Schiller - Baladas

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LAS BALADAS Las grandes baladas de Schiller se producen

desde 1797 a 1798 y desde 1801 a 1804. La primera serie abarca 8 composiciones, entre ellas El Anillo de Polícrates, Las grullas de Ibico, La fianza y El combate con el dragón, incluidas en esta antología. A la segunda época pertenecen 4 composiciones : Hero y Leandro, Casandra, El Conde de Habs-burgo y El cazador de los Alpes. Las baladas de Schiller constituyen un género aparte, sin relación con otras composiciones coetáneas del mismo nombre, ni siquiera con las baladas de Goethe. Algunas, como El combate con el dragón, han sido denominadas romances por el mismo Schiller. Las baladas son piezas poemáticas narrativas, de una estructura cerrada y clásica, limpias de toda clase de lírica nebulosidad, organizadas con grande economía de medios expresivos, concisas, rápidas y directas. Todo en ellas sirve a la acción, des­arrollada parcialmente o dominantemente en for­ma dramática. Las baladas son preludios de las tragedias de Schiller. « Ensayan — dice Cysarz — palabras, gestos y situaciones trágicas, nuevos encuentros del hombre con las fuerzas de la Naturaleza y el destino. Rastrean el camino que va desde la lírica ideológica al Wallenstein, y costean la senda que conduce desde Wallenstein

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a Guillermo Tell» (Schiller, pág. 288). En ese orbe dramático, sin resonancias íntimas, se pe­netra de manera abrupta. Pocas palabras, dos o tres versos muchas veces, bastan para situarnos en la acción, que avanza rectilínea, como en im­pulso vertical, hasta el desenlace, también súbito. Cualquier retardo multiplica la tensión, no hay relajamientos ni diversiones.

El desarrollo es vertiginoso en El anillo de Polícrates (basada en un relato de Heródoto). Pero no había otra manera de seguir el curso de los sucesos felices que van gravando' el «haber», en las cuentas de Polícrates con el destino. El desenlace está sólo aludido. Pero la precipitada marcha del rey de Egipto inicia con fuerza sufi­ciente la curva final de distensión.

El destino surge también implacable en Las grullas de Ibico, pero asociado al tema trascen­dente de la libertad del hombre. Sin embargo, Las grullas no son una moralidad. No es la voz de la conciencia la que delata a los asesinos de Ibico («el que había dejado escapar la frase quisiera de nuevo guardarla en su pecho »), sino el curso de los hechos, el paso de las grullas, que anuda dos experiencias trágicas. Uno de los eslabones de esa cadena es la actuación del coro trágico en el teatro de Corinto. El coro trágico es una preocupación técnica de Schiller (La novia de Mesina, Guillermo Tell). Pero aquí se presenta además como una solución posible de proble­mas que plantea en su totalidad la naturaleza del arte dramático, preocupaciones que en la conciencia de Schiller son de orden práctico y

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especulativo al mismo tiempo. El curso del re­lato es de más pormenor en Las grullas, pero las estrofas, orbes también cerrados, se enlazan entre sí en virtud de elipsis sorprendentes («todos los congregados en las fiestas de Poseidón le oye­ron entre gemidos») (1).

Las grullas de Ibico y La fianza son las dos obras maestras del género. La pequeña tragedia que es La fianza (sigue un relato del gramático Hyginus) se halla montada sobre un hecho apa­rentemente inverosímil: la aceptación por parte de Dionisio del cambio propuesto. Si el tirano desconfía de que vuelva Damón, ¿por qué le suelta? Si confía en que vuelva, ¿por qué se asombra cuando vuelve? Una amistad que es capaz de aprontar una fianza de tal naturaleza, no es verosímil que abandone al fiador. Sin embargo, Dionisio juega a la carta más ruin, al colmo de la maldad posible, como dice Cysarz, al sacrificio del inocente y a la decepción del amigo. Doble fin y, por consiguiente, reduplicada crueldad. Una racha de incidentes adversos — que llevan al paroxismo la tensión de la expectativa, no de otro modo que la serie de sucesos en El anillo de Polícrates, aunque de signo contrario — se hallan a punto de favorecer las cartas del tirano y darle

(') Es curioso el testimonio de Goethe sobre el sentido de la consición en Schiller : « Hay que tener sobrada maes­tría... para saber tachar lo que conviene. Cuando Schiller editaba su Almanaque de las Musas, le he visto reducir a siete estrofas una composición muy ampulosa que tenía veintidós ; por cierto que la obrita no perdió nada en esta tremenda amputación » (Conversaciones con Goethe, de Eckermann).

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la razón. Pero el acaecimiento inesperado es sufi­cientemente patético para sacudir su corazón (sospechamos que Dionisio ponía a prueba la lealtad de los hombres, preocupación piadosa ; pero esto es secundario). En pocas palabras se resume la crisis : «sea yo... el tercero en vuestra amistad ».

Fuerza y violencia sobre la libertad, táctica escalonada, segura penetración en las posiciones contrarias, torneo dialéctico, todos ellos elementos de la más pura cepa dramática y teatral, hacen también acto de presencia en El combate con el dragón. No es un héroe jactancioso y altanero el que lucha con el dragón. Ante el Consejo de los caballeros del Hospital se presenta ya con ademán modesto. Pero esto no es bastante. Hay que poner a prueba esa modestia. El torneo con el dragón, inscrito en el marco del torneo judicial, es también un torneo de humildad. Porque el héroe descubre su juego. No debe la victoria al solo empuje de su valor y al solo esfuerzo de su brazo, sino a un adiestramiento previo y bien calculado en todos sus detalles. Pero el juez no se rinde hasta que llega la rendición total del héroe. Lo mismo que en La fianza, el proceso termina en el acto de reconciliación (La novia de Mesina invierte, desgraciadamente, el orden).

En contraste con otras composiciones líricas de Schiller, las baladas han pasado a formar parte del repertorio lírico más estable, más iden­tificado con el espíritu tradicional de Alemania, dentro de su patrimonio poético nacional. Se producen en un momento de madurez, en la vida

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artística de Schiller. Muchas inquietudes y expe­riencias, dramáticas, filosóficas, estéticas, se acu­mulan en ellas. La abstracción que para una conciencia nacional puede suponer en algunas de ellas — entre las que se cuentan las mejores — el haber sido localizadas dentro de la Antigüedad clásica, está compensada por el equilibrio que esa inspiración precisamente les ha proporcionado. Pocos productos de la Poesía se hallan tan cer­canos de la perfección ideal como algunas ba­ladas. La preocupación clásica, que daña a La novia de Mesina, ha dotado de vigor arquitectó­nico y, por consiguiente, de personalidad a La fianza y Las grullas de Ibico. Pero de pocas versio­nes de una obra poética a otra lengua puede decirse, como de las baladas, con más propiedad, que no pueden ser, en el mejor de los casos, más que un pálido reflejo del original; porque rara vez se han reunido palabra y pensamiento en enlace tan feliz. No es contorno melódico ni clima musical la pérdida más sensible, sino los proce­dimientos únicos e intraducibies del decir, del incidir, del desprenderse de un momento para pasar a otro, en la perfecta y nunca superada ecuación entre palabra y tiempo dramático. No son música las baladas, pero tampoco pueden concebirse fuera de su ritmo propio y apresurado.

EL ANILLO DE POLÍCRATES

Estaba de pie sobre su almenada terraza ; dirigía, complacido, su mirada sobre Samos, su señorío. «Todo esto que ves me está sujeto — comenzó a decir al rey de Egipto —; reconoce que soy feliz ».

« Has gozado del favor de los dioses. El poder de tu cetro oprime a los que antes fueron tus iguales. Pero aún vive uno para vengarlos; no puedo llamarte feliz, mientras vele el ojo de tu enemigo».

Y antes de que el Rey haya terminado de hablar, preséntase al .tirano (*) un mensajero enviado desde Mileto : « Eleva, señor, los perfu­mes del sacrificio y corona en fiesta tus cabellos con alegres ramas de laurel.

» Cayó a golpe de lanza tu enemigo ; tu fiel general Polidoro me manda con la noticia ». Y de una negra fuente levantó aún sangrante, con espanto de ambos, una cabeza bien conocida.

(') « Tirano », conforme al sentido antiguo, es todo soberano que no ha recibido el poder por herencia de una dinastía primitiva.

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El Rey retrocedió con pavor. «Guárdate, te lo aconsejo, de confiar en la dicha — dijo con la inquietud en la mirada —; piensa en las pérfidas olas. La tempestad puede estrellar tu armada ; aún está en el aire su fortuna ».

Y antes de que lo haya dicho, le ha interrum­pido un griterío que resuena, jubiloso, desde la bahía. Ricamente cargado de tesoros extraños, vuelve a las orillas patrias el espeso bosque de mástiles de las naves.

El huésped real queda suspenso. «Rien humo­rada está hoy tu fortuna. Teme, no obstante, su inconstancia. Las expertas tropas de los cretenses te amenazan con los peligros de la guerra. Cerca­nas están ya de esta ribera ».

Y antes de que hubiesen caído de sus labios estas palabras, se ve que desembarcan en oleadas, y mil voces gritan : « ¡Victoria! Libres estamos de la angustia del enemigo.' La tempestad ha dis­persado a los cretenses. ¡Pasada, terminada está la guerra! ».

Oyólo el huésped con horror : «En verdad, debo estimarte dichoso. Y, sin embargo, temo por ti: me asusta la envidia de los dioses. El goce sin mezcla de la vida no es lote de ningún mortal.

»También a mí me ha sucedido todo bien ; en todas mis empresas reales, me acompaña el favor del cielo ; pero tenía un heredero bien que-

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rido : Dios me lo quitó ; le vi morir y así pagué mi tributo a la fortuna.

»Por ello, si quieres guardarte de daño, im­plora a los invisibles para que mezclen el dolor a tu dicha. Todavía no he visto terminar en la alegría a nadie sobre quien los dioses derramaran sus dones con manos siempre llenas.

» Y si los dioses no te lo otorgaran atiende al consejo de un amigo y llama por ti mismo a la desgracia. Coge aquello que de todos tus tesoros da más gozo a tu corazón y arrójalo sin más al mar».

Él, movido de miedo, dijo entonces : «De todo lo que la isla encierra, es este anillo mi bien más precioso. Lo consagraré a las Furias para que me perdonen mi dicha ». Y arrojó a las olas la alhaja.

A la luz de la siguiente mañana preséntase al príncipe un pescador con alegre rostro : « Señor, he pescado esta pieza que es tal cual ninguna otra entró en mi red ; te la traigo como pre­sente ».

Y cuando el cocinero ha cortado el pescado, viene descompuesto y presuroso y grita con cara de maravillada sorpresa : «Mira, señor, el anillo que llevabas ; lo he encontrado en el vientre del pez. ¡Oh, tu dicha no tiene límites!».

A esto el huésped se volvió estremecido :«No puedo permanecer aquí más. Desde ahora no

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puedes ser mi amigo. Los dioses quieren tu ruina: corro para no morir contigo ». Así dijo y se em­barcó apresuradamente (1).

LAS GRULLAS DE IR ICO

Al certamen de carros y canciones que en el istmo de Corinto congregaba, alegres, a las gentes griegas (2), marchaba Ibico, el amigo de los dioses. Habíale dado Apolo el don del canto, la dulce lengua moduladora de poemas. Tal caminaba desde Regio, apoyado en ligero bastón y lleno de la presencia del dios.

Acrocorinto (3) se mostraba ya sobre el dorso de la montaña a la mirada del viajero, y con piadoso horror entraba en el espeso pinar de Poseidón. Nada se movía en torno suyo ; sólo le acompañaban bandadas de grullas que en par­duscas escuadras cruzaban hacia la lejanía bus­cando la templanza del Sur.

«¡Salud, bandas amigas, que ya me disteis com­pañía por el mar! Sois para mí de buen agüero ; mi destino es igual al vuestro : venimos cami­nando desde lejos y vamos en súplica de un techo

(') El poeta termina dejando en el lector un hondo presentimiento de la desgracia que amenaza a Polícrates. Éste vio, en efecto, los últimos tiempos de su reinado turbados por la guerra, y, al fin, cayó en un lazo que le tendió Oretes, sátrapa de Sardes, quien le hizo morir crucificado.

(2) Se trata de los Juegos ístmicos, una de las fiestas principales de la Grecia antigua.

(3) Ciudadela de Corinto, situada en una altura un poco al sur de aquélla.

acogedor. Séanos propicio el dios hospitalario que aparta del extranjero la ignominia ».

Apresura contento su marcha y se ve ya en mitad del bosque. Y he aquí que en el estrecho sendero dos asesinos le cortan súbitamente el paso. Tiene que prepararse a la lucha, pero pronto desfallece su mano. Ésta que ha sa'bido tender las dulces cuerdas de la lira, nunca ha estirado la del arco.

Clama a los hombres y a los dioses ; su súplica no llega a nadie que pueda salvarle. Por lejos que manda su voz, no se ve en derredor nada viviente. «¿Y he de morir aquí, abandonado, en tierra extraña, sin lágrimas de nadie, caído en manos de unos malvados, donde ni siquiera se me muestra un vengador? ».

Herido de muerte viene al suelo. Y en aquel punto cruje el aleteo de las grullas. Oye — ver ya no puede — cómo cantan temerosamente sus voces cercanas. «Por vosotras, ¡oh grullas del cielo!, ya que no hable otra voz ninguna, elévese la acusación de mi muerte». Gritó así y se nubló del todo su mirada.

Hallóse el cadáver desnudo y, pronto, aunque desfigurado por las heridas, reconoce el huésped de Corinto los rasgos que le son tan queridos. «¿Y he de volverte a ver así cuando esperaba ceñir con la corona de pino tus sienes de cantor, radiante con el brillo de su gloria?».

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Todos los congregados en las fiestas de Posei-dón le oyeron entre gemidos; el dolor se adueña de Grecia entera, todos los corazones le echan de menos, y el pueblo — su rabia le impulsa — se precipita en torbellino hacia los prítanes (*) para que se venguen los manes del caído y se los aplaque con la sangre del homicida.

Pero ¿dónde está la huella que, entre la mul­titud, aquel apretado mar de pueblos, dé a cono­cer al tenebroso criminal? ¿Son bandidos que lo han asesinado cobardemente? ¿Lo hizo por en­vidia algún oculto enemigo? Sólo Helios podría decirlo, él que alumbra todas las cosas de la tierra.

Acaso anda con osado paso por mitad de los griegos y, mientras le busca la venganza, está gozando del fruto de su crimen. Quizá desafía a los dioses en el umbral de su propio templo o se funde atrevido en aquella ola humana que se aprieta para entrar en el teatro.

Los pueblos griegos, venidos en torrente desde cercanas o lejanas tierras, están allí aguardando, sentados en apretadas hileras hasta casi romper los apoyos del tablado. Búhente como oleaje marino, hormiguero de hombres, sube la fábrica del teatro en arcos cada vez más escotados, hasta el azul del cielo (2).

(1) « Magistrados ». La función de los llamados «prí­tanes » variaba grandemente de una ciudad a otra.

(2) Gomo es sabido, el sitio destinado a los especta­dores en el teatro antiguo estaba formado por gradas

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¿Quién contaría los pueblos, quién diría los nombres de los huéspedes allí congregados? De la ciudad de Cécrope, de la playa de Aulide, de la Fócida, de Esparta, de la remota costa de Asia, de las islas todas han venido y escuchan atenta­mente desde el tablado la estremecedora melodía del coro.

El cual, austero y grave, según antiguo rito, con lentos y bien medidos pasos, sale del fondo y recorre el ruedo del teatro. No andan así mujeres de la tierra, no son hijas de casa mortal. Lo gigantesco de sus cuerpos excede en mucho la estatura humana.

Las colas de sus negros mantos azotan sus caderas y en sus manos descarnadas blanden el fuego rojo y sombrío de las antorchas ; no corre sangre por sus mejillas, y donde amablemente flotan al viento los cabellos en torno a las frentes humanas, vénse allí serpientes y víboras que inflan sus vientres henchidos de veneno.

Y, girando espantosamente en círculo, em­piezan a modular el himno que traspasa, des­garrador, el corazón y trenza sus lazos en torno del malvado. Alocador, trastornador del ánimo, resuena el canto de las Erinias; resuena devo­rando los sesos del que escucha y no sufre el so­nido de la lira.

que se elevaban una tras otra en semicircunferencias cada vez más amplias, y equivalía, por lo tanto, a media grade­ría de una plaza de toros, cortada ésta por su diámetro.

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« Dichoso el que, libre de culpa y yerro, con­serva un alma pura de niño ; a él no se ha de acercar nuestra venganza ; libre andará la ruta de su vida. Pero ¡ay, ay, de aquel que consumó furtivo la infamia del asesinato! Fijas en sus plan­tas quedamos nosotras, la terrible prole de la Noche.

»Y si piensa escapar por la huida, aladas esta­mos allí, lanzándole las serpientes en torno a los pies fugitivos para que caiga sin remedio a tierra. Así, sin desfallecer, vamos en su caza ; paso a paso le seguimos hasta las sombras y ni allí mismo le dejamos libre».

Cantando así, danzan en rueda y un silencio grave como el callar de la muerte apesadumbra la estancia toda; diríase que la divinidad está cerca. Y solemnemente, según antiguo rito, con lentos y bien medidos pasos, recorren el ruedo del teatro y desaparecen en el fondo.

Y entre la ilusión y la verdad quedan suspen­sos todos los pechos ; estremecidos veneran el terrible poder que vigila y juzga en la sombra, que, inescrutable e insondable, trenza las oscuras madejas del destino, se revela en la hondura del corazón y escapa ante la luz del sol.

Y entonces en las gradas más altas se oye de pronto una voz que grita : « ¡Mira, mira allá, Timoteo, las grullas de Ibico! ». Y súbitamente se oscurece el cielo y, en negrísimo hervidero, se ve pasar sobre el teatro un gran tropel de grullas.

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« ¡De Ibico! ». El nombre querido agita todos los corazones con nuevos rencores. Y, como se suceden unas a otras las olas del mar, así corre de boca en boca : «¡De Ibico a quien todos llo­ramos!, ¡el derribado por la mano asesina! ¿Qué hay con él! ¿Qué quiere decir? ¿Qué tiene que ver el paso de las grullas? ».

La pregunta se hace cada vez más de recio. Y el presentimiento, con fuerza de relámpago, vuela a través de los corazones todos. «¡Cuidad, cuidad! ¡Es el poder de las Euménides! El piadoso poeta obtiene venganza ; el asesino se nos pre­senta por sí mismo. Apresad al que ha lanzado esas palabras y a aquel a quien las ha dirigido».

Y el que había dejado escapar la frase quisiera de nuevo guardarla en su pecho. ¡En vano! Su propia horrible palidez descubre pronto a los culpables. Apresados, se los arrastra ante los jue­ces ; la escena se convierte en tribunal y los malvados confiesan su crimen, heridos por el rayo de la venganza.

LA FIANZA

Hacia Dionisio el Tirano (*) se deslizaba Damón con el puñal bajo el vestido. Apresáronlo los esbirros. «¿Qué ibas a hacer con el puñal,

(!) Dionisio, tirano de Siracusa, en Sicilia. La tradi­ción, en su fuente más antigua, nos habla de Dionisio el Joven ; pero ya en la Antigüedad algunos autores, entre ellos Cicerón, la refirieron al padre de aquél, Dionisio el Mayor (405-367 a. de Jesucristo).

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di? » — le increpó sombríamente el déspota —. «¡Libertar al país del tirano!». « Pues en la cruz te has de arrepentir de ello ».

« Estoy — dijo aquél — dispuesto a morir y no he de pedirte gracia de mi vida. Pero si quieres concederme alguna merced, te suplico me des tres días de plazo para casar a mi hermana. Te dejaré como fiador a un amigo. Si yo me escapo, puedes ejecutarlo ».

Sonrió el Rey con malévola astucia y dijo tras breve reflexión: « Quiero concederte los tres días, pero sabe que si pasa ese plazo sin que estés de nuevo en mi poder, morirá él sin remedio en tu lugar, aunque a ti se te perdone el castigo ».

Y él va a su amigo y le dice: «El Rey manda que pague con muerte de cruz mi temerario in­tento. No obstante, me otorga tres días de plazo para casar a mi hermana. Así, pues, quédate tú en prenda con él hasta que yo venga a liberarte».

Sin contestarle palabra alguna, le abraza el fiel amigo y se entrega al tirano. Parte el otro de allí, y antes de que asome la tercera aurora ha unido a la hermana con el prometido y emprende solícito el regreso para no faltar al plazo que ofreció.

Pero entonces empieza a llover desaforada­mente, los manantiales se precipitan de las mon­tañas y los arroyos y regatos se hinchan mientras él llega a la orilla con su vara de peregrino... y

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he aquí que el torbellino arranca el puente, y las olas, con estrépito de trueno, hacen saltar los arcos de su embovedado.

Yerra sin consuelo por la margen y por lejos que escruta y mira y lanza, llamando, su voz, ningún bote se desprende de la segura orilla para llevarle a la tierra deseada, ningún barquero mueve su barca ; y la corriente embravecida se convierte en mar.

Entonces cae por tierra en la ribera, llora y suplica, alzando las manos a Zeus : « ¡Oh, refrena la furia de la corriente! Las horas se precipitan, el sol está ya en el mediodía y, si llega el ocaso sin que yo pueda alcanzar la ciudad, mi amigo perecerá sin remedio ».

Pero el furor de la avenida se renueva cre­ciente, las olas se suceden, pasan las horas una tras otra : entonces su propia angustia le impulsa, toma coraje y se lanza a las ondas mugidoras ; corta con brazos poderosos la corriente y un dios se compadece de él.

Gana la orilla y apresura su paso dando gracias al dios que le ha salvado. Y he aquí que una cuadrilla de bandidos sale de las sombras del bosque a cerrarle el camino. Respiran muerte y cortan el apresuramiento del viajero, blandiendo una maza amagadora.

« ¿Qué queréis? — grita pálido de terror —. jNo tengo más que mi vida y he de entregársela

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al Rey!». Y en aquel punto arrebata la maza al más cercano : «¡Por mi amigo siquiera, compa­deceos! » Y con vigorosos golpes derriba a tres de ellos, mientras huyen los demás.

El sol despide flama abrasadora y las rodillas del caminante desfallecen de la inmensa fatiga: «¡Ay! Tu piedad me libró de manos de los ban­didos, me has salvado del raudal de las aguas, sacándome a la tierra deseada, y ¿he de perecer aquí de desfallecimiento, mientras mi amigo paga con la muerte su cariño hacia mí? ».

Y de pronto se siente un borbollar argentino como murmurio de corriente; silencioso, se de­tiene a escuchar; y he aquí que de la roca brota, susurrando, parlera y presurosa, una fuente viva. Y agachándose gozoso, refrigera en ella sus miem­bros abrasados.

El sol se cierne por el verde de las ramas y pinta sobre las lozanas praderas las som­bras gigantescas de los árboles. Y ve a dos pasajeros que cruzan el camino y les oye decir estas palabras : «Ahora lo van a clavar en la cruz ».

Y el apuro da alas a su andar ; los tormentos de angustiosa inquietud le persiguen, las alme­nas de Siracusa brillan allá lejos en el crepúsculo de la tarde, y he aquí que le sale al encuentro Filóstrato, el honrado intendente de su casa, que reconoce, aterrado, a su señor.

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«¡Atrás! ¡Ya no puedes salvar a tu amigo! Salva tu propia vida. En este instante le están dando muerte. De hora en hora aguardó esperan­zado tu regreso : ¡ni la befa del tirano pudo arre­batarle su confianza!».

«Pues si es tarde y no puedo ser saludado como salvador, la muerte debe unirme a él. Que no se ufane el sanguinario tirano de que el amigo ha faltado a la fe del amigo ; sacrifique dos víctimas en vez de una y crea en el amor y la lealtad».

Va poniéndose el sol, y el caminante, ya en las puertas de la ciudad, ve la cruz y a la multitud que la rodea boquiabierta. Ya levantan con la soga al amigo ; entonces él rompe violentamente el apretado corro : « ¡A mí, verdugo! — grita —. ¡Al suplicio conmigo! ¡Aquí estoy yo, por quien él dio fianza!».

El asombro se adueña del pueblo en derredor ; ya está el uno en los brazos del otro y ambos lloran de dolor y alegría ; ningún ojo queda sin lágrimas y se refiere al Rey el maravilloso suceso. Presa éste de una emoción humana, manda que al punto se los conduzcan ante su trono.

Míralos suspenso largo rato y al fin les dice : «Habéis logrado hacer fuerza a mi corazón : la lealtad no es un vano engaño. Tomadme por compañero ; sea yo, concededme esta gracia, el tercero en vuestra alianza ».

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EL COMBATE CON EL DRAGÓN

¿Por qué corre el pueblo, por qué rueda, mugiendo, por las luengas calles? ¿Se desmo­rona Rodas (x) bajo llamas de incendio? Va api­ñándose en torbellino y entre la multitud puede observarse a un caballero que descuella, jinete en su corcel. Y detrás de él, ¡qué extraño caso!, llevan arrastrando a un animal monstruoso ; un dragón, diríase por su forma, con ancha boca de cocodrilo. Y todos miran, maravillados, ya al caballero, ya al dragón.

Y gritan mil voces : « ¡Ésta es la sierpe, llegad y ved, que nos ha devorado pastores y rebaños! ¡Éste es el héroe que la ha vencido! Otros muchos partieron antes que él a arriesgar la tremenda pelea, pero a ninguno se le vio volver. ¡Hay que premiar al audaz caballero!». Y el cortejo se dirige hacia el monasterio donde la Orden de San Juan Bautista, los Caballeros del Hospital, se han reunido apresuradamente en Consejo.

Y ante el noble maestre preséntase el man­cebo con modesto continente; precipítase detrás el pueblo con fiera gritería y llena las gradas del estrado. Y aquél toma la palabra y dice : «He cumplido el deber de caballero : el dragón que asolaba esta tierra yace muerto a mis manos ; libre ha quedado el camino para el viajero ; el

(*) La isla de Rodas, cercana a la costa meridional del Asia Menor, estuvo mucho tiempo en poder de la Or­den de los Caballeros Hospitalarios.

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pastor puede llevar sus rebaños al campo, y enca­minarse alegre el peregrino por la senda roquera en busca de la imagen milagrosa».

Pero el Príncipe le mira severo y dice : « Te has portado como un héroe ; el valor da honra al caballero y tú has demostrado un ánimo audaz. Pero dime : ¿cuál es el primer deber del paladín de Cristo, que se adorna con el signo de la cruz? ». Todos palidecen en torno, pero él responde con noble dignidad: «La obediencia es el primer deber que le muestra digno de su insignia ».

«Y este deber, hijo mío — replica el maes­tre —, le has quebrantado tú descaradamente. Has entablado con corazón rebelde la lucha pro­hibida por la ley». « Señor, juzga cuando lo sepas todo — dice el joven con ánimo reposado —, porque mi pensamiento fué cumplir fielmente el sentido y la intención de la ley. No partí yo ato­londradamente a pelear, sin más, con el mons­truo ; mi intento fué vencerlo en la lucha por la astucia y la habilidad de mis trazas.

»Cinco de nuestra Orden, la honra de la religión, habían sido ya víctimas de su audacia. Tú, entonces, prohibiste a la Orden la lucha. No obstante, a mí el despecho y el ansia de combate me roían el corazón ; aun en el sueño de las noches calladas me veía jadeante en la pelea, y, al venir la mañana trayendo noticias de nuevas calamidades, un fiero pesar se adueñaba de mí, y, al fin, resolví intentar por mi cuenta la empresa.

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» Decíame a mí mismo : ¿Qué es lo que ilustra al mancebo y da honra al varón? ¿Qué hicieron los héroes valerosos de que nos cuentan las can­ciones, aquellos a quienes la ciega paganía atri­buyó esplendor y gloria de dioses? Limpiaron de monstruos el mundo en audaces aventuras, se enfrentaron en lucha con el león, pelearon con el minotauro para libertar a las pobres víctimas y no se dolieron de la propia sangre.

» ¿Es sólo el sarraceno quien debe ser com­batido por la espada del cristiano? ¿No ha de guerrear éste sino con las falsas divinidades? Como salvador fué enviado al mundo y su fuerte brazo ha de libertarlo de toda opresión y de todo dolor. No obstante, la prudencia ha de regir su ánimo y la astucia debe luchar unida a la forta­leza. Así me decía yo muchas veces y partía a informarme de los pasos de la fiera rapaz. Al fin me sopló el espíritu y grité alborozado: ¡Ya está!

»Y presentándome a ti te dije : Quisiera partir para mi patria. Tú, señor, accediste a mi ruego, y atravesé felizmente el mar. Apenas desembarqué en la playa de mi país, hice componer por mano del artista una figura de dragón, fiel reproducción de los bien observados rasgos. La mole del largo cuerpo queda montada sobre cortos pies y una cota de escamas protege espantosamente su espalda.

»De allí sale el largo y estirado cuello, y la ancha boca se abre horriblemente, semejante a una puerta de infierno, como ansiosa de atrapar

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su presa. Desde el negro garguero amenaza la espinosa fila de sus dientes, la lengua parece punta de espada, los ojos pequeños despiden centellas, la monstruosa largura del espinazo se termina en una serpiente que se enrolla terriblemente alrededor de sí misma, como si prendiera en su rosca a un caballo con su jinete.

»Todo lo voy figurando exactamente y lo revisto de un repulsivo color pardo ; a medias parece serpiente, a medias salamandra y dragón, criado en la charca emponzoñada. Y cuando es­tuvo terminada la figura, me elegí un par de dogos, fuertes, rápidos, de ágiles patas, avezados a la caza del uro salvaje. Los azuzo una vez y otra contra la sierpe, los enciendo en furiosa rabia para que hagan presa con la punta de sus dientes y los voy dirigiendo con mi voz.

» Y los excito a que atrapen la fiera y claven sus dientes afilados allí donde el blando vellón de la panza deja un flaco a la aguzada mordedura. Yo mismo, armado de mi arco, subo a mi corcel árabe de noble casta, y cuando he encendido su furia lo lanzo contra el dragón, hiriéndole con las puntiagudas espuelas ; y, apuntando, disparo mi arco, como si quisiera atravesar la figura.

»Y aunque el corcel se encabrita asombrado, rechina los dientes y llena de espumas el bocado, y mis dogos aullan lastimeramente, yo no des­canso hasta que los tengo acostumbrados. Tal fué mi solícito ejercicio hasta que se renovó

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tres veces la luna ; y cuando lo tienen todo bien aprendido, me embarco hacia aquí en rápida nave. Ésta es la tercera mañana desde que logré tomar tierra ; apenas dejé descanso a mis miembros antes de arrostrar la gran empresa.

»Vivamente excitaba mi corazón el dolor de la comarca, recientemente renovado; despeda­zados habían encontrado a los pastores que se extraviaron hacia el pantano. Rápidamente me resolví a obrar y no tomé consejo sino de mi corazón. En un vuelo instruyo a mis escuderos, monto en mi ya adiestrado morcillo y, acompa­ñado por mi par de dogos, por caminos secretos donde no había testigo alguno de mi acción, salgo presto al encuentro del enemigo.

»Conoces, señor, la iglesita que allá arriba, en la cresta de una rocosa montaña que domina la isla toda, ha construido el genio osado del artífice. Parece despreciable, pobre y pequeña, pero encierra una maravilla : la Virgen madre con el Niño Jesús, al que obsequian los tres reyes. Por noventa gradas sube el peregrino a la escar­pada altura ; pero cuando la ha alcanzado, presa del vértigo, le refrigera la cercanía de su Salvador.

»Profundamente embutida en la peña en que está colgada la iglesita, hay una gruta húmeda del vaho del vecino pantano, en la que nunca pe­netra la luz del cielo. Allí habitaba y se guarecía la sierpe, espiando su presa noche y día. Allí velaba como el dragón infernal al pie de la casa de Dios ;

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y cuando llegaba peregrinando el romero y se desviaba al camino de muerte, saltaba el enemigo d e su emboscada y lo arrastraba para devorarlo.

»Subí yo entonces por la peña antes de em­prender la grave lucha ; me arrodillé ante Cristo niño y limpié mi corazón de pecados. Me ciño después, en el mismo santuario, las armas relu­cientes ; armo mi diestra con la lanza y bajo al combate. Atrás queda la tropa de los escuderos ; les doy al partir mis órdenes, salto prestamente sobre el corcel y encomiendo mi alma a Dios.

»Apenas me veo en el llano, se ponen mis dogos a ladrar y el bridón empieza a jadear te­merosamente, se encabrita y no quiere obedecer, porque allí cerca yace arrollada en ovillo la horri­ble figura del enemigo que se solea sobre el suelo caliente. Los ágiles perros van a darle caza, pero pronto se vuelven, ligeros como flechas, cuando él abre, bostezando, su boca, exhala su aliento venenoso y aulla lúgubremente como el chacal.

»Refresco rápidamente su coraje y apresan con rabia a su enemigo, mientras yo con fuerte brazo arrojo la lanza contra las ancas de la bestia : impotente, como delgada vara, rebota en la es­camosa coraza ; y antes de que yo haya repetido el disparo, se encabrita mi corcel, asombrado de su mirada de basilisco y del venenoso soplo de su aliento ; salta hacia atrás con espanto y me veo del todo perdido...

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» Entonces me echo rápidamente del caballo y al punto está desnuda la espada : mas todos los golpes son vanos para atravesar aquel arnés de roca. Y en su furia me ha arrastrado por tierra con la fuerza de la cola. Ya veo que se abren sus fau­ces, que acerca a mí sus feroces dientes..., cuando mis perros, encendidos de rabia, se lanzan a su vientre con furiosas mordeduras, de suerte que se detiene aullando, desgarrado por monstruoso dolor.

»Y antes de que se suelte de sus mordiscos me yergo rápidamente, descubro el flaco de mi enemigo y le hiero en las entrañas, hundiendo el acero hasta la empuñadura. Brota un caño de negra sangre, viene él al suelo y en su caída me entierra a mí bajo la enorme bola de su cuerpo. Pierdo al punto el sentido, y, al despertar, reno­vadas mis fuerzas, veo en torno mío a los escuderos y al dragón que yace muerto en su propia sangre ».

Al decir esto el caballero, el placer del aplauso, largamente contenido, liberta el corazón de los oyentes todos y, rompiéndose múltiple en las bóvedas, rueda el sonido de sus voces mezcladas, que se prolonga mugiendo en el eco. Los mismos miembros de la Orden piden en voz alta que se corone la frente del héroe ; en su gratitud quiere el pueblo mostrarlo al pueblo en la pompa del triunfo. Entonces el maestre arruga severo su frente e impone silencio.

Y dice : «Has herido con mano valerosa al dragón que asolaba esta tierra. Te has hecho un

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dios para el pueblo ; para la Orden, vuelves como enemigo. Tu corazón ha engendrado una sierpe peor que el dragón mismo. La serpiente que em­ponzoña ese corazón, productora de discordia y estrago, es el espíritu rebelde que se levanta contra la disciplina y rompe el vínculo sagrado del orden ; ése es el que destroza el mundo.

»Arrojo, lo muestra también el mameluco ; la obediencia es la prez del cristiano. Allí en Tierra Santa, donde el Señor con toda su grandeza peregrinó en desnudez de siervo, establecieron nuestros padres la alianza de esta Orden para cumplir el más difícil de los deberes : el venci­miento de la propia voluntad. A ti, en cambio, te ha movido la vanagloria ; retírate, por tanto, de mi vista, porque el que no soporte el yugo del Señor no debe adornarse con su cruz ».

Estalla entonces, bravia, la multitud; una violenta tempestad agita el palacio ; todos los hermanos piden gracia. Pero el mancebo baja en silencio los ojos, se desprende, reposado, del hábito, besa la severa mano del maestre y se va. Él le sigue con la mirada, le llama con cariño de nuevo y le dice : «¡Abrázame, hijo mío! Has ga­nado la más dura batalla. ¡Toma esta cruz! Es el premio de la humildad que se vence a sí misma ».