Suplemento Cambio

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#27 DIRECTOR GENERAL: DIRECTOR EDITORIAL : COORDINADOR EDITORIAL DE 6 grados: Gabriel Sánchez Andraca Arturo Rueda Gerardo Oviedo 6 Grados de separación es un suplemento mensual del DIARIO CAMBIO. El contenido de los textos es responsabilidad de sus autores. MANEJO GRÁFICO:  Alfredo Ríos 1 ° EL GAN ADOR C uando tomé esa fotografía en los disturbios de Haití, sabía que me haría merecedor al premio de fotoperiodismo de este año. Qué ju- rado podría resistirse al ver a ese poli- cía parado sobre un cadáver, mientras en un signo de su poder, come sin la menor pena una congelada para miti- gar el calor caribeño. Algunos críti- cos la calicaron como una metáfora del tercer mundo. Por eso la titulé el poder de la muerte en Haití. Ahora que ingreso a este salón, en donde se realizará la premiación anual a lo mejor del trabajo periodís- tico, entro con la conanza que han de sentir los ganadores que se saben con el premio en la mano. Para esta ocasión especial decidí vestir de smoking, algo que no hacía desde hace algunos años al cubrir el fes- tival de Cannes. Es una pena que en este tipo de ceremonias, no haya una alfombra roja en donde los nominados, podamos exhibirnos cual pasarela de estrellas del cine  y c ont emp lar l os e mpu jon es de los fotógrafos por conseguir los me-  jore s ángul os. En la antesala me asxian los saludos efusivos y los elogios de algunos colegas, que fungirán como testigos de mi coronación . No necesito hablarles, ellos me buscan a modo de un santo padre al que desean besarle la mano. Como Sepúlveda, mi director editorial en El Revelador, que sólo le falta llevarme en hombros como si hubiera ganado el mundial de futbol. Ven a verme en la semana, me dice Sepúlveda, tenemos una comida pendiente. Su palmada recia en la espalda me conrma que ya me dará el trato que merece un maes- tro de la lente. Zendejas, mi coordinador fotográ- co del periódico, me estrangula los dedos con su mano gorda. Por suerte, no se le ha ocurrido abrazarme. Hablé con Aranda, me conesa, el muy cabrón no se dejó sacar información pero dice que el premio está entre el gallego Cer-  van te s y tú. Hazm e la b uena Ze nd ej as,  ya e ra ho ra d e qu e me reco no cie ran por mi trabajo. Yo creo que sí se te va hacer Francisco, Aranda me garantizó que tu obra es una fotografía contundente. Sí, debo reconocer qu e la cámara digital hace maravillas, como tam- bién el photoshop que me ayudó a equilibrar la temperatura del color y 1 DE JULIO DE 2011 Viernes http://taller-de-novela-de-gerardo-oviedo.blogspot.com facebook: “6 grados” suplemento literari o del periódico CAMBIO las tonalidades. Pero lo más impor- tante, fue haber atinado al momento  justo de la acción: el alza de los pre- cio en los alimentos, propició que una muchedumbre llegara al Palacio Presidencial de Haití gritando “¡Te- nemos hambre!” Los haitianos em- pezaron a abrir las rejas del Palacio, por lo que me subí a un árbol para ganar perspectiva a esperar a que algo importante sucediera. Antes de que llegaran los cascos azules de la ONU, llegó un rustico Renault que servía de patrull a. Bajaron tres poli- cías, uno de ellos comiendo una con- gelada, y sor prendieron a un hombre entrar por la verja. Sin miramientos, empezaron a golpearlo con las ca- chas de sus escopetas hasta matarlo. Con el cuerpo agónico en el suelo, el policía apoyó un pie sobre el cadáver para comer la congelada, mientras sus compañeros dispersaban a los demás manifestantes. De esa escena en particul ar, tomé cinco imáge nes  y la mejo r, fue la que mandé al perió- dico y usaron como portada. Así es mi trabajo, aunque no faltó quien me preguntara si yo le pedí al policía po- sar. Ni que anduviera con un equipo de producción o ensayando la toma.  T odos los asistentes empiezan a ocupar sus lugares. A lo lejos, Sepúl-  veda me hace señas para mostrarme el asiento que reservó para mí: un trono escoltado por él mismo. ¿Se te antoja un whisky Francisco?, me pregunta Sepúlveda. Esta noche me puedo permitir ese gusto, por lo que lo pido en las rocas, mañana sentiré las consecuencias de la resaca. Tráe- me tres whiskys en las rocas, ordena Zendejas al mesero, quien se mueve a la voluntad de los chasquidos de los dedos gordos. Si mí llegada provo- có un derroche de atenciones y aún no me han nombrado el fotógrafo del año, qué me espera cuando me ande paseando con mi premio, en la  ya tradicional esta que hay para los ganadores. Es lo mínimo que merece un artista como yo, el reconocimien- to de su gremio tras veinte años de fotógrafo. Ojala el premio me traiga muchos benecios personales.  T al vez deje esos perió dicos y revistas nacionales, para llegar a trabajar en alguna publi- cación gringa o europea: ser reportero gráco en la guerra de Irak, olvidándome de ir a países paupérrimos que na- die recuerda en qué parte del mundo se encuentran de tan rascuaches que son y sobre todo, seguir cosechando más prestigio internacional. Sólo espero que Mónica no tome el premio como un pretexto para pedirme más pensión alimen- ticia, porque ahora sí me voy a cobrar caro su abandono .  Ya quiero leer el encabe- zado de mañana en primera plana: ¡El Revelador felicita a Francisco Rivas por la mejor fotografía periodística y junto, tu fotografía a cuatro colum- nas!, grita Sepúlveda. Gracias  jefe, pero este premio también es de usted. Para lambisconear más, brindo con él en medio de carcajadas. Algunos asisten- tes alrededor, voltean molestos por nuestra algarabía. Pero no me importa, no debo perder la oportunidad de recibir elogios de mis dos jefes. Para redondear la noche, Sepul-  veda manda llamar a Escob ar y le ordena tomar las fotos de la premia- ción mientras se acomoda su corbata roja de seda. Tantos años viviendo de su fotografía de los zapatistas y envi- diando las atenciones que Sepulveda tenía para él y ahora, Escob ar va a cu- brir las fotos de mi premiación. Verlo golpeado en su soberbia realza mi bri- llo de esta noche. Recuerdo perfectamente cuan- do lo conocí: había llegado al pe- riódico como diseñador editorial, y la falta de oportunidades me hizo aceptar una vacante de fotógrafo de la nota roja e inmediatamente, ha cubrir la muerte de una perso- na. Honestamente no sabía usar una cámara réex. Me acuerdo de la rápida capacitación de Escobar, antes de que se le subiera el ego: “maneja un diafragma 5/6 y si hay poca luz, usa el ash; lo más im- portante, es que traigas imágenes morbosas para llenar las hojas”. Al

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Director General: Director eDitorial: coorDinaDor eDitorial De 6 grados:Gabriel Sánchez Andraca Arturo Rueda Gerardo Oviedo

6 Grados de separación es un suplemento mensual del DiarioCambio. El contenido de los textos es responsabilidad de sus autores.

Manejo Gráfico: Alfredo Ríos

1° EL GAN ADOR

Cuando tomé esa otograía en losdisturbios de Haití, sabía queme haría merecedor al premio

de otoperiodismo de este año. Qué ju-rado podría resistirse al ver a ese poli-cía parado sobre un cadáver, mientrasen un signo de su poder, come sin lamenor pena una congelada para miti-gar el calor caribeño. Algunos críti-cos la calicaron como una metáoradel tercer mundo. Por eso la titulé elpoder de la muerte en Haití.

Ahora que ingreso a este salón,en donde se realizará la premiaciónanual a lo mejor del trabajo periodís-tico, entro con la conanza que han

de sentir los ganadores que se sabencon el premio en la mano. Para estaocasión especial decidí vestir desmoking, algo que no hacía desdehace algunos años al cubrir el es-tival de Cannes. Es una pena queen este tipo de ceremonias, no hayauna alombra roja en donde losnominados, podamos exhibirnoscual pasarela de estrellas del cine y contemplar los empujones de losotógraos por conseguir los me- jores ángulos.

En la antesala me asxian lossaludos eusivos y los elogios dealgunos colegas, que ungirán

como testigos de mi coronación.No necesito hablarles, ellos mebuscan a modo de un santo padre alque desean besarle la mano. ComoSepúlveda, mi director editorial en ElRevelador, que sólo le alta llevarmeen hombros como si hubiera ganado elmundial de utbol. Ven a verme en lasemana, me dice Sepúlveda, tenemosuna comida pendiente. Su palmadarecia en la espalda me conrma que yame dará el trato que merece un maes-tro de la lente.

Zendejas, mi coordinador otográ-co del periódico, me estrangula losdedos con su mano gorda. Por suerte,no se le ha ocurrido abrazarme. Hablécon Aranda, me conesa, el muy cabrónno se dejó sacar inormación pero diceque el premio está entre el gallego Cer- vantes y tú. Hazme la buena Zendejas, ya era hora de que me reconocieran pormi trabajo. Yo creo que sí se te va hacerFrancisco, Aranda me garantizó que tuobra es una otograía contundente.

Sí, debo reconocer que la cámaradigital hace maravillas, como tam-bién el photoshop que me ayudó aequilibrar la temperatura del color y 

 

1 de Julio de 2011 Viernes

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las tonalidades. Pero lo más impor-tante, ue haber atinado al momento justo de la acción: el alza de los pre-cio en los alimentos, propició queuna muchedumbre llegara al PalacioPresidencial de Haití gritando “¡Te-nemos hambre!” Los haitianos em-pezaron a abrir las rejas del Palacio,por lo que me subí a un árbol paraganar perspectiva a esperar a quealgo importante sucediera. Antes deque llegaran los cascos azules de laONU, llegó un rustico Renault queservía de patrulla. Bajaron tres poli-cías, uno de ellos comiendo una con-

gelada, y sorprendieron a un hombreentrar por la verja. Sin miramientos,empezaron a golpearlo con las ca-chas de sus escopetas hasta matarlo.Con el cuerpo agónico en el suelo, elpolicía apoyó un pie sobre el cadáverpara comer la congelada, mientrassus compañeros dispersaban a losdemás maniestantes. De esa escenaen particular, tomé cinco imágenes y la mejor, ue la que mandé al perió-dico y usaron como portada. Así es

mi trabajo, aunque no altó quien mepreguntara si yo le pedí al policía po-sar. Ni que anduviera con un equipode producción o ensayando la toma.

  Todos los asistentes empiezan aocupar sus lugares. A lo lejos, Sepúl- veda me hace señas para mostrarmeel asiento que reservó para mí: untrono escoltado por él mismo. ¿Sete antoja un whisky Francisco?, mepregunta Sepúlveda. Esta noche mepuedo permitir ese gusto, por lo quelo pido en las rocas, mañana sentirélas consecuencias de la resaca. Tráe-me tres whiskys en las rocas, ordena

Zendejas al mesero, quien se muevea la voluntad de los chasquidos de losdedos gordos. Si mí llegada provo-có un derroche de atenciones y aúnno me han nombrado el otógraodel año, qué me espera cuando meande paseando con mi premio, en la ya tradicional esta que hay para losganadores. Es lo mínimo que mereceun artista como yo, el reconocimien-to de su gremio tras veinte años deotógrao.

Ojala el premio me traigamuchos benecios personales.

 Tal vez deje esos periódicos y revistas nacionales, para llegara trabajar en alguna publi-cación gringa o europea: serreportero gráco en la guerrade Irak, olvidándome de ir apaíses paupérrimos que na-die recuerda en qué parte delmundo se encuentran de tanrascuaches que son y sobretodo, seguir cosechando másprestigio internacional. Sóloespero que Mónica no tome elpremio como un pretexto para

pedirme más pensión alimen-ticia, porque ahora sí me voy acobrar caro su abandono.

  Ya quiero leer el encabe-zado de mañana en primeraplana: ¡El Revelador elicita aFrancisco Rivas por la mejorotograía periodística y junto,tu otograía a cuatro colum-nas!, grita Sepúlveda. Gracias jee, pero este premio tambiénes de usted. Para lambisconearmás, brindo con él en medio decarcajadas. Algunos asisten-tes alrededor, voltean molestospor nuestra algarabía. Pero no

me importa, no debo perder laoportunidad de recibir elogiosde mis dos jees.

Para redondear la noche, Sepul-  veda manda llamar a Escobar y leordena tomar las otos de la premia-ción mientras se acomoda su corbataroja de seda. Tantos años viviendo desu otograía de los zapatistas y envi-diando las atenciones que Sepulvedatenía para él y ahora, Escobar va a cu-brir las otos de mi premiación. Verlogolpeado en su soberbia realza mi bri-llo de esta noche.

Recuerdo perectamente cuan-do lo conocí: había llegado al pe-riódico como diseñador editorial, y 

la alta de oportunidades me hizoaceptar una vacante de otógraode la nota roja e inmediatamente,ha cubrir la muerte de una perso-na. Honestamente no sabía usaruna cámara réfex. Me acuerdo dela rápida capacitación de Escobar,antes de que se le subiera el ego:“maneja un diaragma 5/6 y si hay poca luz, usa el fash; lo más im-portante, es que traigas imágenesmorbosas para llenar las hojas”. Al

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2° HISTORIA DE BRUM A Y ESPUMA

[ ElizabEh th Cruz aguilar ] 

llegar a la e scena, una doliente pocil-ga en la que reinaba la putreaccióncausada por el cuerpo en descompo-sición de una anciana que vivía ensoledad, me dispuse a realizar mitrabajo con náuseas. Por poco, mi vomito cae sobre los gusanos que sa-lían de aquel cuerpo. Con el tiempome acostumbré, aprendí la técnica,a manejar lentes, a usar la compo-sición y empezaron a llegar mejoresoportunidades laborales. Así le ui

tomando gusto a viajar y ser recono-cido en el medio periodístico.

Se aproxima el momento de mipremiación. Trato de conservar lacalma, de no beber tanto whis-ky para no estropear mi dicción.Mientras aplaudo a otros ganado-res como yo, trato de recordar esaspalabras claves de mi discurso: laresponsabilidad de un otorrepor-tero es ir contra la corriente, entra-mos al lugar de donde la gente huye.

Porque nuestro trabajo es capturar,a través de la lente, la realidad delas aectaciones y consecuencias deuna guerra. Gracias. Sí que me lucíal escribir está rase.

El presentador anuncia a los nomi-nados al premio de mejor otorrepor-taje, en el que obviamente me encuen-tro. Dice cosas que sólo postergan mipremio ya cantado. Deberían prohibirque hagan tiempo contando chistesramplones. ¿Me molesta? Sí, pero

ahora es dierente, es mi consagraciónaraónica en la otograía periodística.El presentador abre el sobre. El ga-llego Cervantes, mi competidor máscercano, se acomoda las solapas deltraje con mucha arrogancia. Sepúl- veda me aprieta el brazo y me miracual niño emocionado de recibir unnuevo juguete. Me levantaría de una vez, pero preero escuchar la tem-pestad de los aplausos después deoír mi nombre.

[ O sCar raziEl COsmE lópEz ] 

La extrañamente suave caricia delas hojas aladas de su rastrillo so-bre su mejilla, podando de a poco

el incipiente bosque que crecía en su az,lo invitaron a refexionar cosas tan vanascomo proundas en el mismo periodo in-signicante de su día que era la aeitada.Frente al espejo, de pie, semidesnudo, sele revelaron soluciones a problemas que jamás había pensado. Se vio en las partesdel espejo libres de vapor como una guraapenas insinuada de humanidad; pareceque ahí, con la toalla en la cintura y el ca-bello escurrido encontró su esencia. ¿Quésoy?, preguntó.

Con la barbilla lisa y la espumade aeitar partiendo de patilla a patillacon el bigote como puente, se imaginócomo irlandés avecindado en Nueva York en el siglo XIX y continuó su des-ordenado viaje a ningún lado. Encontrósin querer la razón de la e, injurió en

silencio a los creyentes, “al n la intole-rancia es de acción no de pensamiento”, y undó en el miedo a lo que sigue, si esque sigue algo, el porqué de la existenciade Dios. Cuestionó su conclusión una y otra vez al tiempo que enjuagaba el ras-trillo. ¿Y si sólo soy un animal? Le vinoa la mente la trillada denición aristo-télica de hombre, y enseguida las cinconoticias que había leído al despertar (estáde más decir que los descabezados ocu-paban en esos días los titulares). ¿Dóndeestá la racionalidad que presumimos?

Para el nal de ese pensamientomás sensato que undado, su rostrohabía perdido lo europeo, el bigoteblanco de espuma le imprimía a surostro un aire “aporriado”. Sonrióal espejo diciendo la rase cantadita“mujeres tan bellas, tan bellas” y en elademán propio de su expresión remo- vió un poco de espuma con sus dedos.

Irrumpió a su pensamiento el grito to-davía dulce de su mujer preguntandoqué le gustaría desayunar.

―Lo que sea mi amor ―respondió untanto obligado por la amenaza conti-nua de un reclamo de su esposa porsu alta de ternura. “Ya no me hablascomo antes”, imitó mentalmente.

―¿Cómo lo que sea? ¿Qué te hago?―continuó la plática a distancia.

―No sé, unos huevos con jamón, loque sea.

―No tengo jamón, pero si quieres voy rápido a la tienda.

Él entendió perectamente la ora-ción de su esposa, tantos años de no- vios y algunos meses casados le habíandado esa habilidad tan codiciada. Lapropuesta de ella, tan simple a primeraoída, era realmente un casco de gue-rra jado a un palo que se asoma poruna ventana con la única intención de

delatar la posición de un rancotiradorenemigo. Lo que verdaderamente sig-nicaba era: “no tengo jamón, ¿erestan egoísta que me vas a hacer salir demi casa para comprarte tu capricho?”

―Entonces el huevo solo, no tepreocupes.

Cualquier rastro de vello acial erahistoria, enjuagó su rostro con agua ti-bia y salió. La imagen de su salida uecelestial, el baño iluminado con los re-cién llegados rayos del sol se conectabacon su habitación por un pasillo oscu-ro que hacía las veces de vestidor.Cuando la puerta se abrió, el vaporconcentrado se extendió por el piso y la luz a sus espaldas creaba una especiede aura mística.

Eligió su ropa, desayunó rente altelevisor y dejó sus refexiones. Rum-bo a su ocina se detuvo en el “súper” y compró una coca.

[ VíCtOr manuEl Carral COrtés ] 

3° EL LAMENTO DEL TIEMPO

L

a luz grisácea del alba comen-zaba a iluminar la habitacióncomo si el sol se negara a brin-

dar un nuevo día. El reloj marcabalas doce cuarenta y su segundero seposaba sobre el seis. El único sonidoperceptible era el de la máquina deaquel viejo arteacto, que retumbabaen los cansados muros de la habi-tación en la cual había pasado mástiempo del que le hubiera gustado.

 Treinta y cinco segundos, su manoderecha se deslizó en el bolsillo delpantalón. El sonido producido porel roce de la cajetilla de cigarros quesacaba rompió el monótono grito deese guardián del tiempo. Recordócuando esa acción precedía a un sen-timiento que tenía bien identicadocomo pareja del placer, ahora no eraasí, umar se había convertido enun hábito más que, a menudo, hacíade manera inconsciente. El reloj sedetuvo marcando los cuarenta se-gundos y, tratando de engañarse a símismo, como el viejo necio que era,regresó su manecilla para volver amarcar treinta.

Levantó un cerillo encendido y loacercó a la punta de su cigarro mien-tras observaba cómo su antiguo perse-guidor trataba de parar lo inevitable.

La idea le pareció graciosa, bien sabíaque las cosas no uncionaban así, lohabía aprendido hace mucho tiempo y lo había hecho por la uerza, de todasmaneras le habría encantado que ueraposible, tal vez por eso aún lo conser- vaba, le traía de vuelta el recuerdo desus sueños rotos.

Fijó la mirada en su cigarro, enel uego que lentamente le trans-ormaba y, mientras el reloj se ae-rraba al pasado, el cigarro parecíaansioso por consumirse. El humocomenzó a ormar una nubecillasobre su cabeza y el aroma que tan-to le gustaba inundó sus sentidos,sin embargo no le pareció nada es-pecial, le parecía vacío.

Recostó la cabeza en el respaldodel mullido sillón rojo en el que seencontraba sentado, al mismo tiem-po cerró los ojos lentamente. El reloj volvió de nuevo, y sin saber por qué,ese sonido le hizo imaginar el lugaral que se dirigía.

Una bahía, dierente a todas lasque durante su vida había visitado  y, sin embargo, tan amiliar comola habitación donde se encontraba.El viento le revolvería suavementeel pelo; rerescándolo. El turbulentomar le daría la bienvenida y desde el

risco donde vería esta imagen se sen-tiría vivo de nuevo. En ese lugar yano existiría la incertidumbre, sólo laesperanza y la paz.

El viento resopló a través de la  ventana y le arrastró uera de esesueño, donde todo podría ser die-rente. Lentamente abrió los ojos y los jó en el techo, sintió caer la ce-niza de su cigarro, le rozaba el dorsode la mano a manera de caricia, no leimportó, de todas maneras se habíaperdido de caricias más importan-tes. Tomó una carta sin letras que seencontraba extendida al centro de suescritorio de roble, podía ver todo loque quería plasmar en ella con unaclaridad que no conocía lenguaje.

 Tomó una pluma uente que guar-daba en el segundo cajón del ladoderecho de su escritorio, junto a surodilla. Trató de escribir una línea,sólo eso necesitaba para redactar lasolicitud que pretendía dar testimoniode sus penas y dirección de su uturo.Le pareció como si el sol hubiera dadomarcha atrás, todo se volvió oscuro, yaconocía bien ese sentimiento. No teníaclaro en qué momento se había vueltoun extraño de su propio destino, sabíaque en este espacio no quedaba lugarpara él.

Logró apoyar la punta de la plumasobre la rugosa textura del papel, alprincipio sólo una mancha, despuésormó una vocal, luego un espacio y una duda, ¿a quién debía dirigirla?,¿realmente importaba?, tal vez ni si-quiera uera a llegar a manos de na-die, tal vez sería sólo otro elementosin importancia de su existencia.

De pronto, la habitación le pareciódemasiado pequeña, la duela bajo suspies se quejaba con agudos sonidos delpaso de los años y las paredes, atesta-das de recuerdos de una vida que hacíamucho había dejado de vivir, le re-prochaban momentos desperdiciados.Sintió cómo la temperatura se elevabaa una velocidad vertiginosa, el aire leraspaba la garganta.

Decidió no terminar esa carta, laúltima que pensaba escribir, decidiódejar hablar al silencio. El cigarro amedio umar seguía en su mano iz-quierda, con la derecha abrió el ca-  jón, guardó la pluma uente y, delondo, sacó el revólver calibre treinta  y ocho. Nuevamente cerró los ojosmientras subía la mano para apun-tarse a la sien. A la luz grisácea delalba se escuchó el la mento del tiem-po; el humo subió, el reloj volvió diez segundos y no avanzó uno más.

[ EdEr Olguín ] 

 

4° TU SANGRE Y MI SANGRE

…y te juro por las tardes y el aireque no es el dolor lo que me hacerecordarte, de pronto sucede quellega esa bruja, invisible mientras  vuela, a mostrarme imágenes decielos negros, de suspiros en diosesnostálgicos y de las promesas queno cumplimos para que vuelvas aestar en mi mente. Porque, comote dije tantas veces, es malévola y,cuando está enojada, se transormaen insectos diminutos que se metenen mi oído izquierdo y me pregun-tan constantemente cómo se sien-te la vida después de que terminael amor. Casi todo el tiempo ellase presenta en las cosas cotidia-nas como las llaves de la cerraduragrande, el primer caé de la mañana,la textura del volante del coche, elblock amarillo donde se anotan lospendientes o el postre que empalagaporque tiene mucha azúcar. Así, depronto aparece. Y me lleva hacia ti y te imagino sonriendo a las oncede la mañana en una ocina, conmucha gente que está escuchandolo que quieres decir, en el calor deun domingo al mediodía planean-do lo que vas a comer, sentado en

el auto manejando en una carreterasin rumbo o jugando con tus hijossobre la nieve de un país antás-tico. Y te juro también, porque lotienes que saber estés donde estés y con quien te acompañe en tu i ncer-tidumbre y tus mejores momentos,que no es dulzura, ni surimientolo que siento al recordarte. Sólo sonrecuerdos. Como aquel recuerdo delúltimo día en el que los dos sabía-mos que no volveríamos a vernos,que yo no me quedaría contigo, nitú conmigo, que ya no habrían máspalabras y jamás un nuevo intentopor encontrarnos en la distancia. Y no pudimos despedirnos de rente,mirándonos a los ojos, para que per-manecieran intactas por siempre lasnoches largas, empapadas de lunasanaranjadas, que no tuvieron can-sancio, ni mentiras, ni culpa, y quenos atrevimos a compartir juntos. Y ue una de esas noches en que ellacomenzó a aparecer y al principio,muy al principio, los dos la veíamos,pero a ti te causaba gracia, decíasque tenía envidia porque las brujasson solitarias y no pueden enamo-rarse. Me daba miedo su presencia

cuando nos llenábamos de cariciaso silencios y por eso te pedí tantas veces que hiciéramos algo para quese uera, que la complaciéramoscantando las canciones que queríaescuchar o invocando un sortilegioo regalándole las cartas que nos es-cribimos desde que éramos niños.Pero no le cantamos, ni le dijimosuna oración, ni le otorgamos nada y,aunque yo sí la veía con terror, qui-se creerte sin estar convencida, queera una bruja envidiosa y tal vez poreso no deja de perseguirme. Tam-bién me ha conesado que cuandonos enamoramos ella estaba arribadel templo más cercano junto a cin-co palomas y al observar cómo noscontemplábamos comprendió quenecesitaba el silencio con ruido quehabita en los bosques donde duer-men los magos. En ese momentoquiso ir a aquellos lugares l lenos deárboles con arcoíris y gobernadospor las brujas que habían sido susmejores maestras para que le dije-ran en secreto cómo realizar el he-chizo para que pudiera enamorarse.Además, necesitaba de la hechice-ría porque quería saber cómo d ibu-

 jar los contornos de lunas enormesdonde impera el desaío por estardentro y con la vida. Entonces, sindetenerse mucho, y acariciando sucorazón con ganas de arrancárselopor no poder amar a nadie, comen-zó a volar a donde debía dirigirse,pero una nube enorme le reveló, através de truenos que se convirtie-ron en palabras escritas sobre el cie-lo más gris, porqué al besarnos tú y yo también tocábamos sin querernuestras venas. Así ue cómo ellasupo lo de nuestra sangre y com-prendió que no existiría un hechizopara vivir lo que nosotros estábamos viviendo. Por eso decidió quedarsecon nosotros, quizás para castigar-nos o tal vez por envidia. Y te juro, y te mando mi juramento hasta ellugar más lejano de tu presente y de tu uturo, que no reclamo quela bruja esté cumpliendo su misiónsólo conmigo. Y no hay tormentoni hay alegría, porque de verdad te juro que sólo es recordarte. Y recor-dar como ella tanto me recuerda,la maldición o bendición de habercompartido contigo a los mismosabuelos y tanto amor…

[ nanCy silVa ] 

AUSENCIA5°

V iene doña Mercedes con labolsa del mandado a cuestas,presa de una gran pena por

la sensación de la carga y un doloren la espalda baja. El camino queanda, es siempre el mismo, le gustaporque le queda de paso la tiendita y las ventanas con rostros mirones,que sólo de vez en cuando la salu-dan. Los desorbitados ojos de Mer-cedes se jan en algunas cosas pero ya casi no miran. Percibió, o quizásse imaginó que al salir de casa erade día y de pronto ya es de noche:

—¡Qué pronto se pasa la hora!—dice para sí Mercedes somnolien-ta y algo perturbada.

Algunas personas que divisa a travésde las ventanas, se le hacen muy cono-cidas, a veces como en un sueño se de-tiene a platicar con ellas, pero aquellaspersonas la ignoran y dirigen la miradaal tejido, a la sopa en la estua o a losniños que juegan en el piso con carritosde plástico y canicas.

Ella no entiende por qué ya na-die la escucha y por qué amigos,parientes y vecinos, ya ni siquiera lamiran:

—¿Qué habrás hecho Mercedi-tas? —se pregunta a menudo, mien-tras busca en el delantal salpicadode pipián rojo, la dirección de suhijo Héctor a quien no ve hace mu-cho tiempo. Pero era como meterlas manos en un hueco de aire, puesnunca encuentra nada.

Es muy raro que de momentoesté en su amada cocina, guisandoalgún platillo mexicano, y de re-pente se vea sola por la madruga-da, en la oscuridad, soportando unrío tan violento, que le cala hastalo más hondo. Otras veces intentahablar con su hija y sus nietos, con-tándoles de su dolor de espalda, sinque éstos se inmuten o le obsequiensiquiera una mirada.

—¡Ay, cuánto dolor da llegar a  vieja! Mientras más consecuentauno a los hijos, menos caso le hacena uno.

 Todas las noches, sentada al co-medor, llora mientras sus parientesdescansan. Luego se levanta inten-tando lavar los platos de la cena,pero estos se le resbalan de las ma-nos rompiéndose en pedazos.

El yerno de Mercedes desper-taba, encendía la luz y mirando elplato roto, escudriñaba la cocinabuscando al culpable. Ella le orecíadisculpas apenada, agachándose arecoger el tiradero sin lograrlo, perolas manos no le responden nueva-mente.

Aprovechó el repentino encuen-tro para contarle acerca de los nue- vos dolores que aquejan los huesosde las manos entumeciéndolos y ha-ciendo torpes todos sus movimien-tos, hasta ya casi no sentir algunosde sus miembros. El yerno indie-rente, sólo se inclina a recoger los

restos de cristal quebrado.Una mañana, los cinco inte-

grantes de la amilia se arreglaronmuy bien, la hija, el yerno y los tresnietos de los cuales ya no recuerdanombres, se metieron apretujadosen el vocho. Ella pidió ir con ellos alo que creyó una esta. Como nadiele hizo caso, se metió a la uerza enla parte de atrás junto a sus nietos. Todo el ca mino la paso riendo conellos, aunque la plática era conusa,supo intervenir en ella. De vez encuando, una bruma llenaba el es-pacio que quedaba en el carro y sepreguntó, si ya le empezaba a allarla vista.

Cuando llegaron al supuestosalón de estas, todos bajaron delcarro. Mercedes caminó tras ellos,entró al recinto que le pareció muy bonito, lleno de fores de todos loscolores. Escuchó a lo lejos a los ma-riachis entonando un bolero quea ella le gusta mucho. Miró a su yerno tomar la mano de su esposa,mientras a ésta le escurrían un parde lagrimones.

—¿Qué te pasó mi’jita chula, quéte hizo el pelado éste? ―le preguntoal oído, sin obtener respuesta.

La pareja colocó en un foreroun enorme ramo de fores, rezaronal unísono un Padre nuestro mien-tras ella intentaba leer el nombreplasmado con letras doradas en unacruz de metal negro.

—¡Ave María purísima!, y aho-ra ¿quién se habrá muerto? ―dijo, y por más que se esorzaba por leer elnombre, ni si quiera alcanzaba a leerlas letras más grandes, así que se diomedia vuelta y se marchó. Sus pasoscada vez más livianos la hacían sen-tir que caminaba entre nubes.

Amaneció, a lo lejos se escuchaun canto de pájaros, Mercedes des-pierta en la sala de su casa e inten-ta prender el televisor para ver lasnoticias como de costumbre, pero elcontrol remoto no le responde:

—¡Ya no tiene pila la cochinadaésta! —de pronto escuchó a lo lejos,como en un tiempo lejano, el cantode sus canarios. Se dirigió a las oxi-dadas jaulas y dijo:

—¿Qué pasó mi’jos ya tienenhambre verdad? Ahorita vengo voy al mercado a traerles su alpiste y sunabo, no me tardo mis niños ―unade las aves jó por un momento susojos diminutos en Mercedes, quiense sintió emocionada, pues haciatanto tiempo que nadie la miraba―. Y ora dónde dejaría yo mi monede-ro ―dijo Mercedes mientras metíalas manos a la nada de su delantalde aire, buscando un monedero quedejó de existir hace algún tiem-po, después le pareció ver a su hijoHéctor, llamándola a lo lejos. Sedesató el delantal y se aproximo aél y se ma rcharon juntos, levitandocon sus pies de viento.

5/6/2018 Suplemento Cambio - slidepdf.com

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6° A NECDOTA D E U NA COCINA

Mateo desde la ventana observaba cómo Ciria cortaba cebolla antesde arrojarla sobre el sartén.Mateo siempre observaba a Ciria.

Ciria lloraba.Pero no era por la cebolla.La conversación que tuvo en el teléono hacía cinco minutos le había hechotrocitos el corazón. Más de los que ella había hecho de la cebolla por la queno lloraba.Mateo perectamente sabía que posiblemente ese día la comida tendría sa-zón a tristeza.

Pero Mateo no hablaba.Con un pañuelo anaranjado que colgaba de un clavo al lado de la alacena,Ciria se secaba las pupilas inundadas, que, debido a la tristeza, hacía queueran negros los siempre ojos verdes de Ciria.Ella le contaba la angustia a Mateo mientras observaba una pequeña plantaque resbalaba de la cornisa de aquella ventana que da a la calle por la quetantos pasan.Pero Mateo no pronunció ninguna palabra.El silencio se interrumpió con el ruido de la licuadora, el cual no era tanarmonioso como un nocturno de Chopin, pero, a pesar de las dierencias,encerraba quizá el mismo dolor.

 Tal vez era la oportunidad para que Mateo dijera algo.Pero Mateo no habló, y esa ue una razón por la cual Ciria se preguntaba siel amor se deba llorar como se llora cuando se corta cebolla…

Los azulejos –que por cierto, ni eran azules ni estaban lejos (así que deberíanllamarse “verdecerca”)- otograaban la escena.Mateo no hablaba, y Ciria no escuchaba otra voz que no uera el caminar delsegundero del reloj de pared, esa cojera de tic tac.

El silencio era más grande que la cocina, que la casa entera, más grande queaquella corta primavera.

Ciria se dirigió al rerigerador y pensó en abrirlo, para colocar en la repisa deen medio su tristeza hasta que se hiciera hielo. Y cuando sucediera, sacarlade ahí y colocarla junto a la planta asoleada de la cornisa.Para poder desaparecerla.

Lo pensó en voz alta.Pero Mateo no dijo nada, lo cual hizo pensar a Ciria que era una malaidea.

Entonces, “compuso” otro “nocturno” en plena mañana con la licuadora y su voz ronca.

Ciria se quedó ahí, en medio de la cocina, al lado izquierdo de la mañana.

Sus verdes ojos negros aún se bebían el luto de su tristeza.Ciria se bebió dos vasos de jugo de zanahoria.

 Y Mateo nunca dijo ni una sola palabra.

Quizás se deba a que Mateo es un gato. [ paCO rubín ] 

A MAteo, por contArMe estA historiA