Sergi Pamies - Canciones De Amor Y De Lluvia (Trad)

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Sergi Pamies - Canciones De Amor Y De Lluvia (Trad)

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  • CANCIONES DE AMOR Y DE LLUVIA

    Sergi Pmies

    Traducido por Guillermo de Castro

    PRIMERA CANCIN

    Tengo una teora: Si te enamoras bajo la lluvia,

    el amor perdura ms que si hace buen tiempo. En los

    ltimos aos, y sin ninguna pretensin cientfica, he

    preguntado a todos los que he conocido en que

    condiciones meteorolgicas se haban enamorado.

    En general, me lo explican sin reservas, con la

    mirada saturada de nostalgia o con una contrariedad

    que no se esfuerzan en disimular. Tengo setecientas

    quince respuestas ordenadas cronolgicamente y,

    con el rigor de un diletante, me aventuro a afirmar

    que la lluvia es beneficiosa para este sentimiento. De

    las respuestas tambin deduzco que nos apetece ms

    recordar como conocimos un amor pasado que uno

    vigente y que, de entrada, no damos ninguna

    importancia a si llova o haca sol (aunque pueda

    parecer que la nieve favorece el amor, la estadstica

    no engaa: que nieve es una catstrofe). Soy

    consciente que estos datos, aparentemente intiles,

    pueden hacer pensar en una mana de coleccionista

    desocupado, pero en momentos de desconcierto me

    han ayudado a tomar decisiones. Hace aos que me

    fui a vivir a una ciudad atlntica, y siempre que

    llueve, me pongo la gabardina y salgo a dar vueltas

  • por las calles. Veo mujeres con bolsas de plstico en

    la cabeza y calzado inadecuado, bajo los porches de

    las plazas ms cntricas y bajo las marquesinas de

    las tiendas de lujo, temblando despus de haberse

    mojado hasta los huesos. Y veo a otras que, con una

    heroica inconsciencia, salen a buscar taxis que nunca

    se paran. Calado, las observo con atencin,

    buscando un cruce de miradas revelador, esperando

    que con la violencia de un relmpago, en amor nos

    fulmine.

    DOS COCHES MAL APARCADOS

    1.- Joan Manel Serrat

    Se acostumbra a hablar del final del amor como

    una decadencia progresiva de los afectos. Yo, en

    cambio, puedo situarlo con exactitud: domingo 5 de

    setiembre de 2010, a las cuatro y cuarto de la tarde,

    en el n 142 del paseo de San Juan, en Barcelona.

    Acabamos de llegar de un viaje por el sudoeste de

    Francia. Estacionados ilegalmente en el carril bus,

    hemos calzado la puerta de la escalera para

    descargar las bolsas y las cajas y llevarlas hasta el

    ascensor. Mientras vigilo el coche el ndice de robos no ha dejado de crecer desde el siglo XI tu vas subiendo las cosas en diferentes tandas. Hemos

    conducido desde primeras horas, alternndonos al

    volante y compartiendo silencios de pareja veterana,,

    de los que no hace presagiar nada bueno ni malo.

  • Durante el trayecto hemos intercambiado

    comentarios estrictamente funcionales: cuando

    volveremos a repostar o si nos conviene pagar los

    peajes con tarjeta o en efectivo. Hace tiempo que

    nuestras conversaciones no van ms all, tal vez

    porque estemos escarmentados de que cada vez que

    intentamos iniciar un dilogo espontneo, topamos

    con una evidencia: lo que antes era una excusa para

    el entendimiento, el deseo y la complicidad ahora

    provoca resoplidos de impaciencia y frustracin.

    Hay quien cree que cuando se llega a este punto, el

    amor ya no existe. Discrepo. Afirmar que una pareja

    que no tiene nada que decirse ha dejado de quererse

    es demasiado simplista y, de cualquier modo, no era

    ese el caso: el viaje no responda a ninguna

    estrategia de reconciliacin. An no soy consciente

    (ignoro que faltan once minutos para que el amor se

    acabe), pero Burdeos ser uno de los ltimos buenos

    recuerdos de una historia que habr durado diez y

    nueve aos y seis meses. Ser un recuerdo marcado

    por la compra de dos cajas de Chteau La Clotte y

    por el perfeccionamiento de un aislamiento

    hermtico a cualquier interferencia. La metfora del

    vino aplicada a las fases del amor, que los

    viticultores de la zona nos han repetido con una

    insistencia cmica, pareca hecha a nuestra medida:

    del vigor de la juventud a la complejidad madura; de

    la llama y del fuego a la luz, ms serena, de la

    experiencia. La geografa es una buena aliada para

    digerir silencios y Francia es una fbrica de paisajes

  • que invitan a la introspeccin. Todo parece natural,

    pero se intuye una preparacin escenogrfica que no

    descansa nunca. Si conviene poner un castillo, ponen

    un castillo. Si hay un valle con colinas y cosechas

    poli cromticas, alguien se ha tomado la molestia de

    construir una carretera con un gendarme que circula

    sobre una velosolex anacrnica. Si con todo esto no

    hay suficiente para impresionar al visitante, colocan

    majestuosos campanarios, globos aerostticos y

    rebaos de vacas que ren. Cuando llega la noche, el

    espectculo se traslada a los platos de los

    restaurantes y a unas guarniciones que son

    patrimonio de la humanidad: patatas acharoladas con

    bechamel, quesos, hgado de oca y grasa de pato,

    horneadas como si fuesen tesoros de cermica

    popular. Las devoramos con un respeto

    arqueolgico, como si intuysemos que el recuerdo

    de este placer podra ser el legado para los hijos que,

    con buen criterio, hemos acordado no tener. Tendra

    que existir un simulador para preparar el momento

    de la decepcin definitiva. De la misma manera que,

    antes de una misin, los cosmonautas ensayan en

    una piscina que reproducen las condiciones de

    ingravidez espacial, las rejas deberan someterse a

    simulacros para aprender a encajar emociones tan

    brutales como el final del amor. Retomo el hilo. Yo

    vigilaba el coche. Tu debas estar arriba, en la

    puerta del ascensor, entrando bolsas y cajas.

    Llegando por la acera, de norte a sur, vi que con la

    actitud informal de un domingo por la tarde, bajaba

  • Juan Manel Serrat, tu cantante preferido. Activado

    por el instinto, combat el impacto de encontrrmelo

    en un contexto tan inimaginable no es habitual que los iconos se reencarnen Despus de intentar avisarte por el interfono para variar estaba estropeado te llam en seguida. Tal vez estabas en el ascensor no hay cobertura o habas apagado el telfono, el caso es que no contestaste y que Serrat

    pas de largo. Lo hizo sin mirarme, pero con una no

    mirada profesional, de persona acostumbrada a ser

    observada y abordada, que procura protegerse

    fingiendo que no se da cuenta o acelerando el paso

    cuando se cruza con alguien como yo. Es una actitud

    comprensible: limita la eventualidad de ser saludado,

    fotografiado, asesinado o cualquiera de las

    reacciones habituales entre idlatras e idolatrados.

    Se que crees que habra podido hacer algo ms, pero

    ahora que ya no tiene solucin, te pido que intentes

    entenderme. Si hubiese subido a buscarte, incluso

    suponiendo que hubiese ido muy deprisa, Serrat

    tambin habra pasado de largo (por no hablar del

    riesgo de que alguien me robase el coche o que me

    multase la Guardia Urbana, siempre ms atenta a la

    infraccin que no al delito). Tampoco poda pararle

    y decirle que te esperase con la excusa de que eres

    su mas ferviente admiradora. Habra sido un ruego

    demasiado invasivo. Por eso no reaccion y un rato

    ms tarde, con el coche bien aparcado (admito que

    encontrar un buen aparcamiento ha ido subiendo en

    mi lista de prioridades), precisamente cuando

  • justamente haba abierto una botella de vino para

    celebrar el final del viaje, te coment que acababa de

    ver a Serrat delante de casa. En todos los aos que

    hemos compartido, te he conocido muchas

    expresiones, pero ninguna como aquella. La

    secuencia empez con una pregunta que rezumaba

    alarma y sorpresa, como si quisieses confirmar lo

    que habas odo. Cuando te lo repet, dejaste la copa

    y me preguntaste que porqu te lo deca entonces y

    no en el momento (de verdad te creas que, si te lo

    hubiese dicho en el momento, habra tenido tiempo

    de correr y de perseguirle paseo de San Juan abajo?)

    Contest que te haba intentado avisar y que te haba

    llamado y, como seguas paralizada, te ped que lo

    comprobases. En efecto, localizaste tu telfono, y

    miraste el aviso de llamada perdida pero, en lugar de

    atenuarse, el dolor y la decepcin se agravaron. Fue

    justo en esa transicin de tus incrdulos ojos

    movindose de la pantalla lquida a mi mirada ms preocupada que no arrepentida cuando entend que el amor se haba acabado para siempre. Que todo lo

    que pudiese decir, todo lo que pudiese intentar hacer

    para rectificar o para excusarme suponiendo que hubiese nada de que excusarse sera intil. No por la gravedad del hecho no es el momento de echarlo en cara, pero adoras a Serrat hasta mantener una

    mitomana algo ridcula en una persona de cuarenta

    y dos aos sino porque era el tipo de decepcin que el amor desprovisto del fuego y de la llama de la

    juventud no puede combatir ni con todas las

  • cualidades, tericamente, ms perdurables de la

    madurez.

    2. Fu Manx

    Cuando, despus de un vuelo turbulento, llego a

    casa de mi hermano, el me dice Mientras estemos fuera, saca a pasear el coche de cuando en cuando. Es un turismo surcoreano, fuera de catlogo,

    polvoriento, de esos que la Guardia Urbana amenaza

    con retirar de la va pblica con avisos

    intimidatorios. A pesar de tener garaje, el coche

    acostumbra a dormir a la intemperie, delante de

    casa, situada en la periferia residencial de una lejana

    ciudad. He venido aqu porque mi hermano y mi

    cuada se puedan ir una semana de vacaciones y

    relevarlos de cuidar a nuestra madre. Ella, que

    todava tiene momentos de lucidez y de buen humor,

    ha desarrollado una teora sobre su vejez y el coche:

    afirma que tienen en comn un desballestamiento

    inminente. Desgastado por las exigencias de una

    convivencia imprevisible, mi hermano ha convertido

    el coche en un refugio. Escucha flamenco, fuma y

    sale a dar vueltas aparentemente absurdas

    (combinaciones aleatorias de rondas y de visitas a

    tiendas de gasolineras). Que me confe las llaves es

    un gesto inslito y, por eso, busco momentos

    intempestivos para salir a dar vueltas y descubrir una

    geografa que desconozco. No es una conduccin

    fcil. Lo mismo que para tratar a nuestra madre hay

  • que estar preparado para los ahogos, los resbalones y

    las desorientaciones. Para no modificar ninguna

    rutina, me obligo a seguir el protocolo, basado en

    eso que nombramos capacidad de sacrificio. Es un

    sacrificio compartido, por un lado, por una asistenta

    que acta desde el silencio insobornable en los momentos de calma, hostil cuando la situacin

    degenera y por la otra, por mi cuada que ha asumido un liderazgo heroico y nada agradecido.

    Cuando el taxi se los lleva hacia la evasin

    provisional de las vacaciones, nos quedamos solos.

    Mi madre, son su reinado limitado por su silla de

    ruedas; la asistenta, dispuesta a combatir cualquier

    brote totalitario; el coche, precario pero digno; y yo,

    convencido que todo ser un desastre. Pero la

    realidad me contradice. Durante los dias que

    pasamos juntos, compartimos una armona

    equilibrada. Ms all de la desorientacin propia de

    los noventa y dos aos, mi madre acta con

    naturalidad, sin caer en rabietas. Adems de

    celebrarlo, me aprovecho. Sentados en el jardn, le

    pregunto por aquello que nunca ha querido explicar

    (cuando mis hermanos y yo le preguntbamos,

    adoptaba el rictus de escritora profesional y

    contestaba: lo que queris saber lo encontrareis en mis libros). La lectura de los peridicos, liturgia fundamental para entender a nuestra familia, le

    sugera comentarios como: Tanto como me haba gustado Gaddafi! De tanto en cuando nos atacan avispas gigantes, pero ella las espanta con un gesto

  • de desprecio ms disuasivo que cualquier

    insecticida. En una de estas conversaciones de

    jardn, mientras el atardecer resbala montaa abajo,

    me explica, con pelos y seales, un episodio de la

    guerra. Tiene diez y nueve aos y capitanea un

    grupo de capitanes comunistas. Eso ya lo explicas en los libros, le digo para que, siguiendo las recomendaciones del neurlogo, evitar la memoria

    automtica. Ella contina. Han recibido orden de

    entrar en los cines para informar a la poblacin de

    un pacto inminente de rendicin por parte del bando

    republicano. Lo explica de una tirada, sin confundir

    ni las fechas ni los datos, con una seguridad que me

    hace sospechar que los recuerdos tambin siguen

    una disciplina secreta Conozco el episodio. Igual

    que cuando lo le por vez primera, vuelvo a imaginar

    a mi madre jovencsima, interrumpiendo la

    proyeccin para arengar a unos espectadores que, a

    pesar de guerra, aun tienen nimos para salir de casa.

    Le pregunto si recuerda que pelcula hacan (ella lo

    haba escrito pero era un detalle que yo haba

    olvidad), y abriendo mucho los ojos, respondi: Fu Manx. Este elemento hace que la ancdota me parezca todava ms real (tal vez porque, cuando

    estalle la prxima guerra, me gustara que me pillase

    dentro de un cine) La madre explica que desde el

    anfiteatro, imitando a los oradores ms elocuentes de

    ka poca, grit: Catalans! Te insultaron?, la pregunto. Aqu la madre duda, como si todava

    tuviese la alternativa de elegir entre la verdad y la

  • conveniencia: La mayora se fueron y los pocos que ase quedaron decan: Ja has acabado, nena? Me doy cuenta que tengo ms simpatas por los

    espectadores que no por ella, y que esto no debe de

    ser normal. Me tendra que haber conmovido mas el

    compromiso de los capitanes que no la resignacin

    del publico. Han pasado setenta y cuatro aos y el

    recuerdo aun le crepita en las pupilas, habitualmente

    veladas por los medicamentos y la conciencia de la

    propia invalidez. No dejar de pensar en Fu Manx

    hasta el momento de irme, ordenando mentalmente

    los recuerdos acumulados durante estas

    conversaciones en el jardn (En Mjico, escriba cartas a Ramn Mercader con tinta simptica, Tu to custodi el recibo del Oro de Mosc) Y, como siempre lamentar la presencia de la historia

    en maysculas, asfixiando la letra pequea de la vida

    domstica. Me habra gustado hablarle de primos, de

    juguetes, de excursiones, de cmo celebrbamos los

    cumpleaos o la Navidad. Pero cada ancdota

    arrastra pintores, cantantes, actores, una caravana de

    comunistas de renombre que, por reaccin, refuerza

    la simpata que siento por los annimos espectadores

    del cine (y por Fu Manx). No puedo comentarlo

    con nadie porque, ms que un interlocutor, la

    asistenta es un pozo de silencio adicto a la

    estridencia de las telenovelas. Su vida, imagino,

    debe parecerse a estas historias melodramticas. La

    nuestra, en cambio, tiene la presuntuosa pretensin

    de ser carne de documental. Cuando saco el coche a

  • pasear, hablo en voz alta, como si fuese un terapeuta

    y, a su manera, el motor me responde. El ltimo da,

    mi hermano me telefonea para decirme que ya

    vuelven. Para darle una sorpresa decido llevar el

    coche a un tnel de lavado. Me atrae la promesa de

    del jabn y de la cera, de los cepillos gigantes y de

    las tiras, que a latigazos ensucian al principio, para

    al final, aclarar. En punto muerto el coche no se

    manifiesta, pero cuando pongo la primera para salir

    del tnel, le noto dolorido y reticente. El retorno de

    mi cuada y de mi hermano reactiva los caprichos de

    mi madre. Cuando la salud es un arma, impone una

    justicia doblemente cruel. No puedo ni quiero quedarme y, cuando nos despedimos, ella me coge

    las manos con una fuerza que no se interpretar como

    nuestro ltimo contacto. Subo a un taxi, y de reojo

    veo la silueta, inusualmente reluciente, del coche

    surcoreano. Una semana ms tarde mi hermano me

    llama para decirme que mi madre ha muerto. Sus

    ltimas palabras conscientes, comentando una

    noticia de la seccin de deportes del peridico, han

    sido: El Mourinho ese tambin es otro guapo. Vuelvo a coger el avin. En los servicios funerarios

    arreglamos los papeles. Hemos de esperar un da

    para poder acceder al crematorio. En teora

    deberamos llevar las cenizas al pueblo, pero quien

    sabe si para homenajear a la difunta, el coche decide

    morirse en la curva ms cerrada de una carretera

    rodeada de olivos. Hasta entonces mi hermano y yo

    hemos contenido el llanto, en parte por pudor y en

  • parte, como escribi nuestra madre, Hay gente que llorar ros sin llorar. Otras, con los ojos secos, lloran

    con el corazn y con el alma. A primera vista puede parecer que la muerte del coche nos ha afectado ms

    que la de la madre. Pero en realidad la tristeza y la

    contrariedad, - la de mi hermano y la ma no son por el coche sino por la tinta simptica, por los

    libros, por lo que la madre haba considerado

    importante no explicarnos nunca (y por el acierto,

    que nunca le perdonar, de no haberlo hecho), por

    estos aos de devastadora vejez y por la prioridad,

    omnipresente, de la poltica. Una prioridad que ha

    prevalecido hasta el final: reconsagrada capitana que

    arengas a los incrdulos, que intentas contagiarles el

    compromiso con las ideas enfrentndolas a la

    soledad de un cine, donde en plena guerra, la gente

    se evade para compartir un universo en el cual Fu

    Manx es una amenaza, si, pero una amenaza de

    mentira.

    LA VIDA INIMITABLE

    Que no llores en el momento de nacer fue el

    primer indicio de una voluntad entonces solo embrionaria de pasar desapercibido. Pero en las semanas posteriores se dio cuenta que ser diferente

    poda perjudicarle y se esforz en hipar de tanto en

    tanto, con suficiente discontinuidad para no crear

    alarma ni estrs. Los padres se lo miraban con

  • orgullo. Disfrutaban de las ventajas de tener un hijo

    sin sufrir los inconvenientes. Coma bien, soportaba

    los flashes de las cmaras, las afectuosas

    onomatopeyas y los aludes de diminutivos. Cuando

    le tocaba dormir, respiraba de manera enftica para

    que nadie tuviese que acercarse a cada momento a

    comprobar si segua vivo. Aprendi a hablar y a

    andar para no decepcionar las expectativas de sus

    alrededores. La escuela, que tanto libera a los padres

    negligentes, inaugur un largo parntesis de calma.

    Mientras los compaeros vivan las angustias de los

    brazos enyesados y de los dficits de atencin pero

    el se instal en una normalidad de crucero. No quiso

    tener amigos para no robarles una energa que,

    estaba convencido, les convena ms invertir en

    algn otro. Cuando a la hora del patio todos jugaban

    a preguntarse que personaje les gustara ser, el no

    responda pero pensaba: El Hombre Invisible. Sin

    arrastrar trauma alguno, cruz el puente entre la

    infancia y la adolescencia. El acn, las poluciones

    nocturnas y el complejo de Edipo formaban parte de

    un paisaje que el rechazaba ms por prudencia que

    por espritu de contradiccin. Era consciente de que

    su actitud se poda confundir con un orgullo

    malsano, pero no asuma las consecuencias. Llegar a

    los diez y siete aos sin haber molestado nunca a

    nadie fue, adems de una proeza, una satisfaccin. A

    diferencia de la mayora de sus coetneos no prob

    las drogas: intua que los parasos artificiales son tan

    decepcionantes como los infiernos naturales. Acab

  • los estudios con un expediente acadmico

    deliberadamente discreto, pensado para evitar a los

    padres el trance del fracaso o del exceso de brillo. Si

    tuvo novia de entrada fue por mimetismo y, ms

    adelante, porque era ms fcil continuar que dejarlo

    correr. En los momentos ms ntimos, procuraba ser

    generosos, intenso y contorsionista, incluso cuando

    no entenda el reparto Tamn poco equitativo de los

    placeres. Cuando ella le dijo que prefera cortar el verbo estaba de moda contuvo el alivio que le provocaba la ruptura (para no herirla) y cualquier

    reaccin dramtica (para no hacerla sentir culpable).

    No tener que enfrentarse a las exigencias del amor le

    pareca un acto de coherencia y, adems, le

    desligaba del dilema de tener que elegir entre ser

    infeliz con alguien a quien quieres mucho o ser feliz

    con alguien a quien no estimas demasiado. Encontr

    trabajo en una empresa donde todos intentaban

    competir y donde nadie se daba cuenta de sus

    ausencias (escondido en el almacn, leyendo libros

    de historia,, de preferencia sobre la inimitable vida de Cleopatra y marco Antonio). Cuando se iba de

    vacaciones, a lugares siempre distintos para no crear

    ataduras, le gustaba seguir los itinerarios ms

    convencionales e injertarse de la diversidad de un

    mundo que, desde la terraza de un bus turstico o

    desde la cubierta de un crucero, le ofreca infinitas

    formas de anonimato. Cuando murieron sus padres,

    combati la pena pensando que ya no les tendra que

    molestar ms. Sin organizar despedida alguna, dej

  • el trabajo y acept la oferta de, a cambio de

    alojamiento y de un sueldo simblico, registrar las

    entradas y salidas de un coto privado de caza. La

    situacin de la cabaa, encima de una pista forestal,

    le permita contemplar la imponente montaa, un

    lago sobre el que se reflejaban las nubes (sobretodo

    las tempestuosas) y una vegetacin controladamente

    salvaje. Cada quince das un hidroavin le llevaba

    provisiones, pilas para la radio y, si alguien le haba

    enviado, correo. Tal vez fuese el exceso de

    aislamiento, el caso es que empez a tener la

    impresin de ser un estorbo. Cuando contemplaba el

    paisaje, adverta que los sustantivos y los adjetivos

    que le llegaban a la mente no concordaban: bosques

    transparentes y cielos frondosos en lugar de bosques

    frondosos y cielos transparentes. Lo sntomas eran

    tan evidentes que no necesit acudir a ningn

    especialista para intuir el diagnstico. Si rechaz la

    idea del suicidio fue por un lado, para no tener que

    importunar a forenses, jueces, notarios y policas, y

    de otro, porque pensaba que las muertes imprevistas

    siempre dejan un rastro que alguien ha de limpiar. Si

    hubiese podido, se habra lanzado al lago con una

    piedra al cuello, o habra buscado las balas perdidas

    de los cazadores con peor puntera. Pero se lo

    impeda una manera de ser ni demasiado intrpida ni

    demasiado cobarde. Envejeci ms deprisa de lo que

    haba previsto, sin dar importancia a los cambios de

    humor (de la euforia a la melancola, de la clera a

    la indolencia), la caa del pelo y la expansin de un

  • cuerpo que se derrumbaba a ojos vistas. Un da en

    que el sol fue especialmente implacable, se

    concentr en la idea de volverse invisible. No tard

    mucho en notar que, aunque de una manera poco

    perceptible, recuperaba parte de la estabilidad

    anmica perdida. Continu durante algunas semanas

    hasta que, poco a poco, encontrando satisfaccin en

    cada milmetro de mejora, consigui volverse

    inicialmente borroso, ms delante traslcido y,

    finalmente, invisible. De modo que cuando muri,

    nadie ni siquiera el se enter.

    LA LLAVE DEL SUEO

    La historia empieza con un hombre que mira por

    la ventana. El comienzo no es muy original: hace

    pensar en La ventana indiscreta, de Alfred

    Hitchcock. La pelcula sugiere que cualquier vecino

    puede ser un asesino en potencia cuando, en

    realidad, lo que acostumbra a haber detrs de todas

    las ventanas son ausencias, deudas y rutina. El

    hombre no se parece mucho a james Stewart y no

    usa un teleobjetivo para ver con precisin. A pesar

    de que este cuento pertenece a la tradicin de

    hombres que, desde la ventana, espan a una vecina,

    la mujer no es atractiva y no se pasea en ropa

    interior por el apartamento.

    El hombre sabe que a partir de las cuatro la mujer

    se echar a llorar. Solo hace una semana que vive

  • aqu pero el primer da, mientras desembalaba las

    cajas de la mudanza tuvo tiempo de observar la

    fachada del edificio de delante. No detect nada

    especial: tiestos con flores mustias, jaulas con

    canarios moribundos, banderas descoloridas y, de

    vez en cuando, alguien que sale a fumar un

    cigarrillo. Pero en el momento de instalar las

    cortinas, vio a la mujer: con los ojos cerrados,

    temblando y moviendo los hombros de manera

    acompasada y dramtica. Cuando aparecieron las

    primeras lgrimas (el hombre se las tuvo que

    imaginar porque estaba demasiado lejos para

    distinguirlas), la respiracin se agit y, despus de

    mover los brazos como si discutiese con alguien

    situado en un ngulo visualmente inaccesible de la

    habitacin, se sent para recuperarse.

    La secuencia se repite cada da y dura entre nueve

    y diez minutos. Aunque el hombre ha especulado

    sobre cuales puedan ser la causa del llanto, no se le

    ocurre pensar que la mujer pueda ser una actriz que

    prepara una escena de una obra de teatro. De hecho,

    este habra sido el desenlace del cuento. T, lector, y

    el hombre que mira por la ventana deberais haber

    descubierto que la causa del llanto no eran causados

    por ningn drama sino por la disciplina en la

    preparacin de un personaje. Pero la coordinacin

    del argumento del cuento se ha desajustado porque

    el autor no ha sido bastante competente y, cuando

    aun no tocaba, tu te has enterado de una cosa que el

    protagonista an ignora. Ahora que conoces el

  • elemento ms relevante de la historia de hecho el nico no sabes si has de dejar de leer o, rompiendo los convencionalismos, intervenir y explicarle al

    hombre que la mujer llora porque est ensayando un

    papel. Para introducir la intriga que, por negligencia

    del autor, el cuento ha dejado de tener, piensas que

    tambin podras esperar, a ver si el hombre es capaz

    de deducirlo por si mismo. Picado por la curiosidad

    la curiosidad es lo que ms te define como lector observas como especula con las posibles causas del

    llanto: si la mujer no llorase cada da a la misma

    hora, el hombre no dudara que padece una

    decepcin; o que en el ngulo visualmente

    inaccesible de la habitacin debe haber alguien

    sentado en una silla de ruedas a quien ella se dirige

    con rabia y vehemencia. Pero teniendo en cuenta

    que hace ya una semana que el hombre vive aqu,

    empiezas a dudar de la inteligencia del personaje.

    Que t, lector, no le consideres bastante inteligente

    hace que el hombre que mira por la ventana se

    ofenda. En lugar de aceptarlo con deportividad, se te

    encara e insulta. Te sorprendes. Te habas imaginado

    un hombre pacfico, algo gris, probablemente porque

    en otros libros del mismo autor los personajes eran

    apocados e introvertidos. Pero precisamente porque

    sus personajes acostumbran a se apocados e

    introvertidos, al autor le ha apetecido que este sea

    colrico y que, ahora mismo, te empuje y a gritos te

    pida explicaciones. La discusin sube de tono. De

    los empujones y los insultos pasis a los puetazos y

  • a los puntapis. De entrada, parece que el hombre te

    aventaja por haberte dado el primer golpe pero t que ya has decidido que no leers nunca ms nada

    de este autor: donde vas a parar reaccionas y te vuelves. Aplicando lo que aprendiste en cursos de

    artes marciales, haces caer al personaje y le

    inmovilizas, ejecutando lo que, si mal no recuerdas,

    se llama la llave del sueo.

    El autor, cuando es consciente que has decidido

    no volverle a leer nunca ms, duda. Tal vez debera

    crear una situacin imprevista y conseguir una

    rpida reconciliacin. Digmoslo todo: tambin le

    pasa por la cabeza sacrificarte y hacer que, a

    consecuencia de un golpe fortuito y fatdico, te

    mueras. A pesar de eso como no se fa de las

    primeras impresiones, el autor hace una pausa y sale

    a la ventana a fumar un cigarrillo. Cuando se vuelve

    a sentar, ya ha decidido que el hombre que se muera

    es el que mira por la ventana. T no recordabas que

    la llave de sueo pudiese matar a nadie y te

    horroriza que el personaje no respire. Le tomas el

    pulso: nada. Intentas reanimarlo con masajes

    cardiacos y un boca a boca tan apresurado como

    torpe: tampoco. Entonces intentas entender que

    haces en esta habitacin, sangrando por la nariz,

    sudando, notando la adrenalina del pnico

    circulndote por las venas y, en el corazn, un

    redoble que no hace presagiar nada bueno. El autor

    es consciente que matar a los personajes es un

    recurso poco digno. A parte de consolarte pensando

  • que Hitchcock tambin lo haca, cree que ha de

    solucionar tu situacin desesperado, caminando por la habitacin Y tambin la del hombre, que no podr mirar nunca ms por la ventana.

    Como cada tarde la mujer haba previsto llorar a

    las cuatro. Previamente haba calentado la voz y

    estaba a punto de cerrar los ojos para concentrarse

    en la escena que est ensayando. Justo entonces, en

    una ventana del edificio de delante ha contemplado

    la pelea. En todos los aos que hace que vive aqu

    nunca haba observado nada especial: tiestos con

    canarios amarillentos, jaulas mustias, banderas

    moribundas y, de cuando en cuando, alguien que

    sale a fumar un cigarrillo. Nunca habra imaginado

    que vera a dos hombres pegndose. Y que en lugar

    de abrir la ventana y pedir ayuda, se quedara

    mirando, lo mismo que los conductores que, en un

    punto de la carretera donde se ha producido una

    accidente, frenan para entrever una vctima, un

    zapato desparejado, un charco de sangre.

    Como si asistiese a una representacin y no a una

    escena real, la mujer ha visto como un hombre

    atacaba a otro ms dbil y, al final, como desaparecan de su ngulo visual hasta que el ms

    dbil t, lector se levantaba y sangrando por la nariz, se acercaba a la ventana. De pie, con los ojos

    cerrados, la mujer ha visto como empiezas a

    temblar, moviendo los hombros de manera

    desacompasada y dramtica. Cuando aparecen las

    primeras lgrimas (se las tiene que imaginar porque

  • est demasiado lejos para distinguirlas), tu continas

    sollozando, cada vez ms fuerte. Aunque eso

    tambin lo tiene que deducir porque las ventanas

    estn cerradas y solo se oye el trnsito lejano de los

    coches y, si aguzas el odo, la respiracin del autor.

    INCINERACIN

    En el comedor y en voz baja los dos hermanos

    extraterrestres hablan de la madre, que duerme en la

    habitacin de al lado. El somnfero que toma la hace

    perder un poco el sentido de la realidad pero, en

    cambio, la ayuda descansar de una tirada. Los

    hermanos comentan las incidencias del da sin

    dramatismo: estn resignados al deterioro de la

    madre. Aunque les pesa profundamente son

    conscientes de que, poco a poco, todo hemos de

    pasar. Por vez primera hablan del entierro. Intuyen

    que puede ser inminente. Como no es habitual que

    estn juntos viven en galaxias diferentes aprovechan para ponerse de acuerdo respecto a las

    ltimas voluntades de la madre que, de cuando en

    cuando, deja or un ronquido intermitente, como si

    quisiese intervenir en la conversacin. Cuando la

    oyen, los hermanos no se atreven a reir pero se

    miran con complicidad, como cuando eran pequeos

    y nada de lo que hoy estn viviendo les pareca

    imaginable. Incineracin, dice uno de los dos, y repite la voluntad materna de ser incinerada y

  • posteriormente enterrada en el cementerio del

    planeta donde naci. El tono de la conversacin es

    neutro, nada sentimental. Saben que cuanto ms se

    mantengan en el territorio del pragmatismo, menos

    sufrirn. Acuerdan enviarse poderes notariales

    interestelares, repasar las cuentas corrientes y

    hablarlo dentro de unos das, cuando ya sea

    inevitable. Terminan la conversacin con un suspiro

    y un abrazo, justo cuando suena ellos no pueden saberlo el ltimo ronquido de la madre.

    LA LIBRETA

    He comprado la libreta en la que escribo esta

    historia en una papelera. El hombre que me ha

    atendido tena mala cara y, justo cuando me iba a

    cobrar, se ha puesto a llorar. Los dos nos hemos

    sentido incmodos. El, porque no dejaba de sollozar

    y de decir: Me sabe mal. Yo, porque no saba si irme o quedarme a consolarle. El se ha ido

    tranquilizando poco a poco. Yo he adoptado una

    actitud comprensiva y de respeto y me he alejado

    algo del mostrador. Mientras tanto, el se enjugaba

    las lgrimas y los mocos con kleenex que echaba

    directamente al suelo. Me he preguntado cual deba

    ser el motivo de su llanto, tan aparatoso e

    incontenible. Me ha inquietado la posibilidad de que,

    a partir de una cierta edad, tengamos ms razones

    para llorar que para rer. El ha soltado un suspiro de

  • alivio antes de intentar una mueca que se ha quedado

    entre la sonrisa protocolaria y el desconsuelo

    absoluto. Nos hemos quedado en silencio durante

    unos segundos; el, avergonzado y yo, consciente de

    que no debe ser fcil enfrentarse a una situacin

    como esta. Al final, me ha devuelto el cambio le haba dado un billete de diez pero, en lugar de irme, me ha parecido que, por cortesa, tena que

    preguntarle si se encontraba bien. El ha contestado

    que si, pero los dos sabamos que no era verdad. He

    cogido la libreta y he salido de la papelera pensando

    que, si hubisemos sido mujeres, probablemente no

    nos habramos contenido tanto y habramos

    compartido intimidades, y yo habra acabado

    sabiendo porque lloraba y el tal vez me hubiese

    explicado una de esas historias tristes sobre las

    cuales lo admito prefiero no escribir. En aquel momento he recordado que he comprado una libreta

    porque me he dejado en casa la que llevo

    habitualmente y, de repente, se me ha ocurrido una

    idea para un posible cuento. Y que he entrado en la

    papelera con la intencin de anotarla rpidamente

    pero, con todo lo que ha pasado, ya no recordaba

    nada. Entonces para consolarme y recurriendo a la justificacin que usan las personas que empiezan a

    perder la memoria, pero que no lo acaban de admitir

    me he repetido que solo olvidamos las cosas que no tienen importancia, he entrado en un caf y he

    empezado a escribir esta historia.

  • AUTOBIOGRAFICO

    Para que no parezca que siempre hablo de mi, me

    invento un personaje de cuarenta aos, le atribuyo

    virtudes que no tengo y un inters por, pongamos

    por ejemplo, la poltica o el budismo. Le decoro la

    casa con muebles de anticuario que yo no me puedo

    permitir y le regalo el privilegio de un matrimonio

    aparentemente feliz. De todo lo que he escrito hasta

    ahora, la palabra que ms me interesa es

    aparentemente, que introduce una sombra de duda

    que no debera pasar desapercibida al lector. A partir

    de ahora la historia ya no tiene nada que ver

    conmigo y, por tanto, nadie la podr calificar de

    autobiogrfica. Se que las convenciones de la ficcin

    permiten este pacto entre el autor y el lector. Que,

    cuando el que escribe rehye las referencias

    personales y mantiene un tono fantasioso, el lector

    tiende a adoptar una generosa voluntad de evasin

    (si el autor se emperra en entrometerse o en acaparar

    la luz de todos los focos, en cambio, el lector se

    vuelve ms exigente). Pero ya hemos quedado en

    que no quiero hablar de m. Vuelvo pues al

    matrimonio. Como que en los cuentos conviene ir al

    grano, describo a la mujer con una sola frase, para

    que quede establecida su personalidad. Tiene la belleza inapelable de las mujeres frioleras y

    fumadoras, escribo. Es una manera de describirla con una pirueta efectista que, en otro escritor, me

    hara fruncir el ceo. Que mis intereses de escritor

  • contradigan mi criterio de lector, no me preocupa: es

    precisamente lo que me propongo, romper moldes y

    ver hasta donde me pueden llevar estos personajes..

    Sin perder de vista el aparentemente que he dicho al

    principio, valoro la continuacin que, hoy por hoy,

    me inclina hacia un posible crimen pasional o, en

    segunda instancia los planes B acostumbran a ser ms convincentes que los planes A hacia un desenlace esttico. Por desenlace esttico entiendo

    que no acabe de pasar lo que, de entrada, pareca

    que haba de pasar. Adelanto pues. El matrimonio ha

    terminado de cenar y hablan del prximo fin de

    semana. Fuera no llueve, aunque cuando lo he

    pensado por primera vez, diluviaba y haba un perro

    inquietante que ladraba desesperadamente. Como no

    me fo de nada que en una novela o un cuento pueda

    parecer inquietante solo por el hecho de que el

    narrador diga que es inquietante y menos todava si la afirmacin se subraya con el efecto

    dramatizador de la lluvia he preferido prescindir del perro y del mal tiempo. Tambin habia pensado

    que el fin de semana debera ser montono, con

    momentos de una serena compenetracin y, como

    elemento perturbador, la rueda pinchada de un

    coche, que activase una discusin que desembocara

    en una guerra de reproches cruelmente agresivos (al

    estilo de Quien teme a Virginia Wolf?, pero sin

    alcohol). A pesar de eso ahora me tienta mas la idea

    de que la monotona acabe de modo desconcertante.

    En una orga sadomasoquista, por ejemplo,

  • ambientada en un castillo, con toda la parafernalia

    de este medievalismo decadente que, en general -

    Tinto Brass y el marqus de Sade han hecho mucho

    dao caracteriza al gnero. Tendra que escribir el episodio con un estilo asptico. El sexo no debera

    transmitir sensualidad. Imagino la descripcin como

    la preparacin de un pollo: cortes y movimientos

    contundentes, patas, cabeza, alas, hgados,

    esqueletos y mollejas. De modo que despus de una

    elipse que debera ahorrarme explicar toda la

    sobremesa, har subir a los personajes al coche (no

    es necesario que se pinche la rueda), ambos

    pensando en cosas montonas pero insinuando que

    tal vez no lo sean tanto. Para la escena de la orga no

    me documentar. Tampoco tendra la necesidad de

    que fuese realista, solo que se ajuste a la idea que la

    mayora de los lectores tienen de una orga. Tendr

    que centrarme ms en la confesin del hombre que

    no en la descripcin de la mujer en plena orga. El

    lector deber entender que, en realidad, el hombre

    odia las orgas. Que solo participa por amor (a su

    mujer, se entiende). Y este sentimiento de sacrificio

    lo tendr que hacer explotar cuando la mujer

    (vestida o desnuda, atada o desatada, amordazada o

    encadenada, colgada de un sofisticado sistema de

    cadenas, cuerdas y poleas) est siendo sometida a las

    vejaciones que proceden. Y entonces el marido

    tendr que rebelarse y decidir que no puede

    continuar fingiendo que participa de este delirio de

    golpes y latigazos. Y har que el la libere a ella

  • (manipulando nerviosamente las cadenas, los nudos

    o lo que demonios haga servir la infantera

    sadomasoquista), y le diga alguna cosa como: Me niego que hagas todo eso, pero dicho con la gracia que se supone que los escritores hemos de tener para

    que las situaciones sean crebles y emocionantes. Y

    aqu tengo la duda de cmo reaccionar la mujer.

    Le dir al marido que sino le gustan las orgas ya

    puede irse? Le confesar, emocionada y

    abrazndolo (hasta donde permita el abrazo, las

    cuerdas, la faja y el bozal de cuero), que ella

    tambin lo haca por el, porque crea que no poda

    vivir sin humillaciones y los dilogos grotescos, que

    si eres mi esclavo, que si ahora te quemar los pezones con un Camel sin filtro? Y de tan lejos como habr llegado, se que entonces preguntar, se

    que entonces me preguntar si tiene algn sentido

    inventarse una historia como esta. Y pensar que,

    para que nadie diga que los escritores siempre

    hablamos de nosotros, a veces acabamos escribiendo

    cosas bien extraas.

    EL TIEMPO

    Vestido con una chaqueta de camuflaje y botas

    latas, andas sin hacer ruido. Observas todo lo que se

    mueve con mirada de experto. No tienes miedo. En

    el zurrn llevas una pistola y un pual, a pesar de lo

    que mas te gusta es usar el fusil, que te permite

    avanzar con el can abrindose paso entre ramas y

  • zarzales. En casa tienes fotografa y recuerdos de

    estas salidas: una imagen con las manos araadas

    despus de haber estrangulado un da o, colgada a la

    pared, una serpiente disecada, tan inexpresiva como

    en el momento de dispararle dos balas entre el

    mircoles y el jueves. No sabes que encontrars pero

    tienes suficiente experiencia para intuir el peligro.

    Te reconforta volver a vivir esta sensacin de

    inminencia. La descubriste hace muchos aos,

    cuando con trabajos eras capaz de matar una hora o

    una tarde (despus llegaron los das, las semanas y

    los meses) A medida que avanzas sitas la escopeta

    en posicin de disparar. Notas la frialdad del

    barboquejo, la dureza del gatillo y te preparas para la

    fuerza, siempre sorprendente, del retroceso. Adivina

    el aliento de la presa mientras calculas sus

    dimensiones. De nuevo, reconoces la

    responsabilidad u el riesgo, el vrtigo de sabe que en

    aquel paisaje definitivamente ntimo, notando la

    humedad de la tierra bajo tus botas, o disparas y

    matas al tiempo o el tiempo te mara a ti.

    SEGUNDA CANCION

    El hombre siente que dentro de si acumula ms

    amor del que es capaz de dar. No debe ser grave, piensa. Por suerte le gusta ms dar que recibir. Por

    eso procura ser generoso y lo hace con una

    intensidad que sorprende a las personas queridas.

    Tambin es consciente que no puede concentrar todo

  • el amor en una sola persona. La mujer que quiere,

    por ejemplo, le da a entender que tal vez est

    haciendo demasiado. Preocupado, el hombre se

    distancia un poco, pero entonces ella le dice que ya

    no le reconoce y que ha llegado el momento de

    dejarlo. El hombre compensa la tristeza de la

    separacin invirtiendo todo el amor que hasta

    entonces daba a una sola mujer en otras mujeres,

    que, por lo general, no le corresponden. Esto, que

    quizs sera frustrante para algn otro, a el ya le va

    bien: as no ha de esperar nada de vuelta y puede

    colocar los excedentes del amor que, de una manera

    monstruosa, contina generando. Procura reciclar

    parte de este sentimiento a travs de los hijos,

    aunque en seguida comprende que si les contina

    queriendo de un modo excesivo, dejarn de necesitar

    el amor que les ha dado hasta ahora. Pronto, el

    equilibrio se rompe. Ya no tiene la energa de antes.

    Respira con dificultad, sobretodo cuando ha de ir

    arriba y abajo intentando regalar amor sin criterio

    alguno, desaprovechndolo. Para recuperarse, tiene

    que dormir ms y sumergirse en una espiral de

    pesadillas. Una noche en la que casi no se puede

    mover, nota como el amor se le coagula en la sangre

    y que, literalmente, le asfixia. Estirado en una

    ambulancia que, con un hilo de voz, a conseguido

    pedir por telfono, recuerda los tiempos en que era

    capaz de amar de una manera natural, sin ser

    consciente. La sensacin de pnico contrasta con la

    quietud que le rodea: la inmovilidad del aire, el tacto

  • del pijama, la indiferencia profesional de los

    enfermeros y la presencia de una muerte inminente.

    Si todava le quedasen energas, al hombre le

    gustara negociar con la muerte y regalarle todo el

    amor que tiene a cambio de vivir un poco ms.

    Aunque sea sin amor.

    EL COLOQUIO

    A la hora del coloquio una chica del pblico le

    pregunta porque es misgino, porque en los libros

    que escribe las mujeres siempre mueren o engaan a

    los hombres. El tono de la pregunta deja ver ms

    curiosidad que hostilidad. Mientras piensa la

    respuesta, el escritor bebe agua y deja que el

    interrogante flote sobre el auditorio como una mosca

    borracha. Durante la conferencia se ha fijado en la

    chica. Lleva unas gafas de cristales redondos que

    hacen juego con una cara angulosa pero atractiva. El

    modo de recogerse el pelo en una cola desastrada y la eleccin de la ropa transmiten una explcita

    voluntad de no ser mirada. Sino corriese el riesgo de

    ser malinterpretado, el escritor le contestara que

    intenta escribir sobre las mujeres con la misma

    libertad con la que escribe sobre cualquier otra

    realidad. En un escenario con menos gente, afirmara

    que siempre le ha sorprendido la capacidad de las

    mujeres para transformar la propia incoherencia o

    sus errores en pruebas de flexibilidad y de

    inteligencia. Si hubiese de servir para algo, el

  • escritor confesara que esto siempre le ha

    desconcertado y que, aunque no sea partidario de

    generalizar, ha llegado a pensar que los causantes de

    tantos malentendidos deben ser el amor y el sexo,

    esos cepillos de carpintero que, en lugar de alisar las

    aristas de las relaciones arrasan los estmulos. Ante

    un auditorio como el de hoy, el escritor intuye que

    esos comentarios seran bien recibidos. La

    sinceridad, incluso cuando es impuesta, acostumbra

    a despertar simpata. Explicara que malinterpretar

    las expectativas de las mujeres no solo le afecta a el

    sino tambin a otras personas. A los hombres, por

    descontado, pero tambin a las mujeres, que se

    lamentan de no ser entendidas sin plantearse que

    quizs no sea tan fcil y que, en cualquier caso,

    deberan aspirar a una recproca comprensin, de ida

    y vuelta. Aadira que, con el tiempo, ha aprendido a

    no sorprenderse por nada con la coartada de que no

    entiende a las mujeres. Es un recurso demasiado

    fcil, es consciente de ello y, como muestra de buena

    voluntad, estara dispuesto a admitirlo. Por el atajo

    de la complicidad, repasara su historial sentimental

    y confesara que, en momentos de desorientacin,

    busc respuestas que no encontr en los divanes de

    los sicoanalistas ni en los rincones ms visitados de

    los locales de intercambio. Como primera

    conclusin, dira, que le queda el consuelo que

    ninguna de las mujeres con que ha tratado se entiende un trato relevante le ha acusado de misgino. A diferencia de usted, seorita, le dira

  • a la chica, buscando en el humor espacio para el

    entendimiento. En realidad al escritor le gustara

    contestar que, mas que misoginia, lo que tal vez

    esconce esta conducta debe ser una capacidad

    misantrpica para entrar en el mundo de los dems,

    tambin en el de las mujeres. Porque, en general,

    intenta hablar de lo que conoce. Y, cuando en la vida

    extraliteraria ha conseguido entrar en el mundo de

    las mujeres, ha descubierto que, para no

    decepcionarlas, tena que cambiar, y que cambiar

    habra supuesto renunciar a buena parte de aquello

    que, conciente o inconscientemente, le haba

    permitido aun no sabe como entrar. Pero ahora los ojos de la chica son su nico interlocutor.

    Esperan la respuesta sin la malicia que al escritor le

    gustara ver. Si as fuese, podra responder con

    sarcasmo o con un aforismo de, pongamos por caso,

    Oscar Wilde (dicen que otro misgino). La aparicin

    de Wilde no debe ser casual, intuye. Piensa que si

    fuese abiertamente homosexual, tal vez no le

    reprocharan que sus personajes acten con una,

    digamos, tendencia a ignorar a las mujeres. No

    porque le parezcan menos interesantes que los

    hombres, matizara en seguida, sino por que, como

    el es un hombre, le debe ser ms fcil meterse en la

    piel de personajes masculinos. No es tanto un acto de misoginia sino de egolatra aadira con irona antes de aclarar que la acusacin segn la cual en

    sus libros todas las mujeres mueren o engaan a los

    hombres es falsa. Podra citar a personajes

  • femeninos ( cierto que secundarios) que ni mueren

    ni hacen sufrir a nadie y que, adems, tienen una

    incidencia positiva (o por lo menos no negativa) en

    el desenlace. Hilara ms fino an: estas mujeres, se

    preguntara en voz alta, tal vez estn no por razones

    de funcionalidad narrativa sino porque

    deliberadamente o no, las coloca para que se

    entienda que su voluntad no es la de ser misgino (ni

    tampoco dejar de serlo). Mientras la chica observa,

    el escritor piensa que si dijese todo eso, estara

    dejando entrever un punto de reaccin molesta,

    quien sabe si el indicio del fundamento de la

    acusacin. El caso es que no recuerda haber escrito

    conscientemente ni una sola frase misgina. De

    acuerdo que prefiere los personajes masculinos, y

    que? El escritor tiene un amigo que escribe obras de

    teatro con protagonistas femeninos. Siempre le dicen

    que es admirable como capta la sicologa de las

    mujeres. Pues yo no la capto, ya ves, afirmara sin ningn tono desafiante. Tambin explicara que,

    cuando ha probado inventar personajes femeninos, le

    han quedado tan postizos que, incluso cuando el

    resultado era literariamente aceptable, lo destrua

    para no fingir que entenda lo que no entiende.

    Aceptando la provocacin de la pregunta, afirmara

    que tampoco las quiere entender. (ni no entender) a

    las mujeres. Pero ahora en la mirada de la chica le

    parece detectar un cambio de registro que, si fuese

    una pelcula, podra ilustrarse con unos acordes de

    piano. Y sabe que este comentario podra ser

  • malinterpretado. Y que, entonces, sentira un gran

    cansancio y se preguntara sino ser ms fcil

    aceptar que buena parte de las relaciones entre

    hombres y mujeres tienen un componente de rechazo

    y de atraccin, de animalidad y de teatro. Que

    determinadas relaciones funcionan con elementos de

    dominio mental o fsico (en las dos direcciones). Si

    es una hereja admitir que puedes llegar a los

    cuarenta y cinco aos y no haber entendido nada de

    las mujeres, o tener la conviccin que lo poco que te

    ha parecido entender no te gusta, lo mismo que no te

    gusta el bacalao (pero este ejemplo tambin se lo

    ahorrar, por si acaso). Lo retira mentalmente,

    porque justo en el momento en que la chica sonre le

    hace pensar que, en otro tiempo, le era muy difcil

    obtener sonrisas as. Que se hizo escritor

    precisamente porque escribir le abra las puertas en

    la percepcin que los otros tenan de el y en los otros tambin inclua a las mujeres Y cuando una mujer le sonrea de manera distinta de cuando era operario en una planta de envasado de mortadela entonces se senta un poco decepcionado. No de las

    mujeres en general sino de aquella en particular.

    Estuvo tentado de explotar aquella sospecha de

    misoginia. Esto tambin se lo dira a la chica, que

    expectante, ahora se sube el puente de las gafas. Le

    dira:Pens en hacerme misgino profesional, lo mismo que hay escritores que explotan una aversin

    que debera preocuparles ms que enorgullecerles. Pero no lo hizo. Porque subrayar la incapacidad de

  • entender la sicologa femenina le pareca un recurso

    abyecto. Y no me refera a una abyeccin moral sino

    literaria. Crea que, cuanto ms se alejase de los

    sentimientos y de las propias convicciones, menos

    verosmil sera. Y si, al final, la impresin que

    transmita era que solo escriba sobre machos sin

    esperanza en un mundo de cueles mujeres, asumira

    las consecuencias. Y si la consecuencia es que, de

    tanto en cuando, - tal vez demasiado a menudo, de

    acuerdo alguien le pregunta porque es misgino, lo considerar un derecho del lector y una servidumbre

    del oficio. Por eso despus aclararse la garganta y de

    beber otro sorbo de agua, el escritor sonre y,

    mirando fijamente a los ojos de la chica, le dice:

    Por favor, podra repetirme la pregunta?

    HUMOR

    No es justo que pueda dar mi cuerpo a la ciencia

    y no a las letras. Para darlo a la ciencia solo necesito

    no padecer ninguna enfermedad infecciosa y tener

    vigente el documento nacional de identidad. Si lo

    acabo haciendo tengo pocas alternativas se que no tendr ningn problema y que contribuir a las

    prcticas de los estudiantes de la facultad de

    Medicina. Circulan muchas historias macabras sobre

    el uso que se hace de los rganos donados y sobre

    piscinas de formol. Algunos mdicos me han

    hablado con una sonrisa cmplice, como si

    aceptasen que la juventud y la vida de estudiante

  • implican un grado considerable y terrorfico de irresponsabilidad. No me preocupa que mis rganos

    acaben sirviendo para asustar a un principiante de

    primero de carrera o como un elemento de atrezzo

    de una ceremonia de iniciacin de batas blancas.

    Pero intuyo que, en manos de estudiantes de letras o

    de simples aficionados a la literatura incluso de poetas el espectculo seria ms imprevisible. La medicina es una actividad seria y responsable. Las

    letras, en cambio, son una vocacin que, como

    escribi el maestro Manganelli, acaba siendo voltil,

    misteriosa y frvola. Precisamente por eso preferira

    dar mi cuerpo a las letras y acabar alimentando la

    imaginacin de un perturbado o la capacidad de

    fabulacin de alguien que, ante unos rganos

    cedidos de manera altruista (y un poco temeraria),

    tal vez conseguira sacar algn provecho inmaterial,

    un brote de sana o insensata inspiracin, un poco de

    ficcin.

    DOS RADIOFONISTAS

    I.- VOSOTROS, EN CASA, TAMBIN PODEIS JUGAR.

    El hombre vive con su madre en una urbanizacin

    medio desierta. Empezaron a construirla los

    primeros aos de la burbuja inmobiliaria, cuando las

    promesas de los promotores an coincidan con las

    creaciones futuristas hechas por ordenador. Muchas

    familias invirtieron el dinero que no tenan en

  • cincuenta y cuatro chalets con zonas comunitarias y

    de comercio. De la tierra prometida ltimo crculo de un conjunto de periferias concntricas ha quedado una topografa virtual que perdura en las

    charlas. Cuando alguien habla de las pistas de tenis, la piscina o el centro comercial, hace referencia a realidades que figuraban en los planos y

    en las maquetas pero que nunca se construyeron.

    Cohesionados por la euforia de la indignacin, los

    vecinos se organizaron para exigir el cumplimiento

    de las clusulas y contratos. Pero pasado un tiempo

    hubieron de rendirse a la evidencia: la debilidad de

    los derechos es inversamente proporcional a la

    fortaleza de los deberes. Humillados por un largo

    proceso de inanicin administrativa, la mayora de

    los estafados abandonaron. El hombre es de los

    pocos que an resisten, en parte porque confa en

    una especie de justicia compensatoria y en parte

    porque se alimenta con el combustible del rencor.

    Cree que abandonar equivaldra a renunciar a todo lo

    que se ha invertido hasta ahora. Todo quiere decir

    mucho dinero pero tambin las hijas y la mujer, que

    le abandonaron despus de haber intentado,

    intilmente, apoyarle. De los que eran en un

    principio solo quedan la madre invlida por la osteoporosis y por ataques de pnico y una asistenta sin la que no se habra podido mantener

    atrincherado, enarbolando la bandera de la

    resistencia, incluso cuando, cada dos por tres, los

  • ladrones de cobre se llevan los cables elctricos y

    telefnicos de la zona.

    Ahora el hombre, la madre y la asistenta estn

    dentro del coche, camino hacia la sucursal bancaria

    ms prxima. Cada seis meses tienen que cumplir la

    formalidad de presentarse, en persona, para

    justificar el cobro de la pensin de la madre. El lo

    podra solucionar presentando una fe de vida pero en

    las actuales circunstancias, le es ms complicado ir a

    la capital para tramitarla que no organizar esta

    peregrinacin burocrtica once kilmetros por una carretera infernal Una vez ante la sucursal no hace falta que la madre baje del coche. El apoderado se

    acerca a saludarles y oficializa el trmite con un

    estrecharse las manos. La secuencia es absurda pero

    el hombre la acepta por necesidad. Volviendo hacia

    casa, se cruzan con el camin de los ladrones de

    cobre. Se sitan a lado y lado de la carretera,

    desafiantes, conscientes que les ampara toda la

    impunidad del mundo. El hombre no sabe lo que

    hara sino fuese acompaado por la madre y la

    asistenta. Tal vez se enfrentara o pensara en avisar

    a la polica (que como siempre se limitara a

    lamentar que existiese urbanizaciones cono esa).

    Una vez en casa acelera las operaciones de

    intendencia. Por experiencia sabe que hoy no habr

    ni telfono ni Internet (a veces los robos incluyen los

    cables de fibra ptica y afectan al servicio elctrico)

    y que debern conformarse con velas y el transistor

    de pilas, que tiene el poder de atenuar el pnico de la

  • madre. Ms tarde, en una de las pocas emisoras que

    les llegan sin interferencias, un locutor inicia un

    concurso y promete dos entradas dobles para un

    espectculo sobre hielo. El hombre no se fija en las

    preguntas, solo percibe que mientras espera las

    llamadas de los oyentes, el locutor repite: Vosotros, en casa, tambin podis jugar. Fuera, el cielo se oscurece y los pocos faroles que aun funcionan

    continan mal sntoma apagados. Por los ventanales ve pasar el camin cargado de cables,

    enrollados como si fuese churros gigantes acabados

    de frer, con los ladrones fumando y riendo,

    insultndose con una cordialidad penitenciaria (sabe

    que se insultan porque hablan la misma lengua que

    la asistenta y, un da, ella le explic lo que decan),

    subiendo hacia la zona del no-centro comercial. El

    hombre se acerca al sof donde se sienta la madre y,

    durante un rato, escuchan juntos como la radio

    insiste: Vosotros, en casa, tambin podis jugar. El locutor lo repite como si hablase para hacer

    tiempo, como si se esforzase en que no se le note el

    pnico. El pnico de darse cuenta que nadie le

    escucha, que nadie le llamar, que todos los

    telfonos de la comarca, del pas y del mundo han

    dejado de funcionar.

    2.- SEOR POLLO

    Poco antes de morir, el locutor se fue a vivir a

    casa de su hermana. Estaba bastante enfermo para

  • saber que el crculo se cerraba y era lo

    suficientemente lcido para resistirse con una

    dignidad elegante y testimonial. Como la

    enfermedad no le permita salir a la calle, bajaba al

    vestbulo y sentado al lado del conserje, vea pasar

    las horas y la gente. Aprovechaba la amplitud

    seorial de este espacio para fumar contraviniendo

    las rdenes de los mdicos. Si el conserje le

    comentaba los peligros del tabaco, el locutor

    responda: Mejor ser esclavo de tus vicios que de tus virtudes lo deca con una voz condenada por los tratamientos, que ya no se pareca a la que, durante

    tantos aos, haba iluminado la ciudad.

    Poco antes de morir, el locutor haba perdido la

    energa que en sus mejores momentos le impulsaba a

    declamar: Soy una silla! o en cumplimiento de un acuerdo con el patrocinador, en gritar: Soy don Pollo El personaje se hizo tan popular que , fuera del estudio, cuando le oan la voz los taxistas, los

    camareros, los palmeros y las putas le identificaban

    en seguida Ahora, en cambio, pareca un pollo de

    una explotacin industrial a punto de ser sacrificado.

    El conserje le daba conversacin y el le responda

    satisfecho de escucharse, aunque sin tenerse que

    poner los auriculares, se daba cuenta que haba

    perdido el tono, el empuje y el carisma. Si alguien le

    reconoca e insista a veces la gente es cruel y le haca repetir el nombre de uno de sus programas, el

    se avena, La ciudad es un milln de cosas, deca y

  • se le nublaban los ojos no de nostalgia sino de

    impotencia.

    Arrastrado por la popularidad y la capacidad de

    administrarla, el locutor se dejo llevar por el xito,

    forzando la salud y preservando un espritu de artista

    que sacaba de quicio a los colaboradores y a los

    directivos y que le haca parecer ms informal de lo

    que en realidad era, dice la leyenda que a final de

    mes se funda el salario en fiestas maratonianas

    celebradas en un hotel enfrente de la emisora,

    Cuando la industria de la radio cambi para volverse

    ms, el locutor empez a estorbar Incapaz de

    gestionar el propio talento dinamitaba los guiones

    pero si el oyente eras bastante indulgentes con los

    excesos, poda vivir momentos de una creatividad

    que en manos de cualquier otro, habran sonado

    cursis o artificiales La misma intensidad que le hizo

    triunfar le hizo perder. Con la escusa de ser

    bohemio, combata la lgica de la responsabilidad.

    Fuera de los estudio hua, pintaba y se convenca

    que el silencio de la pintura compensaba la

    verbosidad incontinente del seor Pollo.

    Poco antes de morir, el locutor saludaba a los

    vecinos que entrbamos y salamos del edificio. Yo

    le reconoc por la barba blanca, la mirada de una franqueza que desarmaba y sobretodo por la manera, personalsima, a pesar de ale enfermedad,

    de decir Buenos das. Sorprendido porque el seor Pollo hubiese ido a parar al vestbulo de casa,

    record las veces que le haba odo co la oreja pura

  • prtesis pegada al transistor. Rememor mentalmente la organizacin de los conciertos

    benficos, los dilogos con el pianista del estudio.

    Las viudas que llamaban para decirle que queran

    suicidarse y sus respuestas salvavidas: Suba a la azotea, mire la luna y vuelva a llamarme para

    contarme como se encuentra. O ya, en la poca del declive, recordaba la entrevista que le hizo a un

    escritor debutante. Para no seguir el cuestionario

    tpico, el locutor anunci: A los que me demuestren que han ledo este libro y que me llamen

    ahora, les regalo una maceta. Y como no llamaba nadie y notando la vergenza del escritor cambi de estrategia y, a gritos, anunci: A los que llamen ahora, les regalo el libro de nuestro invitado y dos

    macetas, y la centralita de la emisora se colaps. Era de una humanidad invasiva. Era catico en su

    modo de ser generoso y generoso e su modo de ser

    catico. Era posesivo en sus afectos y malediciente

    en sus odios. Era seguro en la indiferencia y creativo

    incluso cunado le convena no serlo. En el estudio, y

    con la voluntad de subrayar su lado ms crata, se

    desentenda de la actualidad y cuando encendan el

    piloto rojo y el cigarrillo (perteneca a la generacin

    de radiofonistas que enriquecieron la antena con el

    sonido del encendedor y del tabaco consumindose),

    haca una pausa que multiplicaba la expectativa y

    como si sufriese un calambre de vitalidad, gritaba:

    Soy don Pollo! Y la ciudad le agradeca aquella

  • energa a fondo perdido con una sonrisa ntima y

    fiel.

    Poco despus de morir, se habl del locutor

    procurando no hurgar en las heridas de las malas

    pocas, ni en la ingratitud de los que le haban

    utilizado o abandonado (por falta de paciencia o por

    prudencia; porque todo tiene un lmite y el no se

    acababa nunca; porque la bohemia asusta por lo que

    tiene de amenaza y de tentacin). Los peridicos y

    las radios le glosaron con comentarios generosos y

    con aquella prisa que parece deear que llegue la

    prxima necrolgica para borrar el dolor de la

    anterior. En el vestbulo qued en conserje, hurfano

    de aquella voz que tanto le haba acompaado en las

    ltimas semanas. Adis al olor de tabaco. Adis a

    las ancdotas de cuando, en el estudio, pona el

    micrfono sobre un ladrillo (Me sirve para respirar mejor y recordar que nunca hay que perder los

    orgenes) Adis al hilo de voz revolviendo recuerdos de mujeres a quien haba querido, de

    amigas que ms all de lo razonable, le haban

    ayudado a reparar viejos agravios (que el digera con

    una mezcla autodestructiva de dependencia y

    rencor).

    En adelante, el conserje tendra que hacer un

    esfuerzo por recordar la expresin del locutor

    cuando, despus de hacer una pipada terminal, se

    sorprenda pudiese perderse tan dentro por el

    laberinto de los pulmones y encontrar la salida. O la

    facilidad con la que regalaba cuadros que nunca

  • firmaba. Lo comentamos en el vestbulo, el conserje

    y yo. Y sin haberlo acordado, nos quedamos

    mirando la pgina de necrolgicas, compartiendo un

    silencio de funeral, pensando que todos los locutores

    deberan morir hablando, sorprendidos de que un

    hombre tan bohemio, imprevisible y poco previsor

    hubiese dejado preparada la esquela que mejor le

    defina: La ciudad es un milln de cosas. Hoy entre ese milln est mi muerte. Soy Luis Arribas Castro.

    Don Pollo.

    TERCERA CANCION

    Revolviendo los libros de la estantera he

    encontrado la cuenta del restaurante donde comimos

    el da que me dejaste. No es la clase de papeles que

    me gusta conservar y por eso me ha extraado

    descubrirlo extraviado entre las pginas de la

    biografa de Louis de Funs. He recordado que

    insististe mucho en pagar, probablemente porque

    haba preparado la escena y debas creer que habra

    sido indigno que, adems, te tuviese que convidar

    yo. Que me llevase la cuenta tambin me ha

    sorprendido. Quiere decir que a pesar de la dureza

    del momento, me pareci importante conservarlo, tal

    vez como la prueba documental de una decepcin la eleccin de un restaurante como territorio neutral

    me doli casi tanto como el veredicto que,

    rehuyndome la mirada, pronunciaste Me ha hecho sonrer ver lo que comimos. Aunque el documento

  • no especifica lo que pedimos cada uno, es fcil

    deducirlo. De primero, no hay duda. Te facturaron

    dos ensaladas de tomate, queso y organo. De

    segundo, unos raviolis de langostinos y puerros

    (para ti) y un filete a la plancha (para mi). Que no

    tomsemos ni vino ni postres me hace suponer que

    estbamos a dieta (si fuese posible volver atrs,

    nunca ms hara rgimen: es uno de los factores ms

    devastadores de destruccin de las parejas). El

    restaurante an existe. No he vuelto porque no me

    gusta. Es el tpico negocio hijo de los Juegos

    Olmpicos donde, siguiendo un ritual muy propio de

    esta ciudad, se juntan la hipocresa de los clientes,

    que hacen ver que se come muy bien, y la falta de

    escrpulos de los propietarios que fingen que saben

    cocinar. Y tambin porque, aunque han pasado

    muchos aos, no quiero arriesgarme a encontrarte y

    tener que saludarte, preguntar como te va todo y que

    tu, un poco incmoda, me tengas que presentar a tu

    marido apretn de manos caluroso, ninguna dieta a la vista o peor an, a los hijos, clavados a ti, que deberamos haber tenido.

    NUEVA YORK, 1994

    (Notas para un cuento)

    Hemos comprado comida india para llevar. En las

    paredes del restaurante hay fotos del dueo del local

    al lado de Robert de Niro, Richard Pryor y Bruce

    Willis. Sospecho que debe de haber una empresa que

  • comercializa este tipo de fotografas, probablemente

    trucadas. El conserje polaco del edificio donde

    vivimos una amiga de Silvia nos ha dejado su apartamento durante unos das nos mira con recelo cada vez que entramos o salimos, especialmente a

    mi (es imposible que nadie pueda desconfiar de

    Silvia).

    Hace meses que intentamos engendrar un hijo.

    Calculamos los das de mxima fertilidad, las fases

    de la luna, la temperatura basal y las ventajas de

    determinadas posturas. Hacemos el amor con una

    disciplina atltica, mecanizados por la trascendencia

    del objetivo. Por la maana escucho una emisora

    hispana de radio. Me fascina la locuacidad de los

    locutores y la informacin del trfico: conectan con

    una reportera que, en helicptero, sobrevuela los

    puntos de acceso a la ciudad. Sospecho que, como

    las fotografas del restaurante, el helicptero es de

    mentira.

    Desayunamos en un caf griego. Habamos

    acordado ir cada da a un sitio distinto, pero como el

    primer da a Silvia le gust mucho el camarero se miran con una apetencia recproca, reforzada por el

    estallido de los huevos y el tocino sobre la plancha lo hemos convertido en ritual. Esta noche hemos de

    ir a cenar a casa de Siri Hustvedt y Paul Auster. No

    he querido pensar hasta ahora porque estaba

    convencido que la cita se anulara. Silvia es la

  • editora de Hustvedt en espaol y, hace unas horas,

    han hablado por telfono para ponerse de acuerdo.

    Como ellos viven en Brooklyn y nosotros estamos

    en Manhattan, nos han recomendado llamar a una

    compaa de taxis privados. Me he pasado la tarde

    fingiendo una calma que no tengo y revisando las

    vas de acceso a Brooklyn.

    Ayer sufr una bajada de tensin o una subida de

    azcar aun no distingo los sntomas de cada cosa mientras comamos en un restaurante frecuentados

    por mafiosos. No llegu al segundo plato: acab

    taquicrdico. Ahora me doy cuenta de que todo este

    nerviosismo tiene que ver con la inminencia de la

    cena. Cmo he de comportarme si no se suficiente

    ingls ni para intervenir en la conversacin ni para

    seguirla? Cmo volveremos de Brooklyn? A que

    hora? Silvia y Siri se conocen y tienen intereses

    comunes pero, Qu har si Paul Auster Paul Auster! me dice alguna cosa? Y lo que es ms importante, podemos confiar en que el taxista no

    nos matar?

    El estado nervioso se ha ido agravando primero en

    el taxi como he entrado es una espiral de histeria, hemos acabado llamando a los Auster para que nos

    recomiende una compaa de confianza; deben haber

    pensado que somos idiotas y despus, en Brooklyn, donde hemos llegado mucho antes de la

    hora prevista. Para no ser inoportunos, hemos

  • paseado por Park Slope y Silvia me ha propuesto

    identificar, entre la gente, un posible hijo de los

    Auster. A veces lo hacemos: buscamos parecidos

    entre los viandantes. Es un juego inofensivo que,

    igual que la literatura, reconvierte las especulaciones

    en creatividad y me aleja de esta hipocondra de la

    tragedia (los hay que exageran enfermedades

    inexistentes; yo sufro por catstrofes que solo son

    reales en mi imaginacin).

    Sentados en un caf buscamos el aire acondicionado para resguardarnos del bochorno contamos cinco hipotticos Auster junior. Al final,

    nos presentamos en la casa, Silvia con su sonrisa que

    la identifica y una botella de vino; yo, sudando, y

    con una bola de nervios en el estmago. Valoro el

    privilegio de cenar con dos escritores que admiro,

    pero tambin soy consciente que esto no resuelve

    mis atrofias de sociabilidad ni la incertidumbre sobre

    la hora de vuelta, ni la inquietud de saber si el taxista

    ser o no un asesino.

    A los que no son sufridores tal vez les cueste

    entenderlo. Es un trastorno que no tiene que ver con

    la realidad sino con la ficcin. Acompaas a alguien

    a su casa porque sospechas que los taxistas son

    sicpatas que destripan a los clientes. Pero cuando

    llegas te percatas que, puestos a hacer, mejor

    acompaarlo hasta el ascensor, o hasta la puerta y, a

    pesar de que durante unos minutos crees que ya

  • puedes estar tranquilo (ya tienes lo que queras: has

    visto como entraba en casa y como cerraba con

    doble llave), no puedes evitar llamarle ms tarde y

    preguntarle si todo va bien (nunca se sabe; podra

    haber habido un sicpata oculto en el interior). Esto

    multiplicado por todas las personas que frecuentas,

    es extenuante. Por eso he aprendido a establecer un

    cierto autocontrol (anoto el nmero de la licencia de

    los taxistas en lugar de acompaar a todo el mundo a

    todas partes) y a aplicar una jerarqua de

    sufrimientos que, a veces como esta noche no funciona.

    Hay parquet, luz y un perro recogido de la calle,

    tan hospitalario como los anfitriones. Se comportan

    con una naturalidad que se agradece, sin dejar de

    atender a los asuntos domsticos. Nos presentan a la

    hija pequea y al hijo adolescente (no se parece a

    ninguno de nuestros juniors) Que irn a cenar a una

    pizzera para que podamos estar ms tranquilos. La casa est decorada con una equilibrada voluntad

    de orden, calidez, buen gusto y comodidad. Salimos

    al jardn, con rotundas moscas, de Brooklyn. Mi

    ingls es tan defectuoso que durante la cena callo,

    escucho y sonro, cazando frases al vuelo que

    probablemente malinterpreto. Como Auster tambin

    habla francs, tiene la deferencia de cambiar de

    idioma, pero no se que es peor, si sufrir por no

    entender nada o sufrir por no saber que decir. El se

  • debe dar cuenta porque a medida que pasan los

    minutos, es cada vez ms cordial.

    Auster enciende puritos holandeses y habla de

    cosas interesantes, como del rodaje de Smoke y, en

    estos das, de Blue in the face, su primera

    experiencia como cineasta. Se le nota la energa y el

    entusiasmo propios de los momentos creativos.

    Explica ancdotas de William Hurt Siri y Silvia ponen los ojos en blanco: deduzco que Hurt es como

    un camarero griego pero elevado a la mxima

    potencia de la bondad y de los problemas matrimoniales de Harvey Keitel, de la generosidad

    de Ang Lee. Yo, entretanto, sudo y especulo sobre

    si, en el momento de asesinarnos, el taxista usar

    una pistola o un machete.

    Devoramos una ensalada de ingredientes

    deliciosos pero no identificados, un filete de atn y

    helado Hagen Dazs de vainilla. La conversacin se

    alarga y, de modo precario, consigo contener la bola

    de nervios. Constato que Auster es la

    personificacin del carisma y de la cordialidad.

    Hustvedt, quizs porque no entiendo casi nada de lo

    que dice, parece ms tensa (el azulsimo color de sus

    ojos se le oscurece con sbitas nubes de cansancio,

    que atribuyo a nuestra mejor dicho: a mi presencia). Cuando por la lgica del protocolo,

    parecera que haba llegado el momento de irse,

    Auster nos sorprende al preguntarnos: Os gustara

  • ver el material de Blue in the face que hemos rodado

    hasta ahora?.

    El privilegio de estar cerca del admirado escritor

    (y de admirarle an ms porque se comporta de una

    manera que invita a no idolatrarlo), de escucharle, de

    compartir ancdotas y vino, de espantar las mismas

    moscas, de inspirar el tabaco que el espira, de tener

    la oportunidad de ver juntos un trabajo indito, nada

    de eso es suficiente para evitar que, con una

    conviccin suicida, yo responsa con un no rotundo.

    No, repito. Es una respuesta tal maleducada que Silvia ha de rescatarme y, en un tono de voz que da a

    entender que no he dicho lo que si he dicho, me

    corrige:Sera fantstico.

    Todos hacen ver que no me han odo y me miran,

    perro incluido, como el conserje polaco. Subimos al

    primer piso, a una especie de videobiblioteca

    desordenada pero acogedora, con un sof y una

    pantalla de televisin. Auster pone la cinta VHS y

    comenta las escenas. Silvia le corresponde con

    agradecimiento, atencin y complicidad. Yo creo

    que tardaremos una hora ms en irnos y en el taxista

    (que nos matar). Mientras tanto en la pantalla veo

    imgenes que en otra vida seguro que me habran

    gustado (reconozco a Lou Reed pero como no le

    entiendo, no puedo imaginar que est diciendo que

    Nueva York no le da ningn miedo especial, a

    diferencia de Suecia, que si que le da, porque en

  • Suecia todo el mundo va borracho, y todo funciona,

    y estas cosas le dan miedo, pero Nueva York, en

    cambio, no). Y el taxista que me imagino es

    entonces Robert de Niro, Richard Pryor, Harvey

    Keitel e incluso William Hurt, con los ojos en

    blanco y usando el machete con una destreza cruel.

    La bola de nervios gana la batalla. Pienso en lo

    que debe faltar para que acabe la pelcula y en mi

    incapacidad de saborear este momento. Soy

    conciente que dentro de unas horas o maana, me lo

    reprochar con rabia, vergenza y frustracin. Y que

    entonces querr volver atrs demasiado tarde y agradecer la generosidad de los Auster y la paciencia

    de Silvia, a quien espero ser capaz de darle el hijo

    que tanto desea (no lo comento porque es un

    pensamiento inconfesable pero estoy convencido de

    que si en lugar de ser yo, el padre tuviese que ser

    Auster, Hurt o Keitel por no hablar del camarero griego ya hace semanas que estara embarazada).

    Cuando salimos el bochorno se ha disipado un

    poco. El taxi de la compaa de confianza nos

    espera, conducido por un sudafricano melanclico y

    silencioso. El camino de vuelta es plcido.

    Atravesamos un puente monumental, sin atascos ni

    helicpteros. Nada de lo que vemos parece formar

    parte de un decorado sino de un escenario vivo en

    que cada luz tiene sentido, historia y coherencia.

    Busco la mano de Silvia pensando que tiene motivos

  • para rechazarla. Pero ella la aprieta con fuerza, como

    si quisiese transmitirme una confianza que no me he

    ganado pero que necesitaremos para acabar lo que

    hemos empezado. Pero antes hemos de llegar sanos

    y salvos al apartamento. Hemos de cruzar el

    vestbulo (nunca hemos vuelto tan tarde y no se si

    tendremos que enfrentarnos a la mirada reprobadora

    del conserje polaco o a la indiferencia narcotizada

    del suplente jamaicano). Hemos de subir en el

    ascensor (con la doble puerta y la reja corrediza, de

    una lentitud terrorfica). Y hemos de comprobar que

    no haya ningn sicpata en el interior.

    BUFANDA

    Tiene noventa y dos aos. Est tejiendo una

    bufanda por lo menos lo intenta Durante mucho tiempo, hacer media ha siso una manera de relajarse

    sin dejar de ser productiva ni caer en una ociosidad

    que ira contra sus principios. Enfila puntos, no

    acierta movimientos que antes eran automticos,

    deshace con los dedos lo que ha tejido con las

    agujar, no sigue el orden adecuado, digmoslo

    claro,: no solo no avanza sino que, a menudo

    retrocede. A ratos confunde las lanas, mira de

    derecha a izquierda, sin pedir nada (aun dosifica las

    demandas de ayuda), hasta que se da cuenta que lo

    que busca lo tiene entre las manos. A pesar de que le

    falla la vista y el tacto, continua. De tanto en tanto,

    contempla lo poco que ha conseguido tejer no sabe

  • que, mientras ella duerme, su nuera le rectifica los

    errores con una satisfaccin que mas tiene que ver con la sorpresa que con el orgullo. Aplana el

    extremo nunca acabado ni comenzado de la bufanda

    con una caricia experta, como si, a travs de lo que

    le queda de tacto, evaluase su propia habilidad.

    Coordina tres puntos seguidos. Se encala. Coge la

    bolsa donde guarda las madejas de lana Pingouin y murmura. Vuelve. Hace aos era capaz de hacer

    media mientras escuchaba la radio, mantena una

    conversacin y, de reojo, vigilaba lo que teja. Hacia

    ir las agujas con una habilidad prodigiosa y,

    entonces, hablaba del marxismo, de las diversas

    versiones de Just a gigol, de poesa feminista, de la

    malvada belleza de Alain Delon, de la zarzuelas

    Cans de amor i de guerra o de la tortilla de

    alcachofas que hara para cenar, de las radionovelas.

    En cambio, ahora, la capacidad de control se ha

    deteriorado y la sensacin que transmite es de

    impotencia. A pesar de eso, parece ms preocupada

    por los hechos que no por las emociones. La

    voluntad de mantenerse ocupada prevalece sobre

    cualquier otra consideracin. Para recuperar el ritmo

    hace una pausa, y comenta como ser la bufanda y

    de que manera los colores elegidos - un centelleo

    trenzado de naranja, amarillo y rojo favorecern a la nieta para la que lo est tejiendo. Cuando los

    obstculos se acumulan no abandona y, contrariada

    y huyendo de la compasin encuentra la excusa

    pertinente: Esta lana es muy fastidiosa porque la

  • mezcla de colores desorienta y nunca sabes donde

    clavas la aguja O en el mismo tono que adoptaba cuando aun le hacan entrevistas, responde:Me gusta hacer media porque tienen ritmo Que ponga a prueba los sentidos que mas le fallan es la expresin

    de un carcter marcado por la obstinacin. Es una

    cualidad muy valorada aunque tambin hemos de

    admitir que hay una obstinacin irreflexiva, que

    transforma la voluntad en una especie de fanatismo.

    Mientras mueve las agujas, parece distanciarse de la

    racionalidad. Reducida al mbito de esta bufanda, la

    obstinacin ha dejado de ser un recurso para vencer

    los obstculos y ahora solo es una manera de

    conseguir que el tiempo pase ms deprisa.

    TODOS LO HACEN

    Nota el cansancio en las cervicales. Se le cierran

    los ojos. Combate el sueo con el efecto del caf que

    se ha tomado antes de salir de casa. Ha aparcado a

    cincuenta metros de la discoteca donde ha quedado

    en recoger a su hija. Mira el reloj, enciende la radio

    y escucha las noticias de las cuatro. El paisaje no le

    tranquiliza: arriba y abajo, adolescentes y jvenes

    que gritan, cantan, ren, se pelean, beben, fuman,

    vomitan, hacen ruido con los tubos de escape o,

    despus de trastabillar, se caen a plomo. La

    negociacin para decidir la hora de vuelta ha sido

    desagradable. El se ha sentido culpable de no haber

    sabido imponer su principio de autoridad. Ella se ha

  • sentido infeliz de tener un padre tan carca. Para

    disuadirla le ha recordado que solo tiene diecisis,

    sin pensar que ella los vive como si fuesen muchos y

    que, por eso mismo, tendra que dejarla salir, como

    mnimo hasta las seis. El argumento ms repetido

    por ella ha sido el de siempre: todos lo hacen.

    Hacerle entender que eso no es ninguna garanta ha

    sido intil y, al final, han pactado que volver a las

    cuatro y que el la ir a buscar. Ahora, viendo el

    gento que hay por la calle una avenida del polgono transformada en atraccin noctmbula tiene que admitir que tal vez si que todo el mundo lo

    haga. Retrasa el momento de telefonearla. Est

    convencido que saltar el buzn de voz y sonar la

    frase que menos le gusta or: Est apagado o fuera de cobertura. Sino estuviese tan cansado y no tuviese tanto sueo, empezara pensar en represalias

    proporcionales a la indisciplina cometida (cada

    minuto que pasa tiene ms claro no respetar lo que

    han pactado). En situaciones como esta, la

    experiencia no le sirve de nada. Hace treinta aos,

    cuando el tenia diecisis, la severidad de los padres

    le pareca injusta pero natural. Discutirla solo era

    una opcin testimonial, una oportunidad para

    desfogarse gritos, portazos y, al final, acatar la disciplina. Pero en las decisiones de hoy ya no

    intervienen ni la arbitrariedad ni el espritu rebelde,

    solo los caprichos de la inmediatez y la estupidez de

    los horarios. La mayora de padres que conoce lo

    aceptan con resignacin como si fuese una epidemia

  • inofensiva e incluso simptica. Le horroriza que con

    solo diecisis aos, su hija quiera hacer lo mismo

    que el no hizo hasta los treinta. Pero a base de

    discusiones extenuantes no descarta sumarse a la

    indiferencia mayoritaria. Ahora lo nico que quiere

    es que no le haya pasado nada y que salga de la

    discoteca. Para no perder la calma, le deja un

    mensaje de texto: Estoy fuera, aparacado en la esquina. Enviar. Es un texto sobrio, que no destila ni reproches ni amenazas. El corazn se le acelera.

    Si su hija no sale o no contesta en seguida, sabe que

    la taquicardia se agravar, lo mismo que la

    capacidad para maginar tragedias (aludes humanos,

    violaciones, comas etlicos) Se frota los ojos. Bosteza. Enciende la radio y recorre el dial sin

    encontrar ningn consuelo, ni tan solo en la emisora

    Radio Ol. Con el mvil en la mano, espera la

    respuesta. Mira la gente que cruza la calle, rebaos

    de minifaldas, tacones, flequillos, crestas

    engominadas y pantalones calculadamente cados.

    Enva un mensaje, y otro. Al final, la llama. Lo tiene conectado, piensa, sin saber si esto le preocupa ms o menos. Cada tono que ella deja

    sonar sin contestar se le diluye en la sangre como un