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OBJETOS PARA OCULTAR EL VACÍO Ariel César Guzmán

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OBJETOS PARA OCULTAR EL VACÍO

Ariel César Guzmán

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Una familia se reúne para volver a su casa. Reconstruirla pondrá en evidencia no sólo el paso del tiempo de sus integrantes sino también la ausencia de uno de ellos. Deberán enfrentar a la memoria, con sus senderos y laberintos, que pondrá en la superficie, y a la deriva, los frágiles lazos de las relaciones afectivas. El choque natural en el intento por darle una nueva vitalidad a ese hogar dejará al descubierto las disputas que se han mantenido ocultas pero latentes. La perspectiva de los lugares y el retroceso a un pasado, donde podemos encontrar rastros de un momento de la vida política del país, colocará a cada uno en el lugar de afirmar o abandonar lo que por tanto tiempo los ha mantenido unidos.

ISBN 978-987-9129-73-9

segundopremio

premio municipal de literatura

“luis josé de tejeda” novela corta

2018

Ariel Guzmán nació en la ciudad de Córdoba en 1975. Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Córdoba. Algunos de sus cuentos fueron publicados en medios gráficos y virtuales de su cuidad y el país. En 2016, su novela Casas de Naipes (aún inédita) fue finalista del Premio Literario Provincia de Córdoba. Participó en la antología de escritores cordobeses Esperando el 601 (Postales Japonesas, 2017). Autor del libro de cuentos Paseo de Sombras (Postales Japonesas, 2017). Coordina talleres de escritura.

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Ariel César Guzmán

El Premio Municipal de Literatura Luis José de Tejedafue instituido por Decreto Nº 372 “B”

del Gobierno Municipal, el día 21 de diciembre de 1984.Con el nombre de este Premio, se rinde homenaje

al primer escritor (1604-1680) nacido dentrodel territorio que comprende hoy nuestro país.

Ariel César Guzmán

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El auto estaba estacionado debajo de un árbol, en la som-bra, para impedir que los alumbraran las luces de la calle. El viento soplaba como si estuviera por desatarse una tormenta en poco tiempo. Los primeros días de otoño aún no habían traído el frío y la humedad se sentía en cada lugar que se tocaba. Después de mucho tiempo la familia estaba otra vez reunida. A las dos de la madru-gada, ocultándose. Adelante, Emilio agarraba el volante con fuerza, a su lado Federico, y detrás Teresa. Los tres en silencio, atentos a la casa. Los únicos sonidos eran los de las hojas arrastrándose por la calle y la vereda impulsadas por la brisa y el ruido de los asientos de cuero cada vez que alguno de ellos cambiaba de posición.

En diagonal, a unos veinte metros, una camioneta a punto de desarmarse y con un cartel con la palabra flete empezaba a cargar los bultos. De la casa salían apurados,

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le exigía agarrarse fuerte del volante, aguantar las ganas de encender el motor, arrancar, disparar en movimiento, herir, lastimar, dejarlos amontonados encimas de sus co-sas que las pensaba como basura. Emprender la huida apagando la rabia. Esperar, no había otra opción, esperar.

La casa estaba casi a oscuras. Por una de las ventanas del frente se reflejaba una luz opaca, débil, que parecía ti-tilar por los vaivenes del aire. Iluminaba desde el suelo. El césped ya no existía y lo que había sido una planicie llana y cuidada ahora era un pedazo de tierra con montículos en varios lugares que no permitían caminar sin tropezar-se. Los costados, por los pasillos a los que se accedía al patio, estaban tapados por ramas para impedir el paso.

La atención se la llevaba cada uno de los que se mo-vían cargando cosas. Olvidaban observar la casa, la os-curidad tampoco se los permitía, despejar las dudas de cómo estaba pintado el frente y si habían modificado al-gún aspecto que los alejara a cómo la recordaban. Emilio y Teresa nunca más habían vuelto a pasar por el frente para verla. Federico sí lo había hecho aunque sus padres no lo supieran. Él presenciaba la transformación cada vez que pasaba en un taxi. El abandono la presentaba de una manera diferente y le daba indicios de cómo eran los que estaban viviendo allí adentro. En más de una ocasión pen-só en diferentes opciones. Todas eran violentas o estaban relacionadas con la posibilidad de desatar una tragedia. Después de imaginarlas y planearlas, las abandonaba. Se

un hombre morocho, tan delgado que podía intuirse que tenía una enfermedad, y por detrás lo seguían dos mu-jeres gordas, de polleras y blusas escotadas, que además dejaban ver parte del abdomen cada vez que arrastraban una bolsa o una caja de cartón. Tres niños, de entre siete y diez años, entraban y salían más rápido que los demás y tiraban cosas en la parte de atrás de la camioneta. Se reían cada vez que debían hacer fuerza para tomar en-vión. Los adultos miraban a los costados cada vez que pisaban la vereda. Los únicos muebles que sacaron fue-ron los respaldos de tres camas chicas, el de una cama grande, y una mesa pequeña de madera con cuatro sillas. El resto fue un desfile de bolsas de consorcio a las que algunas trataban con mayor cuidado. El hombre se la pa-saba callando a los niños. Golpeándolos en la cabeza o agarrándolos de un brazo cuando los tenía cerca.

A Emilio, observarlos entrar y salir apurados, le des-pertó un odio hasta ese momento controlado. No dejaba de pensar que a un costado del asiento tenía un arma. Te-resa sabía que la llevaba. Desde que se casaron sabe que siempre tiene una a su alrededor. Protección, seguridad, defensa, palabras que usa para justificar por qué siempre tiene una cerca desde aquella época en la que esfumaban a cualquiera en algún lado. Él estaba del lado de los que mandaban.

Debía ser paciente, se lo repetía, estas cosas obli-gan precisión, a actuar lo más frío posible. Un impulso

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—¿Qué deje de joder? Los voy hacer zapatear, ya vas a ver. Si vos fueras más durito me acompañarías. ¿O no, Teresa?

Teresa miraba las ramas balancearse por el viento.—Hablá bajo, nos van a escuchar, nos van a ver —dijo Federico.—¿No ves, boludo, que no hay nadie afuera? Están todos adentro.—Está el viejo del flete ahí.—Ese viejo debe ser sordo y no debe ver una mierda. Si fuera yo, ya me hubiera dado cuenta de que me están vi-gilando desde un auto. Teresa decí algo, siempre callada. No puedo saber si sos o te hacés.—Ninguna de las dos cosas. ¿Ahora querés una opinión? Callate —dijo Teresa.—Dejala —dijo Federico.—Estarás contenta, Teresa, con volver acá —dijo Emilio.

Federico encendió un cigarrillo.—¿Querés?

Emilio le sacó el cigarrillo y apagó la brasa con las pun-tas de dos dedos. Lo estrujó y lo tiró por la ventanilla.—Nene, la brasa hace luz en la oscuridad. Por eso nos pueden ver, no porque yo hable.

La poca luz de la casa se apagó. De la oscuridad apa-recieron trotando, primero, las dos mujeres y les costó subirse, por su peso, en la parte de atrás. Se hacían lugar empujando las bolsas con los pies. “Vamos pendejos”,

necesitaba de una voluntad y una actitud de la que no se creía capaz. El hombre apto para resolver conflictos de esa índole era Emilio. Su padre se le imponía nuevamen-te. Cuando se acababa el dialogo y el choque era inmi-nente, nadie mejor que él para infundir algo parecido al respeto y que por momentos llegaba hasta el miedo. No podía reconocerle a su padre esas cualidades que consi-deraba esenciales para evitar que cualquiera los atrope-llara. Las mismas que Emilio usaba para arrepentirse por haber formado un hijo varón flojo para la crueldad y con culpa por cualquier cosa.

El asiento vacío al lado de Teresa le recordó la falta de Juan. Apoyó la mano sobre el cuero como si de esa ma-nera lo sintiera cerca o entendiera que de alguna manera él estaba presente, que ése era el lugar que le hubiera co-rrespondido, a su lado, y así la familia estaría completa. A la otra mano no dejaba de pasarla sobre la falda. Dejó de mirar la mudanza y prestó atención a las demás casas. Tan iluminadas, llenas de esplendor, y trató de recordar los nombres de sus vecinos, las actividades que tenían, en cómo serian después de pasado ocho años. Explicar-les que ellos tampoco eran los mismos, faltaba Juancito, bueno Juan. Estaban incompletos, como los estamos to-dos, con el paso del tiempo.—Me voy a bajar antes de que se vayan —dijo Emilio.—Dejá de joder, papá. Espera. No sabés esperar.

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Emilio bajó con el revólver apuntando el piso. Volvía a sentirse indestructible por sentir ese peso en la mano. Sabía que los que arrancan con las armas es lo que más los atemoriza, sentir que no pueden maniobrarla. Des-pués viene el ruido del disparo y más tarde la puntería. La posibilidad de gatillar, el impacto, provocaba mucha satisfacción. Federico también bajó, pero con un cigarri-llo, esta vez encendido. Después de tanto tiempo entre las sombras no tuvo ninguna dificultad para moverse sin luz. Igual no llegaban a distinguir dónde estaba Teresa. Tampoco escucharon un ruido que les permitiera supo-ner que había intentado entrar en la casa.

Después de llamarla Emilio se alumbró con el celular. La encontró a un costado, en el lugar donde debería estar el lapacho que adornaba el jardín. Juan había tenido su hamaca atada en una de sus ramas. Logró que las perso-nas que entraban o salían de la casa se sentaran al menos una vez. Nunca pudo convencer a Emilio para que lo hi-ciera. No quedaba ningún rastro de la existencia de ese árbol. Teresa miraba hacia arriba. Continuaba buscando las ramas y se chocó con la opacidad del cielo nublado.

Entró en el auto sostenida de un brazo por Federico. No quiso ubicarse adelante junto a Emilio. Tampoco aceptó fumar. No entendía con qué fin la invitaban si ella nunca lo hacía. La intención era que dejara de llorar. Al rato apareció Emilio y subió al auto. Hacía todo con una sola mano. No soltaba el arma.

gritaron. Los niños intentaron ubicarse junto a ellas. Las mujeres tiraban manotazos al aire para impedirlo. Apareció el hombre y los llevó con él hasta la cabina. Encendieron el motor. El caño de escape no paraba de lanzar humo. Cada una de las mujeres no dejaba de mi-rar su teléfono celular. Cuando arrancaron el impulso hizo tambalear a una de ellas, tuvo que sostenerse de un caño para no caer. Muy despacio desaparecieron al final de la calle.—Estos hijos de puta, que barata la sacaron. Ahora se fueron como si nada a otro lado. Ocuparon mi casa ocho años y ahora se van así nomás —dijo Emilio.—Ya está papá, es nuestra otra vez.—Los abogados no pudieron sacarlos. Se fueron cuando se les cantó el culo. Lindo, ustedes, por darles bola a us-tedes esto se alargó mucho. La próxima vez, vuelvo a la receta de siempre, a mi manera y listo —dijo Emilio.—¿Vamos a irnos o nos quedamos? —dijo Teresa.—No me mueven más de acá —dijo Emilio.

Teresa bajó del auto. Cruzó la calle y los gritos de Fe-derico no pudieron detenerla. La verja que separaba la vereda del jardín tenía dos entradas; una pequeña para las personas y otra a un costado, grande, que permitía meter un auto. Ingresó por la puerta más angosta y se la tragó la oscuridad. Emilio ya había encendido el auto, hizo un giro, golpeó la tranquera de madera, y metió el auto.

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derramó parecían haberle quemado la cara, las sentía ad-heridas a la piel. Se tocó más de una vez las mejillas y confirmó que las tenía secas.—Es insoportable esto. ¿Por qué no nos metemos aden-tro? Es nuestra casa. No sé para qué seguir esperando —dijo Federico.

Teresa se incorporó en el asiento. Emilio abrió los ojos y separó los brazos del pecho. Ocultaba el arma con la palma de su mano derecha.—Acostate, Teresa. ¿Sabés cuál es tu problema Federico? Que no pensás. Adentro no hay luz. —Acá tampoco hay luz —dijo Federico.—Primero, no voy a entrar. No quiero tener pegado en la nariz el olor de esos hijos de puta. Bastante que se salva-ron de que no les aplicara mi receta.—Tus amigos sí se la aplicaron, por eso se fueron —inter-vino Teresa.—Gracias a eso recuperamos la casa, la tenemos vacía a nuestras espaldas. Esperamos mucho tiempo, ocho años, para que ningún abogado ni juez pudiera devolvérmela. Ahora tranquilos, es como pescar o cazar, un poco de pa-ciencia y silencio, nada más. Descansen —dijo Emilio.

Teresa volvió a recostarse sin sueño. Federico encen-dió un cigarrillo y sacó la mano por la ventanilla para que el humo no molestara a nadie. Tuvo un impulso por mirar el celular, volver a leer los mensajes de Liliana. Lo hacía no solo con los de ella sino con los de cualquiera.

—No hay nadie por ningún lado. Parece que se fueron. ¿Qué te pasa, Teresa? —dijo Emilio.—Sí, se fueron. ¿No viste? —dijo Federico.—Ya sé, capaz que alguien se quedó adentro. Ese sí que no se salvaba. Teresa, ¿me podés decir por qué llorás?—Si no te responde es porque no quiere hablar —dijo Federico.

Teresa miraba el asiento a su lado. Se secaba las meji-llas con los dedos.—Tanta gente que quiere hablar y ella que puede, nada, siempre sin decir nada. De acá no me voy. ¿Si estos man-dan a alguien nuevo para vivir acá? Vuelvan en taxi. Yo paso la noche en el auto.—Yo también la voy a pasar acá —dijo Teresa.

Los tres hicieron silencio. Desde la oscuridad del jardín miraban la calle. Teresa era la única que torcía el cuerpo para mirar a los costados o hacia atrás. Necesita-ba luz, saber que de todo eso que recordaba aún conti-nuaba conservándose igual. El lapacho ya no estaba. Juan tampoco. Para las demás cosas necesitaba con urgencia de la claridad del día.

Encendieron la radio y reclinaron los asientos. Teresa se acostó estirándose en el asiento de al lado. No tenía sueño y lo que podía ver le daba la sensación de encon-trarse en un hueco, un ahogo lento pero seguro la hundía en una situación extraña. Necesitaba dormir. El viento se había calmado y adentro hacia calor. Las lágrimas que

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una luna llena. Antes de volver a descansar bajó la vista para encontrar al lado de la palanca de cambios el revól-ver junto a unos caramelos.

Su falta de sueño no era por la falta de espacio ni de comodidad. Si estuviera en una cama tampoco alcanza-ría para dormir con facilidad. Teresa seguía en el pozo, pensando que los respaldos de los asientos eran paredes, ocupando no solo su lugar sino también el de Juan. Emi-lio y Federico adelante, Teresa y Juan detrás. Viajaban de esa manera para poder tener el control sobre ellos cuan-do eran niños. Siempre fue un temor que se abriera la puerta por la curiosidad de los chicos. Debería tomar las pastillas para dormir, las que compra y apila en la mesa de luz, abajo, junto a los zapatos. Dormir un poco más quizás mejoraría su salud. Igual no sufre la falta de sue-ño, lo suplanta haciendo cosas, las mismas que una ama de casa hace durante el día. Emilio y Federico duermen como osos. Lo único que los despierta es el hambre o las ganas de orinar.

No sirvió de nada. Ni la ubicación en el auto ni el cuidado para que las puertas no se abrieran. El accidente ocurriría mucho después. Juan saldría despedido por la puerta del conductor. Ni un segundo más de vida. Ins-tantáneo. En una ruta a pocos metros del último barrio de la ciudad. Se lo explicaron con esa palabra, instantá-neo, quizás con la intención de que doliera menos. Nun-ca más pudo olvidarla, que dejara de retumbarle. Cada

Pasaba de palabra en palabra sin entender lo que preten-día encontrar. El aburrimiento y el cansancio no le per-mitieron hacerlo. Sí pensaba en ella mientras miraba las formas del humo que exhalaba. Imaginaba lo que diría por lo que estaba haciendo no solo él sino también su madre. La guardia, la vigilia, acompañar las decisiones de su padre, diferentes a la que él tendría. No lo perdo-naría que aceptara darle a su madre una noche en esas condiciones. Liliana nunca aceptaba el comportamiento de Emilio porque arrastraba a Federico a situaciones que lo obligaban a ser como él no era. Federico lo sabía, le costaba entender que Emilio fuera una persona simple, sencilla en el día a día, y se amalgamara con el otro, el de los pensamientos violentos y calculados. El arma a su lado lo confirmaba cada vez que intentaba disculparlo, absolverlo de una culpa.

Emilio tenía los ojos cerrados y los abría cada dos mi-nutos. Después miraba a su costado por la ventanilla. Re-visaba el costado de Federico, atento a él, que entraba el brazo para llevarse el cigarrillo a los labios. No entendía que estuviera despierto, a los hombres como él solo los determinaba el miedo, una especie de susto perpetuo. Unos de los blandos, en fin, de los inútiles. En el espejo retrovisor se reflejaba la luna que se asomaba entre las nubes. Grande, con una luz potente, que por momentos le daba a la noche un matiz azulado. Si no fuera por ese mordisco que parecía tener a un costado hubiera sido

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Esa orden deja en silencio todo su alrededor. Los pe-rros sacan las cabezas. Federico suelta la muñeca, y Emi-lio sacude el brazo antes de apoyar el revólver en su falda. Los perros ahora meten la cabeza en la ventanilla de Tere-sa. Lengüetean primero el borde y después los dedos de su mano cuando intenta acariciarlos.

vez más la tenía presente, quizás por los años, o porque deseaba que fuera igual para ella cuando le tocara. Ins-tantáneo, como una anestesia. “No tuvo tiempo a darse cuenta”. “No sufrió”, le dijeron.

Los tres parecen dormidos con sus ojos cerrados. Si hubiera una luz encima de ellos mostraría a Federico como a alguien que no parece descansar. Sentado, recto, con movimientos imprecisos como los de un ciego. Des-de la oscuridad la calle parece un gran escenario, ilumina-do, brillante, donde nada se mueve.

El pecho de Teresa se le cierra por el ahogo del encie-rro. Ella es la que escucha el golpe de una caída. Cruje el montón de ramas apiladas. Se incorpora. Un golpe con-tra el auto, en su puerta, en la de Emilio. Federico gira la cabeza de un lado a otro. Se queda mirando a Teresa pidiendo explicaciones. Emilio salta en su asiento, golpea las rodillas. Otro impacto. La oscuridad parece haberse hecho más densa. Los ojos, ciegos. El movimiento de la mano, los nudillos golpean la palanca, la palma toca el arma fría. Otro golpe. Se asoman las cabezas de dos perros. Los ladridos estallan. Apoyan las patas en la ven-tanilla de Emilio. Intentan ganarse un lugar para mirar el interior. Pequeños saltos, las colas golpean contra la chapa. Antes que levante el arma Federico lo agarra de la muñeca, con las dos manos, pero igual Emilio zamarrea con el caño apuntando al techo.—¡Bastaaaaa! —grita Teresa.

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El nuevo día llegó con el canto y los chillidos de los pá-jaros, con el cielo despejado, y un viento más débil pero frío. El anaranjado de sol aparecía a lo lejos por detrás de la casa. Los tres estaban parados sobre la tierra del jardín donde antes la cubría el pasto. Estaban inmóviles mirando la pared del frente. Opaca, sucia, y descascarada en algunos sectores. Una de las dos ventanas tenía el vi-drio roto y las franjas de madera de las persianas estaban desniveladas impidiendo que estuvieran cerradas correc-tamente. Al techo le faltaban tejas y el tanque de agua tenía rayas de color azul y amarillo hechas con pintura en aerosol. Teresa se alejó para observar de cerca una de las pilas de ramas que la superaban en altura y cortaban el acceso a la parte de atrás. Las tocó y después apretó algunas hojas, las llevó hasta su nariz para olerlas.

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La puerta corrediza de madera no estaba y la sala se veía inmensa como el salón de un club. Vacío de mue-bles. En el piso encontraron hojas de diario, botellas de plástico, bolsas de supermercado, zapatillas rotas a las que les faltaba el par y un colchón partido a la mitad con aureolas de orina.—¿Ves? ¿Qué clase de animales nos ocuparon la casa? Hijos de puta… —dijo Emilio.—Abrí las persianas —dijo Teresa.—¿Dónde mierda esta Federico? Tomá, agarrá.

Emilio apretó la mano derecha de Teresa y la obligó a sostener el revólver.

Levantó despacio las persianas para evitar su dolor en la cervical y porque además se trababan. Una sola abrió hasta la mitad y las otras tres dejaron entrar la luz de la mañana. Las cosas tomaban el matiz del color. Todo pare-cía aun más feo y decadente. Las paredes estaban pinta-das de verde claro y en dos lados había una mancha negra que se extendía un metro desde el piso. Emilio se acercó, le pasó un dedo y se lo olió.—La quemaron, animales. No, los voy a buscar…

Golpeó con el pie en cada mancha y en una se cayó un pedazo de pared.

Dio media vuelta y Teresa lo apuntaba con su brazo pegado al cuerpo.—¿Cómo es que te apunten? —dijo Teresa.

—Este es el árbol, el de Juan. ¿Para qué lo habrían queri-do sacar? —dijo Teresa, susurrándose.

Los perros saltaban y jugaban entre ellos.Emilio fue el primero en entrar. No tuvo que hacer

ningún esfuerzo, empujó la puerta y se abrió de par en par. Teresa lo seguía por detrás.

La sala principal era grande y ocupaba la mitad de la casa. Antes estaba dividida a la mitad por una puerta corrediza de madera para separar el living y un espacio de usos múltiples. En ese espacio estaba el escritorio y la biblioteca de Emilio. No había novelas, ni cuentos, ni biografías. Solo libros de guerras y revistas de armas. La adornaban tres replicas: un tanque, un camión y un jeep militar. En otro costado estaba el equipo de músi-ca que usaba solo para escuchar la radio por la mañana, en ocasiones la encendía en otro horario por la novedad de alguna noticia. Ese lugar también fue usado como el depósito de los juguetes primero de Juan y después de Federico. Permitía que los dejaran en un rincón pero que de ninguna manera jugaran allí.

Con los primeros pasos Emilio sacó el revólver de la cintura y lo llevó colgando de una mano. Probó encender la llave de luz y no respondió. Una luz grisácea que llega-ba de afuera les permitía ver. Teresa se quitó el flequillo de la frente que la molestaba y apretó los parpados para aliviar el cansancio de la vista.

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Teresa se adelantó y entró primero a la habitación de los chicos. Estiró la mano en dirección a Federico y lo aga-rró del brazo.—Abrí la ventana —dijo Teresa.

Federico la abrió. Emilio no pasó la puerta, miraba, no encontró nada más que las paredes sucias.—¿Te acordás, hijo?—De todo. Ahí, yo, —señaló a un costado— ahí, él.

Emilio desapareció.—Acompañalo, Federico. Ya voy.

En el centro de su habitación Emilio observaba con aten-ción las paredes y el techo.—Bueno, menos mal que acá está todo sano, las paredes sucias nomás. Estas mierdas ya habían hecho una mu-danza. Lo más pesado se lo llevaron antes, no anoche. ¿Ves? No soy yo. ¿Vos qué harías? ¿No es para buscarlos y cómo mínimo hacerlos zapatear durante un buen rato? —¿Para qué? Ya tenemos la casa otra vez.—Por pensar como vos o como tu mamá es que te llevan por delante. Esperan que los tribunales o Dios los prote-ja. Que les dé la justicia que los deja tranquilos.—Vamos con mamá.

Federico pasó la mano por la espalda de Emilio y espe-ró a que caminara.

—Si no es a la cabeza como me apuntás vos, nada. ¿Por el miedo, decís? No pienso en que me pueden matar, pien-so cómo voy a sacártela.

Emilio caminó hasta a Teresa y se puso a un costado. Ella continuaba apuntando al frente, a la nada. Él le quitó suavemente el revólver de la mano y la besó en una meji-lla. La humedad le pegó los labios a la piel flácida.

Federico entró y los perros le saltaban. Se los sacaba de encima mientras los retaba.—Vení, mirá esto —dijo Emilio.

Teresa miraba por una de las ventanas. Los perros es-taban adentro y olfateaban el hueco de una botella de vidrio.

Un pasillo llevaba a la cocina. Tampoco encontraron nada. Ni la cocina ni la mesada ni la alacena. No había nada tirado en el piso. Una mancha de grasa adornaba la pared a los costados de la conexión de gas y a los costa-dos de donde debería estar la heladera. Inspeccionaron el baño y ahí todo parecía en su lugar, en perfectas con-diciones. Volvieron a la sala principal para ingresar por el pasillo del otro costado, por ahí se llegaba a las dos únicas habitaciones. Un olor a fritura y al cuero de un animal impregnaba hasta el aire que llegaba desde afuera.

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sas de consorcio llenas. Teresa lo observó durante un rato y luego abrió la puerta para quedarse a mirar a la calle. Con la sala despejada, le pidió a Federico que tirara mu-cho detergente. Ella se quejaba de su falta de destreza por la dificultad que le daban los dolores en la espalda y en las piernas. “No hay una sola ventaja de llegar a viejo”, dijo.

Ella se cambió los zapatos por unas alpargatas. Emi-lio había traído una muda de ropa para los dos. Federico prefirió quedarse con la misma porque no quiso volver a su departamento, ese que pensaban abandonar en poco tiempo. Teresa tiró agua con la manguera conectada en el baño. Federico hacía lo posible por sacarla a la calle lo más rápido que podía. Cuando Teresa cerró el agua se detuvo sobre el piso mojado, no le pareció que hubie-ra sucedido nada liberador. Consideró insuficiente a esa limpieza para lograr sacar definitivamente de la casa a los anteriores habitantes. Se agachó para abrir un bidón con lavandina y después lo empujó. El líquido se escurría en cascada mezclándose con los charcos de agua. Esta vez usó la manguera no solo para mojar el piso sino también las paredes. Evitaba que el chorro cayera cerca de las lla-ves de luz y de las salidas para los focos del techo.—No, mamá. ¿Qué hacés?—Es la única manera. Todo está impregnado de esa gente.—Para eso está la pintura.—¿Te parece que el agua no ayuda? Sacá el agua, dale, por favor.

Teresa miraba por la ventana el patio tapado de yuyos altos. Apenas podía distinguir las paredes de las media-neras y los bordes de tierra. El olor a grasa de comida lle-gaba en oleadas. A pocos centímetros aparecían restos de huesos, de fideos, y dos ollas quemadas boca abajo.—Voy a volver a vivir con ustedes —dijo Federico.—Esta casa es tan grande al pedo… —dijo Emilio.—Vengan —dijo Teresa, señaló el patio.

Los tres miraron hacia afuera. Cuando Emilio descu-brió que se trataba de los perros retrocedió y se fue. Los perros daban saltos para alcanzar un pedazo de tela que parecía un repasador colgado sobre los yuyos. Cuando descubrieron que los miraban corrieron hasta la ventana y se esforzaron para asomarse. Teresa y Federico apenas sonreían.

Comenzaron la limpieza con el cansancio natural de una mala noche. Emilio trajo los elementos necesarios y mu-chos bidones con detergente, lavandina, y desinfectante. Federico preguntó si alguien se había asegurado de que hubiera agua. Ya faltaba la luz y el gas. Los tres fueron hasta el baño. Federico abrió la canilla de la pileta y el chorro lo salpicó. Una alegría les dibujo una sonrisa a los tres en el mismo momento.

Emilio volvió a salir sin decir a dónde. Federico fue el encargado de barrer la sala y embolsar la basura. Diez bol-

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El hombre no solo consiguió volver la casa más segura cambiando las cerraduras de todas las puertas sino que también logró encontrar un modo, ilegal, de obtener luz. Terminó con su trabajo y coincidió con la última llama que continuaba quemando las ramas. Emilio se puso la camisa, contó los billetes antes de pagarle, y le apretó durante unos segundos la mano con la que lo saludaba. Después volvió a salir, esta vez sin el auto. Federico lo miraba alejarse, a las dos cuadras dobló la esquina.

Volvió con dos bolsas. Por la posición que tomaba el cuerpo parecían pesadas. Sacó una gran cantidad de focos de luz de diferentes voltios. También una gaseo-sa fría, una botella de vino, una docena de sandwiches, y tres bananas. Tres vasos y tres platos descartables. Era tarde, estaban más cerca de la merienda que del almuer-zo. Ubicaron a las tres sillas como en una ronda. Emilio puso las bebidas y los sandwiches en el centro sobre el piso y repartió los vasos, los platos, y las bananas.

El cansancio los había sedado y después de los prime-ros mordiscos el cuerpo se les estrujaba de tal modo que lo único que les interesaba era cerrar los ojos para dor-mir. En Teresa el cansancio funcionaba de una manera diferente. Aparecía el deseo de dormir y cuando estaba a punto de conseguirlo algo dentro de ella volvía a darle fuerza aunque su cuerpo estuviera lento y pesado. No había nada que la hiciera dejar de pensar, lo continuaba haciendo sin ningún impedimento aún cuando el sueño

Emilio entró en puntas de pie esquivando charcos. Trajo tres sillas de plástico y la dejó a un costado.—Tomá Teresa, sentate —dijo Emilio.—Buenos días —dijo el hombre.—Él va a cambiar las cerraduras de toda la casa —dijo Emilio.—Qué bien huele. ¿Recién comprada?—Sí —dijo Federico.

Teresa lo agarró a Federico de un brazo y se alejaron.—¿Viste, Fede? Servía mojar las paredes. Ahora, vuelve a ser nuestra.

Emilio se sumó a limpiar. Decidió que adentro se queda-ran Federico y Teresa, los obligó a que tuvieran los dos pe-rros. No los quería cerca. Decía que olían mal igual que la casa, y seguro que a las mierdas que se habían escapado.

Él se encargó de quitar las ramas del frente. Iba separándolas a un costado y quemándolas en pequeñas fogatas. De esa manera tenía el control de la llama. Teresa y Federico continuaron limpiando las habitaciones, la cocina, el baño, de la misma manera que lo habían hecho con la sala. Mojando el piso y las paredes. Se preocuparon con el primer fuego pero descubrieron que la pestilencia en el interior de la casa desaparecía no solo por los líquidos de los bidones sino también por el humo que se metía por las ventanas.

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—La única forma que te quedás es si te las traigo y las tomás. Acá no vas andar dando vueltas. No podes hacer otra cosa que dormir. O las pastillas o nada.

estuviera a punto de derrumbarla. Igual se le presentaba la imagen de Juan con el delantal del jardín de infantes, los posters de Soda Stereo y de los Abuelos de la Nada pegados en su habitación, podía verse levantando a Fe-derico de la cuna, y hamacándose en ese árbol que Emilio había quemado en pequeños montones. —Qué sueño —dijo Federico.—Bueno, tenemos lo básico para arrancar. En un rato los llevo a casa. Duermen y mañana vemos con qué segui-mos. Yo vuelvo y me quedo acá —dijo Emilio.—Yo no me voy. Todavía tenemos tiempo de limpiar un rato más. Pero no me voy a ir, me quedo con vos —dijo Teresa.—¿Dónde te vas a quedar mamá? No hay cortinas ni gas todavía. Cierren y nos vamos todos.—Yo me quedo —dijo Teresa.—A mí, llevame.—Sabés bien que no dormís de noche. Andás de acá para allá haciendo cosas que la gente hace de día —dijo Emi-lio.—Vos dormís igual, y vos también —dijo Teresa.—El médico se cansa de darte pastillas, es más, te regala muestras gratis y vos solo las amontonas. No te van a ma-tar, es para que duermas bien, y todo te ande bien —dijo Emilio.—No empecés. Voy a dormir sola en la habitación de los chicos —dijo Teresa.

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Teresa quedó sola con todas las luces encendidas y con las ventanas abiertas. Ellos regresarían con ropa limpia, con los colchones, y con las pastillas. El jardín, los pasillos de los costados y el patio continuaban a oscuras. Desde la sala miraba por la ventana sin acercarse a la reja, con cierto temor, como el de acercarse a la jaula de una fiera. Así pasó por cada una de las ventanas. Podía ver la luz potente que alumbraba la calle y los reflejos de las luces de las casas vecinas. Se retiró y se puso en el centro. La falta de cortinas hacía lucir desnuda a la casa, sin protec-ción, aunque estuviera todo cerrado y llevara con ella las llaves. La falta de objetos, muebles, y adornos, transmitía una sensación de desamparo.

Caminaba de un lugar a otro y el sonido hueco de sus pasos rebotaba por todos lados. No terminaba de escu-char uno y aparecía otro. Por un instante se quedó parada

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porque estaba pintada de otro color sino porque además le parecía mucho más chica, y no llegaba a suponer cómo había acomodado allí dos camas y darle más espacio del que tenía.

Juan estaba adherido a la palabra “accidente”. Emi-lio se negó a que fuera a vivir solo con dieciocho años peleándose con él a los gritos: “Vos tendrías que agrade-cernos tu vida. Fuiste un accidente y acá estás, porque nosotros dijimos sí. No por otra cosa”. La ofensa duró poco. Juan pareció olvidar la manera que había sido con-cebido y al día siguiente los hablaba como si nada. En cambio Teresa no le dirigió la palabra a Emilio por más de tres meses.

El segundo accidente le quitó la vida. Estaba solo en un auto prestado. Esa noche, antes de que ocurriera, se lo mostró a Teresa como si fuera suyo y le dijo que pron-to se compraría uno. Durante unos minutos se mantuvo encerrado en su habitación y salió con un bolso en apa-riencia pesado. “Vuelvo en un rato”, dijo. Siempre lo ha-cía como una forma de tranquilizar a Teresa por su larga lista de recomendaciones. El accidente fue en la ruta, la que está a cinco kilómetros de la casa. No chocó contra ningún otro auto y tampoco había evidencia que se hu-biera cruzado un animal.

La fatalidad ocurrió durante la madrugada. La hora no coincidió con el trayecto que tuvo entre que dejó a Tere-sa y el vuelco. Era evidente que por alguna razón había es-

sin moverse. En el vacío aparecían las tres sillas en una ronda, las botellas semivacías, las bolsas de nylon mo-viéndose lentamente en el piso por la brisa en un recorri-do irregular, las tres bananas sobre uno de los asientos. “Ahí debería haber cuatro sillas”, se dijo. Esas pocas cosas en el medio de la nada de la sala la estrujaba como tantas otras. Una sala similar a un depósito, a un sótano, a un lugar de tortura.

Los perros se asomaron por una ventana. Esta vez no les parecieron tiernos. La miraban quietos, sin ladridos ni quejidos. De inmediato coincidió con Emilio por querer-los bien lejos. Esos animales llevaban consigo una espe-cie de peligro que no podía explicar. Peló las bananas y se acercó a la ventana. Cuando los tuvo cerca la recorrió un escalofrío. La oscuridad ocultaba los perros, las cabezas parecían estar solas, independientes de un cuerpo. Y con-tinuaban allí mirándola fijo. Sin gestos, sin movimientos. Partió cada banana por la mitad y se las arrojó. Los perros desaparecieron. A los pocos segundos volvieron y co-menzaron con los ladridos. Teresa retrocedió y se metió por uno de los pasillos.

La habitación de los chicos le parecía distinta. Ella la con-sideraba de Juan, quizás porque había sido el primero en ocuparla. Federico vendría muchos años después. No podía asociar lo que veía a cómo la recordaba. No solo

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abollado y los raspones en la pintura le recordaron los de la cara de Juan. Los vidrios estaban intactos pero astilla-dos, en algunos lados con manchas de sangre, pequeñas y oscuras. Imposible ver el interior desde algún ángulo. El policía hizo fuerza en las puertas y solo pudo abrir una, la de atrás. “Mire, señora”, dijo la mujer. El policía sacó del patrullero una barra de hierro, hizo palanca y abrió el baúl. “Por favor, mire acá también”. Teresa, diferente a lo que había pensado que haría, apenas se movió para mirar y desde lejos no encontró nada.

No pudo. Llegó a su casa y se culpaba de no haber podido asomarse al interior del auto, de no haberse acer-cado al baúl. ¿Hasta dónde soy capaz de aumentar el dolor? ¿Cuál es el motivo para hacerlo? ¿No quise saber cómo una manera de proteger lo qué me queda? Las pre-guntas, en cascada, la dejaban quieta, muda. Sin ninguna reacción. Igual a las plantas que cuidaba con esmero, al árbol que había plantado Juan en el jardín, ése que los usurpadores tiraron abajo y Emilio desapareció con al-gunas fogatas. Todos, durante un tiempo, le aconsejaron a Teresa dejar de pasar tantas horas en la habitación de Juan. Creían contraproducente esa manera de recordar-lo. Ella tenía además otras razones. No dejó de buscar entre sus cosas, separándolas de las de Federico, para encontrar qué era lo que faltaba. La intriga no era solo la falta del bolso sino también lo que había en él, lo que sacó de adentro de la habitación aquella noche.

tado en la ruta cerca de su casa mucho tiempo después. Ella no sabía de ninguna amistad cercana, a su casa o a la ruta, que le permitiera entender por qué estaba en ese lugar manejando solo.

A los pocos días Teresa insistió a la policía para que le mostraran el auto, no era posible que el bolso hubiera desaparecido. La llevaron en patrullero sin que Emilio y Federico lo supieran. El viaje fue largo y en silencio. La mujer policía que iba adelante, de su lado, lo único que hacía era mirar la calle y dar vuelta la cabeza para con-tinuar con la atención en algo que habían dejado atrás. El policía que manejaba llevaba anteojos oscuros y esta-ba duro. Solo movía las manos para girar el volante y las mandíbulas para masticar el chicle.

Entraron en un corralón. Los desniveles en la tierra los sacudían de un lado a otro. Teresa comenzó a sentir la boca seca y que el estomago se le movía como las pale-tas de un lavarropas. Los neumáticos sueltos, las chapas oxidadas una encima de la otra, y los autos importados con fajas en puertas y baúles, estaban a la intemperie, a la vista de cualquiera que mirara de los alrededores por el tejido de alambre. Al final de la calle que dividía el amontonamiento se abría un inmenso terreno. Separado del resto, se encontraba un auto cubierto por un plás-tico que parecía una sabana. Bajaron los tres. El policía remarcó que se trataba de un “favor”, que no podía hacer lo que estaba haciendo. Quitó el plástico. El auto estaba

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un revolver entre algo tan liviano como es un pantalón de vestir. Emilio salió disparado para un pasillo y después entró en el otro.—Nunca entiendo que mierda tiene en la cabeza. Otra vez lo mismo —dijo Emilio.—¿Lo mismo?—Cuando te fuiste a vivir solo empezó con eso de querer salir a pasear de noche. Eso de no dormir le está pudrien-do la cabeza. Vamos, dale.

Salieron en el auto y los perros los despidieron con ladridos. Dos cuadras y doblaban, dos cuadras y dobla-ban, así durante el primer tramo. A las diez cuadras la encontraron caminando con una bolsa de supermercado vacía. Iba despacio, con el cuerpo inclinado hacia adelan-te, mirando el piso. Federico la agarró del brazo. Lo miró y se dejó guiar hasta el auto en silencio. —Nunca me dejan que les dé una sorpresa —dijo Teresa.

Otra vez se sentaron haciendo una ronda. Federico en el suelo a los pies de Teresa. Ella no levantaba la cabeza y rechazó la porción de pizza que le tocaba. Federico la obligó a beber un vaso con gaseosa. Emilio se agachó para levantar las pastillas.—Teresa, ya está todo listo para dormir. Cuando quieras podés ir, al menos a descansar el cuerpo, tomá una. Ma-

Estuvo en su habitación, en la cocina, en el baño. La imaginación le permitía decorar los espacios, suponer que debía colocar en cada lugar. No encontraba la mane-ra que su casa, ésa que ahora le parecía un lugar distan-te y modificado, no estuviera incompleta. Trayendo los muebles de su departamento no alcanzaría, ni siquiera ayudándose con muebles nuevos. Al vació lo sentía in-menso, penetrante.

Emilio golpeó la puerta. Junto a Federico sostenían los colchones y las almohadas. Gritó el nombre de Teresa. Después apoyó en el suelo las cosas y se asomó por las ventanas sin dejar de llamarla. Los perros le saltaban a un costado. Cuando les tiraba una patada la esquivaban y volvían a saltarle. Tuvo que hacer lo que no quería, volver al auto y abrir con sus llaves.

Descubrieron la puerta sin llave. Emilio sacó del bol-sillo dos cajas de pastillas para dormir y las tiró a un cos-tado con las demás cosas. Federico siguió de largo por el pasillo que llevaba a la cocina.—Mamá no está.—La puta que lo parió —dijo Emilio.

Se levantó el pantalón agarrándose del cinto y se tan-teó la parte de atrás de la cintura. Cada vez que Federico lo miraba hacer lo mismo no podía dejar de asombrarse por la habilidad de llevar ajustado algo tan pesado como

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Federico golpeó la puerta del baño y preguntó si esta-ba bien. Teresa no respondió. Abrió despacio, con pudor. El baño estaba vacío con las canillas goteando.

Teresa dormía de costado sobre uno de los colchones en la habitación de los chicos. Federico observó por un instante el ritmo de su respiración. La cubrió con una frazada y le sacudió la pierna para ver si encontraba una reacción. Ninguna, dormía profundo.

Retrocedió y chocó con Emilio cuando entraba a la ha-bitación. Emilio se agarró la cintura con las manos y vol-vió a poner atención en las paredes y el techo. Se sacó el revólver de atrás de la cintura y lo sostuvo en una mano. Se arrodilló para dejarlo en el suelo. Quitó el pelo de la cara de Teresa y con el revés de los dedos le tocó una me-jilla, después apoyó su mano en la de ella, la encontró fría, y con suavidad la acomodó debajo de la frazada.

Salieron juntos y Emilio cerró la puerta.—Teneme —dijo Emilio.

Estiró la mano y ofreció el revólver. Federico lo agarró pero lo dejó lejos, sin arrimárselo al cuerpo.—¿Qué hacés? —dijo Federico.—Me pongo las zapatillas. Voy a empezar a limpiar el pa-tio. Eso es lo que quiere tu madre, le va hacer bien.

El revólver volvió a la mano de Emilio.—Van a ser las doce de la noche. Fue mucho por hoy, andá a dormir. Quedate junto a mamá.

ñana vas a ver todo de una manera diferente —dijo Emi-lio. Agitó la caja y sonaron las pastillas.

Teresa agarró una y la miró durante unos segundos. Ellos no dejaban de observarla mientras la tragaba.—Quiero que limpiés el patio. Por la ventana solo se ven yuyos y mugre. ¿Estará el asador todavía? Si no despierto la culpa es de ustedes.—Cuando vuelva acá te voy a cuidar para que no tengás que dormir con pastillas —dijo Federico.—No necesitamos que nadie nos cuide —dijo Emilio.—Esta es tu casa y volvés cuando vos quieras —dijo Tere-sa. Se levantó para ir al baño.

Emilio bajó las persianas. Federico arrastró las sillas contra la pared y metió los restos de comida en una bol-sa. La cerró con un nudo y la puso a un costado. Dejó en uno de los asientos, sobre un plato descartable, las tres porciones de pizza que habían sobrado.—Mamá demora —dijo Federico.—Dejala tranquila, no es una viejita. ¿Qué le va a pasar? Estamos acá.—¿Qué vamos hacer con los perros?—Nada. ¿Qué querés hacer? ¿Qué los deje dormir aden-tro? Han tenido una vida de mierda con los otros y que-rés que yo se los cuide, que les dé otra vida. Estos anima-les son parte de los que nos cagaron.

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to lo ubicó allí, para protegerse, del ruido y de los propios disparos.

Solo tres. Suficientes para que Federico quedara atur-dido y con un temblor en el cuerpo. Emilio entró la mano y sonrío.—Ya está, asunto resuelto. Vení. ¿Querés probar? Ahora sos grande.—Mamá.

Teresa dormía en la misma posición. Federico se acercó y miró el movimiento del pecho por la respiración. Tocó una de sus manos. Se preguntó cómo era posible que no se despertara, y en qué clase de sueño tan profundo estaba inmersa que la aislaba de su alrededor. Lo mejor es que no hubiera escuchado nada. Enterarse de lo que había hecho Emilio. Era la primera vez que lo veía bus-car darle a alguien vivo. Disparar también era una cuen-ta pendiente, como la de cualquiera por saber manejar o hacer un viaje en avión. Sentir esa sacudida en cada disparo. No quería que esa experiencia fuese al lado de Emilio. Ya lo había intentado y no lo había logrado. Cuan-do tenía nueve años, mientras todos abrían regalos de navidad en el patio, acompañó a Emilio al jardín. En esa época Emilio tenía los músculos firmes en cada parte del cuerpo y Teresa estaba teñida de rubia. La alegría los lle-vaba a sonreír en cada cosa que hacían o decían. Emilio

Llegaron juntos a la sala. Emilio agarró las porciones de pizza que sobraron y las amontonó en una mano. —¿Vas a comerlas? Llevalas en el plato, es un asco eso.—¿Por qué preguntás cada cosa que hago? Pareces un nenito que no entiende nada.

Caminó por el pasillo y llegó a la que siempre había sido su habitación, con las pizzas en una mano y el revól-ver en la otra.—¡Vení Federico! ¡Ayudame!

Federico llegó hasta la puerta y se detuvo.—¿Qué querés?—Abrí las hojas de la ventana de par en par.

Las ventanas quedaron abiertas y Federico volvió a su posición. Emilio comenzó a silbar llamando a los perros. Aparecieron dando saltos, apoyándose en la reja, se em-pujaban intentando ganarse la posición. Sacó la mano con las pizzas por la reja a una altura que superaba la de él mismo. Se dio vuelta para mirar a Federico.—La suerte existe. La nuestra ha sido mala en los últimos tiempos. Vamos a ver la de estos perros.

Tiró las pizzas a la oscuridad. Los perros se despe-garon y desaparecieron. Emilio sonrió y volvió a sacar la mano por la reja, esta vez, con la que agarraba el revólver. Con la otra mano, con restos de queso, se sostuvo la mu-ñeca. Disparó apuntando primero a la izquierda, después al centro, y por último a la derecha. Federico escondió la mitad del cuerpo detrás del marco de la puerta. El instin-

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En su habitación Emilio estaba sentado en el suelo. Apo-yaba la espalda en la pared y los brazos sobre las rodillas flexionadas. La ventana continuaba abierta.—¿Duerme? —preguntó Emilio.—Sí, como la dejamos.

Escucharon los ladridos de unos perros. Emilio se acercó a la ventana para mirar la inmensa oscuridad del patio. Los perros se asomaron de repente y se golpearon contra la reja. Emilio retrocedió por el susto y tuvo que apoyarse de la pared para no caerse. Federico se alegró por verlos y por el asombro de Emilio.

le hizo mirar los fuegos artificiales en el cielo. Se abrió el saco y lo sorprendió con la funda que colgaba por debajo de la axila. Sacó un revólver. Sin soltarlo le pidió que lo agarrara del otro costado, metiera el dedo, y lo apoyara en el gatillo. Podía sentir el aroma a tabaco en su aliento, pegado detrás, ayudando a que sostuviera el revólver. Los dos unidos por algo. —Cuando yo te diga vas a apretar el gatillo, con fuerza.

Los petardos retumbaban en la calle.—Ahora Fede, ¡apretalo!

No pudo hacerlo. Lo intentó varias veces pero la fuer-za que hacía no era suficiente. Tuvo la sensación que por un instante el gatillo se movió unos milímetros pero nada más que eso.—No puedo, es duro.—No importa, va haber tiempo.

Puso a Federico a un costado y le pidió que lo mirara. Apuntó al cielo y disparó muchas veces. Los chispazos en la boca del arma le quitaron el miedo. Se parecían a las “estrellitas”, esa pirotecnia inofensiva que Teresa le compraba para que Juan lo ayudara a encenderla en la oscuridad.

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Teresa salió del baño y encontró a Emilio sentado en la sala a un costado de una mesa plegable. Tomaba mate. El cielo estaba nublado y la luz del día era un gris opaco. Ella se acercó a la ventana y respiró hondo. Estaba serena. Sentía los músculos relajados preparados para un gran esfuerzo o para continuar dándole más horas de sueño. Emilio le ofreció un mate y Teresa lo recibió. Lo tomó. Asombrada de las manchas de grasa desparramadas en el piso que continuaban después de la limpieza. Las man-chas negras a los costados, sobre la pared, se habían des-teñido dando la forma de un niño deforme.—La compramos para algún día de campo y mirá dónde la terminamos usando —dijo Emilio. Golpeó con los nudillos la mesa—. Se la banca. Dormiste profundo. Así todas las noches y vas a estar mejor, vas a ver las cosas de otro modo.

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—Separame algunas ramas que se salvaron del fuego. Quiero probar de enterrarlas, a ver si da de nuevo un árbol.—¿Lo mejor no sería que probaras con semillas?—En lo posible quiero de nuevo a ese árbol.—El que ya no está.—Sigue estando. Algunas ramas se salvaron, no todo desaparece tan fácil. A vos, ¿se te borró eso que hiciste?—Yo no hice nada. Me mandaban a tirar algo y punto. En un trabajo te mandan a hacer algo y lo haces. Yo me hago cargo de lo que yo decido no de las decisiones de otros. —Sabías lo que tirabas.—Soy un hombre respetuoso. No pregunto. Es como el que pasa todas las noches a levantar las bolsas de la ba-sura. Puede imaginar lo que hay adentro, apretándola, tocándola por partes, pero no tiene permitido abrirlas, saber que hay adentro. ¿Por eso es responsable de las co-sas que dejan adentro para tirar?

Se rascó el pecho desnudo y quedó mirando por la ven-tana. Teresa sentada, de piernas cruzadas, miraba afuera por la otra ventana. Ambos, desde distintos ángulos, de-tenidos en el mismo cielo.

El silbido de Emilio llegaba hasta Teresa. No lo ha-cía nunca, ni para copiar una canción ni para llamar la atención de nadie. Entró silbando a la casa, moviendo las

—Dormir no me va a sanar de nada. ¿Ver? ¿Cómo si aho-ra usara anteojos nuevos? El piso es un desastre, las man-chas, y vos que no querías chicos en la casa para evitar que hicieran un desastre.—¿Por qué te pensás que los mataría?—Cualquier motivo es suficiente para que quieras matar a alguien. ¿Creés que las manchas negras en la pared es por qué hicieron fuego acá adentro?

Emilio se levantó y pasó un dedo sobre las manchas.—Sí, olé, hollín —dijo Emilio.—Es una suerte que todavía se la pueda habitar. ¿Fede-rico?—Se fue anoche para dormir en su departamento. Quie-re acomodar todo, con tiempo, en un mes se le vence el contrato. De paso iba a pasar por el nuestro para traer algunas cosas.—¿Va a pasar mucho tiempo para terminar de instalar-nos de una vez por todas? —Teresa, es desarmar una casa para armar otra, lleva tiempo. Aparte también están las cosas de Federico. —¿Cómo pudiste calentar agua?—Anoche. Armamos el anafe y la garrafita. Trajimos al-gunas cosas en el baúl, ropa por si te querés cambiar. No pierdo más tiempo, voy a darle a la mugre del patio —dijo Emilio. Se paró y se sacó la camisa. Quedó en short y za-patillas.

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pedazos de cartón, restos de juguetes y huesos. Teresa creía que esos eran los mejores trabajos que Emilio podía realizar. Los que demandaban de mucha fuerza para que le permitieran quitarse de encima la rabia que siempre llevaba con él. Sacar yuyos, golpear con un martillo, que-brar maderas con las manos o con los pies era una mane-ra de serenarlo. Dejaba de ser un peligro con ese revol-ver encima. Teresa no podía precisar desde cuándo, qué cosa había hecho que esa violencia contenida que llevaba adentro estuviera siempre a punto de estallar.

Allí estaba, jadeando, transpirando, lanzando en algu-nos momentos un quejido, como un jugador de tenis en plena disputa. Los músculos esforzándose en las panto-rrillas, en los brazos, los lunares de la espalda brillantes por la transpiración. Teresa volvía a cuando eran jóvenes, apenas salidos de la secundaria, acostados desnudos en la cama de una plaza de su habitación, atenta a las mis-mas partes de ese cuerpo. Él con su desnudo al descu-bierto, distinto al de ella, bajo las sabanas, dejando afue-ra las piernas donde siempre tenía calor.

“Él llega mejor que yo” pensó, mientras se miraba los pies. El esmalte no solo que no los mejoraba sino que le parecía infantil. Desparejo, mal terminado, sobre las uñas pálidas. La callosidad de los talones. La piel blanca, muy blanca, tallada de pliegues, de arrugas. De manchas marrones muy claras. También estaban los lunares, los protuberantes, que llevaba en secreto en alguna parte

manos, retumbaba el chasquido de los dedos. Los perros aparecieron por detrás, se detuvieron en la puerta y des-de allí los miraban. Emilio levantó el volumen del silbido y se golpeaba los muslos. Los perros, dubitativos, dieron los primeros pasos en la sala, atendieron a los costados y corrieron en busca de Emilio. Se acercaron y uno le saltó encima, con las patas lo raspó en un brazo. Devolvió una trompada y una patada que los perros esquivaron. Él que lo había arañado se alejó y se echó a un costado. El otro empezó a ladrarle sin parar.—Tenelos acá. No quiero que me jodan mientras saco los yuyos —gritó Emilio.

Retrocedió sin dejar de mirar a los perros. Antes de cerrar la puerta observó a Teresa que continuaba con la atención en lo que sucedía afuera.

Los dos perros olfatearon el borde la mesa y después de esperar, en vano, la atención de Teresa, buscaron un lugar al lado de la puerta para echarse.

Empezó a quitar los yuyos del pasillo de afuera hacia adentro por el costado derecho. Teresa cambió de ven-tana para seguir su trabajo de cerca. El pasto no llegaba a tocar la pared por una hilera de mosaicos que recorría el contorno de la casa. Ahí también había manchas de grasa, más oscuras, que en algunos sectores ensuciaban además la pared. Emilio se agachaba y lanzaba el envión del machete con fuerza, se hacía camino de esa manera, yendo de un costado a otro. Entre los yuyos encontraba

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jándose. Teresa se dio vuelta y los perros la miraban sin levantar los hocicos de piso. Su alrededor le parecía nue-vamente inmenso. Como si la sala se hubiera agranda-do, diferente a lo que le pasaba con la habitación de los chicos que la sentía cada vez más chica. Recorría la sala y la decoraba con la imaginación. Un color nuevo en las paredes, los muebles de los costados, los adornos, y no volvería a utilizar nada para separarla en dos. Se disfruta-ría de los grandes espacios para mayor comodidad.—Estos perros descansan mejor que yo —dijo en voz alta.

Se acercó a ellos. Se apoyó con una mano en el suelo para no perder estabilidad y con la otra acarició la cabeza de uno. Después se olió la mano.—Por Dios, que olor. ¿Dónde se metieron para estar así?

Caminó hasta la habitación matrimonial. Se paró en la puerta y miró por la ventana abierta los yuyos que cor-taban el aire. El sol se metía por las hendijas que dejaban sus movimientos. Se quedó atenta a los reflejos. Lumino-sos, alargados, que no dejaban de flamear en el piso y en las paredes. Se mareó. Se agarró del marco de la puerta y continuó mirando. Sabía que ese efecto desaparecería. Intentaba disfrutar, se obligaba a hacerlo. Como en los viajes, aprovechar de los lugares por el temor a no volver a verlos nunca más. Emilio en minutos quitaría de allí los yuyos que lo provocaban. Y ese extraño encanto no vol-vería a suceder.

oculta del cuerpo. Lo único que podía esconder a Emilio porque había dejado de tocarla. Los otros lunares, como machas de fibras, se sumaban, se extendían, esos que de jóvenes nos identificaba por la similitud con el de algún familiar. Aprendió que con los años cambian y toman otro aspecto, aumentan de tamaño, se multiplican. Que las arrugas derrumban la piel, nos trasforman en un monstruo. Los lunares uniéndose uno con otro nos convertiría en una gran mancha. Si el cuerpo no falleciera sería tomado por completo por uno de esos dos enemigos: lunares y arrugas. Nos quitaría la identidad. Entonces la muerte nos salva, llega en el preciso momento.

Ocho metros sin yuyos. Emilio estaba parado, sin mo-verse, mirando el suelo. Se limpiaba la transpiración de la frente con una mano, con la otra sostenía el machete. Teresa se entusiasmó con ese cambio en la entrada del patio. —Es pesado para vos solo —dijo Teresa. Desde el inte-rior se agarraba de la reja de la ventana.

Emilio la miró y se agachó para recoger las bolsas de consorcio. Separó una y empezó a llenarla. Sacó a la vere-da seis bolsas con pasto y basura.

Teresa continuaba moviéndose de una ventana a la otra para seguir de cerca a Emilio. Cuando llegó a la ter-cera, y última de ese costado, él siguió avanzando, ale-

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manguera pero al perro lo atraía el chorro, intentaba mor-derlo en el piso. Volvió a levantarla y mojó al otro. Les pa-saba la esponja con precaución sobre la parte del lomo a la que alcanzaba a llegar mientras jugaban mordiéndose suavemente. Fue imposible impedir que no la mojaran. La golpeaban con la cola y una sola vez uno se levantó para apoyarse sobre uno de sus brazos. Quedó entre los dos perros y sin ningún temor los refregaba sin detener-se. El agua le pareció tibia. No entendía como podía estar así con un día tan fresco y sin gas en la casa. Se divertía bañándolos y ellos no dejaban de abrir la boca para tragar agua. Casi mojada, le parecía una estupidez resistirse. Se fue quitando la ropa. A cada lugar que quedaba al des-cubierto le echaba un chorro de agua para evitar el esca-lofrío de una brisa o de la temperatura del baño. Quedó desnuda. Cada vez que la cola de los perros la tocaba en las piernas la raspaban y la sacudían. Los perros se bus-caban entre sus piernas. Chocaban los dientes cada vez que intentaban cazar las gotas que se desprendían del cuerpo de Teresa.

Se abrió la puerta y Teresa reaccionó con el instinto de taparse el pubis y cubrirse con un brazo los pechos. Sos-tenía la manguera con la mano de más abajo. Los perros escaparon, uno detrás de otro, golpeando las pantorrillas de Emilio. Sacándolo de su posición.

La miraba de arriba abajo y después pasó a la ropa en el piso. Teresa cerró la canilla. Emilio desapareció y volvió

Se alejó distinta. De repente sintió que contaba con las energías necesarias para gastarlas en refaccionar la casa. Ayudar al esfuerzo de Emilio. Llegó a la cocina y encontró la manguera en el piso, en el hueco de la mesa-da, junto a un montón de bidones y botellas de plásticos llenas de líquidos de colores. Estuvo algunos minutos abriendo con un cuchillo el orificio de la manguera para que coincidiera con la canilla de abajo de la ducha. Com-probó que no cediera y que la fuerza del agua tampoco la moviera de su lugar. Estaba lista.

Se asomó a la sala y llamó a los perros. Se levantaron, hicieron algunos giros y volvieron a echarse. Cuando sil-bó logró que la atendieran y fueran hasta su lugar.—Ustedes se van a aquedar acá me parece —dijo Teresa.

La siguieron hasta el baño. Era grande pero los tres se tocaban si alguno se movía. Abrió la canilla y dejó la manguera en el piso para no espantarlos. Los dos olieron el chorro, al instante tomaron agua a lengüetazos. Levan-tó el bidón que por el olor suponía era de detergente, no estaba rotulados de ninguna manera, y le tiró un poco en-cima del lomo todavía seco de uno. Al otro le costó em-bocarle porque se movía buscando el recorrido del agua hasta el resumidero. Con dificultad levantó la manguera del piso y el control sobre la tranquilidad de los perros se terminó. Mojó el lomo del primero y de golpe se le vino encima. Se asustó pensando que la atacaría. Soltó la

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Volvió a sentarse porque no encontró otra cosa para hacer. Cruzó las piernas y miró por la ventana. La músi-ca de una radio llegaba por momentos desde lejos. Es-peraría ahí, de ese lado, a que Emilio apareciera dando los últimos machetazos. Cuando lo viera sabría que todo alrededor de su casa estaba limpio, en condiciones para recorrerlo otra vez después de tanto tiempo. Se dormitó escuchando el chillido de unos pájaros y el golpe de una herramienta sobre un metal.

Se despertó serena. Descubrió que había tenido la cabeza de costado con el mentón tocándole parte del pe-cho. La misma posición que le molestaba ver dormir a los demás cuando tomaba un colectivo o cuando pasaba a un costado del banco de una plaza. La avergonzaba mi-rarse en ese espejo aunque estuviera sola en el interior de su casa. Encontrarse en esa posición por primera vez era un signo del paso del tiempo, una ausencia de con-trol. La falta de elegancia que se adquiría con la vejez en las cosas cotidianas.

Se sentó derecha y con los dedos secó los labios cu-biertos de saliva. Después se refregó los ojos y se echó el pelo húmedo hacia atrás.

Federico apareció del pasillo llevando las cortinas en-rolladas debajo del brazo. Se subió a una silla para colgar-las. Las barras ya estaban puestas en todas las ventanas menos en la que estaba ella. Las cortinas eran blancas

con un toallon. Sostenía una muda de ropa mientras se secaba.—¿Qué hacías? —dijo Emilio.—¿Qué? Me preguntás como si me hubieras encontrado comiendo carne cruda. Lo único que queda sucio en esta casa es el patio y los perros. Vos limpias afuera y yo los bañaba porque tenían un olor asqueroso. Me mojaron. Aparte, tenía que bañarme.—Te manejás raro Teresa, no entiendo. Ayer cuando te fuimos a buscar, ¿a dónde ibas? ¿Te acordás?—Claro que me acuerdo.—¿A dónde?—¡Qué importa ahora! Quería comprar una botella de vino, para que vos y Federico tomaran con la cena. —Acá cerca hay lugares que venden. Te encontramos a diez cuadras.—No había el que yo quería.—¿Desde cuándo sabés de vinos? Voy a seguir con el pa-tio.

Caminaron juntos hasta la sala.—Limpiá —dijo Emilio. Señaló un hilo de agua zigza-gueante que llegaba hasta la puerta de calle.

Los perros estaban echados a un costado en el lugar de siempre. Emilio se detuvo a mirarlos antes de salir. Los rodeaba un charco de agua.—Estos van a oler peor que antes —dijo Emilio.

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Emilio corrió la cortina desde afuera para asomarse.—Teresa, mirá el patio, por alguna de las habitaciones.

Se levantó y salió apurada. Se equivocó de pasillo. Al pasar por la cocina, Federico tomaba medidas en donde debería estar la mesada y la heladera.

En el piso, aún húmedo, dejó manchas de color ma-rrón por la tierra en los zapatos. En algunos pasos sentía que se resbalaba. Disminuyó la velocidad y se apoyó en las paredes. Despegaba las manos con dificultad como si estuvieran adheridas por un pegamento.

Escapando del piso resbaloso y de las paredes absor-bentes, Teresa, llegó a la habitación de Juan, seguía pen-sándola así, de él, ocupada también por Federico. Se tiró sobre la ventana como si llegara a una meta, apresurada, dejando las últimas fuerzas, agarrándose de las rejas para fijar su estabilidad.

con círculos pequeños de color celeste claro. Federico dio vuelta y la miró.—Bueno, estás despierta. Bien, descansa —dijo Federico.—No sé. Si soy yo o por estas pastillas de… De dormir poco a dormirme en cualquier lado.—Está bien, es por poco tiempo. Quizás sea que estás recuperando sueño atrasado. Acá en este silencio, sin nada para hacer. Aprovechá, mientras más duermas más recuperada vas a estar.—¿Recuperada de qué?—De fuerzas. Vas a sentir que tenés más ganas y vas a querer hacer cosas, y no solo pensar en lo de siempre. Que no lleva a ningún lado. ¿Te gustan las cortinas?—Sí.—¿Jugaron al carnaval acá adentro? Está todo mojado. ¿Papá sabe que los perros están adentro?—Sabe. Bañé a los perros.—¿Ves? Eso está muy bien. ¿Cuándo habías bañado un perro? Mejor dicho, ¡dos perros!—Nunca, es cierto, nunca.

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altos, y el asador a un costado, sin revoque y sin pintura en algunas partes.

El juego de jardín era de hierro. Consistía en cuatro sillas y una mesa circular, las patas soportaban a una base de mármol. Llegó a la casa el primer día que la habitaron, un regalo colectivo de la familia de Teresa. Ninguno tenía la solvencia económica para haberlo hecho solo. Necesi-taron de muchas personas para instalarlo en aquel lugar. Sabían que permanecería ahí hasta que decidieran desha-cerse de él. Muchas veces habían tenido ganas de correr-lo a otro lado. Emilio había querido dárselo a un hombre que cortó el pasto. Federico más de una vez quiso hacer fuerza para correrlo pero fue en vano. Juan se divertía con la idea de no poderlo mover. “El monumento”, le decía. Creía que aunque la casa se derrumbara el juego conti-nuaría ahí.

—Necesito que saqués a tu madre a dar una vuelta —dijo Emilio.—¿Para qué? Años hablando de la casa y ahora que volvió dejala que esté acá adentro. No ha vuelto a la otra ni para cambiarse. Traje más cosas de ahí.—Estuvo bañándose con los perros.—¿Y? No tiene nada que hacer.—Estaba desnuda con los perros.

—Mirá, se salvó —gritó Emilio desde afuera. Dejó de mirarla y observó el juego de jardín oxidado.

Estaba a la mitad del patio y lo tocaban algunos yuyos. Faltaba quitar una franja de pocos metros, que llegaba hasta la pared del fondo, para terminar con gran parte de la limpieza.

De atrás apareció Federico y se puso junto a Emilio. —Sigue pesado como siempre, Teresa. Ni ellos han podi-do moverlo —gritó Emilio.

Estaban lejos para saber que Teresa lloraba. No se agarraba ninguna parte de la cara, tampoco se limpiaba las lágrimas de las mejillas, y no tenía nada que decir para que su voz la delatara. “Un poco, nada más que un poco de distancia, y no pueden reconocer lo que sucede”. Se limpiaba los ojos con solo pestañear. “Simple, ojalá pu-diera hacerlo con la casa. Limpiarla y volver a sentirla igual, con las habitaciones ocupadas, el sonido bajo de la radio en la cocina, el silencio mortuorio de Emilio leyen-do en el sofá”.

Ellos miraban en silencio el juego de jardín. Lo tocaron con las punta de los dedos como decidiendo su destino. Al patio se le notaba todavía los signos del abandono. Las bolsas de consorcio llenas desparramadas por todos lados, la falta de prolijidad en el pasto, un resto de yuyos

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tronquitos de los yuyos debajo de los pies. Los levantaba para dar cada paso. Al ver el patio tan cerca le volvió la sensación de abandono. Un amarillo descolorido teñía por todos lados los yuyos y las pequeñas plantas salva-jes. Faltaba mucho para dejarlo en condiciones. La alegría que tuvo desde la ventana se desvaneció. El tiempo que llevaría recomponer el patio para volver a acomodar sus cosas le parecía eterno.

Federico sacudía el machete de un lado para el otro. La rapidez con la que lo hacía hubiera enojado a Emilio, indicándole que el paso de los años arrasa con todo. Te-resa lo miraba y deseaba poder confundirlo con Emilio, pero no se parecen en nada. Si algo caracteriza a Emilio es el impulso. Cuando llegaba a la serenidad era terrible. Podía decir las cosas más repudiables, que lo alejaban del hombre correcto que transmitía ser, con sus canas peinadas para atrás en cualquier momento del día jun-to a su caminar erguido. Federico es tranquilo en todo momento. Cada palabra que escuchaba o pronunciaba, parecía haberla masticado con el pensamiento durante mucho tiempo. Ninguna situación resultaba urgente. Su habilidad no era la de imponerse como la de Emilio, es más, la detestaba.

Faltaba menos de un metro y terminaba. Teresa no quiso interrumpirlo y se puso a dar vueltas alrededor del juego de jardín. Los ornamentos de los apoyabrazos y en el respaldo tenían la pintura levantada. Los bordes las-

—¿Qué es lo que te molesta? No te parece que es peor tenerla todo el tiempo callada pensando en lo mismo.—Sos adivino, sabés lo que piensa. ¿Te parece normal que alguien después de recuperar su casa, con el fresco de otoño, y con perros que no saben cómo pueden re-accionar, y que además son de los hijos de puta que nos robaron, tenga que cuidarlos y soportar desnuda el agua fría? Quiero que hasta que lleguen más cosas la saqués a distraerse. Que no esté acá dando vueltas mirando la nada.—Vamos a ver si quiere.—¿Te animás a darle? —dijo Emilio. Acercó el machete a una de sus manos.—Sí.—Voy a salir. Tengo que buscar más herramientas, vuel-vo rápido y te la llevás. A lo mejor nos equivocamos con dejarla acá con la excusa de que tome las pastillas. Mejor sería que vuelva al departamento y venga cuando esté todo instalado.—Si difícil es sacarla, menos creo que quiera volver al de-partamento.

Teresa esperó a que arrancara el auto. Abrió la puerta de par en par y salió con cuidado. Creyó que los perros la seguirían pero se mantuvieron quietos a un costado. Caminaba por el pasillo del lado derecho y sentía los

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—Es cierto, pero lo que se va a mantener en su lugar de esa manera que decís son las iglesias, los monumentos, las avenidas. Esas cosas vienen de antes y seguirán. A nuestras cosas a lo mejor también… alguien las guarde para recordarnos… o las tire porque no le sirven.

Federico embolsó los yuyos que había cortado y los sacó a la vereda. Dejó el machete y la azada en el sue-lo, donde comenzaba el pasillo que quedaba por cortar. Emilio demoraba en regresar. Entonces se sentó en uno de los sillones del juego a un costado de Teresa. Ninguno parecía interesado en hablar. En Teresa no era algo que sorprendiera, se mantenía de esa manera durante gran parte del día. Debían sacarle conversación haciéndole preguntas. Su ausencia se evidenciaba en el gesto ausen-te, inmutable, que en más de una ocasión despertaba en Federico un temor extraño. Cuando la tocaban en la cara para llamarle la atención respondía sacándose de encima cualquier contacto. Parecía atenta a algo que ocurría en su pensamiento, que podía fijar en un solo lugar durante minutos. Pendiente en su interior de una imagen, una acción, que intentaba dilucidar y de la que no podía dis-traerse.—Ni vos vas a poder seguir usando ese vestido ni yo este pantalón, el óxido mancha la ropa.—No importa. Si no fuera por la casa y ese asador a un costado parece un gran baldío abandonado.—Y eso que ahora está un poco mejor.

timaban. Las barras que cruzaban en el asiento estaban dobladas. No había almohadones. Igual se agarró fuerte y se dejó caer. Sentada buscó despacio el respaldo, y se apoyó.—¿Qué hacés mamá? —Vos igual a tu papá, no hacen otra cosa que preguntar a cada rato que hago, como si fuera una idiota. Estoy sen-tada, eso.—¿Para qué tenés en la mano esa rama con hojas?—Preguntas, preguntas… Las voy a injertar, voy a probar si logro que crezca de nuevo.—Papá las quemó. ¿Son del árbol que había plantado Juan?—Sí, son de ese árbol. Suerte que tu papá es desordena-do, rescaté algunas.—Terminé mi parte. Solo falta el otro pasillo pero eso que lo termine él. Después se va a necesitar una máqui-na para cortarlo al ras, pero bueno, así cambia mucho. Te vas a poder sentar a tomar mate acá de nuevo, a comer asado.—Acá quiero mis plantas. Esas que amontono en el bal-cón. Voy a comprar más, con flores de colores. Tapar un poco este vacío.—Qué increíble que este juego se haya mantenido acá tanto tiempo. Es raro, pensar que algunos objetos van a estar hasta después de morirnos.

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De inmediato sintió en las plantas de los pies que se clavaban millones de espinas a la vez. Se estremeció y trató de disimularlo. No era por una rigidez muscular. Cuando una conversación le provocaba desagrado o an-gustia su cuerpo respondía con esa reacción. Las reaccio-nes cambiaban de lugar con los años. Durante mucho tiempo le agarraba un cosquilleo en el cuello y el pecho que acentuaba una picazón en las manchas coloradas que aparecían momentáneamente.—No quiero volver a dormir en la habitación. Puede ser en la otra punta de la sala, al frente de donde están echa-dos los perros.—Los perros no se van a quedar adentro. Se quedaron ahí porque papá no quería que lo molestaran. ¿Estás cómoda con volver a esta casa?

La transpiración mojaba todos los rincones del cuerpo de Teresa. Se miraba los brazos, se tocaba con disimulo la cara con temor a delatarse. El choque de la brisa fresca le produjo un escalofrío como el del baño.—Acá es donde comencé a construir mi familia —dijo Teresa.—¿Qué tiene que ver?, pasaron muchas cosas. Nosotros cambiamos, todo cambió.—Bueno, viviremos cambiados como estamos en un lu-gar cambiado.—Dame las ramas —dijo Federico.

—No quiero esperar a que todo esté en perfectas condi-ciones. Quiero traer mis plantas, y también podríamos traer los pájaros de tu padre.

Federico creyó que la suerte estaba de su lado. No ne-cesitaría convencer a Teresa para sacarla de ahí durante un par de horas.—Está muy bien eso. Vamos, elegís las cosas que te pare-cen y comenzamos a traerlas sin apuro. —Trae lo que te parezca, yo te espero.—No. Me acompañás. Son tuyas, elegís, y lo que te pare-ce lo traemos. Yo no sé dónde dejás las cosas en tu casa como para andar adivinando. Aparte que vas a hacer acá que no hay nada.—En el balcón está todo. Plantas y pájaros.—¿Y no pensás traer más nada? ¿Solo con eso vas a vivir?—Llega papá y nos vamos. Después pasamos por lo de Liliana y Javier. Mientras más ayuda, mejor. —¿Vos no tendrías que decidirte a vivir con ellos en lugar de volver con nosotros?—Este no es el momento. Falta un poco, algo.—¿Vas a meter a ese nene acá? Se va aburrir.—Vive en un departamento más chico que el mío. Todo el día encerrado. Acá, al aire libre se va a distraer. No te va a molestar, es chico pero se porta bien. Aparte vas en-sayando para cuando seas abuela y tengas a uno de tu sangre.

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te salieron en distintas direcciones. Arrastró un pie para atrás para alcanzar la mayor cantidad posible.—Vamos a irnos con mamá por un rato. A buscar cosas que necesita…—Muy bien, es lo mejor. De esa manera se le va a pasar el enojo —dijo Emilio.—No voy a volver a dormir en la habitación. Voy a acos-tarme en la sala, en la otra punta de donde se echan los perros —dijo Teresa.—¿Querés que los perros se queden adentro así te sentís cómoda?—Yo quiero y vos no querés. ¿Cómo lo resolvemos?—Se quedan adentro entonces —dijo Emilio.

Se acercó al asador y apoyó las ramas con cuidado. La parrilla no era la de siempre. Retrocedió y el motor sonó como un estampido. Emilio entró el auto sin ningu-na precaución y lo acomodó a centímetros de la entrada del pasillo. Pisó uno de los montones hechos con cenizas de las ramas. El ladrido de los perros retumbaba desde adentro. Federico volvió a sentarse, inquieto, la llegada sorpresiva lo había alterado, como si la decisión de colo-car allí las ramas fuese a provocar un problema.

Los perros ladraban asomados por la ventana de la ha-bitación de Emilio.—Ya se instalaron. No pueden esperar, hacer las cosas bien. Avanzaste rápido, no queda casi nada —dijo Emilio.—No nos instalamos, ése es el problema. ¿Te parece que no sabemos esperar? ¿Cuánto tuvo que pasar? Amon-tonados en ese departamento de… No sé de cómo nos reconocemos nosotros, esta casa parece de otra gente… no de nosotros. Espero que con muebles y cosas… sea nuestra de vuelta —dijo Teresa.

Debajo de los pies de Emilio aparecía una fila de hor-migas. Eran oscuras, se movían siguiendo una fila y esta-ban alteradas. Avanzaban a mucha velocidad como si se alejaran de un peligro. Él sabía que no podrían escapar. Dependía que las continuara mirando alejarse o inter-viniera sobre un camino de tierra que habían dejado los yuyos. Pisó las que iban al final de la fila y las de adelan-

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Sobre la vereda, Emilio terminaba de cerrar las bolsas con yuyos. Había reunido catorce. —No los llevo porque quiero terminar con lo poco que falta —dijo Emilio.

Ni Federico ni Teresa respondieron, continuaron mi-rando la esquina, en dirección por donde debería apare-cer el taxi.—Aparte del revólver preocupate por llevar encima el te-léfono. Contestá.

Emilio llevó las manos a la cintura y sonrió. Volvió a entrar para buscar las últimas bolsas. Comenzó a arras-trarlas y se asombró por sentirlas tan pesadas. Descon-fiaba de las fuerzas que le quedaban, solo con la voluntad no alcanzaría para despejar de yuyos el pasillo que falta-ba. Esperaría para continuar, quizás necesitaba un des-canso corto. Al final los llevaría con la condición de que

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una orilla de la ruta. Sacudió la cabeza y se miró las ma-nos, cerró los puños, en el revés aparecían las venas, se hinchaban, un cordón grueso que llegaba hasta el borde de los dedos. Agarró la mano de Federico, la que tenía más cerca, la miró. Ningún rastro de una vena.—¿Estás bien? Mamá.

Se acomodó. Se sentó de costado, con las dos manos agarró la cara de Federico. No dejaba de mirarlo a los ojos pese a los movimientos del taxi. El chofer observaba con la precisión de un reloj: la calle, el espejo retrovisor, la calle, el espejo retrovisor. Ella se perdió en los ojos de Fe-derico, en los hilitos ínfimos que presentaba un derrame. Ahí estaba su sangre. En ése rojo eléctrico. Se imaginaba recorriendo las venas de él. Algo la empujaba pero no se veía envuelta en ningún líquido. El tubo estaba vacío y no dejaba de dar tumbos. Rebotaba en las paredes que parecían de goma. El silencio abrumaba en ese lugar. Se le revolvía el estomago.

Soltó la cara de Federico y volvió a sentirse dentro del taxi. Igual no dejaba de representar las caras, las de los padres de Federico. Sabía que la sangre alejaba a Federico de Juan, de Emilio, y de ella misma. —Mamá.

El taxi se detuvo. El chofer hizo un esfuerzo para aco-modar el cuerpo y darse vuelta.—¿Está bien señora?

se quedaran un rato a compartir unos mates con pan. Llegó a la vereda, miró a los costados, y no los encontró.

Mientras el viaje avanzaba, Teresa, no podía recordar cuánto había pasado de su último paseo en taxi. Leer so-bre un cartel, “análisis clínicos”, y observar debajo una puerta de vidrio que mostraba tres sillones y una secre-taría con la mirada baja, la hizo dejar de lado cualquier intento por distraerse. Siguió leyendo carteles, como lo hacía desde que era una niña, aún sabiendo que no en-contraría ninguna novedad. Conocía todos los nombres y siglas con los que se iba a encontrar. El fondo rojo del cartel de la colchonería volvió a trasportarla a los “análi-sis clínicos”, a la sangre, a la que también había mencio-nado Federico refiriéndose a un posible nieto en algún momento. Pensó en ella deslizándose por un tubo como en una recreación computarizada, lo había visto en la te-levisión, avanzando rápido, revuelta en el liquido rojo, escuchando la voz de la locutora mencionar la velocidad a la que se trasporta, la presión que ejerce, lo peligroso de su caudal para el cerebro. La sangre contenía infor-mación, su constitución era determinante. La anemia, la coagulación excesiva, la falta de coagulación, la constata-ción de un embarazo, del parentesco. La voz de esa mujer se enmudeció, dio paso a la imagen de la sangre, de las manchas en el espejo astillado del auto, a la escurrida a

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—A la mañana temprano. Después a lo mejor también, lo que pasa que con todo el ruido de los autos ni nos enteramos.—Dan ganas de dejarlos volar, que se escapen.—Vamos a llevar plantas y pájaros a nuestro patio.—Liliana nos va a buscar más tarde para llevarnos. Te-nemos que comer algo, compro abajo unos sandwiches, una gaseosa.—Bueno.

Federico cerró la puerta y Teresa se dejó caer en el sillón. Encendió el televisor y en cuestión de segundos parpadeó con sueño. El cansancio que tenía no le permi-tía dormir, la incomodaba. Fue hasta la habitación, buscó una pastilla y llegó hasta la cocina para tragarla con agua. Volvió a sentarse y bajó completo el volumen. Desde ahí miró primero las ventanas del edificio del costado y des-pués las imágenes en el televisor que se le borraban muy despacio por partes.

Se sobresaltó encontrarla desparramada en el sillón, con el control remoto apenas sostenido en una de sus manos. Esa era la manera que pensaba encontrarla muer-ta. Estaba sana, con dolores musculares propios de su edad, y la única manera en la que podía morirse era así, en un lugar de la casa, con el corazón detenido, cansado de haber andado durante tantos años. Dejó los sandwi-ches y la gaseosa en la mesa y se puso a su lado. Tenía la misma posición que había adquirido en el taxi, la misma

Teresa sintió mucho cansancio. Dejó caer los hom-bros, los brazos y apoyó la cabeza sobre la falda de Fe-derico.

Desde el ascensor hasta balcón Federico no soltó el brazo de Teresa. Ella le pidió que la dejara, se sentía bien. Trata-ba de convencerlo de que no se había descompuesto sino que tenía sueño. Se asomó al balcón y miró el transito en la calle. Todo le parecía tan pequeño que resultaba insig-nificante.

El portamacetas era una ristra de hierro horizontal in-crustada en la mitad de la pared. Teresa pasó por cada una de las siete macetas. Tocaba las hojas de sus plantas quitándole alguna basura y constatando el estado de la tierra. A un costado, en el piso, estaban las tres jaulas. Le pidió a Federico que las levantara. Miró los pájaros, gol-peó suavemente las rejas esperando que cantaran. Solo logró que se movieran de un lado a otro y chocaran con el enrejado. Trajo agua de la cocina y llenó los bebedores. Después se acercó a las plantas y las regó a todas. Federi-co mantenía levantada una jaula mirando el pájaro. —¿No deberías también darle de comer? —De eso se encarga Emilio. Yo con mis plantas, él con sus pájaros.—¿Cantan en algún momento del día? Parecen nervio-sos.

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El viento fresco no era suficiente para calmar el calor. El sol se extendía en la siesta por todo el patio y lo ilumina-ba por completo. Los últimos golpes del machete llegaron a los yuyos sin fuerza. Emilio limpió lo que quedaba. Con los pasillos de los costados despejados, para acceder al patio, el frente de la casa había mejorado bastante, pero a cada paso se tropezaba con las raíces firmes y duras de los yuyos. La segunda parte de la limpieza consistiría en desprender de la tierra todo lo que impediría el creci-miento de un césped sano.

Terminó de embolsar los últimos yuyos y las cenizas de adelante. Las llevó a la vereda y se quedó mirando la casa. No había rincón que no diera signo de abandono, de maltrato. Emilio se preguntó si todo el esfuerzo no se-ría en vano. Esta casa ya se había llevado una parte de las fuerzas en su juventud. Junto a Teresa habían resignado

con la que había pasado la primera noche en el asiento de atrás custodiando la casa. De costado, con las piernas levemente separadas, con un brazo apoyado en el cuerpo y su mano sobre la cintura, y el otro soportando su peso sosteniendo con la mano el control remoto. La intranqui-lidad cedía muy despacio después que la viera mover su pecho por la respiración. La miró con atención empezan-do por los tobillos, deteniéndose en la cintura, buscando alguna parte mojada por algún liquido o secreción, siguió por el pecho que continuaba con su ritmo, pasó a su cara, blanca, la claridad del mediodía le permitía descubrir un vello claro al costado de la oreja y sobre la mejilla, el pelo rebelde de las cejas y su aliento fuerte escapando de los labios resecos apenas entreabiertos.

Se alejó y llegó hasta la mesa. Tomó de la botella sin quitarle los ojos de encima. Derrotada, la posición le transmitía esa sensación, como la de un boxeador exten-dido sobre el ring por un nocaut, con el alivio de una lu-cha finalizada. La mujer de todos los días abandonaba el desasosiego, se ausentaba por el cansancio, en busca de un sueño reparador.

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suficiente. Y que Juan se hubiera muerto no era su culpa. Había que soportar lo que a cada uno le tocaba.

Esperaba que Teresa y Federico no estuvieran pronto de regreso. Abrió la puerta y los perros se le abalanzaron. Se los quitó de encima dando brazadas con las manos abiertas como si ejercitara nadar en el aire. Buscó el te-léfono y no encontró ningún mensaje. Llamó a Federico.—No quiero que regresen. Faltan cosas por mejorar y no quiero tener que estar atento a Teresa, y tener que darle explicaciones.—Está dormida. Como nunca, miró sus plantas, tus pá-jaros, y se durmió. La dejo, hasta que se despierte sola. Quizás volvamos mañana. No sé, vamos a llevar cosas con Liliana.—Antes que vengas me avisás.

Se mojó la cara y el pelo en el baño. Usó de espejo el reflejo del vidrio de la ventana de su habitación. Des-pués miró el patio, le parecía inmenso igual que la sala a la entrada de la casa. El juego de jardín estorbaba la vista, igual que el asador pegado a la pared del costado.

Los perros no se habían movido de su lugar. Echados parecían más grandes. Flacos y con las patas largas, insi-nuaban que podían ser buenos si tuvieran que participar en una carrera, para huir o para alcanzar a una presa. Res-pondieron con indiferencia cuando Emilio pasó por uno de sus costados.

plata, tiempo, y energías, para que la casa se pusiera en pie. ¿Era momento de empezar, de continuar, ahora que parecía venirse abajo en cualquier momento? ¿Faltaba mucho para que ellos también se vinieran abajo?

El esfuerzo en los músculos de los brazos le dejaron una sensación extraña, de temblequeo. Cada vez que no-taba que el cuerpo dejaba de acompañarlo empezaba a pensar de una manera distinta a lo que consideraba su forma de ser. Revisaba algunos de sus actos, los de antes, los de ahora. Lo que había sido obligado a tirar, con lo que se había quedado, el encargo a Juan y su acercamiento a él, la distancia con Federico, el alejamiento de Juan, la habitación con los niños durmiendo, retorcer la verdad frente a Teresa, el rechazo a Federico como con los perros y la certeza de que pertenecen a otro lado.

Buscó recuperarse sentándose debajo de la galería. Podía escuchar a los perros desde adentro olfatear la ori-lla de la puerta y por momentos sacudirla. Tomó agua de la canilla que usaban para regar y volvió a sentarse. No podía entender por qué el jardín estaba sin pasto con la tierra removida. A medida que recuperaba fuerzas le pareció una estupidez lo que había pensado. Solo con mucha fiebre podía haberlo hecho de una manera tan ri-dícula sobre cosas sucedidas tantos años atrás, o de las que ahora hacía consciente y de las que no tenía por qué arrepentirse. Podía explicarlas a cada una y con eso era

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un pie. El sol comenzaba a correrse, a dejar reflejado so-bre el suelo la sombra de la casa y el movimientos de los arboles vecinos.

No podía entender cómo también los vecinos habían esperado tanto tiempo para que se fueran los usurpa-dores. Soportar el hedor de la basura, de los restos de comida, la invasión de insectos por los yuyos. Los patios de las demás casas estaban en silencio, apenas el mur-mullo de alguna rama que se movía por el viento o el de las hojas secas crujiendo en el suelo. ¿No habrá nadie? se preguntó. Era la siesta pero no le terminaba de alcan-zar para explicarse por la ausencia del sonido de una voz, de la muestra de que alguien estaba haciendo algún tipo de trabajo, algo, que le indicara que su alrededor no es-taba desolado como su patio. “Al final, este siempre fue un barrio de viejos ¿qué me asombra?, ¿qué duerman la siesta, o estén metidos adentro mirando televisión todo el día?”.

Levantó la pala y se acercó al asador. Todavía podía recordar las fotos en las que aparecía al lado de la parrilla, con Teresa, con Juan, con las brasas ardiendo en la os-curidad. Muchas fotos. Las de él se repetían, las mismas sonrisas, los mismos cortes de carne, una leve diferencia en los cortes de cabello, que al final no era otra cosa que el paso del tiempo. Los asados en esa casa eran por el festejo del cumpleaños de algunos de sus integrantes. La única que recordaba con Federico era en la que no miraba

Abrió el baúl del auto y se quedó observando, repa-sando si estaba todo lo que había comprado y que ne-cesitaba con urgencia. Sacó una pala y la tiró a un cos-tado. Brillaba el mango de madera y la plancha metálica. Arrastró hacia afuera una manguera enroscada de varios metros. Tenía el mismo peso que el neumático que tenía de auxilio. Silbando llevó las cosas al patio.

El silbido alertó a los perros. Parados en la puerta, del lado de adentro, miraban de un lado a otro, expectantes, con interés por encontrar algo. Cuando descubrieron a Emilio aparecer del fondo, silbando un tango, comenza-ron a moverse sin cambiar de lugar, a girar la cola para un mismo lado. Emilio los miró y sonrió. Sacó del baúl los dos tachos con pintura y los dejó al lado de la rueda. Pesaban mucho, no quería agotar las pocas energías con lo aún le quedaba por hacer. Tuvo en la mano, unos se-gundos, la bolsa con lijas y una pequeña botella de plás-tico con agua ras, sin poder decidir en dónde colocarla. Al final la llevó adentro de la casa. Los perros se alejaron con temor cuando lo vieron acercarse, como esperando algún tipo de agresión. Se refugiaron en una punta de la sala y desde allí lo miraron dejar la bolsa encima de la mesa plegable.—Estos perros putos no salen a disfrutar del día —se dijo Emilio.

Sacó del baúl la última bolsa y un balde. Llegó hasta el patio pisando con cuidado, evitando tropezar o doblarse

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guna razón su familia se ausentara por mucho tiempo no lo padecería.

Colocó la manguera, abrió la canilla, y probó la manera en la que expulsaba el agua. La boca era tan ancha que en poco tiempo podría regar todo de una sola vez. Igual no se decidiría hacerlo en ese momento. Solo buscó atrás, bien al fondo, el lugar donde aparecía un pedazo de tie-rra como una mancha, entre los restos de pasto verde y amarillento. Se acercó y miró los bordes como sacando cálculos. Durante un rato estuvo regando solo ese lugar. Cuando la tierra mojada empezó a convertirse en barro cerró la canilla.

Llenó el balde con agua. Sacó de la bolsa los cuatro bifes anchos de ternera. Se salpicó las manos con la san-gre que se había depositado en una de las puntas. Los levantó y los giró de un lado a otro. Se agachó y los dejó colgando encima del balde. Los soltó y quedó atento a como rápidamente se ubicaban al fondo. Sobre la super-ficie del agua quedaron las aureolas, que se unían unas con otras, por el paso de la grasa y de los restos de sangre. La trasparencia perdió nitidez. De una bolsa pequeña, que acompañaba a la de los bifes, sacó el tranquilizante. Leyó la caja: “uso en medicina veterinaria”, “solución oral palatable” “contenido neto 10ml”. Las gotas recomenda-das que echó en el agua no lo dejaron conforme, apretó y las gotas se trasformaron en un chorro. Vació la mitad del envase. Después se mojó las manos dentro del balde

a la cámara sino a la carne, Teresa lo levantaba poniéndo-selo a su lado. Federico aparecía borroneado, lo captaron en pleno movimiento.

El asador era una caja de cemento pegada a la pared con un techo a dos aguas. Sobre la base, donde debería estar la parrilla, estaban las cuatros ramas que Teresa quería injertar. Por varios lugares faltaba el revoque, y los ladrillos gruesos y colorados, esos que ya no vienen, pen-só, saltaban a la vista.

A las ramas las llevó con cuidado a un costado y las dejó bajo una sombra.

Con el mango de la pala golpeó el asador en distintas partes. El revoque cayó por varios lados. Cuando advir-tió que la estructura empezaba a debilitarse, a mostrar la fragilidad de una posible caída, golpeaba y se alejaba. Después de varios golpes se desmoronó. Las laminas de cemento del techo se mantuvieran intactas, las paredes de los costados y la base de la parrilla se quebraron en dos partes. Al mirar los escombros, entendió que lo que había hecho estaba mal. No tuvo en cuenta que tendría más basura, imposible de remover con rapidez. No podía con el juego de jardín y con lo justo pudo terminar con los últimos yuyos. ¿Ahora cuánto tiempo tendría que es-perar para sacar el asador?

No encontró ningún mensaje en el teléfono. La idea de permanecer solo le pareció tan atractiva que si por al-

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pareció extraña la reacción frente al arma, es habitual que los animales se sientan atacados aun antes de que se les dispare. La libertad en la que se sentía le permitió, después, apuntar a la rama de un árbol, a las ventanas de la casa, a los tanques de agua de los vecinos, al ladri-llo de una pared. Desde allí, sin moverse y desde lejos, a su antojo, podría dañar algo que consideraba insig-nificante. Un disparo no llamaría la atención de nadie, cerca de él no existía ningún signo de vitalidad humana que pudiera recriminárselo, que estuviera atento a su voluntad. Solo estaba la suya y la de esos animales ham-brientos.

Los perros se mantenían sentados estirando las patas de adelante. A uno de ellos le quedaba un pedazo de car-ne que custodiaba con recelo. Emilio miró el reloj, guardó el revólver, y volvió a confirmar que el teléfono no tuviera ningún mensaje. Se paró en el medio del patio a un cos-tado de los escombros del asador, aplaudió, levantó las manos y luego se golpeó los muslos. Cargó los pulmones con aire y silbó fuerte. Los perros levantaron las cabezas y uno la dejó caer de golpe sobre las patas. El otro, despa-cio, se paró, olfateó el pedazo de carne y cuando intentó girar se cayó. Emilio sonrió. Se acercó golpeando las ma-nos. Al que le dificultaba sostener la cabeza se echó de costado y no volvió a moverse. Durante unos segundos hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. El otro intentaba pararse. Las patas quedaban desarticuladas

y se las secó sacudiéndolas sin parar en el aire. Las olió y conservaba el aroma a carne sanguinolenta.

Se paró en la galería y aplaudió. Silbó imitando a una sirena. Los perros aparecieron por la puerta moviéndose contentos. Cuando Emilio golpeó sus muslos se acerca-ron con brincos. Los guió por el pasillo, cada perro avan-zaba lamiéndole una mano. Costaba evitar los desniveles en el suelo que quitaban estabilidad. Le resultó insopor-table sentir el contacto húmedo de las salivas, el frío de sus narices, y el pelo áspero de los hocicos.

Levantó las manos para que no pudieran alcanzarlas. Los perros quedaron quietos y no dejaban de mirárselas. Metió una en el balde, sujetó los cuatro bifes, y los sacó abriendo un chorro grueso en el aire. Ellos metieron los hocicos en el agua y desesperados la bebían con lengüe-tazos cortos.

Aprovechó para rociar los bifes con las gotas. Los re-partió y los perros se los comían apresurados. Uno de ellos abandonó por un instante su comida para rozar la pierna de Emilio.

Fumaba, sentado en uno de los apoyabrazos del juego de jardín mientras los observaba. Apuntaba con el re-vólver primero a uno y después al otro. Seguía sus mo-vimientos con la mira. Los perros lo miraban ocasional-mente pero seguían entretenidos con la carne. Emilio le

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Salir del pozo le resultó difícil. Se resbalaba y volvía a quedar adentro. Una vez afuera no dejaba de mirar la cantidad de tierra apilada a un costado y dudaba, con desconfianza, que las fuerzas le alcanzaran para terminar el trabajo. Ese no podía esperar hasta otro día.

Al otro perro también lo arrastró y sintió que lo da-ñaba, que a diferencia del otro, lo trasladaba con torpeza consecuencia del cansancio. Empujó al perro y lo impac-tó ver la manera desarticulada con la que había caído. Además el pozo parecía haberse achicado. Se dificultaba mantener el cuidado de no pisarlos ni golpearlos. Esta vez se quedó mirando a dónde saltar. El espacio que más permitía quedar parado era el ubicado al lado de la panza, entre las patas de adelante y las de atrás, del perro aco-modado. Mirar los movimientos que hacían como refle-jos de la respiración lo detuvieron. Por momentos olvida-ba que estaban con vida. Las piernas le temblaban. Saltó y pisó donde lo tenía previsto pero la fuerza del impulso lo hizo caer hacia adelante. Desvió la única mano con la que pensaba apoyarse para no tocar la pata del que faltaba acomodar. La fuerza con la que se abría apoyado la hu-biera quebrado. Terminó golpeándose parte de la cara en la tierra húmeda. Perdió el cuidado inicial y al levantarse pisó con los talones la panza que en ese instante hacía un movimiento ascendente. Se estremeció pero comenzó a acomodar al otro perro pero esta vez no con las manos sino con los pies. Lo levantaba con el empeine para darse

cada vez que se desplomaba con la mirada en busca del pedazo de carne. Arrastraba el hocico en el suelo y que-daba quieto unos segundos para volver a probar. En una de las tantas veces logró quedar parado. Emilio pasó por su lado y pateó el pedazo de carne. Después apoyó el pie en el lomo y con un empujón volvió a acostarlo. Sacó las gotas y echó un chorro en la boca del que había caído primero. Estaba sin moverse, con los ojos abiertos, y con la lengua se limpió los bordes del hocico. El otro tenía el cuerpo quieto pero continuaba moviendo la cabeza, golpeándola en el suelo cada vez más despacio. Apoyó el pie en su cuello y con la punta apretó la oreja para que dejara de moverse. Éste respiraba agitado y el chorro de las gotas le entró más en el ojo y en el orificio de la nariz que en el de la boca.

Sacó de los bolsillos el teléfono y el revólver para de-jarlos sobre un ladrillo. El sol se alejaba y la brisa fresca sacudió a Emilio con un escalofrío. Agarró la pala y la cla-vó en el barro que había hecho. El esfuerzo fue mínimo y se hundía profunda. Marcó un cuadrado y sin detenerse cavó hasta hacer un pozo.

Arrastró a uno hasta el borde. Emilio se metió al pozo dando un salto y desde allí lo agarró y lo hizo caer aden-tro. Se quitó el barro fresco pegado en las rodillas y en los brazos. Lo puso de costado y lo estiró. Acomodó con cui-dado una pata encima de otra y se aseguró que la cabeza estuviera recta siguiendo la posición de la columna.

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al instante lo inmovilizó un dolor de cintura que apareció como un golpe de corriente. Llevaba agarrado el mango de la pala. La apoyó en el suelo y sin quererlo tuvo que decidirse a usarla de bastón.

lugar. Una vez que lo tuvo de la manera deseada lo agarró del cuero y levantó unos centímetros para correrlo. Cual-quiera de los perros podía ser un escalón para que salir no fuera tanto problema. Pisó más del lado de la columna para no reventarlo con su peso. Escuchó un crujido que sintió por debajo del pie con el que se daba envión. Des-de arriba miraba la posición de los perros. Quedaron de frente separados apenas por treinta centímetros. Ambos continuaban respirando.

Demoró en cerrar el pozo. El doble de tiempo que ha-bía tardado en abrirlo. No levantaba la tierra con la pala, la arrastraba. Apenas terminado el trabajo fue y se paró sobre la tierra removida. Con pequeños saltos comprobó que cedía, pensó que si continuaba haciéndolo sus pies quedarían nuevamente al lado de los perros. Salió cami-nando despacio, haciendo equilibrio, con temor a que la tierra lo tapara también a él. Volvió a regarla. Buscó a un costado las ramas que Teresa conservaba del árbol plan-tado por Juan. Evitando entrar en ese cuadrado que no terminaba de endurecerse, clavó una rama en cada uno de los vértices.

El cuadrado resaltaba más sobre las demás cosas. Si no resultaba lo del árbol era un buen lugar para instalar una huerta, pensó. Miró a varios lados interesado en sa-ber si alguien podría haber estado observando. La luz na-tural se debilitaba. Caminó en busca del pedazo de carne que el perro no había terminado de masticar. La levantó y

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Teresa despertó en la oscuridad pero supo que se encon-traba en su habitación. No entendía cómo había podido llegar hasta ahí. Se tocó el cuerpo por debajo de la sabana y estaba vestida. Llevaba las zapatillas puestas. Se refre-gó los ojos y se levantó rápido, distinto a como lo hacía siempre. Los murmullos la detuvieron unos segundos y después abrió la puerta. Miró al balcón y la oscuridad confirmó la noche. En la mesa, Federico, Liliana, y Javier, sentados frente a los platos casi vacíos de la cena. Los tres quedaron en silencio. Javier se levantó para acercarse a Teresa. Se estiró para besarla.—¿Cuántos años tenés vos? —dijo Teresa, se escuchó el chasquido del beso.—Seis —contestó Javier. Volvió a su silla.—¿Y esa mujer tan linda es tu mamá? —dijo Teresa. Miró a Federico, a Liliana y les guiñó un ojo.

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contraba mejor protección ante el avance de Liliana que volver a vivir con Emilio y Teresa. Para no alterar lo que Liliana pensaba de él, aceptaba con un falso deseo que se quedaran más tiempo a su lado para compartir la mayor cantidad de cosas. No sería entonces que él no quisie-ra formar la familia que ella deseaba sino que no podría porque sus padres lo necesitaban.

Teresa encendió el equipo de música y después se preparó para comer. La radio estaba en la emisora de siempre, permanecía allí desde hacía mucho tiempo.—No se queden callados, yo voy a comer, los escucho a ustedes. ¿Liliana, sabías que ese equipo de música es de Federico? —dijo Teresa.

Liliana sonrió y se dio vuelta en la silla para observar-lo. Recorrió los parlantes de los costados en sus cajas de madera, las dos caseteras, y la luz amarillenta que alum-braba la tabla con las emisoras de radio. Javier se levantó y se puso cerca a mirar los parlantes que lo pasaban en altura.—Sentate, Javier. ¿No quiso llevárselo? —dijo Liliana, sonreía mirando a Federico.—Papá no dejó que lo llevara —dijo Federico.—No es tan así… —dijo Teresa.—No sé… como él me lo regaló se piensa que también es de él.

—Sí, esa —dijo Javier y señaló a Liliana.—Ya vengo, espero que me hayan dejado algo —dijo Te-resa. Entró al baño.

Liliana se ocupó de despejar un lugar en la mesa para acomodar un plato, un vaso, y los cubiertos. De acercar la fuente con el pollo al horno y las papas que quedaban. Sería la primera vez que compartiría con ella una comi-da. Los encuentros habían sido pocos y ocasionales. No habían tenido tiempo de compartir más que saludos o intercambiar charlas breves esperando irse a algún lado. La distancia entre ellas era abismal. Liliana siempre se lo reclamaba a Federico, no haber sido presentada de una manera más formal. Federico respondía siempre de la misma manera, que lo que ella pedía era inútil, que ya no se usaba, que inclusive Teresa pensaba igual y que no iba a considerarla de otra manera por hacerlo. En realidad Federico pensaba que con Liliana no tendría mucho futu-ro, por eso no le ponía dedicación al hecho de acercarla a sus padres. “Nada más que sexo” “la calentura pasa y la mujer queda” se había dicho. Pasó el tiempo y la rutina decidió sobre su falta de interés por formar una pareja. Ella había comenzado a quedarse unas noches en su de-partamento y en algunas ocasiones lo hacía con Javier con la excusa de que lo extrañaban. El sexo había cam-biado con el paso del tiempo y le parecía mecánico, no completaba todos los “espacios” para satisfacerlo. No en-

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—Mañana vamos a ir con tu mamá a la casa de Teresa. La vamos a ayudar a arreglar y vas a poderlos ver bien, ahora duermen.—¿No vamos a volver ahora? ¿Emilio se va a quedar solo? —dijo Teresa.—Papá ya sabe. Nos espera mañana a todos para que le ayudemos. Liliana y Javier nos llevan en el auto y se que-dan con nosotros para ayudarnos.—Gracias Liliana, una mujer que me acompañe entre tantos hombres. Sigo con sueño. Me voy a bañar y des-pués me acuesto.—Si le indica a Federico que llevar, puedo ir cargando el auto, despacio, para mañana arrancar temprano —dijo Liliana.—Llevamos los pájaros y las plantas, y a mi ropa la eli-jo mañana. No es necesario que cargués ahora, Federico sabe. Vos Federico mirá, fijate de algunas cosas que ne-cesitemos por ahora y que no hagan mucho bulto. Para muebles y cosas grandes va a haber tiempo… Aparte me parece que para eso falta mucho.

Después del aire que había disfrutado en el balcón se sintió cansada, mareada, como si estuviese abandonan-do una borrachera. No necesitaría de una pastilla para dormir, con solo acostarse sería suficiente para que le lle-gara el sueño. Cualquier movimiento le resultaba de gran

Javier acariciaba la madera del parlante como si pasa-ra la mano por el lomo de un gato. Después de un gesto de reprobación de Liliana sacó la mano sin dejar de mi-rarla y volvió a sentarse.—Es por meticuloso, no quiere que le pase nada, quiere que lo conservés y te sirva —dijo Teresa.—Desde que lo tengo apenas lo hice sonar unas cuan-tas veces. Para colmo ni él lo usa. Que ponía muy fuerte el volumen, que esa música no se merecía sonar en un equipo tan bueno, que no lo trataba con cuidado… no tengo ningún aprecio por este regalo. Ese equipo es de él, para mí siempre fue así —dijo Federico.—Está como nuevo… —dijo Liliana.—Y otra cosa que no sabías… Cuando le dije que no me regalara más nada para después quitármelo, me dijo que si quería hacerme el adulto y disponer de él, se lo com-prara, le diera lo que había gastado —dijo Federico.—Vení, Javier, te voy a mostrar algo —dijo Teresa. Lo aga-rró de la mano y lo llevó al balcón.

A oscuras se quedaron mirando el cielo. Javier seña-laba hacia arriba y después murmuraban envueltos en una conversación. Al rato Javier se soltó y se tiró al piso para descubrir que tenían las jaulas. Liliana se alarmó, se levantó y Federico agarrándola de la mano volvió a sen-tarla. Él fue quien se levantó, encendió la luz del balcón, y le pidió a Javier que se parara. Todo el encanto que pro-porcionaba el cielo en la oscuridad se desvaneció.

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—Así no tienen miedo que ande por la noche de acá para allá —dijo Teresa. Miraba a Liliana.—¿No puede dormir? —dijo Liliana.—Prefiero dormir en otro horario. A la mañana, a la tarde. Soy de hacer las cosas a la noche. Puedo dormir, lo que no puedo es descansar. Yo no elijo nada de esto, se da así.—Por eso tenés que dormir de noche para que además descanses. Como lo hacen todos —dijo Federico.—Traelo a ese nene a la habitación. Que duerma en la cama grande conmigo, para que ustedes estén más có-modos en el sillón.—Está bien, pensábamos irnos en un rato —dijo Liliana.

Los pocos minutos de Liliana en el departamento le permitieron hacerse una imagen de Teresa. Creía que era una mujer desbordada, que en cada cosa que hacía lle-vaba impresa una ansiedad que la obligaba a contestar o realizar algo sin razonar lo suficiente. La idea de dejarlo a Javier a su lado durante toda la noche le provocó de in-mediato una profunda incertidumbre por la posibilidad de acercarlo a un peligro. —No. No se vayan. Ustedes acomódense en el sillón. Sin vergüenza, Liliana, somos una familia. ¿No es cierto, Fe-derico?—Sí… claro.

Los argumentos de Federico en contra de apresurar las cosas con Liliana se caían a pedazos. La furia conteni-da de él lo hizo acercarse a la mesa para servirse gaseosa.

esfuerzo. Se sacó la ropa para meterse en el agua. Decidió sentarse en el piso y que la lluvia la golpeara en la espalda. Temía que el estado nuevo, en cómo se sentía, la hiciera caer y quebrarse la cadera o un hombro. El silencio por fuera del ruido del agua era total. La única explicación consistía en que los tres estuvieran en el balcón o que hu-bieran bajado en busca de algo. Hasta algunos días atrás su vitalidad comenzaba de noche. Las ganas por hacer cosas despertaban a esa hora. Durante el resto del día se quedaba sentada en el sillón mirando televisión o en el balcón imaginando la vida detrás de la ventana de los edificios que la rodeaban. Si hubiera tenido las energías necesarias podría haber preparado las cosas para la ma-ñana pero los parpados se le acalambraban cada vez más. Salió y encontró a Javier acostado en el sillón con la cabe-za encima de la falda de Liliana. Miraba televisión con el volumen bajo. Afuera, Federico se apoyaba en la baranda del balcón lanzando bocanadas de humo.—Te vas a aburrir, subí un poquito el volumen, no moles-ta —dijo Teresa.—Está bien —dijo Liliana.

Teresa fue hasta su habitación y volvió rápido.—Mirá, Federico, la tomo —dijo Teresa.

Se puso una pastilla en la lengua y la tragó con un poco de gaseosa que estaba servida. Federico la miraba mientras dejaba el balcón.—Es por tu bien —dijo Federico.

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En cambio él se veía ridículo devolviéndole los besos cada vez que ella se los pedía. Lo de esa noche lo sentía como una derrota, no solo Liliana y Javier tenían intere-ses diferentes a los de él sino que a ese grupo acababa de sumarse Teresa. Su traición había sido intentar ser ama-ble y correcta con algo que Federico intentaba abandonar.

Federico encendió otro cigarrillo y apagó las luces. Solo el reflejo del televisor los alumbraba. Se descalza-ron. Él se aflojó el cinto y se sacó la remera. Ella sacó su camisa de adentro del pantalón. —Si se levanta tu mamá queda mal que estés sin remera, va a pensar cualquier cosa.

Federico no le contestó. Tenía un calor que lo inco-modaba, no por la temperatura del ambiente sino por uno que le llegaba desde adentro. No sabía la manera de quitárselo de encima, con qué darse frío. Tenerla sentada a Liliana al lado le molestaba. Pensar la familia, una fa-milia, parte de la familia, era el motor que despertaba en él esa ira contenida. Y sí, se decía a sí mismo que lo eran. Sentados, el televisor acercándolos igual que un buen sentimiento.

Simuló interés en una película que comenzaba. Ella no dejaba de alternar su atención entre las imágenes del televisor y la puerta de la habitación de Teresa. A los po-cos minutos el bajó un poco la espalda y metió su brazo por detrás de la cintura de Liliana. La mano le tocaba el

Estaba seguro que Teresa empezaba a pensar como mu-jer y abandonaba su lugar de madre. No dejaba de mirar-las, suponiendo un vínculo que le ocasionaría problemas. Emilio en esa reunión hubiera sabido separar las cosas, los defectos con los que lo acusaba a diario le hubieran servido por una vez. Ni con su peor costado estaba pre-sente cuando lo necesitaba. Una molestia en el estomago lo hizo reaccionar, darse cuenta que no paraba de beber gaseosa sin sed y sin ganas. Soltó el vaso y encendió un cigarrillo.

Liliana sonrió. La manera en la que Teresa los incluía en la vida de esa casa le quitó los miedos sobre el descan-so de Javier y sobre el futuro con Federico.

Él acostó a Javier en el lado del que duerme Emilio. Liliana lo observaba desde la punta de la cama. Teresa regresó del baño en pijamas y se hizo un lugar entre ellos.—Vamos, chicos. Tengo sueño. Vayan y disfruten de una película —dijo Teresa. Antes de cerrar la puerta encendió un velador y apagó la luz de la habitación.

Los dos quedaron levantando la mesa. Ella cortaba el camino de él hacia la cocina para besarlo o acariciarle la espalda. Ella creía que todo lo que anhelaba se había dado de inmediato después de esa afirmación de Teresa. Asombrada, lo disfrutaba como a una sorpresa.

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Las cortinas abiertas del balcón dejaban pasar la claridad. Liliana se despertó estirada en el sillón con Federico sen-tado a sus pies. Dormía apoyando la cabeza en el apoya-brazos. La tranquilidad y la seguridad por sentirse parte de la familia se había desvanecido. Buscó la hora en el reloj de pared. No podía entender que fueran las ocho de la mañana, afuera parecía más temprano. Un impulso la hizo golpear la puerta. Abrirla. Las sabanas estaban re-vueltas sin Teresa y sin Javier.—Despertá Fede, no están. Ni tu mamá ni Javier. Vamos a buscarlos.

Federico la miraba sin entender.—Dale, boludo, vamos —gritó Liliana.

Federico se quedó en la puerta de la habitación miran-do la cama.

El ruido en la puerta los despabiló. Entró Javier y por detrás Teresa. Ninguno de los dos saludó porque masti-caban con la boca llena.

bolsillo de adelante. Él mostraba estar atento a la película pero en verdad no le interesaba. Retrajo el brazo hasta la espalda de ella para intentar meter la mano entre el pan-talón y la bombacha. Ella de inmediato le agarró la mano y le clavó las uñas. Él hacía fuerza y parecía estar cerca de conseguir lo que quería. Ella se ayudó con la otra mano pasándola por detrás para intentar impedirlo. Dejó su pecho levantado. La otra mano de Federico se metió por el escote que hacía la camisa y empezó a acariciarla, y des-pués a pellizcarla. Ella hundía más las uñas en su mano.—¿Qué hacés? Está tu mamá ahí. Me hacés doler… —su-surró Liliana.

Federico sonreía y con una seña le pidió silencio. La mano dejó de acariciarla para abrirle los botones. Dejó el corpiño al descubierto. Ella soltó la mano que lastimaba para agarrar la otra, la de adelante. Él hundió su mano adentro del pantalón.—No se despierta, esas pastillas la fulminan.—Esto nomás —dijo Liliana.

Se abrió un botón más de la camisa y se bajó el corpi-ño. Él metió la nariz para abrirse paso entre la costura de la camisa. Se reía con lo que hacía. La erección que había sentido en un comienzo se desvanecía. La mordió en un pecho y al mismo tiempo la pellizcó dentro del pantalón. Hizo que saltara en el sillón. Ella lo empujó y lo dejó al borde a punto de caerse. Él encendió la luz.—Mirá la película, ahora —dijo Federico y salió al balcón.

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La casa tenía abierta la puerta y las ventanas. Se podía ver a Emilio caminar por la sala de un lado a otro. Liliana entró la pickup marcha atrás y se puso cerca del ingreso al pasillo del lado derecho. Teresa escuchaba crujir las hojas mientras las miraba, las amarillas le ganaban en cantidad a las amarronadas, cubrían la vereda y parte del jardín. El aroma a pasto le hizo notar que algo había cambiado, no quedaba nada de ese olor que combinaba la suciedad y la humedad. Se bajó y encontró limpio el otro pasillo como Emilio había prometido. Se paró en el lugar donde había estado el árbol plantado por Juan. Allí el desnivel de la tierra había formado un pequeño montículo. Teresa se subió agarrando la mano de Javier. Los dos quedaron un poco más altos que los demás. Liliana y Federico bajaban las cosas y las acomodaban debajo de la galería. Javier comenzó a saltar para lograr ver aún un poco más alto.

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—Nosotros vamos a acomodar en el fondo a los pájaros y a las plantas —dijo Teresa.

La camioneta tenía abiertas las puertas y el baúl. Todavía quedaban una gran cantidad de bolsas. Emilio quedó ba-jándolas solo. Recorría el trayecto mirando el piso y por momentos se detenía para secarse la frente con la mano o con parte del brazo. Continuaba de short y remera. Te-resa no podía entender su calor. Su saco apenas la abri-gaba y sentía el frío con el que la brisa la golpeaba en las orejas y las mejillas. A los escalofríos se los adjudicó a las sombras, por estar debajo de una grande en lugar de buscar el sol.—Andá a saludarlo y después nos vamos al patio —dijo Teresa.

Javier corrió y se detuvo a un costado del camino que recorría Emilio. Desde adentro volvió a la pickup por más bolsas. Javier lo siguió con la mirada hasta que llegó a su lado.—Hola —dijo Javier.

Emilio levantó la mirada unos segundos para mirarlo. Apoyó una mano en la cabeza de Javier, revolvió el pelo, y continuó caminando.

Javier regresó corriendo al lado de Teresa.—Ya está —dijo Javier.

Emilio salió hasta la puerta y fue el primero en descubrir-los. No dejaba de mirarlos mientras recibía los colchones enrollados y las cajas de cartón con utensilios. Javier que-dó quieto.—¿Quién es? —dijo Javier.—El papá de Federico —dijo Teresa.—¿Esta casa está abandonada?—¿Por qué?—Algunas partes de esa persiana está rota. Las paredes están sucias… y el pasto está largo.—Otra gente que estuvo acá no la cuidó.—¿Por qué en esta parte del jardín hay tanta tierra? —dijo Javier.

Los tres detuvieron el ir y venir, se quedaron mirándo-los. Teresa agarró la mano de Javier con más fuerza.—No saltés que te podés caer. Acá antes había un árbol que plantó el hermano de Federico cuando era chico, te-nía más o menos tu edad.—¿El qué se murió?—¿Cómo sabés eso, vos?—No sé, no me acuerdo.

Federico dejó las jaulas y las plantas sobre un pedazo de pasto. El canto de los pájaros era muy claro y se unía a otros que llegaban de muy cerca. Decidieron bajarse del montículo. Javier dio un salto sin soltar la mano de Teresa, y ella se inquietó ante la falta de coordinación. La taquicardia se desvaneció en segundos.

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—No hay ningún perro. Hola, hola. Se escucha fea mi voz, como en una película de terror.—Vamos.—Suena igual que en el salón del club, donde hago gim-nasia por la escuela. ¿Por qué es?—Porque faltan cosas o falta todo. En unos días ya vas a ver cómo cambia. —¿Tenés caramelos? Parece que en los bolsillos tenés.

Teresa metió la mano en el bolsillo y apretó el pasti-llero.—No, son las llaves. No como caramelos pero más tarde vamos a comprar.

Javier se quedó mirando el bolsillo y esperó a que Te-resa sacara la mano. Levantó un pedazo de madera del suelo y corrió dando brincos.

Se unió a Liliana y Federico que estaban apoyados en el juego de jardín. A Teresa le pareció que el asador tira-do, quebrado en partes, volvía horrible a la casa otra vez, la arruinaba. Creyó imposible volver a repararla, acercarla a su estado original. Se acercó y miró las fisuras que te-nían las paredes de cemento derribadas. No era posible que sus ramas hubieran desaparecido. Comenzó a reco-rrer el terreno por los bordes como si calculara medidas. Miraba la altura de las tapias que los separaban de los vecinos. Fijaba la atención en algo y volvía a Liliana y a Federico para saber si la observaban, y después continua-

Aparecieron del pasillo Federico y Liliana. Levantaron con cuidado las plantas que quedaban.—Ustedes dejen de joder cerca de ese montículo que se pueden caer. Vamos al patio —dijo Federico. —Hay unos perros hermosos, ya los vas a ver —dijo Tere-sa agarrando la mano de Javier.

El pasillo le pareció tan ancho que por un instante Tere-sa se preguntó qué se podía poner para decorarlo. Salir de un departamento tan chico era suficiente para que de pronto todo le pareciera grande, tanto, que podía asemejarlo a enfrentarse con un campo desolado a un costado de la ruta. Esos que parecen imposibles de llenar, de lograr alguna manera de cubrir con algo ese vacío que propone su inmensidad. Javier caminaba a su lado y no dejaba de mirar el interior de la casa por las ventanas.—¡No tiene muebles! —gritó Javier. Pegó su cara a la reja, se agarraba de ella con las dos manos.—Vamos a traer los del departamento para acá —dijo Te-resa.—Hola, hola, ah, ah, ah, uh, uh, uh —gritó Javier. Se dio vuelta para mirar a Teresa.—No hagás eso, vas a molestar a los perros.

Javier miró el interior otra vez, a un costado y después al otro.

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ba sacarla. Javier imitó a Teresa dándole patadas a otra rama. En unos de los intentos cayó y se raspó una rodilla. Se levantó y continuó pateando sin dejar de mirar lo que hacía Teresa.—Ey, ey, ¿qué hacen? —gritó Federico.

Todos quedaron a un costado del barro. Liliana sacu-día la ropa de Javier y Federico agarraba la mano de Tere-sa, con la que hacía fuerza en la rama.—¿Vos sabés si son las ramas de Juan? —dijo Teresa.—¡Mamá!, en esta casa no queda nada de Juan.

Liliana alejó a Javier y lo llevó hasta las jaulas que esta-ban lejos. Se agacharon para mirar de cerca.

Emilio fumaba sin remera a la entrada del pasillo. La veía a Teresa avanzar hacia él. Federico, retrasado, la se-guía.—¿Vos clavaste las ramas de Juan? —dijo Teresa.—Dijiste que ibas a injertarlas para ver si conseguías otro árbol. Bueno, ahí está, hice el esfuerzo, removí la tierra y las planté.—Eso lo iba hacer yo. Yo no elegí ese lugar.—Siempre con problemas —dijo Emilio.—Te aviso. Vos que te la pasas diciendo que Federico no se parece a vos, ¿sabés lo que me dijo? Que en ésta casa no queda nada de Juan.—Mamá…—La puta que los re mil parió a los dos… No saben que él vivió acá con nosotros, que es parte de la familia. ¿Uste-

ba con otra cosa. En algunos sectores se agachaba para arrancar uno de los tantos tallos que se habían salvado del machete. Javier la seguía unos pasos por detrás.—La sigue a tu mamá —dijo Liliana.—No sé… Si está triste, loca, depresiva, o le falta hacer un tratamiento de sueño.—Y eso…—Recién hace dos noches que logramos que tome las pastillas para dormir. Creemos que ese es su problema. Liliana, casi no duerme. Desde hace mucho que se pasa las noches dando vueltas, de acá para allá con cosas de la casa. La solución es que duerma, mucho, todo el tiempo que quiera. El cansancio le trae malos pensamientos, la angustia.—Esto de la casa es algo nuevo, diferente, es mucho para ella —dijo Liliana.

Desde un costado Teresa miraba el gran cuadrado hu-medecido. El brillo del barro resaltaba sobre las raíces de los yuyos. Se agarró de una de las ramas clavadas en los vértices. No entendía que hacían allí. El choque áspero de la corteza en la palma de su mano le trajo un montón de preguntas.—¿Estás son las ramas del árbol de Juan? —dijo Teresa.

Javier miró sus labios y después con un salto cayó pa-rado sobre el barro. Teresa hacia fuerza en una rama con la intención de desprenderla del suelo. La movía de atrás para adelante y aunque parecía a punto de salir no logra-

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flores. Ubicó a las siete macetas separadas en distancias iguales. Las regaba con un vaso de plástico. Javier había ayudado con el traslado. Caminaba por todos los rinco-nes sin soltar una pequeña bolsa de papel madera de la que sacaba los caramelos que masticaba. Emilio había metido los pájaros dentro de la casa y no había vuelto a aparecer. Liliana levantaba la basura, poca, que aún conti-nuaba en el patio, y la metía en una bolsa. Federico hume-decía con un líquido azul uno de los sillones para aflojar la pintura descascarada. El cielo nublado ayudaba a que todos hicieran sus tareas sin el peso del calor.

El cansancio repentino de Teresa la detuvo. Cada vez que cerraba y apretaba los parpados parecía desvanecer-se. Los abría y todo volvía a afirmarse en el lugar donde se hallaba parada. ¿Hambre? ¿La presión? ¿Consecuen-cia del enojo? El sueño, propio del efecto de las pastillas, no solo aparecía antes o después de dormir sino también por un instante en algunos momentos del día. El sínto-ma relajante la aliviaba, sin saber de qué. Lo encontraba placentero como ninguna otra cosa que hacía durante el día. No dejaba de preguntarse si una vez que el cuerpo lo asimilara como rutina dejaría de cumplir su función, o cambiaría, dándole la ilusión de obtener un beneficio que ya no conseguía. Como con el amor, como con los recuerdos, como con las personas.—Dame un caramelo que me parece que no me siento bien —dijo Teresa.

des evitan nombrarlo o no se acuerdan de él? ¿O soy yo la única pelotuda que lo hace? ¿Piensan que de esa forma me ayudan en algo? Que duerma, que duerma, para us-tedes la solución es dormir. ¡Contesten!

Teresa metió la mano en el bolsillo.—Es por tu salud —dijo Emilio.—Acá tengo las pastillas de la felicidad, con la que uste-des, igual que los médicos, le dan solución a todo. Pasti-llas para esto, pastillas para lo otro —Sacudía el pastillero a la altura de su cabeza—. Por mi salud dejen que ponga las cosas donde quiero. Y para que se queden tranquilos voy a dormir toda la noche así piensan que estoy recupe-rada no sé de qué.

Javier se soltó de Liliana y corrió hasta ellos.—¿Son caramelos? —preguntó Javier.—No, ahora nos vamos a comprar —dijo Teresa.—Yo voy a ir —dijo Federico.

Emilio caminó hasta las ramas y tiró a un costado el cigarrillo. Movió las ramas como si revolviera en una gran olla y las sacaba sin gran esfuerzo. Quitó a todas, las jun-tó en una mano, y las lanzó encima de los escombros del asador.

La pared del fondo había sido elegida para apoyar las plantas con sus macetas. El sol llegaba hasta ahí también después del mediodía. A Teresa le parecía fundamental su luz para que crecieran fuertes, de otra forma podía ser perjudicial para el color de las hojas o el desarrollo de las

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patio. Teresa agarró de la mano a Javier y se acercaron a la mesa.—¿Los perros, Emilio? —dijo Teresa.

Javier miró los labios de Teresa y pegado a ella tam-bién esperó la respuesta.—Estaba limpiando las cenizas del jardín y pasó una ca-mioneta, y los perros salieron a ladrarle. Al rato volvieron a pasar. Los perros salieron ladrando de nuevo y yo tam-bién salí. En la caja iba un chico de unos catorce años. La camioneta paró y el chico abrió la compuerta, ellos no sabían qué hacer pero después subieron y se fueron mo-viendo la cola. Por eso voy a estar atento, no vaya a ser que estos quieran volver a meterse de nuevo en la casa.

—Sí. ¿Estás enferma? —dijo Javier.—No lo sé. Creo que no.—Comelo igual. ¿Por qué hay que poner tantas cosas adentro de una casa?—Si está vacío un lugar parece triste. Yo pongo acá las plantas, Emilio va a acomodar los pájaros, Federico va traer cosas de su departamento. Cuando gritaste por la ventana adentro de la casa tuviste miedo, dijiste que era como en el club.—No tuve miedo.—¿El salón vacío de tu club no te pone triste?—A veces sí pero corro y no me choco con nada. —Si las calles no tuvieran árboles, autos, casas, todo se-ría muy feo. Los objetos son para adornar, para ocultar, que no haya vacío. De esa manera todo parece lindo, nos sentimos un poco mejor.

A Javier se le cayó un caramelo sin el papel. Lo levan-tó, lo sopló, y después de mirarlo se lo tragó.—¿Dónde están los perros hermosos? Quiero jugar con alguno.

Emilio salió al patio con la mesa plegable. Después le puso encima una bolsa con facturas, el mate, y unos sa-quitos de té. Federico trajo las sillas. Los murmullos y las carcajadas de la conversación se escuchaban en todo el

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La noche llegó con un frío húmedo. Todos estaban en la sala. Las lámparas nuevas, que Emilio puso la noche anterior, iluminaban tres veces con más potencia que las anteriores y en otro tono. Quedaba más en evidencia no solo la suciedad en las paredes sino también la opacidad de los pisos. Las manchas llegaban hasta el borde del te-cho, y el techo tenía marcado las huellas de una pelota. Emilio había salido de bañarse con agua fría y terminaba de secarse el pelo. Liliana y Federico estaban sentados en el piso, habían lijado las paredes de la cocina y no le que-daban ganas ni de hablar. En medio del trabajo, Federico buscó tocarla cada vez que pudo, provocando en ella pe-queñas saltos en los que siempre terminaba observando a su alrededor por temor a que alguien pudiera haberlos visto. Javier se entretenía mirando video en el teléfono de Liliana, cuando se cansaba iba hasta ella para pedirle

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cuello. Era insoportable, tanto, que por momentos tenía dificultad para respirar. La sensación que los pulmones sufrían una especie de contracción la obligó a meter la mano en el bolsillo y con habilidad abrir el pastillero. Tra-gó una pastilla, con la certeza de que no curaban nada pero al menos volvería el sueño para ausentarla. La fiso-nomía de la oscuridad cambió. Se abrió la puerta de su casa y dejó pasar la luz del interior. Podía distinguir con claridad la silueta de Federico y Emilio ubicados en en-frente de ella a la misma altura. No tardaron en acercar-se. En cada paso que daban ella lo agradecía en silencio. Teresa no podía despegar los zapatos del mosaico de la vereda. Se quitó el saco y lo de dejó colgando en uno de sus brazos. Ellos se apresuraron con temor a que quizás continuara sacándose más ropa.

Ninguno se atrevió a imitar a Emilio y bañarse con agua fría. Él se enorgullecía de poder hacerlo, de estar por enci-ma de los demás. Sus comentarios afirmaban que la for-taleza del cuerpo se la transmitía al espíritu y no al revés. Los soldados eran un ejemplo de eso, afirmaba. Teresa, que conocía ese discurso repetido y al que odiaba, se fue de su lado para distribuir los cochones para dormir. Li-liana calentaba agua para bañar a Javier. Ella y Federico también lo harían de esa manera.

que se lo cambiara. Teresa tenía abierta de par en par la puerta que daba a la calle. Ubicada debajo de la galería a oscuras, allí no había ninguna lámpara, vigilaba el mon-tículo de tierra, los autos de Liliana y Emilio, y después pasaba a observar la calle amarillenta por la luz de los focos. Una y otra vez en ese orden. Mientras lo hacía no dejaba de agitar el pastillero en su bolsillo. El sonido que hacía era lo único que escuchaba junto a algún motor o frenada que sonaba ocasionalmente a lo lejos. Cuando estiró el brazo para cerrar con un golpe la puerta desper-tó la atención de todos menos de Javier que continuaba encerrado en la música de los auriculares.

Se levantó el cuello del saco, apoyó los brazos sobre su pecho, y caminó hasta la vereda. Las casas vecinas tenían encendidas las luces en sus jardines. Cruzó a la vereda de enfrente y miró su casa tragada por la oscuridad. La luz a través de las cortinas insinuaba un signo de vida. Fal-taba poco para las diez de la noche. De inmediato sintió la necesidad de volver a ver a los perros. La ilusión que pasarían de nuevo sobre la camioneta, la hizo quedarse quieta, estar atenta en la dirección que llegaban los au-tos con el fin de encontrarse con la sorpresa. La molestia por esperar a ver su casa más iluminada, por esperar la aparición de los perros, lentamente la comenzaba a sufrir en el cuerpo. En una incomodidad que no podía precisar en dónde nacía. Podía ser en el estomago pero en otro momento se trasladaba a la espalda y de ahí se corría al

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Teresa estaba de espaldas. Aunque le molestaba que un pájaro estuviera en una jaula lo que realmente le pa-recía una crueldad extrema era la de taparlos con algo. La sensación de presenciar algo horroroso cada noche no podía evitar aludir a quien lo provocaba, Emilio. Esa fun-da en la jaula era la misma que podía llevar una persona sobre la cabeza en un secuestro o la que envolvía un ca-dáver. Sofocante. No asemejaba eso a la naturalidad de un hogar ni a los posibles beneficios sobre un ave.—¿Por qué tiene eso encima? —dijo Javier.—Para que no tengan luz sino no duermen —dijo Emilio.—Cuando todos vayamos a dormir y apaguen la luz, ¿se las sacás?—No. Descansan mejor así.—¿No se sienten mal? —dijo Javier.—Claro que sufren —dijo Teresa.—Basta de tantas preguntas. A dormir —dijo Liliana.

Teresa explicó a quién le correspondía cada colchón.El viento se hizo presente levantando las cortinas por

las ventanas entreabiertas. Javier acostado en su colchón miraba las aureolas oscuras que manchaban el piso. Sacó el brazo de la frazada y bajó la mano hasta tocar un mo-saico. Usaba el dedo índice para recorrer una mancha que le parecía una nube. Sintió frío. Lo asustó el golpe de una ventana y después el de todas las demás. Emilio las cerraba haciendo mucha fuerza. Llegó muy cerca de Javier a confirmar que la puerta estuviera con llave. La

Cansada, arrastraba los colchones. En su habitación de siempre dejó uno para Emilio, en la de los chicos dejó otro para que Federico se acomodara con Liliana. En la sala, a un costado de la puerta, donde se echaban los pe-rros, puso un colchón para ella y otro para Javier.

Las pizzas llegaron con retraso. Las comieron en si-lencio haciendo una ronda. Después el café asentó el cansancio de todos. Teresa simulaba que también lo es-taba pero en realidad ese pozo de sueño por el que ha-bía pasado desapareció y volvió a estar reanimada. No entendía como podía resistirse a las pastillas, o no eran para dormir o necesitaba que fuesen más potentes. En un descuido, cuando nadie la miraba, sacó una del bolsillo y la tragó con un último sorbo de café.—¿Y, les dio sueño el agua que se tiraron? Se lavaron como los caballos —dijo Emilio.—Sí —dijo Liliana y sonrió.—Estamos limpios igual que vos… —dijo Federico.—¿Cómo se lavan los caballos? —dijo Javier.—Nada, él quiere decir que no fue bajo la lluvia —dijo Federico.

Javier corrió y se tiró al piso, debajo de una de las ven-tanas, para quedar a un costado de las jaulas. Estaban cu-biertas con una tela negra y él trataba de mirar el interior desde abajo.—¡No te tirés al piso! —dijo Liliana.—Dejalos que duerman —dijo Emilio.

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posible. Igual sabía que no era indispensable no hacer ruido, Federico y Emilio no se despertaban con nada. Es más, todo lo que le recriminaban de lo que hacía a esa hora era porque Teresa se los contaba. Ninguno había presenciado nada durante la madrugada. Las pastillas le parecían una forma cómoda de controlarla al no poder mantenerse despiertos para vigilarla.

Abrió los ojos de repente, sin el calambre del cansan-cio en los parpados, y descubrió la oscuridad, atenuada por un brillo que entraba desde afuera por las cortinas. Volvió a cerrarlos, segura de que era la madrugada y de que todos dormían. Se puso boca arriba y un rato largo descansó la espalda en esa posición. Mantenía la precau-ción de no volver a dormirse. Solo a la cabeza la sentía adormecida. Se pasaba la mano por el cabello y se refre-gaba los ojos. La brisa que entraba por debajo de la puer-ta con la fuerza de un soplido colaboraba en el intento por buscar despejarse.

En otro momento no hubiera sido necesario tanto es-fuerzo. No estaría acostada a esa hora como lo estaba. Juan la mantenía despierta escuchando las historias fa-miliares, las conjeturas, los secretos que revelaba de los que ya no estaban. Teresa nunca pudo decirle en lo que Emilio había participado por unos meses.

Juan sospechaba que de alguna manera él se relacio-naba con delincuentes. No llegó a decirle a Teresa que Emilio había pedido también de su ayuda. La cantidad de

encontró abierta. Sacó su llave del bolsillo de la camisa y la cerró. La dejó puesta en la cerradura.

Se agachó y agarró la mano de Javier. Volvió a metér-sela debajo de la frazada. Desde lejos Teresa lo observa-ba con atención. Liliana apretó el brazo de Federico para mostrarle lo que hacía Emilio. Él acarició el pelo de Javier y se lo sacó de la frente.—Está atento. Yo voy a cuidar la parte de atrás, vos cuidá que no entre nadie por esta puerta. Ahí donde estás vos, antes estuvieron los perros. No vuelvas a hablar.

Javier miraba a Emilio alejarse. Los pasos dejaban al descubierto las suelas cuadriculadas de las zapatillas. De pronto se sentó en el colchón.—¿Las cortinas de las ventanas son cómo las telas de las jaulas? ¿Sirven para qué podamos dormir en lo oscuro? —dijo Javier.

El ronquido pausado de Emilio retumbaba por toda la casa. El colchón de Teresa estaba pegado al de Javier. Dormía destapado, boca arriba, con las rodillas flexiona-das. Somnolienta escuchó una moto pasar por la calle. El placer que alcanzaba por el sueño de las pastillas volvía a hundirla en lo más profundo. Establecía una pequeña lu-cha por despertar imposible de describir. Necesitaba ave-riguar la hora. Levantarse para colaborar con la limpieza, donde pudiera hacerla sin ayuda, con el mayor silencio

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de alguien. Seguro que el de Juan, el más improlijo hasta para dormir. Federico era obediente y parecía trasladarlo al cuerpo durante el descanso. Mantenía la posición en la que dormía durante gran parte de la noche.

La oscuridad le parecía cada vez más clara. Se quedó quieta mirando el vacío de la sala. Volvía una y otra vez a la abertura de las ventanas y a su brillante luminosidad que traspasaba las cortinas. Una expectativa repentina la inmovilizó, como si estuviera avisada que aparecería, era tanta que se transformaba en miedo. El ronquido de Emilio marcaba el tiempo que llevaba parada. ¿Quién ha-bía estado durmiendo a su lado? ¿Ya había aparecido y nada más descansaba? Pensó. Se refregó los ojos pero no pudo aclarar más nada de su alrededor. Se acercó a Javier y cuando lo apuntó con la luz de su teléfono el anhelo por volver a verlo se deshizo.

Las ganas por moverse aparecieron de nuevo. Cami-nó hasta el pasillo, que llevaba a las habitaciones, inten-tando no arrastrar los pies y evitando hacer ruido. Emilio dormía en posición fetal, sin taparse con nada, recibien-do el frío que entraba por la ventana. Podía reconocerlo a la perfección. Él, el colchón, y su reloj despertador sobre el piso en medio de la nada. De cerca el golpe de las agu-jas aturdía. La puerta de la habitación de los chicos sonó cuando la abrió. Quedó quieta cuando no encontró ni un vestigio de luz que le hiciera adivinar cómo se encon-traban. Encendió la luz por instinto, con la urgencia de

papeles llenos de información que cortó con una tijera durante las siestas en las que Teresa dormía. Los nom-bres, los apellidos, las direcciones, la ultima ubicación. Algunos datos estaban cifrados con iniciales en mayús-cula. Los descartaba metiéndolos en un bolso que vacia-ba desde el medio de un puente a oscuras. Todo el papel picado debía caer al agua. Nadie lo detuvo nunca en nin-gún control. Eso le hizo dudar que el arreglo se extendie-ra a muchas personas y que lo que hacía no era otra cosa que un bautismo de fuego para cosas mayores. Cobró un sueldo por su trabajo durante los dos primeros meses. Al tercero le faltó dos semanas para completarlo cuando chocó con el auto.

Se sentó a la orilla del colchón. Creyó entender porque Javier repetía, antes de dormirse, que estaba incomodo. Que las piernas no le colgaran, como desde una cama, también la incomodaba. Se retorció para ponerse el pan-talón. Estiró las piernas y con los pies acercó las zapatillas. Un dolor arriba de la cintura la obligó a acostarse de nue-vo por unos segundos. Después se puso de rodillas sobre el colchón para darse envión y lograr pararse. Durante un rato se quedó mirando a Javier y la vista le permitía reconocer mucha más claridad sobre las cosas. Corrigió su posición y lo tapó. Quiso recordar cuándo fue la úl-tima vez que había custodiado de esa manera el sueño

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Quiso saber la hora pero tenía miedo a perder el equi-librio por buscar el teléfono para averiguarlo. Se miró la mano para saber si aún agarraba las ramas. Estaba en-tumecida con la posición de una garra. Quedaban solo dos ramas. Se molestó pero sabía que no era importante, quizás tantas había sido una exageración, con una alcan-zaba. Cuando tiró una a un costado descubrió que las veredas de tierra, con algunas baldosas desprolijas, no tenían marcado el cordón y se unían a la calle por una pendiente. ¿Era la ruta, o la avenida de un barrio pobre? ¿Había llegado hasta ahí solo parpadeando? Se sentó en una verja, cerró los ojos, y paró la rama entre sus piernas donde apoyó las manos como si fuese un bastón. Miró por donde había venido y después por donde debería continuar. ¿Quién podía tener miedo en la madrugada? “No hay nada”, pensó. Los únicos autos que pasaron en direcciones opuestas lo hicieron a mucha velocidad. “La ruta de Juancito”, se dijo. Antes de volver a iniciar la mar-cha observó lo bonita que lucía. Bien iluminada, resaltaba el color amarillo, brillante, de las líneas que separaban las sendas de los autos. No había posibilidad que ese lugar inmenso y vacío concentrara algún peligro. “Acá también habría que poner adornos para disimular tanto espacio de sobra”, afirmó. No veía ningún auto acercarse. Cruzó parpadeando y se detuvo a la mitad. Caminaba sobre una línea atendiendo la oscuridad de un lado y del otro. El instante en el que cerró los ojos escuchó una voz. La rozó

salvarlos de un peligro. Federico dormía de costado con las piernas por fuera del colchón. Liliana estaba boca arri-ba, ocupando la mayor parte, con el torso desnudo, de entre las sabanas se le escapaba un pecho. Apagó la luz y la vergüenza la detuvo. Escuchó la voz de Liliana nombrar a Federico y pedirle que no volviera a encender la luz, que iba a despertar a todos.

No fue necesario que usara su llave, Emilio había olvi-dado la suya en la cerradura. Antes de cerrar con cuidado la puerta un viento repentino se embolsó en la galería y la sacudió. La somnolencia permanecía, ahora más acen-tuada por el aire frío que la golpeaba en la cara y la obli-gaba a cerrar los ojos, con el riesgo de que perdiera esta-bilidad y que el sueño regresara en cualquier momento para tumbarla.

Las luces potentes la reanimaron y las cuatro ramas en su mano la raspaban. Era difícil llevarlas juntas porque eran anchas. Las cortezas parecían lastimadas en varias partes y se preguntaba si eso impediría que fueran útiles para volver a darle vitalidad a un nuevo árbol.

Necesitaba fuerza para mantener el paso firme con el pantalón pegado a sus muslos y flameando por detrás de las pantorrillas. No recordaba en qué momento había avanzado por algunos tramos. Abría los ojos y de las ca-lles angostas con mala iluminación pasó a encontrarse en una ancha avenida. ¿Estoy en la ruta?, se preguntó. Los locales en ambas veredas tenían sus carteles apagados.

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una ráfaga de aire por el avance de un auto, a un costado, que se alejó por su espalda. “Otra vez no, está no es, no estaba tan linda”, pensó. Avergonzada, se corrió tres pa-sos de la línea como si de repente le hubieran quemado los pies.

Al golpe lo sintió como un cimbrón. Toda la espalda tocaba el pavimento. Las manos abiertas con las palmas al cielo y los dedos levemente cerrados. Un líquido tibio las unía al suelo. Libres de la obligación de sostener. Esta-ba segura que había cumplido con plantar a una parte de Juan, sino continuaría con la rama. ¿Qué otra cosa podría haber sucedido?, la pregunta se le repetía una y otra vez. La serenidad en su interior enfrentaba los ruidos ocasio-nados por las puertas de los autos que se cerraban, los bocinazos que apuraban, y las luces que coloreaban la os-curidad de sus parpados cerrados. El viento continuaba, lo sentía frío sobre la nuca y lograba que su pelo serpen-teara en el piso. Las voces eran gritos, quejas, lamentos. Abrió muy poco los ojos, por un instante, con dificultad. No había brillo. Las cosas estaban definidas por lo opaco, pero no le impedía ver en lo alto las copas de dos árboles chocarse en la altura, por arriba de los focos que ilumina-ban la calle, y sus ramas balancearse como una manera de unirse pero también de protegerse.

En esta edición, fue empleada la fuente Reforma 1918

(diseñada por la fundidora digital cordobesa PampaType para la unc).

Se terminó de imprimir en Editorial Copiar

en papel Bookcel 80 grs. con un tiraje de 100 ejemplares.

Ciudad de Córdoba, Argentina, marzo de 2019.

La rúbrica de Luis José de Tejeda, primer poeta argentino,

y el uso de la tipografía local, creada en celebración

del Centenario de la Reforma Universitaria,

reafirman la vocación de este premio de resaltar

la proyección de la cultura cordobesa a través de las letras.

OBJETOS PARA OCULTAR EL VACÍO

Ariel César Guzmán

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el C

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ío

Una familia se reúne para volver a su casa. Reconstruirla pondrá en evidencia no sólo el paso del tiempo de sus integrantes sino también la ausencia de uno de ellos. Deberán enfrentar a la memoria, con sus senderos y laberintos, que pondrá en la superficie, y a la deriva, los frágiles lazos de las relaciones afectivas. El choque natural en el intento por darle una nueva vitalidad a ese hogar dejará al descubierto las disputas que se han mantenido ocultas pero latentes. La perspectiva de los lugares y el retroceso a un pasado, donde podemos encontrar rastros de un momento de la vida política del país, colocará a cada uno en el lugar de afirmar o abandonar lo que por tanto tiempo los ha mantenido unidos.

ISBN 978-987-9129-73-9

segundopremio

premio municipal de literatura

“luis josé de tejeda” novela corta

2018

Ariel Guzmán nació en la ciudad de Córdoba en 1975. Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Córdoba. Algunos de sus cuentos fueron publicados en medios gráficos y virtuales de su cuidad y el país. En 2016, su novela Casas de Naipes (aún inédita) fue finalista del Premio Literario Provincia de Córdoba. Participó en la antología de escritores cordobeses Esperando el 601 (Postales Japonesas, 2017). Autor del libro de cuentos Paseo de Sombras (Postales Japonesas, 2017). Coordina talleres de escritura.

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