamente, la posterior) o la Rumania de Nicolae Ceaucescu promovían activas políticas natalistas con el argumento de que la fortaleza de una nación venía dada por el número de sus hombres (es decir, de sus soldados). ¿Por que nadie antes parece haberse preocupado por la limitación que los recursos naturales imponen al crecimiento demográfico? Quizás la clave de la tardía aparición del maltusianismo estribe en que, en general, había pocos hombres. Hoy en día la densidad de población en Europa, es de 70 habitantes por kilómetro cuadrado (hab/km2); pero en tiempos de Ricardo rondaría los 20 hab/km2; y durante la Edad Media podría estar en torno a 5 hab/km2 (todo ello dependiendo de lo que se entienda por “Europa”; es decir, de qué pedazo de las estepas rusas se considere como tal). Para muchos observadores La Tierra era un gran e inexplorado planeta puesto al servicio de los seres humanos (ya lo decía el Antiguo Testamento (Gen. 1, 28): “creced y multiplicaos”.) Pero, además, el crecimiento de la población era lento, espasmódico y, en fin, imperceptible. Era poco menos que una tontería especular sobre los frenos preventivos o positivos cuando la gente moría tan pronto. Pero en todo esto hay una contradicción: si la población era tan pequeña y había tantas tierras vírgenes, ¿por qué era tan lento el crecimiento demográfico? ¿Acaso no había recursos suficientes para alimentar a la gente? No sólo es una contradicción. Además sucedía que, en ocasiones, el crecimiento demográfico era explosivo. Un caso bien conocido es el de los colonos franceses del Quebec. La mayoría de la población francoparlante de esa provincia canadiense, unos siete millones de personas, son descendientes de 3.380 franceses, poco más de un cuarto de los 12.000 inmigrantes llegados antes de 1680, y que no volvieron a Francia o murieron sin descendencia. Hacia 1780 en Quebec vivían 132.000 francocanadienses; y sólo una parte muy pequeña eran nuevos inmigrantes (hasta 1800 llegaron algo más de 10.000 franceses, la mayor parte en el período final). Por tanto, en un siglo la población inicial se había multiplicado por once; y si contamos únicamente a los que realmente tuvieron hijos, por 39. Esto significa que en esas cuatro

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generaciones, y como promedio, cada mujer quebequoise tuvo 3,1 hijas que llegaron a la edad fértil. Es decir, al menos 6,2 hijos (“hijos e hijas” en lenguaje políticamente correcto). Aunque en realidad, serían 7, 8, 9 o más hijos, pues era casi inevitable que uno o varios murieran antes de la madurez. Hay más. La vida en el Quebec del siglo XVIII no era fácil. En Montreal, la temperatura media anual es de 6,1 grados centígrados. Lógicamente, el poco comercio que existía era con la metrópoli, de modo que muchas comodidades sencillas eran poco menos que inimaginables. Cosas que hoy nos parecen normales, como las ventanas con cristales o los suelos de tarima, eran pequeños lujos. Además, el Quebec ni estaba deshabitado ni libre de disputas. Hasta 1759 los colonos tuvieron que hacer frente tanto a los indios iroqueses c como al Imperio Británico. Ese año la Union Jack se izó en esta ‘Nueva Francia’, y durante una década la situación fue aún más precaria. De hecho, otras colonias francesas del Canadá fueron destruidas. Pese a todo los quebequoises salieron adelante, y hoy forman la cuarta parte de la población canadiense. Y, de paso, demostraron la tesis maltusiana de la progresión geométrica del crecimiento de la población. La cuestión es averiguar porque la Historia del Quebec no es la norma sino –afortunadamente– la excepción.

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1.2 La peste, la guerra y el hambre Al margen de las migraciones, el que una población crezca en un momento determinado sólo depende de que nazca más gente de la que muere. Otra forma más pedante de decir lo mismo es ésta: la tasa de natalidad debe ser mayor que la tasa de mortalidad; es decir, el número de nacidos vivos por cada mil habitantes debe ser mayor que el número de fallecidos por cada mil habitantes (su signo es ‰; no %). A medio o largo plazo esas tasas pueden variar de acuerdo a muchos factores. Por ejemplo, con el tiempo una comunidad que envejece verá como se reduce su tasa de natalidad y aumenta la de mortalidad. Pero envejecida o rejuvenecida, la comunidad crecerá sólo si nacen más niños que viejos mueren. La parte del crecimiento demográfico que sólo se explica por la natalidad y la mortalidad –es decir, la que no incluye los movimientos migratorios– se denomina crecimiento vegetativo, y se mide por su propia tasa que es la diferencia de las dos anteriores. A largo plazo, para que una comunidad crezca de forma sostenida cada mujer tiene que traer al mundo al menos a dos hijos (también podría decirse que cada hombre, o cada pareja de un hombre y una mujer, tiene que traer al mundo dos hijos; pero por razones más o menos justificables sólo se hace referencia a las mujeres). Esto se conoce como tasa de fertilidad. Si es un poco mayor de 2 se denomina “tasa de fertilidad de reemplazo”, en el sentido de que las generaciones sucesivas se limitarán a reemplazar a las precedentes (tiene que ser “un poco mayor” de dos porque es inevitable que algunos niños y adolescentes mueran antes de llegar a la madurez). En Europa durante la Edad Media o Moderna, y como promedio, la tasa de fertilidad se situaba muy por encima de 2; frecuentemente alrededor de 4 o por encima. Esto justificaría la tesis “geométrica” de Malthus. Supongamos que una pareja tiene cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Si cada una de éstas tuviera otros cuatro hijos –dos niños y dos niñas– en la tercera generación habría ocho personas. Y 16 en la cuarta, 32 en la quinta, 64 en la sexta... Pero esto no era lo que sucedía. Muchos niños no llegaban a la edad fértil y no tenían hijos. Grosso modo, uno de cada cuatro moría en el primer año de vida, y otro más antes de cumplir los 14. En consecuencia, para “producir” dos jóvenes que “sustituyesen” a sus padres era necesario traer al mundo a cuatro niños. Este modelo en el que las tasas de natalidad y mortalidad son muy elevadas y, por tanto, el crecimiento vegetativo es muy bajo, se conoce como “régimen demográfico antiguo”; por oposición al “moderno” en el que sucede algo muy distinto pero con el mismo resultado: tasas de natalidad y mortalidad muy bajas con un crecimiento vegetativo igualmente bajo. Obviamente, la esperanza de vida –es decir, el número de años que, como promedio, una recién nacido puede esperar vivir– era mucho más baja en la Edad Media que actualmente: unos 30 o 35 años. Pero nótese que ese valor es una media aritmética sesgada a la baja por la enorme mortalidad infantil. Dicho de otro modo, un recién nacido que lograse superar la adolescencia tenía una posibilidad razonable de alcanzar los 50 años o más. De hecho, los sexagenarios, septuagenarios y octogenarios no eran una rareza.

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Precisamente esa elevada mortalidad infantil explica la elevada tasa de natalidad. Planteado el problema de forma muy racional, podría decirse que si el deseo de una pareja es asegurar la supervivencia de al menos dos hijos, y si la probabilidad de muerte antes de la adolescencia es del 50%, lo lógico es tener no menos de cuatro hijos, y contar con la contingencia de que mueran dos de ellos. Por supuesto, no parece probable que una pareja haga un análisis tan “frío” de sus expectativas vitales. Pero eso no es importante. La sociedad en su conjunto lo hacía al imponer determinados valores y patrones de conducta. Así, el reconocimiento social de las mujeres, pero también de los hombres, venía dado por el número de hijos vivos que podían traer al mundo. En ocasiones, incluso hubo una sanción legal. En la España del Siglo de Oro se creó la figura de “hidalgos de bragueta” o “bragueteros”, con la que se reconocía una cierta condición noble a aquellos pecheros (los que “pechan”, pagan impuestos) que hubiesen tenido siete hijos varones consecutivos (o doce no consecutivos). Estos reconocimientos públicos dicen mucho sobre las preocupaciones de la sociedad; se premia a los padres que tienen muchos hijos porque en España en ese momento faltan soldados. Pero más allá del caso particular de un imperio que se derrumba, las sociedades tradicionales reconocían la decisión de tener muchos hijos precisamente porque su probabilidad de supervivencia sólo era del 50%. De este modo, una elevada tasa de natalidad es la respuesta de la sociedad ante la frecuencia de la muerte. Es la consecuencia más que la causa; la variable dependiente de una función que tiene como variable independiente a la tasa de mortalidad. Más adelante veremos cómo. Ahora nos detendremos en los factores que determinaban esa mortalidad: la peste, la guerra y el hambre. Las enfermedades La principal causa de muerte entre los europeos de la Edad Media y Moderna era un variado “cóctel” de enfermedades de distinta periodicidad. En invierno la gente moría por las complicaciones derivadas de un enfriamiento; sobre todo los más jóvenes y los más viejos; es decir, los más débiles ante el frío. En verano, y sobre todo en el Sur de Europa, muchos morían por diarreas. Había enfermedades que sólo se padecían una vez en la vida; otras eran recurrentes Los niños estaban amenazados por enfermedades contagiosas de las que hoy en día son vacunados, como el sarampión o la poliomielitis; que son infrecuentes, como la disentería; o, incluso, que han desaparecido, como la viruela. También había enfermedades que podían llegar a cualquier edad, como la tuberculosis o el tifus. En fin, cada muchos años y de forma imprevista, una gran epidemia diezmaba la población. Podemos clasificar esas enfermedades en dos grupos: las de incidencia regular –las primeras– y excepcional –la peste y aquellas enfermedades infecciosas que tienen carácter pandémico–. Es una clasificación imperfecta puesto que la misma enfermedad puede o no tener carácter epidémico. En Europa el sarampión era una enfermedad infantil de reducida mortalidad pero amplia morbilidad, que formaría parte del primer grupo. Pero cuando llegó a Siberia, o

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América, se convirtió en una plaga devastadora. En rigor, la gripe siempre es una epidemia. Pero normalmente tiene una mortalidad tan baja que debería ser clasificada como una simple y leve enfermedad estacional. Sin embargo, ocasionalmente el virus causante sufre una mutación que le hace mucho más virulento, de modo que su incidencia letal es diez o cien veces mayor que la de un año normal. Entonces es una “verdadera” epidemia. De todos modos, lo que nos interesa no es el nombre o la clasificación precisa del bacilo infeccioso, sino sus efectos sobre la población. Y esto suele ser lo más fácil de reconocer. De hecho, la palabra “peste” con la que sólo se debería aludir a una enfermedad concreta, la peste bubónica, se empleaba para cualquiera que se presentase de forma repentina y masiva. A lo largo de la Edad Media y casi toda la Moderna no se lograron victorias relevantes sobre las enfermedades de periodicidad regular. En general, su incidencia decrecía en tanto mejoraban las condiciones socioeconómicas de la población. Igualmente, los progresos en la higiene, tanto personal como pública, contribuyeron a la mejora de la salud colectiva. Pero hasta la Edad Contemporánea o, al menos, el siglo XVIII, no hubo cambios significativos en ninguno de estos dos aspectos. Como veremos más adelante, en el siglo XVIII las condiciones de vida eran algo mejores que en la Edad Media; pero tampoco lo bastante como para proporcionar una mejora clara de la salud de la gente común. En cuanto a la higiene, ésta no empezó a ser una preocupación hasta finales del siglo XVIII o, más bien, comienzos del XIX. El gran palacio de Versalles, que contaba con 700 estancias, sólo tenía tres baños: el del Rey, el de la Reina y el de los invitados. Eso sí, para satisfacer la vanidad de la aristocracia francesa había casi 500 grandes espejos. La muerte por enfermedades corrientes era muy difícil de evitar. Ciertamente, un elevado estatus social y económico proporcionaba algo de seguridad; pero tampoco mucha. Entre los miembros de las casas reales o la alta nobleza existía una mortalidad no mucho menor que entre los campesinos. Muchos monarcas llegaron al Trono por la muerte de sus hermanos mayores. De ahí que estuviera bien visto que los reyes tuvieran más de un hijo varón; incluso si para ello era necesario casarse varias veces, lo que tampoco era extraño dada la frecuencia de la muerte entre las esposas. Felipe II casó cuatro veces a lo largo de su vida porque la mala suerte hizo que sus mujeres fueran muriendo sin dejarle otro descendiente varón que el desafortunado y enloquecido príncipe Carlos; que tuvo a bien morir a los 23 años. Claro que los desvelos del Rey Prudente por tener un hijo no fueron nada comparados con los de Enrique VIII de Inglaterra. Esa antipática costumbre suya de cortar las cabezas a sus esposas se “explica” porque él mismo fue Rey por la temprana muerte de su hermano mayor; y también fue testigo de la de otro hermano y dos hermanas de un total de seis. Hasta cierto punto era lógico que por la intacta cabeza de Enrique VIII deambulara la idea de que no bastaba con tener un sucesor; era necesario asegurar la descendencia con varios. No deja de ser una ironía que reinaran dos de sus de sus hijas, Maria Tudor e Isabel I. Ésta última es un raro caso de monarca que se negó a contraer matrimonio y tener hijos. Tragedias similares se pueden encontrar en hogares más humildes. El compositor alemán Johann Sebastian Bach tuvo 20 hijos de sus dos

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matrimonios; pero sólo le sobrevivieron nueve. Una de las causas más probables de la muerte de muchos de los tenidos en el segundo enlace (7 de 13) fue que la familia vivía encima del aula de una escuela (Bach era un modesto maestro de música y director de canto), de modo que sus hijos estaban expuestos a los gérmenes que los chicos traían a clase. El pintor holandés Rembrandt tuvo cuatro hijos de su primera mujer, la famosa Saskia; pero tres murieron en las primeras semanas de vida, y ella misma murió por la tuberculosis. El astrónomo alemán Johannes Kepler casó dos veces. Con la primera mujer tuvo cinco hijos, y con la segunda siete; pero de esos doce hijos sólo cinco llegaron a la madurez. Muchos murieron por viruela, una enfermedad que el propio Johannes había padecido en su niñez y que le había dejado como secuela una visión débil (pese a lo cual dedicó su vida a mirar las estrellas). El filosofó francés Michel de Montaigne tuvo seis hijas, pero sólo la segunda superó la infancia. De la poca importancia que en aquella época se daba a estas vidas malogradas tenemos su propio testimonio: “Perdí dos o tres hijos pequeños, no sin disgusto pero sin gran aflicción”. Nótese que estas celebridades, sin ser ricas, vivían con cierto desahogo; y en modo alguno eran ignorantes o lerdos. De todos modos, la mortalidad causada por enfermedades corrientes no explica la evolución de la población a medio y largo plazo. De hecho, la natalidad era tan elevada que compensaba esas pérdidas. Sin embargo, al menos en dos ocasiones, y durante bastantes décadas, la población se estancó o cayó. Lo primero sucedió, aproximadamente, entre 1590 y 1650. Lo segundo entre 1340 y 1400. Esos períodos se explican, fundamentalmente, por las epidemias. Hasta hace no demasiado su ocurrencia se vinculaba con la calidad de la alimentación. Dado que las personas mal alimentadas enferman con más facilidad se suponía que las epidemias sólo ocurrían cuando la calidad y cantidad de los alimentos ingeridos por el conjunto de la población era muy baja. Entonces la llegada de un agente patógeno causaba estragos. O dicho de otro modo, el ciclo agrario se encadenaría con el de las epidemias. Imaginemos que una pequeña comunidad se asienta en un territorio que hasta entonces estaba deshabitado (o cuyos primeros pobladores eran pocos y desaparecieron por alguna enfermedad contagiosa o fueron exterminados). En los primeros años la población crece con fuerza porque existen muchas tierras que cultivar. Además, hay muchos prados en los que criar vacas y ovejas, por lo que la dieta es muy cárnica y la gente ingiere muchas proteínas. Conforme pasa el tiempo la tierra va escaseando. Pronto aparecen rendimientos decrecientes de modo que caen la producción y el consumo per cápita. Además, los prados con ganado progresivamente son sustituidos por trigales, pues en la dieta se puede prescindir de la carne, pero no del pan. En consecuencia, la calidad de la alimentación se deteriora. La gente enferma y muere con más facilidad. Peor aún: se propagan pestes. Las dificultades llevan a los monarcas y sus pueblos a marchar contra otros más débiles o ricos. Al cabo de unos decenios de hambre, peste y guerra la población ha disminuido de forma notable; y con ello se “resuelve” el problema inicial, pues no hay tanta gente presionando sobre unos recursos que ya no son tan escasos. De todos modos, esto no deja de ser una solución provisional. Con la recuperación la comunidad se irá acercando a un nuevo período de penurias, enfermedades,

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guerra y, en fin, una gran mortandad. Se repite así un ciclo demográfico que cabalga sobre otro agrario. Puro maltusianismo. Esta visión de la Historia está siendo arrumbada. Hoy en día se tiende a aceptar que, aunque haya algo de cierto en lo anterior, los factores estrictamente epidemiológicos son mucho más decisivos. Es cierto que en cualquier época las personas mal alimentadas tienen una mayor probabilidad de morir ante la enfermedad. Y es cierto que, por ejemplo, los vikingos saltaron sobre Francia e Inglaterra cuando en Noruega la tierra libre cultivable empezó a escasear. Pero, como veremos enseguida, quien llevó la Peste a Europa fue un minúsculo insecto, un cierto tipo de pulga. Es decir, vino por pura y simple casualidad. Esto tampoco significa que las epidemias no pudieran evitarse. Pero hasta el siglo XVIII no se encontraron (o, más bien, se emplearon) mecanismos verdaderamente efectivos con los que frenar su propagación. Si hablamos de las epidemias quizás lo más correcto sea distinguir entre la Peste Negra de 1348 y todas las demás. Para encontrar una catástrofe semejante en extensión y duración tenemos que remontarnos (quizás) hasta el siglo VI, cuando tuvo lugar la llamada Peste de Justiniano. Desde entonces y hasta el siglo XIV hubo otras pandemias, aunque no siempre está claro qué enfermedad las causó. De todos modos, tampoco fueron las únicas calamidades. Las invasiones bárbaras pudieron tener consecuencias bastante más graves. Sea como fuere, durante varios siglos la población europea se mantuvo por debajo del nivel alcanzado en el Imperio Romano. La única excepción fue el territorio de la Península Ibérica controlado por los árabes y conocido como Al-Andalus. Pero hacia el año 1000, coincidiendo con el temido “fin del mundo”, las cosas comenzaron a cambiar. Los tres grandes azotes de la Cristiandad hasta entonces, vikingos, magiares y musulmanes, dejaron de serlo. Los dos primeros por su conversión. Los musulmanes porque empezaron a ser derrotados en España –tras Almanzor vino el Cid– y en el Mediterráneo –los sarracenos fueron vencidos por las flotas de varias ciudades-Estado de Italia–. En los tres siglos siguientes, y con altibajos, el crecimiento agrícola y demográfico fue muy fuerte; o, al menos lo era para lo que lo había sido hasta entonces. Hacia el año 1000 Europa (sin Rusia) podría rondar los 30 millones de habitantes. Pero eran 70 millones hacia el año 1300. Un ejemplo recurrentemente citado acerca de esa prosperidad fue la sustitución del románico por el gótico en la construcción de edificios religiosos. Otras manifestaciones más relevantes a efectos económicos fueron la poco pensada aventura de las Cruzadas (que, pese a todo, duró dos siglos), y la conquista y colonización de tierras al Este del río Elba, al Sur del río Duero, y en los bajíos de la costa holandesa y flamenca. Por primera vez en mucho tiempo las ciudades europeas empezaron a parecer eso, ciudades: lugares en los que vivía mucha gente en un espacio relativamente pequeño. El comercio prosperó así como el número de monedas en circulación. Sin embargo, ya desde finales del siglo XIII el crecimiento demográfico estaba frenándose. En algunas comarcas –como la Cuenca del Sena– la densidad de población era muy alta. Las roturaciones eran cada vez más raras. Y tras

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sucesivos repartos por herencia muchas granjas eran demasiado pequeñas como para mantener a una familia y la cascada de cargas fiscales que caían sobre ella. La reducción de pastizales y la extensión de los campos de trigo hacían que en la dieta común cada vez hubiera menos carne y leche. Además, el descenso del ganado debió tener consecuencias sobre la productividad agrícola. Para muchos la única solución era marchar a las ciudades, cada vez más grandes y menos florecientes. Pero allí los problemas del campo se reproducían con más gravedad, pues el abastecimiento de la población no siempre estaba asegurado; o mejor dicho, no lo estaba para los más humildes, cuyos salarios descendían o crecían menos de lo que aumentaban los precios de la cesta de la compra. En definitiva, a comienzos del siglo XIV Europa se enfrentaba a una situación difícil. De no haber llegado la Peste las cosas podrían haberse deteriorado aún más... ¡o no! Y es que es posible imaginar muchos escenarios: una nueva expansión territorial hacia el Este o el Sur, la introducción de nuevas tecnologías agrícolas o algún tipo de revolución social. Y también, claro está, podemos imaginar una o varias “soluciones” maltusianas: guerras, pestes y hambre. Lo más sensato sería suponer que el escenario conocido es la mejor previsión del escenario futuro; superpoblación y lenta expansión agrícola hacia otros territorios. Al fin y al cabo, en el siglo XIV las posibilidades de crecimiento interior seguían siendo tan grandes como lo eran los inexplorados bosques, aún infectados de alimañas y bandidos. Pero todo esto es historia-ficción. Lo único cierto es que entre 1347 y 1350 una plaga desconocida hasta entonces arrasó Europa. Aunque persisten muchos puntos oscuros, al menos sabemos cómo llegó y se propagó. La Peste Negra o bubónica era una enfermedad infecciosa causada por cierta bacteria que se transmitía a los seres humanos por la picadura de una pulga que vive, entre otros huéspedes, en un tipo de rata de pelo negro. En 1347 algunas de estos animales debieron desembarcar en varios puertos del Egeo, en Messina y en Marsella desde las bodegas de los barcos procedentes de una ciudad del Mar Negro, Caffa, actualmente Teodosia. De allí regresaban refugiados y soldados genoveses que estaban defendiendo la ciudad del asedio de los tártaros. Al parecer, la peste se había desatado entre los asaltantes y había traspasado las murallas de la ciudad (los mismos tártaros, conscientes de lo que les estaba sucediendo, por medio de catapultas arrojaron dentro de la ciudad cadáveres de personas infectadas). Así pues, los que huían de Caffa estaban enfermos; y, según se dice, algunos de los barcos que llegaron a Constantinopla sólo trajeron cadáveres (pero... ¡alguien los pilotaría!). Aunque finalmente las autoridades genovesas decidieron impedir su desembarco, algunos lo hicieron. De todos modos es muy probable que con o sin tártaros, genoveses, ratas o pulgas, la Peste hubiese llegado a Europa. A través de la Ruta de la Seda en 1347 la plaga alcanzó Mesopotamia, Siria y Egipto. Sólo hubiera sido cuestión de tiempo que saltara a Bizancio y Europa. La enfermedad se propagó con extraordinaria rapidez, alcanzando Rusia, de donde había partido, en 1350. Su desarrollo dentro del cuerpo humano era muy rápido. Se incubaba en menos de ocho días; y desde el momento en el que aparecían los primeros síntomas hasta la muerte o sanación no transcurrían

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más de una semana. El síntoma más conocido era la inflamación de los ganglios hasta formar los característicos “bubones” que la dan nombre. Ninguna región europea se libró de la epidemia, aunque hubo algunas a las que llegó con bastante retraso. Además, su incidencia fue dispar; y no está claro por qué. La mortalidad fue relativamente pequeña en España y los Países Bajos. Sin embargo, en Inglaterra murieron la mitad de sus habitantes. En conjunto, un tercio de la población europea falleció, de modo que hacia 1400 en Europa ya sólo vivían unos 52 millones de personas. La mayor parte de las muertes ocurrieron durante los años 1347-1350; pero también murió mucha gente en rebrotes que se sucedieron hasta bien entrado el siglo XV. Como alrededor del 70% de las personas que contraían la enfermedad fallecían, hay que suponer que muchos europeos nunca se infectaron. Como veremos más adelante, las consecuencias económicas y sociales de semejante mortandad debieron ser muy positivas para aquellos que lograron sobrevivir. Aunque, por supuesto, difícilmente compensarían el dolor por la pérdida de seres queridos. La Peste Negra de mediados del siglo XIV fue un acontecimiento único en la Historia de la Humanidad. Golpeó a Europa donde quizás dejó el recuerdo más vivo. Pero también al Norte de África, Oriente Medio, China y, en fin, todo el continente euroasiático. Semejante extensión hace poco creíble suponer que su propagación tenga algo que ver con la alimentación de la gente. Pero tampoco parece razonable suponer que la única solución al problema de superpoblación europea fuera la muerte de una tercera parte de sus habitantes. A comienzos del siglo XVI Europa volvió a acercarse a los 70 millones de habitantes; y serían 150 hacia 1800. Como veremos, durante esos siglos el sector económico que experimentó menos cambios fue precisamente aquel del que vivía la inmensa mayor parte de la gente: la agricultura (hubo una excepción, la de los países del Oeste y Sur del Mar del Norte; pero esto no es importante). Dicho de otro modo: con prácticamente las mismas técnicas agrícolas el mismo territorio mantenía a finales del siglo XVIII una población que doblaba la de 1340. La Peste Negra fue cualquier cosa menos un destino ineludible. Tras este desastre hubo otras epidemias; especialmente desde el último tercio del siglo XVI y hasta la primera década del XVIII. Hubo, al menos, dos grandes oleadas de peste que afectaron a casi toda Europa: 1630-31 y 1664-1670. Además, hubo otras epidemias más localizadas: en Inglaterra en 1557-1559 y 1640-49; en el Norte de Italia en 1576-77, 1596-1603 y 1656-59; en el centro de Francia en 1583, 1605, 1625, 1639 y 1707; en Castilla en 1598-1602; en Amsterdam en 1623-25, 1635-36 y 1655; en España Oriental y Meridional en 1647-1652 y 1678-1684; en varias naciones de Europa Occidental y Central en 1693; en Prusia en 1709... La lista es interminable. Algunas de estas plagas causaron una mortandad que se acercaba a la de la Peste Negra, aunque sólo a escala regional. Por ejemplo, la de Cataluña de mediados del siglo XVII se llevó por delante al 15-20% de la población; pero no afectó ni a Castilla ni a Francia. Claro que en Castilla en 1630-31 ya había muerto el 10% de la gente. En algunos casos parece existir una relación entre la guerra y la propagación de enfermedades. El mero paso de los ejércitos dejaba un reguero de enfermos. No obstante, la paz tampoco implicaba ausencia de epidemias. Precisamente uno de los países menos afectados directamente por la guerra,

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España, también fue uno de los que sufrió peores epidemias. Un detalle interesante: en 1641-44 una forma de epidemia, quizás la peste, devastó China. De todos modos, las peores epidemias no tuvieron lugar ni en Europa ni en China, sino en América. En los dos siglos siguientes a su descubrimiento puede que murieran más (probablemente, bastante más) de la mitad de los habitantes del continente; unos 15 o 30 millones de personas, según estimaciones muy imprecisas. Y la inmensa mayor parte como consecuencia de enfermedades procedentes de Europa. Más adelante volveremos sobre este asunto. Ahora sólo interesa detenernos en constatar dos hechos. El primero es que los indios estaban indefensos ante enfermedades que venían padeciendo los europeos (y los chinos, y los persas, y los egipcios... ) desde hacía siglos. Lo que sucedió en América fue que una población aislada recibió de golpe todos los patógenos que se habían estado acumulando en el resto del mundo, y de los que los indios se habían librado. De hecho, hubo dos oleadas. Primero llegaron las enfermedades que se suelen padecer durante la edad adulta, y que transmitieron los conquistadores. Luego aparecieron las epidemias de enfermedades habituales entre los niños, precisamente porque fue entonces cuando estos llegaron. El segundo hecho interesante es que hubo muy pocas enfermedades que hicieran el camino inverso, desde América a Europa. Sólo está probado el paso de una: la sífilis (hay indicios muy dudosos de un origen americano de la tuberculosis). El impacto social del llamado “mal español” (o “mal francés” a decir de los españoles, pero sólo de estos) fue considerable. Pero ni remotamente comparable a cualquiera de las epidemias que golpearon América. La escasa agresividad de los patógenos americanos tiene una explicación sencilla. La población de América era muy inferior a la de Eurasia y África. Y, además, siempre había sido así porque la aparición de la agricultura y la civilización fue mucho más tardía. Con poca gente era menos probable que surgiesen mutaciones de virus o bacterias que dieran origen a una nueva pandemia. Pero hubo un segundo motivo: los patógenos encuentran un entorno especialmente favorable para su desarrollo en los animales domesticados por el ser humano. En particular, su estabulación favorece la multiplicación de todo tipo de gérmenes que, llegado el caso, pueden dar el salto desde la especie animal hasta el ser humano. Pero los indios americanos no tenían animales domésticos de gran tamaño, salvo la llama de los Andes (que eran pocas, y vivían separadas físicamente de los hombres). En cambio, los europeos, vivían rodeados de animales domésticos. El siglo XVIII trajo un cambio sustancial. Entre 1700 y 1800 la población del continente pasó de 100 a 150 millones de personas; es decir, en sólo 100 años el número europeos creció en términos absolutos tanto como en los 500 o 1000 años anteriores. Las grandes epidemias que regularmente asolaban el continente desaparecieron; o para ser más precisos, desapareció la peste. La última vez que tocó Europa fue en 1720; y el daño se circunscribió a la región

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de Marsella. Luego, se fue de la vida de los europeos para siempre. Obviamente, esto no significa que no hubiera epidemias de gripe, disentería… etc. La viruela vino a ser la “peste” del XVIII; el cólera la del XIX; y la gripe española asoló el mundo en 1918. Además, había epidemias de corto alcance pero elevada mortalidad. Por ejemplo, la fiebre amarilla, una enfermedad típica de países tropicales. En 1804 llegó a Málaga, Cartagena y otros puertos del sur de España; y en esas dos ciudades mató a la quinta parte de sus habitantes. Y, por supuesto, también había enfermedades graves y endémicas. Por ejemplo, la malaria o paludismo, otro mal típicamente tropical pero enquistado en ciertas zonas húmedas de Italia y España –como La Albufera de Valencia–. En resumen, la única victoria del siglo XVIII sobre la enfermedad fue la librada contra la peste. Y no fue una victoria de los médicos. En la Edad Moderna y aún más en el siglo XVIII, hubo avances, incluso relevantes, en el conocimiento del cuerpo humano. Pero esto no se tradujo en la construcción de un arsenal de remedios contra las enfermedades. Eso no sucedería hasta el siglo XIX y, más bien, el siglo XX. El único –y discutible– avance de la Medicina en el siglo XVIII fue la inoculación, que ni siquiera fue una invención europea. A finales del XVII médicos procedentes de distintos varios países tuvieron noticia de la aplicación de este remedio entre las mujeres griegas de Tesalia, Grecia, quienes lo habían aprendido de los turcos (que, a su vez, lo habían aprendido de los chinos). La inoculación (o variolización si se refiere específicamente a la viruela) consiste en infectar con el virus causante de la enfermedad a personas sanas, pero bajo condiciones controladas. De este modo, quedan inmunizadas ante futuros contagios. El mayor inconveniente de esta “pseudovacuna” era que en más ocasiones de las previstas los pacientes morían. A lo largo del siglo XVIII hubo un largo debate sobre su conveniencia que sólo concluyó cuando dos años antes del fin de siglo un médico inglés, Edward Jenner, halló un procedimiento distinto y mucho más eficaz: la vacuna. Fuera de esto, no hubo más avances médicos a los que merezca la pena referirse. Pero si la medicina hizo tan pocos progresos, ¿por qué la peste se detuvo? Hay dos explicaciones complementarias. Por un lado, la constitución de dos grandes “Estados-tapón” al Este y Sureste de Europa, los imperios austriaco y ruso. Tanto uno como otro tenían una clara vocación expansionista hacia territorios dominados políticamente por el Islam (aunque no necesariamente poblados por musulmanes). Y los dos ponían muchas trabas al movimiento de personas. Austria militarizó su frontera con el Imperio Otomano. Más aún: la pobló con serbios huidos del Turco (éste es el origen de esa población en la disputada Krajina). En el siglo XVIII prácticamente no había movimiento de personas y mercancías entre Budapest y Belgrado. Aunque todo sea dicho, la responsabilidad no sólo era de los austriacos: la Sublime Puerta tampoco tenía mayor interés en mantener relaciones fluidas con el Imperio cuya capital había asediado infructuosamente en dos ocasiones. El caso es que la Peste se quedó al otro lado de la frontera. Hasta el siglo XIX fue asolando regularmente el Imperio Otomano, pero sin pasar de allí. Alexander Kinglake, un viajero escocés que visitó Egipto a comienzos de ese siglo, observó que la población contemplaba las epidemias como una especie de fatalidad. Pese a la enorme mortandad (él creía que la mitad de la población de El Cairo murió mientras estuvo allí; seguramente exageraba) la gente no alteraba su modo de vida. De

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hecho, los cairotas continuaban con los preparativos de cierta fiesta religiosa, montando columpios y tiendas para los niños, como si no hubiera ninguna razón para no hacerlo. Al parecer, se sentían orgullosos de su indiferencia a la muerte; y rogaban a Alá, no para que desapareciera la enfermedad del mundo, sino para que se fuera a otra ciudad. La política expansionista rusa fue aún más agresiva que la austriaca. Desde el siglo XVII los cosacos fueron derribando uno tras otro los frágiles estados tártaros de las estepas. Pronto llegaron al Pacífico y al Cáucaso. Y en 1783 el Ejército ruso tomó posesión formal de la Península de Crimea, que hasta entonces dependía de Estambul. Un imperio tan grande como el ruso no podía cerrar sus fronteras e impedir la entrada de la peste. De hecho, en 1770 arrasó Moscú. Pero lo que sí podía hacer era “congelar” su expansión, limitando los movimientos de población en el interior tal y como se hacía en Europa. En el siglo XVIII Rusia (o, al menos, sus gobernantes) estaba imitando los modelos de organización económica y social de Occidente. Esta política de Salud Pública fue el segundo de los factores que propició el fin de la peste en Europa. Desde el siglo XVIII se dictaron normas de actuación en caso de epidemia, y se crearon cuerpos especializados en su contención. Con la ayuda de los funcionarios locales y el Ejército se realizó una sencilla pero crucial labor: someter a cuarentena a cualquier población o barco en el que se declarase una epidemia. Era una solución tan sencilla y efectiva que sólo cabe hacerse una pregunta: ¿por qué no se hizo antes? Lo cierto es que se intentó. Desde la misma Peste Negra en muchas ocasiones se trató de frenar el progreso de la epidemia por medio de cuarentenas; pero no eran efectivas. Al parecer, el cierre llegaba demasiado tarde o era incompleto. Y es que los cuerpos militares que debían imponerlo no estaban preparados. Los mercenarios de Wallenstein, los corsarios de Drake o incluso los soldados de don Juan de Austria podían ser muy fieros; pero no eran la tropa adecuada para ese trabajo. Se necesitaba gente más profesional y motivada. Y sólo en el siglo XVIII los Estados se dotaron del aparato administrativo y militar necesario para ello. Dicho de otro modo, era necesaria una inversión en capital público que sólo los modernos Estados podían asumir. Más allá de los instrumentos efectivamente aplicados por las autoridades rusas y austriacas, queda una cuestión: ¿hay límites naturales a la expansión de la peste (o las otras enfermedades)? Probablemente la respuesta sea afirmativa. Cuando la peste apareció en Europa en 1348 (¿por primera vez?) las tasas de mortalidad eran gigantescas. Sin embargo, con el tiempo fue menguando su agresividad. Es posible que lo mismo haya sucedido con la viruela, una enfermedad que parece haber perdido agresividad desde tiempos de los romanos (la peste de Marco Aurelio y Cómodo), o la sífilis, rápida y mortífera cuando llega a Europa a finales del el siglo XV, lenta y latente en el siglo XIX (aunque igualmente letal). Hay dos modos de acercarse a esta cuestión. Suponer que los seres humanos desarrollan algún tipo de inmunidad a través de la “supervivencia del más apto” o suponer que los mismos gérmenes se vuelven menos letales por un proceso similar que podríamos denominar como “supervivencia del menos letal”. En efecto, un patógeno extraordinariamente mortífero tiene pocas posibilidades de expandirse precisamente porque mata al

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organismo que infecta. Los patógenos realmente exitosos (desde “su” punto de vista) son los que infectan sin matar; los que se convierten en parásitos. De hecho, los hombres, como cualquier animal, somos portadores de un número ingente de parásitos con los que convivimos en armonía; algunos incluso nos ayudan, como muchas bacterias de nuestro aparato digestivo. En resumen, sea por supervivencia de los seres humanos más aptos, o de los microbios menos letales (y por eso, también más aptos), la enfermedad nunca destruye por completo una gran comunidad. La guerra Durante la Baja Edad Media la guerra no parece haber tenido consecuencias catastróficas sobre la población. Ciertamente, los conflictos eran largos y enquistados. La guerra de los Cien años en Francia en realidad duró 116. Su secuela en Inglaterra, la guerra de las Dos Rosas, duró otros 32 años. Conflictos como las Cruzadas o las guerras de los Trastamaras fueron increíblemente largos. Aunque quizás ninguno tan largo, enquistado y absurdo como el que enfrentó a las familias (y partidarios) de Oñaz y Gamboa en Euskadi; y que, según se cuenta, tuvo su origen en una discrepancia sobre la altura a la que se debían llevar los cirios durante las procesiones. Sin embargo, en la práctica la guerra era un estado de paz ocasionalmente interrumpido. Por ejemplo, en la guerra de los 100 años hubo casi tantos años de tregua (55) como de guerra (61). Y, sobre todo, siendo conflictos para y por la nobleza, la población campesina permanecía relativamente al margen. Como la guerra no tenía como finalidad lograr una determinada unidad nacional o religiosa tampoco existía una política de exterminio. Por supuesto, esto tampoco significa que no hubiera actitudes intolerantes ni que, en ocasiones, la guerra no se llevara por la delante la vida de miles de personas. Esto sucedió especialmente cuando el conflicto tenía una raíz religiosa, como la cruzada contra los cátaros en el Midi francés o la conquista de Granada. Se ha hecho famosa la opinión atribuida al legado papal y futuro arzobispo Arnaud Amaury en el sitio de Beziers, donde católicos y cátaros se habían refugiado. Ante la dificultad de distinguir a los primeros, herejes y reos de muerte, de los segundos, Amaury sentenció que lo mejor sería “matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos.” La afirmación puede ser apócrifa, pero no por ello deja de ser interesante. Episodios como la toma de Beziers eran inusuales sólo porque la inmensa mayor parte de la población pertenecía a la misma confesión. Pero reflejaban un preocupante estado de opinión que tendría consecuencias catastróficas en la Edad Moderna. La persecución a los judíos fue un precedente. A lo largo de la Edad Media, pero especialmente tras la Peste Negra, los judíos sufrieron pogromos y fueron expulsados de varias naciones. Por su propio peso, pero también por los estragos causados al norte de los Pirineos, a comienzos de la Edad Moderna la principal comunidad europea residía en el reino nazarí de Granada. Allí los judíos gozaban de una situación relativamente cómoda (aunque tampoco de plena igualdad). Pero en 1492, con la toma de Granada, se ordenó su expulsión o conversión forzosa. Este episodio es muy relevante no sólo por su

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impacto demográfico (se estima que unos 100.000 judíos se convirtieron y otros 150.000 huyeron), sino también por su simbolismo y datación. El proceso de construcción de la unidad nacional que comienza con el matrimonio de Fernando e Isabel y la toma de Granada también coincide con la expulsión de uno de los dos “cuerpos extraños” del reino, el de los judíos. La ruptura de la unidad religiosa con la Reforma Protestante tendrá consecuencias mucho más dramáticas. De hecho, ninguno de los conflictos bélicos de la Edad Media (al menos, del período posterior al año 1000) causó estragos comparables a los de las guerras de religión de los siglos XVI y, sobre todo, XVII. En Francia el enfrentamiento entre católicos y hugonotes (protestantes) se mezcló con un conflicto sucesorio, y arruinó el país durante la segunda mitad del siglo XVI. En cierto modo, su último episodio fue la revocación del edicto de Nantes en 1685 por Luis XIV, que supuso la expulsión del país de medio millón de hugonotes. La guerra en Flandes entre los Estados del Sur apoyados por la católica España, y los Estados del Norte, respaldados por la protestante Gran Bretaña, también se saldó con la inevitable retahíla de horrores. En Gran Bretaña hubo una dura persecución contra los católicos, cuidadosamente silenciada. En 1609 se decretó la expulsión de los moriscos (musulmanes supuestamente convertidos al cristianismo) de España, unas 325.000 personas. Pero la mayor catástrofe sucedió en Alemania durante la guerra de los 30 años (1618-1648), un conflicto civil e internacional que supuso el fin de la hegemonía española en Europa. Se estima que falleció un tercio de la población alemana, aunque con una distribución muy irregular. El acoso hacia el que pensaba o se comportaba de modo distinto igualmente explica las cazas de brujas en Alemania o la Inquisición en España. En contra de lo que muchas veces se supone, la primera fue mucho más dañina que la segunda; al menos, si medimos el daño por el número de personas llevadas a la hoguera. Para acabar bien el siglo, Luis XIV, el Rey Sol de Versalles, emprendió varias campañas fulgurantes sobre los países vecinos. Fueron tan brillantes como destructivas. Y como vimos, tan espléndido monarca tampoco se olvidó de perseguir a los hugonotes. El resultado final de esta sucesión de guerras y persecuciones fue una cierta homogeneidad religiosa. Tal y como recogía el tratado de Westfalia de 1648 que puso fin a la guerra de los 30 años, el modelo al que debía aspirar cada principado alemán (e, implícitamente, cada Estado europeo) era el de la unidad de fe en torno al monarca: “cuius regius eius religio”. La excepción más notable fue Holanda, una nación que precisamente había nacido por segregación de otro cuerpo “extraño” a la monarquía española, los protestantes calvinistas. Una vez alcanzada la independencia el país rápidamente evolucionó hacia la tolerancia, y se convirtió en el refugio de una parte de la intelectualidad europea. Con algún retraso, la tolerancia fue llegando al resto del continente europeo. En el siglo XVIII hubo bastantes menos guerras que en el XVII. Pero, sobre todo, fueron bastante menos destructivas. Esto fue una consecuencia de la profesionalización del Ejército, la ausencia de motivaciones religiosas o étnicas, y el desplazamiento de los frentes hacia Ultramar. En concreto, tras la muerte

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de Luis XIV y el fin de la guerra de Sucesión española con el Tratado de Utrecht de 1713 se abrió un largo período de paz o, al menos, de menor belicosidad. En Utrecht las grandes potencias europeas alcanzaron un acuerdo basado en el reparto del Imperio Español en Europa y el establecimiento de un “status quo” continental del que Gran Bretaña era su principal garante. Ese equilibrio de poderes se mantuvo hasta la Revolución Francesa. Por supuesto, esto no impidió que estallaran varios conflictos, a menudo por la falta de un heredero claro a un Trono (guerras de sucesión de Polonia y Austria). Pero no existían bandos definidos por la religión. Lo más parecido a un conflicto de base “popular” fue la guerra de los Siete Años en el que Prusia emergió como potencia militar bajo el liderazgo de Federico II el Grande. Resulta interesante que las principales consecuencias territoriales tuvieran lugar fuera de Europa: Francia perdió muchas de sus posesiones coloniales (como el Quebec). De modo paralelo, las persecuciones internas fueron decayendo. La Inquisición española no desapareció hasta el siglo XIX; pero su actividad en el XVIII era poco menos que testimonial. Las cazas de brujas desaparecieron. El último de estos lamentables episodios (y también el más literario y cinematográfico), tuvo lugar en 1692 en Salem, Norteamérica. Por entonces, los “criterios” empleados para el “descubrimiento” de brujos y brujas ya estaban totalmente desacreditados. También por entonces en Europa Occidental los judíos estaban dejando de ser perseguidos; aunque aún habría que esperar algún tiempo para su plena equiparación jurídica. En fin, a lo largo del siglo XVIII se fueron aceptando varios principios: 1º En Europa existían varios Estados basados en la identificación de un territorio con una Dinastía: Borbones en España y Francia, Habsburgo en Austria, Hohenzollern en Prusia, Romanov en Rusia, Hannover en Inglaterra... etc. 2º Esos Estados eran competentes en materia religiosa, de modo que otros, y en particular el Vaticano, no debían injerir en esas cuestiones. No tenía sentido entablar un conflicto por motivos religiosos. 3º Las naciones europeas aceptaban cierto “status quo” sobre sus respectivas influencias dentro del continente, de modo que el intento de una nación de romper ese equilibrio sería contestado por las demás. 4º El terreno en el que dirimir la supremacía no estaba en Europa, sino en América, Asia o África. El hambre Anteriormente vimos que la mala alimentación podía ser la causa “indirecta”, y más bien incierta, de varias enfermedades infecciosas. Sin duda, una alimentación deficiente explica la mayor tasa de mortalidad de ciertos grupos sociales ante la enfermedad. Y, a veces, explica la misma enfermedad, como la gota entre los potentados (por ingesta excesiva de carne), y el escorbuto entre los marineros (por falta de frutas y verduras). Pero resulta comprometido determinar qué es exactamente una mala alimentación. Con las salvedades derivadas del estatus social y económico, no parece que los europeos careciesen de alimentos de los que obtener una provisión suficiente de

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calorías. Quizás no de proteínas de origen animal. Como vimos, en las etapas finales de expansión agrícola su provisión era menor, lo que podría tener consecuencias sobre el crecimiento de los niños. De todos modos, no está claro hasta qué punto esto afectaría a las tasas de mortalidad infantil o adulta. Ha habido muchas ocasiones en las que mucha gente ha tenido que mantenerse durante bastantes años con una dieta deficiente; por ejemplo, los españoles en los años siguientes a la Guerra Civil. Sin embargo, estas situaciones no siempre, ni siquiera habitualmente, provocaron una elevación importante de la mortalidad. Como siempre, el problema es de grado: ¿dónde termina la alimentación deficiente y empieza la insuficiente? Por otro lado, había períodos más breves en los que, sin duda, los alimentos disponibles no eran suficientes para mantener a toda la población. Eran lo que posteriormente se han llamado “crisis de subsistencias”. En Europa, como en el resto del mundo, la producción de cereal experimentaba fluctuaciones de un año para otro. Si la cosecha era muy mala, o si se encadenaban dos cosechas mediocres, el pan se encarecía enormemente, y muchas personas pasaban dificultades. La razón por la que una reducción, incluso moderada, de la cosecha de trigo podía provocar una elevación tan brusca del precio del pan estriba en las características de su consumo. El pan es un bien de primera necesidad, del que no se puede prescindir fácilmente. De ahí que fuertes elevaciones en su precio no implicasen cambios importantes en su consumo y demanda. Al fin y al cabo, por mucho que se encareciese, el “precio” de cada unidad de energía seguía siendo inferior al que se obtendría de otras posibles alternativas alimenticias, como los garbanzos o el tocino. Por tanto, una reducción en la oferta de pan como consecuencia de, por ejemplo, una mala cosecha, se traducía en una elevación sustancial del precio. Por lo mismo, un aumento de su disponibilidad implicaba una drástica caída, pues tampoco nadie estaría dispuesto a consumir más pan del necesario. Dicho en términos económicos, la demanda de pan era muy rígida; su curva de demanda era muy rígida; la elasticidad de la demanda del pan era muy baja. Pero el problema no sólo era el precio; tanto o más determinante podía ser la renta. El impacto demográfico de una crisis no sólo venía determinado por la intensidad de la elevación del precio del pan, sino también por el número de personas que no podían hacerse con suficiente dinero como para comprarlo. Y esto a su vez dependía de varios factores como la distribución de la renta, la eficiencia de los mercados, la estructura de la propiedad territorial, o los mecanismos locales de solidaridad. Más adelante volveremos sobre esto. Ahora interesa detenernos en el primero: la distribución de la renta entre clases sociales y la accesibilidad al pan de cada una de ellas. Durante las crisis de subsistencias había cuatro clases sociales especialmente vulnerables: los residentes en las ciudades que vivían exclusivamente de su salario; los jornaleros; los pequeños campesinos arrendatarios que tenían que entregar como renta una gran parte de su propia cosecha; y, por supuesto, los mendigos. Lo que tenían en común no era tanto la pobreza –siempre relativa– como la inseguridad; nada ni nadie podía asegurarles que dentro de unos meses tendrían ingresos suficientes para comprar el pan de cada día. De hecho, las personas que viven de un salario o jornal temían más a las

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dificultades derivadas de la crisis que a la inflación. Para muchos jornaleros el peligro real era quedarse sin empleo; como para los artesanos era que nadie comprase cosas que en épocas de crisis no se creían necesarias. Precisamente porque la crisis tiene un trasfondo social no tiene un impacto particular sobre los niños. Al contrario de lo que sucedía en muchas epidemias, las tasas de mortalidad crecen de manera uniforme entre todas las cohortes. Incluso parecen crecer más despacio entre los más pequeños, quizás por la existencia de mecanismos de solidaridad intergeneracionales. Por eso las consecuencias de las crisis de subsistencia a medio plazo no son tan graves. A diferencia de muchas plagas que se ceban especialmente con los niños, como la viruela, el hambre respeta –hasta cierto punto– a los más jóvenes, con lo que la recuperación de la población se produce pronto. En conjunto, resulta difícil saber cuál fue el impacto de las crisis de subsistencias sobre la mortalidad. Sabemos que algunas de las peores tuvieron efectos locales catastróficos. Por ejemplo, Bolonia entre 1587 y 1595, perdió un 18% de su población (21% en la ciudad y 13% en el campo). Entre 1695 y 1699 en algunos condados en Escocia la reducción pudo llegar al 20%, o incluso más. Pero estos desastres parecen bastante excepcionales. Y, sobre todo, hay dos elementos que sugieren que no fueron tan graves. En primer lugar, la importancia de las crisis de subsistencia se ha exagerado al focalizar la atención en ciertos casos muy llamativos pero poco representativos. Esto sucede porque el rasgo más sobresaliente de una crisis de subsistencia es la ruptura del mercado y, consecuentemente, la gran disparidad entre los déficit de cada comarca. Por ejemplo, acabamos de ver que en Bolonia durante esa crisis de finales del siglo XVI la situación fue dramática. Pero en otras ciudades de la misma cuenca del río Po los incrementos en la tasa de mortalidad fueron poco menos que imperceptibles. Algo semejante se puede decir de la Escocia de finales del siglo XVII. Hubo condados donde la mortalidad sólo rondó el 5%. Como norma, cuanto más grande es el territorio analizado menos grave parece la crisis de subsistencia. El segundo motivo que hace dudar de la gravedad de las crisis de subsistencia es su coincidencia con las epidemias. Por supuesto, aquí topamos con el problema de separar cadáveres: ¿es posible identificar claramente la causa de la muerte? Se puede argumentar que muchas de las personas que murieron durante esos períodos por una enfermedad contagiosa no lo hubieran hecho de haber estado bien alimentados. Pero también sabemos que el elemento epidemiológico puede y suele ser independiente de la alimentación. En Bolonia hubo una epidemia de tifus que puede vincularse con la falta de alimentos; pero, ¿hasta qué punto? Gran parte de la mortandad en Escocia tuvo lugar como consecuencia de la propagación de cierta enfermedad infecciosa que pudo haber sido muy virulenta (¿pero cuánto?) por las malas condiciones alimenticias. En general, la historiografía ha ido reduciendo la importancia de las crisis de subsistencias como causa de las elevadas tasas de mortalidad de la época preindustrial. Pero éste es un terreno en el que aún queda un largo camino por descubrir.

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Igualmente, otro campo que queda por resolver es el de la relación entre ciclo climático y cosechas (y, por tanto, incidencia de las crisis de subsistencia). Los años 1000 a 1300 marcaron el llamado “óptimo climático”, una época en la que se establecieron asentamientos en la recién descubierta Groenlandia, literalmente “la Tierra verde” (probablemente hubiera algo de propaganda en ese adjetivo: se trataba de alentar a los posibles colonos; pero también es cierto que en aquella época, y a diferencia de hoy en día, allí crecía la hierba). Desde entonces hubo un enfriamiento paulatino del clima. En el siglo XV los colonos islandeses abandonaron la “verde” Groenlandia. Pero durante gran parte del siglo XVI el clima en Europa todavía parece haber habido sido bastante bueno para la práctica agrícola. Sin embargo, en las dos últimas décadas las temperaturas estivales decrecieron notablemente. Además, llovió demasiado, al menos en el Noroeste de Europa. En todo el siglo XVII las temperaturas fueron muy frías; así como en el siglo XVIII y hasta las primeras décadas del XIX. El período comprendido entre finales del siglo XVI y comienzos del XIX es conocido como “Pequeña Edad Glacial”, expresión que parece un poco exagerada. Desde hace casi 200 años La Tierra ha ido calentándose; mucho en las últimas tres décadas. Las causas de todo esto no siempre son claras pues intervienen muchos y muy diversos factores. Por ejemplo, 1816 fue conocido como el “año sin verano”, fenómeno ocasionado por la formación de un velo atmosférico creado por algunas grandes erupciones volcánicas en el Sureste de Asia. Por otro lado, no deja de ser irreal hablar de condiciones agrícolas óptimas; no ya para el planeta, sino para el conjunto de Europa. No está nada clara la relación entre el clima de la Península Ibérica y el del Noroeste de Europa. Y lo que es más importante: no está claro que el mismo cambio climático tenga efectos similares en esas dos grandes regiones (un exceso de lluvia casi nunca es un problema en España). Con todo, es posible identificar las malas cosechas del siglo XVII con el momento más duro de la Pequeña Edad Glacial. De aquí a identificar ciclo climático con crisis de subsistencias, e incluso enfermedades, sólo hay un paso. Pero todo esto, aunque razonable, aún debe ser verificado.

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La muerte en Europa desde una perspectiva mundial Hay una última cuestión sobre la que merece la pena detenerse: ¿el mayor desarrollo económico de Europa fue un resultado casual de la concurrencia de catástrofes demográficas? Se ha argumentado que enormes mortandades como la Peste Negra en Inglaterra jugaron un papel positivo sobre el crecimiento económico. No obstante, es difícil o imposible concederles un papel verdaderamente decisivo. Entre otros motivos porque las catástrofes no sólo no fueron una maldición europea, sino que bien podría decirse que Europa fue un continente relativamente afortunado. Como vimos, la Peste Negra afectó a toda Eurasia. En cambio, antes y, sobre todo, después, tanto la civilización china como la islámica sufrieron estragos de los que Europa se libró. A comienzos del siglo XII un jefe tribal mongol llamado Temujin, que se hizo llamar Gengis Kan –literalmente “Señor de los Océanos”; algo así como “Señor Universal”– construyó el mayor imperio jamás conocido, desde Turquía hasta la muralla china. Uno de sus hijos, Kublai Kan, conquistó el imperio celeste. Dos siglos más tarde otro jefe tribal de las estepas, Timur Lenk –que se consideraba descendiente de Temujin, y que en España fue conocido como Tamerlán– reconstruyó parte del imperio de Gengis Kan haciendo de Samarcanda, Uzbekistán, su nueva capital. En el siglo XV los turcos otomanos crearon otro gigantesco imperio que reunía gran parte de los territorios entonces poblados por musulmanes, así como la Europa sudoriental. En el Este, en el siglo XVII un remoto pueblo norteño, los manchúes, volvieron a conquistar China. En Irán en el siglo XV se configuró un poder propio, el imperio safaví, que se disolvería en el siglo XVII. Antes y después se sucedieron varios grandes reinos. La India fue conquistada por un caudillo afgano, Baber, fundador del imperio mogol (una deformación de “mongol” que se explica porque Baber también se consideraba descendiente de Temujin) que sobreviviría hasta la llegada de los ingleses a comienzos del siglo XIX. Así pues, con la excepción de Europa, Japón, Indochina y Java todas las regiones densamente pobladas de Eurasia sufrieron la emergencia de grandes imperios. A menudo su construcción se realizó sobre los cadáveres de millones de personas. Las campañas militares de Gengis Kan y Timur Lenk (y muchos otros caudillos) se basaban en el espanto. Los habitantes de las ciudades que intentaban resistirse eran pasados a cuchillo, y sus cabezas amontadas en terroríficas pirámides para aviso de aquellos que osaran resistirse. La inestabilidad política en Irán fue tan grande y prolongada que muchas regiones retornaron a una economía ganadera después de siglos de agricultura. En China las invasiones mongola y manchú pudieron ocasionar la muerte de un tercio y un cuarto de sus habitantes, respectivamente. De hecho, los dirigentes de los dos pueblos se plantearon seriamente convertir el norte del país en un extenso campo abierto en el que criar sus queridos caballos. La persecución religiosa musulmana contra los hindúes de alguno de los últimos gobernantes mogoles de la India fue de una brutalidad extrema. Muchos rajás indios se unieron en una confederación que combatió al sultán de Delhi durante varias décadas. El imperio mogol acabó reducido a una suerte de enorme campamento militar itinerante. Los sultanes otomanos dedicaron gran parte de los recursos del Estado –y del pueblo– a combatir a los europeos en el Oeste y a los safavís en el Este.

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En resumen, no hay motivos para suponer que Europa padeciera más catástrofes demográficas que el resto del mundo. Pero lo fundamental es que no parece que la muerte de tantos millones de seres humanos haya servido al crecimiento económico de Asia. Todo lo más que puede decirse es que los años más florecientes de esos grandes imperios fueron los que siguieron a su formación. La espléndida China que conoció Marco Polo fue la de Kublai Kan. Estambul nunca fue tan grande como con Solimán I el Magnífico. Sin embargo, cien años más tarde esos dos imperios, como los demás, ya estaban en franca decadencia. Puede que, en efecto, la muerte pusiera las bases económicas a cierta prosperidad; más adelante veremos cómo. Pero tuvo que haber otros factores en Europa, ausentes en esas naciones, para que tras la primera fase de expansión rápidamente se entrara en otra de decadencia.

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1.3 La natalidad y el modelo demográfico europeo Igual que la mortalidad, la natalidad respondía a la coyuntura económica. Durante las crisis de subsistencias las tasas de natalidad caían bruscamente; tanto que el reconocimiento de las menos graves es más sencillo desde la observación de esas tasas. Hay tres motivos que explican ese descenso. En primer lugar, muchas parejas jóvenes retrasaban su matrimonio si la coyuntura económica no era buena. Segundo, algunos embarazos se echaban a perder. En fin, con una alimentación peor había menos concepciones (se ha especulado con que hubiera menos “apetito” sexual). Inversamente, al mejorar la situación alimentaria también aumentaban los nacimientos; hasta el punto de que brevemente las tasas de natalidad se situaban por encima de lo que era habitual. Se llevaban adelante los matrimonios aplazados, las mujeres volvían a quedarse embarazadas y, a veces, los viudos y viudas se casaban entre sí y celebraban la nueva unión con un retoño. Y quizás esa misma respuesta explique una parte menor del crecimiento demográfico de Europa durante el siglo XVIII. Es posible que la tasa de natalidad se incrementase levemente como consecuencia del descenso de la edad de nupcialidad. Y esto pudo ser una consecuencia de la mejora de las condiciones de vida. De todos modos, todo esta no deja de ser una respuesta coyuntural y, por tanto, de un alcance limitado temporal y geográficamente (primera mitad del siglo en Gran Bretaña). El elemento característico de la demografía europea durante la Edad Moderna e, incluso, la Edad Media, es la relativa baja tasa de natalidad en comparación a otras civilizaciones. Lo que se ha venido a llamar modelo (o régimen, o pauta) demográfico europeo. Anteriormente vimos que la respuesta social ante la incertidumbre creada por la muerte era maximizar el número de hijos, con la esperanza de que algunos llegaran a la edad adulta. En lo fundamental, esta actitud no difiere de la dominante en otras latitudes; salvo en un aspecto: la natalidad en Europa era algo más baja. Ciertamente, era una diferencia pequeña; pero una diferencia que fue agrandándose con el paso del tiempo. Quizás este proceso sea crucial para explicar porque Occidente tuvo un crecimiento económico bastante más rápido que otras civilizaciones. De hecho, progresivamente los historiadores económicos le han ido concediendo una mayor importancia. Lo más interesante de todo esto es que sucedió antes de la Revolución Industrial; es decir, antes de que entraran en funcionamiento los mecanismos que configuran la llamada “Transición demográfica”. Hubo dos razones principales por las que los europeos tenían menos hijos. Por un lado, las mujeres se casaban más tarde (en la ‘jerga’ demográfica, la edad de nupcialidad era más elevada). En la Edad Moderna la edad de acceso al matrimonio de la mujer en Europa oscilaba entre los 22 y 26 años, mientras que en Asia podía estar cinco y hasta diez años por debajo. Este factor era muy importante porque el número de hijos que una mujer podía tener a lo largo de su vida era mucho más reducido de aquél que teóricamente podría

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esperarse de la duración de su período fértil. Por razones biológicas una madre lactante tiene menos posibilidades de quedarse embarazada que otra que no lo es; y como el destete era mucho más tardío que hoy en día, rara vez los hijos venían seguidos. Una pauta común era tener el primer hijo a los nueve meses del matrimonio, y los siguientes separados cada dos años, o más. En consecuencia, retrasar la edad de matrimonio cuando la mujer era más joven y, por tanto, el embarazo era más fácil, tenía efectos considerables sobre la natalidad. Pero, ¿por qué las mujeres decidían (si es que “decidían”) casarse más tarde? Fundamentalmente porque podían hacerlo, y porque ellas, y sus familias de origen, creían conveniente hacerlo. Consideremos la posición de la mujer en una sociedad patriarcal. Para su propia familia una niña es una carga. Así como los hijos son una inversión a plazo porque en un futuro proporcionarán ingresos y preservarán el patrimonio familiar, las hijas son un “despilfarro”. Consumen sin aportar renta pues su destino es pasar de la casa del padre a la del marido. De ahí que esa transición esté presidida por una institución económica tan peculiar como la dote matrimonial. En ocasiones, cuando la dote es pagada por el marido, podemos entenderla como la compensación que se ha de entregar a los padres por el esfuerzo realizado en la crianza de la niña. Otras veces, cuando era pagada por la propia familia, como la compensación que se ha de dar al marido por liberarla de esa carga. En cualquier caso la dote es una medida del esfuerzo económico que supone traer al mundo a una niña, de modo que cuanto más elevada sea, mayor es la medida de su “inutilidad”. En resumen, una sociedad en la que la dote es elevada no valora económicamente a las mujeres. Esto no deja de ser una paradoja, ya que, siguiendo este razonamiento, cuando más elevada es la dote menos “valdría” la mujer. En realidad, no se está pagando por ella, sino por lo que cuesta mantenerla. En Europa la dote era significativamente más baja que en otras civilizaciones. Más aún: los costes de organización de la boda también eran mucho más bajos. Pero, además, incluso podía prescindirse de toda aquella alharaca. Nada más revelador que la deliciosa historia de Romeo y Julieta. La pareja se fuga y se casa a escondidas gracias al auxilio de un oportuno fraile. Lo hace por amor y con la esperanza secreta de que algún día las familias lo asuman; pero también con el temor de que quizás eso nunca suceda. Probablemente el matrimonio por amor fuera bastante menos frecuente que el convenido; pero existía, y no sólo en los dramas de Shakespeare. Esto revela una actitud social distinta de la de otros países. El matrimonio en Europa era menos formal que en otras civilizaciones. Por supuesto, era un contrato; pero también “algo más” que un contrato. No sólo se trata de pagar unas compensaciones, sino de formar una sociedad entre individuos desiguales pero útiles. La clave es el trabajo. En Europa el matrimonio era diferente porque el rol que la mujer desempeñaba en la sociedad también lo era. Había muchas menos restricciones sociales al ejercicio de una actividad profesional o de otro tipo. Por supuesto, los “oficios” estaban cerrados a las mujeres; veremos que significativamente estaban dominados por los gremios. Pero había otras vías de participación en el mundo laboral sobre las que luego volveremos. El trabajo

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femenino genera ciclos virtuosos de eficiencia y modernización. Cuanto más abierta es la sociedad más mujeres trabajan, más rápido es el crecimiento, más se cuestionan las normas tradicionales, y más débiles son las barreras de entrada al mercado laboral. Como veremos, en la Inglaterra y Holanda de la Edad Moderna el trabajo femenino supone una parte considerable e insustituible del trabajo total. Todo esto tiene una importante consecuencia demográfica: si la mujer es un pasivo económico resulta razonable que sus padres intenten librarse de ella cuanto antes. O mejor dicho, en el momento preciso; cuando pasa de ser una niña a una posible progenitora; es decir, a los 13 o 14 años; 16 como mucho. Entonces el período de crianza y alimentación ha concluido, y ante sí tiene un largo período de fertilidad; su valor como futura madre es máximo. Pero si la mujer puede trabajar se presentan dos opciones. La familia puede casarla rápidamente para que deje de consumir. Pero también puede ponerla a trabajar como criada, hilandera, o en el propio hogar, hasta que encuentre un marido. El hecho de que en Europa las mujeres se casasen más tarde revela que desde la perspectiva de sus padres el gasto de su mantenimiento no era tan elevado, o podía ser asumido sin mucho esfuerzo. La segunda razón por la que la tasa de natalidad era algo más baja que en el resto del mundo era que una parte de la población permanecía célibe. Por supuesto, las personas dedicadas al servicio religioso: monjes, monjas y sacerdotes. Pero no sólo ellos. De hecho, en la Inglaterra protestante de los siglos XVII y XVIII, en la que no había monasterios y los curas podían casarse, los solteros eran más numerosos que en cualquier otra parte del mundo. No parece haber habido una sola razón, sino muchas. En primer lugar, y como hemos visto, los matrimonios no siempre eran concertados o, al menos, era norma que los contrayentes se conociesen y aceptasen. Una de las desventajas (o no) del matrimonio consentido con respecto al concertado es que deja fuera a una parte de la población, que no encuentra pareja por razones diversas. La comparación más relevante con Europa es la India, donde hasta el día de hoy la mayor parte de los matrimonios son arreglados por las familias con el auxilio de astrólogos y otros “muñidores” de bodas; allí el porcentaje de mujeres que no encuentran marido es irrisorio. Un segundo motivo es, de nuevo, la mayor accesibilidad al trabajo. Con un salario las mujeres y sus familias no sólo pueden retrasar su matrimonio, sino también renunciar a él. Por supuesto, ésta no era una situación habitual; pero sí lo bastante como para reducir significativamente la tasa de natalidad. Las razones por las que había mujeres (y hombres) que preferían no casarse eran diversas. Una de ellas era cuidar a los padres y, en su caso, heredar la casa paterna. Pero fuera cual fuese era necesario disponer de ingresos, trabajando por cuenta ajena o vendiendo manufacturas sencillas. Precisamente las “solteronas” jugaron un papel importante en los inicios de la Revolución Industrial como mano de obra casera de ciertas tareas no mecanizadas en las que se estaban formando estrechamientos en algunos procesos industriales. La menor tasa de natalidad europea es un hecho suficientemente comprobado. Pero resulta comprometido afirmar si estamos ante la causa o la consecuencia

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de un mayor desarrollo económico; y hasta qué punto es un elemento verdaderamente relevante. En cualquier caso, parece claro que este modelo demográfico es un indicio claro de que la mentalidad colectiva de los europeos era distinta. Dedicar la vida a Dios hasta el extremo de prescindir de los hijos no es una actitud habitual en el resto del planeta. La única comparación relevante podría ser la de los monjes budistas de Asia Oriental. Pero lo realmente insólito es que las mujeres sitúen la búsqueda de un buen marido, de un trabajo, o el cuidado de los padres, por encima de la procreación. ¿Qué pudo causar ese cambio? Desde una perspectiva estrictamente económica está claro que nada de esto hubiera sucedido sin una sustancial reducción de la mortalidad. Sólo cuando la gente percibe que los niños tienen posibilidades claras de supervivencia empieza a cuestionarse la idea de que lo correcto es maximizar el número de hijos para asegurar la descendencia. Algunos incluso empiezan a sospechar que sus posibilidades de supervivencia están relacionadas con la educación, de modo que puede resultar más interesante tener pocos hijos bien educados que muchos pero sin formación. Llegar a esta conclusión no es sencillo porque gran parte del comportamiento habitual se basa en una memoria colectiva y heredada que sólo puede alterarse cuando la evidencia contraria es abrumadora. De hecho, en la mayor parte de Europa este cambio en el modo de pensar no sucedió hasta bien entrado el siglo XIX. Pero desde mucho antes de la Revolución Industrial se percibe entre los europeos un cambio en la actitud hacia los niños y, en un sentido más amplio, hacia el hogar. Durante la Edad Media, la imagen de los europeos hacia los más pequeños no es demasiado amable, quizás porque sus posibilidades de supervivencia son inciertas. Como es sabido, las versiones originales de los cuentos populares son extremadamente crueles; en realidad, sus vidas valen poco. Pero desde el siglo XVII, y especialmente en los países más avanzados, surge una actitud distinta, más atenta hacia los más pequeños. Como es lógico, el cambio ocurre en primer lugar entre las clases dirigentes, entre las personas más formadas, y en las ciudades; pero poco a poco se difunde al resto de la sociedad. Y es un cambio vinculado con la Reforma Protestante; aunque por vías no necesariamente rectilíneas. De hecho, la actitud del Protestantismo hacia la infancia es ambigua. En un sentido positivo favorece la alfabetización. Lutero y Calvino propusieron interpretaciones alternativas y personalistas a la Biblia; era una coda lógica que los dos insistieran en que cada cristiano pudiera leer la Biblia por sí mismo, lo que conducía a que se enseñase a leer a los niños. A lo largo de la Edad Moderna y hasta bien entrada la Edad Contemporánea las tasas de alfabetización entre los protestantes eran mucho mayores que entre los católicos. Las consecuencias de esta educación pueden haber sido enormes; aunque también difíciles de medir. En sí misma, la lectura de libros religiosos, con diferencia los más editados en la Edad Moderna, no debiera aportar gran cosa al crecimiento económico. Pero es un primer paso hacia otros campos. Por cierto: una vez más, los judíos aparecen como una comunidad precursora. También entre ellos la necesidad de conservar la

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Tradición talmúdica condujo a que los niños tuvieran una formación muy superior a la de sus compañeros cristianos. Pero el proceso de atención a la infancia tomó otras direcciones; a veces, contrarias al Protestantismo o, al menos, a sus versiones más radicales. Al fin y al cabo, el puritano no es una figura amable con los niños. La visión de un Dios omnisciente que juzga minuto a minuto nuestros pecados es atormentadora. En más de un sentido el Protestantismo tiene mucho de retorno a la Edad Media. San Agustín, que consideraba perfectamente lógico que los niños sin bautizar fueran al Infierno, era un autor muy apreciado por los fundadores de la Reforma. Lutero fue un monje agustino; y Calvino sentía admiración por aquel Padre de la Iglesia. En la austera Reforma el niño debe ser educado para ser un buen cristiano; pero no necesita más cariño del imprescindible. Sin embargo, en las mismas sociedades protestantes, y sobre todo a partir del siglo XVIII, hubo un cambio en las actitudes de los padres hacia la familia; un proceso que se identifica con lo que se ha venido a llamar la “feminización” de la sociedad europea. Ante todo, implica una alteración radical de la escala de valores y las actitudes cotidianas. Los iconos del siglo XVII, la fe, la austeridad y la fortaleza, fueron sustituidos por cualidades menos rotundas como la elegancia, el afecto y la sensibilidad. La vestimenta refleja esos cambios. Los austeros síndicos de paños de Rembrandt –camisa negra, botones minúsculos y cuello blanco– son reemplazados por los elegantes caballeros de Jean Honoré Fragonard y los niños-caballero de Thomas Gainsborough –casacas de colores repletas de puntillas–. La vida social y familiar de este nuevo caballero era mucho más rica, interesante y fútil. Hace visitas a sus vecinos, toma té con azúcar y una nube de leche, cotillea sobre asuntos de la Corte... En fin, es más “femenino”. Pero, sobre todo, atiende mejor a sus hijos. Les dedica más tiempo, juega con ellos, les proporciona buenos preceptores y, cuando son adolescentes, les manda de “Grand Tour” por el continente para que conozcan el Arte de Italia. Ni qué decir tiene que este exquisito modo de vida sólo estaba al alcance de unos pocos privilegiados; pero esa no es la cuestión. Lo relevante es que esa nobleza terrateniente, esa gentry a la que sirvió Smith, a la que pertenecía Ricardo, y que Marx denostaba y envidiaba, tenía valores distintos a sus antepasados. Y en la medida en la que ejercía una influencia, contribuyó a la modernización de la sociedad de un modo no mensurable, pero acaso decisivo. Las investigaciones sobre protocolos notariales –registros de las posesiones dejadas por los difuntos– revelan cómo a lo largo del siglo XVIII la vida material se fue haciendo más rica y, sobre todo, más diversa. Y que cada vez había más “cosas de los niños” –la ropita, los juguetes, los cuadernos de lectura... – y de la vida doméstica –vajilla, cortinas, mantelería... –. Y todo ello pese a que, como veremos, las mejoras en la renta per cápita no parecen haber sido importantes. No mucho más tarde, a mediados del XIX, Charles Dickens obtendrá un éxito fulminante al describir las duras condiciones en las que trabajan los niños londinenses. En realidad, Dickens no relata crueldades menores de las que sucedían 100 o 200 años antes (fuera de la peculiaridad del maquinismo). Lo que probablemente había cambiado desde entonces era la sensibilidad de la gente común.

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Más atención y más educación implican un mayor capital humano. Si, como pensaban Ricardo y Marx, el salario de un trabajador es el de su coste de mantenimiento y reemplazo (la ley de Bronce, o de Hierro, de los salarios), esos niños bien cuidados deben percibir una remuneración más elevada cuando se hagan mayores. El salario debe cubrir el coste de una educación que no es gratuita pues implica, como mínimo, un coste de oportunidad. Pero precisamente porque el coste de criar a los hijos es mayor los padres tienen un buen motivo para reducir su número. Esto conduciría a una menor demanda de puestos de trabajo (aunque mayor de puestos de trabajo de cierta calidad). Pero, en fin, quizás estemos avanzando demasiado. Volveremos sobre esto más adelante. Bibliografía Anderson, Perry, 1979: El Estado absolutista. Siglo XXI Crosby, Alfred W., 1988: Imperialismo ecológico, Crítica De Vries, Jan, 2008: La revolución industriosa, Crítica De Vries, Jan, 1979: La economía de Europa en un período de crisis 1600-

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