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SAN JOSÉ PIGNATELLI Jaime Correa Castelblanco, S.J.

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SAN JOSÉ PIGNATELLI

Jaime Correa Castelblanco, S.J.

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Presentación

Esta vida de San José Pignatelli es la cuadragésima cuarta de una serie

dedicada a los santos de la Compañía de Jesús.

Para los jesuitas, San José Pignatelli es como un segundo Padre de la

Compañía. Este título se lo dio el largo y duro período que va desde la expulsión en

España y sus colonias, desde la supresión de la Compañía por el papa Clemente XIV

en 1773 hasta los primeros pasos de la restauración. San José Pignatelli se agigantó

ante el sufrimiento propio y el de sus hermanos jesuitas. Consoló, ayudó y organizó

en Italia a los jesuitas dispersos. Con cariño siguió anhelante las noticias de los que

continuaban viviendo en Polonia y Rusia.

Incansable, se movió para obtener de la Santa Sede la restauración de su

Compañía. Tuvo el consuelo de verla restaurada en Parma y en las Dos Sicilias. Fue

de nuevo jesuita, maestro de novicios y provincial. No tuvo la dicha de conocer el

Decreto de la Restauración, pero, como el precursor, supo preparar los caminos.

Ha sido difícil resumir esta vida. San José Pignatelli se relacionó con mucha

gente, grandes y pequeños, y de muchos países. Fue amigo de Pío VI y de Pío VII.

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San José Pignatelli

Fiesta: 14 de noviembre

El papa Pío XI le dio a este Santo el título de Restaurador de la Compañía de

Jesús.

La vida de San José Pignatelli transcurrió durante el período más duro de la

Compañía de Jesús: el de la extinción.

Niñez y juventud

José nació el 27 de diciembre de 1737 en Zaragoza, España. Su padre era don

Antonio Pignatelli y Aragón, príncipe del Sacro Imperio y conde de Fuentes. Su madre

es doña Francisca Moncayo Fernández, marquesa de Mora. José es el sexto, y el

penúltimo, de los hijos.

La familia de los Pignatelli se cuenta entre las "grandes" de España. Por sus

entronques familiares, está relacionada con la alta aristocracia de Nápoles, de Aragón

y, por el tío abuelo, el papa Inocencio XII, con la Santa Sede.

En ese contexto, de nobleza y corte, son educados los hijos. Doña Francisca,

con esmero, cuida de la formación religiosa. Pero, cuando José cumple los cuatro

años de edad, ella fallece poco después de nacer Nicolás, el hermano menor, quien

también será jesuita.

En la ciudad de Nápoles

Don Antonio, en 1744, pasa, con sus hijos, a vivir en la ciudad de Nápoles. Ha sido

"encargado de una honrosa misión" por el rey de España.

En noviembre de 1746, muere el conde de Fuentes. José tiene apenas nueve

años. El y su hermano son acogidos por María Francisca, la hermana de 16 años,

recién casada con el conde de Acerra. Francisca se transforma así en la segunda

madre del pequeño José.

De regreso a Zaragoza

Su hermano mayor, Joaquín, el nuevo conde de Fuentes, decide trasladarse a

España. En 1749, regresa a Zaragoza con sus dos hermanos menores. José tiene

doce años de edad y Nicolás, ocho.

Ambos son matriculados en el Colegio de la Compañía en Zaragoza. Es el

colegio fundado por San Francisco de Borja hace ya doscientos años y que goza de

merecido prestigio.

En este Colegio, José estudia cuatro años. Es un buen estudiante. Pertenece a

la Congregación Mariana (hoy, Comunidad de Vida cristiana, CVX) y practica su

apostolado en los hospitales y enseñando catecismo a los niños de las barriadas.

En la Compañía de Jesús

En 1753, José decide entrar en la Compañía de Jesús. Tiene escasos 16 años

de edad.

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En los años duros de la persecución, su hermano el conde de Fuentes, se

justifica ante el rey Carlos III: "Fue determinación suya el haber entrado en la

Compañía. Yo no tuve parte. Sólo lo detuve un tiempo para que reflexionara mejor".

José ingresa a la Compañía en de Tarragona. Allí hace el noviciado y se

ejercita en las experiencias prescritas a los novicios: mes de Ejercicios, mes de

hospitales, trabajos humildes y peregrinación a Manresa y Montserrat.

En el Colegio de Manresa

En 1755, José es destinado al Colegio de Manresa. Allí parece haber hecho los

votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia.

En ese Colegio, dedicado a San Ignacio, comienza José sus estudios

humanísticos. Su apostolado lo ejerce en el hospital de Santa Lucía, santificado, en

otro tiempo, por el mismo Ignacio. Muchas veces, tiene la oración diaria en la Cueva,

junto al río Cardoner, la misma utilizada por el fundador.

José se distingue en los estudios de retórica y de las lenguas griega y hebrea.

Hay alguna constancia de ello en los archivos de la Compañía.

Los estudios sacerdotales

Desde Manresa, José pasa a Calatayud para el trienio de los estudios

filosóficos. Así, está de nuevo en su patria aragonesa.

En Filosofía, José es un buen alumno. Lo atestigua el hecho de haber sido el

encargado para defender, en Acto público, todas las tesis del trienio. La presidencia

de esos actos, según la tradición jesuita, estaba reservada únicamente a los mejores

estudiantes. Y no parece probable el que se haya hecho una excepción en beneficio

de la nobleza de José Pignatelli.

Los estudios de teología los hace en Zaragoza, su ciudad natal. No hay

informes sobre ellos. José recibió la ordenación sacerdotal al terminar el tercer año de

teología, en 1762. Esa era la tradición en la Compañía. Al año siguiente supera, con

éxito, el difícil examen de toda la teología, prerrequisito indispensable para la

Profesión solemne de Votos en la Compañía.

Una salud delicada

Durante los estudios, la salud de José se resiente. Un principio de tuberculosis

lo pone en peligro de muerte. Es una enfermedad odiosa, muy frecuente, y difícil de

superar.

Los superiores, entonces, deciden destinarlo al ministerio de dictar clases de

gramática latina en el vecino Colegio de Zaragoza. José no necesitará esforzarse y la

comunidad y la casa se prestan para un convaleciente.

En Zaragoza, José ocupa cuatro años de su vida en este trabajo sencillo y

ordenado. De vez en cuando, se junta a otros jesuitas, en el predicar en las plazas de

la ciudad, en el atender a los enfermos de los hospitales y en el visitar a los detenidos

en la cárcel.

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Los motines de Zaragoza y de Madrid

En el año 1766, en Zaragoza, tienen lugar las revueltas populares en contra

del marqués de Esquilache, el favorito del rey Carlos III. Se le acusa de extranjero,

por ser napolitano, y de abusar del poder en propio beneficio. Hay escasez de trabajo

y la miseria alcanza a muchos. La actuación del P. José Pignatelli logró obtener algo

de paz y serenidad en medio de la violencia. El mismo Rey Carlos III escribió una

carta a los jesuitas de Zaragoza manifestándoles su agradecimiento. Al fin el gobierno

de España, el conde de Aranda y el marqués de Esquilache, sus principales ministros,

controlaron la revuelta por la fuerza.

Y sin embargo, esta actuación pacificadora de los jesuitas de Zaragoza se va a

transformar muy pronto en una acusación despiadada. Cuando los motines pasan a

Madrid, el rey se asusta. Destierra al marqués de Esquilache y busca

desesperadamente la paz. Va a ser necesario encontrar con urgencia algunos

culpables y descargar en ellos la culpa. La Compañía de Jesús, por la defensa de la fe

y la justicia, tiene muchos enemigos, especialmente en la Corte de los Borbones.

La persecución a la Compañía en Portugal y Francia

En Portugal, el marqués de Pombal, Sebastián José Carvallo, ministro

todopoderoso de la monarquía, enemigo declarado de la Compañía de Jesús, ya ha

confiscado sus bienes y encerrado en las cárceles portuguesas a casi 250 jesuitas; 81

murieron en ellas a lo largo de los años. El 3 de septiembre de 1759 obtuvo del rey

José Manuel I el edicto de expulsión de la Compañía del Reino de Portugal y del

Brasil. M s de mil de ellos, sin recursos, fueron cargados en varias naves y

desembarcados en los Estados pontificios. El papa Clemente XIII, temeroso de

mayores males, los acogió benignamente y les entregó casas en Roma. El P. Lorenzo

Ricci, General de la Compañía, con el corazón traspasado, hizo lo imposible por aliviar

la triste suerte de sus hijos desterrados.

Francia se unió, poco después, en la persecución de los jesuitas. El pretexto

para la guerra abierta lo encontró en el proceso seguido contra el procurador de la

Martinica, P. Lavallete, quien había quebrado en una negociación mercantil. El

Parlamento de París, en el que había importantes jansenistas y galicanos, extendió el

proceso al mismo Instituto de la Compañía y reprobó sus Constituciones. Nada

pudieron hacer el arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, y otros 40 obispos que

alabaron incondicionalmente a la Compañía; cinco pidieron algunas modificaciones y

sólo uno no aprobó a la Orden. A fines de 1764, el rey Luis XV dictó el decreto

suprimiendo a la Compañía en Francia; les permitió vivir en la patria, como

sacerdotes diocesanos, asignándoles una modesta pensión anual, tomada de los

bienes confiscados. Clemente XIII, con honda tristeza, escribió la Bula Apostolicum

pascendi, el 7 de enero de 1765, recordando y confirmando las alabanzas dadas a la

Compañía de Jesús por dieciocho pontífices, sus predecesores, y el mismo Concilio de

Trento; ensalzó las virtudes de los Santos, de los Beatos y de los mártires de la

Compañía y condenó a los que la persiguen sin cuartel.

La expulsión de España y sus colonias

A Carlos III se le hizo creer que los motines de Zaragoza y Madrid encerraban

un plan para asesinarlo a ‚l y a toda la familia real. La acusación fue dirigida por el

conde de Aranda, Pedro Abarca de Bolea, gran maestre de la francmasonería

española y presidente del Consejo. El 27 de febrero de 1767 firmó el rey, en secreto,

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el decreto o Pragmática Sanción para el extrañamiento de los jesuitas de todos sus

dominios, España, Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, y que ser ejecutado en

la corte española el 31 de marzo. De este modo más de 5.000 jesuitas quedaron

privados de todo y exiliados de la patria.

En todas las demás españolas, donde había casa de la Compañía, el juez real

ordinario recibió una carta circular en la que se incluyó de un pliego adjunto que no

podía abrir sino el 2 de abril; y enterado de su cometido debía cumplir las órdenes

que contenía. A la cinco de la mañana del día 3, los soldados rodear n las propiedades

de la Compañía de Jesús y tomar n presos a los jesuitas. Los Padres y los Hermanos

serán reunidos en el comedor y allí oirán la lectura del decreto real.

En Zaragoza todo se cumplió como estaba mandado. La disposición real cayó

como un rayo. Ochenta personas, tanto del Colegio Mayor, como de la Residencia y

Casa de Ejercicios quedaron hacinadas en el refectorio, sin poder volver a sus

aposentos y sin poder salir de ese lugar, como no fuese por cosa absolutamente

indispensable y acompañado de un guardia. Todo el día se empleó en el registro de

los aposentos, de las oficinas, de la sacristía y biblioteca. El P. José Pignatelli, a quien

respetaban las autoridades por ser pariente del Conde de Aranda, fue nombrado por

el Rector para disponer lo necesario para la salida de la ciudad.

El camino al destierro

Llegada la noche se dispusieron las camas en lugares no muy separados:

colchones y frazadas en el suelo; de tal suerte que los presos pudieran ser

constantemente vigilados.

A la mañana siguiente se les permitió celebrar misa. Fueron conducidos a la

iglesia, cuyas puertas permanecieron cerradas. Todos lloraron. Después tomaron un

ligero desayuno. Pasaron a la portería donde cada uno tenía preparado un pequeño

bulto con las cosas que les permitieron llevar, como el breviario, un libro de devoción,

algún objeto de aseo y ropa blanca. En la calle estaban ya preparados los carruajes, y

un gentío inmenso, aunque mantenido a distancia, deseoso de presenciar el triste

espectáculo.

Colocados en sus sitios y rodeados por la tropa se ponen en camino hacia

Teruel. Pasan junto al palacio de los condes de Fuentes, situado a unos cien pasos del

Colegio, donde el José Pignatelli había nacido y pasado los primeros años de su vida.

En el camino est n los amigos y los alumnos del Colegio que, por atajos, han salido a

la carretera a esperar el paso de la comitiva y para despedir con l grimas a los

acongojados, los que quedan y los que parten.

Las noches debieron pasarla en sitios incapaces de alojar a tantas personas. La

comida era preparada en ventas mal acondicionadas. Los soldados se relevaban a

determinados trechos. Al llegar a Tortosa fueron encerrados en el Colegio de la

Compañía, pero no se les permitió comer en el refectorio ni dormir en los aposentos;

un corredor hizo de lugar para la comida y para tender los pocos colchones. Ni

siquiera les fue permitido hablar con otros jesuitas que habían llegado ese mismo día

de otras dos ciudades.

Así, al cabo de varios días, llegan a Tarragona. En ese puerto José ha hecho el

noviciado y los gratos recuerdos le llegan al alma. Y aunque los jesuitas son llevados

a la que fue su casa, allí todo es dolor, soldados y centinelas en todas partes. Los de

Zaragoza encuentran a otros compañeros que han llegado antes y se aprestan a

recibir a los que seguirán llegando. José Pignatelli se desvive por hacer menos dura la

estancia. El P. Provincial de Aragón, el P. Salvador Salau, allí en Tarragona, le da

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plenas facultades y lo encarga de los desterrados. La casa es grande, pero incapaz

para albergar a 500 jesuitas: hacinados en cada aposento, en los corredores y hasta

en coro de la iglesia. Las autoridades hicieron traer colchones y frazadas desde los

cuarteles y hospitales. Los habitantes de la ciudad y pueblos vecinos aportaron con

gozo lo que pudieron para aliviar tan grande humillación.

Navegando hacia Italia

El 29 de abril todos recibieron la orden de embarcarse. En el vecino puerto de

Salou, distante unos doce kilómetros, esperaban trece veleros. Cada uno de los 532

jesuitas aragoneses arregló su equipaje y, en incómodos carros para labrar la tierra,

se dirigieron a su triste destino.

En cada navío hicieron subir el número máximo de personas: el colchón sobre

cubierta a babor y estribor, desde proa a popa; otros abajo en la bodega. Una tosca

tabla, de treinta centímetros de altura, dividía los puestos, unos de otros. Y como el

techo era bajo casi nadie podía estar en pie, ni andar. Lo más incómodo era la

ausencia de mesas y sillas: para comer debían hacerlo echados, expuestos al sol y al

viento.

El día 1 de mayo, a la puesta del sol, anclaron en Mallorca, a cinco kilómetros

de Palma. Allí estuvieron todo el día siguiente hasta que se les juntó otra nave en que

venían embarcados los Padres de los tres Colegios de Mallorca y los de una residencia

de la isla de Ibiza.

Zarparon el día 4. Dos días navegaron con rumbo a Civitàvecchia. Al tercero se

levantó un furioso vendaval que los obligó a retroceder. Hacinados debieron esperar

el nuevo zarpe del día 9. Con viento favorable y mar tranquilo cruzaron el estrecho

entre Córcega y Cerdeña y el 13 arribaron a Civitàvecchia, puerto y ciudad de los

Estados Pontificios.

Se les impidió desembarcar. La negación tenía por fin negociar con el rey de

España la revocación de la Pragmática Sanción. Y el 18 debieron nuevamente levantar

anclas sin rumbo fijo. Terminaron en Córcega, perteneciente a Génova, anclando en

Bastia el día 23. Más de veinte días demoró el jefe de plaza en permitirles bajar a

tierra. Los jesuitas del Colegio del puerto de Bastia socorrieron, llorando, a esos

hermanos tan sufrientes en esa largo destierro y navegación.

Cartas del Conde de Fuentes

En Bastia, el P. José Pignatelli, y su hermano Nicolás, recibieron la primera

carta de su hermano Joaquín, Conde de Fuentes y Embajador del rey Carlos III ante

la corte francesa. Queridísimos hermanos: Por obedecer a vuestra vocación, os habéis

hecho religiosos de una orden poco grata a nuestro soberano y perjudicial a las leyes

del reino y al gobierno de nuestra patria. Yo, por la obligación que me impone el ser

vuestro hermano, os aconsejo que dejéis esa religión; y para esto os prometo

interesarme con el Papa a fin de que podáis pasar a otra, y empeñarme igualmente

con nuestro soberano para que os permita volver a vuestra patria, de donde habéis

salido desterrados, aunque sois inocentes. Así, espero que lo haréis por darme gusto

a mí y a toda la familia. Os ruego sigáis mi consejo.

La respuesta del P. Pignatelli fue la siguiente: "Hace catorce años que entré‚ en

la Compañía de Jesús. Tuve deseos de pasar a las misiones de Indias; pero no melo

concedieron mis superiores por no disgustar a nuestra familia. Al presente no tengo

motivo alguno para abandonarla; y estoy resuelto a vivir y a morir en ella. Si otra vez

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me escribís, no me toquéis este punto de abandonar mi vocación. Os ruego, no hagáis

diligencia alguna en Roma para conseguirme la facultad de pasar a otra orden;

porque no lo haré jamás, aunque tuviese que perder mil veces la vida. Dios te

guarde.

Nápoles y Parma

El reino de Nápoles fue el siguiente en expulsar a la Compañía de Jesús. El

marqués Bernardo Tanucci se encargó de preparar al joven rey, de dieciséis años,

Fernando IV, hijo del rey de España. El 20 de noviembre de 1767, las tropas rodearon

las casas de los jesuitas en Nápoles y exiliaron 388 religiosos.

El pequeño estado borbónico de Parma no podía permanecer fuera de la línea

de los grandes miembros de la familia. Por ello en la noche del 7 al 8 de febrero de

1768, las tropas del duque Fernando I sitiaron las casas, reunieron a las comunidades

y las hicieron marchar, a unos 160 jesuitas, hasta la frontera. La mayor parte se

dirigió a Bolonia.

Desterrados en busca de asilo

El 20 de mayo de 1767 llegó a Civitàvecchia la flota que conducía a la

Provincia de Toledo, en número de 516. Y el 30 llegó el tercer convoy con los Padres y

Hermanos de Andalucía. Todos fueron desviados a Córcega, al puerto de Ajaccio. El

14 de junio, la flota que traía a los Padres de Castilla, avisada oportunamente, se

dirige también a Córcega, y a Bastia.

Las negociaciones para recibir a los jesuitas se prolongaron angustiosamente.

Los corsos soportaban de mala gana el dominio genovés, sostenido por las tropas

francesas, y se habían rebelado. La ciudad de Ajaccio estaba cercada por los rebeldes

y toda la isla vivía en gran tensión. El 25 de agosto debieron embarcarse, esta vez en

dirección al puerto de Bonifacio, en el extremo sur de la isla. La pequeñez del pueblo

hizo que los jesuitas vivieran hasta siete en una misma habitación, según el número

de colchones que podían ponerse en el suelo. No había comodidad para sentarse, ni

para rezar o comer juntos, ni una cocina para preparar la comida. Allí se multiplicó la

diligencia del P. José Pignatelli buscando alimentos, comprando telas y procurando lo

indispensable para mantener la vida religiosa y el ánimo de sus hermanos. Poco a

poco, y en tan duras circunstancias, los jesuitas organizaron la Provincia dando opción

preferencial a la formación de los novicios y estudiantes.

El 15 de marzo de 1768, Génova vendió sus derechos sobre Córcega a Francia,

y el 15 de agosto la isla fue agregada al reino de Francia por edicto de Luis XV. De

inmediato los jesuitas recibieron la comunicación oficial de abandonar la isla.

Comenzaron los sobresaltos y angustias y el hacinamiento en buques miserables,

órdenes y contraórdenes. Y de nuevo los hermanos Pignatelli haciendo valer sus

influencias consiguieron aminorar los padecimientos y contener a los funcionarios.

El 8 de septiembre fue el día señalado para el embarque. Uno de los jesuitas

escribió: No es posible decir la apretura y estrechez a que nos condenaron los

franceses y lo incómoda y trabajosa que fue esa navegación. Llegados a Calvi el 14,

subieron a bordo los Padres castellanos y los andaluces; aumentó con esto la

estrechez de los aragoneses.

El 19 se hicieron a la vela, con mar gruesa y alborotada. La noche fue

especialmente dura. El 22 llegaron a Sestri, pero la república de Génova no les

permitió desembarcar. De nuevo las interminables negociaciones. Por fin se llegó a un

acuerdo: por tierra se dirigirán los jesuitas a los Estados Pontificios. A caballo y a pie,

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relevándose por el camino, emprendieron el 8 de octubre la marcha de 7 días hasta el

ducado de Parma. Cruzaron la ciudad de Regio y en Módena descansaron en el

Colegio de la Compañía. El 15 de octubre entraron en los Estados del Papa. Los

jesuitas aragoneses se dirigieron a Ferrara donde mandaba como legado, a nombre

del Papa, un primo del P. Pignatelli.

La ubicación de los dispersos

En toda la zona norte de los Estados pontificios se ubicaron las Provincias de

España y de Ultramar. En Bolonia quedaron las de Castilla y Méjico. En Ferrara, las de

Aragón y Perú. En Imola se estableció la Provincia de Chile. En Faenza, muy vecina, la

del Paraguay. En la ciudad de Forli, un poco más al sur, la de Toledo. En Rímini, la de

Andalucía. Las Provincias de Santa Fe (Colombia) y Quito quedaron en la Marca de

Ancona. Y la de las Islas Filipinas se estableció en Bagnacavallo.

En Ferrara, el P. José Pignatelli queda encargado de reorganizar los estudios.

Conseguir casas, bibliotecas, muebles, alimentación y vestuario fueron

preocupaciones inmediatas. Después organizó las clases y los actos académicos. Al

grupo de estudiantes que debía recibir la ordenación sacerdotal lo llevó a Módena.

Nada religioso fue descuidado: la Eucaristía, los Ejercicios espirituales, las reuniones

comunitarias, y los pequeños apostolados que les era posible ejercer. Por cierto, no

fue fácil encontrar trabajos, de un día para otro, para 5.400 jesuitas llegados desde el

extranjero y sin el idioma del pueblo.

La muerte del Papa Clemente XIII

El 3 de febrero de 1769 murió el Papa Clemente XIII. Fue muy llorado por los

jesuitas porque lo sabían muy buen pontífice y defensor de la Compañía. Los reyes y

los gobiernos de España, Portugal y Francia se sintieron aliviados, porque con esa

muerte, según ellos, desaparecía el peor obstáculo para lograr la definitiva extinción

de la Compañía de Jesús. Clemente creía que su posición era al mismo tiempo una

defensa del pontificado y de la fe católica.

El Cónclave fue largo y agitado. Los reyes borbónicos dieron instrucciones

precisas a sus embajadores y a los cardenales de sus países para obtener la elección

de un Papa favorable a la extinción de la Compañía de Jesús. Se dieron exclusiones

de cardenales, amigos de los jesuitas. Se pretendió obtener, por escrito, promesas

que fueran en la línea de los deseos de las cortes borbónicas. Los historiadores han

escrito mucho sobre esto y han dejado muy claros los hechos.

Después de mil negociaciones, en la mañana del 19 de mayo de 1769 fue

elegido Papa el cardenal Juan Vicente Antonio Ganganelli, Fray Lorenzo, franciscano

conventual quien tomó el nombre de Clemente XIV. Se ha dicho que el cardenal

Ganganelli habría contraído el compromiso formal de extinguir la Compañía y que en

ese sentido habría firmado un documento. No se ha probado. Pero los partidarios de

la extinción quedaron muy contentos con la elección.

La actuación del Papa Clemente XIV

De inmediato los embajadores de España y Francia presentaron las solicitudes

de sus monarcas en orden a obtener la extinción de la Compañía. El Papa y su nuevo

Secretario de Estado dieron respuestas dilatorias; no concedían la petición, pero

tampoco se negaban a considerar los hechos.

El P. Lorenzo Ricci, el General de los jesuitas fue a saludar al Papa junto a los demás

Generales religiosos. Al acostumbrado homenaje y al encomendarle la Compañía,

recibió una fría respuesta: "El Papa se encomienda a sus oraciones". Esta fue la única

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vez, en cinco años cuatro meses y tres días de pontificado, que Clemente XIV

permitió que el General Lorenzo Ricci lo saludara; jamás le dio audiencia, ni a él ni a

cualquier otro jesuita; tampoco a los que habían sido sus amigos antes del

pontificado. Los jesuitas creían que el Papa actuaba así por razones políticas: para no

exacerbar a las cortes de los Borbones. Estas se inquietaban por las dilaciones del

Papa. El Papa pedía tiempo y paciencia y se contentaba con repetir algunas promesas

más o menos vagas o condicionadas, sin dejar nunca de mostrar su aversión a los

jesuitas.

Los embajadores estrecharon el cerco; y el Papa que desde el principio había

aceptado la idea de ceder, por el bien de la paz, continuó cediendo, hasta llegar a

escribir, de su puño y letra, el 30 de noviembre de 1769, al rey Carlos III

prometiéndole formalmente la extinción. Pero dilató todavía largos años la ejecución

de su promesa.

Las angustias del P. General

Los jesuitas, entretanto, se mantenían obedientes en su vida religiosa y

respetuosos a la Santa Sede. La vida comunitaria que se llevaba en las casas era la

ordinaria, tratando de solucionar los superiores las infinitas incomodidades y penas de

la vida hacinada en el exilio. La oración de todos, desde el General hasta el recién

ingresado, iba dirigida a la misericordia de Dios, con profunda fe, amor y esperanza,

con penitencia y ayuno, como lo pide el Evangelio. Las cartas del P. General, dirigidas

a todos los jesuitas, son desgarradoras. El 17 de junio de 1769 escribe: "Ni mi

solicitud ni vuestras oraciones han visto el fruto deseado. Todavía no ha sido el

agrado de Dios el sacarnos de nuestras tribulaciones. Sabemos que un Padre

amantísimo no acostumbra rechazar y abandonar a sus hijos que esperan en Él.

Confiados en esta esperanza no cesemos de clamar al Señor.

Él a su tiempo escuchará nuestras oraciones si permanecemos constantes en

ayunos y súplicas. Ello hay que realizarlo más fervientemente, porque a las pasadas

calamidades tan duras, ahora se presentan otras nuevas y están por llegar peligros

más graves. La Compañía entera es acometida con violencia. Se ha de insistir hasta

que el Señor se compadezca, en obsequios ofrecidos a la Bienaventurada Virgen y al

Santísimo Corazón de Jesucristo. Desearía que al ofrecerlos lo hagáis con todo el

esfuerzo del alma y con la seguridad y fe de obtener lo pedido. Cuando nos

acerquemos a Cristo, en la visita al Santísimo, o en la fiesta del Corazón de

Jesucristo, querría os acordarais de aquellas palabras que dijo cuando todavía vivía en

este mundo: "Acercáos a Mí todos los que est is rendidos y abrumados que Yo os

aliviar‚". Con estas palabras, como mostrando su Corazón abierto, a todos los

agobiados con la carga, suavísimamente los atraía como a casa de refugio y ayuda de

quebrantos. Pongamos ante Él sus promesas y juntamente todas las calamidades que

nos agobian. Con ello El no dejará de conmoverse siendo El benévolamente rico en

misericordia".

La Profesión solemne del P. José Pignatelli

En Ferrara, el P. José Pignatelli continuaba con la misión encomendada por el

P. General. Se hubiera dicho que no parecía sentir la prueba, a juzgar por el

entusiasmo con que se entregaba a todos para que nada faltara y para que nadie se

dejase abatir por la angustia y la nostalgia. Y no siempre le acompañó la salud que

más de alguna vez le hizo molestas desconocidas.

En diversas ocasiones debió soportar la presión de su familia que insistía en

que abandonara su vocación de jesuita. Su hermano Joaquín Pignatelli, Conde de

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Fuentes y embajador del rey Carlos III en Francia, fue perseverante en esta lucha. El

embajador representaba a sus hermanos jesuitas, José y Nicolás, la conveniente y

necesaria sumisión hacia el monarca. Él, así lo decía, estaba de acuerdo en todo con

el rey y sus hermanos debían proceder de igual forma. Y, sin embargo, el Conde de

Fuentes siempre fue generoso con sus hermanos, enviándoles cuantiosas ayudas en

dinero. Otro tanto hizo María Francisca, la condesa de Acerra, quien había sido una

segunda madre de los dos jesuitas.

En el seguimiento de su vocación, José tenía prisas. Para él no había duda

alguna, pero se angustiaba por las noticias que amenazaban a la Compañía. Su temor

era el no llegar a estar inscrito en el número de los que formaban el cuerpo de ella.

No había cumplido los 33 años de edad que era uno de los requisitos para la profesión

solemne de cuatro votos. Apenas cumplió la edad, escribió al P. General solicitando su

incorporación definitiva a la Compañía. El P. Lorenzo Ricci, que lo quería de una

manera muy especial, le concedió de inmediato lo que pedía.

El P. José Pignatelli, el 2 de febrero de 1771, pronunció su profesión solemne

de cuatro votos, con extraordinaria alegría de su alma, en la iglesia del Jesús en

Ferrara.

Los meses ante la extinción

La vida jesuita de José Pignatelli no tuvo variantes en los dos años y medio

que restaron hasta la extinción de la Compañía.

El P. Agustín Monzón quien vivió todo el tiempo con él escribe: "En el intervalo

que paso desde este tiempo (el de la profesión solemne) hasta el mes de agosto de

1773 (o sea hasta la extensión de la Compañía), continuó el P. José Pignatelli con el

más ardiente celo en el ejercicio de sus acostumbradas ocupaciones sin aflojar un

punto, por más que fuesen cada día más válidos los públicos rumores de las

desgracias que amenazaban; continuó siendo el apoyo, el alivio, el consuelo de todos

y el promovedor de todo linaje de estudios, el consejero de los Superiores y de todos

los compañeros de infortunio, y en fin padre amantísimo y fortísimo sostén de toda la

Provincia de Aragón en todas sus tribulaciones".

El último golpe a la Compañía de Jesús

En marzo de 1772, el rey Carlos III mandó a Roma al fiscal del Consejo de

Castilla, José Moñino, con secretas instrucciones y omnímodos poderes para lograr la

extinción de la Compañía de Jesús, o por halagos o por amenazas. En cada audiencia

con el Papa Clemente XIV, José Moñino abogó por la causa que le había sido

encomendada. Con habilidad supo valerse de los pareceres de los obispos españoles

que el rey, gracias al Patronato, había conseguido. Al fin, según confesión del mismo

Moñino, el Papa se decidió a la abolición, no por los crímenes de que los enemigos

acusaban a los jesuitas, sino en aras de la paz, para calmar la molestia de los

príncipes católicos. Creía sí que con esa medida quedarían tranquilos y la Iglesia

quedaría libre de otros males. Pero el embajador Moñino creía ver en el Papa

nuevas vacilaciones. Una y otra vez insistía, porque los días pasaban y la redacción de

los documentos parecía alejarse con ellos.

El 21 de julio de 1773, por la tarde, Clemente XIV suscribió el Breve Dominus

ac Redemptor dando con él muerte a la Compañía y secularizando a los 24.000

jesuitas, pero no dio orden para ser publicado. José Moñino de inmediato puso en

marcha la imprenta que había preparado y el día 28 lo tenía listo y corría a ofrecer

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500 ejemplares al Papa para excusarlo de hacer la edición pontificia. Sin embargo el

Papa decidió esperar hasta después de la fiesta de San Ignacio.

En la tarde del 16 de agosto los soldados cercaron todas las casas de los

jesuitas en Roma. Con soldados entraron los prelados ejecutores en el Gesù, en el

Colegio Romano, en el Noviciado de San Andrés, en el Colegio Germánico, en el

Maronita, en el Escocés, en el Griego y en el Colegio Inglés, en la Casa de los

Penitenciarios y en la Casa de los Padres portugueses. En el Gesù fueron llamados a

la portería el P. General, los Padres Asistentes y el Secretario de la Compañía; en la

oficina del portero se les leyó el Breve de extinción. Se preguntó enseguida al P.

General qué decía. "Respondió (dice un testigo) que adoraba las disposiciones de

Dios".

La extinción de la Compañía en Ferrara

El 15 de agosto de 1773 ocho Padres hicieron en la iglesia de la Compañía la

profesión solemne; entre ellos estaba el P. Nicolás Pignatelli. A los pocos días

supieron, por medio de cartas, que al día siguiente de las Profesiones se había

intimado al General y demás jesuitas de Roma el Breve de abolición. Supieron así que

la Compañía había dejado de existir en Roma y que muy pronto terminaría su vida en

el resto del mundo al ser promulgado en cada país el mismo decreto.

El 28 de agosto, el Vicario del Arzobispo promulgó el Breve a los jesuitas.

Después les pidió que continuaran siendo ejemplo y edificación en la ciudad, tal como

lo habían sido hasta entonces.

El rey de España, a su vez, les hizo saber que no se derogaba la pena del

destierro, y que no podrían vivir más de tres juntos so pena de perder las pensiones.

Estadía en Bolonia

Los hermanos José y Nicolás Pignatelli debieron dirigirse a la vecina ciudad de

Bolonia. Joaquín, el Conde de Fuentes, quien los quería de veras, decidió asegurar a

sus hermanos menores una vida y un sustento conforme a la nobleza que poseían. Y

para ello dispuso una estancia digna, pero bajo la vigilancia del comisario español

Fernando Coronel en cuya casa deberían vivir los dos hermanos.

Los ex-jesuitas, por orden del Papa, no podían ejercer en los Estados

Pontificios los ministerios eclesiásticos de predicar y confesar. Para los dos hermanos

ésta fue la parte más dura de sus nuevas vidas. José repartió las horas del día, casi

siempre en la misma forma, entre la oración y el estudio. Respecto a la oración no

dejó ninguna de las prácticas que había ejercitado como jesuita. Todas las mañanas

dedicaba una hora a la meditación formal; enseguida celebraba la misa; a mediodía y

antes de irse a dormir hacía los exámenes de conciencia; ocupaba largas horas en el

estudio y en lecturas de devoción; y cuando salía a la calle visitaba al Santísimo en

las iglesias. Y aunque tuvo que adaptarse al modo de vivir correspondiente a la

nobleza de su familia, no olvidó nunca la condición del estado religioso que había

profesado. Asistió a algunos cursos de la Universidad y atendió con extraordinaria

solicitud a los ex-jesuitas que no tenían medios para subsistir.

El Conde de Fuentes y su hermano, el canónigo Monseñor Ramón Pignatelli,

trataron de conseguir de parte de Carlos III los permisos necesarios para hacer

regresar a los dos ex-jesuitas a España. Pero la oposición cerrada del rey no fue

cambiada. Entonces se les hizo llegar una renta fija para sus sustentos.

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La prisión del P. General

El 17 de agosto de 1773, el P. General Lorenzo Ricci fue conducido al Colegio

Inglés y allí fue interrogado un mes. En septiembre, el General con todos los

Asistentes y el Secretario de la Compañía fueron encerrados en la fortaleza de Castel

Sant ángelo. El General permaneció completamente incomunicado, ni siquiera se le

permitió ver a los encarcelados con él cuando todos oían misa.

El ex Padre General estaba angustiado e inquieto. No podía saber qué fin

tenían tantos interrogatorios, muchas veces repetidos, y la enorme lentitud con que

se hacían las cosas. Deseaba hablar con los suyos, no tanto para descargo propio,

sino para justificar a la extinguida Compañía. Nadie prohibía, pero nadie daba

tampoco los permisos.

Un ex jesuita, el sardo P. Luis Seguí, se valió de su amistad con el comandante

del Castillo de Sant ángelo para tener comunicación con el P. General. Recibió durante

meses sus notas manuscritas, una tras otra, las que hoy constituyen uno de los

tesoros de la Compañía ya que muestran el sufrimiento y la versión del hombre que

estuvo al frente de ella en esos días de muerte.

El 22 de septiembre de 1774 murió el Papa Clemente XIV y el P. Ricci continuó

en la cárcel.

Sigue la vida oculta en Bolonia

El 21 de diciembre de 1774 murió en Bolonia el comisario Fernando Coronel

encargado de la vigilancia de los hermanos Pignatelli. El P. José lo atendió

espiritualmente con respeto y cariño. El comisario le reconoció que, ante la muerte,

tenía obligación de retractarse de lo que había dicho y escrito injustamente contra los

miembros de la Compañía, pero que no atrevía a hacerlo para no desagradar al

Ministerio de España.

Los hermanos Pignatelli pasaron entonces a vivir con el comisario Pedro

Forcada quien se portó muy despóticamente con ellos. La vida del P. José se hizo más

privada aún, más oculta y escondida a las miradas de los hombres. Al principio casi

no salía de casa sino para ir a alguna iglesia o a alguna visita obligada. Después,

hombre de estudios al fin, dedicó un tiempo a frecuentar las librerías, a investigar y

leer. Poco a poco fue formando una biblioteca personal con excelentes tratados

científicos, artísticos, de historia, de Sagrada Escritura y teología. Unos meses

después, compró una casita en Bolonia en la que fue depositando las obras de arte y

sus libros. Abrió su biblioteca a todos los ex-jesuitas para que pudieran darse al

estudio lo que lo desearan.

Algunos ex-jesuitas tenían con qué vivir, gracias a la generosidad de sus

parientes y amigos, pero otros con la sola pensión que les pasaba el rey de España

vivían con gran estrechez. El P. José Pignatelli se transformó en paño de lágrimas de

muchos. Gracias a Dios, él recibía dineros de parte de sus hermanos, especialmente

del canónigo Ramón, y de su hermana la condesa de la Acerra. Con los enfermos, los

del cuerpo y también de espíritu, fue un amigo cariñoso. Volaba a socorrer al

necesitado y era capaz de estar a su lado, día y noche, hasta dejarlo en paz o en

salud. Para ocuparlos sanamente y aliviarlos en la pena los incitaba a que escribiesen.

A los que venían de América les pedía las historias de sus países y de las misiones a

igual que las gramáticas de las lenguas indígenas. A varios ayudó para la impresión

de esos libros. Entretanto él trabajaba incesantemente en la recolección de memorias

y manuscritos que fueran útiles para la historia de su querida Compañía.

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La muerte del P. Lorenzo Ricci

El cónclave para la elección del nuevo papa fue semejante al anterior. Las

mismas maniobras, exclusiones y veladas promesas. El cardenal Juan Angel Braschi,

no enteramente del gusto de las cortes borbónicas, fue el elegido el 15 de febrero de

1775, al 26° escrutinio, con unanimidad de votos. El nuevo pontífice, Pío VI, tomó

una actitud de cierta independencia, pero de vaivén. Respecto a los jesuitas aseguró

a los Borbones que no le correspondería innovar lo determinado por su antecesor.

Quiso aliviar la prisión los ex jesuitas presos en Castel Sant ángelo, pero no se atrevió

a hacerlo sin consultar antes al embajador de España. Al P. Ricci, ya enfermo, se le

quitaron unas tablas que impedían la luz y el paso del aire; se le permitió, después de

comer, un paseo por uno de los corredores, con un soldado de vista y bayoneta

calada. Y en lugar de llevarle la comida fría, desde fuera del Castel Sant ángelo, se

pudo un brasero para darle algo de calor y poder calentar la comida. Se aceptó que el

ex-Hermano Luigi Orlandi pudiera asistirlo.

El 14 de noviembre el P. Ricci amaneció con fiebre. Vino el médico y lo sangró.

Se agravó y el 19 de noviembre se le llevó el Viático. Entonces, frente a la Eucaristía,

en presencia del alcaide, del Hermano Orlandi, de varios soldados y personas que

habían acompañado al Sacramento, con voz alta y clara, pronunció una protesta,

escrita por él de antemano y mandada antes a unas personas para que se conservara.

"Considerándome a punto de presentarme ante el tribunal de la Verdad infalible y de

la Justicia divina, después de discernimiento largo y maduro y de haber rogado a mi

Redentor que no me deje caer en la pasión, especialmente en esta última acción de

mi vida, ni en la amargura, ni en otro acto menos correcto; sino movido por mi deber

de rendir justicia a la verdad y a la inocencia, hago estas declaraciones y protestas.

Primero, declaro y protesto que la extinguida Compañía de Jesús no ha dado motivo

alguno para su supresión. Lo declaro y protesto con la certeza que moralmente tiene

un Superior bien informado de su Religión. Segundo, declaro y protesto, que yo no he

dado motivo alguno para mi encarcelacion. Lo declaro y protesto con aquella suprema

certeza y evidencia que cada uno tiene de sus propios actos. Hago esta protesta

segunda sólo porque es necesaria para la reputación de la extinguida Compañía de

Jesús de la cual he sido Prepósito General. No pretendo señalar como culpables a

ninguno de los que han causado daño a la Compañía, pues los pensamientos de la

mente y los sentimientos del corazón sólo Dios los conoce. El ve los errores del

intelecto humano, y discierne si están libres de culpa. Como cristiano, protesto que,

con la gracia de Dios, he perdonado y ahora nuevamente perdono a los que nos han

quebrantado y condenado, primero con los agravios hechos a la Compañía de Jesús,

después con su supresión y circunstancias que la acompañan, y finalmente con mi

prisión, por la dureza y los prejuicios que se han hecho, y que son públicos y

notorios, frente a todo el mundo. Ruego al Señor que perdone mis muchos pecados,

por su piedad y misericordia, por los m‚ritos de Jesucristo; y que perdone a los

autores y cooperadores de esos males y daños. Por fin ruego y conjuro a todos los

que vean estas declaraciones y protestas que las hagan públicas ante el Mundo.

Lorenzo Ricci, manu propia".

Murió el 24 de noviembre de 1775 y fue enterrado en la iglesia del Gesù- al

lado de sus predecesores en el Generalato.

La permanencia de la Compañía de Jesús en la antigua Polonia

El Breve, para tener valor, según el mismo Clemente XIV, debía ser notificado

por los obispos en cada diócesis. Todos los gobiernos ordenaron la ejecución, cada

cual a su manera: en Suiza, Alemania y Austria quedaron como diocesanos

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enseñando en sus mismos Colegios; en las antiguas colonias inglesas de América,

igualmente.

Sólo Federico II de Prusia y Catalina II de Rusia se opusieron al Breve. El

tratado de partición en Polonia lo habían firmado el 18 de septiembre de 1773 y

conforme a él seis casas jesuitas, con 201 religiosos, quedaban en territorio ruso; y

otras 7 casas de Silesia, con 79 jesuitas, en Prusia. Ninguno de los dos quería agitar a

los nuevos súbditos católicos que insistían en tener a los jesuitas como a educadores

de sus hijos.

Pero no fue fácil convencer a los jesuitas. Estos declararon que debían

obedecer al Romano pontífice y correspondía ejecutar el doloroso Breve. Federico se

mantuvo firme tres años, pero al fin cedió para que el Arzobispo de Breslau no tuviera

problemas con Roma.

Catalina de Rusia fue m s tenaz. A las primeras noticias del Breve Catalina II

envió órdenes al P. Estanislao Czerniewicz, Rector del Colegio Máximo de Polotsk, en

Lituania: no debían cambiar nada, que ella los protegía y les arreglaría la situación en

Roma. El 29 de septiembre de ese mismo año 1773, hizo emitir al obispo de Vilna, un

decreto en virtud de obediencia, intimando a los jesuitas que al no estar promulgado

el Breve de extinción en Polonia, la obligación de ellos era continuar como religiosos.

Al disolverse el resto de la Provincia, el 25 de octubre, el P. Sobolewski, Provincial,

debió constituir Viceprovincial al P. Czerniewicz por corresponderle conforme al cargo

de Rector del Colegio Máximo. "El Señor te conceda dones copiosos de gracia para

sostener en esa región los restos de la religión católica y de la Compañía". De

inmediato el P Czerniewicz se apresuró en escribir al nuncio José Garampi en Riga:

"Estamos en grande aflicción; de una parte, la emperatriz nos ha intimado que quiere

proteger a los jesuitas que estamos en sus estados; por otra, tememos ser acusados

de desobediencia a la suprema autoridad de la Iglesia, a la cual deseamos

someternos aunque muramos en la empresa". Al mismo tiempo presentó un

Memorial, dirigido a Catalina, exponiendo todas las razones que le inducían a pedir el

permiso de disolución, insistiendo en la obediencia que se debe a la Santa Sede.

En enero de 1774, la emperatriz ordenó a los jesuitas que permanecieran en

statu quo y que no volvieran a mencionar el Breve de supresión: "Creedme; el mismo

Clemente XIV está contento de esta conservación". El nuncio Garampi, después de

mucho silencio, había dicho que el Breve obligaba en conciencia, pero como toda ley

positiva en la imposibilidad no regia mientras no cesaran los impedimentos.

Conocida la elección del papa Pío VI, el P. Czerniewicz presentó a través del

cardenal Carlo Rezzonico, sobrino de Clemente XIII, todas sus inquietudes. El 13 de

enero de 1776, el Papa contestó enigmáticamente: "Ojalá que el resultado de tus

oraciones sea feliz, como yo lo preveo y tú lo deseas". Una nota anexa del cardenal

explicaba que el Papa había acogido el memorial con clemencia, pero que no se debía

esperar una respuesta más expresiva.

El Viceprovincial creyó entonces que podría abrir un noviciado. En tres años los

jesuitas habían descendido de 201 a 150, a causa de las muertes y las salidas, por

obedecer al Breve. Pero en el discernimiento los consultores creyeron necesario el

permiso del Papa. El P. Czerniewicz pidió a Catalina que intercediera. Esta le dio

seguridades y también dineros para iniciar la construcción. Catalina cumplió su

palabra. Convenció al lituano Estanislao Siestrzencewicz, primer obispo católico en

Rusia Blanca, con sede en Mohilev, para que en su viaje a Roma pidiera autoridad

sobre todos los religiosos católicos de Rusia. El Vaticano dio amplios poderes por tres

años. Catalina otorgó inmediatamente el placet imperial al documento romano y

decidió aprovecharlo para que el obispo favoreciera a los jesuitas concediéndoles, el

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30 de junio de 1779, la deseada erección canónica del Noviciado. El 2 de febrero de

1780 se inició en Polotsk con ocho novicios.

Viaje a Parma y Turín

El 16 de marzo de 1779 llegó a Turín Don Juan Pablo Aragón y Azlor, duque de

Villahermosa, designado embajador de Carlos III ante la corte de Víctor Amadeo III.

Lo acompañaba su esposa, doña María Manuela Pignatelli, hija del Conde de Fuentes.

Y como los Padres José y Nicolás Pignatelli no los conocían solicitaron permiso al

comisario español para visitarlos. Salieron en el mes de junio. Pasaron por Parma en

donde fueron recibidos afectuosamente por el Duque Fernando de Borbón. Allí

comenzó la amistad profunda entre el P. José Pignatelli y el Duque de Parma la que

va a ser de enorme provecho para la Compañía de Jesús.

El 11 de julio llegaron a Turín. El duque recibió a los hermanos Pignatelli con

grandes muestras de consideración y respeto. La duquesa trató las cosas de su alma

con el tío y desde ese día se transformó en su hija espiritual. Los hermanos Pignatelli

permanecieron en Turín hasta después del nacimiento y bautismo del primogénito de

los duques.

Deseos de incorporarse a la Compañía en Rusia Blanca

A su regreso a Bolonia, supo las nuevas de la apertura del noviciado en Rusia

Blanca. El embajador de España en Roma, Jerónimo Grimaldi, había puesto el grito en

el cielo, y todos los ex-jesuitas hablaban del asunto. Pío VI parecía no querer dar

importancia al hecho y decía que él había sido el primer sorprendido, pero que no

podía retirar la licencia sin disgustar a la zarina. Todos decían que, en el fondo, el

Papa aprobaba el renacer, pero que externamente disimulaba y mostraba lo contrario.

El P. José Pignatelli escribió al P. Estanislao Czerniewicz manifestando sus

deseos de ser agregado a los jesuitas rusos. El P. Viceprovincial le conté las

dificultades puestas por España y cómo había logrado la destrucción de la Compañía

en Prusia. Por ello no convenía, por ahora, admitir a ningún jesuita súbdito de Carlos

III.

Restauración parcial

La emperatriz Catalina II continuaba. En 1782 indicó al obispo Estanislao

Siestrzencewicz que pediría al Papa la erección de un arzobispado católico en Mohilev

y que entre tanto aprobara la convocación de la Congregaci¢n General de los jesuitas

para que pudieran elegir un Vicario General. Catalina, de inmediato, obtuvo lo que

pedía. La Congregación General se reunió con 30 profesos, dura desde el 11 al 18 de

octubre de 1782; el 17 fue elegido Vicario General el P. Estanilao Czerniewicz.

La Santa Sede lo supo casi enseguida. Las protestas de España se presentaron

de inmediato, pero el Papa no hizo nada: le pareció bien la creación del arzobispado y

prometió negociar con Rusia la situación de los jesuitas. También supo que venía en

camino Jan Benislawski, antiguo jesuita polaco y canónigo en Vilna como enviado

oficial de Catalina.

El Vaticano observaba que los Borbones ya no eran los mismos: Carlos III se

iba quedando solo; Luis XVI no iba al unísono; el infante-duque Fernando en Parma

había cambiado; Fernando IV, el rey de Nápoles se mostraba también independiente.

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En Portugal después de la muerte del rey José Manuel I había subido su hija María y

el marqués de Pombal, en desgracia, moría en la mayor soledad.

Pío VI recibió tres veces a Benislawski y discutió con él las propuestas rusas. En la

última audiencia, el 12 de marzo de 1783, accedió a todo lo pedido por Catalina.

Sobre el punto de que la Compañía continuara existiendo en Rusia, el Papa repitió

tres veces: "doy mi aprobación". Se acercaba, para los jesuitas, la fecha de los diez

años del Breve de extinción y los diez años de la intransigencia de Catalina.

Poco después pasaron a Rusia, para reincorporarse en la Compañía, el P. Luigi

Panizzoni y los hermanos José y Cayetano Angiolini.

Una espera anhelante

Con pena despidió a sus amigos italianos, que no ocasionan angustias a la

Compañía. Él quedará en Italia; ése es el deseo del Vicario General.

El P. Pignatelli hizo otro viaje a Turín a visitar a su sobrina y al duque de

Villahermosa. Se detuvo en Parma, ida y regreso; la amistad con el duque Fernando

era importante para el futuro restablecimiento de la Compañía.

En 1785 acompaña su sobrina, enferma, hasta Montpellier en Francia. En

Annecy visitó los restos de San Francisco de Sales y de Santa Juana Francisca de

Chantal. Para el P. José Pignatelli era muy importante esta peregrinación porque la

devoción al Corazón de Cristo, a quien los ex-jesuitas encomendaban el

restablecimiento total de la Compañía, se había afianzado en la Orden de la Visitación

fundada por esos dos santos.

Siempre atento a las noticias que venían de Rusia Blanca supo que el 18 de

julio de 1785 había muerto el P. Estanislao Czerniewicz y que poco más de dos meses

después había sido elegido en Congregación General como Vicario General el P.

Gabriel Lenkiewicz, lituano de 63 años.

Por encargo del comisario español en Bolonia, Luis Gnecco, debió intervenir, en

los tristes asuntos de su hermano Nicolás Pignatelli. Las deudas y los no pagos de

éste lo hicieron caer en prisión. El P. Os‚ debió administrar los ingresos y empezar a

cancelar las deudas de su hermano. Su amor fraternal no siempre fue comprendido

por Nicolás. Pero José perseveró años en su ayuda, una década, hasta la muerte de

Nicolás en Venecia en sus brazos.

La noche del 13 al 14 de diciembre de 1788 murió en Madrid el rey Carlos III.

Hubo muchas esperanzas entre los ex-jesuitas, españoles y americanos, de poder

volver a la patria y restablecer la Compañía. Sin embargo Carlos IV decidió seguir en

todo, aconsejado por José Moñino, la política de su padre. La duquesa de

Villahermosa hizo lo posible por obtener la licencia real para que su tío pudiera

regresar a España, pero se estrelló contra la resistencia de Moñino.

La restauración en el Ducado de Parma

José Moñino, conde de Floridablanca, primer ministro de Carlos IV, fue

exonerado de su cargo el 28 de febrero de 1792. Pero si en España su caída no

produjo ningún cambio favorable a la causa de la Compañía, no sucedió lo mismo en

el ducado de Parma. El duque Fernando I llamó a varios ex-jesuitas los que

celebraron en Parma la fiesta de San Luis Gonzaga en la iglesia del colegio de la

Compañía de Jesús que desde la expulsión en 1768 hasta 1792 había estado cerrada.

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El P. José Pignatelli no tomó parte directa de este primer grupo por estar

entregado a la atención de los numerosos eclesiásticos que buscaron refugio en

Bolonia huyendo de Niza y Saboya después de la gran Revolución en Francia. El

número de esos sacerdotes franceses llegó a 1.200 y, prácticamente, casi todos

fueron acogidos por los ex-jesuitas.

El 21 de enero de 1793 subió al cadalso el rey Luis XVI de Francia y a los

pocos meses también hizo lo mismo la reina María Antonieta. El duque Fernando de

Parma quedó helado: María Amalia, su esposa, era hermana de la reina de Francia y

el rey Luis pariente muy cercano. Urgía, pues, educar a los jóvenes y para librarlos

del contagio de la revolución había que volver a abrir los colegios de los jesuitas. En

marzo de 1793 escribió a Pío VI que entregaba a los ex-jesuitas sus antiguos Colegios

de Parma, Piacenza y Colorno.

El 23 de junio de 1793 el duque Fernando escribió al Vicario General de la

Compañía y a Catalina II. Pidió que se le enviara desde Rusia Blanca un jesuita con

poderes para incorporar a la Compañía, lo antes posible, a los ex-jesuitas que

anhelaban hacerlo en el Ducado. El Vicario General destinó a Parma a los italianos PP.

Antonio Messerati, como Viceprovincial, Luigi Panizzoni y Bernardo Scordialó, griego.

Salieron en los últimos días del año, cruzaron Alemania con los caminos cubiertos de

nieve y llegaron a Parma al comenzar febrero de 1794.

Tentativas de restauración en Nápoles

Hacia fines de 1795 el P. José Pignatelli viajó al reino de Nápoles. Había ido

otras dos veces: en 1794 y en marzo de ese mismo año 1795. El motivo oficial de los

viajes eran el visitar a su hermana la condesa de la Acerra, anciana y enferma, pero

el principal fin que lo movía era explorar el ánimo de los reyes Fernando IV, el mismo

que había expulsado a los jesuitas, y el de su esposa María Carolina, hermana de la

reina de Francia María Antonieta y de María Amalia duquesa de Parma.

En 1796 el P. José Pignatelli regresa a Bolonia. Napoleón Bonaparte ha

ingresado a los Estados Pontificios el 19 de junio y ha tomado la ciudad. Como

siempre el buen P. José se desvive por sus hermanos jesuitas que necesitan su

apoyo. Desde ahí corre también a Ferrara que ha tenido la misma suerte en manos de

las tropas de Napoleón. En abril de 1797 deja convenida con el gobierno de las dos

ciudades la situación de los ex jesuitas.

De inmediato viaja a Parma. Sabe que el P. Antonio Messerati ha muerto el 28

de diciembre de 1796 y que ha sido nombrado Viceprovincial el P. Luigi Panizzoni.

Con él conversa el asunto de la restauración en Nápoles y provisto de las

instrucciones necesarias regresó a Bolonia y de ahí a Nápoles.

Pignatelli de nuevo jesuita

Conforme a las indicaciones emanadas por la Congregación General celebrada

en Polotsk en 1785, el P. José Pignatelli decidió que había llegado la fecha para

renovar la profesión solemne de sus votos en la Compañía de Jesús y así incorporarse

nuevamente a ella. Según el P. Luis Mozzi, quien fue su discípulo, consejero y amigo,

el P. José Pignatelli trató este asunto en audiencia privada con el Papa.

El 6 de julio de 1797, en la capilla privada de su casa de Bolonia, renovó la

profesión de 4 votos en manos del P. Panizzoni.

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Ya jesuita, casi de inmediato viajó a Nápoles para visitar a su hermana, la

condesa de la Acerra, y tratar los asuntos de la Compañía con los reyes. No llegó a

acuerdo con los ministros, pues éstos aceptaban el restablecer la Compañía, pero la

querían independiente de la de Rusia Blanca; y este punto era vital para el P.

Pignatelli.

Napoleón, Pío VI y José Pignatelli

Napoleón Bonaparte había cruzado el río Po y había ocupado Ferrara y Bolonia,

en los Estados Pontificios. Pío VI firmó obligadamente un armisticio el 23 de junio de

1796. Sin embargo, el general francés denuncia el armisticio el 1 de febrero de 1797

y emprendió su marcha hacia Roma. En Tolentino, Pío VI debió firmar un tratado de

paz muy gravoso; cedió definitivamente a Francia las ciudades de Aviñón, Bolonia y la

Romaña; debió entregar muchas obras de arte y manuscritos, y comprometerse a

cancelar la enorme suma de quince millones. Y hasta el cumplimiento de las

condiciones, las tropas francesas ocuparán al país.

El 10 de febrero de 1798, Napoleón hizo ocupar la ciudad de Roma, exigió la

entrega de Castel Sant ángelo y el día 15 proclamó la república. El Papa fue llevado a

Siena y de ahí a la cartuja de Florencia.

A mediados de julio de 1798, el P. José Pignatelli viajó a Florencia y pudo

entrevistarse con el Papa. Era portador de unos dineros, de su sobrina la duquesa de

Villahermosa, para Pío VI. Nuevamente obtuvo una aprobación oral de la Compañía

de Jesús, tal como estaba en Rusia; pero el Papa, por temor a Espa¤a, no cedió a la

petici¢n de una total restauración.

Al regresar a Parma, el P. José Pignatelli fue destinado al Convictorio de San

Roque, única casa donde se ejercían los ministerios espirituales con adultos.

En marzo de 1799, Napoleón Bonaparte decidió sacar al Papa de Italia y

llevarlo a Valence, en Francia. En su viaje debió pasar por Parma a donde llegó

enfermo el 1 de abril. El P. Pignatelli nuevamente pudo visitarlo y entregarle una

gruesa suma de dinero enviada por la duquesa de Villahermosa y trató con ‚l el

proyecto de abrir un noviciado jesuita en el Ducado. El Papa dio el permiso en forma

oral y pidió que nadie llevara otro hábito sino el de los diocesanos. Las tropas

francesas obligaron al duque de Parma, bajo amenaza de ocupar su territorio, a

trasladar al Papa hasta Turín.

El Papa falleció el 29 de agosto de 1799 en Valence, Francia, donde el

Directorio francés lo tenía prisionero.

El noviciado jesuita de Colorno

Conseguido el permiso del Papa, en el mes de julio de 1799 está ya el P. Luigi

Panizzoni en Polostk tratando el asunto con el Vicario General de la Compañía.

La fundación del Noviciado se hizo con una renta asignada por el duque y con

la generosidad de la condesa de la Acerra y de la duquesa de Villahermosa. Los

Padres Dominicos cedieron el antiguo Convento de San Esteban que ellos habían

cerrado en la villa de Colorno, residencia ordinaria del duque.

El P. Panizzoni nombró en noviembre de 1799 al P. José Pignatelli como Rector

y Maestro de los seis novicios que esperaban, desde hacía un tiempo, la admisión.

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Era, por cierto, un noviciado especial. La Compañía de Jesús no había sido

oficialmente reconocida, sino permitida. La conexión con ella no podía tener valor sino

en el fuero interno. Los novicios de Colorno, al término de su probación, sólo harían

votos estrictamente privados. La preparación la dará el Maestro, pero los votos

definitivos del bienio los emitirán en Rusia.

El P. Pignatelli restableció en Colorno todas las tradiciones de los antiguos

noviciados jesuitas. Dio especial prioridad al mes de Ejercicios que él a cada uno

dirigía en forma personal. Las experiencias ignacianas en hospitales y trabajos

humildes se establecieron desde el primer momento. Supo cambiar la peregrinación,

tal vez era inoportuno mostrar demasiado a los nuevos jesuitas, por la visita

frecuente a los presos en la cárcel. El apostolado, lo sabía bien el P. Pignatelli, debía

ser esencial: la espiritualidad ignaciana lo exigía como indispensable. La explicación

de las Constituciones, la historia de la Compañía y la vida de los Santos jesuitas eran

los cursos que impartía con el mayor cariño. Le ayudaba en la formación el P. Luis

Fortis quien será futuro General de la Compañía.

El Papa de la restauración

La situación de la Iglesia a la muerte del Papa aparecía extraordinariamente

grave: Roma estaba ocupada y los cardenales todos dispersos. El cónclave se reunió

en Venecia como el sitio más seguro.

A fines de noviembre de 1799 estaban en la ciudad ducal 35 cardenales y el 14 de

marzo de 1800 eligieron al Cardenal Gregorio Bernabé Chiaramonti quien tomó el

nombre de Pío VII. Este cardenal era el Obispo de la ciudad de Ímola donde estaban

exiliados los ex-jesuitas de Chile. Y como había sido cariñoso con ellos, toda la

extinguida Compañía miró su elección como una gracia especial del Señor.

En Rusia había muerto Catalina, pero el zar Paulo I seguía los pasos de su

madre. Desde el 12 de febrero de 1799 era Vicario General el también lituano

Franciszek Kareu elegido a los 64 años. El zar le había entregado en San Petersburgo

la Iglesia de Santa Catalina y había iniciado allí un Colegio.

Mientras estaba todavía en la ciudad de las lagunas, Pío VII recibió en

audiencia al P. Luigi Panizzoni. Le expresó al jesuita que el Papa apoyaba la defensa

que hacía el duque Fernando en favor de la restauración y que le delegaba a él para

que trasmitiera la bendición apostólica a Polotsk y diese al P. Kareu una reliquia de la

vera cruz.

El P. Vicario General escribió entonces una súplica en la cual, después de

narrar sucintamente todo lo ocurrido desde el Breve de Clemente XIV, pedía la

concesión de un Breve apostólico en el que se aprobara pública y oficialmente la

existencia canónica de la Compañía en Rusia. Y para apoyar su petición pidió y

obtuvo, sin dificultad, una carta del zar Paulo I. Los dos documentos llegaron a Roma

el 11 de agosto de 1800. España reaccionó rápida y acaloradamente. El Papa estaba

decidido a la restauración, pero, por el bien de la Iglesia, creyó que era necesario

contar con la benevolencia de la corona española. Escribió a Carlos IV una carta

informándole que se proponía aprobar, formalmente, a la Compañía de Jesús en

Rusia.

El 7 de marzo de 1801 el Papa expidió el Breve Catholicae Fidei,

desvaneciendo así todos los escrúpulos de los ex-jesuitas acerca de la rectitud

canónica de la Compañía que vivía en Rusia. El P. Franciszek Kareu fue reconocido

como Prepósito General de la Compañía de Jesús. La restauración se hizo sólo para

los territorios del imperio ruso, pero tuvo la virtud de suscitar sobre Polotsk una

verdadera ola de peticiones para ingresar en la Compañía de Jesús en Rusia

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proveniente de personas y grupos de Europa y hasta de los Estados Unidos de

América.

Provincial en Italia

El P. Franciszek Kareu murió el 11 de agosto de 1802 y fue sucedido por un

hombre dotado de grandes cualidades personales, el austríaco Gabriel Gruber de 61

años. Una de sus primeras medidas fue enviar un Procurador general a Roma para

conseguir la ansiada restauración universal de la Compañía. Este fue el italiano

Cayetano Angiolini. Él trajo la carta del General, fechada el 7 de mayo de 1803,

nombrando al P. José Pignatelli como Provincial de Italia en reemplazo del P. Luigi

Panizzoni.

La tarea primera del nuevo Provincial fue la de afrontar la situación de sus

jesuitas al ocupar las tropas francesas el Ducado de Parma y que exigieron la salida

de la Compañía.

La negociación con el rey Fernando IV, en Nápoles, para lograr el

restablecimiento de la Compañía en el Reino de las Dos Sicilias fue dura y le significó

entregar toda su persona a esta tarea que le resultaba tan querida. El Vaticano para

dictar un Breve, semejante al ruso, exigía del rey un documento formal dirigido al

Papa Pío VII pidiendo la restauración. El P. José Pignatelli fue recibido en Roma

cariñosamente por Pío VII quien lo animó en la tarea. En Nápoles hizo mil gestiones.

Al fin el camino fue allanado. El 30 de julio de 1804 el Breve Per alias, de Pío VII,

dirigido al P. Gabriel Gruber, extendió a las Dos Sicilias el Breve Catholicae fidei dado

a la Compañía establecida en Rusia.

El trabajo del P. José Pignatelli se agigantó. Agregó a numerosos ex-jesuitas a

la Compañía y abrió las casas de la Compañía: el Colegio de Nápoles, la Iglesia del

Gesù, la Casa profesa, la Casa de Ejercicios, el Colegio para los formandos y el

Noviciado. En el Gesù Nuovo llegó a reunir hasta 150 jesuitas: italianos, españoles,

portugueses, alemanes, franceses y americanos; con gran armonía y contento de

todos.

Para afianzar la obra y conseguir entre sus numerosos súbditos el genuino

espíritu de la Compañía, creyó oportuno un viaje del P. Gabriel Gruber a Italia. El

Padre General aceptó la invitación, pero no pudo llevarla a cabo debido a su repentina

muerte en la lejana San Petersburgo el 7 de abril de 1805.

A la isla de Sicilia, el P. Pignatelli logró que los jesuitas volvieran rápidamente.

El 30 de abril de 1805 llegaban a Palermo treinta de ellos para reabrir, después de 37

años de ausencia, el Colegio y la Iglesia de la Compañía.

El gobierno jesuita del P. Pignatelli

La organización externa de las comunidades aparece como la obra principal.

Sin embargo, la interna y espiritual fue la m s importante. Los que volvían a la

Compañía eran hombres que habían vivido más de 30 años fuera de ella, sin vida

comunitaria, sin obediencia religiosa y con la administración de sus propios bienes.

Muchos de ellos no habían continuado leyendo o estudiando. Casi todos eran muy

mayores y las enfermedades no les permitían llevar la misma vida de los que

entraban a la Orden.

Y éste fue uno de los méritos más valiosos del P. Pignatelli: la caridad para

recibir, el entusiasmo para animar, el cuidado para proveer a todos y la suavidad para

hacer revivir el espíritu jesuita. Los Ejercicios de San Ignacio que los recién llegados

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hacían con amor eran el arma principal. El P. Pignatelli hizo imprimir el Sumario de las

Constituciones, las Reglas Comunes de la Compañía y la Carta de la Obediencia de

San Ignacio para reiniciar la lectura mensual que a esos venerables ancianos les

había sido tan familiar.

Para los Colegios hizo imprimir el Ratio Studiorum para aplicarlo y para

estudiar una adaptación a la nueva pedagogía que hacía su aparición en Europa

después de la Revolución en Francia y las ideas napoleónicas.

La elección del nuevo General

El convocar una Congregación para elegir al nuevo Prepósito General fue una

empresa difícil. El zar Alejandro puso dificultades y demoró los plazos. La Provincia de

las Dos Sicilias estuvo representada en las personas de sus delegados. En esto último

tuvo un rol importante el P. Pignatelli: se opuso a los planes del P. Cayetano Angiolini,

Procurador general nombrado por el P. Gruber que deseaba una Congregaci¢n

celebrada en Roma. Al fin, en Polotsk, la Congregación eligió el 14 de septiembre de

1805 al P. Tadeo Brzozowski, un polaco de 56 años.

Inmediatamente, el 27 de septiembre de 1805, el nuevo General escribió una

carta al P. José Pignatelli. Lo confirmó en su cargo de Provincial y le dio autoridad

para dejar señalado por sucesor, en caso de muerte, a quien juzgare idóneo.

Expulsión de Nápoles

Las tropas francesas estaban en Italia desde 1796. Al ser coronado Napoleón

como Emperador sus ejércitos avanzaron. En enero de 1806 estuvieron en Nápoles. El

rey con su familia y el gobierno se refugiaron en Sicilia. José Bonaparte entró

triunfante en la ciudad.

Los jesuitas no tardaron en sentir los efectos de la invasión. En abril debieron

empadronarse y en junio se dio orden perentoria de prestar juramento de fidelidad al

nuevo rey. El día 3 de julio las autoridades francesas notificaron al P. Pignatelli la

orden de disolución ordenando a los napolitanos volver a sus casas y a los extranjeros

salir del país en veinticuatro horas. El Provincial con inteligencia logró mayores

plazos. Organizó la salida de los jesuitas, entregó a la condesa de la Acerra los restos

del recién beatificado Francisco de Jerónimo y partió hacia Roma el 8 de julio. Los

jesuitas de Sicilia quedaron tranquilos.

Desterrado en Roma

Al llegar a Roma fue recibido por Pío VII quien le cedió habitaciones para los

desterrados en el Colegio Romano y en la Residencia del Gesù. Allí se instalaron

provisoriamente los casi 90 jesuitas extranjeros que venían de Nápoles.

En los meses siguientes abrió Colegio, Noviciado y Casa de formación en la

ciudad de Orvieto y también en Tívoli donde reincorporó a la Compañía a un grupo de

ex-jesuitas americanos. Estableció Residencias y Colegios en otras diócesis de los

Estados Pontificios. En una muy pobre casa de Roma, Nuestra Señora del Buen

Consejo, reunió a los sacerdotes que debían hacer la Tercera Probación.

La estadía del P. José Pignatelli la aprovecharon al máximo los jesuitas del

exterior. Ellos le encomendaban sus negocios ante la Santa Sede. No sólo el General

de la Compañía desde San Petersburgo, sino también los jesuitas ingleses y los de

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América del Norte a quienes no se les había intimado el Breve de supresión y habían

obtenido la agregación a la Compañía de Rusia.

La prisión del Papa

El 2 de febrero de 1808 llegaron las tropas francesas a Roma; ocuparon el

Castel Sant ángelo y los puestos militares; el Quirinal, donde residía el Sumo Pontífice

quedó rodeado por ocho piezas de artillería. El 10 de junio del año siguiente se

anunció el fin del poder temporal del Papa y se decretó la anexión de Roma al Imperio

francés. El 6 de julio el Papa fue tomado prisionero y llevado primero a Savona.

En varias ocasiones el P. Pignatelli había tratado con el Pontífice la

restauración universal de la Compañía. Así lo afirma el mismo General de la

Compañía, el P. Tadeo Brzozowski, en carta fechada el 17 de abril de 1811 y dirigida

al Superior del Colegio de Georgetown en América; lo mismo escribe el 21 de julio de

1811 al Rector jesuita del Colegio de Stonyhurst en Inglaterra. "Antes que el Papa

fuese llevado a Savona, sé que el Santo Padre había ordenado al P. Pignatelli que no

permitiese la dispersión de los Nuestros, porque quería dar una bula de

restablecimiento universal".

Antes y después de la prisión del Papa el P. José Pignatelli se movió

incansablemente para que las autoridades francesas no perturbaran a los jesuitas de

Roma. Las nuevas autoridades insistían en que los extranjeros debían prestar

juramento de fidelidad; y Pignatelli contestaba que los incorporados a la Compañía no

estaban obligados a ello porque habían sido declarados no súbditos por sus antiguos

monarcas.

Muchas de las ayudas económicas que recibía el P. Pignatelli fueron destinadas

a aliviar las penurias del Papa, de cardenales y sacerdotes. El y sus súbditos carecían

muchas veces de lo indispensable, pero su preocupación era la persona del Sumo

Pontífice.

La preparación para la vida eterna

Entre sus notas espirituales hemos encontrado lo siguiente: Tres deben ser las

preparaciones para la muerte: remota, próxima e intermedia. La remota es la vida

santa y fervorosa; la próxima son los actos que debo practicar cuando esté en peligro

y en artículo de muerte; la intermedia son esos mismos actos que deber‚

frecuentemente repetir cuando esté sano y me sean más fáciles de hacer.

Este plan que se trazó, fue en verdad el que se esmeró en cumplir. Y si en su

humildad, él no lo reconoce jamás; las personas que estuvieron cerca de él lo

atestiguan. Sabemos por las declaraciones de muchos testigos de su amor profundo

al Corazón de Jesucristo, a María, a la Iglesia, al Papa, a la Compañía y a sus Santos.

Todos ellos afirman el extraordinario amor y dedicación hacia los que habían sido sus

hermanos en la Compañía, a los que se reincorporaban y a los que ingresaban por

primera vez. A esta tarea dirigió anhelos, ofreció sufrimientos y oraciones, empleó sus

condiciones personales, gastó energía sin escatimar esfuerzos. Y en su corazón

gastado acariciaba siempre la idea del restablecimiento universal de su madre la

Compañía de Jesús. Así vivió los dos últimos años de su vida.

En octubre de 1811, conoció que su peregrinación tocaba a su fin. Su amigo, el

P. Luigi Panizzoni, quien lo había reincorporado en la Compañía vivía en la misma

Casa de Nuestra Señora del Buen Consejo. El P. Pignatelli, conforme a la facultad que

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tenía del P. General, nombró Provincial al P. Panizzoni y él se dispuso a morir. Murió a

los 74 años de edad el 15 de noviembre de 1811.

El Papa Pío XI lo beatificó en la Basílica de San Pedro el 21 de mayo de 1933,

en el Año Santo de la Redención. El Papa Pío XII lo canonizó el 12 de junio de 1954 y

lo llamó Restaurador de la Compañía de Jesús.

La glorificación

Sus funerales los hicieron los jesuitas en la humilde iglesia de Nuestra Señora

del Buen Consejo y allí mismo fue sepultado. Se tuvo cuidado de que no hubiera

mucha gente por temor a poner en peligro la vida misma de la comunidad que había

pasado inadvertida a las autoridades francesas.

La Compañía de Jesús, en Rusia Blanca, Sicilia y Roma, siguió con inquietud

creciente la humillación y suerte del Papa. En 1812 Napoleón llevó al cautivo Pío VII a

Fontainebleau, en el corazón de Francia. Allí estuvo hasta abril de 1814 en que el

Emperador fue derrotado por las potencias europeas que se habían aliado en su

contra.

El Papa entró a Roma el 24 de mayo de 1814 y, como parte de su esfuerzo

hacia la reconstrucción religiosa del continente, determinó restaurar la Compañía en

todo el mundo. Recibió en audiencia, de inmediato, al P. Luigi Panizzoni y trató con él

los términos de la Bula que ordenaba redactar. La Bula Sollicitudo Omnium

Ecclesiarum no pudo estar lista para el 31 de julio, fiesta de San Ignacio, pero sí el 7

de agosto, día de su octava. Ese día, en el altar de San Ignacio en la Iglesia del Gesù,

Pío VII ofreció el Sacrificio de la Misa. Después, en presencia de una inmensa

multitud, incluyendo cardenales, realeza y cerca de 150 miembros de la antigua

Compañía hizo leer solemnemente la Bula y la entreg¢ al P. Luigi Panizzoni. Después,

uno a uno, el Papa, con gran cariño, saludó a los ancianos jesuitas que lloraban de

consuelo y a los jóvenes que miraban sonrientes.

Los jesuitas no olvidaron al verdadero artífice de la vida restaurada de la

Compañía. El P. General, Tadeo Brzozowski, deseó trasladarse a Roma y presidir el

traslado de los restos del P. José Pignatelli. Pero el gobierno ruso no permitió al P.

General que saliera de San Petersburgo. Con permiso del Papa, los restos fueron

trasladados en 1817 a la Iglesia del Gesù- y sepultados en la sepultura de los Padres

Generales.

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SANTOS JESUITAS

Colección

. San Ignacio de Loyola

. San Francisco Javier

. San Estanislao de Kostka

. San Francisco de Borja

. San Luis Gonzaga

. San Edmundo Campion

. San Alexander Briant

. San Pedro Canisio

. San Pablo Miki

San Juan Soan

San Diego Kisai

. San Roberto Southwell

. San Enrique Walpole

. San Claudio La Colombière

. San Alonso Rodríguez

. San Pedro Claver

. San Roberto Belarmino

. San Juan Ogilvie

. San Bernardino Realino

. San Juan Berchmans

. San Nicolás Owen

. San Roque González

San Alfonso Rodríguez

. San Juan del Castillo

. San Juan Francisco R‚gis

. San Isaac Jogues

. San René Goupil

San Juan de La Lande

. San Juan de Brébeuf

. San Antonio Daniel

San Gabriel Lalement

. San Carlos Garnier

San Natal Chabanel

. San Andrés Bóbola

. Santo Tomás Garnet

. San Edmundo Arrowsmith

. San Enrique Morse

. San Felipe Evans

San David Lewis

. San Juan de Brito

. San Melchor Grodiezcki

San István Pongrácz

. San Francisco Jerónimo

. San José Pignatelli

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Santiago de Chile.

Nihil Obstat

Imprimi Potest

Juan Díaz Martínez, S.J.

Provincial de la Compañía de Jesús en Chile

Imprimatur

Sergio Valech Aldunate

Vicario General de Santiago de Chile