Sebastián. instructivo para no llorar

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Sebastián. (tratamiento 1.2) por José Alberto Juárez. A Sebastián, cuando era niño, le enseñaron que los hombres no lloran. Y lo aprendió muy bien. De hecho lo aprendió mucho antes incluso de nacer. De una manera casi atávica y desde el vientre de su madre, Sebastián sabía reprimir a la perfección ese molesto y demostrativo acto de debilidad (esa era la definición que su padre tenía del llanto). Alguna vez, durante el embarazo de su madre, su padre estalló en furia al encontrar a la sensible mujer, llorando desconsolada y sin motivo alguno, propinándole la más amplia diversidad de insultos y agresiones, lo que asustó de sobre manera a Sebastián, que apenas era algo menos que una semilla. El pequeño se llenó de un deseo insaciable de proteger y consolar a su madre. Ante la frustración de no poder lograrlo, desde ese día y aún en el universo alterno que es el vientre femenino, acompasado por el latir del corazón asustado de la mujer, Sebastián se prometió a sí mismo que en esta vida que estaba comenzando, no lloraría jamás. Y lo cumplió. Al nacer, cambió el típico y reiterado llanto, por una sonora y deslumbrante carcajada, lo que hizo que la anciana partera que lo recibía y juraba haberlo visto todo, se retirara del negocio. No lloró cuando su madre lo dejó por primera vez en la escuela, ni cuando corriendo, tropezó cayendo entre las piedras y una gran gota escarlata manchó su tierna y blanca rodilla; no lloró ni siquiera cuando el malvado dentista le extrajo sus primeros dientes, ni cuando las pesadillas que amenazaban su tremenda imaginación infantil le acechaban de noche. Ni siquiera lloró cuando su padre amenazó con golpear a su madre y él, a sus cuatro años de edad, la cubrió con su menudo y pequeño cuerpo desatando la furia del padre y siendo el pequeño Sebastián quien recibiera tremenda paliza. No, incluso ahí, en cama y bajo los cuidados de su madre quien, deprimida lloraba todas las horas del día, Sebastián no lloró. Debido a esta cualidad, fue coronado por sus pocos… bueno, más bien, por su único amigo del barrio como el niño más valiente, y por ello, Sebastián era el encargado de recoger los balones cuando estos volaban y caían en el jardín de la histérica vecina o de espantar a los perros callejeros que acechaban los pescados recién llegados al puesto de mariscos que su madre tenía en el mercado del barrio. Incluso, desde niño, se convirtió en el cargador oficial del negocio; aprendió desde los cinco años el oficio de descamar pescados y con singular habilidad descamaba y destripaba las mojarras y los huachinangos más grandes, duros y congelados que ni el más rudo de los pescadores se atrevía a tocar. Y su voluntad era inquebrantable, no lloraría ni ante el dolor cortante del pescado congelado, ni ante el filo del cuchillo que entre escamas y escamas, descarnaba y cortaba de repente sus pequeñas y delgadas manos blancas, ni ante el aceite hirviendo que salpicaba al ayudar a su madre a freír el pescado. Sin embargo, Sebastián estaba muy lejos de sentirse valiente o fuerte. Por el contrario, Sebastián se sentía atrapado en un mundo donde desconocía todo y a todos, donde no se sentía parte, un mundo donde lo que todos llamaban lógica parecía estar del revés. Pero lo que más extraño le parecía de este mundo, eran justamente los humanos, esos seres estresados y tristes que deambulan por la ciudad, que se mezclan, casan y juntan entre ellos para sentirse menos infelices y que terminan sintiéndose más solos, intimidando con gente que creen conocer y que al final del día, ni quieren, ni conocen, ni resultan pareja ni compañía, sólo extraños que duermen y despiertan juntos sin lograr saciar nadie, nunca, su sensación de vacío y soledad. Esa raza tan extraña que se transporta como zombi entre los túneles naranjas del metro, perdida entre las entrañas de la ciudad, andando solos

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Cuento original de Alberto Juárez. Copyright © ®

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Sebastián. (tratamiento 1.2)

por José Alberto Juárez.

A Sebastián, cuando era niño, le enseñaron que los hombres no lloran. Y lo aprendió muy bien. De hecho lo aprendió mucho antes incluso de nacer. De una manera casi atávica y desde el vientre de su madre, Sebastián sabía reprimir a la perfección ese molesto y demostrativo acto de debilidad (esa era la definición que su padre tenía del llanto). Alguna vez, durante el embarazo de su madre, su padre estalló en furia al encontrar a la sensible mujer, llorando desconsolada y sin motivo alguno, propinándole la más amplia diversidad de insultos y agresiones, lo que asustó de sobre manera a Sebastián, que apenas era algo menos que una semilla. El pequeño se llenó de un deseo insaciable de proteger y consolar a su madre. Ante la frustración de no poder lograrlo, desde ese día y aún en el universo alterno que es el vientre femenino, acompasado por el latir del corazón asustado de la mujer, Sebastián se prometió a sí mismo que en esta vida que estaba comenzando, no lloraría jamás.

Y lo cumplió. Al nacer, cambió el típico y reiterado llanto, por una sonora y deslumbrante carcajada, lo que hizo que la anciana partera que lo recibía y juraba haberlo visto todo, se retirara del negocio. No lloró cuando su madre lo dejó por primera vez en la escuela, ni cuando corriendo, tropezó cayendo entre las piedras y una gran gota escarlata manchó su tierna y blanca rodilla; no lloró ni siquiera cuando el malvado dentista le extrajo sus primeros dientes, ni cuando las pesadillas que amenazaban su tremenda imaginación infantil le acechaban de noche. Ni siquiera lloró cuando su padre amenazó con golpear a su madre y él, a sus cuatro años de edad, la cubrió con su menudo y pequeño cuerpo desatando la furia del padre y siendo el pequeño Sebastián quien recibiera tremenda paliza. No, incluso ahí, en cama y bajo los cuidados de su madre quien, deprimida lloraba todas las horas del día, Sebastián no lloró.

Debido a esta cualidad, fue coronado por sus pocos… bueno, más bien, por su único amigo del barrio como el niño más valiente, y por ello, Sebastián era el encargado de recoger los balones cuando estos volaban y caían en el jardín de la histérica vecina o de espantar a los perros callejeros que acechaban los pescados recién llegados al puesto de mariscos que su madre tenía en el mercado del barrio. Incluso, desde niño, se convirtió en el cargador oficial del negocio; aprendió desde los cinco años el oficio de descamar pescados y con singular habilidad descamaba y destripaba las mojarras y los huachinangos más grandes, duros y congelados que ni el más rudo de los pescadores se atrevía a tocar.

Y su voluntad era inquebrantable, no lloraría ni ante el dolor cortante del pescado congelado, ni ante el filo del cuchillo que entre escamas y escamas, descarnaba y cortaba de repente sus pequeñas y delgadas manos blancas, ni ante el aceite hirviendo que salpicaba al ayudar a su madre a freír el pescado.

Sin embargo, Sebastián estaba muy lejos de sentirse valiente o fuerte. Por el contrario, Sebastián se sentía atrapado en un mundo donde desconocía todo y a todos, donde no se sentía parte, un mundo donde lo que todos llamaban lógica parecía estar del revés. Pero lo que más extraño le parecía de este mundo, eran justamente los humanos, esos seres estresados y tristes que deambulan por la ciudad, que se mezclan, casan y juntan entre ellos para sentirse menos infelices y que terminan sintiéndose más solos, intimidando con gente que creen conocer y que al final del día, ni quieren, ni conocen, ni resultan pareja ni compañía, sólo extraños que duermen y despiertan juntos sin lograr saciar nadie, nunca, su sensación de vacío y soledad. Esa raza tan extraña que se transporta como zombi entre los túneles naranjas del metro, perdida entre las entrañas de la ciudad, andando solos

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entre multitudes. Ellos era a veces a quienes menos entendía, y de vez en cuando, a Sebastián le daba algo de vergüenza pertenecer a esa tal raza humana.

Por ello, Sebastián decidió un buen día, ya entrado en su adolescencia, que no quería ser como ellos, se miró a sí mismo y descubrió que él quería ser mucho más, mucho más que un ente que deambula, viviendo sin vivir en esta ciudad caótica y laberíntica. Él quería encontrar el verdadero sentido de un ser humano, de ser un hombre.

En una ocasión, deambulando por el mercado entró en un puesto donde se remataban cosas viejas de todo tipo; el puesto era de un hombre adicto a acumular cosas, usarlas, descomponerlas y luego venderlas. Sebastián hurgó entre la ropa usada, los zapatos rotos y los relojes inservibles. No sabía aún porqué pero tenía un sentimiento que le oprimía el pecho y lo obligaba a buscar en ese lugar que, más que un puesto parecía un basurero. El hombre del puesto era alto y delgado, con marcas y cicatrices en el cuerpo y era bastante desagradable, aunque siempre se manejaba con una sonrisa falsa. Hablaba entremezclando idiomas que el joven Sebastián no entendía y siempre estaba quejándose de todo lo que pasaba en la vida y de las cosas inservibles que le llegaban para luego tenerlas que vender. Sebastián hurgó entre los vejestorios y al fondo de una caja llena de fierros que era evidente que alguna vez fueron relojes o juguetes hermosos, vio una vieja polaroid que llamó inmediatamente su atención. Sebastián tomó la cámara como si reconociera algo de él en ella.

-¿Aún funciona?-

-oui, oui- le replicó secamente el hombre.

-¿A cómo?-

- Dame un Sorjuana- replicó el hombre después de pensar y mirar cómo el joven miraba la cámara.

Sebastián no tenía dinero, incluso las propinas que la gente le dejaba en el puesto las ponía en la caja con las ganancias del día. Resignado miró una vez más la cámara y miró a través de ella. La mirilla le daba otra vista de ese mundo que desconocía tanto y la cámara le brindaba cierta protección. Nunca en su vida Sebastián había deseado algo como en ese momento. Sin buscarlo, había encontrado el medio necesario para documentar su exploración sobre la conducta humana. Tocó la cámara, la sintió pesada, con su cuerpo que alguna vez fue blanco y ahora estaba amarillento por el abrazo del tiempo, la mirilla larga y negra como la boca de un fusil…

- ¿Te la vas a llevar o no?- le interrumpió bruscamente el hombre – si no, deja de tocar mis cosas y vete de aquí.

Sebastián negó con la cabeza. Devolvió la cámara al fondo de la caja, ocultándola para que nadie la viera y se la llevara y volvió corriendo al puesto. Era una tontería… Sebastián no sabía nada de fotografía, ni siquiera sabía cómo usar la cámara, pero sabía que la quería y no como un simple capricho, sabía que esa cámara le pertenecía y él le pertenecía a la cámara, a través de ella iba a conocer mejor el mundo, registrarlo y a su vez, él la salvaría de convertirse un fierro más en la colección de aquel hombre.

Diario, iba Sebastián al puesto a comprobar que su cámara estuviera aún ahí… y así era. A pesar de que en ese momento le pertenecía a aquel desagradable ser que comenzaba a hartarse de verle diario ahí y no comprar nada, Sebastián sabía que el día en que tuviera la Polaroid en sus manos estaba muy cerca. Tres semanas tardó en juntar sus propinas, levantarse más temprano para ayudar a los cargadores del mercado y juntar la cantidad. Cuando llegó victorioso a hacer la compra, el hombre

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contó la cantidad, se rió maliciosamente y le dijo - olvídalo, ya no está en venta. Sebastián sintió que las vísceras se le enredaron y que un profundo calor le invadía el cuerpo lleno de coraje. El joven pidió una explicación, pero a cada pregunta el hombre sólo respondía: porque es mía.

Sebastián se quedó ahí, pasmado e inmóvil, lleno de coraje y sin entender el egoísmo de aquel ser. Miró detenidamente el puesto; daba lástima ver aquella inmensa colección de vejestorios descompuestos, respirar ese aire ahogado de un esplendido ayer. Aquel miserable, no tenía más nada. No había rastro de una vida, ni una fotografía, algún disco favorito… nada. Se percató del miserable pan con chile que comía y sintió asco y lástima.

Puede que Sebastián creyera que no conocía mucho a los humanos… pero era un gran observador y los conocía más de lo que él mismo creía. Cuando Sebastián atendía el puesto de su madre, observaba a los clientes comer. Contra todo lo que se pueda decir, comer es el momento más vulnerable del ser humano. Es el momento en que rinde sus fuerzas y baja la guardia para alimentar al cuerpo desvalido, cansado y hambriento. Es quizás el único momento en que ellos están en paz consigo mismos. Y si algo había aprendido Sebastián de su madre, era ese glorioso y legendario sazón que la caracterizaba. Ese mismo sazón en la comida que había enloquecido a su padre y con el que las mil veces que amenazaba con irse de la casa, lo hacía volver rendido y manso como un cordero.

Sebastián juntó todas sus fuerzas y acumuló el coraje, cuyo primer impulso era el de asesinar a aquel fantoche voluble y desadaptado. Apretó los puños con rabia y salió corriendo al puesto de su madre. Sin pensar siquiera qué hacía, sacó una jaiba enorme y la puso a cocer, puso camarones, pulpos, ostiones, almejas, verduras y especies y sazonó una sopa de mariscos única en su especie. El aroma inundó el mercado y los clientes que aún quedaban se acercaban hambrientos a buscar qué era ese suculento manjar. Cuando la gente intentaba abrir la pequeña puerta del puesto, Sebastián sólo respondía furioso: ¡Ya está cerrado!.

Terminó su manjar, lo puso en una cubeta y ante la mirada atónita y hambrienta de la gente, se dispuso a encaminarse al puesto del fantoche. Entró de nuevo a pesar de la resistencia del hombre y abrió su cubeta con la sopa; el aroma llenó el olfato de aquel hombre y, muerto de antojo, pero fiel a su orgullo indomable, sólo alcanzó a balbucear: no tengo hambre.

-La preparé para ti, acéptala. Es un regalo- le dijo tranquilamente el joven.

El hombre comenzó a comer desesperadamente y conforme degustaba aquella explosión de sabores, su corazón adolorido se iba ablandando. Cuando hubo terminado, el hombre comenzó a llorar agradecido… y toda esa noche el hombre platicó con Sebastián, contándole cómo comenzó a acumular objetos, siendo los primeros de aquel amor que le había abandonado. Sebastián sintió compasión, pero ninguna de las historias logró que él violara su promesa. No se le humedecieron ni un poco los ojos.

Cuando llegó el momento de partir, el hombre puso la cámara en las manos de Sebastián –tómala- le dijo- es tan bella que es mejor que la tengas antes que se vuelva un fierro viejo de mi colección.

Sebastián tomó agradecido la cámara y la abrazó contra su cuerpo. Ahora tenía por fin la cámara y además, había conservado sus ahorros y con ello, podría comprar la película que necesitaba para usarla. Sebastián la bautizó como “Poli” y desde aquel día, se convirtió en la única ventana al mundo de aquel joven. De alguna manera materializó su deseo de volverse transparente, invisible, un analista y testigo secreto del mundo y sus aberraciones, sus pasiones, sus deseos, sus luces celestes y sus demonios. Sebastián documentaba todo y la fotografía se volvió su lenguaje, sus

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palabras. Dicen por ahí que hay cosas que es mejor callarlas, como las verdades que matan, el amar a alguien en silencio, las promesas no cumplidas… pero Sebastián prefería decirlas de una manera contundente, pero sin violar la belleza del silencio. Por ello él aprendió a hablar en sus negativos, a amar a través de la luz filtrada del obturador, a testificar en cada una de las imágenes que eran tan contundentes como silenciosas.

Pero el mundo no perdona a aquellos que atestiguan sus secretos y pasiones. Desde la llegada de Poli, Sebastián tenía más conflictos con sus padres, desesperados por la incapacidad de su hijo de poder entablar relaciones con las demás personas. Las burlas y humillaciones en la escuela eran cada vez mayores. Ahora, no sólo soportaba que lo humillaran por el olor a cocina que se impregnaba en su uniforme, o que le llovieran balonazos por su falta de algún amigo o porque a pesar de los golpes, nunca había en su rostro el menor ápice de llanto… no, ahora también tenía que esconderse de aquellos que se dieron cuenta que había nombrado a su cámara como si fuera una persona. Millones de veces, había tenido que correr hasta su casa huyendo de las pandillas que se habían empeñado en robar sus fotografías y destrozar a su inseparable Poli. Pero a pesar de la rabia, del dolor y de la soledad a Sebastián le daba cierto gusto saber que él era diferente.

Su madre le había cuestionado severamente y en diversas ocasiones acerca de su aparente falta de conmoción o empatía con la gente. Sin embargo, no era que Sebastián no supiera sentir. El mundo está acostumbrado a las cabezas frías que imperan en cuerpos mediocres y templados o a sangres ardientes que consumen cuerpos débiles llevados por la pasión sanguínea; pero Sebastián era una rara combinación de una sangre ardiendo, de un corazón capaz de entregarse a las pasiones más intensas y una cabeza de un genio particular; inteligente sin ser calculadora, observador y analítico sin llegar a ser frío, sumado todo a una nobleza de alma como nunca ha existido. Cuando algo pasaba en el corazón de Sebastián, su sangre hervía convirtiéndolo en un caudal de sensaciones como ningún ser humano ha experimentado, pero su nobleza le cerraba los labios y su cabeza, le exigía templanza y respeto a su antigua promesa, promesa que ni siquiera él recordaba cómo se la había hecho.

En esos momentos en que su madre lo afrentaba, olvidando quizás su memorial juramento, deseaba saber qué se sentía llorar. Deseó saber porqué el llanto es el método de expresión de los humanos, deseó sentir, aunque fuera un momento, el calor de una lágrima resbalando por su mejilla. Intentó de todo, propinarse dolor, respirar el olor del chile tostado y rebanar las cebollas más picantes que conocía. Pero fue inútil, por más que se esforzaba no había nada que le detonara ese desconocido signo de debilidad.

Esta situación se volvió más grave cuando su padre, en uno de sus ya comunes ataques de histeria, se enfadó tanto con Sebastián que, furioso, tomó a Poli y cuando estaba a punto de arrojarla al suelo, intentó gritar, como siempre, cosas que el coraje lo llevaba a decir, pero que en realidad no sentía. Y justo ese día, el lenguaje se hartó de aquellos que lo usan sin respeto, de aquellos que no le honran en las palabras como lo que son: conjuros sagrados. Se hartó de aquellos que mal gastan letras y fonemas en jurar amor que no sienten, de los que mienten, de los falsos predicadores y los malos poetas… y el lenguaje, furioso, desquitó milenios de enojo con el padre de Sebastián, y cuando éste estaba por decir su acostumbrado rosario de ofensas, lejos de que su enorme boca emitiera algún sonido, la voz se le ahogó en la garganta provocándole una asfixia inmediata que lo llevó directamente a conocer a la muerte.

Parecía el momento ideal para conocer el llanto pero a pesar de ello, a pesar de mirar de frente el cuerpo vacío de ese hombre al que tanto temía y quería a la vez, morado e hinchado, sólo sintió dolor, pero nada de llanto. Sebastián sabía que su padre lo amaba, de alguna forma extraña, pero lo amaba; sabía que la exigencia, la dureza y su frustrado intento por volverlo un “chico normal”, eran

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de alguna manera una manifestación clara de su amor. A pesar de extrañar a su padre, de mirar a su madre ensimismada y absorta en los rezos, a pesar del dolor que ello le provocaba… no. Sebastián no podía llorar.

Durante el cortejo fúnebre, se limitó a mirar respetuoso, pero no dejó en ningún momento de registrar en fotografías todo aquello que le parecía extraño. ¿Porqué parecía un festejo el despedir a alguien? ¿Porqué nos causa dolor algo tan natural como la muerte?. Después de los ritos, su madre se encontraba colocando con duelo sobre un pequeño altar, la cajita en la que depositaron las cenizas de su padre. Sebastián, oculto entre el pasillo, disparó a Poli para capturar la hermosa imagen… pero por más escondido que estaba, el sonido del escandaloso obturador puso en aviso a su madre de que era la protagonista, nuevamente, de alguna fotografía de su hijo.

¡Sebastián! -Lo llamó molesta- no es momento de juegos. ¿Ya pensaste qué va a pasar con nosotros sin tu padre? ¡Ya no eres un niño! Ya eres el hombre de esta casa. No es posible que sigas con tus niñerías…

Jamás, Sebastián, en toda su vida, había visto a su madre quebrarse de tal manera y sin embargo, tuvo qué dejarla sola para pensar y asimilar lo que acababa de decirle: Eres el hombre de la casa

¿Qué era ser el hombre? ¿En qué radicaba aquello? Tales cuestiones ocuparon los siguientes días en la cabeza de Sebastián. Millones de veces había escuchado a su padre llamar “maricón” a Jacinto, un chiquillo endeble que trabajaba en el mercado y que lloraba a la menor burla que le hacían los cargadores y vendedores, lo que incrementaba las mofas de éstos. –Ya no seas chillón. Los hombres no lloran- le decía burlón su padre al flacucho niño cada que lo encontraba llorando entre los pasillos.

Los hombres no lloran. ¿Radicaba en el llanto ser o no ser hombre? Sebastián jamás había llorado en su vida y, si ser hombre estaba en llorar o no llorar, la lógica indicaba que él era el más hombre de todos los hombres en la historia. Pero no… a pesar de haber sido fiel siempre a su promesa, su madre aún le pedía convertirse en el hombre de la casa.

Una tarde, absorto entre estas dudas, se miró al espejo con estas cuestiones luchando en su cabeza… se quitó la ropa y se fotografió entero. Por primera vez esa extensión de sus propios ojos lo tomaba a él mismo como sujeto protagonista de las fotos, como sujeto digno de estudio. Una vez tomadas todas las fotografías, las miró detenidamente y por primera vez quizás, fue consciente de su propio cuerpo. Era, ciertamente, un joven muy hermoso, aunque nunca le había importado pensar en ello. Su piel blanca y perfecta contrastaba con su rizado cabello negro que caía alborotado en su cara; sus ojos, vírgenes de cualquier tipo de lágrima, eran enormes, profundos y transparentes, enmarcados por unas largas, abundantes y hermosas pestañas negras y unas tupidas y bien formadas cejas.

Ciertamente había algo en él que todavía guardaba la inocencia y alegría de la infancia, pero era evidente que había dejado de ser un niño. Desconocía, sin embargo, si aquella incipiente barba que apenas y lograba afeitar o el vello que había nuevo en su cuerpo lo convertía ya en un hombre. Se palpó el corazón y sintió un calor particular y una sensación de seguridad en ese canon de ritmos que retumbaban como tambores y le gritaban a toda voz que estaba vivo, que estaba vivo y era perfecto. Se miró en las fotografías las piernas, largas, blancas y sus pies, alargados, delgados y suaves a pesar del esfuerzo que el trabajo en el mercado le implicaba. Miró la fotografía que le mostraba sus manos, llenas de cicatrices de los cuchillos y los pescados. Eran sus manos, más que su estatura, el vello o el cambio de su voz lo que le revelaba que la infancia había terminado, pues entre cicatrices, esas manos cálidas contaban la historia de una vida de trabajo duro, una vida como la de tantos y a la vez como de ninguno. Cuando se volvió a mirar, quizás por primera vez, a fondo,

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en el espejo, se palpó su mejilla derecha, haciendo énfasis en su hermoso hoyuelo que se marcaba al sonreír y recordó que, un par de veces, había sonreído amablemente y había sido justamente este hoyuelo acompañando a su sonrisa, el que había provocado que algunas jovencitas se ruborizaran tiernamente.

Bajó su mano desde el cuello, pasando por el torso y se palpó el sexo, tratando de encontrar ahí la respuesta a la pregunta que le había estado robando el sueño. ¿Estaba en el sexo el ser hombre? ¿porqué su padre y el resto de los cargadores del mercado hacían tanto énfasis en esta parte del cuerpo, haciendo bromas y chistes al respecto? Sebastián palpó esta parte de su cuerpo sobre su ropa interior sin encontrar respuesta. Pero de algo estaba seguro… se negaba a creer que una cuestión tan importante para la gente se redujera a radicar en un determinado porcentaje de su cuerpo.

Incapaz de tranquilizarse, trató de encontrar fuera de sí las respuestas, decidió salir y fotografiar hombres de todo tipo y en diferentes situaciones. Por días, busco diferentes tipos de modelos masculinos; los padres, los hermanos, los niños, los violentos, los intelectuales… tratando de encontrar una respuesta a esa cuestión y cada que volvía a su casa, pegaba en su pared las fotografías que analizaba día con día. En algo tenía razón su padre… en todos los días que salió, jamás encontró a un solo hombre que llorara, al menos en un lugar público. Si bien, no estaba seguro de que el llanto implicara debilidad, sí sospechaba que era algo sumamente vergonzoso y tan poco viril que ninguno de sus sujetos estudiados se atrevía a hacerlo en público.

Pero hubo una tarde en que algo interrumpió su búsqueda. Mientras iba de regreso a su casa, en un vagón del metro, Sebastián miró a través de la ventana a una joven que llamó su atención. No había visto en su vida a ninguna mujer así. Parecía triste y lloraba sentada en el asiento verde limón, con su cabellera larga y abundante. Era lo más hermoso y a la vez triste que Sebastián hubiera visto en su vida. Disparó a poli para capturar imágenes de la chica, pero mientras disparaba sin cesar, la película se terminó… desesperado, bajó corriendo del vagón y cambió de dirección lo más rápido que sus fuerzas se lo permitieron; cuando estaba bajando los escalones, escuchó el sonido que anuncia el cierre de puertas y alcanzó a meterse al tren, pero estaba a varios vagones de diferencia. Entre estación y estación Sebastián corría hasta llegar al vagón en que se encontraba la chica… se sentó, exhausto, junto a ella y la examinó toda. Unos tacones viejos que apenas y podía controlar, las medias rotas de la parte alta de la pierna y ella, con unos ojos tristes limpiaba sus lágrimas tratando de no arruinarse el maquillaje. Ella se dio cuenta que el joven la miraba y le devolvió una sonrisa amable, pero que no ocultaba su tristeza. Sebastián sonrió también, mientras, discretamente leyó en un cuaderno viejo que la chica llevaba en las manos, un nombre: Esperanza. La chica examinaba en la última hoja un escrito que parecía ser una dirección.

Esperanza. Se llama Esperanza, pensó. Y era absurdo, podía ese cuaderno no ser suyo y ser de alguien más, o podía simplemente estar buscando la calle “esperanza”. Pero no le importó. Sebastián creyó haber encontrado alguien que no estaba inmerso en el patrón de los humanos… aunque a simple vista, todo parecía indicar lo contrario.

La siguió por estaciones y transbordos, sin importarle lo lejos que ya estaba de su casa… cuando llegó, justo en la entrada del metro vio a Esperanza encontrarse con un hombre de aspecto vulgar. Los miró por largo tiempo. Esperanza y el hombre tenían una discusión acalorada; ella intentaba besarlo y él le quitaba la cara. Ella lloró e intentó abrazarlo para impedir que se fuera y el hombre… asegurándose que no hubiera nadie cerca, le dio un golpe en el rostro mientras salía corriendo y ella detrás de él.

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Sebastián se quedó ahí, mirando asombrado. Nunca había sentido esto que sentía en este momento. Era como si un cuchillo, con aquellos con los que descama el pescado le atravesara el pecho desde la garganta hasta le ombligo. Pensó en sí mismo como un pescado al que le sacan las entrañas. Del asombro, soltó sin querer a Poli que cayó por las escaleras del metro, despedazada. Sebastián miró a Poli, la recogió y entonces… sólo entonces, una sola lágrima mojó sus hermosas pestañas negras y resbaló por su blanca mejilla. Una lágrima que pesó como el acero fundido con el plomo y que valió por todas las lágrimas jamás lloradas. En esa lágrima, silente y cálida iban las lágrimas no lloradas por su madre, por su padre, por su soledad. Con esa agridulce sensación cálida, Sebastián también traicionaba su promesa, aunque en esa traición también rompía sus ataduras. Jamás en la historia una traición a sí mismo ha sabido tan dulce como le sabía a Sebastián su única lágrima, su lágrima que marcaba un inicio nuevo. Ese día, curiosamente mientras lloraba, Sebastián se hizo hombre.

Sebastián volvió a casa, miró su pared repleta de fotografías, las arrancó con violencia y las tiró a un basurero. Tomó una mochila vieja, guardó en ella lo que quedaba de poli, un par de camisetas y un cuaderno. Entró a la habitación de su madre, la besó en la frente y dejó junto a ella una fotografía que la mostraba a ella, acomodando la urna de las cenizas de su marido muerto. Tras la fotografía había una nota que decía:

Mamá

Ya sé que es ser el hombre de la casa. Siempre lo supe sin saberlo…

Yo soy un hombre. Y uno se hace hombre cuando llora.

Con amor:

Sebastián.

FIN.

A Miguel. Por inspirar a Sebastián y animarme a dejarlo vivir.