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Gustav Meyrink

RELATOSTraducción:

Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:

Le Cardinal NapellusÉditions du Panama, 2006

© Primera edición: 2012© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-21-0

MALDOROR ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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RELATOS

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El cardenal Napellus

No sabíamos mucho de él, aparte de quese llamaba Hieronymus Radspieller yque, año tras año, vivía en un ruinosocastillo en el que había alquilado unaplanta completa para su exclusivo uso.Decoró las estancias con un mobiliarioantiguo y muy caro. El propietario –unvasco ajado y taciturno–, sirvió durantemucho tiempo a una familia de noblelinaje que se fue marchitando en lasoledad y melancolía de ese castillo.Castillo que, por lo demás, el vascoheredó legítimamente. Aquel quetraspasaba el umbral de esas estanciasacababa por sentirse totalmente deso-rientado por el súbito cambio: venía deatravesar una región desierta, salvaje,donde no se oía ni el canto de un pájaro

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y donde cualquier signo de vida parecíaausente: sólo, de vez en cuando, losdecrépitos y enmarañados tejos dejabanoír sus gemidos bajo la violencia delviento, en tanto que el lago sombrío,abierto como un ojo que mira al cielo,reflejaba el paso de las blancas nubes.Hieronymus Radspieller se pasaba casitodo el día en su bote desde el que deja-ba caer al agua, suspendido de la puntade un largo y fino hilo de seda, undestellante huevo de metal, como unasonda para medir la profundidad dellago.Posiblemente trabaje para alguna socie-dad geográfica –nos dijimos, cuando unanoche, al regreso de una partida depesca, pasamos algunas horas en la bi-blioteca que Radspieller había gentil-mente puesto a nuestra disposición. “Hoy, casualmente, supe por boca de lavieja repartidora que lleva las cartas alotro lado de la montaña, que corre elrumor de que Radspieller estuvo en unconvento en su juventud, y que se flage-laba todas las noches –su espalda y bra-

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zos conservan aún las cicatrices, –nosdijo M. Finch cuando la conversaciónvolvió a recaer una vez más sobre nues-tro anfitrión. A propósito ¿dónde estaráa estas horas? Ya son más de las once.–Hoy hay luna llena –dijo GiovanniBraccesco, y, con su descarnada manonos señaló a través de la ventana el bri-llante sendero que discurría al borde dellago. Podremos ver su bote fácilmente siescrutamos el horizonte.” Poco después, oímos pasos en la esca-lera. Pero era Eschcuid, el botánico, queregresaba de su paseo más tarde que decostumbre y quien ahora entraba en labiblioteca. Sostenía entre sus manos una planta degran envergadura que tenía esplen-dentes flores de un azul acerado. “Sin duda es el ejemplar más bello deesta especie que hasta ahora he encon-trado; nunca hubiera creído que elacónito pudiese crecer hasta talesalturas” –dijo con voz apagada tras salu-darnos. Luego, con sumo cuidado, a finde que la planta no perdiese ninguna de

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sus hojas, la colocó sobre el alféizar de laventana. Pensé entonces que a él no le iba mejorque a nosotros, y tuve la impresión deque M. Finch y Giovanni Braccesco pen-saban en ese momento lo mismo que yo.Viejo como es, no cesa en su errancia yva de acá para allá sobre esta tierra,como alguien que busca su tumba sinpoder encontrarla, y colecciona plantasque mañana estarán marchitas. ¿Porqué? ¿Para qué? Eso es algo que pareceno importarle. Sabe que su quehacercarece de objetivo, como nosotros losabemos del nuestro, y, lo que es peor, ladesoladora certeza de que nada tieneuna finalidad, de que todo lo que se llevaa cabo, ya sea algo grande o pequeño, sehabrá extinguido en el transcurso de laexistencia: y esa certeza, sin duda, debehaberle desmoralizado. Desde nuestrajuventud somos como agonizantes cuyosdedos tantean inquietos las ropas decama, sin saber muy bien a qué asirse:agonizantes que súbitamente adquierenconciencia de que la muerte está en su

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habitación y a la que no le importa sabersi estos juntan las manos o cierran lospuños. “¿A dónde irá cuando haya terminado latemporada de pesca? –preguntó elbotánico, tras echarle una última miradaa su preciada planta y sentándose indo-lente a nuestra mesa. M. Finch se mesólos cabellos; luego, sin alzar la vista,comenzó a darle vueltas a un anzueloque tenía en la mano y se encogió dehombros.“No lo sé –respondió Giovanni Braccesco,después de unos segundos, como si lapregunta le hubiese sido hecha personal-mente. Pasó una hora en un silencio de plomo,aunque yo podía oír el latido de mi san-gre en las sienes.Finalmente, la cara pálida y rasurada deRadspieller asomó en el marco de lapuerta.Tenía su aire habitual, tranquilo y relaja-do, y su mano permaneció firme cuandose sirvió una copa de vino y brindó porlos presentes, aunque lo envolvía algo

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indefinible y turbador, insólito, que notardó en apoderarse también de noso-tros. Sus ojos, que habitualmente pare-cían cansados e indiferentes y cuyaspupilas nunca se contraían ni dilataban,como en aquellos que sufren de la médu-la espinal, y que parecían no reaccionara la luz –como si fuesen botones de sedagris con un punto negro en el centro,según a menudo decía M. Finch–, reco-rrían hoy las paredes y los estantes delibros, afiebrados e inquietos, sin quedarfijos en ninguna parte.Giovanni Braccesco inició la conver-sación hablando de nuestros diferentesmétodos para pescar esos ancestrales si-luros cubiertos de musgo que viven unanoche eterna en los abismos del lago,que jamás ven la luz del día y desdeñancualquier cebo que les ofrezca la natu-raleza. Sólo se dejan seducir por las for-mas más extrañas que el pescador puedainventar: láminas brillantes y plateadasen forma de mano humana, que, sujetasal sedal de la caña, bailan la giga, o bienmurciélagos de rojo cristal con anzuelos

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pérfidamente incrustados en las alas.Radspieller no le escuchaba. Su pensa-miento estaba en otra cosa. Súbita-mente, estalló, como cuando alguien quedurante años ha guardado un terriblesecreto, de pronto, en un instante, se li-bera del mismo exclamando: “Hoy, porfin... mi sonda tocó fondo.” Nosotros nos miramos, completamentedesconcertados. Yo estaba tan sorprendi-do por el tono vibrante y extraño de suspalabras que, durante un largo instante,apenas pude comprender lo que decíasobre la manera de sondear el fondo dellago: al parecer, había allí en el fondo, enlos abismos, a miles de brazas, vertigi-nosos torbellinos que arrastraban lasonda, la mantenían en suspensión y leimpedían tocar fondo, a menos que sediese un feliz azar. Y de nuevo, de sus palabras surgió estainsólita declaración como un fogonazo:“Es el lugar más oculto y profundo de latierra al que pudo llegar un instrumentohecho por la mano del hombre.” Estaspalabras se grabaron a fuego en mi con-

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ciencia sin llegar a comprender por qué.Un equívoco fantasmal se ocultaba enaquellas palabras como si un personajeinvisible habitase en él; como si sehubiese dirigido a mí con símbolossecretos por medio de Radspieller.No podía apartar la vista de su rostro:¡qué evanescente e irreal me pareció depronto todo aquello! Si cerraba los ojosun instante, podía verlo aureolado porpequeñas llamas azulosas, “¡los fuegosde San Telmo de la muerte!”, estuve apunto de decir. Tuve que apretar loslabios para no gritar esas palabras.Acudieron a mi memoria algunos pasajesde libros escritos por Radspieller. Librosque yo había leído en mis horas de ocio,maravillado por su erudición. Había enellos vehementes ataques contra lareligión, la fe, la esperanza, y contratodo eso que hay de promisión en laBiblia. Es el rechazo, pensé, de las expe-riencias de su juventud. Consumido porlos tormentos de una vida ascética, pasódel ámbito de los deseos sin límites al delas pasiones terrestres. Es el movimiento

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pendular del destino que balancea alhombre. De la luz a las tinieblas. Tuveque hacer un esfuerzo para escapar a laparalizante somnolencia que hacía presaen mis sentidos, y fustigué entonces miánimo para seguir el relato de Radspie-ller. Sus primeras palabras seguían per-cutiendo en mí como un susurro incom-prensible. Sostenía en la mano la sonda de cobre, yla hacía girar de uno a otro lado; a la luzde la lámpara, despedía destellos comouna joya. “Pescadores entusiastas como ustedes–dijo–, conocen esa excitante sensaciónque se da cuando el sedal se tensa repen-tinamente y –a una profundidad dedoscientas brazas–, sentimos que hamordido el anzuelo un enorme pez yque, en un instante, un monstruo verdi-noso va a salir a la superficie y azotará elagua hasta cubrirla de espuma.“Multipliquen esa sensación por mil, ytal vez comprendan entonces lo que yosentí cuando ese trozo de metal meanunció al fin: he tocado fondo. Fue

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como si mi mano hubiese llamado a unapuerta. Es el final de un trabajo que duródecenios –añadió en voz baja para símismo–, y la angustia hacía vibrar suvoz, como preguntándose ahora: pero,¿qué haré mañana?–Ahí es nada para la ciencia que unasonda haya tocado el punto más profun-do de la corteza terrestre –dijo el botáni-co Eshcuid.–¡Para la ciencia, para la ciencia!”–repetía Radspieller, como ausente,mientras nos contemplaba con aireinterrogativo. “¡Qué me importa a mí laciencia!” –dijo finalmente.Acto seguido, se levantó raudamente ycomenzó a moverse de un lado a otropor la pieza.“Para usted como para mí, la ciencia esalgo accesorio, mi querido profesor–dijo–, volviéndose de pronto haciaEshcuid. Llámela por su verdadero nom-bre: la ciencia sólo es un pretexto paranosotros; para hacer algo, no importaqué. La vida, la terrible y despiadadavida nos ha endurecido el alma, ha vio-

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lado nuestro yo más íntimo, y, para noestar siempre gritando de dolor,andamos detrás de caprichos puerilespara olvidar lo que perdimos. ¡Sólo paraolvidar! ¡Pero no nos engañemos anosotros mismos!” Todos permanecimos en silencio.“Aunque también existe otro sentido ennuestros caprichos –prosiguió, mientrasuna creciente inquietud se apoderaba deél. He llegado a pensar esto poco a poco,gradualmente. Un sutil instinto mentalme dice que cada acto que realizamostiene un doble sentido mágico; lo ciertoes que no podemos hacer nada que nosea mágico... Yo sé muy bien por qué hesondeado el lago durante casi la mitadde mi vida. Y también sé qué significadotiene que por fin haya logrado tocarfondo, y gracias a este largo y fino sedal,a través de los torbellinos, establecí con-tacto con un reino al que no llegan losrayos del sol, ese sol cuyo mayor placeres dejar morir de sed a sus criaturas. Loque ocurrió hoy es un acontecimientosin importancia si lo juzgamos desde el

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exterior, pero a cualquiera que sepa vere interpretar lo que hay detrás de lascosas más simples, le basta con la som-bra informe que se dibuja contra lapared para saber quién se ha puestodelante de la lámpara. (Me sonrió consorna). Voy a explicarle en pocas pa-labras el sentido secreto de este aconte-cimiento exterior. He hallado lo que bus-caba; a partir de hoy estoy inmunizadocontra las serpientes venenosas que sonla fe y la esperanza, que sólo puedenvivir en la claridad. Lo supe así por elbrusco latido de mi corazón cuando hoypude ver cumplido mi proyecto y toquéel fondo del lago con mi sonda. Un acon-tecimiento exterior sin importancia mereveló su cara interior. –¿Acaso fueron tan trágicas las cosas quele ocurrieron en la vida en esa época enque... quiero decir cuando estuvo en elconvento? –preguntó M. Finch; y añadióen voz baja, casi susurrando–: ¿Cómo seexplicarían si no las heridas de su alma?”Radspieller no respondió; parecía veruna imagen surgida ante él. Luego se

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sentó nuevamente a la mesa, fijó sumirada –a través de la ventana– en laluminosidad de la luna y comenzó ahablar como un sonámbulo, entrecor-tadamente: “Nunca fui eclesiástico, pero ya desdemuy joven un oscuro y poderoso arreba-to me alejó de las cosas terrenales. Hevivido horas en que el rostro de la natu-raleza se transformaba ante mis ojos enuna forma diabólica, sarcástica, en tantoque las montañas, el paisaje, el agua y elcielo, y hasta mi propio cuerpo, meparecían como los muros infranqueablesde una cárcel. Sin duda, ningún niño seva a impresionar demasiado porque unanube que pasa ante el sol arroje su som-bra sobre una pradera, pero a mí meacometía un terror paralizante, y, comosi de pronto me arrancasen una vendade los ojos, podía ver ahora ese mundosecreto y tormentoso de infinidad deseres minúsculos que se destrozabanmutuamente, ocultos tras las briznas delas hierbas y sus raíces.

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