Simone y Emilio - Capítulo I - "Pildoras contra la Apatía"

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PILDORAS CONTRA LA APATÍA

Bettina Ruiz Spohr

Todos los derechos reservados

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SIMONE

Hoy oficialmente ha terminado el curso. Y con él…mi vida laboral. Tengo una

sensación rara. Mientras recojo los vasos de plástico con restos de refrescos y

los platos sobre los que ha quedado algún emparedado mordisqueado, disfruto

del silencio que ha seguido a la algarabía de chavales que acaban de marchar

rumbo a sus vacaciones de verano y de los que me he despedido con

sensaciones muy divididas. La emoción me ha embargado cuando Emilio, en

nombre de todos, me ha entregado un mural enmarcado con las fotos de su

promoción y muchas en las que aparezco yo en todas las salidas de excursión

que hemos hecho en los últimos años. Incluso se han molestado en rebuscar

fotos de alumnos que ellos no han conocido, de generaciones y promociones

anteriores a las suyas. En algunas he reconocido a los padres de algunos de

ellos que también pasaron por mis clases y que cuando han elegido instituto

para sus hijos, no han dudado en enviarlos al que yo he dirigido en los últimos

15 años en un barrio de la periferia de Barcelona y en el que he pasado 25

extraordinarios años de mi vida laboral. Emilio, tan preciso él lo ha resumido

muy bien.

—Simone, yo no me hubiera interesado nunca por la literatura si no hubiera

sido porque me hiciste vivir todos y cada uno de los personajes de los relatos

que compartiste conmigo y después con todos los demás. Muchas gracias por

todo lo que nos has enseñado y por ser tan cachonda. No te olvidaremos

nunca.

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Justamente Emilio fue uno de mis alumnos más problemáticos y uno de los que

más guerra me dio cuando llegó al instituto. Provenía de una familia rota en mil

pedazos, donde se aplicaba la ley de la supervivencia. Su padre, un hombre

constantemente en paro, condenado a trabajos eventuales de baja

cualificación… lo que en esta sociedad cruel se llama un perdedor, que apenas

había terminado la educación básica. Su madre, que limpiaba escaleras pero

convivía desde hacía unos años con un tipo que era conocido por dejarse la

mitad del sueldo en las máquinas tragaperras y una parte del otro en vino y

juergas con los amigos, apenas tenía tiempo de darse cuenta de que Emilio

había crecido y entraba en una edad complicada. Bastante tenía ella con sacar

adelante las mellizas que había parido fruto de una noche de magreo con su

actual pareja sin haber tomado las precauciones adecuadas.

Emilio desafiaba a todo el mundo, era un bravucón que no se interesaba por

nada y la pesadilla de todos los profesores que pusieron un granito de arena

para intentar salvar algo de aquel barco sin rumbo que parecía ir

constantemente a la deriva que era Emilio a los 14 años. Nos costó mucho

enderezarlo, tuve la suerte de que en su clase sólo había dos casos

conflictivos, por lo que con la colaboración de todos y la ayuda inestimable de

la psicóloga conseguimos en estos dos años que aprobara todas y al final sus

compañeros han acabado por apreciarle, en vez de tenerle miedo.

Si Emilio salió adelante fue por empeño de su tío Rober, un catalán

descendiente de andaluces que se ganaba la vida trabajando de lo que podía

en una empresa de mensajería y después como carretillero en Mercabarna,

que en sus ratos libres tocaba el cajón en un grupo de rumba catalana de los

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tantos que habían surgido en el Poble Nou al albur de los Juegos Olímpicos y

la marea Peret, que soñaron con hacerse famosos y grabar un CD que llegara

a ser el superventas del verano y con el que de vez en cuando hacía algún bolo

en el Triángulo Golfo o el London. El tío Rober se presentó un día en mi

despacho para hablarme de su sobrino al que literalmente llamó “el cabrón

terrorista que le amarga la vida a mi hermana”.

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EMILIO

—Estoy jodido, tio. Me han pillao.

—¿Qué te han pillao?

—Las papelinas

—Jo, tío, ¿cómo es eso?

—No me dí cuenta de que había unos mossos de paisano en la esquina y

cuando pasé delante de ellos me pararon para registrarme. Y como el capullo

del Toni no me compró todas las que había pedido me quedé con el paquete.

—¡Joder! ¿Y palmaste mucho?

—Bastante. Además me llevaron a comisaría y me ficharon.

—Vamos a tener que cambiar de zona. Si ya han entrado los maderos allí lo

mejor es darse el piro. ¡Te dije que tenías que andarte con mil ojos!

—Ya…

—¿Y ahora dónde estás?

—Eso es lo peor, tío, que en vez de ir mi vieja a la comisaría ha venido mi tío

Rober. El cabrón me ha obligado a mudarme a su casa y ahora controla todo lo

que hago. Incluso no sé si me va a cambiar de instituto, porque con el rollo este

me han echao.

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—¿Y está muy lejos del otro?

—Bueno, ahora estoy en el Poble Nou.

—Eso nos conviene, así despistamos a los maderos un rato. Aguanta, hazte

querer por tu tío, esperamos un tiempo prudencial y volvemos a la carga,

¿estamos? De momento tú un santurrón. ¿Está claro?

—¿Y de qué quieres que viva entre tanto?

—Ya veré si te paso algún trabajito puntual con otra cosa.

—Joer, Maxi, eso no se hace. Me estás jodiendo vivo.

—Mira, nano, así aprenderás a espabilarte. Y no voy a permitir que se destape

todo, ¿me entiendes?

—Cristalino

Maxi colgó el teléfono sin siquiera despedirse de Emilio. Cristalino era su

`palabra favorita, que hacía repetir una y otra vez a sus compinches para

comprobar que habían entendido sus instrucciones y las cumplirían sin

rechistar.

Maxi era el jefe de una de las bandas más activas en el negocio del trapicheo

de droga y redistribución de mercancía robada en Barcelona. Su éxito radicaba

en utilizar para sus negocios una red de delincuentes ocasionales, poco

conocidos y no fichados por la policía que tan sólo buscaban un complemento

a sus ingresos, la mayoría menores de edad, que fuera de estos trabajillos que

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les asignaba de vez en cuando, llevaban una vida de lo más normal que podía

pasar perfectamente desapercibida a los mossos y la guardia urbana.

Emilio miró el teléfono y se quedó desconcertado.

¡Cago en…!—chilló al vacío.

¿Y ahora, qué hago? ¿De dónde coño voy a sacar la pasta para pagarle al

Zeta? El cabrón de Maxi me va a arruinar…Bueno, iré a casa de la vieja, a ver

qué pillo.

Emilio echó el monopatín al suelo y salió disparado sorteando a las viejas que

salían del asilo a su paseo vespertino con su taca-taca por la Rambla y los

camareros que cruzaban el paseo con sus bandejas cargadas de copas de

cerveza en dirección a las mesas que poblaban alineadas en perfecta

formación el lateral de la Rambla, siguiendo el trazado de los plátanos. Al llegar

a la Diagonal cruzó a tumba abierta para llegar a tiempo de colarse en el tram

en dirección al Besós y saltó dentro atropellando a una chica que estaba

concentrada en la apasionante lectura de su e-book. Ella hizo ademán de

protestar pero ahogó su rabia mirando hacia otro lado y continuando la lectura

mientras se recuperaba del fuerte pisotón. Ni un amago de disculpa por parte

de Emilio, enfrascado en qué historia truculenta le contaría a su madre para

sacarle al menos 30 € para ir calmando la avaricia del Zeta, al que le debía un

pico de los últimos I-phones que, procedentes de no se sabe muy bien dónde,

Emilio intentaba colocar a través de redes sociales y páginas de venta de

segunda mano. Al llegar al Forum desciende y Rambla de Prim arriba se dirige

a Cristobal de Moura, donde vive su madre con el colega en unos pisos de

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protección oficial. Toca compulsivamente el timbre del portero automático para

avisar de su llegada y sube las escaleras tras estampanar la puerta de entrada

que había abierto con sus llaves ante el silencio del telefonillo. Abre la puerta

del piso y sonríe para sus adentros. Bien, la vieja no está. ¡Cojonudo!

En dos zancadas entra en la cocina, se sube a un taburete, abre la puerta de la

alhacena y busca la lata de galletas ya un poco descolorida donde sabe que su

madre guarda el dinero para los gastos del mes.

….

—Simone, necesito hablar con Vd. ¿Puedo pasar?

El hombre que se asomaba a la puerta de mi despacho después de haber

tocado suavemente se perfilaba como una sombra que no acababa de

reconocer, a pesar de estar ajustándome las progresivas en ese momento.

—Pase, pase…Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

—No me reconoce, ¿verdad?

—A simple vista, la verdad es que no, lo siento, pero por favor refrésqueme la

memoria.

—Soy el Rober, fui alumno suyo a principios de los 90. El Benny, Ricky y yo

formemos un grupo de rumba catalana. ¿Se acuerda? Incluso Vd. nos dejó una

sala del sótano para ensayar. No acabé la secundaria, me pasé después a FP.

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Los libros no eran lo mío, pero Vd. me enseñó algo muy importante: que

creyendo en la gente se le saca lo mejor.

Mi cara se fue transformando hacia una sonrisa, halagada por ese inesperado

piropo del que efectivamente había sido un alumno revoltosillo de aquella

época pero muy buena gente.

—¡Rober! ¡Y tanto que me acuerdo! Sobre todo el Ricky y tú os pasábais las

horas allí. Mira que tocaba bien la guitarra…Y tú te defendías bien con el cajón.

¿Qué es de tu vida? ¡Qué sorpresa!.

—Pues ya ve…trampeándole a la vida, pero no me puedo quejar. Cuando salí

de aquí hice un módulo de mecánica, entré a currar en un taller, luego estuve

de mensajero, y ahora de carretillero en Mercabarna, aunque parece que ahora

me van a coger para un trabajo de montador. Al menos tendré mejor horario y

estaré aquí en el barrio, que ya es mucho. Me casé hace un par de años con la

Pili, ¿se acuerda?. Entonces tonteábamos, pero nunca en serio. Hace algún

tiempo me la volví a encontrar en las fiestas del barrio y una cosa llevó a la

otra. Tenemos un crío y vamos haciendo.

—Pues me alegro mucho por ti Rober y que te hayas venido para contármelo,

pero supongo que sea otra cosa la que te traiga por aquí…

—Pues, bueno…sí. En realidad, venía a hablarle del cabrón de mi sobrino y

disculpe que hable tan malamente.

—¿Y qué le pasa?

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—Ocurre que es un “terrorista” que le hace la vida imposible a mi hermana. Se

le ha descontrolao y con 14 años al prenda ya le han pillao trapicheando con

droga a la salida del instituto y asís. Como ya estoy harto de que mangonee a

mi hermana, me he hecho yo cargo de él y ahora va a vivir conmigo, a ver si

alejándolo del ambiente del Besós conseguimos ponerlo tieso. Es que mi

hermana es muy blanda y se le sube a la chepa. Además tiene dos crías muy

pequeñas y el tío con el que vive ahora es otra joyita. En paro, jugador,

bebedor…

Total que he pensao matricularlo aquí, porque de todas formas en el instituto

donde estaba lo han echao….Y bueno, como Vd. puede con todo, pensé que el

chaval estaría en buenas manos.

—Me honra que hayas pensado en mi para esta labor, pero no es tan fácil.

Estamos a mitad de curso y conseguir el traslado aquí va a ser complicado.

¿En qué instituto está?

—En el San Martí de Provençals.

—Bueno, lo que haré será hablar con el director de allí y ya te iré contando.

Déjame un teléfono y veré lo que puedo hacer.

El Rober se levantó y dedicándome una mirada llena de esperanza me tendió

tímidamente la mano y dijo: Simone…yo…siempre pensé que Vd. era lo mejor

que había en el barrio. Siempre se preocupó mucho por nosotros. Me di cuenta

años más tarde, que si no habría sido por Vd. igual estaría por ahí dando

tumbos. Siempre justa y correcta, amable pero firme. Cuando empiezas a

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trabajar por ahí y tus jefes son unos garrulos, te das cuenta de las cosas, de lo

que vale una buena educación.

—No te preocupes, Rober, haré lo que esté en mi mano.

Dos semanas más tarde, llegó Emilio por primera vez al instituto. Todo había

sido más sencillo de lo esperado, el director de su instituto había accedido sin

demasiadas trabas burocráticas al cambio, quizá ya hastiado de lidiar a diario

con este rebelde sin causa y aliviado por quitarse otro candidato a carne de

cañón de su lamentablemente larga lista.

Había acompañado el expediente de una breve nota, la cual estaba revisando

mientras esperaba que de un momento a otro se abriera la puerta de su

despacho. Tocaron a la puerta a la que se asomó Lilian, la psicóloga del

instituto, acompañada de un muchacho desgarbado, vestido con una sudadera

deslavada, vaqueros a jirones y bambas, cubierto con una gorra roja que

dejaba vislumbrar su largo flequillo que le cubría media cara.

Lilian, con su sonoro timbre de voz que reflejaba un optimismo contagioso y

desbordante preguntó

—¿Podemos pasar o estás ocupada?

—Adelante, adelante, os estaba esperando. ¡Sentaos, por favor!

Ante mi se sentaron al otro lado del escritorio la viva imagen de dos caracteres

totalmente opuestos: Lilian, atlética, saludable, sonriente, brillante, plena de

energía y…Emilio, macilento, flacucho, con mirada torva y desconfiada,

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ausente, indolente, desparramado en la silla como una chaqueta tirada al azar

sobre el respaldo. Observé a ambos un largo rato antes de comenzar a hablar.

—Bueno, Emilio, por fin estás aquí. Bienvenido.

Emilio siguió jugando con su móvil imperturbable.

—Te felicito, tienes un I-phone 4, es mejor que el 5 a mi modo de ver. Sobre

todo para los juegos es mucho más real. Ahí Apple la verdad es que no se ha

superado.

Emilio no había contado con este comentario, que le dejó desarmado.

Justamente había pensado sacar de sus casillas a la directora y acabar cuanto

antes este molesto encuentro.

—Sí, es verdad, —respondió lacónicamente Emilio y continuó jugando.

—¿Con cuál estás? ¿El Fifa 13?

—No…el Real Racing.

La cara de perplejidad de Emilio lo decía todo. Hacía tiempo que por pura

necesidad me había aficionado a los videojuegos, a los móviles, a las tablet, en

definitiva, a todo aparato electrónico que usara un adolescente, por aquello de

“si no puedes con el enemigo, únete a él”. Conociendo su mundo era más fácil

entenderles y encontrar un lenguaje común. Me había dado cuenta hace años

que era imposible hablarles de Cervantes si no era a través de los juegos

interactivos. Y así empecé a hacer el amor y no la guerra con ellos.

—Pues a mi el que me ha enganchado es el de Ice Age. ¿Lo conoces?

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—No, yo paso de animales. Prefiero los de zombies.

—¿Cuál de ellos? Hay muchos en el I-Phone.

Lilian asistía atónita a nuestra conversación. Jamás hubiera imaginado mi

pasión por los videojuegos ni mi profundo conocimiento al respecto. Era

consciente de que mi imagen de profesora e intelectual estaba siendo

duramente cuestionada por la psicóloga en estos momentos por lo que le envié

una mirada cómplice para que entendiera que pretendía que me siguiera la

corriente.

—A mi me gustan los I-phone, pero no me los puedo permitir más que de

segunda mano—metió baza Lilian para ver cómo reaccionaba el chico.

—Pues creo que en E-bay los venden—respondió evasivamente Emilio.

—No me has contestado con respecto a los juegos de zombies. A mi hija le

gusta uno que se llama Call of duty o algo así. Siempre echa un par de partidas

con su novio a última hora de la tarde.

—Sí no está mal…Oiga mire, ¿a qué viene este rollo de los juegos? ¿Estoy

aquí para hablar de zombies? No me lo creo. Vayan al grano.

—Celebro que seas un chaval inteligente, ya me lo dijo tu tío cuando vino a

verme.

—Mire, conmigo no se moleste. Por mucho que se empeñe no voy a aparecer

mucho por clase, ¿me entiende?.

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—Yo no te voy a obligar, muchachito, tú ya eres mayorcito para saber lo que te

conviene. Sin embargo, a tu tío le he prometido que vendrías dos veces por

semana a verme al menos un par de horas cada vez. El resto del tiempo

puedes hacer lo que te dé la gana. Por la cuenta que te trae más vale que le

hagas caso a tu tío y respetes ese pacto, ¿estamos?. —Mi voz ahora era firme

y autoritaria, el lenguaje que entendía Emilio.

—Cristalino.

—Bien, pues quiero verte en este despacho los lunes y los miércoles de 9 a 11.

¿De acuerdo? Y después de la sesión conmigo te pasas por el despacho de

Lilian.

—Está bien—respondió desganado Emilio. —Y ahora, ¿puedo irme ya? Hoy es

viernes.

—Sí, lárgate cuando quieras.

—Has estado colosal—exclamó entusiasta Lilian al salir Emilio del despacho.

Yo no he conseguido sacarle más de cuatro palabras: “¿Dónde está el

lavabo?”.

─ Lilian, son muchos años ya, y más sabe el perro por viejo que por sabio. Sin

embargo, espero que con el tiempo con este tándem de madurez y frescura

juvenil que formamos tú y yo, logremos enderezar a este chaval. Si ahora no

tienes otra cosa que hacer, podemos ponernos de acuerdo en la estrategia.

¿Tienes un rato?

─ Sí, ya he terminado los informes que tenía pendientes.