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Bruno Schulz

El Sanatoriode la Clepsidra

(relato)

Traducción:Jorge Segovia y Violetta Beck

Maldoror ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original: Sanatorium pod Klepsydrą [en]: Proza

Título del relato:Sanatorium pod Klepsydrą

Wydawnictwo Literackie, Kraków 1973

Relato publicado anteriormente [en]:El Sanatorio de la ClepsidraMaldoror ediciones, 2003

© Primera edición: 2011© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-74-6

MALDOROR ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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El Sanatorio de la Clepsidra

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I

El viaje fue largo. Por aquella línea secundaria casi total-mente olvidada sólo circulaba un tren por semana, y nohabía más que dos o tres viajeros. Nunca había visto unosvagones tan arcaicos, grandes como habitaciones, som-bríos y llenos de recovecos, retirados desde hace tiempode las restantes líneas. Esos pasillos zigzagueantes for-mando diversos ángulos, esos compartimentos corridos,vacíos, laberínticos y gélidos, daban una impresión casipavorosa debido a su extraño abandono. Yo me traslada-ba de un vagón a otro en busca de un rincón más confor-table. El viento soplaba por todos los lados y corrientesglaciales atravesaban el tren de parte a parte. Había algu-nas personas repartidas por distintos lugares del tren, sen-tadas en el suelo con sus hatillos, sin atreverse a ocuparlos asientos, excesivamente altos. Además, aquellos des-vencijados asientos, recubiertos con una especie de opa-co plexiglás, el paso del tiempo los había impregnado deuna pátina fría y pegajosa. El tren atravesaba pequeñasestaciones sombrías y desiertas y nadie subía a él, y pro-seguía, entonces, su marcha sin hacer ruido, sin silbidos,lentamente, como ensimismado.Durante algún tiempo viajé acompañado por un hombreque vestía un gastado uniforme de empleado del ferroca-rril. Silencioso, sumido en sus pensamientos, apretaba unpañuelo contra su rostro inflamado y dolorido. Algo mástarde desapareció, quizá había descendido en alguna

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parada sin que yo lo advirtiera. De él no quedó más ras-tro que una forma hundida en la paja sobre la que sehabía sentado y una negra y vieja maleta olvidada. Tropezando aquí y allá con la paja y los desperdicios, yocontinuaba recorriendo los vagones con un paso indeci-so. Las puertas de los compartimentos, abiertas, oscila-ban continuamente sacudidas por los golpes de aire. Nose veía ni un viajero por parte alguna. Finalmente encon-tré a un revisor, en uniforme negro, que se ataba un granpañuelo alrededor del cuello y envolvía sus pertenencias,su linterna y el cuaderno de servicio. “Estamos llegando,señor”, me dijo mirándome con ojos apagados e inexpre-sivos. El tren se detenía poco a poco sin hacer ruido,como si la vida lo abandonara lentamente con el últimosoplo de vapor. Finalmente, se paró. El lugar estaba vacíoy silencioso, no se veía ningún edificio. Al bajar, elempleado me indicó la dirección en que se encontraba elSanatorio. Con la maleta en la mano, empecé a caminarpor una pequeña carretera blanca que terminaba aden-trándose de manera inesperada en un parque oscuro yfrondoso. Yo observaba el paisaje con curiosidad. Elcamino conducía a un promontorio desde el que se vis-lumbraba un amplio horizonte. El día era gris, apagado,sin acentos. Y tal vez la influencia de esa luz pesada yplomiza ensombrecía el inmenso paisaje sobre el cual seextendía un decorado de bosques, campos roturados yestratos que, cada vez más lejanos y grises, descendían aizquierda y derecha formando una suave pendiente. Esepaisaje sombrío y solemne parecía discurrir de un modoimperceptible, deslizándose como un cielo cargado denubes y movimientos ocultos. Las fluidas arborescenciasparecían crecer con un murmullo semejante al flujo de la

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marea que va alcanzando imperceptiblemente la orilla delmar. En medio de esos oscuros bosques el blanco caminoserpenteaba como una melodía, con amplios acordes,presionado aquí y allá por grandes espesuras musicales yque finalmente terminaban por ocultarlo. Al borde delcamino, arranqué una pequeña rama de un árbol. Elfollaje era sombrío, casi negro, de un negro extrañamen-te saturado, profundo y balsámico como un sueño recon-fortante. Todos los grises del decorado provenían de esenegro. Ese es el color que, en nuestro país, reviste a vecesel paisaje durante los nubosos crepúsculos del verano,saturados de largas lluvias: es la misma abnegación cal-mada y profunda, el mismo beatífico abandono, que harenunciado a la alegría de los colores. El bosque era oscuro como la noche. Yo me desplazaba atientas sintiendo bajo mis pies la alfombra de agujas depino. En un momento dado, los árboles empezaron aescasear y oí cómo mis pisadas resonaban sobre las tari-mas de un puente. Al otro extremo, en medio de sombrí-os follajes, se perfilaban las grises paredes del Sanatorio ysus altos y opacos ventanales. La puerta acristalada dedoble hoja estaba abierta. Hacia la misma conducía elpequeño puente levantado con troncos de abedul. En elpasillo, sólo la penumbra y un silencio espeso. Caminabade puerta en puerta, alzándome a veces sobre la punta delos pies con la intención de ver los números colocadossobre ellas. En un recodo del pasillo encontré al fin a unaenfermera que salía corriendo de una habitación, jadean-te, como si acabara de escapar de unas ávidas manos.Apenas entendió lo que yo le decía. Tuve que repetírselo,mientras permanecía agitada ante mí y sin saber quéhacer. “¿Han recibido mi telegrama?” Ella hizo un gesto

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de impotencia y su mirada eludió la mía. Miraba de reojohacia una puerta entreabierta como esperando el mo-mento de alcanzarla. – Vengo de lejos y he enviado un telegrama para reservaruna habitación –dije con impaciencia–. ¿A quién tengoque dirigirme?Ella no lo sabía. – Puede usted ir al restaurante –dijo confundida–. Todosduermen ahora. Cuando el señor Doctor se levante, leanunciaré su llegada. – ¿Duermen? ¡Pero si estamos en pleno día!– Aquí se duerme todo el tiempo. ¿No lo sabe?Me miró con curiosidad y añadió, frívola: – Además, aquí nunca es de noche. Ahora ya no parecía tener ganas de marcharse; aún agita-da, tiraba del borde de su delantal.La dejé allí. Entré en el restaurante tamizado por una luzde feldespato: vi algunas mesas y un gran aparador que seextendía a todo lo largo de la pared. Al cabo de unos ins-tantes sentí apetito. Me alegré al ver aquella abundanciade pasteles y tartas que se mostraban en los estantes. Puse mi maleta sobre una de las mesas. Todas estabanvacías. Di algunas palmadas, pero no acudió nadie. Echéuna ojeada a la sala contigua, más amplia y clara. Un granventanal o loggia daba al paisaje que ya conocía y que,enmarcado de ese modo, mostraba su tristeza y resigna-ción como un fúnebre memento. Sobre los mantelespodían verse los restos de una reciente comida, botellasvacías y vasos con restos de contenido; también habíaalgunas propinas que los camareros aún no habían reco-gido. Regresé al aparador y fijé mi atención en los paste-les y pastas. Parecían apetecibles y me pregunté si podría

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servirme alguno. Sentí un acuciante deseo de comer, perosobre todo me tentaba una especie de crujiente dulce demanzana. Estaba a punto de coger uno con la cuchara deplata cuando percibí que alguien estaba a mis espaldas.La enfermera había entrado silenciosamente y con losdedos me tocó en un hombro. “Señor, el Doctor le espe-ra”, me dijo, mientras se observaba las uñas. La enfermera caminaba delante de mí sin volverse, con-vencida del magnetismo que ejercía el movimiento de sucintura. Y parecía divertida reforzando ese magnetismo,regulando sutilmente la distancia entre nuestros cuerpos,mientras pasábamos frente a decenas de puertas numera-das. El pasillo era cada vez más oscuro; cuando ya laoscuridad era casi total, con su cuerpo casi pegado almío, murmuró: “Esta es la puerta del Doctor, puedeentrar”.El doctor Gotard me recibió, de pie, en el centro de lahabitación. Era un hombre de baja estatura, de hombrosanchos y pelo negro.– Ayer recibimos su telegrama –dijo–. Enviamos a laestación el coche del Sanatorio, pero usted ha llegado enotro tren. Lamentablemente, las comunicaciones portren no son muy buenas. ¿Cómo está usted? – ¿Y mi padre, sigue con vida? –pregunté, deslizando unainquieta mirada sobre su sonriente rostro.– ¡Por supuesto que vive! –respondió, sosteniendo tran-quilamente mi febril mirada–. Quiero decir, dentro delos límites que permite la situación –añadió entrecerran-do los ojos–. Usted sabe tan bien como yo que, desde elpunto de vista de su familia, de su país, está muerto.Ahora ya no hay remedio. Esa muerte arroja una ciertasombra sobre su existencia en este lugar.

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– Pero mi padre, personalmente, ¿no sabe, no sospe-cha…? –pregunté en voz baja. El doctor movió la cabeza con profunda convicción.– Tranquilícese –dijo con voz apagada–. Nuestros pacien-tes no adivinan nada, no pueden adivinar… El truco essimple –añadió, intentando demostrar con sus dedos elmecanismo–. Consiste en que hemos hecho retroceder eltiempo. Lo retrasamos un cierto intervalo cuya duraciónresulta imposible determinar. Lo cual nos conduce a unasimple cuestión de relatividad. La muerte que alcanzó asu padre en su país no lo ha alcanzado aún aquí.– En esas condiciones –respondí– mi padre está cercanoa la muerte, o poco falta para ello…– Usted no me comprende –replicó con una indulgenteimpaciencia–. Aquí nosotros reactivamos el tiempo pasa-do, con todas sus posibilidades, incluida la de lacuración.Me miró con una sonrisa en los labios, mientras se acari-ciaba la barba.– Y ahora, ¿le gustaría quizá ver a su padre? Tal comodeseaba, le hemos reservado una segunda cama en suhabitación. Permítame que le acompañe. Una vez en el oscuro pasillo, el doctor Gotard siguióhablando en voz baja. Me di cuenta de que calzaba zapa-tillas de fieltro, igual que la enfermera.– Dejamos dormir a nuestros pacientes todo el tiempoque quieren –dijo–. Así economizamos su energía vital.Además, no tienen otra cosa que hacer.Se detuvo ante una de las puertas y puso un dedo en loslabios:

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– Entre sin hacer ruido. Su padre duerme. Acuésteseusted también. Es lo mejor que puede hacer en estemomento. Adiós.– Adiós –murmuré, sintiendo que la emoción me subía ala boca.Hice girar el picaporte; la puerta cedió sola y se abriócomo los labios que se separan indefensos durante elsueño. Entré: la habitación era gris y estaba desnuda, casivacía. Sobre una simple cama de madera, cerca de unaestrecha ventana, dormía mi padre entre abundantessábanas. Su profunda respiración descargaba capas deronquidos que salían de lo más recóndito del sueño. Suronquido parecía llenar toda la habitación, desde el suelohasta el techo. Conmovido, miré aquel pobre rostrodemacrado sucumbiendo totalmente a la tarea de roncary que, después de haber abandonado su envoltura terres-tre, se confesaba en algún lado de la otra orilla, en unlejano trance de su existencia, cuyos minutos iba enume-rando solemnemente.En la habitación no había una segunda cama. Por la ven-tana entraba un frío glacial. La estufa no estaba encen-dida.“No parece que se preocupen mucho por los pacientes–pensé–. ¡Dejar a un hombre tan enfermo entre corrien-tes de aire! Y por lo visto nadie se cuida de la limpieza.”Una espesa capa de polvo cubría el suelo y la mesilla denoche en la que vi algunos medicamentos y una taza decafé que se había enfriado. En el aparador había una grancantidad de pasteles, pero a los pacientes sólo se les dabacafé negro, en lugar de algo más alimenticio. Pero estopudiera considerarse una bagatela comparado con losbeneficios de la retroacción del tiempo.

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Me desnudé con calma y finalmente me introduje en ellecho de mi padre. Éste no se despertó, pero su ronqui-do, demasiado alto, descendió una octava, renunciando asu altanera declamación. Se convirtió en un ronquidoprivado, estrictamente individual. Envolví cuidadosa-mente a mi padre con el edredón para protegerle de lacorriente de aire. Pronto me dormí a su lado.

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II

Cuando me desperté, la habitación estaba sumida en lapenumbra. Mi padre, ya vestido y sentado a la mesa,bebía té mojando en el mismo bizcochos azucarados.Llevaba un traje negro de paño inglés, que se había hechoel pasado verano. El nudo de su corbata estaba ligera-mente flojo.Al ver que yo no dormía, con una sonrisa que iluminabasu rostro, empalidecido por la enfermedad, me dijo:– Me alegro mucho de que hayas venido, Józef. ¡Qué sor-presa! Me siento tan solo aquí. Claro está, no puedo que-jarme de mi situación: me he encontrado en peores cir-cunstancias y si quisiera hacer balance… Pero no impor-ta. Imagínate que el primer día me sirvieron un magnífi-co filet de boeuf con champiñones. Era una carne horren-da. Te lo advierto seriamente para el caso en que quieranservirte otro filet de boeuf. Aún me arde el estómago. Ydiarrea tras diarrea… No sabía cómo salir de eso. Perodebo darte una noticia –siguió diciendo.– No te rías, ¡healquilado aquí un local que puede servir de tienda!¡Perfectamente! Y me felicito de haber tenido esa idea.Compréndelo, me aburría mortalmente. No te puedesimaginar el aburrimiento que reina aquí. Al menos tengouna ocupación que me gusta. No creas que es una mara-villa. No, el recinto es mucho más modesto que nuestraantigua tienda. En comparación con aquélla es unabarraca. En nuestra ciudad me avergonzaría de semejan-

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te tenderete, pero aquí, donde tenemos que rebajar tantonuestras pretensiones…¿no es verdad, Józef? –y sonrióamargamente–. En fin, al menos se vive.Aquellas palabras me apenaron. Me sentí incómodo y mipadre se dio cuenta de que había empleado una expresiónpoco adecuada.– Veo que aún tienes sueño –siguió diciendo después deuna pausa–. Duerme un poco y después vienes a buscar-me a la tienda. ¿De acuerdo? Debo apresurarme para ir aver cómo van las ventas. No te puedes imaginar cuántasdificultades he tenido para obtener crédito, qué descon-fianza hay aquí hacia los viejos comerciantes, aunquetengamos un bien ganado prestigio de antaño… ¿recuer-das la óptica de la plaza? Nuestra tienda está justo al lado.Aún no tiene el rótulo, pero la encontrarás de todosmodos. Es difícil equivocarse. – ¿Sale sin abrigo? –pregunté con inquietud.– Se olvidaron de ponerlo en el equipaje, imagínate, nolo he encontrado en mi baúl, pero no me hace falta. Estetemplado clima, esta dulce aura…– Llévese el mío –insistí–. Cójalo, por favor.Pero mi padre ya se había puesto el sombrero, y, hacien-do un gesto de despedida, abandonó la habitación.No, ya no tenía sueño. Me sentía descansado, pero tam-bién con ganas de comer. Recordé con satisfacción el apa-rador repleto de pasteles. Me vestí pensando en tan diver-so y apetecible alimento. Decidí darle prioridad al dulcede manzana, aunque sin olvidar por ello los excelentesdulces recubiertos con piel de naranja. Me detuve ante elespejo para anudarme la corbata, pero su superficie,como un espejo cóncavo, no reflejaba mi imagen, que sehabía escondido en algún lugar de sus turbias profundi-

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dades. Intenté inútilmente retroceder o adelantarme pararegular la distancia, pero esa plateada y móvil bruma nodejaba escapar ningún reflejo.“Tengo que pedir otro espejo” –pensé–, y salí de la habi-tación.El corredor seguía sumido en la penumbra. La impresiónde solemne silencio se veía acrecentada por la llama azu-losa de un pequeño quinqué de gas que alumbraba en unrincón. En ese laberinto de puertas, recodos y esquinas,no podía recordar exactamente dónde se encontraba laentrada del restaurante. “Voy a ir a la ciudad” –decidí de repente–. Comeré algofuera. Seguro que encontraré una buena pastelería.Apenas hube franqueado la puerta me envolvió un airepesado, dulce y húmedo, característico de ese clima tanparticular. El habitual color gris de la atmósfera se habíahecho aún más oscuro. Era como si el día se viese a tra-vés de un crespón de luto.No me cansaba de contemplar el paisaje compuestocomo un nocturno: rizoma de oscuridad aterciopelada,paleta de umbríos y matizados grises virando al ceniza,que se expandían en ahogadas notas. En esos profundospliegues el aire tocaba mi rostro como un paño húmedo.Tenía una dulcimbre marchita como el agua de lluviaestancada.Una vez más me envolvió el susurro de los bosques oscu-ros que regresaba sobre sí mismo, esos profundos acordesque conmueven los espacios, más allá del límite de loaudible. Me encontraba en el patio, detrás del Sanatorio.Observaba las altas paredes del ala posterior del edificioprincipal, construido en forma de herradura: todas lasventanas estaban cerradas con postigos negros. El

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Sanatorio dormía profundamente. Atravesé una puertade hierro forjado. Muy cerca de ella había una enormecaseta para el perro, vacía. Poco tiempo después ya mehabía fundido en el umbrío bosque. Caminaba a tientasen aquella tiniebla sobre un tapiz crujiente de agujas depino. En un momento dado comenzó a clarear y vi per-filarse entre los árboles los contornos de las casas. Unoscuantos pasos bastaron para llevarme hasta el centro deuna amplia plaza. ¡Qué extraño y confuso parecido con la plaza mayor denuestra ciudad natal! ¡Cómo se asemejan, en realidad,todas las plazas del mundo! ¡Hay en ellas las mismas casasy las mismas tiendas!Las aceras estaban casi desiertas. De un cielo gris descen-día un alba miserable y tardía, fuera del tiempo. Podíaleer rótulos y letreros sin dificultad, pero no me habríasorprendido si me hubieran dicho que nos encontrába-mos en plena noche. Sólo estaban abiertas algunas tien-das. Las demás tenían el cierre a medio bajar, o se acaba-ban de cerrar apresuradamente. Un aire vivo y poderoso,rico y lleno, absorbía en determinados lugares una partede la escena y borraba como una húmeda esponja algu-nas casas, un farol, alguna grafía de un rótulo. A vecescostaba levantar los párpados adormecidos por la modo-rra. Me dispuse a buscar la tienda del óptico menciona-da por mi padre. Habló de la misma como si yo estuvie-se al corriente de los asuntos locales. ¿Acaso no sabía queme encontraba aquí por primera vez? Sin duda, ahorasus ideas parecían confusas. Mas, ¿qué podía esperarse deun padre que sólo estaba vivo a medias y tenía una vidarelativa, limitada por tantas restricciones? Era preciso–por qué disimularlo– mucha buena voluntad para reco-

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nocerle una especie de existencia. Era un penoso sucedá-neo de vida que dependía de la indulgencia general, deese consensus omnium del que extraía su savia.Evidentemente, esta triste apariencia sólo podía mante-nerse en la realidad si todos se ponían de acuerdo paracerrar los ojos ante las extrañas circunstancias de su situa-ción. La más leve oposición podía hacerla vacilar, elmenor síntoma de escepticismo la echaría por tierra.¿Podía asegurarle el sanatorio del doctor Gotard, con sucerrada atmósfera, esa benévola tolerancia, protegerlo delos fríos vientos de una crítica racional? Era bastante sor-prendente que mi padre, en esa situación constantemen-te amenazada, conservara incluso un buen aspecto.Me alegré al ver la pastelería con aquel escaparate rebo-sante de pastas y tartas. Mi apetito vino en mi ayuda.Abrí una puerta acristalada con el rótulo de HELADOSy entré en un oscuro local que olía a café y vainilla. Delfondo de la tienda salió una muchacha, cuyo rostro que-daba velado por la penumbra, y atendió mi solicitud.Después de tanto tiempo, al fin, podía saciarme de deli-ciosos buñuelos que mojaba en el café. Allí, en aquellaoscuridad, rodeado por los arabescos del amanecer, mien-tras engullía un pastel tras otro, notaba esa umbrosidadintroducirse bajo mis párpados y apoderarse furtivamen-te de mí con tibias pulsaciones, con un rumor de delica-das caricias. Al final sólo el rectángulo de la ventana des-tacaba en la oscuridad, como una mancha gris. Entoncesgolpeé inútilmente con mi cuchara sobre la mesa: nadieapareció para cobrarme la consumición. Finalmente, dejéuna moneda de plata y salí a la calle.La librería de al lado aún estaba iluminada. Los depen-dientes ordenaban los libros. Pregunté por la tienda de

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mi padre. “Justo la segunda tienda después de la nuestra”,me indicaron. Un muchacho servicial incluso me acom-pañó para mostrármela. La puerta de acceso era acristala-da, el escaparate aún sin instalar estaba recubierto depapel gris. Desde el primer momento me di cuenta, consorpresa, que la tienda estaba llena de compradores. Mipadre se encontraba detrás del mostrador y, mientrasmordía incesantemente su lápiz, realizaba las sumas deun importante pedido. Inclinado sobre el mostrador, elcliente para quien estaba preparando esa nota seguía conel índice cada nueva cifra y contaba a media voz. Losdemás miraban en silencio. Mi padre me echó una mira-da por encima de sus gafas y, mientras mantenía su dedoen el artículo en que se había detenido, me dijo: “Hayuna carta para ti, está en el escritorio, entre los papeles”;después de lo cual se sumió de nuevo en sus cálculos.Mientras tanto, los empleados separaban las mercancíasvendidas, las envolvían y ataban. Sólo había tejidos enalgunos estantes. Otros –la mayor parte– estaban vacíos.– ¿Por qué no se sienta? –pregunté a mi padre, a la vezque me acercaba hacia el mostrador–. Tan enfermo comoestá y no se cuida nada. Mi padre levantó la mano con ademán evasivo, como siquisiera alejar mis argumentos y no interrumpir suscuentas. Parecía en muy mal estado. Se hacía evidenteque sólo una excitación artificial, una actividad febril sos-tenía sus fuerzas que ahora parecían retroceder acercandoel instante de su definitivo hundimiento.Busqué en la mesa del escritorio. En vez de una cartaparecía más bien un paquete. Algunos días antes habíaescrito a una librería encargando una obra pornográfica yahora me la enviaban a este lugar: tal vez dieron con mi

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dirección, o, aún mejor, con la de mi padre, a pesar deque éste acababa de abrir la tienda y la misma carecía aúnde rótulo o nombre. ¡Qué encomiable servicio de infor-mación, qué organización más digna de los mejores elo-gios! ¡Y qué sorprendente rapidez!– Puedes leer con más comodidad en la trastienda –dijoentonces mi padre, lanzándome una mirada de disgus-to–. Como ves, aquí no hay sitio.La trastienda se hallaba aún vacía. Un poco de luz se fil-traba allí a través de la puerta acristalada. De las paredescolgaban los abrigos de los dependientes. Abrí la cartay comencé a leerla bajo la débil luz que llegaba dela tienda. En ella se me comunicaba que el libro solicitado no seencontraba, lamentablemente, entre sus fondos. Habíanllevado a cabo alguna búsqueda, pero hasta el momentosin resultado alguno; la firma se permitía enviarme,mientras tanto, sin ningún compromiso por mi parte, undeterminado artículo que, en su opinión, podía interesar-me. Y seguía la complicada descripción de un anteojoastronómico plegable, dotado de un gran poder deaumento y, además, de otras interesantes cualidades.Intrigado, saqué del embalaje aquel instrumento hechocon una especie de tela negra laqueada, rígido, plegadoen forma de acordeón. Siempre he tenido debilidad porlos telescopios. Comencé a desplegar el armazón del apa-rato, replegado sobre sí mismo en distintas secciones. Vi,entonces, cómo crecía entre mis manos un enorme fuelletensado por finas varillas que alargaba su vacía capotahasta abarcar casi toda la superficie de la habitación, unlaberinto de oscuras celdillas, como un prolongado seg-mento de recámaras oscuras que se unían entre sí. Aquel

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conglomerado de piezas recordaba un largo carruaje detela laqueada, una especie de accesorio teatral que inten-taba imitar la solidez de lo real con su material de papely arpillera. Acerqué un ojo al extremo negro de la lente ypude ver al fondo, apenas vislumbrándola, la fachadaposterior del Sanatorio. Lleno de curiosidad, me hundíaún más en la cámara del aparato. Ahora podía seguircon el objetivo los pasos de la enfermera que, con unabandeja en la mano, avanzaba por la penumbra del pasi-llo. Ella se volvió, con una sonrisa a flor de labios. “¿Meestará viendo?”, me pregunté. Una invencible somnolen-cia recubría mis ojos con una bruma. Yo me encontrabasentado detrás de la lente como en un coche. Con unligero movimiento de la palanca el aparato tembló comouna mariposa de papel al batir las alas: sentí que se poníaen movimiento y me arrastraba hacia la puerta. Como una enorme oruga negra, el aparato se dirigióhacia la habitación iluminada –tronco articulado, grancucaracha de papel, con dos imitaciones de faros delan-teros–. Los compradores retrocedieron en desorden anteaquel dragón ciego, los dependientes abrieron de par enpar la puerta de la calle y me fui de ese modo, lentamen-te, en aquel carruaje de papel, entre dos filas de personasque seguían con una indignada mirada aquella partidaverdaderamente escandalosa.

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III

Así se vive en esta ciudad y así pasa el tiempo. La mayorparte del día se duerme y no sólo en la cama. A este res-pecto, las exigencias son mínimas. En cada lugar y encada momento siempre se está dispuesto a dejarse caer enun frugal sueño, apoyándose en la mesa del restaurante,en el landó, o incluso de pie, en el vestíbulo de cualquiercasa en la que se ha entrado un momento para ceder a esairreprimible necesidad de sueño.Al despertarnos, todavía torpes y vacilantes, reanudamosla conversación interrumpida y proseguimos nuestrapenosa marcha. Así, mientras se recorre el camino, des-aparecen no se sabe dónde largos espacios de tiempo,perdemos nuestro control sobre la sucesión del día, y,finalmente, acabamos por desinteresarnos abandonandosin pena el esqueleto de una cronología ininterrumpidaque nos había acostumbrado a observar atentamente eluso y la severa disciplina cotidiana. Hace mucho quehemos sacrificado esa constante disposición a rendircuentas del tiempo pasado, esa escrupulosa manía decontabilizar hasta el último minuto las horas gastadasque constituían la ambición y el orgullo de nuestra eco-nomía. Asimismo, tiempo hace que –de esas virtudes car-dinales que no conocen nunca ni dudas ni faltas–, no-sotros hemos capitulado.Algunos ejemplos pueden servir para ilustrar esa situa-ción. En cualquier momento del día o la noche –los débi-

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les matices del color del cielo apenas marcan la diferen-cia–, me despierto cerca de la balaustrada del puente queconduce al Sanatorio. Es la hora del crepúsculo. Quizá,vencido por el sueño, debí errar durante mucho tiemposin conciencia por la ciudad antes de poder llegar hastaaquí, mortalmente cansado. No puedo decir si duranteese recorrido me acompañó el doctor Gotard, que ahoraestá a mi lado argumentando sobre lo que parece ser elfinal de un largo razonamiento. Empujado por su propiaelocuencia, me agarra del brazo y me lleva consigo.Continuamos, y, aun antes de atravesar las chirriantestarimas del puente, me vuelvo a dormir. A través de mispárpados entrecerrados veo confusamente la persuasivagesticulación del doctor, su sonrisa destacando en subarba negra, y trato de comprender ese capítulo, eseargumento decisivo que culmina su demostración, mien-tras con un gesto triunfal se detiene un instante, abrien-do los brazos. No sé durante cuánto tiempo hemos mar-chado uno al lado del otro, sumidos en una conversaciónplagada de malentendidos, cuando, re p e n t i n a m e n t e ,vuelvo a sentirme lúcido: el doctor Gotard ya no está y esnoche profunda. Pero eso se debe a que tengo los ojoscerrados. Los abro y me encuentro en la cama, en mihabitación, a la que he regresado no sé cómo.He aquí un ejemplo aún más sorprendente. A la hora dela comida entro en un restaurante de la ciudad, en el queabunda el desorden y un confuso ruido de voces. Y, ¿aquién veo en medio de la sala, ante una mesa que secomba bajo el peso de los platos? A mi padre, que es elblanco de todas las miradas, y él, resplandeciente y excep-cionalmente animado, como en éxtasis, se inclina afec-tadamente a derecha e izquierda y mantiene una prolija

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conversación con toda la concurrencia. Con un ímpetuartificial que no pude observar sin cierta inquietud, nocesa de pedir platos diferentes que se amontonan sobre lamesa. Se complace en reunirlos a su alrededor, aun cuan-do no haya acabado el primero. Mientras chasquea la len-gua, mastica y habla al mismo tiempo, demuestra con susgestos y su mímica estar muy satisfecho con ese banque-te y, con mirada aprobadora, sigue a Adas, el camarero,dándole sin cesar nuevas órdenes. Y cuando el camarerocorre a transmitirlas, agitando su servilleta, mi padreatrae la atención de los demás con un gesto implorante ytoma a todos por testigos del innegable encanto de eseGanímedes. – ¡Es un muchacho inestimable! –exclama con una son-risa feliz entrecerrando los ojos–. ¡Un ángel! ¡Reconoz-can, señores, que es encantador!Me retiro de la sala disgustado sin que él me haya adver-tido. Si hubiera sido puesto allí por la dirección del hotelpara animar a los huéspedes no se hubiera comportadode forma mucho más provocativa y ostentatoria. Con lacabeza abotargada por el sueño, me desplazo un tantodesorientado por las calles, intentando regresar. Medetengo ante un buzón y apoyo mi cabeza contra él: yecho, así, una fugaz siesta. Finalmente encuentro a tien-tas, en medio de la oscuridad, la entrada del Sanatorio yme adentro en su interior. Mi habitación está a oscuras.Acciono el interruptor, que no funciona. Una corrientede aire frío entra por la ventana. La cama cruje en latiniebla. Mi padre levanta la cabeza y dice: – Oh, Józef, Józef. Hace dos días que estoy postrado aquí,sin ningún cuidado, los timbres parecen desconectados,nadie viene a verme y tú, mi propio hijo me abandonas,

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a mí, que estoy gravemente enfermo, para irte de muje-res a la ciudad. Mira cómo me palpita el corazón.¿Cómo conciliar ambos hechos? ¿Está mi padre en el res-taurante, poseído por una insana gula, o descansa en suhabitación retenido por una grave enfermedad? ¿O, talvez, hay dos padres? Nada de eso. Todo se debe a esarauda dislocación del tiempo que ya no es severamentecontrolado.Todos sabemos que ese elemento indisciplinado puedeser mantenido –mejor o peor–, por el recto camino gra-cias a incesantes cuidados, a una comprensiva solicitud, auna vigilante modificación de sus desviaciones.Desprovisto de esa tutela, tiende inmediatamente acometer infracciones, aberraciones extrañas, farsas impre-visibles, deformaciones bufonescas. Cada vez se percibemás claramente la disonancia de nuestros tiempos indivi-duales. El tiempo de mi padre y el mío ya nocoincidían.Dicho sea de paso, el reproche de costumbres disolutasque me hacía mi padre era una insinuación carente defundamento. Aún no he mantenido relaciones con muje-res. Indolente, como ebrio, de uno a otro sueño, apenasprestaba atención al bello sexo en mis momentos delucidez. Además, la inmisericorde penumbra de las calles nisiquiera permite ver los rostros. Lo único que he podidoobservar –como muchacho tengo un cierto interés poresas cosas–, es la personalísima manera de andar de esasseñoritas.Es un modo de andar inexorablemente rectilíneo, que notiene en cuenta ningún obstáculo y únicamente obedecea un ritmo interior, a una ley que ellas devanan con el

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hilo de su corto trote, lleno de precisión y de graciamesurada.Cada una lleva en sí misma su regla individual, tensacomo un resorte.Cuando caminan de esa forma, totalmente rectilínea,serias y concentradas, se diría que son víctimas de algunapreocupación: la de no perder nada de esa severa regla yno apartarse de ella ni un milímetro. Y entonces resultaevidente que lo que llevan en su interior con tanta reco-gida atención no es más que una cierta ideé fixe de supropia perfección, cuya fe en la misma constituye casiuna realidad. Se trata de una anticipación que ellas asu-men por su cuenta, sin ninguna garantía, es un dogmaintangible contra el cual la duda no puede hacer absolu-tamente nada. ¡Cuántas máculas e imperfecciones, cuántas narices res-pingonas o achatadas, cuántas pecas y granos puedenhacer pasar osadamente bajo la máscara de esa ficción!No hay fealdad ni vulgaridad que el impulso de esa fe nopueda elevar hasta el ficticio cielo de la perfección. Gracias a esa fe sus cuerpos embellecen, y las piernas–realmente bellas y elásticas, calzadas impecablemente–,lo dicen todo en sus andares, explican en el monólogofluido y brillante de sus pasos la riqueza de la idea que unhermético rostro silenciaba por orgullo. Esas muchachasmantienen las manos bien apretadas en los bolsillos desus cortas chaquetas. En el café, en el teatro, cruzan laspiernas que se descubren hasta la rodilla y su silencio eselocuente. Esta es una de las peculiaridades de la ciudad.Ya he hablado de la sombría vegetación. También mere-ce la pena observar, sobre todo, una especie de helechonegro, cuyos enormes haces metidos en frascos adornan

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aquí cada casa o lugar público. Es casi un símbolo deluto, el fúnebre emblema de la ciudad.

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IV

La vida en el Sanatorio se hace cada vez más insoporta-ble. No podemos negar que, simplemente, hemos caídoen una trampa. Desde mi llegada, cuando se urdieronante mi algunas apariencias de cierta hospitalidad, ladirección no se preocupó lo más mínimo por ofrecernosalgún cuidado aunque éste fuese ilusorio. Estamos aban-donados a nosotros mismos. Nadie se preocupa de nues-tras necesidades. Sé desde hace tiempo que los cableseléctricos se cortan justo encima de las puertas y no con-ducen a ninguna parte. Al personal tampoco se le ve.Durante el día y la noche, los pasillos permanecen sumi-dos en la oscuridad y el silencio. Estoy convencido de quesomos los únicos huéspedes de este Sanatorio y que lasmisteriosas y discretas muecas de la enfermera al abrir ocerrar las puertas de las habitaciones son sólo una misti-ficación.A veces me gustaría abrir de par en par esas puertas ydejarlas así, para desenmascarar la deshonesta intriga quenos envuelve. Sin embargo, no estoy completamente seguro de mis sos-pechas. En ocasiones, a altas horas de la noche, veo aldoctor Gotard en el pasillo, apresurado, con su bata blan-ca y una jeringa en la mano, precedido por la enfermera.En tales circunstancias me resulta difícil retenerlo y aco-rralarlo contra la pared con una pregunta definitiva.

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Si en la ciudad no hubiera un restaurante y una pastele-ría nos moriríamos de hambre. A pesar de mis ruegos aúnno he conseguido que me traigan una segunda cama.Tampoco hay manera de que nos cambien las sábanas. Debo confesar que el general relajamiento también nosha afectado. Meterse en cama con la ropa y los zapatospuestos fue siempre para mí, como para cualquier hom-bre civilizado, algo intolerable. Pero ahora regreso tarde,muerto de sueño. La habitación está sumida en la pe-numbra y un aire frío hincha las cortinas de la ventana.Entonces me dejo caer ciegamente sobre la cama y mecubro con las sábanas. Duermo así durante irregularesespacios de tiempo, días o semanas, viajando por los des-érticos paisajes del sueño, surcando las pendientes de larespiración: a veces descendiendo con un paso elástico deuna ligera prominencia, otras ascendiendo penosamentela pared vertical del ronquido. Al llegar a la cumbre, abar-co con la mirada el vasto horizonte de ese rocoso páramoonírico. En algún momento, en medio de lo desconoci-do, en un brusco giro de mis ronquidos, me despiertosemiconsciente y siento a mis pies el cuerpo de mi padre.Allí duerme, ovillado y pequeño como un gatito. Vuelvoa dormirme, con la boca abierta, y todo el panorama delpaisaje montañoso se desliza junto a mí formando olasmajestuosas.En la tienda, mi padre despliega una gran actividad: rea-liza transacciones y moviliza toda su elocuencia para con-vencer a los clientes. Esa animación da a sus mejillas untono sonrosado y brillo a sus ojos. En el Sanatorio, per-manece acostado, gravemente enfermo, igual que en casadurante las últimas semanas. No puede disimularse quesu fin se acerca. Y, con su débil voz, me dice:

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– Deberías pasar más a menudo por la tienda, Józef. Losdependientes nos roban. Yo ya no puedo con la tarea.Hace dos semanas que estoy en cama: los negocios van demal en peor, nadie se preocupa ni se hace nada. ¿No hayninguna carta de casa?Empiezo a lamentar toda esta aventura. No puede decir-se que hayamos tenido una feliz idea al enviar aquí a mipadre, seducidos por una ruidosa propaganda. Regresióndel tiempo… Efectivamente, suena bien, pero ¿qué es enrealidad? El tiempo que encontramos aquí ¿es honesto yválido, es un tiempo acabado de devanar de la madeja,con un olor de novedad y un color reciente? No, al con-trario. Es un tiempo desgastado, estropeado por losdemás, raído, transparente como un tamiz. No es nada extraño, se trata de una especie de tiempocomo vomitado –compréndaseme bien–, de un tiempode segunda mano. ¡Da lástima, Dios mío!…Y además, toda esa manipulación inconveniente deltiempo, esas perversas intrigas, esa manera de sorprendersu mecanismo por la espalda, esa arriesgada prestidigita-ción que juega con sus íntimos misterios… A veces se sie-nten deseos de dar un puñetazo en la mesa y gritar a ple-no pulmón: “¡Basta!” ¡No toquéis el tiempo! ¡No tenéisderecho a provocarlo! ¿No hay acaso suficiente espacio?El espacio es del hombre, podéis juguetear con él a vues-tro antojo, como saltimbanquis, saltar de astro en astro.Pero, por el amor de Dios, ¡no toquéis el tiempo!”.De otra parte, ¿acaso se puede exigir de mí que rompa elacuerdo establecido con el doctor Gotard? Por muy míse-ra que fuese la existencia de mi padre, al menos podíaverle, estar con él, hablarle. En realidad el doctor merecíatodo mi agradecimiento.

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Más de una vez he querido hablar con él abiertamente.Pero el doctor Gotard es inaccesible. Por ejemplo, laenfermera me dice que acaba de ir al restaurante. Cuandome encamino hacia allí, entonces ella vuelve sobre suspasos para decirme que se ha equivocado y que el doctorse encuentra en el quirófano. Me apresuro al primer pisomientras pienso en qué clase de operaciones lleva a cabo,alcanzo el vestíbulo y, obviamente, me hacen esperar: eldoctor Gotard saldrá enseguida, precisamente ha acaba-do una intervención quirúrgica y está lavándose lasmanos. Como si lo estuviera viendo: pequeño, metido ensu bata desabrochada, a grandes pasos recorriendo lassalas del hospital. Pero, ¿qué sucede? El doctor Gotard nisiquiera había estado allí, hacía años que no realizabaninguna operación. Dormía en su cuarto: sólo se vislum-braba su barba negra y se oían sus ronquidos, que inva-dían la estancia como un crescendo de nubes, acumulán-dose y arrastrando en su vuelo al doctor y su cama, cadavez más alto –patética ascensión a lomos de su ronquidoy el oleaje de las sábanas desplegadas. Aquí ocurren cosas todavía más extrañas, cosas queintento no ver, de un absurdo fantástico. Cada vez quesalgo de la habitación me parece que alguien se alejaapresuradamente de la puerta, y, después, desaparece porun pasillo lateral. O bien, alguien camina delante de mísin girarse: no es la enfermera. ¡Sé quién es! ¡Mamá!–exclamo, con la voz temblando de emoción–, y mimadre vuelve entonces la cabeza y me mira con una son-risa implorante. ¿Dónde estoy? ¿Qué ocurre? ¿En quétrampa he caído?

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V

No sé si es por influencia de la avanzada estación, perolos días adquieren un color más solemne, sombrío yoscuro. Es como si se viera el mundo a través de unosespejuelos negros.El paisaje evoca el fondo de un inmenso acuario de páli-da tinta. Árboles, hombres y casas se funden en negrassiluetas moviéndose como plantas submarinas en eseabismo de tonalidades tintadas.Por los alrededores del Sanatorio pululan camadas deperros negros: de todas las formas y tamaños, recorren alanochecer caminos y senderos, sumidos en sus asuntoscaninos, silenciosos, concentrados y atentos. Pasan en grupos de dos o tres, con el cuello tenso, las ore-jas aguzadas, lanzando cortantes aullidos de queja y pre-sos de extraña agitación. Absortos y apresurados, siempreen movimiento, siempre dirigiéndose hacia un objetivoincomprensible, apenas fijan su atención en los pasean-tes. Sólo ocasionalmente vuelven hacia ellos una miradasesgada, negra e inteligente –mientras siguen corriendo–,que trasluce un furor aplacado por la falta de tiempo. Aveces también ceden a su maldad y se lanzan a las piernasde alguien, con la cabeza gacha y un gruñido de malaugurio, pero se detienen a medio camino y emprendende nuevo su marcha a grandes saltos.No hay ningún remedio contra esa plaga de perros, mas¿por qué demonios la dirección del Sanatorio conserva

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ese enorme perro lobo, temible bestia encadenada, hom-bre-lobo de ferocidad satánica? Se me pone la carne de gallina cuando paso cerca de lacaseta donde está inmóvil, atado a una corta cadena, conel peludo cuello salvajemente erizado y la maquinaria desu poderosa boca llena de colmillos. Nunca ladra, pero susalvaje expresión se hace aún más horrible cuando ve a unser humano: sus rasgos viran hacia un indecible furor, y,levantando un poco su terrible boca, lanza convulsiona-do un ardiente aullido que sale de lo más profundo de suodio, en el que se concentra el dolor y la desesperación desu impotencia.Mi padre pasa indiferente cerca de esa feroz bestia cuan-do salimos juntos del Sanatorio. En cambio, a mí meestremece cada vez más esa viva manifestación de impo-tente odio. En esos momentos supero en dos cabezas a mipadre que, pequeño y delgado, me sigue con el corto yrápido paso de los ancianos.Al acercarnos a la plaza percibimos un movimientoinusual. Numerosas personas recorren las calles. Hastanosotros llegan los increíbles rumores de que un ejércitoenemigo ha entrado en la ciudad.En medio de la consternación general la gente se trans-mite informaciones alarmantes y contradictorias. Es difí-cil de comprender. ¿Una guerra que no ha estado prece-dida de gestiones diplomáticas? ¿Una guerra que inte-rrumpe una paz bondadosa y no perturbada por ningúnconflicto? ¿Una guerra contra quién, y por qué? Nosdicen que esa invasión enemiga ha alentado a un grupode descontentos, que se han echado a la calle con armasen la mano aterrorizando a la pacífica ciudadanía.Nosotros pudimos ver un grupo de esos insurrectos, ves-

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tidos de negro con blancos correajes cruzados sobre elpecho, avanzando silenciosamente, con los fusiles en ris-tre. La muchedumbre retrocedía al verlos y se apretujabaen las aceras, mientras ellos lanzaban miradas –por deba-jo de sus sombreros de copa–, sombrías e irónicas, des-iderátum altivo, un brillo de maliciosa alegría, y algo asícomo un guiño de complicidad, como si retuvieran unacarcajada capaz de desenmascarar toda esa mistificación.Algunos son reconocidos por la gente, pero las alegresexclamaciones se apagan pronto ante la amenaza de loscañones. Pasan a nuestro lado sin interpelar a nadie. Lascalles vuelven a llenarse de una muchedumbre inquieta,silenciosa y taciturna. Un confuso rumor se propaga porla ciudad. Parece como si a lo lejos se oyeran las detona-ciones de la artillería y el rodar de los cañones. – Tengo que llegar a la tienda –dice mi padre, pálido perodecidido–. No hace falta que me acompañes –añade–, noharías más que estorbarme. Es mejor que regreses alSanatorio.La voz de la cobardía me hizo obedecer. Aún pude vercómo mi padre se abría paso entre el abigarrado gentío ydespués se perdía de vista.Entre un dédalo de callejuelas laterales me escabullohacia la parte alta de la ciudad, al darme cuenta que, deesa manera, podía evitar el centro que se encontraba blo-queado por una masa humana. Allí, en aquella zona de la urbe, apenas se veían algunosgrupos que, finalmente, terminaron por dispersarse. Yocontinuaba avanzando, ahora ya más tranquilo, por lospaseos vacíos del parque municipal. Las farolas ardíancon una llama débil y azulosa, como fúnebres asfódelos.Alrededor de cada una se agitaba un enjambre de abejo-

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rros, pesados como balas de fusil, con un vuelo sesgado yvibrante. Algunos habían caído al suelo, y se veían aquí yallá arrastrando penosamente su caparazón enorme yduro bajo el que intentaban replegar las delicadas mem-branas de sus alas. La gente zigzagueaba por los paseos yentre el césped de la alameda, hilvanando despreocupa-das conversaciones. Los últimos árboles se inclinabansobre los patios de las casas que se encuentran más abajo,adosadas al muro del parque. Caminaba a lo largo de esemuro: un muro bajo desde el que podía ver, al otro lado,un desnivel que llegaba hasta los patios formando escar-paduras de la altura de un piso.En un punto dado una rampa de tierra endurecida atra-vesaba los patios y se unía al muro. Franqueé sin dificul-tad una balaustrada y, a través de ese estrecho dique quecorría entre los bloques de casas, me encontré en la calle.Mis cálculos, asentados en un afortunado sentido de laorientación, resultaron ser exactos: me encontraba casi ala altura del Sanatorio, cuya parte trasera aparecía antemí, con su atenuada blancura enmarcada en la frondo-sidad umbría. Como de costumbre, entré por el patio posterior, atrave-sé la puerta metálica y vi desde lejos al perro en su case-ta. Igual que en anteriores ocasiones, me siento sobreco-gido por una extraña y poderosa aversión cuando lo veo.Quiero evitarlo lo más pronto posible para no oír el des-garrado gemido que sale del fondo de su ser, cuando,lleno de terror y sin dar crédito a lo que veían mis ojos,lo veo saltar lejos de su caseta y correr para hacerme fren-te, entre sordos ladridos que parecían salir de un tonel.Anonadado, retrocedí hacia el rincón más lejano delpatio, y, mientras buscaba instintivamente un refugio,

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me escondí bajo una pequeña pérgola, consciente de lainutilidad de mis esfuerzos. La peluda bestia se acercó agrandes saltos; cuando su boca asomó a la entrada delrecinto me vi entonces como cogido en una trampa.Lleno de un pavor mortal, pude darme cuenta de que lacadena que lo sujetaba ya había dado todo de sí y que,por ello, la pérgola quedaba fuera del alcance de sus col-millos. Aún aterrado, apenas podía calmarme. Tamba-leándome y a punto de desvanecerme miré al animal.Nunca antes lo había visto tan de cerca y fue en ese pre-ciso momento cuando se me cayó la venda de los ojos.¡Qué grande es el poder de la sugestión y del miedo! ¡Quéceguera! Era un hombre. Un hombre encadenado al que,con una simplista aproximación metafórica, yo habíatomado por un perro. Entiéndaseme bien. Indudable-mente era un perro, pero bajo forma humana. La natura-leza canina es un factor interno que puede revestir–exteriormente– una envoltura animal o humana. Aquelque se encontraba delante de mí a la entrada de la pérgo-la, con su bocaza abierta, mostrando todos los dientescon un terrible gruñido, era un hombre de talla media,con barba negra. En su rostro amarilloso y huesudo, ful-guraban unos ojos negros, aviesos y desgraciados. A juz-gar por su negra vestimenta y su barba recortada, se lepodría tomar por un intelectual, por un investigador.Podía ser un malogrado hermano mayor del doctorGotard. Mas, esa primera apariencia era engañosa. En-seguida se vio desmentida por las enormes manos en lasque aún conservaba restos de pegamento, por dos bruta-les y cínicos surcos que salían de ambos lados de la narizy se perdían en la barba, por las vulgares arrugas horizon-tales que se dibujaban en su estrecha frente.

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Era un encuadernador, un hombre vociferante, agitadorde mítines y activista violento atormentado por pasionesexplosivas. Y a causa de sus pasiones desatadas, del eriza-miento convulso de sus fibras, de esa furia demencial espor lo que ladraba ciegamente contra la punta del bastón,convirtiéndose en perro al cien por cien.Si franqueara la balaustrada del fondo –pienso– meencontraría totalmente fuera de su alcance y podría llegara la entrada del Sanatorio. Estaba a punto de subir por larampa, pero me detuve súbitamente en la mitad delmovimiento, sintiendo que sería demasiado cruel por miparte irme de ese modo y abandonarlo a su oscura rabia.Imaginé su terrible decepción, su inhumano dolor alverme salir de la trampa y alejarme para siempre. Mequedé. Me acerqué a él y dije con una voz tranquila,natural: “Cálmese, le voy a soltar”. Al oír esas palabras su rostro convulsionado por temblo-res, vibrante de gruñidos, se relajó y apaciguó, y aparecióun rostro casi humano. Me acerqué a él sin temor y de-saté su collar. Ahora caminábamos uno junto al otro. Elencuadernador llevaba un traje negro de buena calidad,pero iba descalzo. Intenté entablar una conversación, masde su boca sólo salió un incomprensible balbuceo.Aunque en sus ojos negros y elocuentes puedo adivinarun apego manifiesto que diluye mi temor. En ocasionesse golpeaba contra alguna piedra o trozo de arcilla, y, bajoel efecto de la conmoción su rostro parecía romperse,descomponerse, como presa de un oscuro miedo a puntode saltar, tras el que se agazapaba una ferocidad que encualquier momento convertiría ese rostro en un nido devíboras. Entonces lo llamé al orden con una advertenciasevera pero amistosa. Incluso le di palmadas en la espal-

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da. A veces asoma a su cara una sorprendida sonrisa, rece-losa e incrédula. ¡Oh, cómo me pesaba esa terrible amis-tad! ¡Cómo me asustaba esa singular simpatía! ¿Cómodeshacerme de ese ser que caminaba a mi lado y pegabasu mirada a mi rostro, con todo el calor de su alma cani-na? Sin embargo, no podía dejarle ver mi impaciencia.Saqué la cartera y dije con voz decidida: – Supongo que necesita usted dinero, con mucho gustose lo prestaré.Pero, al ver la cartera, adquirió un aspecto tan terrible-mente hosco que la guardé inmediatamente. Durante unlargo momento no pudo calmar ni dominar sus rasgos,convulsionados por un alarido. No, no podía soportarlomás tiempo. Cualquier cosa antes que eso. Así, pues,todo se había complicado de tal forma que ya no habíasalida posible. El resplandor de un incendio se elevabapor encima de la ciudad. Mi padre, en medio de la revo-lución, en la tienda presa de las llamas; el doctor Gotardfuera de mi alcance, y, además, la inexplicable apariciónde mi madre con una misión secreta… Son los eslabonesde una grandiosa e incomprensible intriga desarrollada ami alrededor. ¡Huir, huir de aquí! A cualquier sitio.Sacudirse esta horrible compañía, librarse de este encua-dernador que apesta a perro y no me quita el ojo de enci-ma. Nos encontrábamos ante la entrada del Sanatorio.– Por favor, acompáñeme a mi habitación –le dije, conun amable gesto.Los ademanes civilizados le fascinan, adormecen su salva-jismo. Le hice entrar cediéndole el paso y le ofrecí unasilla. – Voy al restaurante a buscar coñac –dije.

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Él se levantó atemorizado con intención de acompañar-me. Logré calmarlo con una suave firmeza: – Usted se quedará aquí sentado y me esperará tranqui-lamente –conseguí articular con una voz profunda yvibrante en cuyo fondo había un secreto pavor.Volvió a sentarse esbozando una insegura sonrisa. Salí ycaminé lentamente por el pasillo, bajé las escaleras, atrave-sé el corredor buscando la salida, franqueé el portal, dejéatrás el patio, cerré la puerta de hierro y comencé a corre r–todo lo que mis piernas daban de sí, con el corazó nlatiéndome violentamente, las mejillas ardiendo–, por lasombría alameda que conduce a la estación de ferro c a r r i l .En mi cabeza se agolpan una serie de imágenes, a cadacual más pavorosa. La inquietud del monstruo, su terror,su desolación cuando comprendiera que le había engaña-do. La renovación de su furor, su reincidente y oscurarabia explotando inmisericorde. El regreso de mi padre alSanatorio, que golpeará la puerta tranquilamente, sintemer nada, y se encontrará frente a frente con la pavo-rosa bestia.Es una suerte que mi padre no esté verdaderamente vivo,y que todo esto no pueda ya afectarle –me digo para tran-quilizarme. Ahora veo ante mí un convoy de sombríos vagones dis-puesto para la salida. Subo a uno de ellos y el tren, comosi hubiera estado esperándome, se pone en marcha suave-mente, sin silbar.Por la ventanilla puede verse una vez más cómo se desli-za lentamente ese inmenso aguafuerte del horizonte,pleno de bosques sombríos y ululantes, en medio de loscuales destaca la blancura del Sanatorio. ¡Adiós, padre,adiós ciudad que nunca volveré a ver!

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Desde entonces viajo, viajo continuamente, de algúnmodo he elegido un domicilio en la vía férrea, en la quese tolera mi presencia y se permite que deambule devagón en vagón. Los compartimentos, grandes comohabitaciones, están llenos de paja y desperdicios. Lascorrientes de aire los atraviesan de parte a parte en losdías grises e incoloros. Mis ropas se han hecho trizas. Me han dado un usadouniforme de empleado de ferrocarril. Tengo el rostro ven-dado a causa de una mejilla inflamada. Dormito sobre lapaja y sueño, y cuando tengo hambre voy al pasillo, fren-te a los compartimentos de segunda clase y canto. Y melanzan monedas a mi gorra, a mi negra gorra de ferrovia-rio, cuya visera se deshilacha.

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En las raíces de ese nuevo texto de la prosa de Schulz yaceel sueño de la renovación del mundo, un poderoso sueñocapaz de admirar la inspiración y desencadenarla:la antigua creencia humana sofocada y escondida,la belleza secreta de las cosas sólo espera a alguieninspirado que la libere para desbordarse a través delmundo bajo la forma de una invasión dichosa. Esaantigua creencia de los místicos se hace carne en estelibro, desarrollándose como una particular escatologíaen el círculo legendario cuya trama está compuesta porlos fragmentos de todas las culturas y mitologías,d e s velándose en una fabulística deslumbrante yenigmática. Llama la atención que esa fabulística siendotan rica en elementos culturales tenga un carácterestrictamente particular y único, que se emplee en ellauna terminología innovadora y personal, creando así unn u e vo corpus compuesto por las más antiguase inmemoriales ensoñaciones humanas. Esas ensoñacio-nes al liberarse de las cadenas del cuerpo, al transformarla vida con el influjo de la poesía, encontraron en la prosade Schulz su nueva patria, su clima abonado, en el quebrotan con la exuberancia de la vegetación tropical:una infancia legendaria llena de milagros, encantamien-tos y transformaciones. Lo extraño y lo cotidiano,la taumaturgia y la magia de la calle, el sueño y larealidad, y todo, todo entreverado en la más oceladay reverberante fábula.

Bruno SCHULZ

ISBN 13: 978-84-96817-74-6

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