Sami Naïr-El Imperio Frente a La Diversidad Del Mundo

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S A M I N A Ï R El Imperio frente a la diversidad del Mundo Traducción de Sara Barceló y María Cordón a R e T é Sami Naïr es catedrático de ciencias políticas en París y eurodiputado por Francia. Colaborador habitual en la prensa, incluido el diario español El País. Entre sus obras más recientes se encuentran Une politique de civilisation (con Edgar Morin, Arléa, París, 1997), El peaje de la vida (con Juan Goytisolo, El País/Aguílar, Madrid, 2000), La inmigración explicada a mi hija (DeBOLSiLLO, Barcelona, 2001) y Las heridas abiertas (Suma de Letras, Madrid, 2002). Actualmente Sami Naïr se ha integrado en el grupo de Izquierda europea, donde está entre otros IU .

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S A M I N A Ï R

El Imperio frente a la diversidad del Mundo

Traducción de Sara Barceló y María Cordón

a R e T é

Sami Naïr es catedrático de ciencias políticas en París y

eurodiputado por Francia. Colaborador habitual en la prensa,

incluido el diario español El País. Entre sus obras más

recientes se encuentran Une politique de civilisation (con

Edgar Morin, Arléa, París, 1997), El peaje de la vida (con

Juan Goytisolo, El País/Aguílar, Madrid, 2000), La

inmigración explicada a mi hija (DeBOLSiLLO, Barcelona,

2001) y Las heridas abiertas (Suma de Letras, Madrid, 2002). Actualmente Sami

Naïr se ha integrado en el grupo de Izquierda europea, donde está entre otros IU .

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ÍNDICE agradecimientos ............... 9 presentación ................ 11 PRIMERA PARTE EL IMPERIO MERCANTIL 1. El nuevo orden imperial ............ 17 2. Las oligarquías transnacionales .......... 26 3. La producción mundial bajo control. ........ 29 4. La estrategia de la araña ............ 31 5. El dólar, amo del juego ............ 36 6. Los instrumentos de coerción .......... 44 7. La depredación imperial ............ 50 8. «La guerra social globalizada» .......... 55 9. El reino de la diferencia ............ 59 SEGUNDA PARTE EL PODER ESTADOUNIDENSE 1. El imperialismo en el imperio .......... 65 2. Un nuevo unilateralismo ............ 72 3. La transformación de la doctrina y la estrategia militar estadounidenses ................ 76 4. El cuestionamiento de las relaciones internacionales .... 79 5. Un creciente intervencionismo militar ........ 82 6. La captación de los recursos energéticos ....... 88 7. Clientelismo y contención ........... 92 8. La razón del más fuerte ............ 101 TERCERA PARTE EL DRAMA DEL MUNDO ÁRABE 1. La limitación geográfica ............ 113 2. Una historia contrariada ............ 115 3. Una mirada conflictiva ............ 121 4. Los dos fundamentalismos ........... 125 5. Israel-Palestina: la paz o el suicidio colectivo ...... 128 6. El doble cambio tras Oslo ........... 134 7. La dura realidad del mundo árabe ......... 142 CUARTA PARTE LA LARGA MARCHA DE AMÉRICA LATINA 1. Un laboratorio del imperio mercantil ........ 149 2. En primera fila para el ajuste estructural ....... 153 3. La democracia a costa de un liberalismo salvaje ..... 158 4. El continente de las mayores desigualdades ...... 163 QUINTA PARTE EUROPA: ¿UNA OPORTUNIDAD O UNA FATALIDAD? 1. Un proyecto ambiguo . ............ 171 2. La racionalidad económica ........... 174 3. La mutación del vínculo social .......... 177 4. La regresión social comunitaria .......... 184 5. La destrucción anunciada de los servicios públicos .... 188 6. Unas instituciones al servicio de la liberalización de las economías europeas .............. 194 7. La Europa realista ............. 198 8. La Europa política: una necesidad ciudadana ...... 205 9. Desarrollar asociaciones estratégicas ........ 212 SEXTA PARTE EL SUR A LA DERIVA 1. La otra orilla ............... 219 2. Fracturas mediterráneas ............ 221 3. El proyecto de Barcelona ........... 225 4. África olvidada .............. 231 5. De Lomé a Cotonou o la solidaridad en piel de zapa .... 235 6. Unas sociedades que se quiebran ......... 239 7. Las fragilidades de la democracia ......... 245 8. Los desplazamientos de población ......... 250 9. Solidaridad y codesarrollo con el Sur ........ 260 10. Organizar las migraciones ........... 264 11. Favorecer la complementariedad ......... 269

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PRESENTACIÓN

«¡Dichosos los tiempos que pueden consultar en el cielo estrellado el mapa de los caminos que les están expeditos y que no tienen sino que emprender! ¡Dichosos los tiempos cuyos caminos están iluminados por la luz de las estrellas!»' Esos tiempos en los que el hombre y el mundo estaban en armonía, en los que el saber gozaba de la serena seguridad de los mitos y la relación del yo con el otro era un eco de la relación del yo con el yo;

esos tiempos probablemente nunca existieron. Como la edad de oro, son más una aspiración que una nostalgia, más el signo de un futuro deseado que la huella de un pasado desaparecido para siempre. Hoy vivimos la época de la gran divergencia. Divergencia entre el mundo y la idea que de él tenemos, entre nuestras raíces y nuestro devenir, entre las técnicas que elaboramos y nuestra incapacidad para controlarlas, entre las riquezas que producimos y la influencia que ejercen sobre nosotros; entre nuestra división respecto al otro y nuestra separación respecto de nosotros mismos. En el lapso de una generación, quizá en apenas dos décadas, hemos visto cómo se tambaleaba un mundo y surgía otro, sin que nuestros instrumentos conceptuales y nuestras ideas hayan tenido tiempo de calibrar semejante mutación.

Armados con la seguridad que nos daban nuestras convicciones intelectuales, queríamos transformar el mundo. Hoy debemos aprender de nuevo a interpretarlo. Pero las palabras con las que intentamos aprehender la realidad han quedado obsoletas: tropiezan ante unas formas sociales, unos sistemas políticos que presentan tantos rasgos originales como ya conocidos. Y aún más sorprendente: para huir de las connotaciones ideológicas del pasado, tendemos a emplear términos imprecisos, vagos, opacos.

Gyórgy Lukács, Teoría de la novela, traducción de Manuel Sacristán, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999.11

PRESENTACIÓN

El actual debate sobre el concepto de «imperio» constituye un esclarecedor ejemplo. A finales de la década de 1980, un brillante historiador británico. Paúl Kennedy, consideró, en The Rise and Fall of the Great Powers, que la globalización constituía el trasfondo de una contienda entre naciones y, por primera vez, calificó a los estados como imperios en de-cadencia en lugar de definirlos como imperialistas. Su análisis sobre la debilidad del sistema económico estadounidense es sugerente, incluso bastante convincente, pero parte de un supuesto harto problemático: ¿cómo ha pasado Estados Unidos del imperialismo al imperio? Porque estas dos palabras no significan lo mismo. El imperio es un sistema-mundo y el imperialismo un comportamiento político, económico, militar, que puede caracterizar tanto a una nación grande como a una pequeña. ¿O quizá Kennedy utiliza el concepto de imperio como antífrasis, para no emplear el concepto de imperialismo? En cualquier caso, su enfoque ha gozado de gran éxito. Era un trabajo serio y documentado que rompía positivamente con los vaticinios atemporales de Fukuyama sobre el «fin» de la historia.

Pero se puede plantear el problema de otro modo: ¿la expansión de la «globalización liberal» es resultado de la americanización del mundo o una simple variante de lo que, de forma mucho más radical, podríamos definir como un vasto proceso histórico de expansión de la civilización mercantil, en la que concurren todas las grandes potencias económicas mundiales? De cómo se responda a esta cuestión depende la concepción de las relaciones internacionales. En estas páginas tomamos claramente partido contra la corriente que confunde imperio e imperialismo. El imperio es el sistema mercantil hoy mundialmente dominante, el imperialismo habita en su seno, a través de la hegemonía estructural de Estados Unidos. Pero el sistema imperial tiene cierta autonomía respecto al imperialismo e incluso en determinadas circunstancias puede verse amenazado por el activismo imperialista estadounidense. El imperio mercantil funciona sobre todo en el ámbito de la economía y en el del consenso; está más relacionado con la tradición británica del imperio deifree trade que con el imperialismo de tipo napoleónico. Se trata de un imperio de nuevo tipo, que supera y abarca a Estados Unidos; es un imperio mercantil, oligopolístico, mundial y democrático. Estados Unidos es la potencia dominante en su seno, y actúa de modo imperialista, en el sentido clásico del término, para intentar garantizarse la dominación total. No lo con-

sigue porque otras potencias, que comparten la misma adhesión a las normas del imperio mercantil mundial, tienden a oponerse a esa voluntad de hegemonía absoluta. El tradicional juego entre potencias, la búsqueda de equilibrios estructurales o precarios entre naciones sigue siendo, por ello, el elemento fundamental del sistema internacional actual. Los nuevos actores económicos regionales, sobre todo Europa, tienden a lograr que sus intereses prevalezcan en el imperio mercantil; los países del Sur —sobre todo los grandes, como India, China, Brasil— no han dicho todavía la última palabra; el mundo árabe, que desempeña un papel central —por no decir fundamental gracias al petróleo, que constituye hoy el principal recurso energético del imperio mercantil y lo seguirá constituyendo todavía durante varias décadas— se halla en una situación convulsa que convierte en inciertos todos los cálculos estratégicos de las potencias del imperio. Rusia, ahora replegada, recobra poco a poco ese papel de gran potencia que le es propio. En resumen, la diversidad del mundo no puede reducirse a un único poder total, aunque sea el de la «democracia liberal» armada de Washington.

Este libro es un ensayo. El ensayo es un género en el que se plantean preguntas y se arriesgan respuestas. O, a falta de estas, al menos se desbrozan algunos caminos en la vasta confusión del mundo. Aunque el imperio mercantil esboza hoy nuestro horizonte, no fija sus límites. Otros imperios aún más poderosos terminaron por hundirse con el transcurso del tiempo y no dejaron tras ellos más vestigio que algunas piedras y formas sin vida. Es imposible saber si asistimos al comienzo de una civilización o al fin de su expansión. Pero esta incertidumbre no debe provocar la impotencia ni la resignación; pues lo único que puede salvaguardar el futuro es apostar por la diversidad del mundo.

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PRIMERA PARTE EL IMPERIO MERCANTIL

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1. EL NUEVO ORDEN IMPERIAL

Globalización y mundialización son dos palabras indispensables para comprender hoy nuestra historia. Para la inmensa mayoría son unos signos secretos, para algunos, una especie de fórmula mágica y para otros, talismanes. Pero, sean lo que sean, están en el centro de todos los debates y pesan como una ley de acero en el orden mundial. Desde comienzos de la última década del siglo xx, los estudios sobre estas palabras han girado en tomo a dos tipos de enfoque: unos subrayaban el proceso de internacionalización de los capitales, la circulación desenfrenada y la autonomía de los mercados financieros respecto a la economía real; otros ponían de relieve la extensión del modelo de empresa en redes empresariales (industriales, de servicios, financieras, etc.), el surgimiento de una economía de la información en la que lo virtual compite con lo real. Ambos movimientos son interdependientes. Pero, aunque han pasado ya tres décadas desde que se inició ese proceso, desde que se descubrió y empezó a describirse y analizarse, todavía no disponemos de una visión de conjunto —¿quizá porque todavía no ha finalizado?— que nos permita juzgarlo de manera satisfactoria.1

Nos hallamos ante un movimiento de unificación del planeta, de expansión de la «occidentalización» del mundo, ante un capitalismo mundial de nuevo tipo; y ante su contrario: la desarticulación de regiones enteras del

1. Nuestro objetivo no es proporcionar un análisis, ni siquiera un marco descriptivo y detallado del sistema-mundo imperial. Existe ya una inmensa literatura económica, politológica y sociológica que, a través de los conceptos de «mundialización» o «globalización», suministra patrones para leer y analizar este fenómeno (una de las mejores guías es la notable obra de Manuel Castells La era de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. I: La sociedad red). Lo único que pretendemos en estas páginas es subrayar lo que hace de esta mundialización liberal una forma imperial nueva, específica, basada sobre todo en la sumisión de los poderes políticos a los imperativos de la mundialización planetaria.

mundo, la fragmentación de las sociedades, la exclusión de determinadas categorías sociales, el empobrecimiento de importantes sectores de las capas medias, la dualización planetaria entre los que están «conectados» y los que no lo están, entre los que, según la expresión de Jeremy Rifkin, tienen «acceso» al sistema y los que están excluidos de él.2

Y aún más preocupante: las categorías y conceptos con que se pretende definir este proceso sirven también para encubrirlo: «mundalización», «globalización» son términos neutros, designan articulaciones abstractas, no dicen nada acerca de las formas de poder y de los nuevos contenidos sociales. Sin embargo, se trata de un sistema-mundo que favorece la formación de conjuntos regionales, la expansión del comercio, la circulación de bienes a escala mundial, la formación progresiva de una opinión pública cosmopolita, la difusión de determinados valores; pero también rigurosos mecanismos de dominación, mutaciones de soberanía, desestructuraciones sociales, jerarquización de los pueblos. Es una nueva estructura de poder que se extiende por todo el planeta. Un acontecimiento histórico sin precedentes: por primera vez, la totalidad del mundo se ve sometida a un sistema único en el ámbito económico.

Los poderes políticos siguen estando diferenciados, son singulares en cada región del mundo, pero mientras que en el pasado —incluso en la denominada época de la internacionalización del capital que clausuró el siglo xix y determinó dos tercios del siglo xx— esos poderes podían articularse en tomo a unos modos de producción y de intercambio muy di-versos, hoy, un mismo modelo económico tiende a predominar por doquier reproduciendo las desigualdades, integrando capas sociales, definiendo nuevas normas de actividad comercial, subsumiendo lo local en lo mundial, y viceversa. El surgimiento del sistema-mundo en el último tercio del siglo xx significa sin duda una mutación en el ámbito de la civilización tan importante como la que surgió en los albores del siglo xvi y que Fernand Braudel describió como «civilización material del capitalismo». Lejos de limitarse a Occidente, este sistema es mundial, imperial, mercantil. Esta definición requiere una explicación.

Es un sistema, es decir, una estructura de relaciones funcionales. Un sistema se define tanto por sus elementos internos como por sus fronte-

2. Jeremy Rifkin, La era del acceso. La revolución de la nueva economía, Paidós, Barcelona, 1999.

ras exteriores. Nunca es una estructura cerrada, sino un proceso que se alimenta de una dialéctica conflictiva interna. El capitalismo mundializado contemporáneo es, en teoría, un proceso, una estructura en movimiento. Solo es un sistema en la medida en que consigue crear las condiciones de su propia reproducción.3

Es un sistema mundial, que determina las relaciones sociales a nivel planetario. En su análisis del desarrollo del capitalismo, Fernand Braudel distingue la economía mundial del sistema-mundo. La primera está relacionada con lo que Sismondi denominaba «el mercado de todo el universo», «el género humano o esa parte del género humano que comercia entre sí y hoy forma, en cierto sentido, un único mercado».4 En cuanto al sistema-mundo, Braudel lo define como «un fragmento del universo, un pedazo autónomo del planeta, capaz de bastarse a sí mismo en lo esencial y al que sus relaciones e intercambios internos confieren una unidad orgánica». Immanuel Wallerstein había propuesto dos definiciones bastante parecidas, aunque más funcionales: los imperios-mundo, caracterizados por el predominio de un único sistema político sobre «la mayor parte del área» dominada, y las economías-mundo «en las que tal sistema político no existe sobre toda o virtualmente toda su extensión».

La realidad actual de la economía mundial confirma los principales elementos de las definiciones de ambos autores sobre las «economías-mundo», pero hoy nos parece un concepto reductor. Es como si, desde mediados de la década de 1970 y debido a la revolución monetaria, tecnológica y económica, hubiéramos salido de la mera economía-mundo

3. Edgar Morin en El método. Cátedra, Madrid, 1981, vol. 1, demuestra cómo el concepto de sistema debe ser interpretado en el campo de una teoría de la complejidad:

es una dialéctica entre el todo y la parte que no se reduce ni al todo ni a la parte, que las engloba, las supera y, a la vez, constituye la condición de posibilidad. Entronca así con la tradición de Pascal («Considero imposible conocer las partes sin conocer el todo, como también conocer el todo sin conocer particularmente las partes», Pensamientos), concepto comentado por Lucien Goldmann en Le Dieu caché, Gallimard, 1976. Véanse también Bemard Walliser, Systémes et modeles, Seuil, 1977, y Nikias Luhmann, The Differenciation ofSociety, Columbia University Press, 1982.

4. Femand Braudel, Civílisation matérielle, économie et capitalismo au XVIII siécle, Armand Colin, 1979, t. 3: Le temps du monde, p. 12. [Trad. cast: Civilización material, economía y capitalismo, siglos xv-XVIII. Alianza, Madrid, 1984, vol. 3: El tiempo del mundo.}

5. Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial. Siglo XXI, Madrid-México, 1979, p. 490.

(modelo Braudel-WaIlerstein) para entrar en «la economía mundial» (modelo Sismondi-Braudel). En otras palabras, la

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economía mundial no afecta ya únicamente a un fragmento del espacio mundial, aunque sea el más importante, sino al mundo entero. Es esta una connotación fundamental de la palabra «globalización», porque significa que, a partir de ahora, el objeto de la economía —seamos más precisos: del comercio— no es la sociedad particular, sino el mundo, es decir, tanto el espacio objetivo como las relaciones sociales que lo rigen.

Nos hallamos ante un sistema mundial imperial. Pero no se trata de un imperio en el sentido tradicional del término y, sobre todo, no debe confundirse con el imperialismo (estadounidense, en nuestro caso). Examinémoslo con detalle.

Las características tradicionales del imperio eran fáciles de definir:

Sistema fundamentado en el poder en última instancia de uno solo; dominio sobre un espacio organizado en función del interés del centro; pluralidad de pueblos sometidos a la autoridad de un centro imperial que se sitúa por encima del poder de las naciones que aquel abarca; funcionamiento que parte de la sumisión de los dirigentes locales; adhesión relativa de los pueblos a los valores del imperio; aceptación de una cierta autonomía (cultural, étnica y política) de dichos pueblos; formación de un sistema militar centralizado en posesión del monopolio de la violencia legítima que, en última instancia, está en manos del emperador; dialéctica entre la soberanía imperial y sus fronteras (el famoso limes que separaba a los ciudadanos de los «bárbaros»); y, por último, dialéctica permanente entre el consenso y la autoridad.

Se trata de una serie de características formales que en la historia real se entremezclan y siempre revisten coloraciones específicas. Probablemente, el tipo ideal de imperio no ha existido en la historia.7 El imperio es, esencialmente, una relación de control político que ciertas sociedades imponen a otras. Por último, ese control puede ser formal o informal;

puede tratarse de una dominación autoritaria directa o de una serie de imposiciones indirectas propagadas por la potencia dominante. Pero en

6. Como las define Maurice Duverger en Le Concept d'empire, PUF, 1980.

7. Maurice Duverger demuestra claramente que, en el fondo, no se puede elaborar un concepto ideal de imperio, dado lo que difieren entre sí los que se han sucedido a lo largo de la historia. Por el contrario, el «recuerdo» del imperio sirve para definir formalmente la realidad de los imperios nuevos.

en todo caso —y salvo en situaciones excepcionales— ese control implica la participación en la sociedad dominada de determinados grupos asociados, sea porque los instrumentaliza (como la creación por el imperialismo británico —y hoy por el estadounidense— de unas élites feudales en las monarquías petroleras árabes), sea porque responden a una «necesidad» de imperio, a una «demanda» de imperio (lo que explica el comportamiento de algunas élites dirigentes europeas frente al poder estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial e incluso en nuestros días).

El sistema-mundo imperial moderno participa de algunos de esos rasgos generales, pero es portador de una serie de tendencias nuevas y con frecuencia muy contradictorias. En primer lugar, no es un imperio institucionalizado, fundado y reconocido como tal. Carece de instituciones políticas, de moneda, de justicia, de ciudadanía, no existen leyes imperiales que se impongan a los que se integran en el actual sistema de dominación planetaria. En realidad es un imperio informal en el sentido en que la Gran Bretaña del siglo XIX poseía, junto al imperio formal, otro no impuesto sino fundamentado en la continua expansión de los mecanismos del libre comercio.8 Esta última definición es fundamental a la hora de interpretar el carácter consensual y democrático del imperio mercantil moderno.9

También es un imperio oligopolístico basado en el poder de unas fuerzas económicas imperiales —las multinacionales, las organizaciones internacionales, los gobiernos más poderosos— absolutamente hegemónicas. La conjunción, a veces coherente y con frecuencia discorde, de los intereses de esas fuerzas económicas y políticas hace de este imperio un sistema. El capitalismo mundial moderno instaura un impe-

8. Expansión «invisible en los mapas geográficos», dice Henri Grimal, «cuya finalidad era la protección del comercio y el control de los enclaves estratégicos a lo largo de las grandes rutas marítimas». «Los métodos utilizados —añade este excelente autor— variaron; pero en todos los casos, lo económico y lo político se apoyaron mutuamente. [...] Así pasó con la apertura de mercados a golpes de cañón [...], con los tratados de amistad y de libre comercio [...] y los tratados antiesclavistas firmados con jefes africanos o los de protectorado, suficientemente vagos como para legitimizar una acción ulterior.» «La evolución del concepto de imperio en Gran Bretaña», en Le Concept d'empire, op. cit., p. 354.

9. Entre los análisis sobre esta forma imperial se encuentran el esclarecedor trabajo de Michael W. Doyie Empire (Comell University Press, 1985), y, sobre todo, su crítica de la teoría del imperio de free trade según John Gallager y Ronaid Robinson (Primera parte).

rium en el sentido etimológico de la palabra, sobre la totalidad del mundo.

Esta definición difiere de la de Wallerstein, que ve una contradicción (inadmisible en el siglo xvi) entre la economía-mundo y el imperio-mundo:

Hemos argumentado que antes de la era moderna las economías-mundo eran estructuras altamente inestables, que tendían a convertirse en imperios o a desintegrarse. La peculiaridad del sistema mundial moderno es que una economía-mundo haya sobrevivido quinientos años y que aún no haya llegado a transformarse en un imperio-mundo, peculiaridad que es el secreto de su fortaleza.

Esta peculiaridad es el aspecto político de la forma de organización económica llamada capitalismo. El capitalismo ha sido capaz de florecer precisamente porque la economía-mundo contenía dentro de sus límites no uno, sino múltiples sistemas políticos.10

Esta definición plantea más preguntas que las que resuelve, pero el fondo del problema queda claro: Wallerstein concibe las economías-mundo como espacios conflictivos organizados por unos poderes políticos en competencia (y en equilibrio), y el imperio como una forma política degenerada que domina esos espacios. Muchos ejemplos (sobre todo, el siglo xvi europeo) le dan sin duda la razón, pero hoy el problema consiste en que solo hay un espacio de economía-mundo, cuya orientación domina por doquier y funciona de modo imperativo sin poder político central.

El sistema-mundo mercantil alcanza el imperium de dos modos absolutamente originales: por una parte, gracias a la existencia de los poderosos vectores «de imperialización» que son las organizaciones internacionales (Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio, Banco Mundial, etc.) o las empresas transnacionales; por otra,

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gracias al predominio prácticamente total que lo económico ejerce sobre lo político. Las opciones políticas y estratégicas de los Estados están hoy condicionadas por lo que impone el funcionamiento planetario de ese imperio; no pueden ir «a contracorriente» de la dinámica imperial mercantil sin arriesgarse a sufrir enfrentamientos radicales con sus vectores. La cuestión de la «democracia», es decir, del modo de funcionamiento interno, también está estructurada de antemano por las fronteras del sistema

10. Immanuel Wallerstein, op. cit., pp. 490-491.

imperial; estas fronteras no son geográficas, sino sistémicas: la democracia debe favorecer la libertad de circulación de los capitales, posibilitar la economía «abierta», subordinar la actividad colectiva a la iniciativa privada. La democracia liberal mercantil pertenece al ámbito interno del sistema imperial. Se vuelve ilegitima si pretende sobrepasar las fronteras de este sistema.

Con esta salvedad, el imperio no se opone a la democracia, a los principios constitutivos del Estado de derecho. Aunque el desarrollo del liberalismo económico tiende a reducir progresivamente dicho Estado a su función de vigilancia represiva de la sociedad, ello no impide que no imponga en algún lado su dominación por la fuerza. Sin embargo, los nuevos mecanismos de represión en la formación moderna de la soberanía tienden a reducirse cada vez más a esos auténticos lugares de poder que son, por ejemplo, la Bolsa y sus índices (CAC 40, Dow Jones, etc.), las redes de altos funcionarios que transitan regularmente de la esfera pública a la privada y viceversa, los partidos políticos que definen las orientaciones programáticas en función de los grupos económicos con los que están relacionados... Y todo ello se despliega, al menos en los países desarrollados, respetando la legalidad administrativa instituida por el Estado de derecho, lo que permite decir, parafraseando la fórmula de Immanuel Wallerstein aunque enfocándola de otro modo, que el «secreto» del imperio mercantil mundial consiste en su carácter «democrático».

Se trata en definitiva de un sistema imperial mercantil. Es decir, de un sistema que organiza, a nivel planetario, las relaciones entre los pueblos, las sociedades, las culturas con los juegos comerciales como telón de fondo. Se trata de los intercambios de bienes, de la transferencia de tecnología, de la distribución de los lugares de producción industrial, de la especulación monetaria mundial, o de cualquier otra forma de relación, la pauta constitutiva de ese entramado es la mediación mercantil. El capitalismo planetario hace hoy realidad el reino del intercambio mercantil como soporte antropológico de la humanidad. Y constituye la característica por excelencia del «nuevo» mundo. En la actualidad, incluso esferas tan poco «mercantilizables» como el amor, la actividad humanitaria o la solidaridad terminan por reinsertarse en el sistema de mediación mercantil. El valor de cambio todo lo invade. Cada vez hay menos actividades desprovistas de cálculo de rentabilidad.

Por último, hay que señalar que el sistema-mundo imperial, mercantil, oligopolístico y democrático (la contradicción yace en los hechos, no en la teoría) no puede reducirse hoy a la estrategia agresiva de Estados Unidos. Este país es sin duda la mayor potencia del planeta, domina al resto de los pueblos, se ha dotado de, los medios para reproducir su dominación, no duda en recurrir a lo que sea —incluida la amenaza del terror armado— para reinar en solitario y según sus mezquinos intereses. Sin embargo, por sí solo no constituye el imperio. No es más que su columna vertebral. El cuerpo del imperio lo constituye la cerrada y compleja red de las élites transnacionales del capitalismo globalizado, irrigada por los mecanismos de circulación de bienes, capitales y servicios. El sistema imperial mercantil engloba hoy tanto a Estados Unidos como a Japón y a Europa. Y si el peso de Estados Unidos ha variado considerablemente desde la Segunda Guerra Mundial, la tendencia profunda está clara: un reequilibrio a favor de Europa y de Japón."

La estructura del imperio mercantil está, pues, formada por esa tríada, que solo incluye al 13 % de la población mundial, pero que produce cerca de las tres cuartas partes de la riqueza mundial (PNB total de 21,5 billones de dólares). Los principales flujos económicos (financieros, comerciales, de servicios) circulan en el seno o a partir de ese triángulo. La mayoría de las multinacionales son también originarias de esas tres regiones y su presencia en esos tres mercados a la vez es condición necesaria para su supervivencia.

Estados Unidos garantiza hoy el 26% del PIB mundial y un 16% de las exportaciones mundiales. Japón, el 18% del PIB y el 12% de las exportaciones, la Unión Europea, el 29% del PIB y el 20% de las exportaciones mundiales. Los déficits cruzados que estos tres polos mantienen entre sí, así como la estructura de las multinacionales, ilustran su interde-pendencia. Esta constituye la dinámica del imperio mercantil. Pero, aun-

11. Entre 1960 y 1994, la tasa de crecimiento de Estados Unidos era del 3 % frente al 3,1 % de Europa y el 5,7% de Japón. El esfuerzo de inversión para el mismo período representaba un 18,4% del PIB para Estados Unidos, un 21,8% para Europa y un 31,2% para Japón. La evolución de la capacidad comercial de los tres polos traduce la misma dinámica: en 1979, de las 100 primeras firmas transnacionales, 48 eran estadounidenses, 39 europeas y 8 japonesas; en 2000, 37 eran estadounidenses, 31 europeas y 22 japonesas (P. Gauchon, D. Hamon y A. Mauras, La Tríade dans la nouvelle économie mondiale, PUF, 2002).

que en la tríada funcionan los mismos valores del capitalismo liberal, también se da un equilibrio inestable que obliga a unos y otros a utilizar todos los factores de poder.

Lo que hace que, en el imperio mercantil, Estados Unidos desempeñe la función dirigente es su supremacía militar (muy clara tanto frente a Europa como frente a Japón) y la naturaleza de la Unión Europea (un conjunto de naciones independientes) cuya potencia económica está totalmente disociada de la potencia política.

El sistema-mundo imperial no es, pues, el imperio estadounidense. Lo supera y lo abarca, aunque él desee tronar en solitario. No ver esta diferencia es confundir la parte con el todo.

Una teoría más completa del sistema-mundo imperial mercantil trataría de subrayar el proceso de formación de las nuevas clases dirigentes mundiales, de sus culturas y de las formas de conciencia común que comparten. Podríamos remitimos a la teoría de las élites, mostrar que constituyen sin lugar a dudas embriones de clases internacionales. El advenimiento de estas clases internacionales responde a la globalización del comercio, de las culturas y a la inserción de los poderes políticos nacionales en el marco mercantil mundial. La norma del imperio mercantil es también en este caso la opuesta de la que regía en la época de las economías-mundo: si entonces se trataba de la «homogeneidad nacional en el seno de una heterogeneidad internacional»,12 hoy se trata de la heterogeneidad nacional dentro de la homogeneidad económica internacional. Por otra parte, donde mejor se percibe la función de uniformización de los intereses de las

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capas económicas dirigentes es en la actividad de las multinacionales.

12. Cf. Immanuel Wallerstein, op. cu., p. 498.

2. LAS OLIGARQUÍAS TRANSNACIONALES

Las multinacionales constituyen hoy la dimensión más patente del sistema-mundo imperial. Día a día van formando el armazón de un sistema de producción y de intercambios a nivel planetario. Ello solo es posible gracias al proceso de liberalización sistemática de las economías que se desarrolla desde mediados de la década de 1970, y cuya mejor definición la dio el ex presidente del grupo ABB: «Para las empresas de mi grupo, globalización significa libertad de invertir cuándo y donde quieran, de producir lo que quieran, de comprar y vender donde quieran y de sufrir las mínimas restricciones posibles en lo que a legislación laboral y pacto social se refiere».'

Las compañías transnacionales se han desarrollado desde mediados de la década de 1970; este movimiento se ha acelerado aún más en los últimos años: en 1995, 39.000 multinacionales controlaban 279.000 filiales. En 2000, 65.000 multinacionales pasaron a controlar 850.000 filiales, lo que significa un aumento considerable en tan solo cinco años.2 El peso de las empresas estadounidenses es, evidentemente, muy importante: más de un tercio de las cien primeras multinacionales son estadounidenses, y controlan más del 20% de la reserva mundial de inversiones.3 En su con-tundente libro. La Globalisacion du monde4 Jacques B. Gelinas destaca las principales características de las empresas económicas de la era de la globalización:

1. Citado en Susan George y Martín Wolf, La globalización liberal: a favor y en contra, Anagrama, Barcelona, 2002.

2. Cf. S. Levasseur, «Investíssements directs á 1'étranger et stratégies des entreprises multinationales», Revue de l'OFCE, marzo de 2002.

3. Alternativos économiques, n." 208, noviembre de 2002.

4. Cf. Jacques B. Gelinas, La Globalisation du monde, Ecosociété, 2000.

Una gran capacidad de inversión directa en el extranjero, superior a los 1.000 millones de dólares, que se concreta en una red de filiales y de empresas subcontratadas en todos los puntos del planeta; un potencial finan-ciero y estratégico para la realización de fusiones y de alianzas capaces de concentrar la oferta a fin de neutralizar y de eliminar, teóricamente, a la competencia; una capacidad ilimitada de deslocalización y relocalización que permiten a la empresa trasladar sus unidades de producción a cualquier lugar del mundo, allí donde la mano de obra es más barata y el contexto ecológico y social menos limitador; un marketing mundial basado en una cultura propia, capaz de introducirse en todas las culturas particulares; unos dirigentes dotados de una visión global, supraestatal, además de una total carencia de responsabilidad social, moral y ambiental; y que forman la global power élite, la élite del poder global.5

Estas organizaciones económicas transnacionales modifican profundamente la economía tanto en su dimensión internacional como nacional. Modifican la división internacional del trabajo y la estructuración mundial de las ventajas comparativas, que antes estaban vinculados a las naciones, lo cual permitía aunar los intereses de las empresas (el interés económico) y los de la nación (el interés político) y dotaba al poder político de la posibilidad de arbitrar entre intereses sociales e intereses económicos puros. Hoy, la nación ya no es pertinente en el ámbito de los intercambios y de la producción.6 La especialización en función de las ventajas comparativas concierne ahora únicamente a las empresas o grupos de empresas. Ha dejado, pues, de existir ese vínculo obligatorio entre la política económica y la política nacional, y los intereses transnacionales de las empresas determinan con frecuencia la política económica nacional.

Sin embargo, hay que matizar la ausencia de un vínculo directo y estructural entre el interés nacional y el interés de las empresas, ya que una economía nacional potente puede conservar el control de las empresas

5. Ibid.,pp. 40-41.

6. Cf. Rene Passet, La ilusión neoliberal. Debate, Madrid, 2001. Véase asimismo Zygmunt Bauman: «Los Estados-nación son cada vez más los simples ejecutores y representantes de fuerzas que ya no pueden controlar políticamente... Las de los mercados financieros mundiales, que imponen sus leyes y sus reglas al planeta» (Le Coút humain de la mondialisation, Hachette, 1998, p. 102). [Trad. cast.: La globalízación: consecuencias humanas. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.]

nacionales a través de un accionariado mayoritario. De hecho, ese es frecuentemente el caso de las empresas multinacionales estadounidenses, en las que la nacionalidad no es una palabra huera, pues el accionariado mayoritario es quien determina la gestión y la evolución del grupo. Más del 90% de las casas centrales y las filiales estadounidenses son mayoritariamente controladas por un accionariado estadounidense. Puede, por lo tanto, darse una correlación entre las élites políticas y económicas en tomo a los intereses estadounidenses. Y la influencia de los directivos de las multinacionales aumenta en la medida en que estas representan una parte importante de la riqueza nacional: las empresas estadounidenses representan el 32 % del PIB de Estados Unidos y cerca del 8 % del PIB mundial.7 Dichas multinacionales constituyen unas potencias económicas terribles en el ranking que auna estados y empresas: la General Motors es la vigésimo tercera potencia económica, por delante de estados como Dinamarca, Noruega o Sudáfrica; el volumen de negocios de Exxon es equivalente al PIB de Arabia Saudí, etc.8

La influencia de las multinacionales sobre las economías en vías de desarrollo es también determinante. Las inversiones directas extranjeras (IDE) de las multinacionales representan una media de casi un tercio del PIB de los países en vías de desarrollo,9 lo cual provoca que estos países dependan estrechamente de tales empresas. Esto no significa, sin embargo, que las IDE se dirijan masivamente hacia los países en vías de desarrollo; por el contrario, no representan más que una pequeña parte de las inversiones totales. Pero las economías de esos países son tan frágiles que esa parte, aunque sea ínfima, desempeña un papel determinante en los equilibrios económicos y sociales. Sea cual sea su arraigo nacional, las empresas privadas internacionales actúan primero a nivel de la economía mundial como estructuras oligárquicas. Sus intereses corresponden a este mercado mundial que ellas configuran sin un auténtico control político o ciudadano, aunque, en la práctica, establezcan una negociación continua con los Estados. Son sus intereses los que dan forma al sistema productivo mundial.

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7. Revue de l'OFCE, op. cit.

8. Courier International, dossier Internet, 4/12/2002.

9. Revue de l'OFCE, op. cit.

1. LA PRODUCCIÓN MUNDIAL BAJO CONTROL

El crecimiento sin precedentes de las multinacionales y sus filiales contribuye a la creación de un sistema productivo mundial fragmentado, que, sin embargo, está controlado por las grandes empresas. El funcionamiento de las empresas estadounidenses muestra hasta qué punto su red ciñe las economías. Así, en 1990, el 40% de las exportaciones y el 50% de las importaciones de las multinacionales estadounidenses eran intercambios entre empresas estadounidenses (casas centrales y filiales en el extranjero) y no entre empresas estadounidenses y extranjeras.

Esta preponderancia de unos pocos actores en los mercados aumenta la dependencia de las sociedades y de los Estados. En efecto, ni los movimientos sociales ni los Estados disponen de redes similares, susceptibles de oponerse a las estrategias de las empresas. La desterritorialización de las multinacionales, su funcionamiento en red, constituyen una ventaja considerable a la hora de presionar sobre el medio económico y social de cada unidad productiva por separado. La sola amenaza de salir de un territorio puede bastar para que las autoridades del país afectado accedan a las demandas de las empresas. De este modo, las multinacionales influyen directamente en la elaboración o la modificación del medio económico, jurídico, fiscal y social. Sus directivos están presentes en la elaboración de las normas comerciales, técnicas y de seguridad internacionales:

los acuerdos internacionales de protección de la propiedad industrial (TRIPS)' han sido redactados por los responsables de una decena de multinacionales estadounidenses que operan en los sectores farmacéutico, informático y del ocio. El foro European Round Table of Industrialists, que reúne en Europa a 45 directivos de grandes empresas europeas, ha intervenido en la redacción de los puntos más importantes de los libros blancos de la Comisión Europea en el ámbito de la política económica. Por

1. Alternatives économiques', n.° 208, noviembre de 2002.

su parte, la Coalición de las Industrias Americanas de Servicios envió el siguiente mensaje al representante de Estados Unidos en la Organización Mundial del Comercio (OMC): «Los sistemas públicos de sanidad en Europa nos impiden penetrar masivamente en ese mercado, por lo que contamos con usted para que nos abra ese sector. Nos interesa especialmente el mercado de los mayores de 65 años, puesto que consume como media cuatro veces más servicios sanitarios que el resto de la población».2 Sería un error creer que esta influencia se ejerce en un contexto de enfrentamiento entre los directivos de las empresas y las élites políticas. Con frecuencia existe una connivencia. Fue el propio León Brittan quien, en la época en que era comisario europeo de Comercio, creó el European Services Forum, que reúne a 85 jefes de empresas, para que le aconsejaran en cuestiones de servicios. La influencia de las multinacionales en la fiscalidad es asimismo decisiva: casi todos los Estados han revisado desde 1995 su fiscalizad con el objetivo de hacer su «sede» más atractiva para ellas. De ello resulta un considerable debilitamiento del poder político y una reorientación de las riquezas públicas hacia lo privado a través de una disminución generalizada de los recursos fiscales.

El mercado de trabajo y los sistemas sociales también están profundamente sometidos a las grandes empresas. Por una parte, las empresas multinacionales libran una guerra permanente en pos de la creciente flexibilización del mercado de trabajo y la reducción de los costes salariales haciendo competir a las «sedes nacionales». Por otra, llevan a cabo estrategias de inversión según una división del trabajo que concentra en los países desarrollados las actividades de alto valor añadido (sobre todo investigación y desarrollo) e implanta en los países menos desarrollados las actividades que exigen una gran cantidad de mano de obra. Estos países deben entonces competir entre sí para ofrecer los mercados de trabajo más flexibles y baratos, y los sistemas sociales menos limitadores. Las multinacionales contribuyen así a mantener unas estructuras económicas poco desarrolladas y unos sistemas sociales arcaicos y depauperados en los países pobres.

2. Cf. Sugan George y Martín Wolf, op. cit.

4. LA ESTRATEGIA DE LA ARAÑA

El núcleo incandescente del sistema-mundo mercantil está, pues, constituido por la expansión, hasta el momento incontrolada, de la actividad de las multinacionales. Son sus estrategias, sus intereses y, más fundamental aún, las formas institucionales que estas necesitan, lo que se impone a escala mundial. Naturalmente, no existe un modelo inmutable. Las multinacionales se adaptan a las condiciones económicas vigentes en los espacios de los que se apoderan, llegan a acuerdos con los Estados cuando no pueden someterlos de inmediato, se sirven de ellos para hacer competir a los modelos sociales, e impulsan la creación de espacios regionales unificados con el fin de racionalizar los métodos de gestión y maximizar sus beneficios. Tienen una necesidad imperiosa de la libre circulación de capitales, bienes y mercancías, con la excepción, dicho sea de paso, de la de la fuerza de trabajo, ya que eso pondría en peligro el dumping social y las deslocalizaciones cuyo objetivo se reduce a que siempre disminuyan los salarios. Desde este punto de vista, esas empresas tienen una visión estratégica global del sistema-mundo imperial que ellas modelan. Aunque desplieguen su actividad en un espacio estructurado por unas relaciones sociales muy sólidas y estables, como es el caso de Europa tras el establecimiento del mercado único y sobre todo a partir del Tratado de Maastricht, imponen su visión del futuro de las sociedades (mercantilización de todas las esferas de la actividad humana) y la lógica de sus intereses.'

En otros contextos actúan directamente a través de los estados y bajo su protección. En Europa, la Comisión de Bruselas desempeña con frecuencia el papel de intermediaria en los proyectos estratégicos de las multinacionales, al negociar con los Estados las nuevas normas necesarias

1. Véase Comisión Europea, Libro Blanco: La Croissance, la compétitivité et 1'emploi, les défis et les pistes pour entrer dans le líeme siécle,

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COM (93)700, diciembre de 1993.

para la expansión de tales empresas. Pero América Latina constituye un ejemplo casi caricaturesco. De todas las áreas de libre comercio que se han desarrollado en todos los continentes desde mediados de la década de 1970, el proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que se extendería desde Canadá hasta Tierra del Fuego, encarna de ma-nera paradigmática la alianza entre las multinacionales y el gobierno estadounidense, punta de lanza del imperio mercantil.

El Área de Libre Comercio de las Américas es un proyecto de mercado común (que incluye políticas comunes) como la Unión Europea. No ha sido fruto de la voluntad de un grupo de naciones de construir, a muy largo plazo, una entidad política común. Fue propuesta en la Cumbre de las Américas de 1994 por el gobierno estadounidense y con una doble perspectiva: por una parte, hacer del conjunto del continente americano (treinta y cuatro Estados) una zona de libre comercio totalmente sometida a los intereses de las empresas multinacionales (en este caso, fundamentalmente es-tadounidenses); y por otra, oponerse a los proyectos de alianza regional euro-latinoamericanos. En efecto, las negociaciones entre la Unión Europea y los países del Mercosur2 llegarán a término en 2004-2005. En esa fecha, el gobierno estadounidense quiere concluir las negociaciones sobre el Área de Libre Comercio de las Américas. La concordancia de estas dos fechas no es fortuita. Estados Unidos teme la constitución de bloques económicos regionales autónomos que compitan entre sí. Henry Kissinger lo explica sin circunloquios: «Si Estados Unidos no desarrolla una política clara y deliberadamente orientada hacia el futuro, los Estados del continente negociarán con otras agrupaciones regionales o se organizarán en bloques menores, excluyendo de este modo a Estados Unidos. Ambas eventualidades son contrarias a los intereses nacionales de este último». Para Estados Unidos, dice Kissinger, esto no sería un «simple revés económico en un mercado de 400 millones de individuos que representa el 20 % de sus ventas al extranjero: sería mucho más, sería un golpe en su esperanza de instaurar un orden mundial basado en una comunidad de democracias en expansión, tanto en el continente americano como en Europa».3

2. Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay. Chile y Bolivia son miembros asociados. Otros países latinoamericanos, particularmente Venezuela y Perú, que quieren iniciar negociaciones para unirse al Mercosur.

3. Cf. Henry Kissinger, La Nouvelle puissance américaine, Fayard, 2003, pp. 104-105.

En la práctica, los países de América Latina ya están sometidos en gran medida a través de los planes de ajuste estructural (PAE) vinculados al pago de la deuda, a las limitaciones que les imponen unas políticas económicas acordes con los intereses de las multinacionales (reducción de los gastos públicos, privatizaciones, etc.). Pero esos planes no constituyen un conjunto de normas permanentes y uniformes susceptible de garantizar a las multinacionales una situación perennemente favorable. Los Estados conservan aún márgenes de maniobra en lo que respecta a reglamen-tación e intervención, que, en caso de crecimiento económico, pueden permitirles aflojar la tenaza impuesta por las organizaciones internacionales. Por ello siguen siendo «potencialmente» demasiado poderosos: esto es lo que las multinacionales quieren combatir en América Latina. El Área de Libre Comercio de las Américas trata de hacerles renunciar voluntariamente a esta independencia, a fin de crear un marco de actividad totalmente maleable y abierto a los intereses estratégicos de las multinacionales. Para comprobarlo, basta con recordar su contenido.

El proyecto incluye, además de las medidas clásicas de creación de un área de libre comercio (desaparición de las trabas a los intercambios comerciales, liberalización), el establecimiento de las medidas contenidas en el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS), actualmente en proceso de negociación en el marco de la OMC, y las contenidas en el AMI (Acuerdo sobre las Medidas en Materia de Inversiones, rechazado por algunos Estados europeos). Es decir, si consiguen su objetivo, se creará un área que competirá directamente con Europa y favorecerá considerablemente las deslocalizaciones.

Las medidas determinantes para la sumisión total de las sociedades latinoamericanas a los objetivos estratégicos de las empresas se pueden resumir sucintamente: eliminación de todos los obstáculos para la competitividad en el sector de los servicios (sanidad —cuidados hospitalarios, cuidados a domicilio, sanidad bucal, atención a los ancianos—, guarderías, educación primaria, secundaria y superior, museos, bibliotecas, servicios sociales, distribución del agua, vivienda, seguros, mundo editorial, radio y televisión, turismo, banca, servicios postales, transportes, etc.). Los Estados deberán abrir estos sectores y no podrán reservarlos a operadores nacionales (sin importar cuáles sean las razones invocadas, sobre todo cuando se trata del interés general). Tampoco podrán imponer en esos sectores normas de funcionamiento vinculadas a la especificidad de la

actividad (el servicio público por ejemplo). Únicamente se aplicarán las leyes del mercado. En estos sectores, los gobiernos solo conservarán la potestad de legislar en la medida en que esas reglamentaciones sean compatibles con la disciplina del ALCA (o, lo que es lo mismo, con los intereses de las multinacionales).

Será imposible invocar el interés general para justificar la adopción de normas técnicas o de reglamentaciones particulares con el fin de proteger la salud o el medio ambiente. Solo se podrán adoptar normas medioambientales si no son limitantes (se fija un límite superior, pero no inferior:

los Estados pueden renunciar a proteger el medio ambiente o la salud; no están autorizados a elaborar sistemas de protección que sean demasiado eficaces). El acuerdo prevé además un conjunto de normas procedimen-tales muy duras en el caso de que algún Estado desee adoptar nuevas reglamentaciones. Con ello se pretende disuadir sistemáticamente la intervención de los Estados. Las subvenciones o ayudas estatales también están prohibidas, tanto en los servicios como en el sector agrícola. El único ámbito libre es el de la industria militar, por motivos de seguridad nacional. De este modo, la industria de armamento permanecerá a cubierto de la competencia, único campo en el que el Estado podrá invertir, lo cual estimulará aún más las inversiones en este sector y la militarización de las relaciones internacionales.

El proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas pretende introducir una serie de normas rechazadas por parte de la comunidad internacional durante las negociaciones sobre el AMI. Como es el caso de la regulación de la relación «inversor-Estado», que protege las inversiones de las multinacionales frente a las políticas de los Estados. Las empresas pueden demandar directamente a un gobierno al que acusen de violación de los derechos de propiedad, sin pasar por su Estado. Los conflictos ya no se resuelven, por tanto, entre Estados —actores legítimos de la sociedad internacional—,

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sino directamente entre el Estado y las multinacionales. Son conflictos asimétricos, pues los Estados se apoyan en unos espacios relativamente confinados, mientras que las sociedades transnacionales pueden actuar con su poder espacial mundial. Tienen la fuerza de los amos del territorio-planeta frente a los guardianes del territorio-aldea...

Además, al Estado que acoge a las empresas en su territorio le está prohibido aplicar la «prescripción de resultados». Este principio obligaba al inversor extranjero a favorecer el desarrollo de la región en la cual

se implantaba. Con el Área de Libre Comercio de las Américas no solamente las empresas ya no suscribirán ningún compromiso con respecto al medio humano o natural, sino que podrán demandar al Estado que les ha acogido en caso de pérdida de beneficios, inmediatos o futuros, causada por la adopción de una ley basada en el interés general (sanidad, seguridad, condiciones de trabajo, medio ambiente).

Hoy por hoy, se trata del proyecto más completo de sumisión de las sociedades a los intereses del mercado y de las multinacionales.4 Las negociaciones deben desembocar en el establecimiento del área de libre comercio en 2005. En concreto se realizan a través de «grupos de trabajo» en los cuales están muy presentes las asociaciones de empresas, los grupos de presión y los representantes de las multinacionales. En Estados Unidos, más de quinientos representantes de empresas siguen muy de cerca estas negociaciones, tienen acceso a todos los documentos y aconsejan a los negociadores estadounidenses a través de un «comité consultivo» encargado oficialmente de representar a la «sociedad civil» en estas componendas. Aunque algunos Estados intentan tener fuerza en las negociaciones, es decir, asumir el liderazgo —Brasil se resiste intensamente y procura que el ALCA no cuestione los logros del Mercosur—, por el momento siguen estando dominadas en gran medida por los estadounidenses: el último encuentro, que tuvo lugar en Quito en noviembre de 2002, ha demostrado además que las negociaciones avanzan. Estados Unidos hizo saber que no renunciará a un proyecto que considera que aportará «desarrollo» y «bienestar» a las poblaciones pobres de América Latina...

4. Cf. Declaración ministerial de Quito, 1/11/2002; Raoul Marc Jennar, Les piéges de 1'Accord general sur le commerce des services. Serie AGCS, n.° 1, 17 de diciembre de 2002; Maude Barlow, La Zone de libre échange des Amengües, The Council of Canadians, 2000.

5. EL DÓLAR, AMO DEL JUEGO

Las multinacionales dependen para su funcionamiento de la existencia de flujos masivos de capitales libres de ser invertidos en los lugares más rentables. La globalización se caracteriza principalmente, pues, por la autonomía del mercado de capitales. Esta autonomía va en una dirección:

la búsqueda de beneficios de los diversos accionistas obliga al sistema productivo a facilitar sin tregua unas condiciones siempre más eficientes de reproducción del capital en detrimento de las demás dimensiones de la producción (condiciones y remuneración del trabajo, formación, calidad de vida, y calidad de la producción de bienes y servicios, etc.). Con la autonomía del mercado de capitales, ya no es la búsqueda del crecimiento económico o del desarrollo la que determina la política económica y, por consiguiente, la evolución del curso de la moneda, sino el imperativo de estabilidad de la moneda y de equilibrio presupuestario.' El desarrollo de los fondos de pensiones permite medir el peso creciente de esta «economía de los capitales» en la economía global.

En 1980, estos representaban el 28% del PIB de Gran Bretaña; trece años más tarde este porcentaje alcanzaba un 73 %. En 1993, el activo total de los inversores institucionales (bancos, compañías de seguros, fondos de pensiones, etc.) representaba más del 165% del PIB británico.2 La presión susceptible de ser ejercida sobre los Estados es, pues, enorme. El peso de los mercados financieros ha aumentado aún más a través de internet, que permite a un sector privilegiado de especuladores acelerar sus operaciones y aumentar la competitividad, en detrimento de cualquier tipo de control.

A partir de ello se desarrolla una economía de la especulación, totalmente desvinculada de la economía real, pero que hace que sobre ella pese

1. Cf. Rene Passet, Illusion néo-libérale, Fayard, 2000. [Hay trad. cast.: La ilusión neoliberal. Debate, Madrid, 2001.]

2. Ibid., p. 111.

una permanente amenaza de desestructuración y hundimiento. En efecto, el comportamiento gregario de los mercados financieros constituye un grave peligro para la economía real: los inversores y los accionistas no reaccionan casi nunca en función de informaciones tratadas con inteligencia y prudencia (estas son demasiado complejas, abundantes y dispersas para que se puedan analizar con eficacia), sino en función de los grandes movimientos de flujos de capitales. Algunos poseedores de capitales especulan directamente sobre esos movimientos potenciales, confiando en que, al actuar de una determinada manera, arrastrarán tras de sí al mercado, con independencia de la situación real de las empresas o de los sectores económicos. Esto permite comprender por qué a menudo la evolución de los mercados financieros no es coherente con el estado real de tal o cual sector económico. Los mercados tienen ahora una vida propia, determinante para la economía real. La situación se ha invertido: la economía real, que debería determinar la evolución de los mercados financieros, está hoy condicionada por ellos con repercusiones a menudo dramáticas sobre el crecimiento y el desarrollo de las sociedades.

Esta inversión no es fruto del azar, sino de las contradicciones que se han desarrollado desde 1945. Podemos señalar tres momentos decisivos: el período de dominación que ejerció Estados Unidos sobre el sistema económico occidental entre 1945 y 1971 gracias a la correlación dólar-patrón oro;

la crisis de esa dominación, que desembocó en la ruptura unilateral de los acuerdos de Bretton Woods (1971) por Estados Unidos y la «financiarización-monetarización» que este último impuso a la economía mundial después de esa fecha; y el nuevo período que se abrió tras la caída del muro de Berlín, con la desintegración de la Unión Soviética, la primera (1991) y la segunda guerra del Golfo (2003), y que se caracteriza fundamentalmente por una exacerbación de la competición en el seno de la tríada (Estados Unidos, Europa, Japón). Entremos, sin más, en los detalles.

El sistema de dominación económica que ha conducido a la constitución del nuevo mundo imperial se ha ido estableciendo desde 1945. Europa, principal actor del planeta durante el siglo xix, entró en una crisis estructural a

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comienzos del siglo xx y se hundió en un ciclo de guerras que la arruinaron y la dejaron sometida a la nueva potencia naciente, Estados Unidos. Este se benefició de tal situación desde el final de la Primera Guerra Mundial, convirtiéndose en la primera potencia económica del planeta, por delante de Gran Bretaña, Francia y Alemania. La guerra in-tereuropea, que fue también una guerra social en el seno de cada nación, debilitó aún más a Europa al favorecer el ascenso de los fascismos, del nazismo y del estalinismo: el resultado fue el Apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial y la sumisión final de las naciones europeas a la hegemonía de Estados Unidos o a la de la Unión Soviética. Y las naciones europeas se reconstruyeron a la sombra del equilibrio del terror entre estos dos «bloques». Como veremos con detalle más adelante, Estados Unidos contribuyó a impulsar el nuevo desarrollo europeo a través de los acuerdos de Bretton Woods, de la creación de la ONU, del sistema de financiación de los planes Marshall, y asumiendo la seguridad colectiva frente a la URSS. Como es evidente, este compromiso constituyó también una dominación sin rival de Estados Unidos sobre los países europeos. Dominación más o menos consentida y que únicamente cuestionó, episódicamente, la Francia del general De Gaulle. Dos grandes fases caracterizan la evolución de la dominación estadounidense sobre el mundo oc-cidental y las crecientes dificultades para perpetuarla.

1) El ciclo que se inició tras la Segunda Guerra mundial se definía fundamentalmente por el surgimiento del capitalismo de organización («fordista»), planificador, socialmente progresista (el Welfare State), que encarnaba lo que el politólogo estadounidense Seymour Martín Lipset denominaba la «lucha de las clases democráticas», es decir, una cultura del compromiso entre el capital y el trabajo. Este ciclo engendró durante treinta años un desarrollo económico sin precedentes en la historia de las sociedades occidentales. El pleno empleo, el crecimiento, la liberalización de las costumbres, la conquista del espacio, la revolución biológica (la píldora), la liberación de los pueblos sometidos (descolonización) prevalecieron, en última instancia, sobre el crecimiento progresivo de la precariedad (fundamentalmente entre los inmigrantes y las mujeres), las desigualdades, las guerras imperialistas en curso (Vietnam) y los golpes de Estado de tendencia neofascista (América Latina). Este capitalismo de organización progresista fue posible gracias a un acuerdo estratégico entre las fuerzas dominantes del capitalismo mundial basado en la correlación entre la riqueza real de las naciones (el valor del capital como expresión del valor del trabajo, en el sentido clásico de Adam Smith) y el sistema monetario predominante en las áreas del capitalismo mundial. Por este motivo, tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos era el país más poderoso del planeta desde todos los puntos de vista económico, financiero, tecnológico, etc.—, su moneda, el dólar, desempeñó un papel preponderante en el mundo.

En efecto, organizado por Estados Unidos, el sistema monetario internacional resultante de los acuerdos de Bretton Woods se caracterizaba por un doble mecanismo virtuoso. El primero me el patrón dólar-oro, es decir, las monedas del espacio capitalista mundial establecían su paridad con relación tanto al dólar como al oro. El dólar debía ser convertible en oro, que pasó a ser interdependiente de la riqueza real de Estados Unidos, en esta época muy superior a la del resto de los países: Estados Unidos poseía en realidad, en Fort Knox, dos tercios del stock mundial de oro.3

El segundo mecanismo fue el sistema de tipo de cambio fijo, cuyo celoso guardián era el FM1, y cuya función consistía en controlar las variaciones del cambio, autorizar en ocasiones algunas irregularidades (devaluación o reevaluación), intervenir en los países con déficits transitorios en su balanza exterior. Dicho de otro modo: debía vigilar el buen funcio-namiento de los acuerdos de Bretton Woods. Era una autoridad, reconocida y eficaz, de regulación del sistema económico internacional.

Naturalmente, esta situación, basada en economías realmente productivas, dio lugar a un crecimiento excepcional de los capitalismos europeos, asiáticos (sobre todo del japonés) y, al mismo tiempo, al progresivo declive de la posición hegemónica del capitalismo estadounidense. El equilibrio de fuerzas se había modificado. Entre 1955 y 1968, el stock de oro de Estados Unidos cayó a la mitad. El déficit exterior estadounidense aumentó, además, sin cesar, y lo mismo sucedió con el déficit presupuestario; los medios financieros que hubiesen permitido hacer frente a esta regresión escasearon progresivamente. A finales de la década de 1960, el gobierno estadounidense constató que el sistema de Bretton Woods actuaba contra el capitalismo estadounidense: para remediarlo sin salirse del sistema, es decir, respetando la regulación económica mundial que había permitido a los otros capitalismos desarrollarse, había que entrar en una lógica de «saneamiento» de las finanzas y de control del déficit exterior estadounidense. Era una decisión fundamental, una orientación que hubiese significado para Estados Unidos un esfuerzo redoblado de sus fuerzas productivas, tal vez un repliegue sobre sí mismo durante un cierto período, la negativa a sacrificar su desarrollo macroeconómico a favor

3. Cf. E. Crémieux, Le Leadership américain, Dunod, 1998.

del complejo «militar-industrial» inmerso entonces en una espiral enloquecida debido a la guerra de Vietnam; en resumen, la elección de una estrategia de un desarrollo sólido del capitalismo.

2) Pero, por el contrario, el presidente Richard Nixon decidió, unilateral y autoritariamente, suspender la convertibilidad dólar-oro en 1971. Desde ese momento, el dólar dejó de estar relacionado con la riqueza real producida por Estados Unidos; su valor dependía de la confianza de los actores económicos extranjeros, que fueron invitados a invertir sus riquezas en una economía que había decidido vivir por encima de sus posibilidades, y a costa de los demás. Estados Unidos salvó, pues, el alto nivel de vida de su población haciendo que el dólar desempeñara una función internacional imperial,

Es necesario subrayar la importancia histórica de esta decisión para explicar y comprender la evolución del capitalismo mundial desde comienzos de la década de 1970. Cambió la naturaleza del capitalismo productivo, y engendró una crisis económica sin precedentes (de la cual aún no hemos salido), una mutación social estructural en detrimento de las fuerzas del trabajo, la aparición del capitalismo especulativo preparada por la victoria del monetarismo, la destrucción del vínculo social más o menos igualitario penosamente elaborado en Europa en el siglo xx, el establecimiento de planes de ajuste estructural a lo largo de todo el espacio capitalista salvo en Estados Unidos y, finalmente, la victoria de la globalización liberal bajo la hegemonía estadounidense.

Esta «solución», preparada en realidad desde hacía tiempo por un equipo dirigido por Paúl Volcker, se benefició también de la guerra árabe-israelí de 1973, de la primera crisis del petróleo y del alza de los precios del crudo que se

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tradujo en un aumento considerable de los petrodólares.4 En entrada de estos petrodólares en el juego financiero mundial fue la baza que permitió a Estados Unidos acelerar la transición hacia una economía mundial cada vez más sometida a sus intereses. En efecto, los petrodólares se reciclaron en parte en préstamos a los países pobres y en el seno de las economías occidentales, sobre todo de la de Estados Unidos. El endeudamiento de los países pobres, así como la espiral de devolución que conlleva, permitieron a las potencias occidentales controlar durante mucho tiempo las economías de esos países. Y las inversiones

4. Los petrodólares son los dólares generados por la producción de petróleo y depositados por los países productores en los bancos de los países del Norte.

realizadas en las naciones ricas, crearon las condiciones para una fusión de los intereses de las capas dirigentes occidentales y de Oriente Próximo en tomo al desarrollo de las economías occidentales, en especial de la estadounidense. A través del reciclaje de los petrodólares, el arma del petróleo pasó a manos de los países ricos.

Entre 1971 y 1990 se consolidó, pues, el papel del dólar, provocando que Estados Unidos financiara su crecimiento a través del crecimiento de los demás. En efecto, los déficits exteriores estadounidenses se correspondían básicamente con las inversiones directas extranjeras (IDE), los gastos militares y la ayuda al desarrollo. A través del dólar como única mo-neda de referencia, los actores económicos extranjeros financiaron, por tanto, la nueva potencia militar y económica que es Estados Unidos, a cambio de su integración en el sistema capitalista mundial.

Fue una victoria histórica del sistema-mundo imperial. La revolución monetarista que de ello resultó afectó a todos los mecanismos de gestión del sistema económico mundial. Los gobiernos de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher encarnaron esa revolución conservadora, y su sombra tutelar sigue hoy pesando poderosamente sobre las fuerzas liberales y social-liberales de todo el mundo. Desde comienzos de la década de 1980, los nuevos actores transnacionales, liberados, pueden organizar el mundo a su modo. Nunca se había visto semejante debilidad de los poderes políticos na-cionales frente a las potencias financieras supranacionales.

Las instituciones de Bretton Woods también se reorientaron en función de la nueva configuración del capitalismo monetarizado. Así, por ejemplo, el FMI cambió progresivamente su papel: conservaba su función de ayuda en caso de desequilibrio temporal de la balanza exterior de uno de sus miembros, pero se convirtió en el instrumento por excelencia del sometimiento al ajuste estructural de los países en vías de desarrollo (todos ellos endeudados «hasta el cuello»). Mientras Estados Unidos se negaba a aplicarse la cura de austeridad que el estado de su economía requería imponía a los países pobres, a través del FMI, unas políticas drásticas «de austeridad» que provocaron en América Latina, en Asia, en África, tumultos causados por el hambre que siempre se reprimieron de manera sangrienta. Y aún más increíble: el sometimiento del resto del mundo a unas políticas de ajuste (en los países pobres para el reembolso de la deuda, en Europa para la construcción liberal-monetarista del espacio europeo integrado) favoreció la afluencia de liquidez y el drenaje de una parte cada vez

más importante de los flujos financieros mundiales hacia Estados Unidos. Hasta comienzos de la década de 1980, Estados Unidos era el principal inversor en el extranjero. Aunque lo siguió siendo a lo largo de la década de 1980 (el 60% de las IDE eran realizadas por este país, Gran Bretaña y Japón), también se convirtió en uno de los principales países receptores del planeta.

Este movimiento prosiguió a lo largo de la década de 1990. Pero la capacidad de atracción estadounidense —basada en las rentas de la situación heredada tras la Segunda Guerra mundial y, es necesario subrayarlo, en la osadía, la falta de escrúpulos e incluso el cinismo de los actores económicos y políticos estadounidenses en el resto del mundo— se enfrentó con creciente dificultad a la realidad de la relaciones de fuerza en el nuevo sistema económico mundial. Así, a partir de 1991, la competencia de las otras áreas dinámicas del planeta, especialmente de Europa, se acentuó cada vez más, tal y como muestra el cuadro siguiente:

porcentaje QUE CADA PAÍS O REGIÓN RECIBE DEL TOTAL DE LAS IDE

País 1986-1990 1991-1992 1993-1998 1999-2000 2001

EE.UU. 34,6 12,7 21,7 22,6 16,9

Japón 0,2 1,2 0,3 0,8 0,8

UE 36,2 45,3 32,1 50,2 43,9

África 1,8 2,2 1,8 0,8 2,3

América Latina 5 11,7 12,3 7,9 11,6

Asia 10,6 17,6 21,2 9,2 13,9

También es interesante destacar el brutal descenso de las entradas de IDE en Estados Unidos en 1991. Como también hizo en 2001, el gobierno estadounidense reaccionó embarcándose en una guerra (la primera guerra del Golfo) de la cual algunos sectores económicos (industria militar, industria mediática) obtuvieron enormes beneficios. Pero después de 1991, a pesar de la guerra de Iraq, parecía que Estados Unidos perdía estructuralmente su excepcional poder de atracción. La hipótesis de una deflagración mundial vinculada a la existencia de la Unión Soviética quedaba descartada. A los inversores se les abrían nuevas áreas de desarrollo y Estados Unidos ya no era el único puerto capitalista seguro. Algunas fuentes hablan incluso de un descenso del 50% de los flujos con destino a Estados Unidos en 2001.5 Se conjugan los efectos de los atentados del 11 de septiembre, los escándalos financieros que afectan a empresas emblemáticas del dinamismo económico estadounidense y una ralentización del crecimiento que, a pesar de su flexibilidad, la política monetaria de la Reserva Federal no consigue atajar. Sin embargo, de esta situación no se debe deducir una imparable pérdida de poder de Estados Unidos. Por el contrario: este país sigue desempeñando un papel clave en la economía mundial ya que en áreas tan importantes como el crecimiento del producto interior (PIB) o la participación en el comercio exterior, se mantiene en primera posición, muy por delante de la Unión Europea y Japón.6 El efecto del «golpe de Estado financiero» que hizo del dólar la moneda imperial, sigue presente en la actualidad, ya que

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las transacciones comerciales, las cambiarías, así como las reservas de los bancos centrales continúan realizándose en gran medida en dólares. Hasta el momento, el euro no ha socavado realmente la supremacía estadounidense. Pero parece claro que la ampliación de la Unión Europea, la constitución del Área de Libre Comercio de las Américas y los efectos aún desconocidos de la entrada de China en la OMC volverán a diseñar el mapa de las relaciones de fuerza en el seno del sistema mercantil mundializado.

5. Cf. Images économiques du monde, SEDES, 2002.

6. Como muestra el cuadro siguiente:

Zona áfi

PIB corriente Crecimient Participación Participación

en ¡999 en miles del PIB en el comercio en el comercio

de millones entre 1989 exterior en exterior en

de dólares y 1990 1989 en % 1990 en %

TCL 10.427 (de los cuales 3,2 7,1 10

9.299 de

UE 8.496 2,2 3,7 4

Japón 4.347 -4,3 3,5 2,6

China e Indochina 1.203 9,3 0,7 U

Ex URSS 319 1,6 0,1 0,2

6. LOS INSTRUMENTOS DE COERCIÓN

Dentro del proceso de liberalización de la economía mundial, las instituciones internacionales1 son un eficaz sustituto de la mayoría de los gobiernos del G8, y sobre todo para Estados Unidos, dado el peso específico de este país en su seno. El desorden económico mundial es hoy producto de las políticas llevadas a cabo por esas instituciones cuya vocación ori-ginal era, sin embargo, regular las relaciones económicas internacionales.

La Organización Mundial del Comercio (OMC), que sucedió al GATT en 1994, tenía como misión la elaboración de normas mundiales para «civilizar» las relaciones comerciales entre las naciones. Pero, tras su creación bajo estrecho control de Estados Unidos, este organismo se ha dedicado fundamentalmente a garantizar la libertad de comercio indispensable para los actores económicos más poderosos. La OMC se ha convertido en el auxiliar por excelencia de las multinacionales. Todo aquel que rechace hoy sus normas se coloca al margen de la sociedad internacional y de los intercambios mundiales.

No debe subestimarse, en efecto, el papel de esta institución, dado que constituye el único marco institucional en el que los actores políticos públicos mundiales se reúnen para reglamentar sus relaciones mercantiles. Por ello se ha convertido en objeto de las más duras presiones por parte de las organizaciones privadas transnacionales, de los movimientos ciudadanos que se oponen a la «mercantilización del mundo», de los estados y de todo tipo de lobbies. Se ha convertido en el cerebro consciente del sistema mercantil mundial. Los acuerdos que promueve afectan a ámbitos cada vez más amplios de la actividad humana: primero a los bienes manufacturados, después a la agricultura y en breve a los servicios...

1. Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio (OMC), Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), etc.

Pero todas las decisiones jurídicas que se toman están obligatoriamente sometidas a una doble limitación: la liberalización de los intercambios como norma común, y el fomento de la competencia como fundamento de las relaciones económicas internacionales. Desde su creación, la OMC no ha dejado, pues, de extender el principio de la mediación mercantil como base de las relaciones internacionales. Al comienzo, las negociaciones tenían como eje la disminución de las tarifas aplicables a las mercancías importadas. Más tarde se amplió su campo de negociación a los obstáculos no arancelarios, al comercio de mercancías y, sobre todo, a nuevos ámbitos como los servicios y la propiedad intelectual.

Estas orientaciones no son casuales. Tras la ecuanimidad del principio de libre competencia se oculta la relación de desigualdad entre los «contratantes». La OMC ha establecido una serie de medidas que favorecen objetivamente a los países más poderosos de la organización. Sin entrar en detalles, subrayemos las medidas antidumping, es decir, un con-junto de normas que frena drásticamente las importaciones provenientes de los países en vías de desarrollo. La adopción de reglamentaciones sanitarias y de una serie de complejas normas técnicas tienen el mismo objetivo: reducir la competencia de los países del Sur. Finalmente, el arma más temible en manos de los países desarrollados: el apoyo a su producción nacional.

En el sector agrícola —principal manzana de la discordia entre países ricos y pobres—, la ayuda aportada por los primeros a sus agricultores representa siete veces el volumen de la ayuda al desarrollo que reciben los países pobres.2 En 2002, con las elecciones al Congreso como telón de fondo, el gobierno estadounidense decidió aprobar una nueva ayuda a sus agricultores de 190.000 millones de dólares en diez años, abjurando así de las negociaciones sobre agricultura entabladas en Doha en el marco de la OMC. Comparadas con estas cifras, las ayudas concedidas a los agricul-tores en el marco de la PAC son ridículas... Además, la agricultura no es el único sector en el que las leyes de la

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competencia son sistemáticamente viciadas en beneficio de los ricos: el acero ha sido recientemente objeto de una política semejante por parte de Washington.3

Las presiones pueden ser, incluso, aún más perversas, como es el caso

2. Cf. Le Monde, 17 de mayo de 2002.

3. Ibid.

de la «cláusula social» que los países occidentales desean imponer con el objetivo de poder rechazar la entrada de productos procedentes de países en los que la legislación social sea casi inexistente (es decir, la mayoría de los países pobres). Hay mucha hipocresía al exigir que acepten semejante medida unos países cuya única ventaja comparativa reside en el factor trabajo... En realidad, la OMC, a despecho de las intenciones que proclaman sus textos fundacionales, encarna la perpetuación del principio que rige desde siempre los intercambios comerciales: el del intercambio desigual. En el seno de la OMC, este principio funciona a tres niveles: el control del sistema de negociación por los países ricos, el reparto de los derechos y obligaciones en detrimento de los países en vías de desarrollo, la agudización de las contradicciones entre esos países.

Pero no solo se dan fuertes contradicciones entre los países en vías de desarrollo y los desarrollados. Estas son cada vez más profundas entre los dos principales socios de la OMC: la Unión Europea y Estados Unidos. En este caso se habla de

«guerra comercial» entre los dos bloques. Estados Unidos aboga sistemáticamente por una liberalización generalizada (que solo aplica en los ámbitos en que su economía es competitiva). Niega la existencia de sectores no mercantiles y ejerce considerables presiones para «privatizar» el conjunto de los servicios, tengan o no vocación de servicio público. Aunque la Unión Europea no está siempre demasiado unida respecto a todos estos puntos, por el momento se niega a abrir de par en par las compuertas de la liberalización total; no por convicción, ya que está representada en la OMC por funcionarios abiertamente partidarios del modelo estadounidense, sino por el peso de las tradiciones sociales europeas y la movilización vigilante de las víctimas de las privatizaciones. Pero la tendencia general está clara: la Unión Europea va a perder la batalla de la defensa del modelo social europeo frente al modelo anglosajón defendido sin tapujos por las multinacionales y Estados Unidos. La OMC será el escenario de esa dolorosa «mutación».

Esta organización no puede, sin embargo, ser totalmente eficaz desde la óptica de los imperativos del imperio mercantil sin los instrumentos complementarios que son el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. En efecto, en el seno de la OMC cada Estado dispone de una voz y las presiones que se ejercen sobre los más débiles son indirectas (amenaza de marginación económica, de represalias, rechazo a tomar en consideración las necesidades y demandas del Sur...). Unidos, los estados del Sur pueden frenar, o incluso hacer fracasar las negociaciones (como ocurrió en Seattle en 1999 y en Cancún en 2003). En el FMI y el Banco Mundial, los países ricos y, sobre todo. Estados Unidos disponen, por el contrario, de instrumentos de coerción mucho más directos.

El Banco Mundial y el FMI fueron creados con las misiones respectivas de favorecer el desarrollo de los países recién independizados e intervenir para estabilizar los mercados financieros. Pero desde comienzos de la década de 1980 se han convertido en los agentes de recaudación de la deuda de los pobres a través de los planes de ajuste estructural. Enfrentado a apremiantes necesidades de liquidez, Estados Unidos ha reorientado la intervención de estos organismos según las recomendaciones de John Williamson, conocidas como «consenso de Washington».4 Las diez reco-mendaciones de Williamson5 se resumen en los cuatro pilares de las políticas de ajuste estructural que los países deseosos de obtener la ayuda del FMI y del Banco Mundial deben aplicar:

1) apertura de los mercados (que los países pobres pagan siempre con un aumento de las importaciones en detrimento de la producción local y de las exportaciones); 2) reducción del déficit presupuestario (que se traduce en el desmantelamiento de los servicios públicos: educación, sanidad, subvenciones a los productos de primera necesidad, etc.); 3) privatización de las empresas públicas (que desemboca en el control por las multinacionales de los sectores productivos más importantes); y, por último, 4) reducción del número de funcionarios (que debilita el aparato del Estado).

Las políticas preconizadas por el FMI y el Banco Mundial no solo han demostrado ser particularmente brutales para el cuerpo social (aumento del paro, de la pobreza, deterioro de la educación y la sanidad con efectos desastrosos para el desarrollo de las jóvenes generaciones), sino también disparatadas en el plano económico. En la actualidad estas instituciones ya no regulan nada. Un solo ejemplo permite medir las aberraciones económicas de las que son capaces los especialistas del FMI: el programa

4. Cf. Moisés Naim, «Avatars du Consensos de Washington», Le Monde Diplomaü-que, marzo de 2000.

5. Disciplina fiscal, tasas de cambio «competitivas», liberalización del comercio, desarrollo de las inversiones extranjeras, privatizaciones, desregulación, en John Williamson, What Washington Means by Policy Reform, Institute for Intemational Economics, Washington, 1990.

aplicado a Indonesia imponía a este país reducir su déficit presupuestario por debajo del 1 % del PIB6 (en comparación, el criterio de Maastricht que los europeos se han impuesto —déficit presupuestario por debajo del 3 % del PIB— parece muy laxo; sin embargo, todos los economistas lo consideran hoy demasiado rígido y apremiante). La incapacidad del gobierno indonesio de respetar este imperativo provocó una crisis de confianza de los mercados, que constituyó uno de los elementos propagadores de la crisis asiática de 1997.

El FMI y el Banco Mundial se han convertido así en complementos indispensables de la OMC para la construcción del imperio mercantil. A través de ellos, los actores económicos más poderosos disponen de un instrumento que sirve de «zanahoria» y de «palo» a la vez: los países necesitados solo reciben «préstamos» y «ayuda» a cambio de la implementación de políticas económicas acordes con los deseos de los poderosos. Además, estas políticas son indiscutibles, ya que, en el seno del FMI, el poder depende de la cuota-parte que cada Estado entrega al Fondo. Estados Unidos posee así más del 17% del total de los votos. ¡Y China e India, que representan un tercio de la humanidad, tienen conjuntamente menos poder que Holanda! El triángulo del poder económico mundial (Estados Unidos/Japón/Europa) dispone, por su parte, de una mayoría muy cómoda. Dada la desigualdad de las relaciones de fuerza, el consejo director

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del Fondo no es en realidad más que una sala de grabación de las decisiones tomadas por el Tesoro estadounidense.7 Para concluir, todas las decisiones tomadas por el FMI, así como el contenido de los programas, son confidenciales, lo que elimina de entrada cualquier discusión o crítica constructiva. Además, el gobierno estadounidense se ha negado a estudiar seriamente cualquier propuesta de reforma del FMI, ni siquiera cuando procedía de un socio tan importante como Japón. Con ocasión de la crisis asiática, este país propuso una descentralización del Fondo de modo que las instituciones regionales, en contacto directo con la complejidad de la realidad, pudiesen ayudar a regular las relaciones financieras regionales. Esta propuesta fue totalmente descartada por Estados Unidos, que no deseaba perder influencia en un instrumento tan útil para su supremacía.

6. Cf. Jeffrey Sachs, Politique internationale, n.° 80, 1998.

7. Ibid.

Una última institución clave del imperio mercantil es el G7/G8, que reúne a los países más ricos del planeta y a Rusia. Constituye el órgano «político» y «de comunicación» de este sistema de dirección mundial. Fija las grandes orientaciones de las políticas económicas, pero también sirve, de manera más perversa, como tribuna a los ricos para dotarse de buena conciencia. En él se anuncia que el empleo será en adelante la «prioridad» (Genova, 2001), que los ricos «se comprometen» a una política de reducción de la deuda (cumbre de Colonia, 1997) o que el desarrollo del continente africano es la principal «preocupación» de los países desarrollados (adopción de un nuevo acuerdo de colaboración para África en 2002). En realidad, todas estas buenas intenciones casi siempre encubren unas políticas denominadas de «modernización» (de gestión de los mercados de trabajo, de la deuda, de las relaciones de cooperación) que no son sino políticas de liberalización. Se utilizan otros términos, otros medios, para objetivos idénticos: permitir a los intereses económicos más poderosos definir y regular a su manera el sistema-mundo imperial.

Los espacios internacionales son los lugares de encuentro y de debate oficial de las élites dirigentes de todos los países del planeta, por encima de las múltiples relaciones bilaterales cotidianas. Encarnan un ámbito de integración progresiva, en ocasiones conflictiva, de los actores económicos y políticos; su unión en tomo a intereses comunes. Ya no se puede seguir hablando de una oposición radical de las élites del Sur y del Norte. Aunque sigan teniendo intereses divergentes, lo que las une —la pertenencia aceptada y reivindicada a un mismo sistema-mundo imperial mercantil— es más fuerte que lo que las divide. Ha dejado de haber una oposición estructural Norte-Sur. Lo que ahora existe es la relativa y pro-gresiva integración de las capas dirigentes del Sur en el sistema globalizado, tanto porque los intereses de estas capas se incorporan a los de las élites del Norte como porque no están capacitados para oponerse a los intereses económicos más poderosos. Constatar la asociación de las élites en el sistema imperial no es un juicio de valor. El hecho está ahí: siempre son las capas sociales más vulnerables las que pagan...

7. LA DEPREDACIÓN IMPERIAL

Es necesario reconsiderar la deuda del tercer mundo en el actual contexto de liberalización bajo el control de las instituciones internacionales, aliadas a los grandes intereses financieros. Esta carga, insoportable para los países pobres, constituye una gigantesca sangría por parte de las finanzas internacionales' infinitamente más cómoda que el antiguo sistema colonial, pues no se necesita enviar a un ejército sobre el terreno, enfrentarse directamente a los problemas económicos y sociales, o adquirir compromisos de desarrollo... Según la incisiva fórmula de Susan George, se trata de un auténtico «impuesto sobre los pobres», que funciona a través de una serie de mecanismos.

A comienzos de la década de 1970, los grandes bancos privados re-ciclaron sus petrodólares en préstamos a los países en vías de desarrollo, aprobando e incentivando los más disparatados proyectos. Al final de esa década, el gobierno estadounidense reorientó su política monetaria con el fin de luchar contra la inflación. Los tipos de interés se elevaron, produciendo un aumento inmediato de la deuda, un 70% de la cual estaba suscrita en tipos variables. Al mismo tiempo se operó un cambio del mercado de materias primas que conllevaba un considerable descenso de los ingresos por exportaciones de los países del tercer mundo. Se disparaba, así, la espiral infernal: para poder reembolsar una deuda creciente, los países del Sur se vieron obligados a contratar nuevos préstamos. Estos se les concedían sin problema, ya que a través de las sucesivas moratorias, los acreedores conseguían engranar el mecanismo de un «reembolso» ilimitado cuya cantidad acabó por ser mucho mayor que la que los países del Sur habían pedido prestado.

A comienzos de la década de 1980, el 50% de la deuda global del ter-

1. Cf. Eric Toussaint y Amaud Zacharie, Sortir de I 'impasse, Dette et ajustement, CADTM, 2002.

cer mundo se concentraba en México, Argentina, Brasil, Venezuela y Corea del Sur e implicaba fundamentalmente a los grandes bancos estadounidenses. Tales créditos representaban el 170% de los fondos del Bank of América, el 175% de los del City Bank o el 263% de los del Manu-factureurs Hanover, etc. La reacción de estos bancos y del gobierno esta-dounidense fue determinante: lo prioritario fue proteger a los bancos, no salvar a los países del tercer mundo. De ahí los planes de ajuste estructural y las sucesivas moratorias de la deuda.

En la actualidad, la deuda exterior de los países pobres se eleva a más de 2 billones de dólares. Esta cantidad, considerable para esos países, no lo es tanto si la comparamos con la suma total de las deudas exteriores (45 billones de dólares), del que solo representa un 5 %. La deuda de Estados Unidos, que se eleva a más de 500.000 millones2 de dólares es equivalente a la deuda bruta acumulada de los once principales deudores de América Latina.3 La cruda realidad es que Estados Unidos absorbe, como una inmensa ventosa, el «esfuerzo de ahorro» de los demás países del planeta, sin participar, sino de modo muy insuficiente, en dicho esfuerzo (el ahorro privado estadounidense es menos de una quinta parte del de Europa y del 40% del de Japón). Absorbe casi el 80% del ahorro mundial y vive, pues, del crédito, a costa de todos los pueblos del planeta. De hecho, la economía estadounidense se halla en una situación estructural de colosales necesidades financieras: en 2001 ese país exportó por valor de 721.000 millones de dólares e importó un billón 147.000 millones de dólares, es decir, casi un 60% más. Hasta 2000, este déficit se veía cómodamente compensado por la afluencia de capitales extranjeros (esencialmente europeos, rusos y asiáticos). Pero las sucesivas crisis financieras, el estallido de la burbuja financiera mundial asociada al desarrollo de la net-economía, agudizaron la situación. Todas las fuentes de capitales que irrigaban Estados Unidos están hoy en declive.

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Paralelamente a este declive y a la destrucción de importantes sumas de capital en los sucesivos cracks bursátiles, los expertos preveían un aumento constante de la demanda de ahorro a escala mundial. Había muchas razones para ello: la transformación del modo de producción vinculado al desarrollo de las nuevas tecnologías, fuertemente consumi-

2. Cf. F. Teulon, La Nouvelle économie mondiale, PUF, 5.a edición corregida, 2002.

3. Ibid.

doras de capital; el previsible envejecimiento de las sociedades ricas y la consecuente redistribución entre las personas activas e inactivas provocaría una transformación del equilibrio entre producción de riqueza y consumo de ahorro, de modo que este crecería; y por último, y sobre todo, la demanda no satisfecha de financiación de los países en vías de desarrollo, ahogados por la deuda: en un contexto de crisis financiera aguda, cada vez es menos probable que puedan seguir pagando a los países ricos como han hecho en el pasado. Estas crisis financieras sucesivas (1982: México;

1997: Rusia y Tailandia; 2001: Argentina y Brasil) han obligado a los países ricos a interrogarse sobre el funcionamiento de un sistema financiero internacional dedicado por completo a la satisfacción de sus necesidades.

En los últimos años se han formulado una serie de propuestas para hacer frente a esta situación. Las del Banco Mundial se articulan en torno a dos ejes: un ajuste estructural con «rostro humano» y una mayor cooperación con las organizaciones no gubernamentales (ONG). En efecto, bajo el fuego de las críticas, el Banco Mundial intenta centrar su actividad en la lucha contra la pobreza. Ha lanzado la iniciativa «países pobres muy endeudados» (PPME) que incluye la condonación de las deudas en el marco de un plan de ajuste estructural que solo se ha reformado marginalmente: aunque parte de la ayuda se ha reorientado hacia la educación y la sanidad, las medidas macroeconómicas del ajuste permanecen intactas: privatización de las industrias y de los servicios públicos, liberalización del comercio, flexibilización del mercado de trabajo, reducción de las subvenciones a productos de primera necesidad, etc.

Dado el aumento de la protesta contra la globalización, el segundo cambio en la política del Banco Mundial consiste en un acercamiento a las ONG. El Banco ha firmado acuerdos de colaboración en numerosos ámbitos y apoya las actividades de algunas ONG, sobre todo en el sector del microcrédito. Tampoco se trata en este caso de cuestionar los «grandes equilibrios macroeconómicos», es decir, de cambiar la orientación liberal del ajuste estructural, sino de apaciguar su conciencia ayudando a las ONG a paliar el sufrimiento causado por esa orientación.

En Estados Unidos, la Comisión Meltzer4 elaboró una serie de propuestas: centrar de nuevo la actividad del Banco Mundial en los países

4. Que toma su nombre del de un miembro republicano del Congreso.

más pobres (en realidad, aún hoy, más del 80 % de las intervenciones del Banco se hacen en países que tienen acceso al mercado financiero internacional); condonar la deuda de los países más pobres; sustituir las supeditaciones (en lo que a política económica se refiere) por «consejos acerca de políticas económicas». Desgraciadamente, estas propuestas, hechas públicas en 2000, fueron rechazadas por la administración Clinton. La administración Bush elaboró rápidamente unas contrapropuestas más acordes con los intereses de los poderosos, aunque los métodos que propone sean a primera vista raros: el presidente Bush preconiza transformar el 50% de las intervenciones del Banco Mundial en donativos (actualmente el 99% de estas intervenciones son préstamos). ¡Pero esta «generosa» idea pretende en realidad provocar la quiebra del Banco! En efecto, el entorno del presidente Bush considera que la mera existencia de un banco cuya vocación teórica es ayudar a los países pobres constituye un obstáculo para el funcionamiento armonioso del liberalismo. La desaparición de esta institución dejaría a las multinacionales las riendas de la economía mundial. Los republicanos, hostiles a la autonomía de las instituciones financieras internacionales, verían en ello el medio para debilitar definitivamente, por no decir hacer desaparecer, esta institución. Pero ante la ausencia de un consenso sobre la desaparición del Banco Mundial, la administración Bush hizo una contrapropuesta a la Comisión Meitzer consistente en condicionar los donativos del Banco Mundial a que los países «ayudados» abran algunos servicios (educación, sanidad, bancos) a los inversores internacionales. Los donativos sellarán, así, la dependencia absoluta de los países pobres en un momento en el que el principal objetivo de Estados Unidos a escala planetaria es la conquista del mercado de servicios.

Las reflexiones en el seno del Fondo Monetario Internacional (FMI) atañen, por una parte, a la reforma de los estatutos de la institución y, por otra, a la necesidad de reforzar las normas de prudencia y la responsabilidad de los bancos privados que participan en operaciones de financiación dudosas. Estas propuestas pretenden evitar que, en el futuro, el FMI vea su papel reducido al de mero reparador de las imprudencias del sector privado. Algunos Estados europeos han hecho también propuestas. En Francia, la Asamblea Nacional ha expresado su deseo de dotar a la administración francesa de una herramienta de control de las actividades del Banco Mundial y del FMI que haga posible una vigilancia más democrática y la apertura de un auténtico debate sobre este tema (hasta el momento, el Tesoro es el único que dispone de la información necesaria para evaluar y hacer el balance de las intervenciones del FMI y del Banco Mundial). El gobierno francés considera que habría que fortalecer la instancia de dirección política del FMI («gobierno económico»), el comité interino, que reúne a los veinticuatro principales países contribuyentes, con el fin de controlar mejor la actividad de la institución. Pero Estados Unidos se opone totalmente a este tipo de enfoque.

El futuro del FMI preocupa a los grandes contribuyentes. Así, Japón propugna la descentralización de la institución. El Reino Unido preconiza la creación de un comité de coordinación entre el FMI, el Banco Mundial y el Banco para Regulaciones Internacionales con el fin de que sus intervenciones sean más coherentes,

Pero ninguna de estas propuestas cuestiona realmente los dogmas en los que se basan las políticas económicas de estas instituciones. En el mejor de los casos, se trata de reformas técnicas (refuerzo de las normas de prudencia, mejor reparto de los riesgos entre instituciones y sector privado), y en el peor, de propuestas que pretenden someter aún más las economías del Sur, Tampoco se tienen en cuenta las posibilidades de regulación que ofrecen las propias instituciones. Casi nunca se ha aplicado, por ejemplo, el artículo VI de los estatutos del FMI, que autoriza el control de los movimientos de capitales. Y la idea de establecer un impuesto sobre las transacciones financieras (por ejemplo la tasa Tobin) ha sido considerada de manera apresurada como «no realista», aunque nada impediría experimentarla en un perímetro restringido y económicamente coherente como la Unión Europea.

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África, América Latina, Asia van a estar todavía largo tiempo bajo el yugo de sus acreedores occidentales. Por el contrario, Estados Unidos, a pesar de estar enormemente endeudado y de alimentarse, como hemos visto, de la absorción continua del ahorro mundial, no está obligado a devolver nada a nadie. Su economía es hoy la única que escapa a los mecanismos de sanción de las instituciones financieras internacionales.

8. «LA GUERRA SOCIAL GLOBALIZADA»

La presión de los medios económicos para conquistar sin tregua nuevas esferas sociales susceptibles de ser sometidas al mercado es enorme. Baste considerar la evolución de las negociaciones en el seno de la OMC para darse cuenta de ello. La privatización de los servicios públicos, de la formación, la educación o la sanidad provocarán progresivamente la sumisión al mercado de todas las esferas de la vida humana. Un único valor, el de la moneda, se convierte en el patrón de todos los aspectos de las relaciones humanas.

Desde el punto de vista de las empresas transnacionales, las estructuras estatales constituyen bien unos obstáculos que defienden con medios arcaicos un conjunto de intereses que impiden el buen funcionamiento del mercado mundial, o bien aliados en la búsqueda de esa finalidad. Sin embargo, la comunidad de intereses entre las élites nacionales e internacionales, generalmente tanto privadas como públicas, permite allanar estos obstáculos e incluso hacer del Estado un instrumento de apoyo a los actores privados. Para Robert Reich, secretario de Trabajo del ex presidente estadounidense Bill Clinton entre 1993 y 1997, el Estado no puede pretender ejercer una regulación eficaz sobre las empresas con vocación mundial. Lo único que puede hacer es «ayudar a los ciudadanos a adaptarse a la nueva economía formándoles para que puedan convertirse en los nuevos empresarios de la economía informatizada del siglo xxi».

Desde este punto de vista, el Estado ya no es un polo de desarrollo ni el garante de la cohesión social, sino un actor más que intenta garantizar un mínimo de cohesión adaptándose a las grandes orientaciones económicas. La idea es que la actividad libre del mercado, alimentada por la inteligencia de los actores sociales mejor adaptados, dará lugar a un cre-cimiento creador de empleo y, por ello, a cierta cohesión social. Pero si, como sugiere Michel Husson, «los Estados tienden a cumplir con su función social delegando de facto a las empresas la tarea de garantizar el desarrollo socioeconómico del país»,' es difícil ver cómo podrían imponer a esas empresas una política que valore dicha cohesión.

Las élites políticas no oponen auténtica resistencia a esta exigencia de transformación del papel del Estado. Tanto los debates nacionales sobre la necesidad de «modernización» del Estado (es decir, que el Estado se desentienda de los ciudadanos) como las negociaciones regionales (por ejemplo, en el seno de la Unión Europea) o multilaterales muestran un profundo consenso a la hora de someter los poderes públicos a las exigencias del sistema-mundo imperial. Este consenso se apoya en la moderna estructura de la empresa mundializada, actor principal de la actividad económica. Y ello introduce un elemento original en el proceso de formación de las clases. Históricamente, las clases se formaron, en primer lugar, en la lucha por el control de unos recursos escasos; en segundo lugar, en el enfrentamiento por la reproducción de las relaciones de dominación social y económica, y, por último, en una configuración territorial determinada sometida a un derecho nacional. La empresa territorializada definía el vínculo social; era el centro de una relación de poder elaborada a partir de un espacio cerrado (el «mercado interior»).

Con la empresa globalizada, la desterritorialización de las estructuras de producción, su distribución en racimo, permiten la aparición de unas élites dirigentes tan numerosas como intangibles por su configuración mundial, aunque la estructura de la propiedad sea perfectamente localizable. Ahora reinan sobre un territorio global. Las luchas sociales cuerpo a cuerpo, en las que era posible identificar, y con frecuencia controlar, a las clases dirigentes nacionales ya no tienen hoy sentido con unas élites financieras globalizadas. Aunque la configuración territorial de las capas productivas sigue siendo concreta, localizable, la de las élites dirigentes empresariales es indeterminada e intangible. «La extraterritorialidad de la nueva élite —dice Zygmunt Bauman— y la territorialidad forzosa del resto de la población»,2 es en la actualidad el crisol de las relaciones de dominación de los fuertes sobre los débiles. La extraterritorialidad de las

1. Cf. Michel Husson, «La fracture planétaire», en La Misére du capital: une critique du néolibéralisme, Syros, 1996.

2. Cf. Zygmunt Bauman, Le Coút humain de la mondialisation, Hachette, 1999, p. 40. [Trad. cast.: La globalización: consecuencias humanas. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.]

élites es paralela a la extraterritorialidad del capital: el capital está en todas partes, es totalmente móvil, mientras que el trabajo está siempre fijo en algún lugar. Las clases dirigentes globalizadas disponen ahora de un arma poderosa: el dominio del espacio mundial. Y la utilizan para volver a organizar en su beneficio las relaciones sociales. Unas cuantas cifras bastan para darse cuenta de esta dinámica: en Estados Unidos, los 2,7 millones más ricos poseen tanto como los 100 millones más pobres, 40 millones de ciudadanos carecen de cualquier tipo de seguro médico y un adulto de cada cinco es analfabeto.3 En México, tras el establecimiento en 1993 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), el número de trabajadores precarios y de desempleados se ha duplicado y los salarios reales se han reducido en más de un 50 % respecto a los primeros años de la década de 1980.4 En el Reino Unido, donde desde comienzos de esa década la experiencia del ultraliberalismo ha hecho estallar literalmente las cifras de pobreza, el 20 % más rico posee el 43 % de los ingresos disponibles, mientras que el 20 % de los más pobres se reparte únicamente un 6,6%. La generalización de los bajos salarios se extiende por todas partes.

Se fragmentan las sociedades, aumenta la pobreza: mientras el limes del imperio tradicional era geográfico, el del imperio mercantil es social. La globalización liberal fortalece la implantación del capitalismo en ciertas zonas y excluye a otras. Crea simultáneamente riqueza y pobreza. Si en los países ricos las capas excluidas son minoritarias y las capas integradas en los flujos mundiales, mayoritarias, en los países pobres la situación es inversa. Allí, las capas integradas en el espacio globalizado son minoritarias, mientras que los grupos precarizados, marginados y, por último, excluidos son hoy mayoritarios.

Esta globalización provoca también una fuerte ofensiva de las élites dirigentes en el ámbito social. Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, habla de una «verdadera guerra social mundial» contra los estatus sociales adquiridos con tanto esfuerzo durante el siglo xx. En efecto, desde comienzos de la década de 1980, podemos apreciar

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una doble mutación a escala internacional, relativa a las consecuencias sociales de la globalización y a las formas de movilización de las capas dominadas.

3. Informe de desarrollo humano, PNUD, 2001.

5. Cf. Rene Passet, La ilusión neoliberal. Debate, Madrid, 2001.

Se trata de una guerra social apreciable sobre todo en los países desarrollados. En todos ellos, tanto en Estados Unidos como en Japón, pasando por Europa, existe una voluntad de cuestionar el estatus de los asalariados que se manifiesta en la disminución del precio de la fuerza de, trabajo, el desarrollo de la precariedad, la desregulación de la protección so-cial, la creciente flexibilidad, la prolongación de la jornada de trabajo sin una compensación real...

Se podría pensar que esta ofensiva frontal contra los asalariados acentuaría las reivindicaciones sociales cuantitativas. Y así es en los países europeos que tienen una antigua tradición social. Pero en todas partes, incluidos los países europeos, aparecen conflictos de tipo cualitativo, sin duda vinculados a la defensa de las condiciones sociales, aunque mediati-zados por cuestiones identitarias. Las formas de protesta política ya no se centran solo en las reivindicaciones cuantitativas, sino, y cada vez más, en tomo a conflictos de «pertenencia». Parece como si, más allá de la depreciación social que sufren las capas más vulnerables de la sociedad globalizada, estas se sintiesen atacadas en su más profunda identidad. De ahí el surgimiento de demandas identitarias, que expresan un rechazo profundo de lo que el sociólogo Robert Castel ha denominado «la desafiliación social».5 La vuelta de la etnicidad y de los microfascismos del tipo del Frente Nacional en Francia o el ascenso de los integrismos en los países pobres están asociados a esta mutación estructural de las sociedades.

5. Robert Castel, Les Métumorphoses de la question nocíale, chronique du salarial, Fayard,

9. EL REINO DE LA DIFERENCIA

El fin del antagonismo entre el capitalismo y el socialismo que existió en la práctica, la victoria del primero sobre el segundo y la progresiva formación del sistema-mundo imperial mercantil traducen, en el fondo, la expansión planetaria de un modelo social, político y cultural: el modelo liberal anglosajón. Económicamente, este modelo se ha centrado tradicionalmente en la apología del «laissez-faire», en la mínima aplicación de normas de control sobre los mecanismos de competitividad, en la desregulación estatal, etc. En un sentido más fundamental, es portador de una concepción especifica del vínculo social, sobre todo en el mercado de trabajo. Este modelo liberal considera que lo que debe estructurar las relaciones laborales no es la ley general, sino el contrato particular, de persona a persona. El contrato social debe ser privado, la obligación del empresario para con el empleado no se rige por un estatuto, sino que está vinculada a la tarea establecida. El contrato de trabajo ideal es, pues, el contrato precario. Cualquier situación permanente establecida por un estatuto pesa sobre el contrato de trabajo e hipoteca ese margen de maniobra necesario para todo empresario inmerso en el mundo de la competitividad generalizada.

El trasfondo sociológico del sistema imperial mercantil liberal se perfila hoy con claridad. Aunque la oposición tradicional capital-trabajo no ha desaparecido, y no está próxima a desaparecer, la tendencia a escala mundial es evidente: un debilitamiento del asalariado frente al capital, la marginación y posterior exclusión de la esfera laboral de las capas sociales menos cualificadas, y la precarización social para la gran mayoría.

Desde el punto de vista político, el reino del mercado no debería verse limitado por las orientaciones del poder del Estado. En teoría, este debería servir como garante del buen funcionamiento de la justicia y del reparto mínimo de los bienes colectivos. La fiscalidad debería favorecer a la inversión privada, no crear bolsas de seguridad «asistida» para las capas sociales menos «innovadoras». Y, de manera general, el Estado «emprendedor» debería ser sustituido por el Estado «centinela nocturno».

Como ya señalara perspicazmente Alexis de Tocqueville, el Estado ideal para el liberalismo es el Estado penal, el Estado reducido a su función de vigilancia.

Por último, en la sociedad liberal, los individuos son considerados, desde el punto de vista cultural, no solo en función de su condición social, sino también de acuerdo con sus condiciones «de origen», étnicas y confesionales. Esta visión de los individuos reviste dos aspectos aparentemente contradictorios pero en realidad coherentes. Por una parte, está la idea de que el individuo es una categoría personal, particular, separada de su entorno social. El individuo-persona es un sujeto «de derechos»; no se identifica con una clase o un grupo social (categorías que, afortunadamente, no existen jurídicamente). Dicho de otro modo, el individualismo es el núcleo del vínculo social. Pero, por otra parte, esta concepción no puede dejar de lado el hecho de que el individuo es también, y ante todo, un ser social, un producto de las relaciones sociales. El vínculo social-liberal integra esta dimensión al relacionarla con las características primarias de los grupos, es decir, étnicas, culturales y confesionales. Es la pertenencia étnica, lingüística o religiosa la que se instaura como identidad comunitaria del sujeto. Así, por ejemplo, se vincula al trabajador inmigrante a su comunidad «de origen», de cultura, de raza y de religión, y no a su condición social: obrero, asalariado que comparte condición con el resto de los asalariados. El vínculo social liberal tiende, pues, a reproducir a la vez individuos aislados y «co-munidades» prepolíticas, precíudadanas. La cohesión colectiva está predeterminada por la pertenencia a las comunidades de origen; la sociedad se convierte así en una yuxtaposición de comunidades plurales que establecen el «multiculturalismo». La socialización entre estas comunidades separadas pasa a su vez por una dialéctica del reconocimiento, por una «política del reconocimiento», según la fórmula de Charles Taylor.' Este modelo cultural, vigente sobre todo en el mundo anglosajón, está en constante expansión.2

La tendencia a la generalización de esta concepción del vínculo social en el sistema-mundo imperial mercantil, que algunos definen como «americanización del mundo», va unida a una mutación cultural decisiva: la desaparición de las identidades sociales colectivas, la pérdida de la idea

1. Cf. Charles Taylor, Multiculturalisme, différence et démocratie, Flammarion, 1997.

3. Véase el lúcido análisis que propone Manuel Castells en Le pouvoir de 1'identité, cap. I, «Les paradis communautaires», Fayard, 2000, pp. 15-

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de futuro como creación solidaria de las colectividades. Reducido a la soledad individual, despojado de su condición de ciudadano, inmovilizado en su «origen», disociado del resto de la humanidad debido a su insuperable diferencia, el individuo se ve destinado a tener una «identidad» impuesta desde el exterior. Las ideologías dominantes en el sistema cultural europeo de los siglos xix y xx eran visiones del mundo, de las pertenencias sociales y/o filosóficas. La identidad social, transindividual, elaborada a través de las luchas de los movimientos sociales a lo largo de los siglos, era una respuesta a los procesos de individualización y de atomización de los sujetos sociales que conoció su mejor expresión en Europa. Por el contrario, en un período de desestructuración de las clases sociales, la ideología dominante del nuevo sistema-mundo imperial tiende a regresar a la simple determinación del Homo económicus.

Esta dialéctica de reducción de lo social a lo individual conduce a jerarquizar los estatus sociales en función de unas diferencias insuperables. La globalización de este vínculo social se afirma como un vasto movimiento de regresión cultural para unas capas condenadas hoy a definirse por su «esencia» y no por sus intereses sociales. Este modelo de vínculo social se opone estructuralmente a toda forma de universalidad social. Incluso es su antídoto. El acceso a la colectividad se realiza a través de un repliegue sobre la pertenencia a la etnia, a la confesión, concebidas como la esencia del ser. Esta espiritualización de la pertenencia de origen disuelve las comunidades de intereses sociales a favor de unas identidades esencialistas, no «negociables» en una sociedad cuyo vínculo social se basa en la promoción.3 Se trata de un modelo que tiende a generalizarse en el continente europeo. Al menos en este sentido, no es erróneo afirmar que, en el fondo, la globalización es también la «americanización» del mundo.

3. Albert Hirschmann ha demostrado cuan difícil es manejar los conflictos sociales cuando estos son manipulados u ocultados por problemas identitarios (cf. Un certain pen-chant á I 'autosubversion, Fayard, 1995).

4. Ya se había finalizado esta primera parte cuando tuvimos la oportunidad de \eer Imperio, de Michael Hardt y Antonio Negri (Paidós, Barcelona, 2002). Es una obra muy estimulante, aunque basada en presupuestos distintos a los nuestros y que desemboca en conclusiones a menudo opuestas. Sin entrar en el detalle, es de notar que compartimos mutatis mutandis la misma idea del imperio como sistema-mundo universal no reductible a Estados Unidos. Sin embargo, divergimos con respecto al papel que hoy en día se atribuye a las naciones y no sabemos muy bien qué significa el concepto de «multitud» social ante este imperio.

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SEGUNDA PARTE EL PODER ESTADOUNIDENSE Nunca debe permitirse llegar a una situación en la que un Estado adquiera una preponderancia tan aplastante que nadie pueda hacerle frente, ni siquiera para defender unos derechos indiscutibles. polibio, Historia, Libro I, capítulo II

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1. EL IMPERIALISMO EN EL IMPERIO

El sistema-mundo imperial mercantil se estructura a partir de las exigencias de la dominación económica, pero se define en función de un poderoso consenso entre sus principales actores mundiales. En este sentido es en el que este sistema es democrático y, dentro del orden mundial que instaura, necesita de un mercado político que lo legitime. Sin embargo, en este caso, la política deja de ser la expresión de la voluntad soberana de los ciudadanos para pasar a ser la consecuencia mecánica del poder, ahora autónomo, de las normas y exigencias del mercado frente a las sociedades. Esta sumisión estructural de lo político a lo económico no significa la desaparición de los conflictos entre grupos sociales, naciones o Estados. Por el contrario, la realidad actual muestra una fuerte tendencia a la instauración en el seno de ese imperio de un poder hegemónico estructurador: el de Estados Unidos y sus más próximos aliados. Este poder intenta sistemáticamente legitimar su predominio sobre la totalidad del imperio apoyándose en sus logros —tecnológicos, militares, financieros y culturales— y atribuyéndose, con frecuencia con la complicidad de las principales potencias, el poder dirigente.* El problema fundamental consiste en discernir la naturaleza de la relación entre este poder dirigente —Estados Unidos— y el resto del mundo.

El análisis del sistema-mundo imperial mercantil muestra la gigantesca superioridad del peso de Estados Unidos con respecto al de las demás naciones. Pero esa superioridad no significa dominación global: de hecho, está presa en la madeja del imperio mercantil, que es un sistema no formalizado, un movimiento con una dialéctica interna. La «hiperpotencia»2 estadounidense, resultante de este sistema que ha contribuido a producir, es más un imperialismo clásico en el seno del imperio mercantil universal,

1. Cf. Alain, Joxe, L'Empire du chaos: les Républiques face á la domination américaine dans 1'aprés-guerrefroide, La Découverte, 2002.

2. Según la feliz expresión de Hubert Védrine.

dado que no lo resume por sí sola. Mediante estrategias imperialistas, tiende a garantizar su predominio frente a la suma de los capitalismos dominantes (europeos, asiáticos). Para este fin utiliza todos los vectores de poder —la historia, la tecnología, la moneda, el arma militar, la cultura— adquiridos desde comienzos del siglo xx. Estados Unidos es un imperialismo dentro del imperio; su objetivo es la conquista del poder total en su seno.

Tras el trabajo pionero de Paúl Kennedy,3 algunos consideran, sin embargo, que la potencia estadounidense está en declive. Pero es necesario aclarar el concepto clásico de potencia, algo que los filósofos, historiadores y politólogos han intentado desde hace mucho tiempo. Para Robert Dahí, la potencia es la capacidad de imponer al prójimo una acción de la que él se hubiera abstenido; para Kari Deutsch, que toma la definición de Clausewitz, es la capacidad de vencer en caso de conflicto, y de superar los obstáculos; para Raymond Aron, utilizando también a Clausewitz, es la de imponer su voluntad a los demás; para Samuel Huntington, por último, es la capacidad de un actor de influir en otros actores, etc. Estas definiciones solo abarcan, por necesidad conceptual, uno de los aspectos del concepto de potencia. Se puede también preferir una definición que va desde Maquiavelo hasta Rousseau, pasando por Spinoza: la potencia real es un concentrado de fuerza y de consenso capaz de reproducirse.

Adoptemos aquí una definición general: la potencia de un país es tributaria de su extensión geográfica, de su importancia demográfica, de su capacidad militar, de su control de la innovación científica y cultural, de su poderío económico (no solo por la importancia del sistema de producción, sino también de las materias primas y de los recursos energéticos) y de la legitimidad de su régimen político.

Aunque diversos estados poseen uno u otro de estos criterios, o varios de ellos, Estados Unidos es el único que hoy los posee todos. Esta situación es relativamente reciente, data fundamentalmente de la Segunda Guerra Mundial. Desde el Renacimiento hasta 1945, el mundo estuvo dominado por entre cinco y ocho potencias, de las cuales Francia y Gran Bretaña lo hicieron de modo permanente.4 Al finalizar la Segunda Gue-

3. Cf. Paúl Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias. Plaza y Janes, Barcelona, 1994.

4. Cf. Robert Franck y Rene Girault, dirs.. La Puissance en Europe, 1938-1940, Publications de la Sorbonne, 1984.

rra Mundial, solo Estados Unidos y la URSS estaban en posesión de un alto grado de independencia de acción. En la actualidad, Estados Unidos es el único país que posee un vasto territorio, una población numerosa y educada, un poder económico de primer orden: su PIB (7,745 billones de dólares) es el mayor del planeta y casi dos veces superior al PIB de Japón. La preponderancia de las multinacionales estadounidenses es incuestionable. En el seno de la división internacional del trabajo, la posición de la economía estadounidense sigue siendo extremadamente favorable, con adquisición de importantes cuotas de mercado en sectores punta —altas tecnologías y servicios— que relativizan las pérdidas en los sectores tradicionales. De las diez primeras empresas mundiales de tecnologías de comunicación, siete son estadounidenses.5 Dispone, además, de una moneda que opera a nivel mundial y de la capacidad de influir en la situación financiera internacional (solo la intervención de Estados Unidos logra frenar las crisis mundiales, a través de una acción conjunta del Tesoro estadounidense y de los bancos centrales de los países implicados, o a través del FMI). Asimismo, la capacidad de innovación tecnológica de Estados Unidos no tiene parangón: las patentes de las principales innovaciones (OGM, medicina, informática, etc.) son estadounidenses; Estados Unidos es la cuna de internet, y posee las primeras empresas de componentes y de equipamientos informáticos, etc.

Dispone también de un idioma internacional y de una industria cultural de influencia mundial. Su dispositivo militar le permite intervenir en cualquier lugar del mundo, incluso en solitario. El presupuesto de defensa estadounidense se elevaba en 2002 a 351.000 millones de dólares, frente a los 281.000 de 2001. Esta progresión debe en principio mantenerse hasta alcanzar los 470.000 millones de dólares en 2007,6 momento en el que dicho presupuesto será mayor que el de todas las naciones juntas.7 Frente a esta escalada, las grandes potencias europeas (Alemania, Francia, Gran Bretaña) suman un presupuesto de solo 109.000 millones de dólares.8 Por último, el gobierno de Estados Unidos goza

de una posición dominante en las instituciones internacionales (derecho de veto en el

5. Cf. Alternatives économiques, n.° 208, noviembre de 2002.

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6. Ibid.

7. Cf. Le Monde, 30-31 de marzo de 2003.

8. Cf. Alternatives économiques, n.° 208, noviembre de 2002.

Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, voz predominante en el FMI dada la importancia de su contribución financiera, dirección del Banco Mundial, mando de la OTAN).

A pesar de todo ello, el riesgo de declive procedería, según Paúl Kennedy, de un «excesivo compromiso imperial» que exigiría un aumento de los gastos militares tal que influiría negativamente sobre la competitividad del país. El presupuesto de defensa de Estados Unidos sigue aumentando, sobre todo con la nueva administración Bush, y tras los atentados del 11 de septiembre ha aumentado de manera espectacular. Pero la relación entre esfuerzo armamentístico y pérdida de competitividad no es directa. El aumento del presupuesto militar estadounidense va unido a la conquista de «mercados» de defensa que estimulan la industria armamentista. Nicholas Guyatt9 muestra cómo, tras el hundimiento de la Unión Soviética, el Pentágono y las empresas de armamento han influido en la definición del «nuevo enemigo» de Estados Unidos, con el objetivo fundamental de evitar un recorte del presupuesto de defensa. Las empresas de armamento (Boeing, Loockheed, General Motors, General Electric) también tienen producciones civiles que defender y, en períodos de crisis, son los contratos armamentísticos otorgados por el Pentágono los que les permiten vivir. Han amenazado claramente al gobierno con proceder a efectuar despidos masivos —en todas sus ramas— si el presupuesto militar no era revisado al alza. La alianza entre el Pentágono y los medios empresariales es más estrecha que nunca. La cumbre de la OTAN de 1999 se financió por completo con donativos de empresas que, a cambio, obtuvieron un acceso privilegiado a los responsables políticos en los países candidatos a ingresar en la OTAN.

La actual inversión en defensa estadounidense, aunque no es fácil de establecer, parece colosal, y compensa lo negativo de la disminución de las finanzas públicas. Con la ampliación de la OTAN, Estados Unidos se aseguró el armamento de los países del Este. La guerra del Golfo de 1990-1991 le permitió ganar importantes cuotas de mercado en esa región del mundo, y la guerra de Afganistán ha significado lo mismo respecto a Asia. En definitiva, el esfuerzo de defensa estadounidense se traduce también en importantes esfuerzos a nivel mundial, que los estados aliados han cedido a favor de las empresas estadounidenses de armamento. Así pues,

9. Cf. Nicholas Guyatt, Encoré un siécle américain, Enjeux Plañóte, 2002.

el dominio estrictamente militar no solo está lejos del «declive», sino que incluso puede estimular al conjunto de la economía estadounidense.

La tesis del declive se basa también en el supuesto debilitamiento de la posición económica estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial. En efecto, en 1950, la participación de Estados Unidos en la producción mundial se elevaba al 33 % y descendió a un 23 % en 1987.10 Su participación en el comercio de manufacturas, de un 40 %, ya no era más que de un 30% en la década de 1980. Pero estas cifras solo reflejan una realidad aparente, no la de las relaciones de fuerza económica, mucho más compleja. Por una parte, la posguerra me, desde todos los puntos de vista, un período excepcional marcado por el hundimiento de todas las economías poderosas, salvo de la de Estados Unidos. Por otra, si omitimos ese corto período, la constancia de la posición de Estados Unidos en la economía mundial es notable: la producción estadounidense representaba en 1900 el 23 % de la producción mundial, es decir, el mismo porcentaje que en los años ochenta.

Emmanuel Todd, en Después del imperio,1' contribuye de modo escla-recedor a este debate. Su tesis, que contiene apreciaciones muy originales y sutiles, podría resumirse así: la pujanza de Estados Unidos declina debido a la combinación de un debilitamiento económico y un movimiento de regresión democrática en un contexto de «normalización» democrático-liberal del mundo; la dominación «imperial» del mundo por Estados Unidos finaliza porque el mundo ya no la necesita. Fue beneficiosa entre 1950 y 1990, pero impulsó una dinámica de transformación del mundo que ha contribuido a su declive. Asistimos a un cambio histórico de la situación mundial: cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era autosuficiente. El resto del mundo (salvo las democracias occidentales), hundido en el caos de los regímenes dictatoriales, necesitaba a Estados Unidos, y ello confería legitimidad a su dominación. Esta situación ha ido cambiando progresivamente, y en la actualidad. Estados Unidos, debido a las consecuencias de la globalización, es económicamente dependiente del resto del mundo. Se ha convertido en un depredador (su déficit comercial ha pasado entre 1990 y 2000 de 100.000 a 450.000 mi-

10. Cf. Emmanuel Glaser, Le Nouvel Ordre International, Hachette Littérature, 1998.

11. Emmanuel Todd, Después del imperio: ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano. Foca, 2003.

llones de dólares) e intenta fortalecer su control de los recursos económicos mundiales: de ahí su errática y brutal política exterior. Mientras el mundo está en fase de «estabilización democrática», la democracia retrocede en Estados Unidos, socavando su legitimidad a nivel mundial. En una palabra: la potencia americana está en declive porque Estados Unidos ha pasado a ser dependiente del resto del mundo a la vez que ha dejado de ser útil a dicho mundo. Su política agresiva no es sino la traducción de la profunda inquietud que sienten las élites ante esta situación.

Esta tesis merece ser analizada. Emmanuel Todd se ha dado cuenta, en efecto, de hasta qué punto Estados Unidos depende hoy del sistema imperial mercantil; y también, de que no puede regirlo totalmente sin exponerlo a una crisis mortal. Pero este análisis debe ser matizado. En primer lugar, la dependencia económica estadounidense no es tanto una dependencia como una interdependencia. La situación de la economía estadounidense ya no es la de las décadas de 1950 y 1960, cuando era una exportadora neta, pero sigue presente en la exportación en todos los sectores económicos. Además, en un contexto de globalización, el déficit de la balanza comercial no expresa ya totalmente la competitividad de un país, ni su posición. Por último. Estados Unidos no solo conserva sino que ha mejorado desde hace quince años su posición en la división internacional del trabajo al lograr importar grandes cantidades de bienes de consumo a bajo precio, a la vez que se concentra en los productos de alto valor añadido (productos tecnológicos, servicios).

Por otro lado, el postulado de la dominación benéfica y necesaria de Estados Unidos durante la guerra fría desecha con

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demasiada rapidez las relaciones de fuerza y las luchas que modelaron el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945, Estados Unidos ha intentado organizar el mundo libre en tomo a sus intereses, lo que no ha impedido el surgi-miento de grandes regiones económicas mundiales —Europa, Japón— susceptibles de oponérsele en el imperio mercantil, sobre todo gracias a los mecanismos monetarios de Bretton Woods. No olvidemos que el único sector en el que el pensamiento políticamente correcto se atreve a hablar de «guerra» contra Estados Unidos es el de la economía y el comercio... En realidad, Estados Unidos ha desarrollado a partir de 1945 una relación de depredación económica mundial que tiende a enfrentarle cada vez más con sus competidores directos, sobre todo Europa y Japón. Es posible leer en esta clave su ambigua actitud frente a la construcción europea, su voluntad de controlar los mercados financieros asiáticos o sus sucesivas intervenciones militares en Oriente Próximo para controlar unos recursos energéticos vitales para el resto del mundo.

La existencia de «inquietudes» o de «dudas» sobre la potencia de Estados Unidos no es sinónimo de declive o de debilidad: toda potencia, para existir, debe ser permanentemente reafirmada, porque es permanentemente cuestionada.

Hoy en día. Estados Unidos considera que su papel de potencia dirigente es legítimo: en el siglo xx contribuyó a ganar la gran batalla del capitalismo contra el «socialismo». Ya no tiene enfrente ningún modelo social, económico o político alternativo lo bastante sólido como para enfrentarse a su voluntad de poder. Así, en diez años, entre 1990 y 2000, el orden bipolar desapareció ante el nuevo orden estadounidense. Surgen nuevas tendencias importantes: nuevo unilateralismo, mutación de la doctrina y de la estrategia militar estadounidenses, cuestionamiento de las normas internacionales elaboradas desde la Segunda Guerra Mundial, creciente intervencionismo militar, intento de hacerse con los principales recursos energéticos del mundo, estrategia de clientelización y anulación de los adversarios potenciales o reales.

El análisis de estas tendencias demuestra cómo concibe Estados Unidos el papel de potencia dirigente, sobre todo frente a los otros dos polos dominantes del imperio mercantil (Europa y Japón).

2. UN NUEVO UNILATERALISMO

Se suele afirmar que, en su relación con el resto del mundo, Estados Unidos oscila entre el aislacionismo y el expansionismo. En realidad, estos dos tropismos se han ido difuminando desde 1945 para dar paso a una actitud mucho más pragmática centrada en la estricta defensa de sus intereses económicos y geopolíticos en el mundo. A partir de la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes de Washington han estado siempre implicados de algún modo en una o varias intervenciones en el exterior. La administración estadounidense ha llevado a cabo una serie ininterrumpida de aventuras en Corea, en Asia, en América Latina, en Europa, en Oriente Próximo, incluso en África (Somalia). Y estas solo son las visibles: la intervención indirecta, ya sea mediante fuerzas aliadas interpuestas, ya sea mediante los servicios secretos, nunca ha cesado. La «gran responsabilidad» que asume esta potencia, sola «a cargo del mundo», demuestra que, desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos está conquistando el mundo.

Su estrategia varía según las circunstancias. Así, tras la Primera Guerra Mundial dio prioridad a la elaboración de normas restrictivas para la comunidad internacional, siguiendo el espíritu mesiánico «liberador» de Woodrow Wiison (creación de la Sociedad de Naciones). Aunque la ideología de los derechos humanos o la del derecho de los pueblos a la autodeterminación son positivas, permitieron a Estados Unidos expulsar de regiones enteras a sus principales competidores (Inglaterra y Francia sobre todo) y, desde 1917, contaron con la adhesión formal de la joven república soviética. Pero rápidamente se pasó de la ideología utópica y predicadora de Wiison a realidades más duras. A partir de la Segunda Guerra Mundial, lo que se impuso por doquier bajo el impulso del gobierno estadounidense no fue tanto la moral como el derecho comercial internacional, de inspiración anglosajona. Así sucedió con las normas económicas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y de las organizacio-

EL PODER ESTADOUNIDENSE

nes financieras internacionales, articuladas según la óptica procedimental y jurisprudencial anglosajona; con las reglas de seguridad colectiva a través de la Declaración de la ONU. O con la multiplicación de los acuerdos internacionales en todos los ámbitos de la vida colectiva: economía, desarrollo, derechos humanos, medio ambiente, desarme, justicia, etc. Fue el período legalista, que hacía de Estados Unidos, por un lado, el defensor de la libertad frente a la amenaza del bloque comunista, y, por otro, el agente del desarrollo del capitalismo a escala planetaria. Naturalmente, estos principios coexistían con el apoyo incondicional a una pléyade de dictaduras militares en Asia, en África y en América Latina, debido a la oposición al comunismo.' Así es como la realidad de las relaciones de fuerza internacionales siempre ha ganado frente al punto de vista de la justicia razonable... La actitud «legalista» estadounidense era indisociable del contexto del enfrentamiento Este-Oeste. Porque las relaciones con la Unión Soviética, sobre todo cuando esta se dotó del arma nuclear, no podían basarse únicamente en el empleo de la fuerza.

La situación cambió bruscamente con la desaparición de la URSS. Estados Unidos pasó a enfrentarse a unas potencias —pequeñas y medianas— que no disponían de medios para responder a una política de hechos consumados. La nueva estrategia evolucionó en consecuencia: siguió manteniendo, véase desarrollando, el derecho internacional para frenar cualquier potencia contestataria, pero cuando sus intereses lo requerían, no dudó en situarse por encima del derecho. La combinación de multila-teralismo y unilateralismo condujo, a la postre, a la consolidación del unilateralismo. El presidente Clinton desarrolló explícitamente esta doctrina ante la ONU en 1993: «Actuaremos multilateralmente si es posible, unilateralmente cuando sea necesario». En realidad, el unilateralismo ha triunfado en todos los ámbitos de la vida colectiva.

En primer lugar, en el ámbito militar: Estados Unidos se niega a someterse a los mecanismos de control de las armas químicas previstos en el protocolo de 1995 de la Convención de 1971 sobre prohibición de ar-

1. Así, antes de conocer la fama como ideólogo del «choque» de civilizaciones, Samuel Huntington, que en cierto modo representa la autoconciencia del imperialismo estadounidense, defendía en Politícal Order in Changing Societies (Yaie University Press, 1968; hay trad. cast.: El orden político en las sociedades en cambio, Paidós, Barcelona, 1996) el apoyo a las dictaduras conservadoras contra el comunismo. Véase sobre todo el capítulo 4:

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«Praetorianism and Politícal Decay». Todo un programa...

mas biológicas y químicas (de la que en otro tiempo fueron los más firmes defensores). Dicha negativa ha llevado incluso a pedir la disolución de la comisión encargada, desde 1995, de elaborar los mecanismos de control. ¡Y en nombre de unas normas que no suscribe ha justificado su intervención contra el Iraq de Saddam Hussein, acusado de poseer esas armas! Las normas de limitación son buenas siempre y cuando se apliquen a los demás y no a uno mismo... Del mismo modo, el Senado estadounidense se negó categóricamente en 1999 a ratificar el tratado de limitación de armas nucleares. En este campo, la administración estadounidense no quiere oír hablar de control, ni de limitación. Hoy en día resulta imposible evaluar el arsenal de armas de destrucción masiva (nucleares, químicas y biológicas) que posee Estados Unidos. Como en el caso del dólar, el control no es posible, ni legítimo...

En el ámbito económico, las leyes estadounidenses de embargo constituyen actos unilaterales que pueden afectar, además de a los países implicados, a terceros estados. La Foreign Assistance Act de 1961, sección 620, permite al gobierno de Estados Unidos establecer un embargo contra los países declarados «golfos» por el Ministerio de Asuntos Exteriores. Desde comienzos de la década de 1980, Libia, Iraq, Irán y Cuba lo fueron. En la década de 1990 se les unieron Sudán, Siria y Nigeria. El ámbito de estas leyes se extiende más allá de las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y los países afectados por el embargo. Es el caso de las leyes de extraterritorialidad de 1996 (ley Helms-Burton para Cuba y ley d'Amato para Libia e Irán), que sancionan a las empresas extranjeras que establezcan relaciones con los países objeto de embargo por parte de Estados Unidos. La ley sobre las sanciones contra Iraq (1990), además de prohibir al Banco de Importaciones y Exportaciones estadounidense la concesión de créditos a Bagdad, imponía a los representantes de Estados Unidos en las organizaciones internacionales que estas instituciones concediesen cualquier ayuda financiera a Iraq. Se trataba de doblegar la economía iraquí antes de apoderarse de todo el país...

En el ámbito de los derechos humanos, en el que se considera un adalid, Estados Unidos se niega a ratificar numerosas convenciones de la ONU, como la relativa a los derechos del niño, el acuerdo internacional sobre los derechos económicos y sociales, la convención sobre la eliminación de cualquier forma de discriminación contra las mujeres, o el protocolo adicional de 1989 al acuerdo internacional de prohibición de la ejecución de menores. El tratamiento de los prisioneros de guerra afganos en Guantánamo constituye una violación sistemática de las normas más elementales de humanidad.

Otro tanto sucede en el ámbito del medio ambiente: negativa a ratificar el protocolo de Kyoto sobre la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero; oposición al plan del G8 de 2001 a favor de una energía más limpia.

Y, por último, en el ámbito de la justicia internacional: pese a haber contribuido a la creación de los dos tribunales penales internacionales (para la antigua Yugoslavia y para Ruanda), el gobierno de Estados Unidos rechaza la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional, creado por el tratado de Roma de 1998 y que empezó a funcionar en septiembre de 2002. Mientras que los dos primeros tribunales, con competencias limitadas, no son susceptibles de afectar a los intereses estadounidenses, el Tribunal Penal tiene una «competencia universal» de la que Washington no quiere ni oír hablar. Para sustraerse a esta jurisdicción, primero intentó impedir que el tratado fuese ratificado por un número suficiente de Estados. Al no conseguirlo, logró una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que protege a sus nacionales de la jurisdicción del Tribunal durante un año y ha potenciado la firma de acuerdos bilaterales de no extradición al Tribunal. La Unión Europea ha terminado por ceder a las presiones estadounidenses y británicas y ha autorizado a sus miembros a firmar estos acuerdos. Estados Unidos ha conseguido así situarse por encima de la justicia penal internacional.

En todos estos ámbitos, lo que prevalece no es la obligación colectiva internacional, ni la idea del derecho cosmopolita universal, generadora de unas relaciones cada vez más civilizadas, sino el interés particular de Estados Unidos.

3. LA TRANSFORMACIÓN DE LA DOCTRINA Y LA ESTRATEGIA MILITAR ESTADOUNIDENSES

Después de la guerra del Golfo (1990-1991), la reorientación global de la estrategia militar estadounidense iniciada tras la caída de la URSS sufrió un primer punto de inflexión importante. En 1992, Paúl WolfowÍtz, actual vicesecretario de Defensa, publicó un informe titulado «Defense Planning Guídance» en el que abogaba por el establecimiento de un nuevo orden internacional basado en el dominio mundial de Estados Unidos y el empleo de armas nucleares y químicas de modo preventivo. Sus consejos no fueron asumidos de inmediato. La doctrina de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos fue evolucionando entre 1992 y 2001 sin llegar a hacer del dominio estadounidense una necesidad, ni del arma nuclear un instrumento de su hegemonía. La doctrina elaborada por los consejeros de Bush padre, expuesta en Base Forcé Review, preveía que el dispositivo militar estadounidense pudiera hacer frente a dos conflictos regionales importantes. Clinton hizo suya esta doctrina bautizándola como «guerra de los escenarios importantes».

Tras los atentados del 11 de septiembre, el gobierno reorientó esta doctrina. Ahora, según el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, el aparato militar estadounidense debe ser capaz de actuar en cuatro escenarios simultáneamente, al mismo tiempo que se lleva a cabo una ofensiva importante exterior y se conserva la capacidad de ocupar una capital enemiga para instaurar un nuevo gobierno. Así pues, la vocación del ejército estadounidense no es ya la defensa de la nación y su territorio sino, gracias a su capacidad de intervenir en múltiples frentes, el mantenimiento del orden imperial en el planeta. Naturalmente, en la era del terrorismo y del predominio de las armas balísticas, esa voluntad de proyección hacia el exterior, hace muy vulnerable el territorio de Estados Unidos a un contraataque. Por esto es por lo que, paralelamente a un desarrollo sin precedentes desde la guerra de Vietnam de la capacidad de protección del territorio estadounidense, el gobierno de Bush hijo pretende reforzarla aún más poniendo en marcha el proyecto de escudo antimisiles.

Este cambio afecta a la OTAN en dos aspectos: la ampliación de la alianza y la modificación de sus objetivos. De ahí el amplio acuerdo de colaboración militar firmado en 1992 con los países bálticos, Rusia y los ministros de la Comunidad de Estados Independientes (CEI); la conclusión de las actas OTAN-Rusia y OTAN-Ucrania en 1997; la entrada progresiva de los países del Este en la Alianza (Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia en 1994, Rumania, Bulgaria, en noviembre de 2002);

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la redefinición de las misiones de la OTAN autorizándola a intervenir fuera de su territorio en 1999; y, por último, la voluntad del gobierno estadounidense de crear una «fuerza de intervención rápida» susceptible de desplegarse enseguida en cualquier punto del planeta y cuyos efectivos podrían variar entre 5.000 y 20.000 hombres. Subrayemos, de paso, que gracias al atento cuidado de Estados Unidos, las grandes potencias podrían dotarse de una «especie de policía» que actuaría rápidamente en nombre de los «aliados» y en defensa de sus intereses.

Esta orientación cuenta ya con el aval de la mayoría de los miembros de la OTAN. Y, como si el activismo «protector» de Estados Unidos inquietase más que tranquilizase, su primer efecto ha sido relanzar a nivel mundial la carrera armamentista en el ámbito de las armas de destrucción masiva.

En lo que a estrategia militar se refiere, Estados Unidos, que ha aprendido la humillante lección de Vietnam, prefiere ahora la guerra relámpago desde una posición de absoluta y mortífera superioridad tecnológica, La acción se efectúa casi exclusivamente desde el aire con el fin de evitar víctimas estadounidenses y, al mismo tiempo, provocar una rápida destrucción en el campo enemigo. El concepto de «cero muertos» implica optar por «muchos muertos» entre el enemigo, aunque quienes sufran sean las poblaciones civiles debido a la falta de precisión de unos disparos hechos a gran altura y distancia. Es también una forma de aterrorizar al adversario, que no tiene blanco a quien disparar.

En tierra, la ofensiva debe ser llevada a cabo preferentemente por las fuerzas locales clientelizadas y aliadas, mientras se espera la constitución de la generación de «soldados furtivos» en que trabajan las industrias privadas de armamento de Estados Unidos. Por último, y ello constituye sin duda un cambio radical de la dialéctica de enfrentamiento heredado de la posguerra fría, el uso de armamento nuclear se ha banalizado. El informe Wolfowitz de 1992 ha pasado a formar parte de la doctrina del nuevo gobierno: el presidente Bush, en su discurso ante la Academia de West Point en junio de 2000, la adoptó oficialmente. Antes, el armamento nuclear estaba reservado a ataques de la misma naturaleza y, por lo tanto, a los países que también lo poseían. A comienzos de 2002, la nueva doctrina, expuesta en Nuclear Posture Review, estipulaba que el armamento nuclear, en forma de bombas de baja potencia (denominadas «tácticas»), podía ser utilizado en conflictos de tipo clásico contra países que no poseían el arma nuclear. Esta ha dejado de ser, pues, un último recurso. Esa voluntad de terror contra los países más débiles tiene por objetivo dejar claro que no se puede ganar una guerra contra Estados Unidos.

4. EL CUESTIONAMIENTO DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha sido el principal promotor del derecho internacional, que constituía el marco de neutralización de las dos superpotencias. Con la desaparición de la URSS, el sistema jurídico internacional ha perdido importancia para Washington. Aunque tanto el principio de no injerencia, como el de no recurso a la fuerza, siguen constituyendo hoy el fundamento del orden internacional, su violación por parte de la primera potencia del mundo los despoja de toda autoridad. El gobierno estadounidense ni siquiera se molesta en disimular su satisfacción por la destrucción del orden internacional. Richard Perle no duda en proclamar en The Guardián: «Gracias, Dios mío, por la muerte de la ONU [...], no, no de toda la ONU [...], sino del mito de las Naciones Unidas como fundamento de un nuevo orden internacional, [...] del concepto liberal de una seguridad que se obtiene a través de un derecho internacional aplicado por instituciones internacionales».' Para Michael Glermon, especialista estadounidense en relaciones internacionales, se trata de un hito fundamental en la historia de las relaciones internacionales. La intervención de Estados Unidos en Iraq ha marcado «el fin de una gran experiencia, de la monumental experiencia internacionalista del siglo xx», que intentaba «someter el uso de la fuerza al imperio de la ley».2

Parece como si Estados Unidos no se sintiese obligado a respetar la ley común cuando esta va en contra de sus objetivos. La violaron con el único fin de apoderarse de las riquezas energéticas de Iraq y el régimen de Saddam Hussein constituía un obstáculo insuperable para lograrlo. Por ello, tras «criminalizarlo» durante la primera guerra del Golfo en 1990-1991 (si bien hay que señalar que la invasión iraquí de Kuwait justificó

1. Citado en Le Monde, 9 de mayo de 2003.

2. Artículo publicado en Foreign Affairs, mayo-junio de 2003, citado en Le Monde, 9 de mayo de 2003.

esta estrategia) y someterle a continuación a un embargo durante más de once años (que provocó miles de muertos), Estados Unidos, aprovechando la conmoción del 11 de septiembre, decidió destruir el régimen iraquí sin el aval de la ONU.

Su retórica se desarrolló en dos planos: la necesidad de invadir Iraq con el falaz pretexto de que Saddam Hussein disponía de «armas de destrucción masiva»; y la conminación a la comunidad internacional (la ONU) a que lo autorizase. Finalmente, debido a las fuertes reticencias de Francia, Alemania, Rusia y China, decidió pasar por encima del Consejo de Seguridad utilizando una resolución (n.° 1.441) que le brindaba la posibilidad de interpretar el derecho de guerra. Al mismo tiempo, concentraba tropas en tomo a Iraq y se dedicaba a efectuar bombardeos cotidianos en las zonas de exclusión aérea mientras declaraba que la respuesta de los iraquíes, en caso de que llegara a alcanzar alguno de sus aviones, sería considerada motivo suficiente para atacar al país. Finalmente atacaron Iraq, contra la opinión de los inspectores de la ONU y del Consejo de Seguridad, inaugurando así la primera invasión colonial del siglo xxi.

El nuevo concepto de «guerra preventiva», que acompaña a este método y que el presidente Bush defendió en su documento de estrategia hecho público por la Casa Blanca en septiembre de 2002,3 expresa ante todo la voluntad de instaurar un nuevo tipo de relaciones a escala planetaria.

Debemos adaptar el concepto de amenaza inminente a las capacidades y los objetivos de nuestros adversarios actuales. Los Estados golfos y los terroristas no tienen la intención de limitarse, para atacamos, a los métodos clásicos. [...] Estados Unidos es desde hace tiempo proclive a reaccionar anticipadamente ante una amenaza a la seguridad nacional. Cuanto más grave sea la amenaza, mayor es el peligro que conlleva no reaccionar, y más importante es adoptar medidas preventivas para garantizar nuestra defensa, aunque persistan dudas sobre el momento o el lugar del ataque enemigo. Para impedir o prevenir que tales actos sean perpetrados, Estados Unidos se reserva la posibilidad, llegado el caso, de actuar anticipadamente.4

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3. Cf. The National Security Strategy ofthe United States of América, Seal ofthe Presiden! ofthe United States, White House, Washington, septiembre de 2002.

4. Ibid., p. 24.

Basta, pues, con decidir que tal o cual país constituye una amenaza para actuar contra él. Que este se someta a los requerimientos de la comunidad internacional (como hizo Iraq cediendo a todas las exigencias de los inspectores) no cuenta en absoluto. El derecho internacional solo existe para ser instrumentalizado, para cubrir la agresión y el rapto con un manto de justicia.

La libertad con la que Estados Unidos invoca ahora la necesidad de atacar tal o cual país marca una evolución terrible de las relaciones internacionales. Pues, aunque las voces que se alzan contra el principio de intervención preventiva son numerosas, algunos países occidentales consideran ya que forma parte de las nuevas reglas del juego: el primer ministro australiano, John Howard, no ha dudado en amenazar con operaciones militares preventivas en el extranjero en caso de amenaza terrorista contra Australia.5 En su opinión, la legislación internacional y la Carta de la ONU deben ser sencillamente modificadas en este sentido...

En realidad, el principio de intervención preventiva instituye un derecho de guerra unilateral cuyo objetivo es aniquilar a cualquier adversario probado o supuesto. Su adopción por parte de la administración estadounidense puede generar una carrera armamentística irracional en el mundo, cuando todos quieran prevenirse contra cualquier amenaza potencial.

5. Cf. Le Monde, 3 de diciembre de 2002.

5. UN CRECIENTE INTERVENCIONISMO MILITAR

La guerra del Golfo de 1990-1991 fue el primer conflicto tras la guerra fría mediante el cual Estados Unidos reforzó su control sobre las regiones más sensibles del planeta. Aunque la naturaleza de esta primera gran intervención quedó oculta por la dimensión legal de la respuesta internacional bajo la égida de Estados Unidos, pues la justificaba una violación grave y tipificada del derecho internacional: la invasión de un país soberano, Kuwait, por el Iraq de Saddam Hussein.

Desde el primer momento, la administración estadounidense optó por la guerra total frente a cualquier solución diplomática del conflicto. Sin embargo, no fue sino paulatinamente, cuando, tras unas semanas de bombardeos, el ejército iraquí quedó pulverizado y Bagdad aceptó el alto el fuego, se reveló la dimensión «imperialista» de la estrategia estadounidense. El objetivo de la intervención no era la destrucción de un régimen militar, sino la de las bases humanas y tecnológicas de una sociedad desarrollada y potencialmente independiente en esa región. Estados Unidos no podía admitir, tras la victoria de Saddam Hussein en la guerra contra Irán, que esa región, fundamental para sus intereses estratégicos, escapara a su control. El miedo a una desestabilización devastadora del equilibrio regional llevó a Washington a optar, una vez derrotado el ejército iraquí, por una estrategia de asedio a largo plazo que le permitiera adueñarse, llegado el momento, de un Estado que caería como un fruto maduro.

El arma utilizada fue el embargo, el más duro jamás infligido a un pueblo por otra potencia y que convirtió uno de los países más modernos del mundo árabe en un país subdesarrollado. «Llevaremos Iraq a la era preindustrial», proclamaba Bush padre. Y según todos los observadores, esa era la situación diez años después del desencadenamiento de una guerra que solo duró escasas semanas. Hans von Sponeck, el ex director de la sección humanitaria del programa de la ONU «Petróleo por alimentos», revela los considerables daños materiales y sobre todo humanos, tangibles en la destrucción de la casi totalidad de las infraestructuras industriales, de transporte, sanitarias, sociales y educativas. Según el informe de la UNICEF de 2000, la mortalidad infantil supera los... ¡160%o (frente al 6 %o en Europa)! cuando Iraq era un país en el que el nivel sanitario era prácticamente comparable al de la mayoría de los países europeos.

Desnutrición, depauperación, falta de perspectivas, crisis, han ejercido sobre la población una inmensa presión existencial, culturalmente devastadora. El programa «Petróleo por alimentos» de la ONU, cuyo objetivo oficial era evitar que la población pasase hambre y fuese aniquilada por el embargo, sirvió sobre todo a los intereses de la «comunidad internacional»:

El régimen de sanciones de la ONU —dice Pierre-Jean Luizard, especialista en historia de Iraq— no se ha limitado a tutelar los recursos minerales y el comercio iraquíes. Ha establecido toda una serie de deducciones sobre los ingresos petrolíferos, a título de indemnizaciones tanto para la ONU (el 12% de los ingresos del petróleo son destinados a financiar las actividades de las diferentes comisiones y agencias de la ONU en Iraq) como para Kuwait.'

Hay que añadir, como reconocen todos los observadores internacionales, que el programa «Petróleo por alimentos» fue respetado escrupulosamente por las autoridades iraquíes. Sin embargo, también muestra la perversa estrategia de Estados Unidos frente a la opinión internacional:

ocultar la destrucción de las fuerzas vitales de un país.

Tras el derrocamiento del régimen dictatorial de Saddam Hussein y la instalación en su lugar de la administración Bush, se ha establecido una nueva estrategia cuyo objetivo es colonizar directamente el país y que obedece a un objetivo a largo plazo de Estados Unidos: el control de las reservas de petróleo iraquíes —las segundas del mundo— en un contexto en que las necesidades mundiales, sobre todo las de Estados Unidos y China, van a aumentar.

La destrucción del régimen de Saddam Hussein garantiza también a Estados Unidos un papel clave de control de sus aliados regionales (Arabia Saudí) y contribuye a una solución ventajosa del contencioso con Irán.

El destino de Iraq inaugura una nueva forma de dominación colonial

1. Cf. Pierre-Jean Luizard, La Question Iraquienne, Fayard, 2003, p. 150.

en el siglo XXI. La colonización es total. Va mucho más allá del petróleo. Todo Iraq está hoy en vías de privatización: la educación, la sanidad, la construcción, la investigación, las infraestructuras, todo ha sido sometido a la autoridad de

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Estados Unidos, que distribuye los «contratos» entre las multinacionales. Iraq será sin duda el primer país masivamente privatizado de la región: es lo que propone explícitamente el vicepresidente Dick Cheney, beneficiario a través de su empresa petrolera Bechtel, del monopolio de la explotación de los yacimientos iraquíes.

Si el caso de Iraq, en 1990-1991 y, sobre todo, en 2003, muestra de un modo tan caricaturesco los objetivos del poder estadounidense hasta el punto de suscitar protestas entre las potencias occidentales coligadas, el papel dirigente que Estados Unidos se otorga en el seno del sistema imperial es mucho más funcional en el caso de Kosovo. Según la explica-ción oficial, divulgada a los cuatro vientos por los medios de comunicación estadounidenses y europeos (excepto en Grecia) se trataba de solucionar rápidamente un «problema» —el de la conducta criminal del gobierno serbio hacia los kosovares de origen albanés— susceptible de terminar desestabilizando no solo los Balcanes, sino también Asia central. En realidad, para Estados Unidos se trató ante todo de probar, tras la intervención en Bosnia unos años antes, que ni Rusia ni China —cuya embajada, por cierto, fue bombardeada— se aventurarían a enfrentarse a la política estadounidense en esta región. Francia, de un modo que denotaba malestar, intentó influir en vano en la conducta bélica estadounidense, pero el eje angloamericano impuso la militarización a ultranza del conflicto. En realidad, Estados Unidos quiso poner a prueba a la nueva OTAN (ampliada a cuatro países del Este: Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia), cuyos objetivos están en plena transformación: la OTAN puede intervenir fuera de su territorio, principio que fue avalado con motivo de las ceremonias de aniversario de esta institución en Washington. La intervención en Kosovo permitió a Estados Unidos demostrar que controla a la Alianza, frente a una Europa inexistente desde el punto de vista militar y sin autoridad diplomática, y crear las condiciones para deshacerse de un régimen aliado de Rusia y tradicionalmente apoyado por Francia. Por último, asumiendo la cantinela de la industria militar estadounidense que propone un armamento estándar y técnicas apropiadas para la estrategia «cero muertos», la acción estadounidense tiene también el objetivo de mostrar la aplastante superioridad tecnológica del ejército estadounidense.

Si hubiese que extraer una única conclusión de la intervención en Kosovo sería que el objetivo de la estrategia estadounidense era meter en cintura no solo al régimen serbio —que, militarmente hablando, era irrisorio—, sino a las grandes potencias, como Rusia y, aunque más lejana, China, frente a toda tentación de intervenir en los conflictos fronterizos que les afectasen. O incluso mostrar la impotencia militar europea, no tanto desde el punto de vista tecnológico como del de su capacidad para elaborar un concepto europeo común de defensa y de seguridad.

El régimen de Slobodan Milosevic es culpable de crímenes odiosos;

la libertad en que dejó a las milicias racistas de los principales jefes de guerra serbios le incrimina como responsable de crímenes probados. Sin embargo, era el pueblo serbio quien debía acabar con ese régimen, y así fue. La desaparición definitiva de la antigua Yugoslavia dio paso a una región estructurada en función de unas identidades étnicas y confesionales que no han dejado de devorarse mutuamente. Por no mencionar que, a su vez, las masacres perpetradas por las milicias de la ÜCK y por grupos musulmanes descontrolados han provocado, tras la victoria, odios feroces entre las diversas comunidades. Esta región tendrá que vivir durante muchos años bajo el control policial internacional. La «balcanización», tan temida desde siempre por los europeos, se ha convertido en una realidad ineludible para unas sociedades ahora «etnificadas» y «confesionalizadas» en detrimento de las fuerzas laicas que soñaban con otro futuro para su país.

¿Son los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 la causa de la reorientación estratégica del poder estadounidense en el seno del sistema-mundo imperial? Nada, por el momento, permite afirmarlo. Como hemos dicho, la propensión a la dominación mundial unilateral estadounidense estaba en marcha desde la caída de la Unión Soviética. Desde el punto de vista de Estados Unidos, era necesaria para afirmar su poder frente al «vacío» —al «caos» dicen los ideólogos estadounidenses— dejado por la desaparición de ese cómodo adversario que era la potencia soviética.

Hay que recordar también, en descargo de la administración Clinton en el poder durante los últimos ocho años del siglo XX, que ese papel de gendarme era solicitado e incluso requerido por los gobiernos de las principales potencias occidentales. ¿Acaso no decían que, tras la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos debía hacer frente «a sus responsabilidades» de tutelar el orden mundial, y dotarse de los medios para lograrlo? En realidad, los atentados del 11 de septiembre aceleraron el movimiento, radicalizaron el discurso belicista estadounidense y sirvieron de justificación para violar las normas del derecho internacional.

Lo importante, sobre todo, es la línea de actuación por la que optó Estados Unidos tras el 11 de septiembre. Basándose en el principio de legítima defensa previsto por la Carta de la ONU, intervino masivamente —y brutalmente— en Afganistán. Se negó a dar curso a las propuestas de ayuda de sus aliados occidentales —excepto Gran Bretaña— y actuó solo, independientemente, una vez más, de cualquier autorización de la ONU. En teoría, no era obligatoria, puesto que el capítulo VII prevé la «legítima defensa». Pero corresponde a la ONU declarar la validez de la aplicación de ese principio y no a la potencia víctima decidirlo por su cuenta... Parece evidente, si se piensa lo que podría ocurrir si cada país que tenga conflictos fronterizos interpretara unilateralmente ese principio.

En el caso que nos ocupa, es indudable que Estados Unidos fue atacado. Aunque habría que saber si jurídicamente el responsable de la agresión es Afganistán o solamente Ben Laden y sus asesinos, y está claro que a Estados Unidos no le habría sido fácil aclarar esta cuestión ante la ONU. El régimen de los talibanes era una aberración y fue responsable de crímenes abominables. Pero el derecho es el derecho.

En cualquier caso, el resultado de la intervención en Afganistán tiene gran importancia para Estados Unidos. Se han introducido en un país que a partir de ahora van a controlar (y, a la larga, dominar). Constituía un objetivo a largo plazo de Washington que Zbigniew Brzezinski, consejero del ex presidente Cárter, ya consideraba prioritario.2 La interven-ción en Afganistán llegó en el momento oportuno para justificar la voluntad estadounidense de controlar Asia central —y especialmente la sensible zona del Caspio—, un proyecto muy anterior a los atentados del 11 de septiembre. En efecto, desde 1998 los expertos estadounidenses calificaban esta región de «área de responsabilidad», es decir, una zona de posible intervención.

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Para Estados Unidos, esta implantación es fundamental. Se han creado nuevas bases militares con soldados suplementarios, se ha instalado

2. Cf. Zbigniew Brzezinski, El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos, Paidós, Barcelona, 1998.

material en previsión de una guerra «regional» y estaciones de información y bases navales que todo lo abarcan. Y aún más importante: el desarrollo de programas militares con Georgia, Azerbaiyán y Armenia permite además a Washington disponer de bases, organizar eventuales operaciones comunes y equipar a los ejércitos con material estadounidense. Destaquemos, por último, una ventaja determinante: Washington se ha involucrado en la gestión de los recursos de gas y petróleo del mar Caspio y ha solucionado las cuestiones vinculadas al tránsito de estos recursos. En efecto. Estados Unidos ha conseguido la apertura del gaseoducto vía Georgia y Turquía, como era su deseo, frente al trazado que preferían los chinos y los rusos. El acuerdo con Rusia parece descansar tanto en la libertad de acción en Chechenia otorgada a este país como en el reparto del acceso al petróleo de la región, según parece en detrimento de China.

Al ocupar Afganistán, y luego Iraq, Estados Unidos ha obtenido una ventaja estratégica fundamental sobre el resto de las potencias dominantes en el imperio mercantil. Podrá controlar el aprovisionamiento de China durante el siglo xxi, es decir, asegurarse una eminente posición de dominación.

6. LA CAPTACIÓN DE LOS RECURSOS ENERGÉTICOS

El petróleo es la piedra angular del sistema económico mundial y domina a largo plazo las relaciones de fuerza entre las potencias. Quien controla la producción, la circulación y los precios, se convierte en el dueño del sistema. No es, pues, casualidad que Estados Unidos presida todas las redes de dominación que envuelven el oro negro desde la Segunda Guerra Mundial, coronando así su implicación en las luchas por el control de los países productores que tienen lugar desde comienzos del siglo xx. Oriente Próximo, el Magreb, Irán y varios países del Asia musulmana concentran la mayor parte de las reservas de petróleo y de gas, lo que los convierte en blancos inevitables de las grandes potencias.

Las reservas conocidas hasta el momento se concentran en Oriente Próximo (el 65 % de las reservas mundiales). Y el petróleo representa hoy en día el 40 % del consumo total de energía en el mundo. Sean cuales sean las innovaciones en el sistema de producción, el petróleo seguirá siendo en los próximos treinta años la principal energía primaria. Más adelante, cuando se agoten las reservas, será sustituido en principio por el gas, cuyos yacimientos seguirán dotando al mundo árabe (en este caso sobre todo al Magreb) y a Asia central de una importancia estratégica. Los expertos se muestran de acuerdo en afirmar que la demanda mundial de petróleo crecerá aproximadamente un 50% en los próximos veinte años. El aumento de la demanda asiática será especialmente importante: el consumo de esta área representa en la actualidad un tercio del consumo total mundial y se elevará probablemente al 60 % de aquí a treinta años. La entrada de China en el concierto de la competencia y del consumo modificará radicalmente y acentuará la explotación intensiva del oro negro; de hecho, las consecuencias medioambientales y financieras de la inevitable integración de China en el sistema mundial presiden ya los objetivos de las multinacionales y las estrategias de las grandes potencias económicas.

Aunque las reservas no pueden ser definidas a priori con precisión (dependen del precio del barril —que permita o no la explotación de yacimientos caros— y de los avances tecnológicos), la satisfacción de la demanda mundial está garantizada en los próximos veinte años. El problema reside en su coste, ya que el aumento de la producción exige inversiones muy elevadas. También en esto Oriente Próximo desempeña un papel fundamental: además de que sus reservas son las más importantes, los costes de explotación son los menos onerosos. La conjunción de un aumento de la demanda mundial, el peso preponderante del petróleo en el crecimiento económico y la existencia de yacimientos importantes y particularmente accesibles en Oriente Próximo hacen que esta región sea el blanco de todas las codicias durante los próximos treinta años.

El control de esta región es sobre todo de crucial interés para Estados Unidos. Desde 1973, el porcentaje de las importaciones en el total de su consumo de petróleo no ha hecho más que aumentar, a expensas de la producción interior. Y a diferencia de Europa, los sucesivos gobiernos estadounidenses nunca han favorecido la diversificación de sus fuentes de energía. Desde 1996, sus importaciones netas representan más del 50% de la demanda interna. Estados Unidos importa en la actualidad una cantidad equivalente a la de Europa —cuya dependencia siempre ha sido mayor— mientras que en 1973 sus importaciones representaban solo el 40% de las europeas. Hoy absorbe más de una cuarta parte del consumo mundial, mientras que su producción no deja de disminuir: menos del 15% entre 1999 y 2000. Además, el presupuesto 2002 de la administración Bush sigue prefiriendo la dependencia energética a corto plazo (mediante el aprovisionamiento exterior) y se niega a tener en cuenta las reivindicaciones de los ecologistas (las subvenciones a la construcción de «motores limpios» se han reducido, mientras que las destinadas a la explotación de nuevos yacimientos de petróleo y gas en el exterior han aumentado).

El rápido declive de las reservas internas, el aumento de la demanda interna, febril tras la crisis energética,' y las presiones de las grandes

1. El informe Cheney de mayo de 2000 destaca que la crisis de aprovisionamiento energético que atraviesa Estados Unidos se ha traducido en un aumento del 40 % del precio de la gasolina. Las principales medidas propuestas en dicho informe para hacer frente a esta crisis son la reducción de las limitaciones a las inversiones en las nuevas perforaciones petrolíferas, el apoyo diplomático a cualquier nueva prospección en el extranjero, la apertura a la explotación de nuevos yacimientos en Alaska, etc. Pero no habla de medidas para economizar energía y las medidas de apoyo a las energías renovables son ridículas.

empresas petroleras —a las que George Bush debe en parte su elección— para explotar nuevos yacimientos en el extranjero ayudan a entender que Estados Unidos se decidiera a adueñarse militarmente de Iraq.

Aunque a primera vista el petróleo parece un arma poderosa en manos de los países productores, en realidad, no lo es en absoluto. Los activos de las petro-monarquías se invierten masivamente en Occidente (en tomo a 800.000 millones de dólares frente a 160.000 millones invertidos en las economías nacionales). Los ingresos obtenidos por esas inversiones han sido con frecuencia más importantes que la propia renta del petróleo, pero su evolución depende del

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crecimiento y la situación de las economías de los países occidentales. De ahí la perversa interdependencia que limita drásticamente la libertad política de los Estados productores de petróleo, en el supuesto de que tuviesen veleidades de independencia.

Por su situación histórica desde hace algunos años, Iraq constituía una excepción. Habiendo invertido preferentemente en su propio desarrollo, este país se inclinaba a elevar los precios. Además, poseedor de las segundas reservas mundiales después de Arabia Saudí, y hostil a la influencia de Estados Unidos en la región, se había convertido en un obstáculo para la estrategia estadounidense de controlar los recursos energéticos mundiales. El deseo estadounidense de derrocar al régimen de Saddam Hussein aumentó cuando Iraq estableció con Francia, Rusia y China una serie de acuerdos de explotación del petróleo que solo esperaban el fin del embargo para entrar en vigor.2 Dueños de Iraq, los estadounidenses pueden ahora explotar el petróleo para su exclusivo beneficio.

Estados Unidos necesita asimismo diversificar las provisiones de petróleo de cara al futuro. Todo indica, en efecto, que las sociedades de Oriente Próximo se verán enfrentadas a una serie de transformaciones económicas y sociales susceptibles de modificar sus estrategias. Las necesidades sociales derivadas del crecimiento demográfico podrían provocar que algunos de estos Estados desearan un aumento del precio del petróleo. La situación social tiende a deteriorarse en todos los Estados del Golfo; el aumento del paro les llevará inevitablemente a modificar su buen entendimiento con los países consumidores.

2. Cf. «1991-2003, le Moyen-Orient entre deux guerres». Le Monde «Économie», suplemento, 25 de febrero de 2003.

Y a través de las guerras de Afganistán, de Iraq y de Israel-Palestina, Estados Unidos se ha garantizado el control, durante los próximos años de la célebre «elipse estratégica de la energía», el área que va de la península Arábiga a Asia central.

7. CLIENTELISMO Y CONTENCIÓN

El fin de la guerra fría ha dado lugar a una importante recomposición del orden internacional. Las potencias no occidentales han perdido el margen de maniobra que les daba la existencia de la URSS e intentan ahora recobrar un liderazgo regional susceptible de constituir la base de un nuevo papel internacional. Oscilan entre el deseo de desarrollar un multilatera-lismo que sirva de contrapeso a la hegemonía estadounidense y la tentación de dar prioridad a su relación bilateral con Estados Unidos con el fin de asegurar su posición regional y mundial.

Si durante la primera mitad de la década de 1990 subsistían dudas acerca de la naturaleza de ese orden mundial que estaba naciendo y de su grado de multipolaridad, la arquitectura que aparece hoy, acentuada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, es la de un mundo claramente unipolar en el que la debilidad de las potencias medias limita por el momento la existencia de cualquier contrapeso organizado a la hegemonía de Estados Unidos.

El hundimiento de la URSS ha provocado reorganizaciones en todos los continentes. África está más marginada que nunca debido a la desaparición del bloque de los «no alineados» y a la extensión de la globalización económica.' El mundo árabe es prisionero de un enfrenta-miento trágicamente desigual e inmolador con Estados Unidos.2 América Latina está dividida entre la autoritaria fuerza de atracción de la economía estadounidense (el proyecto del ALCA) y el deseo de entablar unas relaciones lo suficientemente estrechas con Europa (Mercosur) como para aflojar la «presión» estadounidense. Aún es demasiado pronto para evaluar el impacto que podría tener la llegada de Luiz Inázio Lula Da Silva a la presidencia de Brasil, octava potencia mundial. En un contexto

1. Cf. infra. Cuarta parte.

2. Cf. infra. Tercera parte.

de marasmo económico vinculado a la brutalidad de las políticas de li-beralización puestas en marcha en numerosos países (quiebra de Argentina, tentativa de derrocamiento del régimen en Venezuela, crisis económica en Perú y en Bolivia, revueltas provocadas por el hambre en Paraguay), el nuevo gobierno brasileño encabeza un movimiento de soli-daridad latinoamericano que podría incluso modificar las relaciones de fuerza en el continente.3

Pero las regiones más profundamente afectadas por la desaparición del orden bipolar son el continente asiático y Europa oriental.

Rusia y Estados Unidos salieron de la guerra fría con visiones opuestas de la nueva situación. Para Rusia, la antigua Unión Soviética fue el vector de una evolución favorable para el conjunto de la humanidad, y la desaparición del régimen soviético no la condenaba a tener menor importancia en la escena mundial de la que antaño tenía la URSS. Para Estados Unidos, por el contrario, el fracaso del modelo soviético es total. Rusia ha perdido una «guerra» debido a la experiencia comunista, es un país «vencido». Zbigniew Brzezinski lo dice claramente: «Rusia es una potencia derrotada, tras setenta años de comunismo, ha perdido un combate titánico. [...] Retó a Estados Unidos y ha sido vencida. Pretender desempeñar un papel de superpotencia es una ilusión. Rusia es hoy un país pobre».4

La contradicción entre estas dos visiones ha provocado que la política exterior rusa oscile permanentemente entre oponerse a Estados Unidos y cooperar con él. A comienzos de la década de 1990, el gobierno ruso, que se considera continuador de la gran potencia soviética, esperaba de Estados Unidos una actitud acorde con esa imagen dentro de un nuevo contexto de cooperación: el mundo seguía estando dividido, pero en un ambiente de armonía y respeto mutuo. Estados Unidos, por su parte, no veía ningún motivo para establecer una relación paritaria con una potencia derrotada. Y se lo hizo comprender a Rusia sin miramientos: no solo rechazó la desaparición de la OTAN (1991), sino que programó su ampliación a los países de la zona de influencia de la antigua URSS (1997) sin buscar compromisos especiales con una Rusia que se encontró ante el

3. Cf. infra, «La larga marcha de América Latina».

4. Cf. Alexandre Konovalov, «Les relations russo-américaines de 1991 á 2000», Re-vue internationale et stratégique, verano de 2000.

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hecho consumado. Cuando, al comprobar la ineficacia de su política conciliadora, Moscú intentó de nuevo oponerse a Estados Unidos —a propósito de Kosovo, volvió a ser derrotada. Los estadounidenses hicieron la guerra, apoyados por los países del Este que solo deseaban una cosa: ser definitivamente liberados del yugo ruso.

A mediados de la década de 1990, Moscú, consciente de su debilidad, modificó su estrategia. Su nueva política perseguía dos objetivos: por una parte, la defensa de sus intereses en su zona de influencia tradicional y en sectores considerados estratégicos como el petróleo; por otra, desarrollar la multipolaridad. Estrechó sus vínculos con la Unión Europea y con las principales potencias asiáticas (China e India), e intentó mantener, en la medida de lo posible, relaciones privilegiadas con los países a los que Estados Unidos había expulsado de la comunidad internacional: Irán, Corea del Norte.

El objetivo final era hacer de Rusia un «socio» ineludible de Estados Unidos. Los atentados del 11 de septiembre dotaron a esta estrategia de renovada actualidad. En efecto, el presidente Bush hizo oficialmente de Rusia el gran aliado de Estados Unidos en la guerra contra el «terrorismo is-lamista». Al no lograr un apoyo incondicional de los europeos, Estados Unidos intentó asegurarse el de otros miembros de la comunidad internacional (sobre todo Rusia y China). Pero este acercamiento ruso-americano no se tradujo en concesiones importantes por parte de Estados Unidos. En realidad, el desarrollo de los hechos muestra que Rusia es hoy básicamente un «cliente» de Estados Unidos que, a cambio de su apoyo, cosecha algunas promesas y unas cuantas ventajas. En el caso afgano. Rusia obtuvo carta blanca en Chechenia, así como promesas de cooperación en el sector petrolífero (apertura del «diálogo energético» en mayo de 2002).5 Pero tuvo que ceder en ciertos intereses a priori importantes: 1) el acceso del ejército estadounidense a los países tradicionalmente aliados de Rusia en Asia central —incluso acceso a las bases militares rusas— (Turkmenistán, Uzbekistán, Kazajstán, Kirguizistán); 2) el control del tránsito de los recursos petroleros del mar Caspio a través del oleoducto conseguido por Estados Unidos (que pasa a través de Georgia hacia Turquía).

La posición rusa en el asunto iraquí fue al principio ambigua: Estados Unidos, prometiendo que se preservarían los intereses rusos en la región,

5. Cf. L 'Express, 20 de enero de 2003.

intentó atraer a los rusos a su causa, llegando incluso a ponerles en contacto con la oposición iraquí, sostenida en Estados Unidos por Washington, con el fin de que esta hiciese a Moscú propuestas acerca de la gestión futura de los recursos petroleros del país.6 Pero tras largos meses de incertidumbre, las promesas estadounidenses no dieron fruto. Rusia se unió a Francia para formar en el Consejo de Seguridad de la ONU el eje del no al aventurerismo estadounidense en Iraq.

En otros asuntos estratégicos como el proyecto de escudo antimisiles de Estados Unidos, la actitud de Rusia sigue siendo muy ambigua. Esta actitud puede ser a la larga difícil de sostener para el gobierno ruso, que, por el momento, ha conseguido que su «cooperación-sumisión» con Estados Unidos pase por ser una «necesidad temporal y táctica», sobre todo ante la jerarquía militar rusa, que ve con muy malos ojos la ampliación de la OTAN y la instalación de los estadounidenses en Asia central. Esta estrategia también inquieta a China, pues el abandono relativo de Moscú la aisla frente a Estados Unidos. En realidad, Rusia juega en los dos tableros: mientras asegura a China su apoyo (sobre todo en la oposición al escudo antimisiles estadounidense) y desarrolla con este país una política de seguridad en el marco del «grupo de Shanghai», intenta negociar con Estados Unidos un eventual distanciamiento de China. A través del acer-camiento ruso-americano, Estados Unidos parece también intentar contener a China. Para lo cual busca, además, un acercamiento con India, que le obliga a llevar un juego ambiguo con los dos hermanos enemigos del continente asiático: India y Pakistán.

Así como Estados Unidos dispensó durante la guerra fría un apoyo incondicional a las diversas dictaduras militares anticomunistas, siempre ha desconfiado de India, la mayor democracia del mundo. Hasta 1990, las relaciones entre India y Estados Unidos estuvieron marcadas por una mutua desconfianza. Estados Unidos se mostraba escéptico hacia un país «democrático» que no se alineaba incondicionalmente bajo su bandera, e India se negaba a confiar en una superpotencia que no dudaba en apoyar a Pakistán y se negaba a admitir la existencia de la no alineación.

La situación cambió con la caída de la URSS. Estados Unidos se y miscuyó cada vez más en el juego estratégico indio. Sobre todo

6. Ibid.

al considerable debilitamiento de la influencia de la India, potencia únicamente regional: el hundimiento de la «no alineación», de la que la India era el líder mundial en la década de 1970, y, más tarde, el de su aliado soviético a principios de la década de 1990, significaron un duro golpe. En la actualidad. Estados Unidos considera que, en cualquier caso, India puede ser un aliado útil en la lucha contra el terrorismo. El ascenso del antiislamismo militante en el país de Gandhi tampoco disgusta a Washington, que ha decidido hacer de ese tema su caballo de batalla. Por lo tanto, la cooperación militar entre los dos países se ha desarrollado visiblemente desde 2001. A cambio de su cooperación y de su función de contrapeso del poder chino, India espera una reforma del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que le permita tener un puesto de miembro permanente. Sin embargo, es poco probable que su deseo sea rápidamente satisfecho, pues no dispone de bazas estratégicas que permitan imaginar semejante reconfiguración de las relaciones entre potencias.

En realidad, la única potencia asiática que hoy está en el punto de mira de Estados Unidos es China. Desde hace varias décadas, este país es considerado como una de las primeras potencias del siglo que comienza, llamada a aventajar a las europeas y asiáticas o incluso a competir con Estados Unidos. Lo cierto es que el gobierno chino alimenta la ambición de hacer del país, mediante su modernización, la primera potencia mundial, y numerosos factores permiten pensar que China puede, en efecto, acceder al estatus de gran potencia.

Es un país-continente, y el más poblado del mundo (1.300 millones de habitantes), aunque desde hace poco controla el crecimiento de su población gracias a la coercitiva política del hijo único con algunas excepciones. Su tasa de crecimiento demográfico, que ha caído al 0,87%, ya no representa una amenaza directa para su crecimiento económico,

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aunque, dada la gran base demográfica del país, cada año vienen al mundo más de 10 millones de chinos. La población debería comenzar a descender en 2040; entonces, el país contará con 200 millones más de habitantes.7 Pero, por el momento. China parece capaz de alimentar a su población: recientemente se ha convertido en exportadora neta de cereales. Además, la si-

7. Cf. Fierre Centelle, Chine. Un continent... et au-delá?, La Documentation fránjanse, 2002.

tuación de la población ha mejorado globalmente: la esperanza de vida ha pasado de cuarenta años en 1950 a setenta años en la actualidad.

En el ámbito económico, la apertura del país, iniciada a comienzos de la década de 1980, ha contribuido a modificar su posición en el concierto de las potencias económicas: en veinte años, China ha pasado de ocupar la posición 32.a del ranking mundial del comercio internacional, a ocupar la 9.a en la actualidad. Su tasa de crecimiento económico es cada vez mayor: desde su entrada en la OMC, en enero de 2002, ha pasado al 8 % frente al 7,3 % de 2001,8 y en determinadas regiones particularmente dinámicas, ha llegado a más del 20% en 2002.9 Las inversiones directas extranjeras, atraídas por el dinamismo del mercado interior, crecen asimismo constantemente. Y la entrada en la OMC ha favorecido el aumento con gran rapidez de las exportaciones: ¡en 2002 China se convirtió en el primer país exportador a Japón, por delante de Estados Unidos! Pero, aunque este crecimiento parece tan rápido como seguro, sigue siendo relativo, frágil y controlado por las relaciones de fuerza internacionales.

Examinemos en primer lugar por qué es relativo. La economía china aún está lejos de tener la potencia de la japonesa, la francesa, la alemana o la británica, por no hablar de la estadounidense (a mediados de la década de 1990 su PIB no representaba más que el 11 % del de Estados Unidos).10 Su tasa de crecimiento, con ser impresionante, no deja de representar una producción de riqueza muy inferior a la que representa la tasa de crecimiento estadounidense: 1 punto de crecimiento de Estados Unidos equivale a 9,3 puntos de crecimiento chino en términos de riqueza producida. Con una tasa de crecimiento de solo un 3 %, Estados Unidos produce el triple de riqueza que China. Aunque China esté cada vez más presente en el mercado mundial y sus exportaciones crezcan de modo rápido, su participación en el comercio mundial solo es por el momento equivalente a la de... Bélgica. Pero, en todo caso, es muy difícil hacer una radiografía precisa de la economía china, dado que hoy coexisten en ese país tres economías: una economía capitalista liberalizada; una economía dirigida y una economía sumergida cuya existencia el gobierno se niega a

8. Cf. Le Fígaro, 31 de diciembre de 2002.

9. Ibid.

10. Cf. Fierre Centelle, op. cit. \\.Ibid.

admitir, pero cuya importancia subrayan todos los especialistas. Esta compleja situación enturbia las claves de lectura tradicionales y convierte en hipotéticos la mayoría de los análisis.

China sigue siendo un país frágil. La apertura económica y la aceleración de las reformas en los últimos años han provocado un fuerte aumento de las desigualdades. La integración social es hoy el principal desafío a que se enfrenta el país. Además, las desigualdades sociales se ven multiplicadas por las desigualdades regionales. El hundimiento del sis-tema socialista de producción en la industria pesada ha desencadenado una explosión del paro que afecta al 40 % de la población activa en algunas regiones (nordeste). La progresiva aminoración de Estado, muy clara desde finales de la década de 1990, ha supuesto la destrucción de los principales instrumentos de integración social: la educación y la sa-nidad. Entre 1950 y 1980 se habían realizado notables progresos en la sanidad pública que en la actualidad han quedado aniquilados. Las privatizaciones y una política de regionalización apresurada han quebrado las infraestructuras de la sanidad pública; frente a ello, lo único que emerge es un sistema privado selectivo, al que solo los más privilegiados tienen acceso. En lo que a educación se refiere, aunque la enseñanza primaria sigue siendo igualitaria (el 99 % de los niños están escolariza-dos), la situación se deteriora enormemente en la secundaria, donde solo el 30% de los niños del grupo de edad correspondiente a bachillerato están escolarizados. El desarrollo de las escuelas privadas ha introducido además unas distorsiones antes inexistentes.

La agitación social ha adquirido una nueva amplitud en 2002, bajo los efectos de las brutales reformas introducidas en el marco de su adhesión a la OMC. Si China quiere realmente convertirse en una potencia económica, deberá encontrar respuesta a esa dinámica de dualización que está reorganizando violentamente el cuerpo social. En efecto, nada indica que una mayor integración —e ineludible— en el sistema-mundo imperial mercantil no vaya a provocar, debido a sus efectos coercitivos, la explosión del sistema de poder existente en Pekín.

Por último, hay que relacionar el progreso económico de China, la capacidad de influencia regional que le ha ofrecido el fin de la guerra fría y la política exterior de Estados Unidos que ha intentado sistemáticamente contener y atajar la expansión china.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la política exterior china se ha organizado en tomo a cuatro constantes: lograr que la admitan las potencias mundiales como una igual; reconstituir y consolidar lo que considera su «territorio imperial»;12 imponerse en Asia; subrayar su pertenencia al tercer mundo. Esta última dimensión parece abandonada en la actualidad, pues China se preocupa ante todo de la recuperación económica y la inserción en el sistema imperial mercantil. Mientras potencia sistemáticamente las relaciones bilaterales, su presencia en el seno de las instituciones multilaterales sigue siendo relativamente discreta.

Las tres primeras dimensiones de la política exterior china están más de actualidad que nunca. Con la devolución de Hong Kong (por Gran Bretaña en 1997) y de Macao (por Portugal en 1999), China ha progresado en la reconstitución de su «territorio imperial». Falta Taiwan, donde tropieza con Estados Unidos.

Cuando, durante el cambio de la década de 1980, marcado por una política de apertura económica, China constató la creciente influencia de Estados Unidos en Asia, reorientó su política con respecto a Rusia, iniciando un acercamiento que no ha cesado de intentar consolidar. Pero, tanto en Asia como en Europa, se encuentra sistemáticamente con la oposición de Estados Unidos.

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Tanto la presencia militar estadounidense en Taiwan como el cues-tionamíento por Estados Unidos del tratado ABM de 1972 (antimisiles) que priva a China de toda esperanza de alcanzar la paridad nuclear con Estados Unidos, el estrechamiento de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, la alianza estratégica con Japón que hace del escudo estadounidense el muro indispensable contra la hegemonía china, la mejora de las relaciones indo-americanas, las amenazas a Corea del Norte, la guerra de Afganistán, que muy probablemente bloquee durante un largo período el establecimiento de una influencia china decisiva en esta zona, o la voluntad estadounidense de controlar directamente las reservas de petróleo de Oriente Próximo se inscriben en esa estrategia estadounidense de «contención» que intenta bloquear el ascenso de China como potencia.

Las grandes multinacionales estadounidenses fueron las primeras en abogar por la entrada de China en la OMC, pero el gobierno procuró que

12. La China continental y las islas (Macao, Hong Kong, Taiwan).

esta apertura se tradujese en beneficios para Estados Unidos sin dejar de controlar por ello el crecimiento chino.

Oficialmente, China se ha unido a Estados Unidos en la lucha contra el terrorismo. Hasta el momento no le ha reportado ninguna ventaja. Todo lo contrario, Estados Unidos ha fortalecido las posiciones de Rusia, India o Japón para debilitar a China, e incluso propone integrar en su escudo antimisiles a Japón y Corea del Sur, aislando así aún más a ese país.

El talón de Aquiles de China reside en su enorme dependencia energética. Por un tiempo se pensó que las reservas petrolíferas de la China meridional le proporcionarían cierta autonomía económica. Pero dichas reservas no son importantes y el país sigue prisionero para su desarrollo de la variable estratégica energética. La demanda china de petróleo deberá, pues, crecer considerablemente en los próximos años: el consumo por habitante apenas representa hoy algo más de la décima parte del de Estados Unidos. Las ambiciones económicas de China —alcanzar a Japón de aquí a treinta años— la llevarán a consumir tres veces más que lo que consume Estados Unidos en la actualidad. De ahí la voluntad estadounidense de controlar directamente todas las reservas de la región, sobre todo las de Iraq, a fin de contener el desarrollo chino y limitar su despliegue estratégico. Si el siglo xx estuvo bajo el signo del enfrentamiento bipolar ruso-americano, el siglo xxi probablemente estará marcado, en condiciones sin duda diferentes, por el enfrentamiento sino-americano. Aunque también amenaza con ser el siglo del caos y de una dinámica salvaje de conflictos de civilización: culturales, étnicos y confesionales. Nada, por el momento, indica que la caótica situación creada por las intervenciones intensivas de la administración estadounidense en determinadas regiones del mundo no constituya para ellos el modo idóneo de gestionar —a través del miedo— las relaciones internacionales. Todo parece indicar que este caos alimenta las más peligrosas elucubraciones intelectuales y que, a la vez, se nutre de ellas. Basta con escuchar a los ideólogos de Washington para hacerse una idea de ello.

8. LA RAZÓN DEL MAS FUERTE

Si alguien trata a los demás según su ley y su buena conciencia, de hecho está diciendo que los maltrata.

Hegel, Fenomenología del espíritu

Si a pesar de una rica civilización heredera de la Ilustración, de los valores de la Revolución francesa, del socialismo como ideología de la emancipación humana, de la democracia republicana, la «vieja» Europa alumbró también, entre las décadas de 1920 y 1940, movimientos como el fascismo, el nazismo y el estalinismo, que la llevaron al desastre; si el is-lam, portador de una de las mayores civilizaciones de la humanidad, se ha doblegado ante las embestidas del integrismo islámico totalitario, no hay por qué sorprenderse de que la «nueva» América, sin densidad histórica, se deslice en ocasiones hacía el extremismo culturalista y nihilista. De hecho, desde la derrota en Vietnam, en Estados Unidos existen dos corrientes de fondo antagónicas.

Por un lado está la tendencia misionera universalista, de inspiración democrática wilsoniana, que pretende difundir por el mundo las «ventajas» de la civilización mercantil, respetando los derechos humanos y la diversidad. El presidente Jimmy Cárter encama este tipo de conciencia. Siempre se ha negado a considerar que esa misión salvadora de la huma-nidad debiera desarrollarse incluyendo la fuerza de las armas (mientras que ciertos apologistas europeos de los derechos humanos no han dudado en apoyar las intervenciones militares en cualquier parte del mundo, como Iraq o Somalia, en nombre de esta misma concepción). El wilsonismo puede en efecto degenerar fácilmente en imperialismo «democrático», restableciendo ese colonialismo «civilizador» del siglo xix que, como es sabido, sojuzgó a pueblos enteros con la pretensión de que les hacía acceder al progreso.

Por otro, está la tendencia particularista estadounidense, encarnada desde finales de la década de 1970 por Ronald Reagan, que considera que la misión de Estados Unidos es servir de ejemplo al mundo luchando contra todo aquello que se pueda oponer—social, militar, económica y culturalmente— al modelo americano, considerado como el ideal para la humanidad.

Desde comienzos de la década de 1980, entre estas dos tendencias se libra una batalla abierta. Sería erróneo creer que coincide con la tradicional oposición entre demócratas y republicanos. Ya en 1993 Clinton preparó el terreno para una concepción belicista de las relaciones internacionales en su discurso ante la Asamblea General de la ONU. Esta nueva estrategia se basa en la defensa de los «intereses vitales» de Estados Unidos, que Clinton definió con toda claridad: «Garantizar un acceso sin trabas a los mercados clave, a las fuentes energéticas, a los recursos estratégicos, así como a todo aquello considerado vital por una jurisdicción nacional (do-mestic jurisdictiori}».\

En realidad, ambas concepciones influyen en las dos corrientes políticas hegemónicas en Estados Unidos: hay reaganianos entre los demócratas y carterianos entre los republicanos. Hasta el final de la presidencia Clinton, los conflictos entre ellos no cesaron de aumentar, pero la llegada al poder de George W. Bush constituyó una ruptura radical del equilibrio. Hasta entonces, todos los gobiernos estadounidenses, incluido el de Bush padre, practicaban cierto equilibrio entre ambas sensibilidades. Con la victoria de Bush hijo surgió una evolución que confirma la supremacía política de la corriente belicista, fundamentalista y conservadora.

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La estrategia de ruptura con la legalidad internacional en la gestión de las crisis y de rechazo a todo consenso mundial en los asuntos no militares (medio ambiente, comercio, etc.) solo puede ser entendida si la situamos en este contexto cultural y político.

Se pueden distinguir algunas variantes ideológicas que, aunque compiten entre sí, comparten la idea de que el American way of life es el mejor del mundo. Desde la década de 1980, el pensamiento de Francis Fukuyama, antiguo funcionario del Departamento de Estado2 tuvo gran eco mediático y corresponde punto por punto a las necesidades del imperio mercantil universal, que hace del tríptico economía de mercado, de-

1. Véase el comentario de Jacques Derrida, que cita este pasaje en f/byous, Éd. Gali-lée,2003.

2. Cf. El fin de la historia y el último hombre. Planeta Agostini, Barcelona, 1995-1996,

rechos humanos y liberalismo antiestatal el núcleo intangible de su expansión. Al afirmar que, tras la instauración de la economía de mercado planetaria, del pluralismo político liberal y del individualismo posesivo, ha llegado el «fin» de la historia, Fukuyama pretende demostrar que el sistema estadounidense es el mejor y que no hay otro posible. Toda opo-sición a este sistema es un atentado a la Verdad de la historia, al fin hallada en Estados Unidos.

A comienzos de la década de 1990, fue el pensamiento de Huntington el que tuvo gran éxito. Este autor no se sitúa en el terreno filosófico, sino en el cultural. Menos heredero de la gran antropología cultural norteamericana que de los predicadores protestantes que forjan la religión civil estadounidense desde hace varios siglos, Samuel Huntington, ideólogo y, durante un breve período, arquitecto de la lucha anticomunista,4 elaboró, cuando el sistema soviético estaba agonizando, la ideo-

3. Fukuyama, al igual que Samuel Huntington, se han beneficiado de la inmensa maquinaria de la industria cultural estadounidense para promocionar sus puntos de vista, en detrimento de pensadores estadounidenses de gran altura como Fredric Jameson, Edward Said o John Rawls. El caso de Fukuyama es caricaturesco. Su prosa es una paráfrasis pobre de los destellos de genialidad de Alexandre Kojéve, el introductor del pensamiento de Hegel en Francia. He aquí lo que escribía Kojéve sobre el «fin» de la historia, en una nota escrita en... 1968 a la edición de 1946 de la Introduction á la lecture de Hegel: «Numerosos viajes comparativos efectuados (entre 1948 y 1958) a Estados Unidos y la URSS me han hecho pensar que si los estadounidenses parecen sino-soviéticos enriquecidos, es porque los rusos y los chinos no son más que estadounidenses aún pobres... Ello me ha llevado a pensar que el American way ofíife era el tipo de vida propio del período posthistórico, que la actual presencia de Estados Unidos en el mundo prefigura el futuro "eterno presente" de toda la humanidad». Kojéve considera además que ese way of life es un «retomo a la animalidad». En cuanto al «fin de la historia», Kojéve lo recusa en 1968, no solamente por razones históricas, considerando que se había equivocado, sino incluso antropológicamente, ya que, según dice, lo que caracteriza al hombre, incluso al hombre «posthistórico», es la lucha eterna por cambiar los «contenidos» de la existencia... Al caer en manos de Fukuyama, el pensamiento sutil y matizado de Kojéve se transforma en una fórmula publicitaria.

4. Durante la presidencia de Lyndon B. Johnson, Huntington fue consultor del Departamento de Estado. En un informe escrito en 1967 aconsejaba a la administración Johnson apoyarse en «estructuras eficaces de autoridad» más que en programas de desarrollo rural para controlar mejor a la población vietnamita e impedirles unirse a las filas del Vietcong (cf. Robert Kaplan, «Looking the Worid in the Eye», Atlantic Monthly, diciembre de 2001). Como hemos señalado, en el caso de Huntington, esta estrategia se basaba en una concepción bastante férrea de la autoridad en los países en desarrollo (cf. El orden político en las sociedades en cambio, Paidós, Barcelona, 1996.

logia más eficaz del imperialismo cultural estadounidense. En El choque de civilizaciones clasifica el genio cultural en «siete» u «ocho» culturas: la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava ortodoxa, la latinoamericana y la africana (aunque no está tan claro, puesto que África no ha conocido realmente ningún tipo de civi-lización). El enfrentamiento más rotundo es el de la cultura occidental con «el resto del mundo», puesto que Occidente defiende la primacía «del individualismo, el liberalismo, la constitucionalidad de los derechos humanos, la igualdad, la libertad, la democracia, etc.», fundamento de su superioridad cultural.

Este conflicto de civilizaciones puede transformarse en guerra abierta, sobre todo frente al Islam y al confucianismo, porque estas dos civilizaciones son fuertes (petróleo y demografía) y no se someterán fácilmente al ethos imperial occidental. Sin embargo, aunque el «análisis» de Huntington ha encontrado eco en el universo mediático y político, es difícil encontrar en Europa a un pensador de talla que se haya dignado a discutirlo seriamente. Pero es un error, porque se ha convertido en un arma de combate —y, sobre todo, estructura una especie de trasfondo bíblico— simple y contradictoria, en la ideología de grupos importantes de la administración estadounidense y de la prensa internacional.

Por último, la tercera corriente es la encarnada por el entorno de George W. Bush. Su llegada al poder permite a militantes —declarados o no— del conflicto de civilizaciones acceder a funciones de dirección y, en consecuencia, influir en la toma de decisiones relativas a la política internacional. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 les han dado alas. Todo el equipo de los «neoconservadores», así como el del American Enterprise Institute {think tank de la derecha ultraconservadora), una serie de militantes de sectas religiosas cristianas, de partidarios incondicionales del Likud israelí que consideran a los judíos demócratas sus peores enemigos,6 junto a poderosos medios empresariales, se dedi-can —aunque a veces no lo admitan— a transformar los mitos cultura-listas sobre la superioridad del sistema estadounidense en actuaciones

5. Samuel Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1997.

6. Cf. Michael Lind, «The weird men behind George W. Bush's war», New States-man, 7 de abril de 2003.

políticas en el ámbito de las relaciones internacionales. Aunque S. Hun-tington no se reconozca en estas corrientes, la concepción de belicista del «choque de civilizaciones» constituye un trasfondo común a todos estos ideólogos. Les une la pretensión de encarnar la «civilización» occidental, ya sea frente a los autoritarismos ruso y chino, ya sea contra el isla-mismo político, ya sea, por último, sobre todo en el caso de los «neocon-servadores» (Richard Perle, Paúl Wolfowitz, Robert Kagan), frente a la «pacífica» cultura europea.

Evidentemente, ni Francis Fukuyama ni Samuel Huntington son responsables del mesianismo intervencionista de Paúl Wolfowitz, número dos del Pentágono, o de las amenazas al resto del mundo del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld y de su consejero Richard Perle. Incluso podemos considerar que, en cierto modo, la nueva variante «civilizadora» representada por esta corriente constituye una ruptura dentro de la cultura estadounidense que da lugar a una especie de neofascismo moderno. No se trata de una puntualización polémica, puesto que no quiere decir en

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absoluto que el actual poder estadounidense sea de tipo fascista. A pesar del considerable refuerzo del arsenal represivo contra los extranjeros, de la vigilancia policial a que están sometidos los ciudadanos estadounidenses, del orden moral instaurado por Bush hijo y su gobierno, de la corriente religiosa que atraviesa Estados Unidos (se dice que más de setenta millones de fieles se reúnen con regularidad en las iglesias para escuchar a los predicadores evangelistas de tendencia conservadora y etnocéntrica), a pesar incluso de la decisión de imponer jornadas de oración en el Congreso, de la extrema agresividad del ejército estadounidense en el mundo, no se puede calificar al sistema político esta-dounidense de fascista: los mecanismos democráticos permanecen vigentes. En cambio, está claro que los principales dirigentes estadounidenses están influidos por cierta ideología neofascista. Richard Perle, ex presidente del US Defense Policy Board y consejero de Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, miembro de la familia «neoconservadora», ofre-ce la versión más coherente. Encama fielmente ese arraigo en el trasfondo religioso fundamentalista característico de la tradición estadounidense de religión civil.

El fundamentalismo como movimiento sociocultural y como término ideológico fue formulado en Estados Unidos a comienzos del siglo xx. Como precisa Sheldon S. Wolin, se concibió en respuesta al liberalismo social. Su objetivo consiste en instaurar una «mayoría moral» con fines políticos nacionales e internacionales a través de la tradición de la religión civil estadounidense.8 La misión de Estados Unidos es extender su poder a través del mundo para oponerse a la ideología atea del Welfare State e instaurar el reino de la libre empresa. Uno de los principales ideólogos de este movimiento, el reverendo Jerry Falweil, proclamó: «El sistema de la libertad es idéntico al sistema de la libre empresa, que constituye claramente el trasfondo del Libro de los Proverbios de la Biblia. Nos exige vencer al Estado del bienestar (Welfare State) en Estados Unidos».9 John Ashcroft, secretario de Justicia y fiscal general del Estado de G. W. Bush está en una onda más puritana: hizo cubrir los senos de la estatua que se encontraba en la entrada de su ministerio... La instauración de la oración en el Congreso santifica todas esas buenas intenciones.

El discurso político de los dirigentes estadounidenses sufre en la actualidad una auténtica regresión cultural. Según ellos, el fin del enfrentamiento con el comunismo da paso a un nuevo enfrentamiento. Tras el 11 de septiembre de 2001, el secretario de Justicia consiguió que se aprobara en mi tiempo récord la USA Patriot Act,10 que refuerza considerablemente los poderes policiales del Estado frente a todas las personas —sobre todo si son extranjeras— «sospechosas» de vínculos con el terrorismo. Una fórmula tan imprecisa que hace posible cualquier tipo de deriva.

Richard Perle y los «neoconservadores», que trabajan bajo el ala protectora del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, parten del supuesto

7. «El fundamentalismo [...] apareció a comienzos del siglo xx. Se forjó como respuesta directa a los esfuerzos del protestantismo «liberal» para modificar la enseñanza religiosa a fin de armonizarla con los descubrimientos de la ciencia moderna» (Democracy, abril de 1982). El «liberalismo» en la tradición político-cultural estadounidense constituye una variante del Welfare State, del Estado del bienestar, opuesto al conservadurismo de los republicanos. De ahí la inversión: en Estados Unidos, los republicanos son autoritarios politicamente y liberales económicamente; los demócratas son liberales políticamente y sociales económicamente. El fundamentalismo religioso se opone al liberalismo político y social.

8. Véase Robert Bellah, The Broken Convenant, Seabury Press, Nueva York, 1975.

9. Cf. Listen América, Bantam Books, Nueva York, 1981, pp. 21-22.

10. «USA Patriot Act»: se trata de unas siglas: «Uniting and S^rengthening América by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstmct Terrorism». Este texto me votado por una amplia mayoría en el Congreso y firmado por el presidente Bush el 26 de octubre de 2001.

de que el fin de la guerra fría, lejos de haber creado las condiciones para la paz, las ha deteriorado aún más: ya no es el comunismo, sino las religiones «antioccidentales» las que amenazan las democracias liberales. Según ellos, Europa no hace suyo este esquema porque ha sucumbido a la cultura de la paz, lo que expresa su debilidad. Un antiguo experto del Departamento de Estado, Robert Kagan,'1 explica del mismo modo la diferencia de ópticas entre los europeos y los nuevos ideólogos belicistas estadounidenses. Richard Perle va aún más lejos: en un debate frente a Chris Paiten, comisario europeo responsable de las relaciones exteriores, puso de manifiesto, utilizando la tesis de Kagan, el cariz del «nuevo» pensamiento que domina en Washington.12 He aquí, en esencia, los ejes de este pensamiento:

1) Europa no se niega a recurrir a la fuerza en los conflictos internacionales porque esté en contra del uso de la fuerza, sino porque no tiene fuerza. Perle utiliza así el argumento de Robert Kagan, quien, espantado por su descubrimiento, subraya que Europa no debe difundir su impotencia en las relaciones internacionales: «Cuando Estados Unidos era débil —dice Kagan— practicaba las estrategias de la debilidad. Ahora que es fuerte, adopta el comportamiento de las naciones fuertes. Cuando los grandes países europeos eran poderosos, creían en el poder y en la gloria nacional. Pero en la actualidad ven el mundo con los ojos del eslabón débil».13 Ello significa, añade Kagan, que existe un «abismo estratégico entre Estados Unidos y Europa».14

Lo más importante del argumento Perle-Kagan no es tanto la afirmación histórica (por otro lado, falsa), sino la visión antropológica que presupone: las relaciones entre naciones son de fuerza. Konrad Lorenz en sus estudios sobre la vida social de los animales o Cari Schmitt, que fundamentó la soberanía en la decisión del más fuerte, desarrollaron la misma concepción en la década de 1930...

2) Como las relaciones entre las naciones se basan en la lucha, no se

11. Cf. Robert Kagan, Poder y debilidad: Estados Unidos y Europa en el nuevo orden mundial, Taurus, Madrid, 2003.

12. Cf. «Les relations entre 1'Europe et les Etats-Unis», Commentaire, n.° 101, primavera de 2001.

13. Robert Kagan, op, cit., p. 20 de la ed. fr. [La puissance et lafaiblesse, les Etats-Unis et 1'Europe dans le nouvel orare international, Pión, 2003.]

14.M..P. 21.

debe dudar en recurrir a la fuerza para que prevalezcan: «En lugar de contentarse con el tópico de que la fuerza debe ser el último recurso —dice Perle— hay que plantearse con detalle el mejor momento y circunstancias para recurrir a ella».15 Dicho de otra forma, el uso de la violencia no es excepcional; es normal, porque es un medio como otro cualquiera para la resolución de conflictos. Esta manera de ver las cosas es evidentemente opuesta a toda la tradición cultural europea acerca del uso de la fuerza y del derecho de guerra. En idea de que el uso de la fuerza es un último recurso tiene sus raíces en la filosofía política secular, heredada de los griegos, de los romanos y de los pensadores

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europeos del Renacimiento (en primer lugar del propio Maquiavelo), así como en todas las grandes religiones (salvo en períodos de exasperación), del judaísmo al islam, pasando por el budismo y el cristianismo. El argumento de Perle es más tajante aún que el de Hobbes, ya que el autor del Leviatán fundamenta la autoridad legítima en la ley y no en la fuerza. Se trata, por lo tanto, de una «innovación» radical por parte de Perle, que solamente hemos visto en práctica en las experiencias totalitarias del siglo xx. Está en la línea del nihilismo reaccionario europeo de la década de 1930, al que, cuando se traspone a la coalición republicana de George W. Bush, se añade la exaltación del fanatismo bíblico de los predicadores evangelistas radicales.

3) Las «democracias liberales» son los únicos crisoles en que se puede elaborar el derecho internacional. Naciones Unidas no puede constituir semejante espacio, puesto que en su seno hay «numerosas dictaduras». De ahí la consecuencia práctica que Richard Perle extrae de este razonamiento aberrante: «La OTAN reúne todas las condiciones para convertirse en una institución internacional que legitime el recurso a la fuerza porque está compuesta por democracias liberales... ¿Por qué la OTAN no iba a ser tan legítima como Naciones Unidas?».16

Dado que el mundo es esencialmente un campo de batalla, hay que «reflexionar sobre la noción de inminencia» y atacar antes de ser atacado. De ahí la teoría de la guerra preventiva que, como hemos visto, constituye hoy la doctrina militar oficial de Estados Unidos.17 Si la ONU no acepta esta teoría, se marginará y morirá. Que es lo que decretó Richard

15. Jbid., p. 9. l6.Ibid.,p. 10. 17. Cf. supra.

Perle tras la conquista de Iraq por Estados Unidos contra el dictamen de la ONU.18

La ONU ha perdido legitimidad como marco de las relaciones ínter-nacionales; la ha sustituido la OTAN. Y la OTAN es la fuerza «en primer recurso» de Estados Unidos. De donde deduce que la única ley que cuenta en el mundo es la ley estadounidense. El que no se somete a ella se convierte en enemigo. Con lo que nos volvemos a encontrar con la teoría schmidtiana de la soberanía y de la legitimidad de la voluntad de poder:

«Es soberano quien decide la situación excepcional».19 Si quisiéramos mostrar todas las ramificaciones de esta tesis, podríamos retomar el discurso pangermanista de la década de 1930 sobre la Sociedad de Naciones... y nos daríamos cuenta de que Richard Perle tiene predecesores que sin duda él no sospecha.. .20

4) Los compromisos internacionales de los gobiernos estadounidenses anteriores al de George W. Bush no tienen validez alguna. No pueden ser una cortapisa para la nueva administración estadounidense.

Piensen en algunos de los acuerdos que Estados Unidos ha rechazado

—exclama Richard Perle-, me apuesto a que muchos de ellos no los ha leído ningún jefe de Estado o de gobierno. Algunos tienen quinientas o seiscientas páginas. Fueron negociados hace diez años o más por unos burócratas que trabajaron muchísimo en Ginebra, Viena u otro lugar, fuera de todo control de las altas instancias. Más tarde, cuando han sido elaborados y analizados por la nueva administración, les hemos encontrado numerosos defectos. Nos hemos dado cuenta de que el protocolo de la Convención sobre Armas Biológicas carece de cualquier instrumento de verificación. Hemos encontrado Kioto peligroso para nuestros intereses económicos y pensamos que hay que hacer algo mejor, opinión que comparte en la práctica todo el Congreso estadounidense. Otra administración se hubiera callado y no habría sido tan sincera como el presidente Bush que dijo que nosotros no lo podíamos aceptar.2'

18. Cf. «La mort de 1'ONU», Le Fígaro, 11 de abril de 2003.

19. Cf. Théologie politique, Gallimard, 1998, p. 15.

20. Véase el trabajo clásico de Jean-Pierre Faye, Langages totalitaires, Hermann, 1972.

21.Ibid.,p. 13.

Por lo tanto, no existe continuidad en la responsabilidad del Estado, ni existe legislación internacional.

El discurso de Richard Perle es tajante: expresa una concepción de las relaciones internacionales basada en la fuerza. El comisario europeo Chris Paiten, consternado, le respondió sin demasiada ilusión recordándole las normas mínimas del derecho y de la sensatez. Pero se notaba que se estaba preguntando si no se trataría de una pesadilla. Pero sí, es realmente Richard Perle, el consejero de Donald Rumsfeld, secretario de Estado para la Defensa estadounidense, quien sostiene ese discurso...

22. El 26 de junio de 2003, ante el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, Condoleezza Rice, consejera del presidente Bush en asuntos de seguridad, declaró que el concepto de «mundo multipolar» es peligroso y diabólico porque se basa en la «rivalidad de las naciones» [sic]. A partir de ahora, añadió, hay que colocarse bajo la ilustrada dirección del «poder al servicio de la Libertad», los Estados Unidos de América. Esta brillante sugerencia no merece ningún comentario. Cf. Remarks by Dr. Condoleezza Rice, The White House, Office ofthe Press Secretary, 26 de junio de 2003.

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TERCERA PARTE EL DRAMA DEL MUNDO ÁRABE Quiero que sepan que el camino que lleva al progreso es largo, muy largo y está sembrado de las peores dificultades.

taha hussein, Au-delá du Nil

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1. LA LIMITACIÓN GEOGRÁFICA

No es casual que la desaparición de la URSS haya provocado que Estados Unidos se reoriente hacia el Sur y, en especial, hacia el mundo árabe musulmán. Este se ha convertido en la principal preocupación estratégica de Estados Unidos tanto por su situación geoeconómico-política como por la variable israelí en la estrategia estadounidense. Para la perspectiva de dominación del imperio mercantil, su control es crucial.

El sistema económico planetario se basa en los recursos energéticos cuyos principales yacimientos se encuentran en Oriente Próximo. Y en el horizonte del siglo xxi no se-percibe, en principio, ninguna modificación del modo de producción susceptible de cambiar esta circunstancia. Quien posee Oriente Próximo, posee, en cierto modo, el mundo. Los recursos energéticos de Oriente Próximo deben permanecer bajo el control de los países desarrollados; el mundo árabe musulmán no puede hacer de ellos un factor de poder estratégico regional. Su riqueza es su tragedia. Situados sobre un tesoro codiciado por todo el planeta, no pueden utilizarlo como un vector de poder independiente. Por este motivo, el mundo árabe musulmán se ve sometido desde comienzos del siglo xx al juego de las grandes potencias, que no cesan de enfrentarse entre sí por el control del oro negro. Esta estrategia de coacción incluye también apoyar a las capas sociales y grupos dirigentes del mundo árabe musulmán que son sus aliados.

Desde este supuesto debe ser analizada la historia de estos países que se enfrentan al impacto de la modernidad: el petróleo que ellos poseen es la principal fuente del sistema económico mundial, pero no pueden controlarlo por completo. No es posible entender los problemas actuales, el conflicto palestino-israelí, el ascenso del islamismo y el fracaso del nacionalismo árabe laico, el dominio, hoy total de Estados Unidos en la región, si no se observan desde la perspectiva de esa dinámica conflictiva que dura ya más de un siglo. Los ensayistas árabes modernos suelen subrayar un signo recurrente de su historia global: cada vez que un Estado árabe intenta emanciparse, modernizarse, su impulso es frenado por una potencia occidental. Así ocurrió con los sucesores del gran modernizador egipcio Mohammed Ali, con el Egipto de Nasser, o con Iraq, Siria y Argelia tras su independencia. Israel es un peón de esa estrategia, ayer europea y hoy estadounidense, de «encerrar» a los países árabes en un conflicto destructor, impidiéndoles acceder al desarrollo.

Esta tesis solo es cierta a medias, pues omite las responsabilidades internas del mundo árabe. Lo disculpa con demasiada facilidad. En realidad, lo que explica ese destino dramático es tanto la voluntad imperial de dominación sobre el mundo árabe desde hace un siglo como la impotencia de sus propias élites para afrontar la modernización, cuando no, simplemente a su complicidad con el poder imperial. Para darse cuenta, basta con señalar las líneas principales de la agitada relación entre el mundo occidental y el mundo árabe musulmán.'

1. Utilizamos el concepto de mundo «occidental» por simple comodidad pedagógica, como sinónimo del capitalismo euro-estadounidense desde el siglo xvi. Georges Comí tiene toda la razón al mostrar que, en el fondo, la división conceptual entre Occidente y los Otros no significa nada en la actualidad. (Cf. Orient-Occident, la fracture imaginaire. La Découverte, 2002.)

2. UNA HISTORIA CONTRARIADA

Desde el siglo xix, todos los países árabes han estado bajo la dominación colonial; primero fue otomana (salvo Marruecos) y después británica, francesa o italiana. Las naciones árabes actuales no existían estrictamente hablando. Gran Bretaña y Francia, enfrentadas en sus objetivos imperiales, dibujaron los mapas de los actuales Estados-nación sobre las ruinas del imperio turco. En un principio, el carácter Estratégico de Oriente Próximo lo determinaba el hecho de constituir la vía de paso hacia la India, la principal colonia británica, y el del Magreb, el de ser el paso obligado hacia África, campo de expansión del imperio francés.

Tanto en Oriente Próximo como en el Magreb, el expansionismo colonial se jactaba de querer «liberar», en nombre de los valores de la civilización, a un mundo árabe sojuzgado por la dominación imperial otomana. Paradójicamente, la Gran Bretaña del coronel Lawrence y la Francia del siglo xix llevaron a cabo su conquista colonial en nombre de la «ara-bidad» oprimida. Hay que añadir que, estrictamente hablando, los británicos no inventaron, como se ha dicho con frecuencia, el «nacionalismo árabe» porque, tanto la resistencia del emir Abdel Kader en Argelia como el proyecto de Napoleón III de un «reino árabe», sembraron esta idea mucho antes que Lawrence; y que, además, fue abandonada en el mismo momento en que Francia y Gran Bretaña decidieron, cada una a su manera, asentarse en la región.

Aunque los británicos intentaron poner un pie en el Magreb, especialmente en Marruecos, para ganar la partida a Francia, esta no solo consiguió rechazarlos, sino que incluso tomó posiciones en Oriente Próximo. Los acuerdos Sykes-Picot (1916) repartían las zonas de influencia de ambos países, distribuyendo las áreas de soberanía en función de criterios étnicos y confesionales. Solamente Egipto, vieja nación dotada de poderosa memoria histórica, recuperó su identidad nacional, aunque bajo tutela británica. Francia ya había experimentado el modelo Skyes-Picot en el Magreb, sobre todo en Argelia, con el establecimiento de una política de «bureaux árabes» (oficinas árabes) que, en el fondo, intentaba enfrentar a bereberes y arabófonos para asegurar su dominación.

En todo caso, y para nuestro propósito basta con esta constatación, tras varias décadas de colonización, las dos potencias consiguieron estructurar, a través de unas identidades territoriales establecidas por ellas (los trazados de las fronteras), auténticos nacionalismos anticoloniales. Otra cuestión es si esos nacionalismos particularistas correspondían o no a auténticas naciones. El único éxito logrado por Francia con esta política fue, en lo que a diferencias confesionales se

refiere, el de Argelia y se debió al decreto Crémieux (1870) que separó a los judíos argelinos —de origen árabe-bereber— de sus conciudadanos musulmanes arabófonos y del conjunto bereber. Esta separación aumentó drásticamente gracias al propio nacionalismo árabe, que no supo brindar el lugar que les correspondía a los judíos del mundo árabe en general y a los judíos argelinos en particular. El movimiento de asimilación de los judíos franceses en Francia, iniciado en el siglo xix por la III República, generó el de los judíos argelinos de nacionalidad francesa, que fue considerado como un progreso considerable por unas poblaciones que en el imperio otomano tenían el estatus de «dhimmis» (minoría protegida).

La colonización, tanto en el Magreb como en Oriente Próximo, entró en una crisis irreversible después de la Segunda

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Guerra Mundial. El ascenso de los nacionalismos anticolonialistas, el debilitamiento británico y francés, la emergencia de un nuevo juego de influencias asociado a los dos vencedores de la guerra —Estados Unidos y la Unión Soviética— acabaron con la dominación colonial europea sobre el mundo árabe musulmán. Pero las independencias, con frecuencia logradas a costa de auténticas guerras, siempre fueron independencias vigiladas, puesto que, desde el comienzo del siglo y primero en Oriente Próximo y después en el Magreb, la explotación de los yacimientos petrolíferos por las potencias occidentales y sus empresas petroleras unido, a partir de 1948, a la existencia de Israel y al rechazo árabe,2 hipotecaron la política de estos países.

1. Es el mismo movimiento por el que los judíos se convierten en Francia, según la excelente expresión de Pierre Bimbaum, en unos «locos partidarios de la República».

2. Hay que felicitar a Máxime Rodinson por haber sido el primero en analizar este «rechazo» en su ya clásico libro, Israel et le refus árabe, Seuil, 1968.

El papel del petróleo como base del desarrollo industrial fue tan importante para la economía europea, y después para la mundial, como lo era la plusvalía de la fuerza de trabajo para la acumulación del capital entre los siglos xvi y xx en Europa. Y esa importancia fue en aumento. La irrupción de Estados Unidos como potencia mundial central, cuyos fundamentos económicos se levantaban sobre las ruinas de las guerras intereuropeas, acabó por marginar a Francia y Gran Bretaña, que, en Oriente Próximo, fueron sustituidas enseguida por una intervención directa estadounidense, sobre todo tras la aventura franco-anglo-israelí de Suez en 1956. A partir de entonces, el Estado de Israel llegó a la única conclusión realista para su supervivencia en un entorno hostil: convertirse en una baza fundamental para la estrategia regional estadounidense frente a los nacionalismos árabes y la creciente influencia de la Unión Soviética en estos países.

Desde el punto de vista de Estados Unidos, el nacionalismo árabe, sobre todo el de Nasser en Egipto, se convirtió pronto en un adversario irreductible (a pesar, por otra parte, de los ofrecimientos de ayuda realizados por Egipto y que Estados Unidos rechazó). Desde esta época Estados Unidos ha utilizado sistemáticamente el Islam contra el nacionalismo árabe, aunque por la misma época se/'mostraba receptivo en el Magreb a los movimientos nacionalistas de tendencia más o menos laica para debilitar la influencia francesa. Por último, el nacionalismo árabe inspirado en el modelo de Estado-nación europeo (sobre todo en el francés) acabó por ser aplastado a causa del conflicto árabe-israelí y la derrota en la guerra de 1967. Pese a ciertos períodos de resistencia (en Siria, en Iraq, en Argelia), no se ha recuperado de una derrota multiplicada, además, por la incapacidad de las élites árabes, surgidas en su gran mayoría de las capas medias, para resolver los problemas sociales subyacentes a los que se enfrentan sus sociedades. La onda que se difundió entonces, apoyada por Estados Unidos,3 fue la de un islamismo culturalmente regresivo. Tras la guerra de 1973, Egipto optó por una alianza privilegiada con Washington. Estados Unidos ya llevaba las riendas de los países del Golfo poseedores del petróleo, y muy especialmente de Arabia Saudí desde la Primera Guerra Mundial. La entrada de Egipto, la mayor po-

3. Pero también por Israel a comienzos de la década de 1980, para debilitar en los territorios ocupados a la OLP laica y modernista.

tencia árabe, en el regazo estadounidense, señaló, de hecho, el fin del nacionalismo árabe.

Un nuevo factor precipitó la decadencia del nacionalismo: la revolución religiosa iraní a comienzos de la década de 1980, cuya influencia —generalmente subestimada por los analistas— fue considerable en el mundo árabe musulmán. Era una influencia omnipresente, y en primer lugar entre las capas populares árabes musulmanas, con frecuencia excluidas del «desarrollo». A partir de entonces, el islamismo, apoyado tanto por Estados Unidos y el poderío financiero saudí como por el proselitismo de los movimientos islamistas, tomó el relevo del nacionalismo. Se dividió en las comentes proiraní y prosaudí, mientras que los dirigentes nacionalistas árabes adoptaban, para mantenerse en el poder, unas legislaciones impuestas por el islam tolerante «modernista». Bajo los efectos de la «invitación» iraní y el ascenso del islam popular, la identidad nacional tendió a fundamentarse en una identidad confesional. Los países más frágiles, como el Líbano, bajo los embates de la estrategia de disociación confesional favorecida por Israel y de la presencia palestina, estallaron literalmente en guerras civiles.4 El Estado revistió en todas partes una osamenta autoritaria, desprovista de auténtica legitimidad popular. Los regímenes nacionalistas sobrevivieron gracias únicamente a ese autoritarismo. El único país que, en el Magreb, logró evitar, aunque por poco, ese islam en ascenso fue el Túnez del presidente Burguiba. Las décadas de 1980 y 1990 fueron, por tanto, las del triunfo, en «la calle», del identitarismo confesional. Pero, tras el éxito de la revolución iraní, se produjo un cambio radical del contenido ideológico de este islamismo, que se convirtió —y no lo era al principio— en antiimperialista y, debido al conflicto árabe-israelí, en antiamericano. El concepto mismo de «imperialismo estadounidense» pasó al ámbito religioso y, en palabras del imán Jomeini, se convirtió en el mundo de «Satán», el gran Satán.

Asimilados a la política de colonización israelí, Estados Unidos aparecía claramente como el «enemigo» del mundo árabe musulmán, aunque la mayoría de los dirigentes árabes cedían para lograr su favor. La cuestión palestina se convirtió en una cuestión identitaria para unas poblacio-

4. Véase el debate entre Jean Lacouture, Ghassan Tuéni y Gérard D. Khoury en Un siécle pour ríen. Le monde árabe, de 1'Empire ottoman á 1'Empire américain, Albin Mi-chel, 2002.

nes árabes humilladas y furiosas por la impotencia de sus dirigentes. La primera guerra del Golfo constituyó la culminación de este gran divorcio y el embargo impuesto al pueblo iraquí representó para todos, junto a la suerte reservada al pueblo palestino, la culminación del orden imperialista estadounidense. Subestimado en sus efectos prácticos y simbólicos en Europa, este embargo ha provocado tantos radicalismos religiosos como el fracaso de la modernización o, a comienzos de la década de 1980, la irrupción de la revolución iraní.5

La guerra de Afganistán contra la invasión soviética y la victoria de las fuerzas religiosas, gracias a la ayuda estadounidense, reafirmaron a esas poblaciones en la convicción de que solo la fe puede vencer a las mayores potencias. Ironía de la historia, las mismas fuerzas entrenadas, armadas y utilizadas por Estados Unidos contra la Unión Soviética son las que se volvieron contra este país. El islamismo «político», utilizado por Estados Unidos y las élites dirigentes contra los nacionalismos seculares árabes, pasó a ser fundamental. En ningún lugar ha llegado al poder, pero constituye un factor decisivo de oposición política en todos los países árabe musulmanes, y su fuerza ha aumentado al extenderse a Asia y los barrios populares de las ciudades europeas.6 Es indudable que será también un factor determinante en el

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futuro.

Y es a ese islam político al que la administración estadounidense ha decidido identificar como el principal adversario político desde la guerra del Golfo de 1990. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 han mostrado la extraordinaria exacerbación del conflicto, pues, por primera vez desde Peari Harbor, Estados Unidos ha sido atacado en su propio territorio. Hoy nadie controla ya la dinámica de esta espiral infernal.

La onda de choque fundamentalista, identitaria, no ha afectado únicamente a las sociedades pobres, también se ha extendido a los países desarrollados. Tanto en Europa como en Estados Unidos, esa regresión cultural ha conmocionado profundamente la sociedad. La vuelta de los nacionalismos excluyentes —a menudo reforzada por el liberalismo cos-mopolita de las élites dirigentes—, el ascenso del racismo y la xenofobia

5. Jean-Pierre Chevénement, al reflexionar sobre las lecciones de la guerra del Golfo de 1990-1991, ha señalado este nuevo curso de la historia en la región (cf. Le Vert et le Noir, Grasset, 1995).

6. Véanse los trabajos, en Francia, de Gilíes Kepel.

o la conquista del poder político en Estados Unidos, el corazón del poder imperial, por un clan ultraconservador, muestran que la aparición de un identitarismo irracional, religioso y culturalista, es un fenómeno histórico y mundial. El islamismo árabe musulmán en realidad solo anunció un movimiento mundial que marca profundamente la era del sistema-mundo imperial mercantil: el surgimiento de la identidad confesional como factor de demarcación entre los pueblos del mundo.

3. UNA MIRADA CONFLICTIVA

La constitución del imperio mercantil universal es la extensión a escala planetaria del proceso de occidentalización del mundo, que, a su vez, es resultado del largo camino hacia la «desacralización» de las relaciones sociales (el «desencantamiento del mundo», según la expresión de Max Weber). Un proceso que va desbrozando las sociedades europeas desde finales del siglo xv y construyendo progresivamente un mundo en el que el individuo se convierte en la referencia central, en el que su libertad constituye su éxito, en el que la razón natural y práctica sirven de fundamento a las instituciones de la justicia, en el que el conflicto social es la base de la representación democrática de la voluntad general, en el que la soberanía reside por fin en el pueblo y revierte en el pueblo. Ese es el marco mental de la modernidad. La característica fundamental de esa experiencia cultural e histórica de Occidente reside en la secularización del mundo, en la separación entre el más allá y lo terrenal, en la laicización del poder, en la obligada disociación entre creencia y pensamiento racional, entre fe y saber científico.

Esta totalidad cultural es consustancial a las relaciones de producción y de intercambio capitalistas. Aunque no siempre aparezca bajo una forma coherente y global, aunque se articule sobre desigualdades, enfrentamientos, rupturas, retrocesos y avances —ya sean progresivos o a saltos—, no por ello, la revolución mercantil capitalista deja de constituir una tendencia de fondo, una corriente histórica que determina el presente y el futuro de toda sociedad. Su especificidad reside en una paradoja: los movimientos que se le oponen son producto de ella; ella los produce y acaba por derrotarlos.' La separación progresiva de la Iglesia y el Estado

1. Joseph Schumpeter resume en una fórmula concisa el significado de los obstáculos que surgen súbitamente ante el avance del proceso de secularización capitalista: «Estas oposiciones constituyen precisamente los síntomas de las tendencias que pretenden combatir» {Capitalismo, socialismo et dém^cratie, Payot, 1973, p. 181). [Trad. cast.:

Capitalismo, socialismo y democracia. Folio, Barcelona, 1996.]

provocó la radicalización de la institución religiosa durante varios siglos (sobre todo en el xix), la formación del capital engendró la oposición del mundo del trabajo e hizo del movimiento obrero el principal agente del desarrollo de las reformas del capitalismo durante más de un siglo (siglos xix-xx). Hasta en los países sometidos hoy a la extensión del sistema mercantil dominante, la modernidad engendra una reacción antimodernista; la secularización del mundo objetivo provoca la reacción integrista. Y como en el mundo musulmán las sociedades se secularizan a un ritmo muy rápido y con frecuencia en condiciones violentas, la reacción integrista es especialmente duradera y violenta. Se trata en esencia de un proceso identitario que se apoya tanto en el desclasamiento de ciertas capas sociales bloqueadas en su ascenso como en el «pueblo» excluido del sistema social, marginado y dualizado.

Esta similitud de condición provoca la transformación de la ideología religiosa en arma política en manos de las capas medias. Pues el integrismo político es en esencia una cuestión de capas medias desclasadas; el islam popular, tradicionalmente tosco, igualitario y comunitario, ofrece una poderosa caja de resonancia a esas capas medias desclasadas —carentes de ideología propia e incapaces de elaborar una— y les permite desestabilizar el Estado que gobierna en nombre de un islam estatal, autoritario, no igualitario y que expresa una concepción degradada de la comunidad. Con excepción de algunos países (monarquías petroleras, Arabia Saudí), ese islam estatal es bastante tolerante, pero fundamentalmente jerárquico. El islamismo radical solo representa una parte minoritaria del ethos cultural musulmán. Aunque los Estados ricos hayan sido y sigan siendo sus principales proveedores de fondos (Arabia Saudí, Pakistán, monarquías petroleras), no debemos dejar que el árbol nos oculte el bosque: la inmensa mayoría del mundo árabe musulmán vive hoy bajo la influencia de un islam conservador, pero en modo alguno identificable con el islamismo político radical. Este islam conservador significa además una profunda regresión respecto del islam mayoritario de finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX,2 que trataba de abrirse a la modernidad en lugar de combatirla o de intentar desviarla como en la actualidad.

No ver que, salvo excepciones, el islamismo político organizado cons-

2. Cf. Albert Hourani, Arab Thought in the Liberal Age, 1798-1939, Cambridge University Press, 1983.

tituye una minoría activa en el mundo árabe musulmán es reforzar el prejuicio dominante en Occidente, espacio de «modernidad», con respecto al islam en general. Pues uno de los elementos catalizadores más poderosos y perversos de la relación entre el mundo musulmán y Occidente reside en ese occidentalocentrismo, religiosa y culturalmente racista, con que se mira al Islam.3 Norman Daniel, el gran medievalista británico, dice respecto a esa mirada «prejuiciosa» en el

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que sin duda es el análisis más exhaustivo sobre esta cuestión:

A pesar de su indudable desarrollo, el método intelectual nunca ha llegado a un análisis puramente objetivo. Quizá era imposible un distancia-miento porque los argumentos, la desinformación y las opiniones de todos los participantes en este gran esfuerzo emprendido tanto por los intelectuales como por los divulgadores tenían una poderosa función comunitaria. Todos los textos que hemos analizado nos muestran la existencia de fuerzas subyacentes en las opiniones individuales. Antes de seguir avanzando, sería útil reconocer el elemento cultural. La condena universal del Islam por considerarlo violento por unos autores que comparten unánimemente ese entusiasmo convencional con respecto a las cruzadas es la prueba del desdoblamiento de los criterios en una sociedad incapaz de cuestionarse a sí misma.4

El modo en que los musulmanes, sobre todo los que pertenecen al entorno del Mediterráneo, son representados, caricaturizados —en la era de la televisión y de Internet— por/ahos seudoespecialistas que hacen de la reproducción de prejuicios Hoficio contribuye enormemente a alterar la imagen de la modernidad occidental en los países musulmanes. Este es el motivo del surgimiento de una reacción de cólera, de dignidad herida e

3. Pocos autores europeos son capaces de escapar a esta óptica. Es sin duda en España donde se encuentran los precursores de una verdadera reflexión sobre la conciencia de sí occidental con respecto al islam. El trabajo excepcional de un Juan Goytisolo —toda su obra literaria posterior a Juan sin tierra—, así como el de Francisco Martínez Villanueva en El problema morisco abren el camino de una aproximación interculturalmente centrada en el pluralismo y el mutuo reconocimiento. En Francia esta tradición fue inaugurada por Louis Massignon y elevada a la cumbre por Jacques Berque. Pero tanto en España como en Francia, se tiene buen cuidado de mantener alejados del gran público los trabajos de estos autores.

4. Cf. Norman Daniel, Islam et Occident, Éditions du Cerf, 1993, pp. 325-326.

incluso de desprecio hacia ese «Occidente» firmemente replegado sobre sí mismo, orgulloso de su imagen y prisionero de su nostalgia colonial. Hasta autores árabes tan modernistas y con un conocimiento tan exquisito de la cultura occidental como Georges Corm no dudan en criticar esa ceguera occidental con respecto al Islam.5

5. Cf. Georges Corm, Orient-Occident, la fracture imaginaire. La Découverte, 2002.

4. LOS DOS FUNDAMENTALISMOS

La llegada del fundamentalismo religioso musulmán al espacio político, sobre todo después de la revolución iraní, provocó una poderosa reacción identitaria en Occidente y, especialmente, en Estados Unidos tras la caída de la URSS. El islamismo radical, político, se erigió en el adversario implacable, el enemigo mortal al que se suponía que el poder hegemónico estadounidense debía enfrentarse. Ese trasfondo cultural antimusulmán, que hunde sus raíces en la Edad Media occidental, se fue reanimando en función de las aberraciones modernas del discurso islamista radical. Y tanto en Europa como en Estados Unidos, la legítima voluntad de oponerse a un movimiento percibido como radicalmente antagonista de los valores fundamentales de la civilización moderna —tolerancia, separación y primacía de lo temporal sobre lo espiritual, individualismo, igualdad entre los sexos— ha repercutido inevitablemente en el modo de percibir el islam en general.

Si la obsesión cultural del breve siglo xx (1914-1989, en opinión de Hobsbawm) fue el miedo al comunismo, el islam parece haberse convertido, desde comienzos de la década de 1980, en la gran obsesión del mundo occidental. En Estados Unidos esta evolución ha llegado al punto álgido y ha fomentado el regreso de los viejos movimientos fundamentalistas cristianos y misioneros. El 11 de septiembre de 2001 confirmó este nuevo conflicto.

El fundamentalismo religioso estadounidense expresa un punto de vista extremista y minoritario y no representa en absoluto la ideología occidental centrista dominante en la actualidad. La tradición cultural europea se opone especialmente a esa fijación paroxística del fundamentalismo estadounidense. Los debates que han enfrentado a los europeos con las pretensiones pastorales del presidente Bush tras el 11 de septiembre de 2001 —lucha entre «el bien y el mal», «nueva cruzada» contra el islam— muestran que el fundamentalismo mesiánico que domina en Washington no cuenta con una aprobación unánime. En cambio, legitima ante las poblaciones musulmanas todas las acusaciones proferidas por el integrismo islamista militante contra un Occidente considerado como una estructura monolítica y cerrada. Se produce, pues, un rechazo simétrico. Los dos fundamentalismos —el estadounidense y el musulmán— se alimentan mutuamente. Están unidos. Y tienden a cerrar el espacio de oposición, a impedir que los problemas conflictivos se planteen de un modo real

—económico, social, político— y a hipostasiarlos en guerras identitarias.

El islamismo político tiene una larga tradición. Saber si ha «fracasado» o si va a «ganar», como todas las preguntas demasiado generales, carece de interés. No se trata de saber si una operación como la revolución iraní puede repetirse, pues todos los países musulmanes han preferido claramente

—para evitar los efectos devastadores de tal empresa— el riesgo de la dictadura y de los regímenes fuertes al de una «democratización» que permitiría a los integristas conquistar el poder político. En Turquía, el ejército vigila estrechamente la victoria de los conservadores musulmanes (no integristas) y en los países donde el islamismo militante tiene pretensiones de poder es mantenido, inteligente o brutalmente, alejado de él (Marruecos, Argelia, Jordania, Egipto).

Es a otra realidad a la que deben enfrentarse los regímenes de estos países: el islamismo político no tiene necesidad de conquistar el poder político para tener influencia. Su sola presencia como fuerza organizada, sorda, activa, solidaria, en el seno de la comunidad social —de la denominada sociedad «civil»— le proporciona una influencia disolvente sobre el régimen político y le permite imponer de manera progresiva profundas reformas en las costumbres y el derecho. Así, por ejemplo, salvo el caso ejemplar de Túnez y de países laicos como Siria, Iraq y Turquía, en todo el mundo musulmán, están en vigor unos códigos de familia que sojuzgan a las mujeres y hacen una norma de la desigualdad entre los sexos. La presencia de una oposición islamista radical permite al poder adoptar medidas acordes con las interpretaciones más arcaicas del derecho religioso. De este modo, Egipto, el país más avanzado en la liberación de la mujer desde mediados del siglo xx, recurre cada vez más a un arsenal jurídico arcaico para oponerse a la emancipación femenina. El «crimen» de apostasía religiosa, que hacía mucho tiempo que había desaparecido en el mundo árabe modernizado, reaparece hoy

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en escena gracias a la influencia de los islamistas tanto en la vida pública como en la privada. Por otra parte, las élites dirigentes no ven con malos ojos el fortalecimiento de estas formas de control social; les permite satisfacer ciertas reivindicaciones islamistas, tomándoles la delantera, y al mismo tiempo impedir la formación de comportamientos sociales independientes, tan peligrosos como los islamismos para los Estados no democráticos.

La novedad, sobre todo después de la revolución iraní y la guerra contra los soviéticos en Afganistán, es la internacionalización del movimiento integrista, su transformación en movimiento panislamista, que no afecta únicamente a los países musulmanes, sino a todo el mundo, o al menos a todos los lugares donde hay «comunidades» musulmanas, sobre todo en Europa, África negra y el este y el sur de Asia (Indonesia, Filipinas).

La expansión no ha hecho más que empezar, pues todo hace pensar que el enfrentamiento entre estas dos totalidades culturales (Occidente versus Islam), en especial entre Estados Unidos y el mundo árabe musulmán, va a durar quizá tanto como el que hubo entre este país y el comunismo. Pero esta vez Estados Unidos tiene frente a sí a una auténtica re-ligión, no una religión falsa. Y toda la historia de la colonización desde el siglo xix muestra la imposibilidad de vencer a unas poblaciones que se repliegan en los valores religiosos para combatir la opresión y la humillación. El integrismo religioso islámico es el enemigo ideal para el poder estadounidense en el seno del imperio, del mismo modo que las élites dirigentes del mundo árabe musulmán prefieren tener enfrente a unos grupos islámicos radicales, ilegales y fáciles de perseguir que a movimientos democráticos ciudadanos. Entre los extremismos se da una relación de complicidad circular. Ya hemos señalado la emergencia de algunos modelos culturales extremos a través del breve esbozo del nihilismo reaccionario de Estados Unidos. Podríamos encontrar en Europa las mismas fijaciones, aunque el trasfondo cultural europeo no se preste tan fácilmente al maniqueísmo mesiánico. Además, los lazos históricos que unen a Europa con el mundo árabe musulmán hace a los europeos más sensibles a los matices y menos predispuestos al Kulturkampf deseado por los fúndamentalismos estadounidense y musulmán. Digamos, por último, que Europa está en primera fila de este conflicto: el discurso islamista se nutre fundamentalmente del desastre palestino-israelí. La invasión americano-británica de Iraq sin duda reforzará aún más esta corriente.

5. ISRAEL-PALESTINA: LA PAZ O EL SUICIDIO COLECTIVO

Si hay un conflicto del que conozcamos todos los pormenores y a propósito del cual sea prácticamente imposible concebir ninguna solución porque las condiciones elementales para su resolución son evidentes —y en absoluto aceptadas por sus protagonistas—, es precisamente el conflicto palestino-israelí. Y, sin embargo, ¡cuánta confusión, pasiones, odios y fantasmas rodean este drama!

Los partidarios de ambos bandos demuestran una desconcertante tendencia a caer en la paranoia, en la desconfianza, en las acusaciones más delirantes contra los que, a pesar de todo, desean que prevalezca una política de la razón, es decir, una visión preocupada por el equilibrio entre las reivindicaciones legítimas de los protagonistas. En realidad estamos ante un conflicto mortífero, en el que la única certeza parece ser la muerte que se cierne sobre esos dos pueblos presos en un engranaje sangriento. La idea de que, en el inconsciente de las fuerzas políticas y militares que lo animan, el conflicto está hasta ahora basado en la muerte del Otro, es fundamental para todo aquel que quiera entender los callejones sin salida en que ha entrado desde hace medio siglo.

Ante todo está la mitología que los protagonistas han construido para legitimar sus pretensiones. Por un lado habría una reivindicación «sagrada» de esa tierra, inscrita en la historia de la humanidad desde la noche de los tiempos, y que se habría «realizado» gracias a la independencia de Israel en 1948; por el otro, un pueblo consciente de sí también desde la noche de los tiempos y que, colonizado por los israelíes, intentaría en la actualidad afirmar su identidad nacional amenazada. Poco importa la falsedad o verdad de estos dos discursos simétricos. Lo importante es que funcionan como operadores de rechazo a cualquier tipo de solución y que, en este sentido, constituyen la realidad.

La raíz de este conflicto mortífero es la manipulación imperial y colonial de Gran Bretaña desde comienzos del siglo xx. La descomposición de los Imperios británico y francés del siglo xix y el modo en que fue gestionada por las grandes potencias desembocaron, tras los acuerdos Sykes-Picot, en la declaración Balfour, que se inspira en esa concepción de gestión de comunidades «étnicas» y «confesionales» que caracteriza al imperio colonial. Se trataba de dar cuerpo a unas entidades estatales que encarnaban unas identidades consideradas irreductibles y que tendían a ser disociables unas de las otras. Con la descomposición del Imperio otomano y la, en el fondo concordante, del Imperio británico, se fue formando una tendencia a la nacionalidad árabe, una tendencia a la nacionalidad judía y muchas otras tendencias que, por diversas razones, no pudieron adquirir legitimidad política (sobre todo los kurdos). Estas tendencias siguen siendo hoy igual de tenaces, y el nuevo imperio dominante se propone utilizarlas para debilitar a los estados-nación que se le oponen en esta región.

La creación del Estado israelí es producto de la descomposición de la hegemonía británica en Oriente Próximo, de la catástrofe sufrida por el pueblo judío en Europa y de su manipulación posterior frente a un «mundo» árabe cada vez menos sometido a la dominación colonial. Esta manipulación tuvo lugar debido a dos grandes hechos de la historia europea:

por una parte, el régimen nazi, expresión de una larga y poderosa corriente antijudaica de la cultura europea; por otra, la existencia de una reivindicación milenarista en la tradición cultural judía, que, frente a la diáspora, ofrecía al «pueblo elegido» una «nueva Jerusalén». Esta dimensión mitológica desempeña un papel fundamental en la legitimación del Estado de Israel. La apelación identitaria a la «memoria» del Holocausto, reemplazado por el término hebreo Shoah, para legitimar el derecho imprescriptible a la existencia y seguridad de Israel como deuda de la comunidad humana es de invención reciente,

Sean cuales sean las conclusiones a que lleguemos acerca de semejante situación histórica, baste aquí con señalar las principales consecuencias para los países árabes de Oriente Próximo. En primer lugar, son quienes deben pagar, a través de los palestinos, por los crímenes de Europa. Deudores de un asunto en el que jamás han participado, son evidentemente los menos capacitados para calibrar los parámetros simbólicos y culturales. Su actitud siempre estará centrada en la defensa del derecho, mientras que Europa está saldando una deuda simbólica que pesa sobre sus

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hombros.

Por eso el mundo occidental no puede admitir sus argumentos contra el expolio colonial a que se somete a los palestinos, sobre todo cuando en la propia cultura europea hay una larga tradición, naturalizada en el imaginario «orientalista», de colonización del mundo árabe.

El nacionalismo mesiánico judío se revitalizó, a su vez, al entrar en contacto con la experiencia histórica de la construcción del Estado de Israel. Por una parte, tras el Holocausto, cristalizó en una determinación identitaria que impregnaría el judaísmo mundial. Cada judío, esté donde esté, será simbólicamente conminado a responder al problema del significado de la tentativa de aniquilación. La respuesta mayoritaria, activamente apoyada a partir de la década de 1950 por el recién creado Estado, fue la de «la alianza» de los judíos del mundo con Israel.

Por otra parte, la reacción abstractamente negativa del mundo árabe a la instauración de un Estado judío en el corazón de Oriente Próximo, le confirmaba en su retórica identitaria. El «rechazo árabe» (Máxime Rodin-son), aunque justificado por la voluntad legítima de oponerse a la colonización israelí de las tierras palestinas, se expresaba de un modo tan primario y subjetivo que, a la larga, se convirtió en una limitación paralizante de toda estrategia árabe frente a Israel. Además, no significaba una auténtica solidaridad con los palestinos, considerados por los regímenes árabes hasta la guerra de 1967 e incluso después, como meros peones en su enfrentamiento con Israel. En los marciales discursos de los dirigentes árabes, Israel no podía ser «nombrado»: ¡ni existir en los mapas, ni tener nombre! Las enardecidas arengas de los dirigentes árabes preferían hablar de «la entidad sionista», del «enemigo», cabeza de puente del imperialismo.

El rechazo árabe ha sido brillantemente capitalizado por Israel, que lo ha utilizado para legitimar un exceso de armamento, incontrolado y potencialmente devastador. Caracterizada desde 1948 y hasta la actualidad por una guerra cotidiana que estalló en guerra total en 1956, 1967, 1973, la historia de ese rechazo y del beneficio político y territorial que de él obtuvo Israel pasó finalmente, tras la guerra de 1973, a ser la de la aceptación de una posible convivencia entre el pueblo israelí, árabe y palestino.

Pero esta historia parece estancarse. Tiene tendencia a crear las condiciones subjetivas de una guerra a muerte, pues si el rechazo no ha aportado a los árabes más que derrotas y desengaños, aceptar la existencia de Israel, tras la firma de los acuerdos de paz con Egipto y, sobre todo, de los Acuerdos de Oslo (1993), no ha tenido mejores consecuencias. Como sifuera fruto de una perversión dialéctica, dicha aceptación ha engendrado, a su vez, el rechazo de la paz por parte de los propios dirigentes israelíes. Un rechazo israelí animado por la estrategia estadounidense de dominación de Oriente Próximo.

Desde 1948 hasta hoy hemos pasado, pues, de un rechazo a otro. Si los estados árabes se mostraron incapaces, entre 1948 y 1973, de comprender la cuestión nacional israelí en su dimensión política, hoy son los dirigentes israelíes quienes persisten en su ceguera ante el hecho nacional palestino. El rechazo israelí se remonta en la historia tan lejos como el rechazo árabe. Del mismo modo que los árabes se prohibían pronunciar el nombre de Israel hasta 1967, los israelíes consideraban que la Palestina árabe jamás existió. Hablaban de una «tierra sin pueblo», de los «árabes israelíes», de los «refugiados», jamás de los «palestinos». Golda Meir, primera ministra de Israel, estaba tan imbuida de mesianismo nacionalista que afirmaba no «conocer» la existencia de un pueblo palestino. Y del mismo modo que la negación árabe cimentó el nacionalismo concreto israelí, haciendo de esta sociedad una de las más sólidamente unidas y belicistas del siglo xx, la negación israelí ha cimentado el nacionalismo palestino.

Sin embargo, este es radicalmente diferente, en su contenido, del nacionalismo israelí. Tanto por carecer del carácter fundamentalmente confesional del Estado judío' como por expresar la diversidad cultural confesional de los palestinos (concebido por la OLP como un pueblo árabe-judío-cristiano-musulmán), el nacionalismo palestino es la expresión de un Estado laico y pluralista. Esta concepción, corolario del ascenso del nacionalismo árabe y del modernismo socializante de las décadas de 1950, 1960 y 1970 en Oriente Próximo, tras una serie de vicisitudes, ha desembocado en una derrota paralela a la del nacionalismo árabe. El nacionalismo israelí, por su parte, está perdiendo su connotación laica, sionista;

se está transformando progresivamente en nacionalismo religioso (sobre todo por influencia, dicho sea de paso, de los judíos procedentes del mundo árabe, confirmando la idea de que el conflicto es en esencia religioso. No es casualidad que las negociaciones con los palestinos hayan tropezado siempre en la cuestión de Jerusalén, ni que el auge de la extre-ma derecha israelí se reflejara en la provocación, favorecida por el labo-

1. Analizado por Israel Shahak en Jewish History, Jewish Religión, Pluto Press, Londres, 1994.

rista Ehoud Barak, de la explanada de la mezquita de Al-Aqsa en 2000. El nacionalismo palestino, en conflicto interno entre la dimensión religiosa y la dimensión laica, sufre ahora la misma mutación.

Otro aspecto que debe ser tenido en cuenta para comprender el punto muerto en que se halla el conflicto árabe-palestino-israelí en Oriente Próximo es que, desde su comienzo, ha estado internacionalizado, atrapado en las redes del enfrentamiento Este-Oeste. Desde la creación del Estado de Israel, se ha convertido en una carta en manos de las potencias europeas (hasta 1956, fecha de la intervención anglo-franco-israelí en Egipto) y, después de Estados Unidos frente a la Unión Soviética y al mundo árabe. La relación israelí-estadounidense es decisiva para entender la política de superpotencia regional de Israel, que se mantiene sobre todo gracias a la ayuda estadounidense. La derrota israelí en la primera etapa de la guerra de 1973 y la posterior intervención de Estados Unidos para restablecer la situación del ejército israelí evidencian esta inquietante realidad.

Israel es una superpotencia regional porque, incluso tras la caída de la Unión Soviética, es un vector de la estrategia estadounidense en esta región. El mundo árabe musulmán y la opinión pública en general comparten un prejuicio sobre las relaciones entre Israel y Estados Unidos que consiste en creer que la política estadounidense en Oriente Próximo está totalmente «manipulada» por el lobby proisraelí2 de Estados Unidos. Para los regímenes árabes, este prejuicio presenta la ventaja de que les permite exonerar a los diversos gobiernos estadounidenses y controlar la alianza-sumisión de los Estados árabes con Estados Unidos: este país se encontraría sometido al «chantaje» de los judíos estadounidenses, que

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todo lo «controlan», desde las elecciones hasta el rumbo de la Bolsa. Se trata de una visión elemental que se niega a reconocer (a sabiendas) un dato fundamental del conflicto: Israel constituye una baza, una carta, un vector de la política estadounidense en la región. Si el «lobby» pro-israelí existe y se beneficia de poderosas ramificaciones en el interior del sistema estadounidense, es porque tiene los mismos intereses que Estados Unidos. Cumple una función en el seno de la dominación imperialista estadounidense. Y no es diferente de los demás lobbies (los de otras «comunidades»,

2. El lobby pro-israelí incluye a judíos y no judíos partidarios de Israel. Por eso es más exacto hablar de lobby pro-israelí que de lobby judío.

los de intereses económicos, los grupos de presión corporativistas, etc.). El poder estadounidense es, por naturaleza, un poder de lobbies, pero no se reduce a ellos. En realidad, desde 1956, Israel ha estado integrado en la estrategia regional estadounidense con mayor o menor grado de autonomía, nunca total, sabiendo que lo que prima para Estados Unidos son ante todo sus intereses. Lejos de ser un «fardo» para Estados Unidos, Israel es, a su modo y sin duda con beneficiosas ventajas, un sujeto, un agente, una víctima potencial de la estrategia estadounidense en la región. Israel se beneficia de esta situación, pero está condenado a vivir en un estado de guerra perpetua. Desde la conferencia de Madrid, Estados Unidos ha acentuado su control confiscando en su provecho el conflicto palestino-israelí. Ni Rusia ni Europa tienen ya peso en ese conflicto que, en realidad, se resume en un desigual enfrentamiento entre Estados Unidos, Israel y sus aliados árabes, por un lado, y los palestinos, divididos e impotentes, por el otro. Un enfrentamiento que llevó a los acuerdos de Oslo, y a su previsible fracaso.

6. EL DOBLE CAMBIO TRAS OSLO

[...] Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos. ¡Ay de los que añaden casas a casas y juntan campos con campos hasta no dejar sitio [...]!

Isaias, 7-8

El balance del proceso de Oslo, iniciado en 1993, es desastroso.1 Deja cortas las más sombrías previsiones de quienes, con razón o sin ella, de-

1. En un contexto de profunda modificación del orden internacional bipolar y de la primera guerra contra Irak, los acuerdos de Oslo (que toman su nombre de la ciudad en la que se desarrollaron las negociaciones secretas entre israelíes y palestinos) se basaban en un principio simple: el intercambio de territorios (para los palestinos) por paz (para Israel); es decir, el derecho para ambas partes a existir plenamente en la región. Firmados el 13 de septiembre de 1993 en Estados Unidos, estos acuerdos debían conducir, a través de varias etapas, a la retirada israelí de una parte cada vez más importante de los territorios ocupados (Oslo I, Oslo II en 1995, acuerdos de Eretz en 1997) y a la creación de una «autonomía» palestina (Oslo II), una especie de embrión de Estado en espera de un acuerdo definitivo entre ambas partes. En realidad, la «autonomía» concedida hasta ahora solo permite a los palestinos controlar su vida en los ámbitos social y de seguridad, responsabilidad de la que Israel desea desembarazarse. Además, estos acuerdos han sido sistemáticamente violados por Israel, cuyos sucesivos gobiernos han proseguido la colonización de los territorios ocupados, y, cuando había una posible solución al alcance de la mano, por los atentados integristas. La prosecución de las negociaciones (acuerdo de Wye Plantation en 1998, memorando de Charm el-Cheik en 1999, cumbre de Camp David en 2000) no han logrado el fin de la colonización ni resolver los problemas más importantes para ambas partes: el de Jerusalén y el de los refugiados palestinos. Fueron estas dos cuestiones las que llevaron a la parte palestina a rechazar en Camp David la propuesta del gobierno israelí: Arafat no podía presentarse ante su pueblo sin un tratamiento justo de la cuestión de los refugiados y sin la partición de Jerusalén entre los dos Estados. La desigualdad de las relaciones de fuerza entre las dos partes (Israel dispone de un Estado denunciaban sus peligros y debilidades cuando se puso en marcha. En rea-lidad, este proceso fue asesinado junto con Isaac Rabin, ya que no hay en Israel ninguna personalidad de envergadura histórica susceptible de suce-derle. Arafat fue capaz de alzarse a la altura de la paz porque se elevó a la altura de Rabin; y volvió a ser él mismo frente a la mediocridad de todos los sucesores de Rabin. En la historia cuenta la personalidad.

Veamos la realidad actual. El principio del proceso de paz (paz por territorios) nunca ha sido realmente respetado por Israel. La ocupación y la colonización, larvadas o brutales, han proseguido, con independencia de las retiradas realizadas por el ejército israelí, hoy enormemente cuestionadas.

A pesar de todo, hasta junio de 2001, fecha de la elección de Ariel Sharon como primer ministro, seguía habiendo esperanza de paz, aunque muy mermada por las incesantes violaciones y regresiones de Israel, los atentados palestinos y la negativa de Estados Unidos a influir para que se llegara a una solución justa.

Después, la violencia ha alcanzado un nivel sin precedentes.2 Los ataques militares y los atentados suicidas no cesan de replicarse, hundiendo a los israelíes en una inseguridad cada vez mayor y a los palestinos en un infierno que afecta a todos los ámbitos de la vida: integridad física (las respuestas israelíes son diez veces más mortíferas que los ataques palestinos), imposibilidad de satisfacer sus más elementales necesidades (más del 60% de la población vive ya por debajo del umbral de pobreza), vivienda (2.000 casas han sido destruidas en apenas dos años),3 trabajo, educación, sanidad, libertad de desplazamiento (desarrollo sin precedentes de carreteras de circunvalación, puestos de control, muros); todos estos aspectos de la vida cotidiana son sistemáticamente desestabilizados por el ejército israelí de ocupación,

El gobierno Sharon parece oscilar entre dos estrategias. Una, próxima a la de sus predecesores, de derecha o de izquierda, consistente en

-tado con todos los atributos de poder y apoyado de manera incondicional por Estados Unidos; los palestinos, carecen de Estado y de apoyo eficaz en la comunidad internacional) fue determinante en este atolladero y sigue siendo, en la actualidad, una de las causas principales del punto muerto a que se ha llegado.

2. A comienzos de abril de 2003 los muertos de la segunda Intifada se elevaban a más de 3.300, de los cuales más de 2.500 palestinos y más de 700 israelíes.

3. Marwan Bishara, Palestino - Israel: lapaix ou 1'apartheid, La Découverte, 2002.

dar la impresión de negociar para impresionar a la comunidad internacional, y paralelamente proseguir la colonización y la represión sistemática, empujando a los palestinos a la desesperación y, eventualmente, a marcharse. Y otra, consistente en desplazar violentamente a la población palestina a unos reductos, cada vez más poblados, de los territorios ocupados. La construcción de un «muro», de siniestro recuerdo, va en este sentido. Esta opción, que comenzaría por transferir a los palestinos de las grandes ciudades a los pueblos vecinos y que instauraría una política de concentración de los palestinos para garantizar su control, desembocaría finalmente en «constatar» la imposibilidad de contener a los palestinos, momento en que la deportación sería de algún modo «indispensable».

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En este contexto, los islamistas palestinos y los autores de atentados suicidas son auténticos aliados de la política israelí. Permiten al gobierno llevar a cabo tranquilamente su primera estrategia. A ello se suma la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo que, tras el 11 de septiembre de 2001, hace el clima internacional aún más propicio a esa estrategia. Ante el silencio del mundo.

Aunque los atentados suicidas constituyen reacciones desesperadas, no dejan de ser una aberración de los islamistas palestinos. La resistencia política ganaría si obtuviese el apoyo de la opinión pública israelí rechazando la trampa del extremismo que los integristas judíos y musulmanes erigen en estrategia. Según Marwan Bishara, escritor y periodista, esa resistencia habría debido —y debería— limitarse al interior de las fronteras de 1967, señalando así la voluntad palestina de que se reconozca sus derechos legítimos, y exclusivamente estos.

Dada la asimetría del conflicto, los principales responsables del drama siguen siendo los sucesivos gobiernos israelíes, apoyados activamente por Estados Unidos, con una pasividad, incómoda por parte de los europeos y vergonzosa por la de los gobiernos árabes, cuyas intervenciones no van más allá de los gestos en los encuentros internacionales.

La consecuencia más importante del fracaso de Oslo es el cambio de contenido del conflicto. Asistimos a varias modificaciones fundamentales:

a) En primer lugar, el conflicto se transforma en confesional por obra de las fuerzas opuestas a la paz. Entre la derecha y la extrema derecha religiosa israelíes y los islamistas palestinos de Hamás hay una eficaz alianza objetiva. Unos y otros están interesados en hacer que un conflicto que era político se convierta en religioso y sagrado, que imposibilite toda solución humana, secular, laica, racional. Se trata de una gigantesca regresión histórica, de una derrota incalculable para los partidarios de una política de la razón. Es también la mejor vía para el suicidio colectivo, si se tiene en cuenta además que, un día u otro, los islamistas tendrán armas de destrucción masiva a juego con la amenaza nuclear israelí y que, ra-dicalizando la terrorífica tradición de las «bombas humanas», no dudarán en pasar a una fase superior de terror.

b) La incapacidad de las fuerzas laicas, tanto israelíes como palestinas para oponerse a esta ascensión del integrismo en ambos bandos. La tentativa de destrucción de la OLP por el ejército israelí, como consecuencia de la política de extrema derecha (Shamir, Netanyahu, Sharon) es el golpe más duro contra la posibilidad de una solución laica de compromiso entre Israel y los palestinos. Hoy por hoy no hay alternativa a la OLP en el campo palestino. Su desaparición equivaldría al retomo de la irracional política de atentados terroristas y acentuaría la fragmentación de la resistencia palestina volviéndola incontrolable. Es una política suicida para los civiles israelíes y palestinos. Una política que hace de los civiles las víctimas de la falta de visión de sus dirigentes.

c) El cambio de la estrategia estadounidense frente a este conflicto, debido a tres razones fundamentales: por una parte, la opción del presidente Bush de militarizar las relaciones internacionales; por otra, la belicosa voluntad de Estados Unidos de apoderarse de los recursos energéticos de Iraq y de controlar más estrechamente al mundo árabe, cuya consecuencia es el fortalecimiento de la baza israelí y, por tanto, un apoyo incondicional a la política de los dirigentes israelíes; y, por último, la voluntad, tras el 11 de septiembre de 2001, de transformar en confesionales los conflictos mundiales, sobre todo frente al islam (lo que lo convierte en un adversario permanente, capaz de sustituir al «comunismo» en la mitología guerrera del imperialismo estadounidense). Todos estos factores explican el «laissez-faire» estadounidense en Oriente Próximo y la idea de que un nuevo ciclo de enfrentamientos violentos es, si no deseable, al menos inevitable. En todo caso es lo que repiten sin cesar los «halcones» de la administración Bush.

d) La impotencia de los Estados árabes, hoy todos integrados (debido a las presiones financieras en el caso de Egipto —la «ayuda» de 2.000 millones de dólares anuales, es la más importante después de la que se da a Israel— o por haber sido clientelizados y neutralizados en el caso de los demás). Esta impotencia es tan ventajosa para Estados Unidos como para Israel. Significa que todos esos regímenes están en la práctica decididos a ejercer la más inmisericorde de las represiones contra lo que denominan «la calle», es decir, su propia gente, en el caso de que se aventurase a ir demasiado lejos en la expresión de su humillación y su cólera. La impotencia estratégica de los Estados árabes, les transforma defacto en poli-cías represores de toda oposición al orden imperial en la región. Esta constatación es válida desde el Magreb hasta los lejanos regímenes feudales de la península Arábiga. La pura verdad es que todos los regímenes árabes están hoy integrados o neutralizados en la estrategia de dominio estadounidense de Oriente Próximo .4

e) Por último, la política de «seguridad» israelí es en la actualidad una estrategia encubierta para aumentar la colonización de las tierras palestinas. Esta política de colonización sitúa en primer plano a los civiles y añade a la política de guerra del Estado israelí una estrategia de guerra civil entre los pueblos, cuya consecuencia es acentuar la separación entre los pueblos israelí y palestino. Solo puede desembocar en la destrucción del adversario como condición necesaria de una seguridad absoluta. Aleja la idea de que, en este conflicto, la única seguridad posible reside en la aplicación de la justicia y del derecho. Lleva a un suicidio mutuo y colectivo.

La confiscación del conflicto para único beneficio de Estados Unidos y de las fuerzas ultraconservadoras y colonialistas en Israel hace cualquier solución pacífica improbable a corto plazo. En cambio podemos prever sin miedo a equivocamos que, frente a ello, la resistencia palestina revestirá formas mucho más duras y que aumentará la influencia de los más radicales. Pero todo ello no llevará a ningún lado, puesto que ni hay, ni puede haber, una solución militar al conflicto. Israel puede ganar una guerra contra un ejército, pero no puede vencer la fe de un pueblo desarmado.

4. El ejemplo de Arabia Saudí es paradigmático: los gastos militares saudíes están directamente determinados por los consejeros estadounidenses del ministerio saudí de Defensa, lo que conduce, como es fácil de imaginar, a aberraciones: el gasto es más acorde con los deseos de los empresarios estadounidenses que con las necesidades saudíes; y lo que es peor, el material vendido es conscientemente vulnerable al material estadounidense. No debe servir para que los saudíes se defiendan o ataquen al ejército israelí o el estadounidense. Cf. Maghreb-Machrek, n.° 174, octubre-diciembre de 2001.

Debe pactar si no quiere verse condenado a vivir por mucho tiempo en estado de guerra.

La historia, la geografía, el ritmo de crecimiento de las poblaciones, el inevitable desarrollo de los países árabes, todo hace imposible una solución israelí impuesta por la fuerza. La historia de Oriente Próximo tiene un trasfondo árabe musulmán, cristiano y judío. Israel puede querer dar prioridad a la dimensión judía, pero no puede negar esta

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multiculturalidad con un judaísmo aislado. Deberá integrarse en esta región, o vivir en guerra. La geografía no le brinda la posibilidad de existir solo a la larga. En la era de las agrupaciones regionales y de la globalización, Israel solo puede vivir como potencia económica asociado a los mercados de esa región. A menos que se convirtiera claramente en el estado número 51 de Estados Unidos, no puede contar con la ayuda eterna del mundo occidental. En cambio, tras la entrada de Turquía en la Unión Europea, puede elegir la paz, unirse a Europa y convertirse en un eje para la integración no solo de Oriente Próximo, sino de todos los países del área mediterránea en la órbita de la economía europea. La demografía también actúa en contra de Israel. Al menos en los próximos veinticinco años, aumentará la población árabe, sobre todo la Palestina y la Siria. Por más que Israel llame a los judíos de los países del Este, estos no podrán contrarrestar el crecimiento demográfico de los países de la región. La batalla demográfica está perdida de antemano por Israel, cuyo poderío armado solo podrá retrasar el desenlace. Solo por esto, Israel debería buscar la paz y no la guerra.

Los países árabes, aunque no sea más que por imposición del imperio mercantil, acabarán también por acceder a la modernidad y por controlar su relación con lo religioso. Se convertirán en actores del desarrollo económico y adquirirán la tecnología necesaria para dar un efecto multiplicador a sus recursos humanos y naturales. Es algo inevitable que puede actuar contra Israel si este continuara en su rechazo o constituir una ventaja si es capaz de convertirse en actor de ese desarrollo.

La democratización, una de las vertientes del proceso de constitución del imperio mercantil, es también inevitable para el mundo árabe musulmán. Es la condición necesaria de su integración en el sistema mundo de la economía. Las élites actuales no podrán mantener por mucho tiempo su dominación, basada en el oscurantismo y el despotismo no ilustrado. Nuevas clases sociales en vías de constitución, junio al surgimiento de nuevos actores —las mujeres, la juventud pobre— impondrán a las fracciones dirigentes de las clases medias actualmente en el poder, así como a los residuos feudales, un cambio democrático del sistema de poder. Y ello tendrá consecuencias inevitables para Israel: afectará a su concepción de sí mismo. El aumento, en el propio Israel, de las reivindicaciones democráticas por parte de la población no judía, sobre todo musulmana, pondrá a prueba al poder israelí, que deberá elegir entre la perennidad de un Estado confesional minoritario, blindado en una coraza obligatoriamente no democrática con respecto a esos ciudadanos de segunda que son los «árabes israelíes», o arriesgarse a convertirse en un Estado democrático, laico y multiconfesional. El actual poder israelí puede negarse a ver estas opciones, pero no puede suprimirlas. La historia actúa en contra de la guerra en Oriente Próximo. Es algo de lo que los propios palestinos, con la notable excepción de Edward Said, todavía no se han dado cuenta, entregados como están, con toda legitimidad, a conquistar su independencia nacional. Porque tampoco ellos podrán vivir separados de Israel; necesitan a las fuerzas democráticas israelíes para emanciparse.

La paz no puede ser la de los vencedores, como tampoco puede ser una paz conquistada militarmente por los vencidos. Las dos Intifadas palestinas han mostrado tanto su eficacia como sus limitaciones. Han dado la vuelta a la situación estratégica a favor de los palestinos, al mostrar al mundo el carácter colonial y militarista del Estado israelí en los territorios ocupados; también han puesto de relieve la injusticia histórica cometida para con el mundo árabe por unas relaciones internacionales sometidas en esa región al diktat estadounidense e israelí: ¿cómo se puede aceptar que Israel se niegue desde 1967 a aplicar la resolución 242?5

Los ejes de la solución pacífica son bien sabidos. Giran en tomo a tres principios simples:

1) La seguridad legítima de Israel implica la seguridad legítima del futuro Estado palestino. Son dos cuestiones indisociables que implican el reconocimiento del derecho a la existencia de un Estado israelí y de un Estado palestino en condiciones seguras, viables para el Estado palestino

5. Adoptada por el Consejo de Seguridad el 22 de noviembre de 1967, la resolución exige «la retirada de las fuerzas armadas israelíes de los territorios ocupados durante el reciente conflicto» y el «respeto y reconocimiento de la soberanía y la integridad territorial y de la independencia política de todos los Estados de la región».

y garantizadas a nivel internacional. Un Estado palestino, no unos «ban-tustanes».

2) Un acuerdo sobre el estatuto de Jerusalén como capital de ambos Estados, el cese inmediato de la colonización y la retirada de los colonos israelíes del territorio palestino.

3) Un acuerdo sobre la limitación del retorno de los refugiados palestinos. Este acuerdo, indispensable, solo será legítimo si prevé una declaración de los israelíes sobre la limitación de la ley de retomo al actual territorio de Israel, puesto que no debe olvidarse que esta ley es la raíz de las incesantes colonizaciones del territorio palestino. También implica importantes compensaciones para los palestinos que han permanecido en el exilio. Es la cuestión más espinosa, ya que afecta no solo a las instituciones representativas legales palestinas, sino también a los países en los que hay una importante diáspora Palestina. Supone, en el fondo, que el acuerdo palestino-israelí sea previo a un acuerdo de paz global, en el que Siria y Líbano vean satisfechas sus reivindicaciones legítimas.

Sea cual sea el enfoque desde el que se mire la cuestión palestino-israelí, llegamos siempre a la misma conclusión: solo puede haber paz si esta es justa. La justicia es la principal garantía de la seguridad. Hasta que Estados Unidos y sus aliados en Israel no reconozcan este principio, la sangre seguirá corriendo, destruyendo la cohabitación entre dos pueblos que lo tienen todo para desarrollarse mutuamente. Dos pueblos cuyo destino universal —piensen lo que piensen en la actual adversidad— está unido.

6. Cualquier reflexión sobre el conflicto árabe-palestino-israelí es necesariamente parcial (en los dos sentidos de la palabra) debido a la extrema complejidad del conflicto. Sobre el proceso de Oslo es conveniente leer: Israel-Palestine demain, de Philippe Lemar-chand y Samia Radi, Éditions Complexe, 1996; sobre los acuerdos de Camp David en 2000, la mejor obra en francés es la de Charles Enderin, Le Revé brisé, Fayard, 2002; así como el testimonio de Shlomo Ben Ami, ¿Cuál es el futuro de Israel?, Ediciones B, Barcelona, 2002. Para una visión histérico-política del conflicto son imprescindibles los dos tomos de Henri Laurens: La Question de Palestino, Fayard, 1999 y 2002. Y para un conocimiento matizado de los múltiples parámetros estratégicos del enfrentamiento cotidiano podemos leer el excelente trabajo de Alain Gresh y Dominique Vidal: Les 100 cíes du Proche-Oríent, Hachette Littératures, Col.

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«Pluriel», 2003.

7. LA DURA REALIDAD DEL MUNDO ÁRABE

En el umbral del siglo xxi, no podemos ir a contracorriente de la globalidad y la modernidad. Y estas, querámoslo o no, pasan por la secularización de lo social y de lo político.

jacques berque, Une cause jamáis perdué

Estados Unidos, parece defender hoy la vía de la «recomposición» de los Estados-nación árabes. Para ello, se propone redibujar los mapas de estos países. Siguiendo la estrategia de los gobiernos de la derecha israelí de Shamir a Sharon, Estados Unidos puede favorecer a la larga un estallido de los Estados árabes, jugando con los identitarismos étnicos y confesionales en la mayoría de estos países. Es una estrategia consistente en complacer a las minorías por separado y enfrentarlas entre sí. Esto es lo que, según todo da a entender, está haciendo el gobierno estadounidense en Iraq, «federalizando» el país según criterios confesionales y étnicos, atomizando el poder entre los shiíes y los sunníes, los kurdos e incluso los «caldeos» o los «chebak»... para dominarlos mejor. Se formarán así unos Estados minoritarios confesionales acordes con el espíritu de los acuerdos Sykes-Picot de principios del siglo xx. Esta estrategia, pensada por la administración Bush, está preñada de peligros. Abrirá un período de inestabilidad que puede llevar a estas regiones al caos y repercutir inevitablemente en Europa. Además, dado que confunde lo árabe con lo musulmán, tropezará tanto con el sentimiento nacional árabe como con el irredentismo religioso. Puesto que —otro aspecto novedoso de esta última década— está surgiendo una conjunción del islam como ideología de combate y del

1. Jacques Berque, Une cause jamáis perdue, Éditions Albin Michel, 1998, p. 144.

nacionalismo como identitarismo político. Su punto de unión es la oposición al imperialismo estadounidense y a la política israelí en Palestina. El islamo-nacionalismo es la forma que adoptan hoy los movimientos sociales de protesta en los países árabes musulmanes. Como en la época de las luchas por la independencia nacional, la alianza de estas dos comentes constituirá un poderoso fermento de enfrentamiento a la expansión opresiva de «Occidente». La catastrófica situación del mundo árabe en los ámbitos social y político, favorecerá esta paradójica unión del panislamismo radical y del nacionalismo de la humillación.

En efecto, por encima de las diferentes situaciones de los veintidós países que constituyen este conjunto, se dan unas condiciones comunes resultantes de la combinación de diversos factores. La historia, la opresión colonial, la pertenencia a una religión profundamente compartida, el uso de una lengua común y la unidad geográfica hacen que el «mundo» árabe exista en sí, que sea percibido como tal desde el exterior y que comparta una comunidad de sentimientos innegable. La solidaridad árabe popular, aunque reprimida por los gobiernos, es una poderosa realidad; es la raíz de una opinión pública árabe transnacional, que se manifiesta sobre todo en tomo a la cuestión palestina pero que puede estallar si algún país árabe es víctima de una agresión extranjera.2 El conflicto actual entre los gobiernos marroquí y argelino con respecto al Sahara Occidental no debe ocultar, por ejemplo, el hecho de que ambos pueblos se unirían frente a cualquier amenaza exterior. Y lo mismo sucede en todas partes. Aunque cada vez es mayor la diferencia de intereses entre las naciones árabes, hay una unidad de sentimientos, una unidad de pertenencia común.

Sin embargo, a no ser desde el punto de vista de esa pertenencia transnacional, identitaria, intensamente afectiva, el concepto de «nación» árabe no tiene demasiado sentido frente a las realidades nacionales particulares que se han constituido desde hace más de un siglo. La historia del mundo árabe desde la Segunda Guerra Mundial ha mostrado que esa «nación» unitaria no existía políticamente y que no existirá en el futuro por simple decreto. No se pasa así de los sentimientos a las realidades modeladas por la historia. Por esto es por lo que el camino de la construcción de un con-junto árabe estructural y coherente será largo. Y deberá inspirarse en el

2. Samir Amin ha señalado este fenómeno hace mucho tiempo en La Nation árabe, Éditions de Minuit, 1976.

ejemplo europeo. Dicho de otro modo, pasar por una etapa programática, establecer políticas comunes, favorecer la emergencia de proyectos compartidos, definir un espacio mercantil propio, existir políticamente de manera progresiva y realista.

Esta terapia llevará tiempo, dado lo desastroso del estado social, económico y político del conjunto árabe en la actualidad. El Informe de desarrollo humano en el mundo árabe,3 publicado en 2002, es especialmente clarificador. Su principal conclusión es implacable: el mundo árabe ha perdido literalmente el último tercio del siglo xx, a pesar de que disponía de medios suficientes para ser un actor significativo. Por todas partes aparecen regresiones en cadena: aumento de la pobreza (durante los últimos veinte años, el índice de crecimiento de los ingresos por habitante ha sido el más bajo del mundo, con excepción del África subsahariana); disminución de la productividad del trabajo; descenso de la cualificación; huída de cerebros;

reproducción inquietante de la desigualdad entre los sexos (no ha habido ninguna promoción auténtica de las mujeres: mientras que estas representan la mitad de la población, no ocupan más que el 3,5% de los escaños parlamentarios); urbanización salvaje (más del 50% de la población vive en la actualidad en las ciudades); paro (más del 15% de la población en la actualidad, y se prevé que afectará a más de 25 millones de personas en 2010); crisis profunda de los sistemas de sanidad, vivienda, enseñanza (un 65 % de analfabetos, de los que dos tercios son mujeres); grave desconexión con la revolución técnica y los nuevos conocimientos...

Con respecto a las diferencias nacionales en el seno del mundo árabe, su mejor ilustración es el siguiente ejemplo: Kuwait sigue de cerca a Canadá, mientras que Yibuti está cerca de Sierra Leona, el país que registra el índice de desarrollo humano más bajo. Un modo de decir que el crecimiento medio en los países árabes o es negativo, o está estancado.

A esta situación económica de subdesarrollo persistente se le suma un crecimiento continuo de la población: en la actualidad, los veintidós países representan 280 millones de habitantes, es decir, el 5 % de la población mundial; en

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2020, la población se elevará a 440 millones de habitantes.

¿Por qué el mundo árabe se halla bloqueado de este modo cuando dispone de todos los recursos para desarrollarse? La respuesta no reside únicamente en la responsabilidad del sistema imperial dominante. El pro-

3. Arab Human Development Report, UN/DP, Nueva York, 2002.

blema fundamental es interno. Es un mundo enfermo. Y su enfermedad está claramente diagnosticada: falta de democracia.4

Si tomamos los indicadores utilizados por los autores del Informe de desarrollo humano para definir este concepto —la suma de las formas del sistema político, de la participación ciudadana, de las libertades civiles, de los derechos políticos, de la independencia de los medios de comunicación—, constatamos que el mundo árabe ocupa la última posición mundial en lo que a democracia se refiere. Es una constatación incuestionable, y fundamental. Mientras las sociedades árabes no se liberen, no podrán emanciparse, ni acometer el trabajo de reforma moral e intelectual necesario para actuar sobre su presente y modelar libremente su futuro.

La formación de Estados de derecho libres es la condición sine qua non del desarrollo cultural, económico y social de estas sociedades. Este objetivo implica, además del necesario pluralismo político, una reforma en profundidad de la administración, la lucha contra la corrupción, el fortalecimiento de las instituciones políticas locales, la libertad de los medios de comunicación (el éxito de Al-Yazira es un ejemplo de las expectativas de la opinión pública). Dicha democratización introducirá unas dinámicas de evolución aceptadas por las poblaciones, frente a las alternativas radi-cales impuestas en la actualidad por las élites dirigentes («o nuestro despotismo, o la barbarie integrista»).

4. Si fuese necesario sacar una conclusión, y solo una, de la historia del mundo occidental posterior a la Edad Media que explique por qué es en Occidente, en Europa, donde se ha producido el desarrollo económico y social —por qué, dicho de otro modo, se ha constituido el milagro de la modernidad— , podríamos subrayar sin temor a equivocarnos la sobredeterminación de lo político y lo que D. C. North y R. P. Thomas llaman, en El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia económica (900-1700), Siglo XXI, 1987, las «disposiciones institucionales» necesarias para la innovación económica, científica y técnica. La continua adaptación de las formas de propiedad a las nuevas relaciones de producción, de las formas políticas a las nuevas formas de propiedad ha sido decisiva para que la superioridad del modelo de desarrollo occidental sobre el resto del planeta sea irreversible. Paúl Kennedy, después de Braudel y muchos otros, ofreció una palmaria demostración de ello en Auge y caída de las grandes potencias. Plaza y Janes, Barcelona, 1994. Para el mundo árabe musulmán, la democratización, la formación de Estados de derecho, son las condiciones de acceso a la modernidad, nunca debatidos en la filosofía política musulmana, lo que engendró unos retrasos y desigualdades acentuados por la actual competencia económica planetaria.

El camino hacia esa emancipación es conocido: el mundo árabe debe hacer lo que sea para no dejar pasar de largo la nueva revolución científica y tecnológica del siglo xxi; para ello, necesita un aumento considerable de la escolarización; debe invertir grandes sumas en investigación y crear unas condiciones de vida decentes para preservar a las élites cien-tíficas y técnicas en sus países. Estas son sin duda las dos tareas más urgentes.

La reactivación económica en el seno de este mundo pasa por el establecimiento de grandes políticas comunes, la cooperación ínter árabe según el modelo de la Comunidad Económica Europea; la ampliación de los acuerdos euro-árabes de asociación por país a acuerdos árabes interregionales. Implica también que los poderes públicos asuman realmente la inversión en los sectores clave de las infraestructuras, la enseñanza, la sanidad y la vivienda. Ello no será posible si el sector privado de la economía no es ayudado e incluso favorecido: responde a una demanda de movilidad social y de eficacia que está surgiendo en todos esos países y que el Estado no puede satisfacer totalmente. La liberación del mercado —sin cuestionar las obligaciones sociales del Estado— es una condición necesaria para la inserción negociada en la región mediterránea. Los países árabes no tienen más remedio que asumir ese desafío. Junto a otro, aún más radical: la necesidad de encontrar un acuerdo justo con Israel, tanto contra las fuerzas mortíferas que actúan en este país como contra las que actúan en Palestina. Se trata de dos desafíos complementarios: democracia y paz.

El mundo árabe musulmán no puede evitar ni la democracia ciudadana ni la modernización de su sustrato religioso. No hay otra salida que apostar por un islam moderno, tolerante,5 que debe asumir la separación de lo espiritual y lo temporal y acceder al concepto de igualdad ciudadana, sobre todo entre los sexos. Es una revolución mental, un desafío.

5. Véase la reflexión lúcida de Abdelwahab Medeb, La enfermedad del islam. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003.

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CUARTA PARTE LA LARGA MARCHA DE AMÉRICA LATINA

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1. UN LABORATORIO DEL IMPERIO MERCANTIL

Como Asia ayer y quizá África mañana, América Latina es hoy el laboratorio por excelencia de difusión del modelo económico y social anglosajón, consustancial a la expansión planetaria del imperio mercantil. Aunque, desde finales del siglo xix, América Latina sufre el peso de la «norteamericanización», esta no avanzó en realidad hasta finales de la dé-cada de 1960, y lo hizo al ritmo de la crisis de los sistemas de Estados dictatoriales y de la llegada de las democracias representativas.

El ciclo autoritario, que siempre ha hipotecado a las sociedades latinoamericanas, se rompió a finales de la década de 1980 (su golpe de gracia simbólico me la caída de la dictadura de Videla en Argentina) y se inauguró un nuevo ciclo, democrático, del que se beneficiaron los movimientos de contestación social. Este paso de las dictaduras militares a la democracia parlamentaria, posibilitado tanto por la disminución del enfrentamiento Este-Oeste como por el debilitamiento social de los regímenes militares, supuso en todas partes (salvo en Colombia) la desaparición progresiva de los movimientos guerrilleros y el arraigo de la oposición democrática. Se mire como se mire, y aunque las formas de dominación sean hoy más perversas e incluso más profundas que en el pasado, es un paso sumamente positivo en la evolución de esas sociedades.

La progresiva democratización ha permitido que no solo se expresen en el espacio público los problemas vinculados a la expansión del capitalismo liberal, sino también la mayoría de los viejos contenciosos enterrados en el corazón de las sociedades latinoamericanas. Por ello, hoy resurgen con más fuerza que nunca los conflictos étnicos —«peso muerto del pasado», según una expresión habitual en América Latina— como trasfondo de los debates sobre la exclusión cultural y la dualización social.

Dentro de la comunidad de países pobres y sojuzgados, América Latina ha desempeñado siempre el papel de precursora. Fue la que primero, y más rápidamente, se liberó del yugo colonial organizándose en Estados-nación (desde 1820). Pero la liberación también reveló la existencia de una disociación interna relativamente fuerte en la mayoría de las so-ciedades: no encarnaba tanto la liberación de todos los pueblos autóctonos como la autonomización de las poblaciones europeas frente al poder colonial europeo. El proceso de «negación destructora» de las poblaciones indígenas, amerindias, seguía en pie como telón de fondo y, de hecho, aún sigue. Como en América del Norte, pero con menos éxito, las élites de origen europeo, erigieron unos estados socio-étnicos, en lugar de unas naciones estructuradas e integradas. La idea de ciudadanía republicana, aunque bebía de la mejor fuente europea —la Revolución francesa—, nunca se extendió a los indígenas. En realidad, la jerarquizada heterogeneidad de la población —indígenas, descendientes de esclavos africanos y europeos— ha permanecido como elemento fundamental de la sociedad latinoamericana.

La dominación de las poblaciones europeas en estas sociedades, su receptividad a los modelos culturales occidentales, la ausencia de una población autóctona con una estructuración tal que le permitiera sustentar formas de resistencia cultural duraderas (como el islam en los países árabes), son elementos que favorecen la absorción de las grandes dinámicas históricas de desarrollo económico impuestas desde el exterior. Por ello, América Latina ha experimentado casi todas las formas de transición económica y política que el capitalismo occidental ha producido desde el siglo xix: estados coloniales-dependientes, Estados intervencionistas, desarrollos «autocentrados», Estados liberales dictatoriales (Chile en las décadas de 1970, 1980 y 1990), Estados populistas corporativistas (Argentina).

La dominación total de Estados Unidos sobre América Latina desde 1898 explica en gran medida el bloqueo estructural de las sociedades latinoamericanas y su reclusión —con la excepción de Cuba— en el círculo estratégico estadounidense. En la actualidad. Estados Unidos no solo produce cerca del 70 % del PIB del conjunto de la región —lo que demuestra su preponderancia económica—, sino que su constante injerencia política y su influencia cultural hacen del continente situado al otro lado del Río Grande una periferia dependiente que se extiende hasta la Tierra del Fuego, No es ni un mercado común en el sentido europeo del término ni, propiamente hablando, una serie de naciones auténticamente independientes. Es, más bien, un patio trasero, un mercado libre, una reserva de mano de obra.

Estados Unidos ha suplantado a España en América Latina, pero no la ha sustituido desde el punto de vista cultural. En realidad, el imperio español, aunque estructurado en reinos diferenciados, era portador de un modelo cultural que ha dotado a América Latina de profundos rasgos comunes. Este poderoso modelo cultural —que le ha permitido sobre todo oponerse a América del Norte— se ha estructurado históricamente en tomo a unas identidades nacionales diferenciadas.

La unidad cultural del continente, el «hispanoamericanismo», se constituyó modernamente sobre las ruinas del Imperio español, pero fundamentalmente frente al imperialismo estadounidense, a comienzos del siglo xx. Dos corrientes contradictorias actúan en esta identidad latinoamericana: una aspiración «bolivariana» a la unidad continental y, como contrapunto, una tendencia a la división en naciones que frena al «latinoamericanismo» militante. La llegada, durante el siglo xx, del discurso comunista no fue capaz de sofocar estas tendencias de fondo. Carlos Monsiváis, uno de los mejores analistas latinoamericanos, subraya lo que en el fondo une a los latinoamericanos: «El idioma español, la religión católica, la familia tribal, la metamorfosis incesante de las costumbres hispanoamericanas, los procesos de consolidación histórica, el autoritarismo y los reflejos condicionados ante la autoridad», y también «la exasperación ante lo indígena (considerado «el peso muerto»), la mistificación del mestizaje, el afianzamiento de los prejuicios raciales, las corrientes migratorias, el frágil equilibrio entre lo que se quiere y lo que se tiene».' Este ethos cultural sigue impregnando las sociedades latinoamericanas, aunque, desde el comienzo de la revolución liberal y la expansión del imperio mercantil, asistamos a una «norteamericanización» muy rápida de América Latina.

El gran punto de inflexión se sitúa en tomo a la década de 1970: a partir de entonces, social, política e incluso culturalmente, la sociedad latinoamericana se desprendió de Europa para dar un giro, y someterse, a Estados Unidos y su modelo anglosajón. Monsiváis afirma que este proceso comenzó en realidad, a finales del siglo xix, aunque no se desarrolló en serio hasta después de la década de 1950. Lo define así:

1. Carlos Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 115.

El proceso que comienza a finales del siglo xix, la americanización (en el sentido de versión monolítica de lo

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contemporáneo) se afianza en la segunda mitad del siglo xx por el poder económico y cultural de Estados Unidos, la implantación de la publicidad como idioma cotidiano, la política desaforada de importaciones, las debilidades económicas, la ansiedad de estatus de las clases dominantes y la ubicuidad de la industria del espectáculo de Norteamérica...2

Evidentemente, podríamos añadir a este cuadro todas las pinceladas que caracterizan a una sociedad alienada y aculturizada —y tanto la literatura como la poesía, de Jorge Luis Borges a Octavio Paz nos ofrecerían mil matices—, pero lo esencial para nuestro propósito reside en que América Latina está, más que Europa y de modo mucho más compulsivo, profundamente atrapada en las redes del sistema imperial mercantil moderno; quizá por ello surgen en este continente formas embrionarias de contestación global a este sistema (Brasil, Venezuela, Ecuador, Argentina, México, etc.).

2.1bid.,p. 153.

2. EN PRIMERA FILA PARA EL AJUSTE ESTRUCTURAL

América Latina es también el primer continente que experimentó, a partir de la década de 1970, las terapias de choque aplicadas por las instituciones financieras internacionales a los países en vías de desarrollo. Todo el continente se vio sometido al ajuste estructural. En 1973, tras el golpe de Estado militar del general Pinochet (y el asesinato del presidente Allende), Chile aplicó drásticamente y al pie de la letra las medidas preconizadas por el FMI. En 1982, tras la primera gran crisis de la deuda, México emprendió el mismo camino. Ante la imposibilidad de aprovisionarse en los mercados financieros internacionales, el gobierno hizo recaer el esfuerzo del pago de la deuda sobre la población. Pero, como ocurrió en 2002 en Argentina, la huida de capitales mexicanos a Estados Unidos y a los paraísos fiscales era impresionante. El país estaba arruinado, pero los grupos financieros y la oligarquía política funcionaban de maravilla. Además, con el pretexto de que era necesario un «saneamiento» de la economía, entregaron el país al capital estadounidense mientras creaban, por primera vez en un país independiente, espacios para la explotación de la mano de obra mexicana comparables a los que existían en las colonias o en las industrias más inicuas de la Inglaterra del siglo xix. Las zonas de «maquiladoras» se convirtieron en el símbolo de la complicidad entre las élites dirigentes de los países dominados y la estructura del capital financiero mundial (en el caso de Estados Unidos con un monopolio total sobre los trabajadores mexicanos).

Los demás países de América Latina establecieron, también durante la década de 1980, unas políticas igualmente radicales de ajuste estructural. Así, Perú se convirtió, junto con Argentina y Chile, en uno de los «mejores alumnos del FMI», según los dirigentes de esta institución. A comienzos de la década de 2000, este país hacía alarde de unos resultados macroeconómicos perfectamente ortodoxos: tasa de crecimiento del PIB del 4%, inflación por debajo del 2,5%, déficit presupuestario de solo el 2%.' Pero no hay que dejarse deslumbrar por estas cifras tranquilizadoras: la exclusión social, la dualización económica, la desviación de los ingresos, la precarización y el paro jamás se habían desarrollado con tanta rapidez. Los más desprotegidos —sobre todo los indios— fueron quienes pagaron con su sangre el «éxito» liberal. En 1994, fue el Brasil del social-demócrata Henrique Cardoso el que se convirtió al liberalismo: en dos legislaturas se establecieron unas terapias de choque que acentuaron aún más las desigualdades sociales y la miseria que el presidente Lula, candidato del Partido de los Trabajadores, heredó en 2002.

En todos los países se aprecian las mismas características: México en 1982, Venezuela en 1989, Argentina en 2001, Brasil en 2002 sufrieron crisis económicas y financieras de una violencia extrema. Unas crisis producidas porque las economías pasan rápidamente a ser fundamentalmente financieras y por los desastres sociales producidos por el ajuste estructural. Solo Chile, y por razones que merecerían un análisis aparte, pudo recomponer un sistema de dominación más o menos eficaz desde el punto de vista económico, aunque también es cierto que la dictadura de Augusto Pinochet duró más de veinte años en un clima de terror social que ningún otro país latinoamericano ha experimentado. El recuerdo aún vivo de este terror es el que, en muchos aspectos, ha llevado a las fuerzas sociales y políticas de este país a seguir hoy navegando bajo la mirada amenazadora de la jerarquía militar.

El ejemplo más caricaturesco —y dramático— de la nueva relación establecida con el sistema financiero mundial desde comienzos de la década de 1980 es el de Argentina. Este país constituye un ejemplo de manual de la destrucción de las riquezas de una nación por la eficaz alianza entre las élites dirigentes autóctonas y la estructura del sistema imperial mercantil.

Es necesario recordar, dado el modo en que la crisis de 2001 nos lo ha hecho olvidar, que Argentina era un país rico, desarrollado, que había conocido el pleno empleo, que estaba dotado de una tradición social fuerte y cuya élite intelectual se encontraba entre las más modernas de América Latina. Por ello, su hundimiento es aún más espectacular.

Repasemos rápidamente el ciclo de descenso a los infiernos en que se sumergió Argentina, ya que, por mucho tiempo, será el antimodelo por ex-

1. Y. St. Geours, «L'Amérique latine dans la géopolitique mondiale», Pouvoirs, n.° 98,2002. celencia para cualquier país que quiera evitar la catástrofe. En la década de 1980, los sucesivos gobiernos aplicaron rigurosamente las recomendaciones de los «expertos» de Washington. Su objetivo está claro: «desendeudar» el país y «ajustarlo» estructuralmente al mercado mundial. Tras la derrota de los militares —que habían provocado la guerra con Gran Bretaña—, la atmósfera era favorable a la «liberalización» en todos los ámbitos.

Todos los gobiernos pusieron en práctica las mismas recetas: «desengrase» del poder público, venta de las empresas al capital extranjero, abólición de las fronteras económicas, sumisión del país a las multinacionales, creadoras de empleo precario y mal remunerado. Esta estrategia provocó un enorme déficit, que aumentó aún más gracias a la paridad del peso argentino con el dólar que el presidente Carlos Menem, peronista y fiel ejecutor de las órdenes del FMI, decidió instaurar en 1991 (esta política de «dolarización» fue también aplicada por el socialdemócrata Cardoso en Brasil). A finales de diciembre de 2000, el gobierno argentino mantenía la paridad con el dólar contando con la confianza de los

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inversores extranjeros, de quienes se suponía que vendrían a satisfacer el déficit por cuenta corriente. Así, siempre con la intención de prevenir la «huida» de capitales, el gobierno descartó, con el consentimiento del FMI, devaluar la moneda. El FMI concedió un paquete de ayuda de 39.700 millones de dólares. Evidentemente, no era un regalo: el gobierno se comprometía a «liberalizar» el sistema sanitario, desregular ciertos sectores clave como la energía o las telecomunicaciones, reducir las importaciones, aumentar la flexibilidad del mercado de trabajo y acelerar las privatizaciones...

Esta política, económicamente irracional y políticamente irresponsable desembocó rápidamente en un aumento de las desigualdades sociales y en la desorganización de los servicios públicos. Pero esto no afectó lo más mínimo al FMI que, desempeñando el papel de «Ministerio de Hacienda» del imperio, exigió además al gobierno argentino una reducción del 13 % en los salarios de los funcionarios.

La espiral era inexorable: una liberalización financiera anárquica y una fiscalidad inicua dieron paso a una evasión fiscal de varios millares de dólares. El capital «argentino» exiliado alcanzó casi los 9.000 millones de dólares, es decir, más de dos tercios de la deuda pública.2 Para llegar a fin de mes, el Estado argentino, presionado por la deuda, no tuvo más re-

2. Le Point, 4 de enero de 2002.

medio que recurrir a préstamos en los mercados internacionales a unos tipos de interés insostenibles: a finales de 2001, la prima de riesgo llegó al 40%. La evolución del volumen de la deuda pública Argentina ofrece un surrealista panorama del pillaje a que se ve sometido ese gran país: 8.000 millones en 1975, 87.000 millones en 1995 y ¡al menos 145.000 millones en 2001! Como para marear a cualquier inversor...

Tras un nuevo préstamo del FMI de 1.200 millones de dólares en 2001, el gobierno se comprometió a establecer una política de «déficit cero». El resultado fue inmediato: revueltas provocadas por el hambre, caída del gobierno, hundimiento de Argentina. El nuevo presidente, el peronista Adolfo Rodríguez Saá, proclamó entonces la suspensión unilateral del reembolso de la deuda pública, propuso unas medidas de urgencia para «relanzar» la economía y anunció un «plan de austeridad» para el sector administrativo. Entretanto, los capitales se volatilizaron, las capas sociales más acomodadas se instalaron con sus haberes en Miami a la espera de que el Estado argentino lograra que los pequeños inversores aceptasen responsabilizarse de la crisis y, sobre todo, consiguiera dominar la explosión social.

Porque, efectivamente, el balance es desastroso: el paro es masivo (25%), más de la mitad de la población está por debajo del umbral de pobreza y, en el país «de las vacas y el trigo», cada día mueren 100 niños de malnutrición. Según la Organización Mundial de la Salud, 4 de cada 10 hogares viven en la indigencia.3 En resumen: jamás un Estado ha dejado de responder por una deuda tan importante, jamás una economía industrializada, un país rico y moderno ha conocido en tiempos de paz un paro y una de pauperización de consecuencias tan catastróficas. La quiebra del sistema es generalizada, los servicios sociales se ven desbordados, las clases medias, sobre todo los pequeños ahorradores, han sido, de hecho, expropiadas, el hundimiento de la producción es inexorable, el caos monetario y financiero irreparable: la escasez de liquidez impide a los depositarios retirar libremente su dinero de los bancos, que, a su vez, no pueden conceder préstamos a las empresas; tanto las empresas como los bancos y los ahorradores se encuentran prácticamente en quiebra.

Evidentemente, todo ello desembocó en una crisis del sistema político. Los dirigentes y partidos políticos, en el poder desde hace sesenta años,

3. «Pleurons pour toi, Argentine», Libération, 20 de diciembre de 2002.

no solo han perdido toda credibilidad ante las élites financieras del mundo —cuya política, sin embargo, han seguido—, sino, sobre todo, ante el propio país, ante sus ciudadanos. «¡Que se vayan todos y no quede ni uno solo!», era un clamor en las calles de las ciudades argentinas. En el espacio de unos meses, miles de ejecutivos han huido al extranjero y numerosos trabajadores engrosan las filas de los inmigrantes ilegales. España, Italia, Estados Unidos acogen oleadas de argentinos de los que saben que no se dedican a hacer turismo cuando su país está siendo triturado por la máquina del sistema financiero internacional. El nuevo presidente, tras una campaña de la que ha salido vencedor frente al sempiterno candidato peronista, propone ahora una «tercera vía» entre el capitalismo ultraliberal y el dirigismo burocrático-corporativista. Esperemos que no esté alimentando una nueva ilusión...

3. LA DEMOCRACIA A COSTA DE UN LIBERALISMO SALVAJE

El caso de Argentina es extremo. Pero puede volver a producirse en otros lugares. ¿Con el mismo desenlace? Esta cuestión es importante, porque permite comprender por qué Argentina, a pesar de semejante seísmo, ha resistido y no se ha dejado tentar por las derivas autoritarias. En las década de 1960 o 1970, una crisis semejante habría supuesto sin lugar a dudas una vuelta al autoritarismo militar y el desarrollo de la guerrilla como respuesta. La descomposición económica ha erosionado la representación política, pero no ha cuestionado el modelo democrático de gestión de los conflictos sociales. Ello prueba que las élites económicas dirigentes en América Latina han comprendido que la mejor manera de reproducir la legitimidad institucional era apoyándose en la democracia representativa.

No hay duda de que las experiencias dictatoriales militares o las de regímenes parlamentarios con Estados fuertes se han agotado. La gestión democrática de los conflictos sociales es el único método posible para institucionalizar la protesta y, sobre todo, lograr que la población asuma la idea de que en la era de la globalización liberal toda actuación decisiva sobre la economía es muy difícil, si no imposible. Aunque manipulada y casi siempre corrupta la democracia representativa es posible y necesaria en una época en que la economía escapa a todo control social. Se trata de un hito histórico que también permite comprender por qué, cuando las ofensivas socioeconómicas de las élites vinculadas al sistema económico mundial son muy violentas, cuando en todas partes se desestructura el vínculo social en beneficio de la precariedad, cuando la dualización social afecta cada vez a más personas, la protesta permanece confinada al marco institucional vigente. Los casos de Brasil, Ecuador, Venezuela y Argentina lo muestran claramente.

En las décadas de 1960 y 1970, las dictaduras militares fueron la norma a la hora de gestionar la protesta social. La

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mayoría de las veces fueron fomentadas y apoyadas por Estados Unidos. A partir de la década de 1980, apareció una nueva problemática: se propuso, e incluso se impuso, la instauración del liberalismo económico a cambio de la apertura política democrática. El tema del «repliegue» del Estado, el nec plus ultra del liberalismo financiero, seduce incluso a fracciones importantes de las capas más desfavorecidas de la población. Aunque hay que tener en cuenta que para estas el Estado es con frecuencia sinónimo de corrupción, de autoritarismo, de nepotismo y de incapacidad política.

El agotamiento de las políticas dictatoriales ha abierto, pues, la vía a la legitimación del liberalismo económico en América Latina, Sobre todo, como ya hemos subrayado, porque va acompañado de la expansión de la democracia representativa y el surgimiento de nuevas temáticas reivindicativas (feminismo, identitarismos étnicos y confesionales, etc.).1

El ejemplo de América Latina muestra que el sistema imperial mercantil, aunque estructurado en tomo a oligopolios financieros y a poderosos Estados servidos por las grandes instituciones financieras y comerciales internacionales, no excluye, sino todo lo contrario, a la democracia como modo de gestión de la conflictividad social. Las causas de esta evo-lución son múltiples: la transformación del contexto internacional tras el fin del conflicto Este-Oeste, la modificación de la estrategia de Estados Unidos (la Doctrina Monroe sigue vigente, pero su aplicación simplifica la imposición del liberalismo económico y la participación en las áreas de libre comercio), la influencia creciente de las capas medias, la erosión de la base social de los poderes militares y la pérdida de eficacia del Estado «estratega» del desarrollo, la democratización en Asia y en Europa meridional, el giro de la doctrina católica tras el Concilio Vaticano I (la Iglesia se pronuncia claramente a favor de los regímenes elegidos democráticamente) y, por último, la incapacidad de las élites dirigentes de hacer frente a unas protestas sociales «en masa». Todos estos fenómenos, y evidentemente algunos más, dan paso a la situación actual, en la que, tras la victoria de Lula da Silva en Brasil, parece abrirse un nuevo capítulo social en el que se respetan las reglas del Estado de derecho.

Este predominio del modelo democrático sirve también para regular, más allá de los conflictos sociales internos, unas relaciones tradicional-

1. Michel Lówy analiza de manera notable el significado de este giro (cf. La guerre des dieux, Éditions du Felin, 1998).

mente inestables entre ciertos Estados. Así, en pocos años, se han resuelto casi todos los conflictos fronterizos (el último fue el que enfrentaba Perú a Ecuador); además, prácticamente en todas partes —salvo en Colombia— las guerrillas han firmado acuerdos con los gobiernos o han sido neutralizadas, lo que, por otro lado, no significa en modo alguno la de-saparición de los movimientos de resistencia (los movimientos «indigenistas» tienden a sustituir a la guerrilla). En México, el movimiento za-patista del subcomandante Marcos ha elegido la vía de la guerrilla mediática, pacífica y alternativa (el repliegue hacia las tierras profundas, fuera del alcance del ejército y de las provocaciones de las milicias para-militares financiadas por el poder y los hacendados).

Uno de los aspectos más sobresalientes del momento es el surgimiento en el espacio público de unas reivindicaciones identitarias, tradicionalmente sepultadas por el predominio de las ideologías universalistas. Aunque no se trata en absoluto de un tema de «politización» nuevo. Desde comienzos del siglo xx, en realidad desde siempre, la presencia muda, digna, solitaria y trágica del indígena habita el inconsciente de la hispanidad americana. Es una «presencia-ausencia» que se puede reconstruir a través de la literatura, la poesía, la etnología, así como a través de las revueltas, las matanzas y los desplazamientos de los que el indígena ha sido víctima y objeto.

«La identidad de plástico» aportada por la norteamericanización, según la afortunada fórmula de Carlos Monsiváis, se manifiesta en todas partes el retomo de la búsqueda identitaria y, en el caso que nos interesa, por el estatus social real (y no constitucional) que se asigna al indio, al criollo o al negro. Gracias al crecimiento demográfico y al proceso acelerado de urbanización «el peso muerto de lo indígena» pasa a ser una cuestión cada vez más presente. Ya en 1925, el mexicano José Vasconcelos planteaba el problema en La raza cósmica. Frente a la visión individualista del protestantismo anglosajón encarnada por Estados Unidos, defendía un auténtico mestizaje que la tradición católico-laica, basada en la idea de comunidad y de igualdad, debería asimilar fácilmente. En 1928, el peruano José Carlos Mariategui, va aún más lejos. En Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, llama, a través de un universalismo de corte marxista, a asumir lo indígena y hace de ello un criterio de demarcación en la lucha política por la emancipación social. Con esta tradición intelectual es con la que enlaza hoy la gesta del subcomandante Marcos en México.

Gracias a la libertad de expresión y de asociación, la instauración de Estados de derecho más o menos democráticos no solo pone al descubierto la sumisión de las relaciones sociales a las relaciones mercantiles, la creciente dualización social, la descomposición de los colectivos sociales, sino que también favorece la cristalización de unas identidades étnicas reprimidas e incluso les garantiza cierta legitimidad. Conforme los procesos de diferenciación son cada vez más profundos —lo que constituye, citando a Émile Durkheim, una característica central de la modernidad capitalista— la demanda de integración social, de reconocimiento cultural, de dignidad, de igualdad es cada vez más apremiante.

Sería un error considerar que estos movimientos tienen pretensiones secesionistas. En realidad se trata de una profunda demanda de igualdad y de cohesión social, como si el proceso de formación del vínculo social republicano no se hubiese consumado aún en estos países. En un contexto de «apertura» política paralelo a un «cierre» económico-social, los movimientos indígenas se desarrollan conforme aumenta el azote de las estigmatizaciones socioculturales. Sus principales reivindicaciones, de Chile a México, giran en tomo al reconocimiento de sus especificidades culturales como vectores de acceso a la ciudadanía, es decir, a la integración social y política nacional.

La mayoría de los Estados tienden a responder a esta demanda con medidas formales y ambiguas: modificación de la Constitución con la introducción de artículos que reconocen esta especificidad cultural (durante la década de 1990, 14 países de América Latina modificaron su Constitución en este sentido);2 concesión de territorios jurídicamente protegidos, reservados a las minorías étnicas (Brasil, Perú, Colombia), ley indígena adoptada en México para intentar desactivar las protestas de los indígenas en Chiapas...

En ciertos Estados se da, además, un trueque neto entre el reconocimiento de las especificidades indígenas y la aceleración de la liberalización. Así, en Perú y México las medidas de reconocimiento del carácter multiétnico de la

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sociedad se adoptan al mismo tiempo que una serie de decisiones para reformar en un sentido liberal la propiedad colectiva. En Chile, estas modificaciones son paralelas a la privatización del agua.3

2. C. Gros, «Ethnicité et citoyenneté: questions en suspens», Amerique latine, 2002.

3. Ibid.

Evidentemente, esta nueva política indígena, reducida únicamente a la dimensión cultural, de inspiración liberal, favorece el surgimiento de nuevas formas de apartheid tanto más evidentes cuanto que no van acompañadas de ninguna mejora de las condiciones de vida de las poblaciones. E incluso tiende a provocar una radicalización de esos movimientos, como testimonian los levantamientos indígenas en Ecuador y en Bolivia, o la marcha zapatista sobre México DF en 2001. Lo que demuestra que el Estado de derecho, en su versión liberal, está dispuesto a reconocer a todos los integrantes de la sociedad a condición de que permanezcan estáticos en sus desigualdades...

4. EL CONTINENTE DE LAS MAYORES DESIGUALDADES

La cuestión fundamental, en este proceso de democratización del vínculo político que América Latina vive desde hace dos décadas, sigue siendo la desigualdad sociopolítica. No es solo una invocación abstracta a favor de la extensión de los derechos humanos, sino que se afirma, sobre todo, como una reacción frente a una desigualdad social acentuada por el liberalismo triunfante.

Un breve repaso a la situación nos permite evaluar dicha reivindicación. América Latina es en la actualidad el continente en el que las desigualdades son más profundas. El 43 % de la población vive por debajo del umbral de pobreza;* la exclusión alcanza entre el 40% y el 70% de la población, dependiendo del país.2 Según el PNUD, Brasil sigue siendo el país del mundo donde las desigualdades son más agudas.3 En Chile, campeón del crecimiento económico, el 20 % más pobre de la población se reparte el 4 % de la riqueza total.4

Ese aumento de las desigualdades no solo afecta a las categorías más desfavorecidas (el 40 % de la población), sino también a las capas medias (30 %). Los objetivos de la política de ajuste estructural de las organizaciones internacionales se dirigen a las personas más necesitadas (y por tanto son menos onerosos). Todos los programas de ayuda en los ámbitos de la sanidad, el empleo, la educación, la satisfacción de las necesidades básicas que, en algunos Estados latinoamericanos de las décadas de 1960 y 1970, favorecieron el desarrollo de unas capas so-

1. «Naufrage d'un modele», ((Maniere de voir 69», Le Monde Diplomatique, 2003.

2. Catherine Veglio, Christophe Guilbeleguiet, «Le grand blues des classes moyen-nes, gagnantes ou perdantes de la mondialisation?», Croissance. Le monde en développe-ment, n.° 413, marzo de 1998.

3. O. Dabene, «La démocratie est-elle encoré un chantier ouvert enAmérique latine?», Revue internationale et stratégique, n.° 31, otoño de 1998.

4. C. Veglio y C. Guilbeleguiet, art. cit.

ciales mucho más amplias han sido progresivamente desmantelados.

El resultado es un empobrecimiento de las capas medias. Estas «pagan» por los más pobres, sus impuestos financian las políticas de lucha contra la pobreza. En todos los países de América Latina, salvo en Uruguay, la riqueza nacional correspondiente a las clases medias ha disminuido.6 Sin embargo, los programas de lucha contra la pobreza no consiguen transformar las condiciones de vida de las capas marginadas a las que van dirigidos (los fondos dedicados a estos programas son insuficientes). Por último, a semejanza de lo que sucede en el resto del sistema imperial mercantil, asistimos a una aceleración de la «privatización de la solidaridad». La puesta en marcha de las políticas sociales se ha confiado progresivamente a organismos privados (ONG, etc.) cuya capacidad de acción es mucho más limitada que la del Estado. Esta excesiva fragmentación de las políticas públicas también contribuye al incremento de las desigualdades.7 En América Latina, como en todas partes, la solidaridad tiende a convertirse en un mercado. El aumento de las desigualdades, el cuestionamiento de los mecanismos de solidaridad, el estallido de los colectivos sociales no es sino un aspecto de la mutación del vínculo social. Y su contrapartida no es solamente un fortalecimiento de los mecanismos de defensa comunitarios, el repliegue sobre unas identidades particularistas, sino también un desarrollo sin precedentes de la violencia social, que tiende a individualizarse cada vez más. Dada la naturaleza de las luchas intrasociales creadas por la competencia generalizada y el principio de un éxito basado en la lucha de todos contra todos, el enfrentamiento político, antes dirigido contra el poder del Estado, degenera con frecuencia ahora en una violencia delincuente, individual. En una violencia intrasocial.

La delincuencia aumenta por doquier a un ritmo sorprendente: en Brasil, el porcentaje de homicidios pasó del 11 por 100.000 habitantes en la década de 1960, al 20 por 100.000 habitantes en la de 1990. La evoluciones similar en Venezuela, Argentina, Chile, Ecuador. En Colombia, la explosión es aún más espectacular: este tipo de crímenes afectaba a 77 de cada 100.000 habitantes a finales de la década de 1990.8

5. O. Dabene, art. cit.

6. O. Dabene, Amérique latine, la démocratíe dégradée, Complexe, octubre de 1967,

7. O. Dabene, art. cit.

8. C. Goirand, «Violence et démocratie en Amérique latine», Amérique latine 2002, Observatoire des changements.

Aunque ciertas formas de violencia sigan siendo colectivas, no pretenden tanto cambiar radicalmente el sistema político-social como expresar la desesperación ante la imposibilidad de integrarse en ese sistema. Lo que en realidad esos movimientos reivindican es una integración en la sociedad. Es el caso de las huelgas generales en Ecuador y República Dominicana en 1996 y 1997, de las revueltas esporádicas y anárquicas de determinados grupos de la población que se adueñan de localidades o de lugares simbólicos y los arrasan (Argentina: 1995, 1996, 1997), de los levantamientos de los campesinos sin tierra en Brasil: 553 conflictos en 1996. Todos estos movimientos son ante todo reacciones de protesta de determinados grupos de la sociedad y generalmente consisten en exigir la integración de los «parias de la tierra».

La inseguridad crónica favorece a su vez el desarrollo de un «mercado de la seguridad», paralelo al mercado de la

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solidaridad, del que se benefician un número creciente de empresas privadas. Paradójicamente, las grandes empresas, sobre todo multinacionales, aceptan mucho mejor esta situación de inseguridad que un clima de enfrentamiento político: nada frena a la libre empresa; el Estado, sin medios para intervenir, gasta poco en la seguridad de los ciudadanos y las empresas privadas de seguridad pueden proliferar. Hasta las grandes instituciones financieras internacionales juzgan positivamente esta coyunturas, ¡incluido el alto nivel de violencia cotidiana.

Frente a estas nuevas formas de violencia, la respuesta del Estado, obligado a retirarse por razones presupuestarias, es por lo general estrictamente «punitiva». Las fuerzas de seguridad de algunos de ellos se dedican a una caza del pobre de una violencia extrema (Brasil, Guatemala, Honduras...). Las sociedades latinoamericanas experimentan así el tipo ideal de Estado liberal: democrático y punitivo. También en esto van por delante...

Como reacción, tienden a estructurarse nuevas formas de movilización. Menos ideológica, menos romántica, más pragmática y realista, la política de protesta frente al orden liberal-mercantil alcanza a sectores cada vez más importantes de la población. La victoria de Lula en Brasil es su indicio más significativo: a través de la creatividad sociocultural del foro de Porto Alegre, de la altergiobalización responsable, de la concienciación

9. J. J. Kourliandsky, Revue internationale et stratégique, n.° 31, 1998.

sobre los grandes peligros con que la mercantilización generalizada amenaza a la civilización y la vida cotidiana, toda una serie de capas sociales tradicionalmente integradas han apoyado al candidato obrero del Partido de los Trabajadores y le han permitido acceder al poder. Esta victoria puede ser considerada como un hito histórico para una América Latina en búsqueda de un mundo más solidario. Al hilo de la experimentación política que siempre ha caracterizado a este continente, surgen también otros ejemplos, en ocasiones más ambiguos. Como el nacimiento de una nueva forma de neopopulismo democrático, fundamentado no en el culto al jefe a la manera peronista, sino en la cercanía de un dirigente elegido por voluntad popular en el marco del Estado de derecho. El caso de Venezuela es significativo de esta mutación.

Hugo Chávez, elegido presidente en diciembre de 1998, procede de una modesta familia de maestros de escuela. Ex teniente coronel, cabecilla de un golpe de Estado fallido en febrero de 1992, ha organizado una «revolución bolivariana» (por Simón Bolívar, padre de la independencia de Venezuela) que mezcla una retórica de izquierda a la cubana con el po-pulismo latinoamericano. Chávez, el primer presidente «mestizo», ha conseguido lo que nadie había antes logrado: devolver la dignidad y la esperanza a millones de personas en el país, a las que se dirige por televisión todos los domingos a través de largos discursos-río.10 Como un pedagogo, habla a la población de la economía solidaria, de los derechos recogidos en la nueva Constitución, de la historia censurada de Venezuela. Habla a los que nunca nadie había hablado. También se puede ver en la recepción del palacio presidencial de Miraflores, en el centro de Caracas, a decenas de pobres que acuden a ver a los funcionarios del presidente para explicarles directamente sus problemas.

Las clases dirigentes del país, una parte importante de las capas medias, líderes significativos, incluso sindicales, ven con malos ojos esta relación «populista» entre el presidente y el pueblo. Pero no tienen nada que proponer a ese pueblo que solía entrar por la puerta de servicio en sus preocupaciones. Este desprecio al pueblo impregna aún la mayoría de las esferas del Estado (tribunales, ministerios).

Chávez ha prometido reformar un país en el que el 80% de la población vive en la pobreza. La esperanza de la gente se cifra sobre todo en

10. Su programa dominical se llama Aló, presidente.

los ámbitos económico y social. Su política internacional es voluntarista:

defiende abiertamente un mundo multipolar y favorece dos ejes de encuentros, el de los socios «petroleros» mediante un fortalecimiento de la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP) y el de la integración regional a través de la creación de un vínculo entre la Comunidad Andina de Naciones (CAN)11 y el Mercado Común del Cono Sur (Mercosur).12 Su populismo democrático cuenta indudablemente con el apoyo de las categorías más pobres de la población. Pero es evidente que eso no basta para crear una verdadera alternativa al sistema. Chávez debe demostrar que tiene realmente un proyecto global.

Se pueden citar más ejemplos. El 24 de noviembre de 2002, los descontentos con el orden liberal junto con las organizaciones indígenas eligieron en Ecuador al «candidato de los pobres», Lucio Gutiérrez, un ex coronel procedente de un medio social muy modesto. Su campaña se basó totalmente en la oposición al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Su programa: poner las riquezas del país al servicio del 70% de sus compatriotas que viven por debajo del umbral de pobreza.

Pero el caso más emblemático es el de Brasil, primera potencia económica de América del Sur y novena potencia mundial.13 El movimiento social ha acabado por conquistar un poder que desde siempre estaba en manos de las élites dirigentes. A la cabeza del Partido de los Trabajadores, Luiz Inácio da Silva, «Lula», antiguo tornero fresador, se ha convertido a los 57 años, tras tres fracasos, en el primer presidente de izquierda de Brasil. En este rico país, la pobreza es el destino de millones de personas: el 5 % de la población concentra la fortuna financiera y mobiliaria. Como hemos dicho, lo más interesante es que no solo le ha votado la alianza campesina, que apoya a Lula desde hace veinte años, sino también las clases medias y los pequeños empresarios. El programa de Lula es fundamentalmente nacionalista: propugna la recuperación de las exportaciones y de la balanza comercial para que las riquezas nacionales no sean vendidas a precio de saldo a las multinacionales estadounidenses. También da prioridad a la educación y la sanidad.

11. Colombia, Perú, Ecuador, Bolivía, Venezuela.

12. Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay.

13. Nadia Omrane, «Avis de tempéte sur Famérique latine: Combien de temps tien-dra Lula?», Réalités, n.° 880, del 7 al 23 de noviembre de 2002.

Económicamente, el nuevo poder no quiere enfrentarse directa y únicamente a las élites privilegiadas. Por el contrario, su objetivo es relanzar el crecimiento mediante un alivio de la presión fiscal, el descenso de los tipos de interés y el

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estímulo al consumo mediante la duplicación del salario mínimo. Tampoco ha dudado en poner en marcha una serie de reformas, sobre todo la relativa a las jubilaciones de los funcionarios, que afectan directamente a su electorado. Su preocupación: tranquilizar a los inversores, tanto nacionales como extranjeros (hay importantes empresas europeas instaladas en Brasil) para evitar la fuga de capitales (como sucedió en Argentina). Además, Lula ha prometido pagar la deuda externa brasileña sin moratoria, lo que le ha valido calurosas felicitaciones del FMI... Pero la realidad a la que el nuevo poder debe hacer frente es dura, y el presidente Lula sabe que, más allá de Brasil, su fracaso será también el de toda una parte de la izquierda alterglobalizadora.

Estas experiencias quizá sean signos precursores de una auténtica alternativa a la globalización liberal en América Latina. Una alternativa que aún debe ser construida en un contexto de fuerte interdependencia mundial, en el que el margen de maniobra que tolera el brazo armado del imperio mercantil. Estados Unidos, es relativamente estrecho. Si bien es cierto que América Latina es tradicionalmente un laboratorio que desde el siglo XIX ha experimentado prácticamente todas las vías posibles de la emancipación —y de la contra-emancipación—; también lo es que su futuro depende más que nunca de la solidaridad que el resto del mundo, y especialmente Europa, le demuestren. América Latina sigue siendo el símbolo doloroso de la lucha por la igualdad ciudadana.

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QUINTA PARTE EUROPA: ¿UNA OPORTUNIDAD O UNA FATALIDAD?

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1. UN PROYECTO AMBIGUO

¿Qué lugar ocupa Europa en el sistema-mundo imperial? Esa sui generis construcción política que los Estados del Viejo Continente están edificando desde hace más de cincuenta años se presenta con frecuencia como una muralla contra la globalización anárquica, como una alternativa de civilización frente a la americanización del continente. Para legitimar esta idílica visión, se apela a los intelectuales, historiadores y políticos que, imbuidos de sinceridad, imaginaron la unificación europea. Para ilustrar los orígenes del Tratado de Roma por el que se creó el mercado común (1957), se suele apelar al testimonio de Denis de Rougemont: «Europa no es un útil moderno, económico o político, sino un ideal que adoptan desde hace mil años sus mejores cabezas»;' a Víctor Hugo, alarmado por la guerra de los Balcanes de 1876, o al movimiento paneuropeo del conde Coudenhove-Kalergi.

Es cierto que tras los estragos de la Segunda Guerra Mundial no era concebible que las naciones se replegaran en el marco anterior. Aunque solo fuese para hacer frente a la reconstrucción económica, debían establecer unas formas de asociación originales e indispensables. Pero no debe subestimarse la función catalizadora que, en ese contexto, desem-peñaron los estadounidenses en el nacimiento de la Unión Europea. Está claro que, con independencia de las intenciones reales de Estados Unidos, sin esa aportación, Europa no sería lo que es hoy. La Unión Europea no nace, pues, únicamente de la unión de los europeos, sino también de unas divisiones y un debilitamiento sin precedentes. No nace de un entusiasmo épico de las naciones, de una voluntad soberana de los pueblos, sino del miedo ante los desastres de la guerra y del rechazo a los totalitarismos.

Europa ha crecido a la sombra de Estados Unidos. En 1945, este país

1. Cf. Denis de Rougemont, Tres milenios de Europa, Revista de Occidente, 1963.

era la única potencia capaz de impulsar y de organizar un nuevo orden mundial. No hay ningún sector que no lleve la huella de las ideas estadounidenses: las relaciones internacionales, concebidas a través de la Carta de la ONU por el secretario de Estado estadounidense Cordell Hull;

la economía mundial estructurada por el GATT y las instituciones de Bretton Woods, según las recomendaciones del secretario de Estado estadounidense Bymes; o la seguridad del bloque occidental garantizada por la OTAN.

La construcción europea se llevó a cabo en el seno de este nuevo marco, estructurado a partir de la hegemonía política, económica y militar estadounidense. Esta construcción, deseada por Estados Unidos para hacer contrapeso al bloque del Este y permitir la normalización de Alemania, se concretó en la propuesta del general George Marshall.2 El Plan Marshall ofreció a los europeos una importante ayuda económica a condición de que se unieran para gestionarla, dejando al libre albedrío de los europeos la elaboración de las normas de la unificación. La ayuda estadounidense estuvo condicionada a una apertura de los mercados europeos, a la instauración de la libre competencia y a abastecerse en las empresas estadounidenses.

Un francés, Jean Monnet, desempeñó un papel clave en la reconstrucción de las economías europeas. Durante la Segunda Guerra Mundial, Monnet había sido una pieza fundamental de las relaciones franco-estadounidenses y también de la creación de la primera comunidad europea, la del carbón y el acero. Los fundamentos ideológicos y concretos de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) determinaron el curso de toda la construcción europea. Jean Monnet pensaba que las naciones europeas —y muy especialmente Francia—, debilitadas y atrasadas, necesitaban un aporte de energía, que solo podía proceder de Estados Unidos, tierra de la modernidad económica y cuya concepción del bien común no residía en una finalidad colectiva o metafísica, sino en la coexistencia de los intereses individuales. Monnet estaba profundamente convencido de que el éxito económico del modelo estadounidense era señal de una superioridad cultural y política, que lo convertía en un modelo para las naciones que deseaban progresar. La modernidad era y debía

2. Cf. Discurso en Harvard el 5 de junio de 1947.

3. Véase la biografía de E. Roussel, Jean Monnet, Fayard, 1996.

ser adaptada a Europa. John Cloy, un amigo de Jean Monnet que desempeñó un importante papel en la conclusión del préstamo de Estados Unidos a Francia al finalizar la guerra, lo afirmaba claramente: «Estoy convencido de que Monnet forjó en gran parte su idea de una comunidad europea durante su estancia en Estados Unidos, a partir de las considera-ciones que le inspiraron la amplitud y profundidad continental de la economía estadounidense».4 Para Monnet, el retomo al Estado-nación europeo tradicional constituía un peligro; la salvación de los pueblos europeos solo podía proceder de una unificación económica a través de la apertura de su mercado, según el modelo estadounidense. La visión de Monnet era fundamentalmente económica. No tenía en cuenta las relaciones de fuerza, los intereses contradictorios, ni el arraigo de los pueblos en una historia que cada uno considera única. Para él, Europa y Estados Unidos formaban parte de un mismo conjunto geopolítico y, por tanto, sus intereses profundos eran coincidentes. Se negaba a pensar en la transformación de las relaciones de fuerza que se desprenderían de las opciones económicas que se llevaban a cabo en Europa.

El general De Gaulle vio inmediatamente las consecuencias a largo plazo de semejante proyecto. Escéptico,5 puso en guardia a Jean Monnet contra el posible retomo del poder alemán que la construcción de un mercado de ese tipo no

podía por menos que favorecer. Aceptando participar en el proceso de construcción que se profundizó en 1962, lo condicionó al establecimiento de un eje franco-alemán que «encadenara», para lo bueno y para lo malo, a Francia y Alemania. Cincuenta años de construcción europea han conducido efectivamente a la reconstrucción de una Europa en tomo al eje franco-alemán, aunque la entrada de Gran Bretaña y pronto la de los países del Este cambie profundamente la naturaleza de la Europa soñada por sus fundadores.

4. Éric Roussel, op. cit., p. 379.

5. Véase sobre todo A. Peyrefitte, C'était de Gaulle, Le Livre de Foche, 1999; así como M. Vaísse, La Grandeur, Fayard, 1998; y E. Roussel, Charles

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de Gaulle, Gallimard, 2002.

2. LA RACIONALIDAD ECONÓMICA

Esta primera Europa era un producto de los círculos económicos, sobre todo estadounidenses. No fueron las empresas europeas las que primero abrieron su agencia de lobbying ante las nuevas instituciones comunitarias, sino el poderoso comité «Unión Europea» de la cámara de comercio estadounidense. Este «comité» influiría de manera determinante sobre la elaboración de las reglas del mercado interior. La reconstrucción de los países europeos, devastados por la guerra, produjo un considerable desarrollo de la producción industrial europea y de la exportación de productos manufacturados, como los automóviles. La economía, muy cartelizada durante el período de entreguerras, dificultó este desarrollo al impedir a los industriales abastecerse de materias primas (acero, carbón) a bajos precios y hacer frente a una competencia que aumentaba con la recuperación económica. La creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero representó una triple respuesta a esta coyuntura. En primer lugar, fue la primera ley antitrust europea.' Permitió el desmantelamiento de los cárteles que impedían el desarrollo de los mercados. Orientó la producción del carbón y del acero en función de las necesidades de los industriales. Y, por último, satisfizo los dos deseos de Estados Unidos: la apertura de los mercados europeos y la reintegración de Alemania en Europa. Los fundadores de Europa no necesitaron recurrir a los viejos sueños de unificación europea para construir su Europa. Les bastó con responder a las fuerzas económicas hegemónicas y a la corriente librecambista procedente de Estados Unidos.

Europa es en primer lugar, y ante todo, un mercado. Tanto la Comunidad Europea del Carbón y del Acero2 como el Tratado de Roma3 que

1. Comité pour Fhistoire économique et fínanciére. La France et les origines de I'Unión européenne 1944-1952: Intégration économique et compétítivité internationale, 2002. 2.1951. 3. 1957.

creó las condiciones para la realización del mercado interior, el Acta Única4 que aceleró su consecución, el Tratado de Maastricht5 que fijó las condiciones del ajuste estructural de los países europeos y, por último, los tratados de Amsterdam6 y de Niza7 que elaboraron las normas de ampliación de este mercado a los países de la Europa del Este, son textos de una racionalidad estrictamente instrumental, con una finalidad económica y un punto de partida mercantil. Jean Monnet había definido de manera realista la visión del mundo que subyacía en esta línea: «¡Hagamos negocios, la identidad vendrá después!». Si se considera la implicación de los círculos financieros en el proceso de construcción europea desde hace veinte años, solo se equivocó a medias: los negocios han llegado, pero la identidad se ha quedado en el camino.

Hasta finales de la década de 1970, Europa se ha construido a través de dos dinámicas paralelas: a través del método comunitario —es decir, federal— en el sector económico; a través del método intergubernamental en los demás ámbitos. El método comunitario ha supuesto la renuncia a la soberanía nacional mediante el vasallaje de los Estados en el plano presupuestario y la confiscación de la política monetaria, hoy en manos del Banco Central Europeo.

La libre circulación de capitales, mercancías, bienes y personas ha provocado una mutación fundamental en Europa: la conquista por las empresas multinacionales europeas y estadounidenses de todos los mercados integrados en la Europa de los Quince y el papel preponderante del mercado de capitales gracias a la liberalización de los flujos financieros. La «multinacionalización» de las economías europeas ha fortalecido a los países «motor» (sobre todo al eje franco-alemán) frente a los países del séquito, pero también ha supuesto un deterioro de las condiciones de trabajo y salariales. En cambio, ha favorecido un aumento relativo de los niveles salariales en los países menos avanzados, al mismo tiempo que, desde el punto de vista estructural, se apoderan de sus economías.

El desmantelamiento de los mercados de trabajo nacionales y el desarrollo de la flexibilidad y de la precariedad han sido otras tantas nece-

4. 1986.

5. 1992.

6. 1997. 7.2000.

sidades para el establecimiento de unas políticas monetarias poco preocupadas por proyectos estratégicos de desarrollo a largo plazo. La economía europea se está conviniendo cada vez más en la economía de la precariedad y de los contratos de trabajo temporales. El modelo anglosajón, activado por la «revolución» thatcheriana, constituye su versión más dura. Se oponga tímidamente o se adapte sutilmente a él, la economía europea constituye hoy una variedad del mismo.

La transformación en curso del modelo social europeo, proceso inherente a la globalización, está transformando de manera radical las sociedades europeas.

3. LA MUTACIÓN DEL VINCULO SOCIAL

Los capitales ya no tienen patria. En la actualidad, las multinacionales pueden optimizar su rentabilidad al situar sus unidades de producción allí donde las ventajas sean mayores, como, por ejemplo, las referentes a la «flexibilización» de la mano de obra. La consecuencia inmediata de ese aumento de la flexibilidad de la mano de obra es el desarrollo de la precariedad. En efecto, las multinacionales huyen de los entornos caracterizados por un derecho social fuerte y unos asalariados organizados. Según Robert Reich, «más del 20 % de la producción de las empresas cuyos propietarios son estadounidenses la realizan obreros extranjeros fuera de las fronteras de Estados Unidos».' En 1990, el 40% de los asalariados de IBM no eran estadounidenses; esta empresa, cada vez más globalizada, tiene 18.000 asalariados en Japón y se ha convertido en uno de los principales exportadores «japoneses» de ordenadores.

El establecimiento de un mercado interior liberalizado no afecta únicamente al espacio económico. También implica el cuestionamiento de los modelos sociales existentes e incita a su unificación progresiva. El déficit de la «política social europea» denunciado ritualmente por los sindicatos y los responsables políticos europeos es, en el fondo, un señuelo retórico que permite ocultar una realidad mucho más inquietante: sí existe una política social europea, pero es liberal y se afana en construir un modelo social liberal de gestión de las relaciones sociales.

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La Comisión Europea comparte, junto con los principales Estados de la Unión, los objetivos fundamentales de las multinacionales: reducción del gasto público, flexibilización del mercado de trabajo, desmantelamiento de la seguridad social... En la Cumbre de Lisboa (marzo de 2000), los

1. Cf. Robert Reich, The Work of Nations: Preparing Ourselves for 21st Century Capitalism, Vintage, 1992, p. 120. [Trad. cast: El trabajo de las naciones, Javier Vergara,1993.]

responsables europeos (fundamentalmente socialdemócratas) adoptaron el plan que les proponían Tony Blair, liberal «laborista» británico y José María Aznar, conservador liberal español: la conclusión del mercado interior mediante la liberalización de los servicios públicos (transportes, energía, servicio postal), la «modernización» del modelo social (seguridad social, sistema de pensiones) y la flexibilización del mercado de trabajo. Es cierto que aún no está todo perdido. Habrá, sobre todo, que desmantelar el modelo de servicio público francés, el modelo de Estado social sueco, y el modelo de compromiso negociado alemán. Por el momento no se puede definir qué modelo de sociedad prevalecerá. Son posibles tres grandes orientaciones, estructuradas sobre modelos más o menos funcionales desde el punto de vista de los intereses del liberalismo europeo.

1) El modelo social estadounidense, que se difunde a escala planetaria y está basado en el individualismo; incorpora implícita o explícitamente los postulados del darwinismo social (que no se debe confundir, como recuerda Patrick Tort, con el pensamiento de Darwin). El éxito está reservado a los más fuertes, mientras que los más débiles están condenados a permanecer al margen de la sociedad. La dualización social no exige soluciones colectivas, sino que valora las diferentes aptitudes de los sujetos sociales para «triunfar» individualmente. Una de las funciones principales del Estado, según este modelo, es la gestión de la conflictividad provocada por una dualización que pone en peligro la seguridad de las personas. De ahí, por ejemplo, la política de sobrepenalización que siempre acompaña al Estado liberal.2 Este modelo se preocupa poco por la cohesión social interna, lo cual, en la era de la globalización, significa también que el Estado puede tolerar, e incluso estimular, las deslocalizaciones masivas de empresas, sin importarle las consecuencias para las colectividades sociales.

2) El segundo modelo es el asiático, cuya expresión más sistemática es Japón. Es corporativista y jerárquico. Robert Boyer lo describe como «construido sobre una miríada de procesos de coordinación de las fuerzas del mercado».3 Aunque ha influido considerablemente en los «dragones» asiáticos, en la actualidad está en crisis, debido tanto a la competencia de

2. Véanse los escritos de Alexis de Tocqueville sobre el derecho penal, en (Euvres completes, vol. II, Gallimard, 1991.

3. Entrevista con Robert Boyer, director de investigación en el CNRS [Centro Nacional de Investigación Científica], Le Monde, 4 de junio de 1996.

los nuevos países industrializados y la grave crisis financiera en la que Japón se hunde desde hace casi diez años, como a la extensión planetaria del modelo estadounidense.

3) Frente a estos dos modelos, podemos identificar una tradición europea, fundamentada en el compromiso capital-trabajo y el intervencionismo del Estado. Si hubiese que definir con una fórmula su característica principal, podríamos decir que descansa ante todo en el concepto de solidaridad colectiva, que se impone al individuo, frena la competitividad y se encarna en la ley general, constitucional, y no en los contratos particulares. Naturalmente, las formas concretas de este modelo son múltiples:

entre el Estado social sueco y el laborismo británico, pasando por el modelo republicano francés y el modelo de compromiso negociado alemán, hay más que matices. Sin embargo, en conjunto, estos sistemas representan un modelo europeo muy diferente del modelo estadounidense. En estas sociedades, el capitalismo, fruto de una larga historia, acepta (¿aceptaba?) que el Estado sea el principal garante de la cohesión social. Históricamente, es una vía diferente de desarrollo del capitalismo cuyo modelo ejemplar es el Welfare State de la segunda mitad del siglo xx. Hoy está siendo cuestionado brutalmente por la globalización liberal y el sistema-mundo imperial que de ella resulta.

El problema histórico que se plantea es si los países europeos querrán y podrán defender su modelo social frente a la competencia de unos mercados de trabajo fragmentados, flexibilizados y precarizados. Los datos existentes al respecto no dan pie al optimismo.

Entre 1974 y 1995, la tasa de desempleo en la Europa de los Quince pasó del 3 % de la población activa a más del 11 %,4 el mayor del mundo desarrollado. En 1995, fecha en la que se inició un ligero descenso del paro, había veinte millones de personas desempleadas en estos países.5 Desde 1995, gracias al breve período de crecimiento que precedió a los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, la tasa de paro

4. Cf. Jean-Paul Fitoussi, dir., Rapport sur 1'état de I'Unión Européenne 2000, Fa-yard, 2000.

5. El 45 % son parados de larga duración y el 32 %, jóvenes de menos de 25 años. En Padraig Fiynn, «Politique sociale européenne: oú en sommes-nous, oú allons-nous?», Revue des Affaires Européennes, octubre-diciembre de 1995.

bajó, afectando únicamente a algo más del 8 % de la población activa.6 Sin embargo, el nivel sigue siendo elevado y, sobre todo, el descenso brutal del crecimiento desde finales de 2001, el estallido de la burbuja financiera que lo provocó, hacen presagiar un incremento del paro cuyos efectos en el aumento de las desigualdades serán cada vez mayores debido al progresivo y sistemático desmantelamiento de las políticas sociales. Además, paralelamente a las fluctuaciones del paro, el sector del empleo precario no ha dejado de aumentar. La precarización del trabajo ha sido particularmente fuerte en Francia, donde los contratos temporales pasaron de 2 millones a 4 millones entre 1979 y 1987, y a 6 millones en 1995, cifra que se ha duplicado en menos de cinco años (12 millones en 1999).7 El «fraccionamiento» del empleo (desarrollo de todo tipo de trabajo precario) se ha convertido en uno de los ejes de la política de empleo en ciertos países europeos: Dinamarca, Reino Unido, Suiza, Irlanda.8

Frente a un paro masivo, Robert Reich «aconsejaba» a Europa «desregular sus mercados de trabajo y de productos». El mismo mensaje fue formulado, en un tono más conminatorio, por Larry Summers, ex secretario adjunto estadounidense del Tesoro, quien, durante el Foro Económico Mundial de Davos, sugirió a Europa que suprimiese las «rigideces de su mercado de trabajo» (salario mínimo interprofesional, ayudas al empleo, etc.) y propuso un «reengeneering» del Estado

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del bienestar, que le parecía «sobredimensionado».9 Según esta concepción, la apertura de los mercados y la flexibilización de la mano de obra contribuyen a la creación de empleo. Se olvida, por supuesto, de plantear la cuestión de qué tipo de empleo. En estos momentos, en Estados Unidos el paro es oficialmente del 5,5 %, pero hay millones de asalariados, incluso a tiempo completo, que viven en la pobreza, puesto que el salario mínimo por hora, que no ha aumentado desde hace veinte años, apenas da para vivir y no se aplica a todos los trabajadores.

En todo caso, parece que estos consejos han sido escuchados en Europa y que la idea de Robert Reich de que «Europa tiene mucho que apren-

6. Cf. Eurostat, La situation sociale dans I'Unión Européenne, 2002.

7. Cf. L'État de la Franco 2002, La Découverte, 2002.

8. En Irlanda el trabajo a tiempo parcial ha pasado del 9% al 15 % entre 1990 y 1997 (en Fitoussi, op. cit.).

9. Cf. E. Izraelewicz, Le Monde, 11 de diciembre de 1996.

der de nosotros sobre mercados flexibles de trabajo y de productos, [puesto que] hay una relación directa entre el empleo y la presión de la competencia que sufren las empresas»10 está llevándose a cabo gracias a las conclusiones adoptadas por los europeos en la cumbre de Lisboa.

Esa fuerte tendencia a la precarización de los mercados de trabajo es visible en casi toda Europa, y especialmente en Reino Unido, donde el liberalismo thatcheriano ha engendrado una profunda dualización social. Y Alemania, la potencia económica preponderante en Europa, ya no parece estar en condiciones de conservar su modelo social, que otorgaba un lugar predominante a la formación, a la planificación industrial y a la protección social.

En Francia, aunque el desarrollo de la precariedad, en parte enmascarada por la ley de reducción de la jornada laboral (pasó a ser de 35 horas semanales), aún no ha provocado una reacción social violenta,11 la amenaza que pesa sobre el empleo público, el último sector protegido, corre el riesgo de provocar reacciones mucho más virulentas. En realidad, ni siquiera durante el período de reactivación económica han dejado de apreciarse los efectos de la liberalización, y, en las sociedades europeas, han aumentado las desigualdades. Desigualdades en la educación, aunque la prosperidad de las sociedades europeas debería permitir dar a todos una cualificación mínima; el 20% de los jóvenes salen del sistema escolar sin estar cualificados. Desigualdades de ingresos, que no han disminuido con el crecimiento económico: la diferencia entre el 20% más pobre y el 20% más rico sigue creciendo; casi el 20% de la población europea vive bajo la amenaza de una pobreza que no se debe solo al paro sino, cada vez más, como en Estados Unidos, a la precariedad de los empleos y a su escasa remuneración.'2

En España, la precariedad social no ha dejado de aumentar desde hace veinte años, a pesar del extraordinario crecimiento de que se ha beneficiado el país. La tasa de paro es la más elevada de Europa: 14,1 %;13 la pobreza afecta a aproximadamente el 20% de la población; el trabajo

10. Cf. International Heraid Tribune, 1 de abril de 1996.

11. Excepto las huelgas de diciembre de 1995 centradas sobre todo en la defensa de los servicios públicos y de la pensión de jubilación en función del reparto de la cotización.

12. Cf. Eurostat, op. cit.

precario y los contratos temporales afectan a más de un tercio de los asalariados españoles, etc. Lo que prueba, si es que era necesario, que una mayor flexibilidad no tiene como corolario la creación de más empleos...

El aumento de los empleos precarios, tanto en España como en el resto de los países, se debe a la combinación de diversos factores: desregulación del mercado de trabajo, debilitamiento de los sindicatos, aumento del sector servicios (en el que se concentran los empleos atípicos), inestabilidad socioeconómica. Pero el principal vector de esta ofensiva contra el modelo social europeo lo constituye el formidable corsé de los criterios de Maastricht,14 del pacto de estabilidad'5 y de la política monetaria europea. Desde 1999, no solo se ha despojado a los Estados de su política presupuestaria, sino que, además, deben obligar a sus sociedades a aceptar una política monetaria restrictiva, consagrada por completo a la lucha contra la inflación. Desde que la Unión Europea entró en una nueva/ fase de recesión, la rigidez de los criterios de Maastricht y del pacto de estabilidad ha sido muy criticada, incluso por aquellos que diez años antes la habían defendido. Jacques Delors, presidente de la Comisión en el período en que se firmó el Tratado de Maastricht, ha denunciado su dogmatismo. Y aún más grave, numerosos economistas16 han mostrado cuan peligrosa es para el crecimiento.17 Es una terrible paradoja que esta política monetaria europea sea hoy el principal instrumento de legitimación del cuestionamiento del modelo social igualitario europeo, sobre todo a través de la reforma de los servicios públicos, los regímenes de pensiones o !? seguridad social. Como constata el economista jefe de la Confe-rencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNC-

14. Los criterios que más limitan el crecimiento son: una tasa de inflación que no debe superar en más de un 1,5 % a la tasa de inflación menor de Europa, un déficit público inferior al 3 % del PIB y un endeudamiento de las administraciones públicas inferior al 60 % del PIB.

15. Este prevé, en caso de que no se respete el nivel de déficit público, un sistema de sanciones económicas.

16. «Appel des 200 en faveur d'une autre politique économique». Le Monde, 11 de diciembre de 2001.

17. A comienzos del año 2003, el crecimiento alemán apenas superaba el 0,2 %, el paro estaba por las nubes y el déficit público superaba el 3,7 % del PIB. En la primavera de 2003, le llegó al crecimiento francés el tumo de pasar por debajo de la barrera del 1 %.

18. Heiner Flassbeck, «Le pacte de stabilité n'est plus aujourd'hui un instrument approprié». Le Monde, 11 de diciembre de 2001.

TAD),18 la unión de la ideología ultraliberal thatcheriana y el obsesivo miedo alemán a la inflación favorecen esta política irracional que unos Estados, por otra parte tan liberales, como Gran Bretaña o Estados Unidos se cuidan mucho de no seguir...

El modelo social «fuerte», vigente entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la década de 1980,

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tiende a desaparecer. El actual se alinea cada vez más con la versión estadounidense, que da el tono a escala mundial. Como afirma Robert Boyer, «a largo plazo, los "malos" capitalismos, que fomentan las desigualdades, poco eficaces pero flexibles, expulsan a los "buenos", bastante igualitarios, más eficaces, pero demasiado lentos de cara a la coyuntura».19

19. Entrevista con R. Boyer, Le Monde, 4 de junio de 1996.

4. LA REGRESIÓN SOCIAL COMUNITARIA

Si algunos Estados-nación europeos establecieron, a partir de las décadas de 1930 y 1940, un modelo social fuerte, las instituciones europeas, desde la década de 1950, nunca han hecho de la cuestión social un criterio de convergencia. El Tratado de Roma dedicaba su artículo 118 a la política social, aunque no hacía de ella una política común. Este título abría un campo de acción muy amplio. Pero, en este ámbito, siempre ha prevalecido la convicción de que el progreso social sería un resultado automático de la expansión económica. El Acta Única, adoptada en 1986, cuando los Estados miembros acababan de atravesar una década de aumento del paro y de deterioro de la situación económica, refuerza el principio liberal sobre el que logra un consenso europeo en el ámbito de la política social. «La mejora de las condiciones de vida y de trabajo —se puede leer— serán resultado del progreso económico y por lo tanto del funcionamiento óptimo del mercado único, generador de crecimiento.» Dicho de otro modo, el vínculo social debe someterse a la competencia del mercado. Los asalariados no son, en realidad, sino variables de ajuste de la competencia.

Del mismo modo, el mercado favorecerá de manera natural la armonización de los sistemas sociales. Este es el objetivo a largo plazo que se perseguía en ese período en el ámbito de la política social. El texto no habla de la forma —a la baja o al alza— en que se debía realizar esa armonización. A esta cuestión pretendía dar respuesta la Carta social que propuesta por el Consejo Europeo de Madrid de 1989, fue adoptada por once Estados miembros (Gran Bretaña no se adhirió). La Carta social

1. Véanse la Carta de los derechos sociales fundamentales adoptada por el Consejo Europeo del 9 de diciembre de 1989 en Estrasburgo; Protocolo social. Tratado de Maastricht 1992; Libro verde de la Comisión sobre la política social. Bruselas, 1993; DGV, Europa social julio 199 3-junio 1995. Dos años de política social europea. Bruselas, 1995.

enuncia el principio del respeto a las normas nacionales —que tiene la ventaja de permitir a los Estados más avanzados conservar, si lo desean, unas normas elevadas de protección social—, pero también bloquea, automáticamente, cualquier elaboración de normas comunes.

Desprovista de carácter obligatorio, la aplicación de la Carta es responsabilidad de cada Estado. Y, a pesar de enunciar en abstracto una serie de principios generosos, traiciona, en el fondo, una concepción económica liberal de la sociedad, que debe adaptarse a las nuevas formas de competencia: la noción de progreso que en ella se desarrolla exige esa adaptación. El Libro verde de la Comisión —que hacía balance en 1993 de los años transcurridos desde la adopción de la Carta— corona esta evolución al afirmar explícitamente que apolítica social, no es un objetivo social, sino únicamente una medida de acompañamiento de los procesos económicos en curso. El Protocolo social agregado al texto del Tratado de Maastricht y firmado por once Estados miembros (al igual que en el caso de la Carta, Gran Bretaña se abstuvo), sustituye el objetivo de armonización de las políticas sociales nacionales por el principio de adopción de unas normas mínimas. Las directivas adoptadas a partir de 1993 se han elaborado en base a un «modelo social europeo» de mínimos.

En el ámbito social, las instituciones comunitarias solo se han preocupado de algunos aspectos —marginales— de la legislación laboral (higiene, igualdad entre hombres y mujeres, etc.). Dimensiones tan esenciales como la política de familia, las pensiones, o la seguridad social han entrado en el campo de la reflexión comunitaria recientemente, y eso para ser denunciadas y verosímilmente revisadas. Así Francia es apremiada a que, en conformidad con los compromisos adquiridos en las cumbres de Lisboa y Barcelona, revise su sistema de pensiones de jubilación en función del reparto de las cotizaciones. La Unión solo está capacitada para intervenir jurídicamente en unos ámbitos muy limitados, pero el consenso de las élites europeas sobre la necesaria «modernización» de los sistemas sociales le brindan el margen de intervención que los tratados aún no le otorgan.

Las diferencias de desarrollo social existentes entre los países de la Unión hacen del dumping social un peligro real para los países más avan-

2. Cf. Conclusión de la presidencia.

3. Cf. Cumbre de Barcelona, marzo de 2002.

zados. Los costes salariales griegos son un 300 % inferiores a los alemanes.4 También hay importantes diferencias en la legislación laboral o en la legislación social. Unidas al principio de libre circulación, estas diferencias provocan automáticamente una presión a la baja en los sistemas sociales. El caso Hoover ilustra a la perfección el peligroso uso que hacen las empresas de este tipo de desigualdades. En 1993, Hoover decidió deslocalizar su unidad de producción francesa a Escocia porque consiguió que los trabajadores escoceses aceptaran la congelación de los salarios durante un año y la reducción del precio de las horas extraordinarias.5

Y cuando los efectos de la construcción europea tienden a laminar automáticamente las conquistas sociales, el principio oficial que guía el trabajo legislativo comunitario va en el mismo sentido. Este principio es el de definición de unas normas de base mínima que respeten las legislaciones de los Estados miembros y a partir de las cuales pueden ser mo-dificadas o desarrolladas. En la práctica, esto ha llevado a las instituciones comunitarias a elaborar unas normas acordes con las legislaciones menos avanzadas y, en caso necesario, ha permitido a los países más avanzados justificar una revisión de las conquistas sociales en nombre de la construcción europea o la competencia mundial.

En el fondo, el modelo social preconizado por Europa es, pues, claramente anglosajón. Basta con remitirse a las diversas cumbres dedicadas al empleo y al ámbito social. El consejo de Essen (1994), el primero que tuvo como tema principal el empleo y el modelo social, estableció una serie de medidas que han configurado las líneas rectoras de las sucesivas cumbres en ese ámbito: desarrollo de la formación profesional, de la flexibilidad del mercado de trabajo, apelación a la moderación salarial, esfuerzo para reducir los costes salariales, una política de empleo más activa destinada a los parados de larga duración. Las cumbres ulteriores:

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Amsterdam (1997), en la cual se adoptó, bajo las presiones del gobierno socialista francés recién llegado al poder y paralelamente al pacto de estabilidad, una resolución sobre el empleo sin fuerza real; Luxemburgo (1997), que intentó elaborar las vías concretas para lograr un descenso del paro, dentro de las grandes líneas trazadas por la cumbre de Essen; Vie-

4. Cf. Remi Peres, Thémes d'actualité économiques, politiques, sociaux 2001-2002, Vuibert,2001.

5. Ib id.

na (1998), en la que Bonn y París intentaron marcar a sus socios objetivos obligatorios y verificables para luchar contra el paro; y, por último, Lisboa (marzo de 2000), dedicada al establecimiento de un modelo social europeo, no se han desviado de esta estrategia. En realidad, la defensa del modelo implica su destrucción, bautizada para la ocasión como «modernización», a la que acompañan una serie de vagas promesas sobre el mantenimiento de un nivel elevado de protección social, que no se ve con claridad cómo, con las estrategias propuestas, puede ser efectivamente preservado.

De cualquier manera que se plantee el tema, siempre se llega a la misma conclusión: en el ámbito de los derechos sociales, la construcción de la Europa liberal se hace a costa de una terrible regresión social. Y el destino reservado a los servicios públicos lo confirma de manera elocuente.

5. LA DESTRUCCIÓN ANUNCIADA DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS

En ningún lugar es tan visible el papel fundamental desempeñado por la construcción europea liberal en la sumisión de las economías del continente al libre comercio como en la voluntad de la Comisión de desmantelar los servicios públicos. Estos son el símbolo de un modelo social y cultural que se niega a tener como único referente el mercado. La empresa pública es el único sector que sigue encarnando una deliberada sumisión de lo económico a lo humano, la primacía del desarrollo social (integración, solidaridad, igualdad) frente a la rentabilidad económica a corto plazo/

Desde 1950, la construcción europea tiene como vocación principal la construcción de un mercado mediante la entrada en la competencia de todos los actores económicos. Desde esta perspectiva, la política de la Comisión está basada en un argumento muy sencillo: la existencia de servicios públicos obstaculiza el desarrollo de la competencia y, por con-siguiente, castiga a los ciudadanos que no se benefician de los mejores precios.

Sin embargo, la realidad está muy alejada de esta visión esquemática y dogmática. Dejando a un lado las diferencias existentes de un país europeo a otro, los servicios públicos cumplen dos funciones fundamentales: garantizar el futuro y preservar la integración social. En efecto, las inversiones en servicios públicos son en su gran mayoría inversiones cuan-tiosas y a muy largo plazo. La educación, la sanidad, la investigación y desarrollo, así como la política energética, las infraestructuras de transportes y comunicación, el abastecimiento de bienes de primera necesidad (agua, energía) son sectores de actividad cuya «rentabilidad» no es efectiva sino cuando han pasado muchos años. La continuidad en el esfuerzo de inversión es, pues, fundamental. En cambio, las experiencias de privatización llevadas a cabo en ciertos países europeos muestran que el sector privado no está en condiciones de responder a esta exigencia. Sus inversiones deben ser inmediatamente rentables y esta rentabilidad a corto plazo va en detrimento de la calidad (como es el caso de la seguridad en el transporte).

Además, los servicios públicos cumplen una función «social» que ninguna empresa privada está dispuesta a asumir. Motor de la integración social, esta función es más o menos crucial dependiendo de las tradiciones históricas. Es especialmente importante en Francia, donde la fuerza de lo público es garante de las libertades fundamentales y de la solidaridad, mientras que lo es mucho menos en los países de tradición anglosajona.

Sin embargo, la Comisión solo reconoce de manera marginal la especificidad de las actividades económicas de servicio público. El concepto de «servicio universal» o de «servicio de interés general» que sustituye al de servicio público solo se menciona en el Tratado de Roma como una excepción a las normas de la competencia. Los servicios públicos de los Estados miembros son considerados ante todo como «empresas» poseedoras de unos «monopolios» contrarios a las normas de la competencia. En nombre de este argumento se decretó en Barcelona, a finales de 2001, la liberalización, la privatización de los servicios públicos.

La Comisión prefiere defender el concepto estadounidense de «servicio universal», que implica el suministro a todos los usuarios de unas prestaciones mínimas a un precio asequible. Las obligaciones de calidad y de continuidad son casi inexistentes, y provocan unas desigualdades clamorosas entre quienes deben contentarse con estos servicios y quienes pueden pagarse servicios (en este caso, privados) de calidad. Este concepto no tiene evidentemente nada que ver con el de servicio público en el sentido francés del término.

Ciertos Estados miembros parecen intentar resistirse a la política de desmantelamiento elaborada por la Comisión. Pero sin éxito. Por una parte, entre unos países y otros, la realidad es demasiado diferente como para que surja un consenso favorable a los servicios públicos. Si el mercado eléctrico está abierto al 100% en Alemania, Reino Unido y Dinamarca, solo lo está en un 30 % en Francia o Portugal. En cambio, existe un consenso favorable a la privatización. Con frecuencia, la resistencia de los gobiernos, ya sean conservadores o social liberales, solo es aparente a no ser que se apoye en poderosos movimientos sociales. En Francia, los directivos de las grandes empresas públicas esperan como agua de mayo esa mutación" que fortalecerá su posición a la cabeza del grupo y alimentará el patrimonio financiero de su empresa. Lo esencial, para ellos, es evitar que estas privatizaciones provoquen agitaciones sociales demasiado im-portantes, como muestra la estrategia de desarrollo seguida por el grupo EDF. Desde 1999, EDF no ha dejado de comprar empresas en otros países europeos.2 El coste de esta estrategia de expansión es tal que hoy es imposible considerar la viabilidad de EDF sin una apertura de su capital. Su presidente ha puesto así al gobierno no ya frente a la alternativa de privatizarla, sino ante su necesidad absoluta. Entre los grupos económicos y los políticos se ha establecido una suerte de alianza tácita. Los primeros elaboran las condiciones para la privatización, mientras que los segundos «se resisten» verbalmente con el fin de evitar las reacciones del cuerpo social hasta que la privatización se convierte en una necesidad ineludible para la supervivencia de la empresa. Primero se crean las condiciones para la dependencia, y a continuación se nos dice que lo único que se puede hacer es asumirla. En ningún lugar es tan manifiesta la connivencia de las tecnoestructuras de los Estados con los funcionarios de la Comisión Europea y de las multinacionales adeptos al

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modelo liberal como en estos ejemplos. La veremos funcionar aún con más arrogancia en las relaciones con la OMC.

En las cumbres europeas, los gobiernos franceses, ya sean de derecha o de izquierda, aparentan «arrancar» a la Comisión y a los socios liberales unas «victorias» que en realidad son la aceptación de futuras capitu-

1. Uno de los grandes problemas a los que se enfrentan en la actualidad los defensores de los servicios públicos en un país como Francia es que con frecuencia se encuentran frente a ellos, en calidad de dirigentes y miembros de la tecnoestructura de las instituciones de los servicios públicos a personas ya favorables a la idea de la privatización de estas instituciones. La empresa nacional de ferrocarriles, SNCF, la de electricidad, EDF, y Gaz de France son cada vez más unas estructuras en cuyo seno se libra una dura batalla entre los tecnócratas dirigentes, que preparan las condiciones para la privatización, y los funcionarios sindicados que se resisten a ello; no es una de las menores paradojas que esta batalla sea mucho más dura para los defensores del servicio público cuando la «izquierda» está en el poder, frente a los empresarios nombrados por la «izquierda»; se considera que, puesto que son nombrados por un poder «socialista», los presidentes representan la quintaesencia del bien público y por lo tanto proponen la privatización únicamente por el interés general... Pero conocemos la continuación.

2. El 35 % de su volumen de negocios se realiza ya en mercados eléctricos fuera de Francia.

laciones. Es el caso de las retóricas concesiones hechas a Francia en el ámbito del servicio público: reconocimiento de la legitimidad de los «servicios de interés general» en el Tratado de Amsterdam; consideración, en la primera directiva de 1997 sobre la liberalización de los mercados del gas y la electricidad, del concepto de obligación de servicio público', sen-tencias «Corbeau» y «Commune d'Almelo»,3 que reconocen la necesidad de una obligación de continuidad y de igualdad y, por último, acuerdo de principio sobre la necesidad de una directiva marco sobre los servicios de interés general, a cambio de la aceptación del principio de liberalización del mercado energético en el Consejo Europeo de Barcelona en marzo de 2002. Pero los altos funcionarios de Bruselas no se engañan al respecto; uno de ellos dijo con total tranquilidad: «Si Francia se cree que va a imponer un modelo de servicio público europeo a catorce países que no lo quieren, se equivoca».

La inanidad de estas «resistencias» se aprecia claramente en los avances de la política de la Comisión. El transporte aéreo está abierto a la competencia desde 1997 y el proyecto de espacio único europeo llevará a la liberalización de los sistemas de control aéreo de los Estados miembros. Las telecomunicaciones también están abiertas a la competencia desde 1998 y el mercado eléctrico desde 1999.5 Una primera parte de la actividad postal se ha abierto en 2003, y el resto deberá hacerlo a partir de 2006. El transporte de mercancías por tren también se ha abierto a la competencia en 20036 y la Comisión ejerce presiones muy fuertes para que la apertura del transporte de viajeros se incluya en el orden del día de las próximas negociaciones. Una gran parte del mercado del gas y la electricidad estará abierta a partir de 2004. Esta apertura afectará a todas las estructuras profesionales de más de veinte personas:7 es difícil imaginar cómo, después, podrá quedar al margen el mercado de los particulares...

La lógica de la privatización de la Comisión no se limita a abrir los

3. Cf. Tribunal de Justicia Europeo, «La mutation de 1'État en Europe», en Rapport sur 1'État de I'Unión Européenne 2000.

4. Cf. Le Monde, «Economie», suplemento, 4 de junio de 2002.

5. Sin considerar el grado de transposición de la directiva europea en cada uno de los estados miembros. Francia, por ejemplo, está atrasada en numerosos ámbitos con respecto a las exigencias de la legislación comunitaria.

6. Cf. Le Monde, 4 de junio de 2002.

7. Ibid.

mercados públicos a la competencia o a abrir el capital de una empresa con el fin de hacer que en ella penetren otros accionistas además del Estado. La ideología liberal llega a considerar que la introducción de la competencia en el interior de la empresa, mediante la división de su actividad —producción, distribución, comercialización, etc.—, constituye un elemento fundamental para su operatividad futura. Sin embargo, esto no es en absoluto seguro al tratarse de empresas con un fuerte valor técnico. Henri Guaiño, ex comisario de planificación y ex administrador de EDF, advierte contra esta estrategia.

El valor de una empresa como EDF, o como Gaz de France reside en el valor de su cultura técnica. El excesivo aumento del marketing y de la comercialización con respecto a la técnica compromete peligrosamente este valor en el futuro. Hemos tardado en aprender la lección de California. Lo que, en la competencia europea, marcará el día de mañana la diferencia entre las eléctricas o las compañías de gas, no será la comercialización o el marketing, sino la calidad, la continuidad, la Habilidad, la seguridad. El saber hacer técnico unido a los valores de servicio público y a la visión a largo plazo es lo único que puede conferir a EDF una imagen de marca y una ventaja competitiva decisiva.8

Por último, la gestión privada de las empresas públicas no ha demostrado hasta el momento su superioridad. Todo lo contrario. Sin mencionar el desastroso estado del ferrocarril británico, cuyos fallos en la seguridad han provocado la intervención del gobierno, ¿sabemos que en Suecia,9 tras solo cuatro años de liberalización de las telecomunicaciones, los únicos que se han beneficiado de la disminución de los precios han sido las grandes empresas; que las desigualdades regionales entre zonas urbanas y rurales han aumentado considerablemente y, sobre todo, que los usuarios de los pequeños municipios son quienes pagan los precios más altos? El nivel de empleo ha disminuido en casi un 50% entre 1984 y 2000. Además, los nuevos operadores privados han preferido diversificar sus actividades a invertir en el mantenimiento de la red.

8. Cf. Le Monde, 8 de febrero de 2002.

9. Ejemplos tomados del informe Fuchs, Les Services d'intérét general: pilier de la citoyenneté européenne, Asamblea Nacional, Delegación para la Unión Europea, París, 2000.

Las mismas deficiencias de funcionamiento se están produciendo en el sector sueco de la electricidad, liberalizado desde 1996. Tras una serie de incidentes, el Ministerio de Industria se ha visto obligado a pedir una investigación sobre el mantenimiento de la red. En el caso del servicio postal, el reglamento europeo establece ciertas normas mínimas de cobertura del territorio y de distribución del correo. En Suecia, ni siquiera estas están ya garantizadas.

En Holanda, el gobierno está estudiando dar marcha atrás a la privatización de los transportes, con el fin de evitar

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nuevos fallos. Estos ejemplos traducen una realidad muy sencilla: la liberalización desenfrenada de los servicios públicos corre el riesgo de desembocar —y ya desemboca en algunos países— en su degradación, en un aumento de las desigualdades de acceso y de precios, en importantes supresiones de empleos, en el deterioro de la seguridad y, sobre todo, en la incapacidad de garantizar el futuro.

Hay que descartar que la Comisión Europea vaya a poner fin a su ofensiva tras haber logrado sus deseos en los sectores en curso de negociación. Porque ese proceso de privatización se inscribe en el proceso mundial, dirigido por los gobiernos más adeptos al liberalismo en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC). En enero de 2005 los miembros de la OMC deberán ponerse de acuerdo en qué sectores desean abrir a la competencia en virtud del Acuerdo General sobre el Comercio y los Servicios (AGCS).11 Durante las negociaciones en curso, la Comisión evocó la posibilidad de una liberalización de los sectores de investigación y desarrollo. La educación y la sanidad todavía no han sido mencionadas por la Comisión, pero en la medida en que lo son por los socios de los europeos en el marco de la OMC ¿cómo no pensar que se incluirán pronto en el orden del día?

10. En 1997, un primer estudio tras la liberalización mostraba que casi 1.300 hogares habían quedado excluidos de la distribución regular del correo y que en el 74% de los hogares debían desplazarse más de 2,5 kilómetros para llegar a la oficina de correos más cercana (cuando el reglamento prevé que esta distancia no puede exceder los 2 km).

11. Cf. Le Monde, 4 de junio de 2002.

6. UNAS INSTITUCIONES AL SERVICIO DE LA LIBERALIZACIÓN DE LAS ECONOMÍAS EUROPEAS

Como hemos visto, dos estructuras desempeñan un papel clave en el proceso de sumisión de las economías europeas a la globalización liberal: la Comisión Europea, que dispone del derecho de iniciativa en el ámbito económico y el Banco Central Europeo (BCE), que fija con total independencia y en función de un único objetivo, el valor del dinero, la estabilidad de los precios.

Si la Comisión está impulsando la economía liberal europea desde hace varias décadas, el Banco Central es de creación reciente (1994 bajo la forma de Instituto Monetario Europeo y, desde 1999, con el nombre de BCE). Pero esto importa poco, pues, debido a la política monetarista que Europa privilegia desde mediados de la década de 1970, es en realidad el Bundes-bank el que da el do del valor del dinero. El actual Banco Central es una réplica del mencionado Bundesbank. Tampoco es, en este caso, caricaturizar la historia afirmar que nunca el capitalismo europeo se ha encontrado en un contexto tan favorable para adaptar las sociedades europeas a sus designios. Esta «gran transformación» ha hecho inevitable el paso de la «economía de mercado» a la «sociedad de mercado» de la que hablaba Kari Polanyi. No es una amenaza para el futuro. Es la realidad actual.

A estos cimientos del proyecto europeo, se han incorporado una arquitectura institucional y unos modos de funcionamiento que intentan legitimar el proceso. Para asegurar la coherencia de los sectores federaliza-dos (aquellos relacionados con el mercado, es decir, los del «primer pilar»), el Consejo de la Unión funciona según la norma de la mayoría cualificada (las decisiones se imponen a todos los Estados); para controlarlos, el Tribunal de Justicia Europeo se convierte en la principal fuente de producción de normas jurídicas a escala europea, con capacidad de juzgar y de sancionar. Así se ha llegado a la creación de un poder supra-nacional, cuyo objetivo principal es la liberalización de las economías de los Estados miembros.

Esa doble dinámica (liberalización acelerada/federalización sectorial) da atractivo a toda ampliación hacia las economías situadas en las fronteras de la Unión. Romano Prodi lo expresa sin ambages: «La ampliación es, en definitiva, una especie de inversión, como la de una empresa, cuya rentabilidad pretendo demostrar punto por punto».' Una expresión un tanto ingenua de la concepción del espacio comercial europeo como parte constitutiva del imperio mercantil globalizado. Desde el punto de vista social, el proceso se ha desarrollado a costa de una profunda aculturación provocada por la unificación de los mercados. Las luchas de generaciones de asalariados para elaborar unas relaciones sociales igualitarias y estables se han sacrificado en aras de una Europa liberal no igualitaria. Esta aculturación, aunque con frecuencia enmascarada bajo una retórica solemne acerca del respeto a la «diversidad» y a las «especificidades» europeas, es vivida por las poblaciones como una desposesión identitaria. En la práctica, constituye una de las principales causas de la emergencia de los micro- nacionalismos europeos.

Una evolución tan rápida, incluso fulminante, no tenía más remedio que terminar engendrando una crisis en múltiples aspectos: una crisis social vinculada a la descomposición de los sistemas sociales, una crisis cultural vinculada a la desaparición de las referencias identitarias, una crisis política vinculada a la impotencia de los Estados y, por último, una crisis institucional resultante de la realidad europea, hecha de relaciones de poder, y no solo de jactancia europeísta. Esa Europa, estrictamente mercantil y superficialmente democrática, está atrapada en el marasmo de todas estas crisis.

En cierto modo, la cumbre europea de Luxemburgo de diciembre de 1997 radicalizó todas estas crisis. Al entablar las negociaciones de adhesión con los seis países del Este candidatos a la ampliación, los Estados europeos se internaron en la vía de una nueva Europa. Son diez los países que han concluido las negociaciones de adhesión. En el futuro será imposible funcionar con veinticinco miembros o más del mismo modo que se hace, ya con dificultad, con doce o con quince. También será imposible evitar la reforma de los mecanismos de solidaridad en el seno de la Unión (políticas comunes).

La Conferencia intergubernamental que desembocó en el Consejo

1. Cf. Politique internationale, primavera de 2001.

Europeo de Niza (diciembre de 2000) tenía como objetivo llevar a cabo la reforma institucional de la Unión para acoger a nuevos miembros. Pero esta negociación, de importancia capital, tuvo lugar en un contexto de crisis del eje franco-alemán y de ardua resistencia de la mayoría de los socios a todo cambio del equilibrio de fuerzas (peso preponderante del Este y del Norte, amenaza a los subsidios otorgados al Sur, rechazo de Alemania a pagar a los demás, etc.). De ahí el balance de la cumbre de Niza:

agudización de las contradicciones nacionales, unos costosos consensos sobre las reformas a mínima, y confirmación del

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peso preponderante de Alemania.

Quizá sea este el gran punto de inflexión. Hoy en día no podemos calcular toda su importancia, pero está claro que una vez se realice la ampliación en el marco de las instituciones existentes, la influencia de Alemania será automáticamente preponderante. El hecho de tener en cuenta el principio de representación demográfica a la hora de adoptar decisiones por mayoría cualificada en el Consejo permitirá a ese país imponerse fácilmente frente a las otras potencias, a poco que algunos pequeños Estados de Europa del Este le den su apoyo. En el dispositivo previsto en Niza, Alemania tendrá, pues,

un margen de maniobra considerablemente mayor. Si, además, el debate actual lleva a Europa hacia una «federación de Estados-nación» como desean los federalistas, la hegemonía alemana se convertiría en estructural. Pero ni Francia ni Gran Bretaña pueden aceptar esta situación.

Europa se encuentra, por lo tanto, en un momento decisivo: los Estados deben afrontar la necesidad de redefinir su proyecto común. Y en este contexto de incertidumbres e interrogantes me en el que la cumbre de Niza frenó numerosas decisiones: emprender un gran debate sobre el futuro de Europa, crear para ello una «Convención»1 integrada por representantes de los Estados miembros, de las instituciones europeas, de los parlamentos nacionales, del Comité de las Regiones y del Comité Económico y Social europeo, encargada de elaborar propuestas alternativas; adoptar, en la conferencia intergubernamental de 2004, una reforma en profundidad del funcionamiento de la Unión.

El Consejo Europeo de Laeken (diciembre de 2001) precisó los principales puntos de esa reflexión: la reforma de los tratados europeos (in-

2. Presidida por Valéry Giscard d'Estaing, empezó a funcionar en marzo de 2002.

cluida la reflexión sobre una futura Constitución europea); el papel de la Carta de Derechos Fundamentales; el nuevo papel de los parlamentos nacionales en la construcción europea; la reforma de las instituciones (Comisión, Consejos, Parlamento Europeo), el reparto de competencias entre la Unión y los Estados.

Los problemas que tendrá que tratar la Unión Europea hasta el año 2007 son, pues, fundamentales para su futuro: ampliación; elaboración de un compromiso sobre el futuro de la Unión; reforma de la política agrícola y, por último, negociación del presupuesto para después de 2006.

A partir de esa fecha todas las dimensiones de la Unión deberían estar reconfiguradas. Sin embargo, en cada uno de los temas las discrepancias, la diversidad de intereses, las contradicciones y los enfrentamientos son especialmente profundos. ¿Conseguirá reorientar este proceso la consolidación del eje franco-alemán, sobrevenida con ocasión de la guerra estadounidense en Iraq y del duro enfrentamiento entre los partidarios de una Europa estadounidense y de una Europa europea que se busca a sí misma? Nada incita, hoy por hoy, a responder de manera segura a esta pregunta.

7. LA EUROPA REALISTA

Europa no puede limitarse a ser una subregión del imperio mercantil universal. Pero es lo que la amenaza si no es capaz de realizar, dentro de la extraordinaria diversidad de sus tradiciones culturales, el esfuerzo necesario para dotarse de instituciones acordes con su realidad. Reducida a una simple zona de libre comercio, Europa dejaría a sus pueblos a merced de los oligopolios financieros que ya la dominan. Pero si se lanza a aventuras institucionales no meditadas provocará reacciones nacionales e identitarias de consecuencias dramáticas. En realidad, ha llegado la hora del realismo. Hay que construir Europa como forma institucional. Pero no de cualquier manera y, sobre todo, no de modo que sus únicos beneficiarios sean las élites tecnocráticas y financieras dominantes en su seno. Por lo tanto, el debate sobre las orientaciones institucionales propuestas por unos y otros es indispensable. Hay que abordarlo con franqueza, sin juicios de intención y anatemas. En el fondo, son tres grandes tendencias las que se enfrentan entre sí: el federalismo, el confederalismo y el realismo pragmático.

Examinemos en primer lugar la postura federal. Hunde sus raíces en el origen de la construcción europea, aunque solo tomó forma a partir de la Segunda Guerra Mundial. Su trasfondo histérico-cultural se tejió a partir de dos rechazos fundamentales: el rechazo a ver a los Estados-nación seguir desempeñando un papel importante, provocado por su incapacidad para impedir las guerras del siglo xx; y, como corolario, el rechazo a perpetuar la supremacía de un Estado sobre otro en función de su poderío. Estos dos rechazos encuentran un eco entusiasta en los medios financieros tanto europeos como mundiales, pues debilitan defacto a los poderes políticos y transfieren todo el poder a quienes manejan los resortes del poder en la esfera económica. También son, evidentemente, acordes con los intereses de las potencias medianas y pequeñas, que ven en ellos un medio eficaz para hacer frente a las estrategias de sus vecinos más poderosos.

Este federalismo se elaboró políticamente en un momento en que el mundo estaba dividido en dos bloques: el Este y el Oeste. Aunque partidario de Occidente —y, a la postre, de Norteamérica—, pretendía unir al continente europeo tanto frente a la Unión Soviética como con respecto a Estados Unidos. Por esto es por lo que, para la izquierda socialdemócrata —que más tarde pasaría a ser social liberal—, se convirtió en el medio ideal de justificar tanto su renuncia a cualquier transformación del sistema mercantil como su alineamiento con la democracia cristiana europea, de tradición conservadora o liberal. La construcción de Europa es el resultado de esta alianza. Sin embargo, esta orientación no pudo imponerse a las realidades nacionales y al juego de las potencias. Eficaz en el ámbito económico, que escapa por completo a la voluntad popular, el método «comunitario» federalista es difícilmente aplicable en otros ámbitos (en el social y el político). El fin del antagonismo Este-Oeste también lo ha debilitado considerablemente: ahora no es necesario basar la construcción institucional europea en la oposición a la amenaza rusa. Hay que basarla en sí misma. ¿Qué justifica un poder federal? ¿Por qué una federación y no otra cosa?

Por el momento, no hay ninguna respuesta de fondo a estas preguntas. Se expresan deseos, pero no se ofrece una respuesta seria y legítima. En cambio despuntan una serie de propuestas que perfilan la opción institucional europea en función de los intereses y tropismos nacionales. Así, tras la caída del muro de Berlín y sobre todo a partir de la llegada al poder de la coalición socialdemócrata-verde, Alemania ha pasado a la ofensiva. El ministro de Asuntos Exteriores,

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Joshka Fischer, el presidente del Gobierno, Gerhard Schröder, el presidente de la República, Johannes Rau, han avanzado toda una serie de propuestas que siguen el modelo alemán: es decir, federal. Tienen poderosos motivos para ello: Alemania es la que paga desde que el euro es la moneda europea, ella sola financia casi la cuarta parte del presupuesto europeo y, por último, legítimamente, ha vuelto a darse cuenta de que es una nación con intereses propios en Europa.

Pero Francia y Gran Bretaña no pueden aceptar esta visión: no está en consonancia con su cultura ni con sus intereses. De ahí el actual punto muerto y el mantenimiento del método que ha prevalecido hasta el presente: el pragmatismo intergubernamental, que se encarna sin duda en compromisos frágiles, ambiguos, sobre el presupuesto, las políticas comunes o la reforma de las instituciones, pero al menos posee la inmensa ventaja de tener en cuenta los intereses de todos, el ritmo de formación de la conciencia europea, la dialéctica global de lo político y lo económico. No es un método excelente, pero es menos malo que el preconizado por el enfoque federalista: no viola la soberanía ciudadana y popular. Es más democrático. Se enfrenta tanto a quienes, por decreto, quieren un Estado federal, impuesto desde fuera a los diversos pueblos europeos como institución imperial, como a los partidarios de un no radical a Europa provocado por un nacionalismo arcaico. De los dos, el método interguberna-mental es el mejor. Naturalmente, debe aclarar su finalidad. No puede ser otra que la construcción de una Europa ampliada, de una gran Europa, que concilie un federalismo económico sectorial con un confederalismo político inevitable: será una Europa sui generis cuyo concepto institucional aún debe ser inventado. Para ello, es necesario clarificar el proyecto europeo.

Tras el desmembramiento de la URSS, los partidarios del federalismo tuvieron que enfrentarse a la ascensión del nacionalismo democrático. Los Estados tuvieron que redefinir su posicionamiento geoestratégico no solo en la antigua URSS, donde Rusia y los países del Este recuperaron sus señas de identidad, sus referencias históricas, sus tropismos y su reposi-cionamiento en el sistema de relaciones internaciones, sino también en la propia Comunidad Europea. La construcción de un mercado integrado exige unos mecanismos institucionales adecuados; el problema de la soberanía nacional y popular pasa a ser crucial. Los partidarios del federalismo adquieren conciencia de que no pueden esquivar esos obstáculos. Saben que una federación europea no solo no es posible hoy, sino que tampoco es previsible a medio plazo. Por ello, frente a la ofensiva federalista alemana, entendida tanto por Gran Bretaña como por Francia como una respuesta sobre todo a los intereses alemanes, han aparecido enseguida dos contrapropuestas.

Examinemos en primer lugar la posición británica. Tajante, abiertamente confederal, solo acepta la federación en el ámbito económico y aboga por una Europa confederal en el ámbito político. Esta posición es coherente y funcional. Coherente, porque a los británicos solo les interesa un gran espacio de libre comercio sometido a unas normas comunes; funcional, porque no quieren que esta situación paralice las capacidades de proyección estratégica mundial del Estado-nación que es Gran Bretaña. Para ellos Europa no quiere decir desaparición de la nación soberana británica.

En segundo lugar, la posición francesa. Se encuentra entre las otras dos. Propone la idea, curiosa como mínimo, de una «federación de Estados-nación». Según sus promotores (sobre todo Jacques Delors), esta idea responde a una situación objetivamente contradictoria: la realidad actual de Europa sería la de un conjunto federal, puesto que toda una serie de ámbitos de la economía son comunes, y, a la vez, confederal, puesto que el segundo y el tercer pilar siguen siendo confederales. La federación de Estados-nación es, pues, la realidad de Europa. Se debe avanzar hacia una acentuación de la dimensión federal «respetando» a los Estados-nación.

Esta posición, que pretende ser pragmática, es en realidad confusa y puede dar lugar a las derivas más inesperadas, pero tiene el mérito de diseñar una zona de compromiso entre los puntos de vista federalista y confederal, dejando a la historia inclinarse por uno o por otro. Por esto ha sido «adoptada», sin entusiasmo es cierto, por Alemania. Pero no hay nada decidido aún. De hecho, la mejor manera de avanzar en este ámbito sería, una vez más, impulsar un auténtico debate público europeo, que sacara a la luz las dinámicas estructurales de las distintas formas institucionales propuestas.

En lo que al ejercicio de la soberanía se refiere, la diferencia entre federación y confederación es fundamental. La federación implica un poder central fuerte, con las prerrogativas clásicas del Estado. El Estado federal solo deja a los «govemorats», «lánder», o «Estados-nación» las funciones de gestión y de adaptación.

En cambio, la confederación deja la totalidad de los poderes al Estado-nación, el cual delega puntualmente a la institución confederal la aplicación de determinada política común. El Estado sigue controlando —y es responsable ante el pueblo— las cooperaciones que desea establecer con sus socios. La federación implica una pertenencia previa común, la confederación subraya sobre todo los intereses comunes. Pero, aunque existan intereses comunes a escala europea, no deben ser confundidos con una comunidad de pertenencia, aún inexistente.

Los pueblos deben ser consultados. El sentido común exigiría que, para conservar los logros positivos de la Unión y a la vez protegerse de su tendencia irreprimible a desembarazarse del control de los pueblos, nos orientásemos hacia una confederación de nuevo cuño, hacia una «unión de Estados-nación». Esta Unión política organizaría la interdependencia a través de algo que no fuera la obediencia ciega a las órdenes del mercado liberalizado; y definiría, a través del método intergubernamental, unos objetivos políticos comunitarios a corto, medio y largo plazo al servicio de los pueblos europeos.

En efecto, Europa solo tiene sentido si es deseada por los pueblos. Su construcción debe ser objeto de un amplio debate público. Pero este debate no existe. Y la Convención, cuyos trabajos comenzaron en febrero de 2002, no puede

sustituirle. Creada para favorecer la participación de toda la sociedad en la construcción comunitaria, es una estructura ambigua tanto en su formación como en su misión y su funcionamiento. No emana de la voluntad de los pueblos, sino que es una creación ad hoc de los dirigentes europeos, atentos a dar a la construcción europea una apariencia democrática. Su composición refleja su origen: al emanar de «arriba», de la esfera de poder europea, solo reúne a

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miembros de dicha esfera. Sus objetivos, son un reflejo de su extraña formación: la Convención no tiene por vocación crear, sino proponer, preparar el trabajo de los responsables políticos europeos que decidirán en 2004 las reformas de la Unión. Además, los jefes de Estado y de gobierno no tienen ninguna obligación concreta con respecto a ella. Su trabajo es estrictamente consultivo. Se encuentra, pues, ante una disyuntiva: elaborar proposiciones acordes con la sensibilidad europeísta y federalista que anima a la mayoría de sus miembros, en cuyo caso se arriesga a que sus trabajos, demasiado alejados de la realidad europea, no tengan ninguna influencia sobre el futuro de la construcción europea; o tener en cuenta las relaciones de fuerza, y elaborar propuestas más pragmáticas, susceptibles de ser adoptadas por los jefes de Estado y de gobierno. Por último, hay que decir que sus decisiones se adoptan por consenso, y la presidencia indica la posición mayoritaria que, en su opinión, destaca en los debates.

Entre los gobiernos, las instituciones europeas y la Convención se ha instaurado una especie de diálogo oficioso en el que esta última suele esperar las propuestas o iniciativas de unos u otras antes de elaborar sus propias propuestas. Así, las proposiciones de la Comisión le sirven como base para trabajar sobre el reparto de las competencias, y las declaracio-nes de los jefes de Estado fundamentan aquellas relativas a la futura arquitectura institucional. En realidad, la Convención desempeña el papel de caja de resonancia de quienes toman las decisiones en Europa, que, de este modo, ponen a prueba sus propuestas a la vez que dotan a la construcción europea de una apariencia democrática. La forma en la que su presidente, Valéry Giscard d"'Estaing, dio a conocer su visión de las futuras instituciones de la Unión, directamente a través de la prensa' e incluso antes de haberlas discutido en el seno del Presidium, confirma el papel atribuido a la Convención por los responsables políticos: el de cámara de consulta y no una instancia de elaboración de los futuros textos comunitarios.

A falta de poder abrir un auténtico debate democrático a escala europea, es en el seno de cada nación —donde hay estructuras democráticas— en donde ese debate debe ser impulsado. Ningún texto importante y, a for-tiori, ningún tratado nuevo debería ser objeto de una decisión comunitaria sin haber sido sometido previamente a los representantes del pueblo o al propio pueblo a través de un referéndum.

Más que de la forma política de la Unión, se debe debatir acerca de su propio contenido. ¿Por qué hay que construir Europa? El único «proyecto» europeo que dota en la actualidad de un contenido concreto a Europa es el del mercado, consignado en los tratados. La instauración de las cuatro libertades (libre circulación de capitales, mercancías, servicios y personas) constituye hoy el horizonte europeo. Si queremos que Europa sea un futuro para los pueblos europeos, hay que ampliar ese horizonte. Y en primer lugar definir sus prioridades. La primera es el empleo. La construcción europea debe tener como misión primordial el crecimiento y el progreso social, que incluyen el principio de pleno empleo y de cohesión económica y social. Esto pasa por el desarrollo de políticas comunes y no por su abandono (PAC, pesca, política regional de cohesión); por la implementación de programas de grandes obras (conexiones ferroviarias de alta velocidad, transporte ferroviario, etc.), y no por la renuncia a la intervención pública en la economía; por la elaboración de cooperaciones reforzadas en los ámbitos más diversos (cooperación industrial militar o civil, proyectos comunes de investigación, etc.), y no por la renuncia a toda iniciativa que no proceda directamente de la Comisión.

El Banco Central Europeo también debe ser reformado. Jean-Paul Fitoussi analiza sin concesiones el déficit democrático que caracteriza el funcionamiento de esta institución y hace varias propuestas para ponerla al servicio del desarrollo social:2 flexibilizar las exigencias referentes a la

1. Cf. Le Monde, 24 de abril de 2003.

2. Cf. Jean-Paul Fitoussi, La Regle et le choix, Seuil, 2002.

tasa de inflación autorizada, aflojar el yugo presupuestario que gravita sobre la política de los Estados a través del pacto de estabilidad, reformar la designación de las instancias del Banco con el fin de devolver al poder político un papel en la dirección de la economía europea.

Todas estas reformas son indispensables. Pero siguen siendo insuficientes. ¿Cómo podemos admitir que el Banco Central Europeo tenga por objetivo únicamente la lucha contra la inflación y no el crecimiento y el pleno empleo, cuando países tan liberales como Estados Unidos han dado expresamente un mandato a su Banco para esta misión? ¿O es que los europeos están, por una necesidad natural, obligados a someterse al inte-grismo del monetarismo más dogmático? Hay que revisar los estatutos del Banco Central teniendo en cuenta este imperativo social. Mientras tanto será difícil de lograr una forma institucional basada en una auténtica legitimidad política. Porque, aunque sea posible desvincular lo económico del poder político, es prácticamente imposible separar arbitrariamente lo social de la soberanía ciudadana: los pueblos no están dispuestos a renunciar a sus conquistas sociales en nombre de una Europa abstracta. Esta cuestión crucial es la que habría debido acometer la Convención, pero eligió, una vez más, apartarse de esta tarea fundamental y orientarse hacia un bricolaje jurídico que en el fondo no satisfará a nadie.

3. La Conferencia intergubernamental de 2004 opta por un marco institucional que reproduce las ambigüedades y la carencia de una visión a largo plazo de Europa, en lugar de elegir abiertamente la vía de una Europa confederal basada en el desarrollo de las cooperaciones reforzadas entre las naciones. El debate sobre la «Constitución» europea lo confirma claramente.

8. LA EUROPA POLÍTICA: UNA NECESIDAD CIUDADANA

La naturaleza del vínculo jurídico entre los Estados miembros determina la forma política de la Unión: la Convención propone un texto nuevo denominado «Tratado constitucional» pero que, cuando se analiza su contenido, se presenta como una «Constitución». Así, el proyecto del artículo 1 dispone que «inspirado por la voluntad de los pueblos y de los Estados de Europa de construir su futuro en común, esta Constitución establece una Unión [...] en el seno de la cual se coordinan las políticas de los Estados miembros y que gestiona, según el modelo federal, ciertas competencias

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comunes».* Estos términos merecen ser analizados: ¿qué significa la inspiración del pueblo cuando se trata de establecer los fundamentos de un proyecto político común? ¿Han sido consultados los pueblos europeos? ¿Han elegido? El proyecto lleva el título de «tratado» pero se designa como una «Constitución». ¿Se trata de uno o de la otra? Dotar a Europa de una Constitución significa que la unidad entre los pueblos de Europa ha avanzado de tal modo que constituyen una única entidad. Pero este no es el caso. En la práctica, los miembros de la Convención proponen otra cosa: un resumen de todos los textos europeos existentes, desde el Tratado de Roma hasta las notas a pie de página del Tratado de Niza. Un cajón de sastre denominado «Constitución». Es decir, incluir en una Constitución a unos pueblos con unas tradiciones, culturas e identidades diversas, pues no hay un pueblo europeo único. No se ha formado un «demos», salvo que se quiera, como curiosamente propone Habermas, sustituir de manera provisional al pueblo por la ley y denominar este subterfugio «patriotismo constitucional»; es decir, una identidad fundamentada en la adhesión a unos principios autoproclamados, abstractos, y alejados de

1. Cf. Convención Europea, Proyecto de artículos 1 a 16 del Tratado Constitucional, CONV 528/03, Bruselas, 6 de febrero de 2003.

2. Cf. «Pour une Constitution européenne». Le Point, n.° 1.491, 13 de abril de 2001.

la historia concreta y humana de los pueblos. Se trata de una visión estrictamente instrumental, metafísica, de las relaciones políticas y sociales y, en definitiva, muy poco democrática, si admitimos que la ley es resultado de la voluntad popular, y no al revés.

Los miembros de la Convención llaman también a esta creación «Tratado constitucional», lo que es una contradicción en los términos. Un tratado internacional no puede ser equiparado a una Constitución. Se trata de un texto que unos gobiernos independientes asumen libremente en prosecución de un objetivo común. Esos gobiernos siguen siendo libres de cuestionar este compromiso, y este, para ser válido, no debe entrar en contradicción con la ley suprema de cada nación, es decir, con su Constitución.

El «Tratado constitucional» propuesto por la Convención incluiría, en una especie de preámbulo, la Carta de Derechos Fundamentales, destinada a convertirse en la expresión de los valores fundamentales de los países miembros de la Unión; y, en el texto, los tratados existentes, simplificados y más inteligibles. Es decir, en realidad se trata de una cómoda solución provisional.

La introducción de la Carta de Derechos Fundamentales en el nuevo tratado de la Unión también merece ser aclarada. Esta Carta incluye un «tercer nivel» de derechos fundamentales susceptibles de hacer jurisprudencia, que se suman a los de nivel nacional y al corpus de derechos garantizados por la Convención europea de derechos humanos. Además de aumentar la complejidad de un sistema jurídico ya difícilmente inteligible para los ciudadanos, la posibilidad de remitirse a un texto, globalmente en retroceso respecto de las normas nacionales en lo que a derechos económicos y sociales se refiere, provoca de hecho una disminución de la protección garantizada por Europa en este ámbito.

Además, tanto en su preámbulo como en el artículo 10, la Carta habla de la identidad espiritual de Europa, al evocar el «patrimonio espiritual y moral de Europa». Define la libertad religiosa como la libertad de «manifestar su religión o sus creencias individual o colectivamente, en público o en privado, mediante el culto, la educación, las prácticas y el cumplimiento de los ritos» (artículo 10, párrafo 1). ¿Significa esa referencia al «patrimonio espiritual» que Europa debe definirse con respecto a una identidad religiosa concreta? ¿Qué pasa con el laicismo —sobre todo en su forma francesa— en el marco de unos derechos fundamentales tendentes a introducir la religión en el espacio público? ¿Han sido llamados

los pueblos a pronunciarse sobre un aspecto fundamental de su vida común como es la relación con la religión?

Más allá de Carta de Derechos Fundamentales, el proyecto de Tratado constitucional parece una máquina de socavar los cimientos de la soberanía ciudadana. En efecto, el texto reafirma claramente la primacía del derecho de la Unión sobre el de los Estados-nación (proyecto de artículo 9). De este modo, una norma elaborada sin auténtico control ciudadano es superior a otra sobre la que se ha pronunciado la representación ciudadana. Además, no se aclara la relación con la norma suprema que es la Constitución nacional. En realidad es un problema ya pendiente en la actualidad: los reglamentos europeos son de aplicación directa, pero nada establece su relación con la Constitución en caso de una negativa a cambiar esta última.

El reparto de las competencias, tal y como se concibe en el proyecto de tratado constitucional, es otra dimensión del proceso de reducción de soberanía. En efecto, no solo la representación ciudadana no tiene ninguna influencia sobre los ámbitos de competencia exclusivos de la Unión3 sino que, además, los ámbitos de competencia llamados «compartidos»,4 que afectan al conjunto de la vida colectiva, no lo son de manera equitativa: los Estados solo pueden intervenir si la Unión no lo ha hecho. También en este aspecto, la mayor parte de las normas que se aplicarán a los ciudadanos habrán sido concebidas al margen de un auténtico control democrático.

La Convención pretende haber introducido a los parlamentos nacionales en el proceso legislativo mediante el nuevo control del principio de subsidiariedad5 que propone. Pero ese control no puede compararse con

3. Libre circulación de personas, mercancías, servicios y capitales, política de la competencia, unión aduanera, política comercial común, política monetaria (para los países que participan en el euro), conservación de los recursos biológicos marinos.

4. Mercado interior, espacio de libertad y justicia, agricultura y pesca, transportes, energía, política social, cohesión económica y social, medio ambiente, salud pública, defensa del consumidor.

5. El principio de subsidiariedad regula la elaboración conjunta de las normas comunitarias por los Estados y la Unión. Fuera de los sectores en que la Unión o los Estados son rigurosamente competentes (ámbitos de competencias exclusivas o compartidas), la Unión solo tiene vocación de intervenir si la acción prevista puede realizarse mejor a nivel comunitario. Poner en práctica este principio es evidentemente muy delicado. ¿Quién decide sobre si tal o cual acción debe ser realizada a escala comunitaria mejor que a escala nacional?

una verdadera participación en la elaboración de las leyes europeas. La Comisión simplemente está obligada a someter el texto de sus proyectos a los parlamentos nacionales y estos pueden —de acuerdo con una mayoría cuyo nivel aún no

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ha sido establecido— pronunciarse sobre el respeto o no del principio de subsidiariedad por parte de la Comisión. Pero no les otorga ningún derecho de control del contenido de los textos; se trata solo de una capacidad de bloqueo, por lo demás difícil de llevar a cabo en la práctica, puesto que implica que un elevado número de parlamentos emita la misma opinión sobre el texto en cuestión.

De este modo el proyecto del nuevo tratado, en lugar de democratizar la construcción europea, tiende a acentuar la huida hacia un federalismo no controlado, en el que no hay espacio para la soberanía ciudadana.

Sin embargo, una Europa democrática exigiría que los Estados, depositarios de la legitimidad democrática, conserven la capacidad de intervenir en todos los ámbitos. Las competencias pueden ser, como máximo, compartidas, pero de manera equitativa, dejando a los estados la capacidad de intervenir junto con la Comisión: no deben quedar exclusivamente reservadas a las instancias de la Unión.

Asimismo, las instituciones deben adaptarse a la ampliación de la Unión. Su reforma se inscribe en el proceso de refundación y clarificación global del proyecto europeo. En efecto, una Comisión todopoderosa consagraría la dinámica federalista, mientras que un Consejo de la Unión reforzado consolidaría la influencia de los estados en el proceso de ela-boración de la legislación comunitaria. Las relaciones de fuerza entre estados dependen también en gran medida del contenido de estas reformas: el modo en que se ha determinado el voto por mayoría cualificada en el Consejo de la Unión puede otorgar un peso mayor a determinado país; y lo mismo sucede con el reparto de los miembros en el seno del Parlamento Europeo.

Esta reforma ya ha dado lugar a numerosas decisiones adoptadas durante el Consejo Europeo de Niza en diciembre de 2000. El principio de igualdad de los grandes estados en el seno del Consejo de la Unión quedó reafirmado cuando Alemania exigió que se tomase en consideración su importancia demográfica. Francia y Alemania conservaron, pues, el mismo número de votos. Sin embargo, Alemania ganó cuando se tuvo en cuenta un tercer parámetro para alcanzar la mayoría cualificada: el del criterio demográfico. La mayoría solo podrá ser obtenida en el Consejo si, además del número de votos requeridos, que reúne a un número mínimo de estados, este conjunto representa al menos al 62% de la población de la Unión. Además, Alemania dispondrá también de un número mayor de diputados en el Parlamento Europeo (99 frente a los 72 de los otros grandes países: Francia, Gran Bretaña, Italia). Por lo tanto, estas reformas darán a Alemania una indudable ventaja en la Europa posterior a 2004.

Pero por encima de estos «acuerdos» aún queda por definir, a través de una eventual presidencia de la Unión, cuál será la institución sobre la que pivote todo el dispositivo.

La propuesta más concreta la han hecho conjuntamente Francia y Alemania.6 El presidente francés y el jefe del gobierno alemán se pronunciaron a favor de una presidencia bicéfala de la Unión.7 Por un lado, habría un presidente del Consejo Europeo elegido por sus pares por mayoría cualificada; por el otro, un presidente de la Comisión elegido por el Parlamento Europeo. El primero tendría como misión dirigir los trabajos del Consejo Europeo (definición de las grandes orientaciones políticas de la Unión) y representar a la Unión en la escena internacional. El segundo conservaría las misiones actuales del presidente de la Comisión.

Da la impresión de que Francia y Alemania han hecho un intercambio: un fortalecimiento del Parlamento y de la Comisión (que beneficia a Alemania) a cambio del fortalecimiento del control del Consejo Europeo sobre el conjunto del proceso.

Pero la propuesta franco-alemana no ha sido introducida al pie de la letra en el proyecto de Tratado constitucional. En la última versión del texto, el presidente de la Comisión sería elegido por el Parlamento, aunque solo a propuesta del Consejo Europeo. Dicho de otro modo, solo el Consejo Europeo —los jefes de Estado y de gobierno— decidirá quiénes son los candidatos susceptibles de encabezar la Comisión. En realidad, son las propuestas de Valéry Giscard d''Estaing8 las que marcan rundamental-

6. Cf. Declaración franco-alemana del 15 de enero de 2003.

7. Cf. Le Monde, 16 y 17 de enero de 2003.

8. Valéry Giscard d'Estaing propone la elección de un presidente del Consejo Europeo por dos años y medio renovable una vez. Este presidente estaría ayudado por un vicepresidente (con la intención de garantizar un equilibrio entre Estados grandes y pequeños) y por un ministro de Asuntos Exteriores. Elegido por el Consejo Europeo por mayoría cualificada, el presidente tendría como misión organizar el trabajo del Consejo y representar a la Unión Europea en el extranjero, pero no tendría capacidad directa (derecho de voto)

mente el proyecto de tratado, refrendando una evolución de las negociaciones entre estados tendente a preservar el control del Consejo Europeo sobre la Comisión.

De estas propuestas se derivan tres tendencias principales:

1) En primer lugar, la voluntad de aumentar la estabilidad y la legitimidad de las instancias intergubernamentales (los dos consejos) y de evitar que, debido a la lógica comunitaria, los grandes estados se vean «desbordados» por los pequeños.

2) En segundo lugar, la preocupación de conservar intacta la dinámica comunitaria al preservar el principio fundamental de la toma de decisiones por mayoría cualificada en el Consejo de Ministros y la primacía de la Comisión a la hora de hacer propuestas legislativas. A lo que se debe añadir la reducción del poder del futuro presidente del Consejo Europeo.

3) Por último, el deseo de asociar más estrechamente las representaciones nacionales a la construcción comunitaria, a través del nuevo con

de influir en las decisiones del Consejo. Sería un director de orquesta y una «figura» de Europa más que un presidente en el sentido francés o estadounidense. Los dos consejos estarían así dotados de una dirección estable durante dos años y medio, al contrario de lo que sucede en la situación actual, basada en una presidencia rotativa. Se crearía un nuevo órgano del Consejo, encargado de pronunciarse sobre las leyes europeas. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, que concentraría las funciones actuales del alto representante de la PESC y del comisario de Relaciones Exteriores, presidiría de manera permanente el Consejo de Ministros en su formación «Asuntos Exteriores». En el Consejo de Ministros, el principio de tomar

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decisiones por mayoría cualificada sería la regla y la unanimidad, la excepción. La Comisión permanecería limitada a catorce comisarios, asistidos por doce adjuntos o expertos, lo que permitiría, también en este caso, responder al temor de los pequeños estados a no estar representados en esa instancia. El presidente de la Comisión, contrariamente a lo que sucede en la propuesta conjunta de Francia y Alemania, sería, como ahora, propuesto por el Consejo Europeo y «elegido» por el Parlamento por una mayoría de los miembros presentes. El colegio de comisarios, formado por el presidente, sería confirmado por el Parlamento. En cuanto a este, estaría limitado a 700 miembros, frente a los 732 previstos por el Tratado de Niza. Y ni sus prerrogativas ni sus relaciones con la Comisión y con el Consejo de Ministros serían modificadas en lo fundamental. Por último, Valéry Giscard d'Estaing propone la creación de un «Congreso» que reúna a los diputados nacionales (que supondrían sus dos tercios) y a los diputados europeos (un tercio). Este tendría como misión animar el debate sobre la construcción europea a partir de un encuentro anual y basándose en un informe sobre el estado de la Unión presentado por el Consejo Europeo y en el programa legislativo de la Comisión.

trol de los parlamentos nacionales con la aplicación del principio de subsidiariedad.

Pero este avance sigue siendo bastante tímido respecto de lo que sería necesario. En efecto, en el seno de la Unión Europea, únicamente los estados-nación —a través de su representación nacional— son hoy auténticamente democráticos. Por lo tanto, democratizar Europa implica un retomo a las instancias nacionales o a aquellas instancias europeas en las que los estados se expresan y deciden. Es, pues, necesario preservar la función de orientador estratégico del Consejo Europeo, que reúne a los jefes de Estado. También debería conservar su función el Consejo de la Unión (que reúne a los gobiernos), y su capacidad de hacer propuestas debería ser ampliada a todos los aspectos de la vida comunitaria.

La Comisión, órgano sin legitimidad democrática, debería quedar limitada a la función administrativa de ejecutora de las decisiones de ambos consejos. Por último, los parlamentos nacionales deberían estar aún más implicados en el proceso de toma de decisiones de la Unión. También deberían poder incidir sobre el contenido de los textos comunitarios que se aplican a los ciudadanos. No solo deben poder tener capacidad de iniciativa, sino también la de aprobar los textos comunitarios.

Estos debates no son abstractos: determinan el futuro de Europa, que debe dotarse de instituciones funcionales, democráticas y fuertes. Funcionales, porque su objetivo es controlar un mercado liberalizado que tiene tendencia a socavar a las sociedades y las conquistas seculares de los movimientos sociales en toda Europa; democráticas, porque es la condición sine qua non para una identidad europea libremente asumida por las poblaciones; y fuertes, porque la Europa política, resultado de una unión de las naciones, es hoy una necesidad frente a la dominación unilateral de Estados Unidos en el sistema-mundo mercantil.

9. DESARROLLAR ASOCIACIONES ESTRATÉGICAS

¿Tienen los europeos alguna función que desempeñar dado el creciente unilateralismo del poder director estadounidense? Solo pueden tenerla si amplían su concepción estratégica. Rusia debe convertirse en un socio central. Igualmente, deben elaborar una política de defensa seria. Y la actual disminución del presupuesto de defensa en los países europeos no va en ese sentido. Aunque también es cierto que la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) es uno de los ámbitos en el que la actitud de los europeos es más ambigua: todo intento de europeización de la defensa es sistemáticamente anulado por la voluntad de permanecer en la órbita de la OTAN, que es muy firme en una mayoría de los miembros (Gran Bretaña, España, Italia, países del Norte y próximamente países del Este). Además, la invasión colonial estadounidense y británica de Iraq ha provocado una ruptura en el seno de Europa cuyas consecuencias serán con toda probabilidad muy importantes.

Con independencia de cómo sea en el futuro, la PESC fue concebida, desde un primer momento, como un complemento de la OTAN: sus objetivos se limitan a las misiones denominadas de Petersberg (es decir, en esencia acciones de mantenimiento o de restauración de la paz); la PESC no debe ni duplicar las tareas ni competir con la OTAN. En caso de conclusión del acuerdo que actualmente se está negociando, solo se podrá recurrir a los medios de la OTAN con el aval de sus miembros, lo cual anula, de hecho, toda independencia europea. Además, los armamentos europeos carecen de la estandarización necesaria para que sus ejércitos funcionen en común. Sin embargo, el proceso de estandarización entre los armamentos europeos y estadounidenses se efectúa rápidamente, a través de la ampliación de la OTAN y debido a que a menudo algunos países optan por

1. Nombre del lugar en que tuvo lugar la reunión de la UEO en 1992 en el curso de la cual se elaboró el contenido de la PESC.

adquirir armamento estadounidense antes que europeo.2 Por último, para los estadounidenses, la ampliación de la OTAN es claramente el modo de evitar que se forme una oposición en Europa. La crisis iraquí lo ha demostrado de un modo muy claro; los países del Este proclamaban a viva voz su solidaridad con Washington y su oposición a establecer una «jerarquía» de solidaridades entre Europa y la Alianza Atlántica, mientras que Francia y Alemania se oponían a una intervención militar en Iraq. En una Europa ampliada, las probabilidades de que germine una política común de defensa son ínfimas. Por ello, los Estados-nación deben conservar la posibilidad de actuar solos o en pequeños grupos. Cuando las diferencias de intereses, de tradiciones o de concepciones entre los países europeos son demasiado importantes, la construcción europea no puede ser un obstáculo para la intervención independiente de las naciones. Las grandes naciones, aquellas que pueden desempeñar un papel regional o mundial, no deben deshacerse de sus responsabilidades internacionales a través de la Unión.

Europa debería volcarse prioritariamente en cuatro frentes: relaciones con Rusia, con América Latina, con Asia y, por último, con el sur del Mediterráneo, incluido el continente africano.

En un informe reciente,3 la Comisión ha explicado cómo veía el futuro de las relaciones entre una Europa de veinticinco miembros y sus nuevas fronteras (Rusia, Moldavia, Ucrania, Bielorrusia, terceros países mediterráneos). La necesidad de reforzar los vínculos entre la Unión y estas regiones parece evidente, pues es la única garantía de desarrollo y de estabilidad. Sin embargo, la Comisión propone que estos países se integren en el mercado interior de la Unión sin ser miembros de pleno derecho. Pero esta estrategia plantea un doble problema: ¿cómo concebir un desarrollo armonioso de los márgenes más pobres de la Unión sometiéndolos a la brutalidad del choque provocado por la competencia de países mucho más poderosos económicamente? ¿Cómo podrán estos

2. Italia prefirió el avión de transporte americano Hércules al Airbus europeo, Holanda, Gran Bretaña, Italia, Noruega y Dinamarca han preferido el avión de combate estadounidense F35 al Eurofíghter europeo.

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3. Cf. Comunicación de la Comisión al Consejo y al Parlamento, L 'Europe Élargie - Voisinage: un nouveau cadrepour les relations avec nos voisíns de l'Est et du Sud, Com (2003) 104 final. Bruselas, 11 de marzo de 2003.

4. El PIB por cabeza de Moldavia representa un 1,8 % del de la Unión Europea, el de Rusia un 8,3 %, el de Ucrania un 3,4 %, el de Siria un 4,8 % y el de Marruecos un 5,6 %, etc.

países influir en las orientaciones del mercado si no son miembros de pleno derecho de la Unión? Esta estrategia sólo puede tener éxito si se articula en tomo a unas políticas de apoyo a la transición económica y de solidaridad enormemente fuertes. El instrumento de la cooperación reforzada, que permite establecer, solamente entre algunos países, estrategias de cooperación con un objetivo concreto, podría ser el medio adecuado para acompañar la integración comercial. Sin esto, podemos apostar que la Unión verá por el contrario abrirse en sus fronteras esas bolsas de miseria, de exclusión y de resentimiento que pretende yugular.

El esfuerzo de cooperación estratégica de la Unión con Rusia es más antiguo y deberá seguir completando el proyecto de integración económica propuesto hoy por la Comisión. Esta cooperación política se basa por el momento en el documento de estrategia común UE-Rusia, que prevé encuentros regulares (cumbres UE-Rusia) para debatir las grandes cuestiones políticas, económicas y estratégicas. Hay que fortalecerla aún más y pensar las modalidades de un acercamiento aún mayor a este país a través de una cooperación con la PESC y en el seno de la OTAN. El futuro de Rusia está en Europa.

Con respecto a América Latina, existen antiguas relaciones comerciales entre los países del Mercosur y los países de la Unión, que permiten a los países latinoamericanos salir del mano a mano con su gran vecino estadounidense. Pero se trata de una colaboración fundamentalmente económica. Hay que desarrollarla y darle una dimensión estratégica y polí-tica adicional que permita la emergencia de un polo latinoamericano más fuerte e independiente. Ciertos países como Brasil se lo piden especialmente a Europa. Los europeos no deben defraudar estas expectativas.

En Asia, la cooperación con la Unión Europea es aún embrionaria. En 1995 se creó un foro de diálogo permanente. Aunque aún es demasiado pronto para hacer un balance de su funcionamiento, pues los temas abordados son demasiado generales. También en este caso los europeos deben reflexionar sobre el modo de estrechar sus relaciones con esta región del mundo cuyo peso es decisivo. Europa y China tienen en común el deseo de que surja un orden multipolar. Aunque ambos continentes tienden a privilegiar sus relaciones con Estados Unidos, lo cual por parte de China es natural en la medida en que Europa no tiene una política única, los europeos deben ofrecer a los chinos la posibilidad de una alianza más estrecha que favorezca la existencia de un mundo multipolar.

Quedan el Mediterráneo y África, dos regiones fronterizas con Europa. Concentran todos los retos del futuro. Europa no debe tratarlas como variables externas a su desarrollo. Pero para ello es necesario evaluar esos desafíos.

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SEXTA PARTE EL SUR A LA DERIVA

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1. LA OTRA ORILLA

La Unión Europea ha optado por la integración del Este. Sin embargo, parece no darse cuenta de que la integración del Sur es también imperativa.

Su actitud frente a Turquía es ambigua. Ese país, uno de los socios más antiguos de la Unión Europea (el primer acuerdo de asociación se remonta a 1963), presentó una primera demanda de adhesión en 1987. En 1999, tras diez años de aplazamientos y dudas, finalmente se aceptó su candidatura. Desde entonces, Turquía tiene el estatus de país candidato, aparentemente el mismo que el de los países del Este, pero en realidad diferente. Con el pretexto de que no se respetan los derechos humanos —que, junto con una serie de criterios económicos, constituyen las condiciones que la Unión Europea definió en la cumbre de Copenhague de 1993 para la entrada de un país en su seno—, hasta el año 2002 no se concretó con Turquía la parte «comercial» de la estrategia de preadhesión. Esta situación ha beneficiado mucho a la Unión Europea. En efecto, las exportaciones de Europa hacia Turquía han aumentado en un 50% desde la entrada en vigor de la unión aduanera en 1996, mientras que las de Turquía hacia la Unión lo han hecho en un 10%. Frente a esta apertura del mercado turco, Europa ha rechazado sistemáticamente el establecimiento de instrumentos financieros de preadhesión como los que existen para los países del Este. A comienzos de 2002 se dio un nuevo paso. En un intento de adaptarse a los criterios políticos de adhesión, Turquía realizó ese año importantes modificaciones constitucionales encaminadas a abolir la pena de muerte y permitir la enseñanza de la lengua kurda. Ante dicho avance, el Consejo Europeo de Copenhague (diciembre de 2002) decidió que en 2004 se iniciarán las negociaciones de adhesión con Turquía si ese país prosigue las necesarias reformas políticas.'

1. Conclusión de la presidencia, Consejo Europeo del 12 y 13 de diciembre de 2002, Doc/02/15, SN 400/02.

Este prudente compromiso de Europa demuestra la «hospitalidad» distante que se expresa con ese país. La cuestión de la «identidad europea» de Turquía en la que subyace el problema confesional que constituye el islam, nunca se ha planteado abiertamente. Aunque laica, Turquía es musulmana. Europa no ha optado hasta ahora por una laicidad clara e inviolable. El vector de la construcción liberal de Europa —el eje demo-cratacristiano-socialdemócrata— es la síntesis entre una concepción de Europa de tipo confesional —católica y protestante— y una concepción secular —socialdemócrata y laica—, y la cuestión de Turquía hace que ese «compromiso» entre en crisis. Hasta la fecha no es posible saber cómo será tratado, aunque, en teoría, esa cuestión no es un obstáculo.2 Oficialmente se avanzan tres puntos sobre los que la negociación va a ser dura:

Chipre, los derechos humanos y el posicionamiento estratégico de Turquía dentro de la OTAN.

Pero sobre cada uno de estos tres puntos es posible llegar a un acuerdo. En primer lugar, porque a Turquía le interesa utilizar la cuestión chipriota como moneda de cambio para lograr determinadas ventajas sustanciales; en segundo lugar, porque Europa está favoreciendo de hecho la profundización del proceso democrático en Turquía; y, finalmente, porque, en el ámbito de la defensa, la presencia de Turquía reforzará el tropismo atlantista dentro de la Unión, es decir, una política de defensa integrada en la órbita estratégica estadounidense.

Falta por mencionar la cuestión de fondo, es decir, la relativa al desequilibrio socioeconómico entre Europa y Turquía. La diferencia de desarrollo económico entre las dos regiones es hoy tan grande que por sí sola pone en peligro la adhesión de ese país a la Unión.3 Solo un compromiso europeo tan firme como el adquirido frente a la Europa del Este puede cambiar la dinámica desintegradora de ese desequilibrio.

2. Al menos hasta la declaración del ex presidente francés Valéry Giscard d'Estaing, que niega a Turquía el derecho de entrar en nombre de la diferencia confesional. Estamos, pues, inmersos en el corazón del problema, y ante la reaparición de los partidarios de una Europa religiosa (Convención sobre el Futuro de Europa, 8 de noviembre de 2002).

3. El producto interior bruto de Turquía no llega al 30 % del PIB medio de los Quince.

2. FRACTURAS MEDITERRÁNEAS

Múltiples razones abogan a favor de la integración de la orilla Sur del Mediterráneo o, al menos, de una cooperación más estrecha y solidaria que la que se propuso en Barcelona. Económicamente, el Mediterráneo dibuja una zona de fracturas inquietante, quizá la más profunda del planeta. Una única cifra lo demuestra: los países de la orilla Norte producen el 90% del PIB del conjunto mediterráneo. Además, las desigualdades entre las dos orillas aumentan. A comienzos de este siglo, la riqueza media de un habitante del Magreb no alcanzaba al 10% de la de un habitante de Europa. En esta situación, la vecindad engendra frustraciones, humillación, resentimiento, conflictos... o emigración. En cualquier caso, pocas veces indiferencia. ¿Cómo podría ser de otro modo si la vida cotidiana se halla condicionada por las relaciones con los países del Norte? Una media del 60% de los intercambios de la orilla Sur se realizan con Europa. Pero esta dependencia, lejos de dar lugar a un florecimiento de las relaciones comerciales, a la circulación de bienes, a la transferencia de riquezas en los dos sentidos, gracias a la pusilanimidad de los empresarios europeos y a la indiferencia de los Estados, es más bien causa de una creciente marginación de la orilla Sur, socio comercial desesperadamente menor.

De todas estas fracturas, la más impresionante, al menos a simple vista, es la contradicción demográfica. La ecuación es conocida: envejecimiento de la población en el Norte, lo que significa tanto la incapacidad de las sociedades de garantizar las renovaciones generacionales como la amenaza de que los Estados no puedan hacerse cargo de los ancianos;

fuerte crecimiento en el Sur (a pesar de que comienza a manifestarse una estabilización de los nacimientos), lo que produce una población masivamente joven, dinámica, impaciente, con las mismas aspiraciones que las de la juventud de las sociedades modernas, y muy difícil de someter a la rueda de la pobreza. Una juventud que vive con los esquemas culturales del siglo XXI y se siente prisionera en las redes de unos hábitos y costumbres viejos. Basta también una cifra para mostrar la diferencia demográfica: por término medio, ¡más de la mitad de la población de los países del Sur tiene menos de 20 años! Su consecuencia en los próximos cincuenta años será una fuerte oscilación de la relación demográfica

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entre las dos orillas. El continente africano tendrá entonces más del doble de la población europea, y los países del mundo árabe musulmán y turco tendrán una población equivalente, o superior, a la de la Europa ampliada.

De ahí la demanda migratoria. Las desigualdades económicas, las frustraciones sociales, la proximidad geográfica, los antiguos vínculos históricos, las mismas aspiraciones culturales, al menos en lo que respecta a la voluntad de acceder a los beneficios de la sociedad de consumo, favorecen las migraciones. Nada podrá detenerla. El drástico cierre de fronteras de los principales países europeos en los últimos treinta años ha favorecido el desarrollo de unos flujos migratorios cada vez más incontrolables: ha proseguido la inmigración económica so capa de demanda de asilo, se ha producido un masivo aumento de la inmigración familiar y han aparecido nuevas migraciones clandestinas. Esta anarquía migratoria tiene consecuencias tan catastróficas para los inmigrados —que se transforman en chivos expiatorios en las sociedades de acogida— como para esas sociedades. Incapaces de hacer frente a los desafíos de la integración social, dejan florecer unos guetos en los que se concentran la miseria, la exclusión y la violencia, y constituyen un caldo de cultivo para todo tipo de extremismos.

Cuando los flujos migratorios son masivos y concentrados despiertan inevitablemente inquietudes identitarias. Los inmigrantes están a merced de todo tipo de manipulaciones: los movimientos extremistas de los países de acogida los utilizan de chivos expiatorios; y los que, en el seno de la inmigración, pretenden representarlos, los utilizan con frecuencia con fines ajenos a la proclamada integración. A ello se añade el hecho de que el inmigrado es generalmente portador de un fuerte sentimiento de apego-rencor hacia su sociedad de origen y de desconfianza-atracción hacia el país de inmigración. Esta mezcla de sentimientos no es fácil de controlar, por lo que la cuestión de la identidad es fundamental en todo proceso migratorio.

Las debilidades económicas, las crisis culturales, las emigraciones son también expresión de la falta de estabilidad política de las sociedades de la orilla Sur. Esa necesidad de construir Estados de derecho reconocida por todos es, paradójicamente, cada vez más difícil. La dualización social resultante de las desigualdades, así como el continuo deterioro de la situación económica, gangrenan toda tentativa de apertura política. Y, hasta el momento, Europa parece poco decidida a enfrentarse a este desafío.

Desde mediados de la década de 1960, la «colaboración» euromediterránea carece de esos frágiles elementos de solidaridad voluntaria que caracterizan el acuerdo de asociación con los países ACP (África, Caribe, Pacífico). Si hubiera que poner un ejemplo teórico del precepto ricardiano de las ventajas comparativas, no ya en un mercado abstracto, sino en una relación drásticamente marcada por desigualdades de partida, ese sería el del Mediterráneo. Desde los primeros acuerdos CEE-Turquía y CEE-Magreb de la década de 1960 ha prevalecido el más crudo mercantilismo.

En el fondo, desde comienzos de la década de 1960 no se ha puesto en marcha ningún proyecto coherente para favorecer el desarrollo de los países del Sur mediterráneo, que incluso eran considerados peligrosos competidores en potencia. Solo las consecuencias de la guerra del Golfo de 1991 provocaron una progresiva reorientación de la operación eurome-diterránea, que desembocó en 1995 en la Conferencia de Barcelona. Esta conferencia reunió por primera vez a todos los países ribereños, incluido Israel, y propuso la consolidación de una estrategia de cooperación a quince años vista. Pero para entender el significado de tal giro hay que situarse en el contexto político-estratégico de la época.

Tras la primera guerra del Golfo, el Mediterráneo era un campo de ruinas. Como la expedición estadounidense se había realizado en nombre del derecho internacional y del respeto a la soberanía nacional, a Estados Unidos le era difícil guardar silencio sobre la política israelí hacia los palestinos. Se celebró, pues, la Conferencia de Madrid, en la que, bajo los 'auspicios de Estados Unidos, se sentaron juntos por primera vez israelíes y palestinos, aunque con la exclusión de los europeos. El acuerdo que de ella resultó afirmaba en primer lugar y ante todo el papel preponderante de Estados Unidos en el Mediterráneo. Aprovechando el impulso de la Conferencia de Madrid, Estados Unidos se apresuró a convocar la Conferencia de Casablanca, foro en el que se dieron cita hombres de negocios de Oriente Próximo, saudíes, egipcios, marroquíes e israelíes, siempre con la bendición de las autoridades estadounidenses y ante la presencia de una pléyade de «inversores» de este país. La ofensiva de Washington daba, pues, un giro: no bastaba regir militarmente la región, había que ocupar posiciones económicas en las plazas aliadas claves del sur del Mediterráneo. Haciendo del semicírculo formado por Marruecos, Egipto y Arabia Saudí la base de esa estrategia. Estados Unidos pensaba aherrojar la región.

La Unión Europea, herida por haber sido apartada por Estados Unidos de la Conferencia de Madrid e inquieta al ver el sur del Mediterráneo presa de la ascensión del integrismo religioso, organizó la Conferencia de Barcelona. Así pues, la situación político-estratégica creada por la guerra del Golfo impulsó a Europa a intervenir económicamente en el Medi-terráneo. Se trata de una importante constatación, porque significa que el objetivo de Europa, en esa época bajo el «autoajuste» estructural exigido por el Tratado de Maastricht, no es modificar la política económica existente entre las dos orillas, sino ampliarla y darle una salida política para hacer frente al activismo estadounidense.

Ello demuestra que las relaciones entre el norte y el sur del Mediterráneo, cuando quieren evolucionar de manera significativa, no pueden reducirse a la dimensión económica sino que deben apoyarse en una férrea voluntad política.

El encuentro tuvo un gran éxito, tanto simbólico como histórico y político. Con respecto a su fondo, algunos observadores no se privaron de subrayar que la nueva voluntad política de Europa se basaba en el liberalismo que animaba el Tratado de Maastricht. Europa proponía una apertura-liberalización de las economías del Sur. Nada más.

3. EL PROYECTO DE BARCELONA

Se trata, pues, de crear, entre 1995 y 2015, una zona de libre comercio (ZLC) entre las dos orillas. El proyecto se articula en torno a dos grandes ejes.

El apoyo a la «transición económica» de los países de la orilla Sur y Este, que debe implicar la liberalización de los intercambios de productos industriales, de servicios y, de manera progresiva, de los productos agrícolas que compitan directamente con la Unión Europea. En otras palabras, la apertura de los mercados del Sur al conjunto de los productos europeos y, recíprocamente, el libre acceso al mercado europeo de los productos del Sur (excepto los productos agrícolas

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en una primera etapa). Esta orientación entraña un progresivo desarme aduanero de los países del sur del Mediterráneo. En compensación, la Unión Europea se propone ayudar financieramente al equilibrio socioeconómico de las sociedades del Sur, sobre todo a través del apoyo al desarrollo de las estructuras sociales y urbanas, la protección del medio ambiente, la asistencia técnica para las reformas jurídicas y para la gestión de las economías, etc. Y, finalmente, favorecer la integración regional, es decir, el desarrollo de relaciones horizontales entre los países del Sur y el fortalecimiento de las. estructuras existentes en ese sentido (sobre todo a la Unión del Magreb árabe).

Pero, en un sentido más profundo, la Conferencia de Barcelona pretendía, además del apartado comercial incluido en el proyecto de la zona de libre comercio, dotar a la cooperación euromediterránea de otras dos dimensiones, indispensables para su éxito: una estructura permanente de diálogo político entre los países y una colaboración social, cultural y humana que implique a las sociedades civiles de ambas orillas. Así presentado, el proyecto no podía sino provocar auténtica euforia: por primera vez, las dos orillas decidían sellar un futuro común; por primera vez, israelíes y palestinos se beneficiaban de préstamos comunes; por primera vez, iban a abrirse los mercados en los dos sentidos; por primera vez, las sociedades civiles iban a comunicarse entre ellas, más allá de las tradicionales relaciones entre estados. ¡Era, en efecto, un giro decisivo!

La puesta en marcha del conjunto del proyecto ha obligado a ser más prudentes. En efecto ¿cómo se concibe hacer realidad esa ambición? Por una parte, Europa mantiene que la zona de libre comercio debe materializarse en la firma de acuerdos bilaterales de asociación —lo que significa que cada Estado del Sur negocia solo con Bruselas las condiciones de su asociación comercial—. Se trata de una ventaja nada desdeñable para la Unión Europea: cada país del Sur se somete a los intereses de los países de la Europa de los Quince juntos; la oposición de uno solo de los Quince puede, pues, paralizar la negociación: de hecho así ha ocurrido con la mayoría de los socios del Sur: Marruecos, Argelia, Siria, Egipto, Líbano. Por otra parte, la primera partida presupuestaria prevista para apoyar la nueva cooperación euromediterránea entre 1996 y 2000 se fijó en 4.500 millones de euros de los que se dedujo cerca de un 10% por vagas razones tecnocráticas. Es una suma ridícula que no equivale ni a la del dinero que los emigrados transfieren a Marruecos en el mismo período de tiempo. Y aunque para el período 2001-2006, la partida presupuestaria ha aumentado ligeramente —5.300 millones de euros—, sigue siendo muy inferior a las necesidades de esos países.

Así, los medios de los que dispone la Comisión de Bruselas para iniciar la realización de esa ambiciosa zona de libre comercio son muy limitados, por no decir claramente insuficientes. Las otras dimensiones de la colaboración se rigen por el diálogo global con la Unión: los países del Sur pueden negociar conjuntamente con Bruselas, sabiendo que lo que se discute es diferente y, sobre todo, menos importante que lo relativo a la zona comercial. Hasta la fecha, la dimensión de diálogo político y civil entre las dos orillas se ha concretado fundamentalmente en coloquios y encuentros regulares para abordar cuestiones de seguridad, inmigración, protección del medio ambiente o derechos humanos. La «transición económica» afecta en realidad a unos países cuyas economías, poco competitivas, han estado hasta ahora dominadas por unos fuertes sectores públicos sin auténtica capacidad industrial y tecnológica. La idea subyacente de la Comunidad Europea es que si esos países quieren terminar integrándose en el espacio sureuropeo no tendrán más remedio que pasar rápida y penosamente al mercado liberalizado. Europa debe, pues, forzar la apertura de las economías del Sur. A la larga, se añade, ello beneficiará a las poblaciones de esos países.

Pero por ahora, lo que aparecen son unos brutales efectos negativos, porque la zona de libre comercio excluye los productos agrícolas, única ventaja comparativa de los países del Sur (sobre todo en lo que a Marruecos y Túnez se refiere).

Otro reproche que con frecuencia hacen los países del Sur es el uni-lateralismo de la Unión Europea a la hora de gestionar la cooperación. Todas las decisiones (elección de los programas, contenido, realización) las toma la Comisión; los socios del Sur no tienen prácticamente nada que decir una vez firmado el acuerdo de colaboración. En una conferencia celebrada en París en febrero de 2001 a la que asistían unos trescientos investigadores, profesores de universidad y diplomáticos, Fouad Ammor, un socioeconomista marroquí, declaraba: «Los del Sur nos consideramos como socios de segunda fila, dado que no estamos integrados en la toma de decisiones previas». En su comunicado al Consejo del 13 de febrero de 2002 como preparación de la sesión ministerial euromediterránea de Valencia (22 y 23 de

abril de 2002), la Comisión Europea respondió con una negativa a la reiterada demanda de los socios mediterráneos de una gestión paritaria del proceso, de su calendario y de la selección de los proyectos comunes:

La Unión Europea posee mecanismos internos que le permiten coordinar las posiciones de sus estados miembros y hablar con una sola voz;

por el contrario, las diferencias entre los socios mediterráneos les han impedido, hasta el momento, dotarse de dispositivos similares. Mientras exista esta situación, es difícil imaginar una presidencia común capaz de funcionar de modo eficaz.

La Comisión acepta, sin embargo que se «refuerce» el papel de órgano de pilotaje de la colaboración desempeñado por el Comité euromediterráneo, pero limitándolo al examen de «lo logrado».

Además, al final de la primera fase (1996-2000) de la colaboración euromediterránea, la Comisión decidió abandonar algunos aspectos esenciales previstos por la declaración de Barcelona: se han paralizado los programas destinados a la cooperación descentralizada, cuando es bien sabido el importante papel de las colectividades locales para movilizar a

1. La Comisión funciona en este ámbito como el Fondo Monetario Internacional (FMI) con respecto a los países del Sur. Véase Joseph E. Stiglitz, La Grande désillusion.

los actores, promover un desarrollo adaptado a las realidades locales y arraigar las instituciones democráticas.

Los apartados cultural, político y estratégico se han convertido en letra muerta en un momento en el que el Mediterráneo está afectado como nunca de graves conflictos.

Finalmente, la principal promesa de la zona de libre comercio, el aumento de la inversión privada en el Sur, vinculada a la instauración de un clima de confianza gracias a la colaboración, no se ha cumplido hasta ahora. La inversión en los

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países mediterráneos no ha aumentado. La puesta en marcha de los acuerdos no ha provocado una nueva dinámica económica. Este es el mayor problema, pues sin un aumento de la inversión privada, ninguna de las economías del Sur puede sacar partido de la apertura y enfrentarse a los dramáticos efectos sociales que provocará la competitividad con las economías del Norte. Los inversores privados se niegan a invertir, pues temen que la falta de modernización económica, jurídica y bancaria de los países del Sur mediterráneo, les impida obtener suficientes beneficios. Y, a su vez, esa modernización no puede ver la luz del día sin inversores privados. Es un círculo vicioso que solo puede romper una firme voluntad política por parte de las dos orillas del Mediterráneo.

La carencia de inversiones en el Sur llevó a las autoridades europeas a proponer en el Consejo Europeo de Laecken de diciembre de 2001 la creación de un banco euromediterráneo. Finalmente, en febrero de 2002, el Consejo y la Comisión aprobaron el proyecto de creación de una. filial euromediterránea del Banco Europeo de Inversiones (BEI). Esta filial deberá favorecer el desarrollo de la inversión privada, fortalecer el crecimiento y la estructuración del sector privado. Dada la importancia de la inversión en un contexto de apertura de las economías, esta iniciativa constituye sin duda un paso adelante. Pero insuficiente. En efecto, esta filial simplemente se hará cargo del capital y los mecanismos de ayuda ya existentes en el seno del BEI, sin que esté previsto un aumento sustancial de los medios invertidos en el Mediterráneo.

Los débiles resultados de la cooperación se suelen atribuir en Europa al conflicto de Oriente Próximo. Pero parece demasiado fácil atribuir únicamente a dicho conflicto el fracaso que se perfila. Aunque es indudable que Europa no existe como potencia política, y que, habiendo aceptado desde hace mucho la tutela estadounidense, no puede influir en la dinámica de los conflictos, no se puede negar su responsabilidad en el enfoque que ha adoptado en su relación con los socios del Sur. En realidad, lo que paraliza todo avance significativo es su concepción estrictamente mercantilista de la colaboración. ¿Qué puede aportar de original un acuerdo que adopta dogmáticamente esa perspectiva?

Lejos de constituir una innovación destinada a fortalecer la solidaridad entre las dos orillas, la zona de libre comercio es ante todo un mecanismo que se inscribe en la dinámica global de liberalización emprendida por Europa. Pero, en un contexto de profundas desigualdades, la liberalización no puede por sí sola garantizar ni el desarrollo económico ni la integración de unas sociedades profundamente desestructuradas. Sobre todo cuando se trata de una zona de libre comercio con las condiciones de Europa. En realidad, esta zona constituye por el momento una respuesta coyuntural a las necesidades europeas. Un único dato basta para convencemos de ello: las transferencias presupuestarias de la Unión Europea hacia los países de la orilla Sur se elevan a 1.000 millones de euros anuales, y el resultado del déficit comercial de los países mediterráneos con la Unión Europea se eleva a... 34.000 millones de euros anuales,3 sin contar los incrementos procedentes de la zona de libre comercio. En otras palabras, el «esfuerzo» presupuestario de la Unión Europea con respecto a los países del Sur representa menos de una treintava parte de los beneficios que proporciona a Europa su comercio con esos países.

Los últimos encuentros consagrados a la colaboración euromediterránea no han aportado ninguna novedad. La Conferencia de Valencia4 perseguía un ambicioso objetivo: dar un nuevo contenido a esa colaboración. Pero de hecho estuvo dominada por la «lucha contra el terrorismo» que Estados Unidos impone como prioridad política a todos sus socios occidentales. Aunque se formularon algunas propuestas interesantes (creación de una fundación euromediterránea para el diálogo intercutural, inserción de la cuestión del desarrollo sostenible en la colaboración, apoyo al proyecto de un banco euromediterráneo), las conversaciones desemboca-

2. Véase Bichara Khader, din, Le Partenariat euro-méditerranéen vu du Sud, Centre Tricontinental, L'Harmattan, 2001.

3. Véase Pasty (J.-CL), Bilan et perspectíves duprocessus de Barcelone: les relation entre I'Unión Européenne et les pays tiers-méditerranéens, Conseil économique et social, octubre de 2000.

4. 22 y 23 de abril de 2002.

ron fundamentalmente en la adopción de un programa de cooperación para la lucha antiterrorista que incluye cuestiones de inmigración, movilidad de las personas, información, justicia y seguridad.

La política mediterránea de Europa no se concibe como una respuesta a los desafíos planteados por los países del Sur, sino que se estructura a partir de las «amenazas» (inmigración, inseguridad geopolítica, antagonismo confesional, etc.) que se considera que dichos países representan para Europa. En el ámbito económico, el objetivo europeo es «asociar» esos países a las relaciones comerciales regionales controlando estrechamente sus capacidades competitivas. En este sentido, el proyecto se inscribe en la dinámica del sistema-mundo imperial mercantil. Europa, subregión del sistema-mundo, propone a los países mediterráneos ser a su vez una «sub-subregión». La ampliación a los países del Este retrasará, objetivamente, al menos una generación, la posibilidad de beneficiarse de los efectos de tracción de la expansión europea, que va a concentrarse en el Este. Al renunciar a ayudar a los países del Sur a crear las condiciones económicas necesarias para un auténtico desarrollo político, Europa se condena a entrar en permanente contradicción con el respeto a los principios del Estado de derecho que exige de palabra a esos países. En realidad, se contenta con apoyar a unos estados con frecuencia autoritarios y poco interesados en cambiar. Europa lleva en el Mediterráneo una política económica de corto alcance, una política de seguridad hostil, una política cultural ciega. Sin embargo, dadas sus relaciones históricas con el Magreb y Oriente Próximo, países como Francia, España, Italia o Grecia podrían ser los vectores de una gran conciliación entre las dos orillas. Podrían...

4. ÁFRICA OLVIDADA

Ningún continente ha sufrido como África las devastadoras consecuencias de la globalización liberal. El brutal cambio económico, financiero y tecnológico iniciado a comienzos de la década de 1970 ha significado tanto la ruina para las economías del Este como una redistribución del lugar del Sur en el nuevo orden. Ha dejado de haber tres mundos: los países occidentales con economía de mercado, los países del Este con economía socialista, los países pobres «subdesarrollados». Hoy, solo hay dos mundos: el que está dentro y el que esta. fuera de la globalización. Y la mayor parte de África está fuera de la globalización. Sin embargo, hay que matizar la división entre el Norte y el Sur. No porque todos los países del planeta estén ahora fundidos en esa supuesta identidad mundial que sirve de ideología a las organizaciones financieras internacionales, sino porque, de hecho, incluso en los países más pobres de África, algunas

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capas sociales se han unido a la formación del sistema-mundo imperial y constituyen una vertiente integrada.

Hasta hace veinte o treinta años, las élites de los países del tercer mundo apelaban a formas de movilización «socialistas» o «populistas» para lograr un «desarrollo» industrial y una modernización rápida. Esas experiencias chocaron con la obstinada resistencia de los países desarrollados y fracasaron financieramente (endeudamiento masivo), tecnológicamente (problemas a la hora de las transferencias) y sociológicamente (dificultad de transformación de las capas rurales en capas urbanas). En suma: crisis de la deuda, industrialización inapropiada, «chabolización» del espacio urbano.

Hoy, como las de América Latina o Asia, las élites africanas se han «reconvertido». Quieren inscribirse en la globalización liberal, aunque ello suponga el abandono de todo proyecto de desarrollo basado en la satisfacción de las necesidades básicas de sus sociedades. Así, la antigua división geográfica y política Norte/Sur, ha pasado a ser sociológica; y si todavía divide a los países en pobres y ricos, también se manifiesta en el seno de las sociedades del Norte...

Esta nueva realidad ha tenido una importante consecuencia en África. O, más exactamente, ha supuesto un auténtico cambio de paradigma histórico: se ha pasado de las dinámicas de dependencia e independencia a la emergencia de un mundo interdependiente, estrechamente imbricado, en el que se entretejen y fijan la jerarquización de las potencias y el potencial explosivo de las desigualdades. Esta nueva interdependencia es favorable, por lo que significa de integración y crecimiento tecnoeconómico, para la mayor parte de las sociedades del Norte; y desfavorable, por lo que significa de exclusión y empobrecimiento, para la mayor parte de las sociedades del Sur, y especialmente, para África.

Tal mutación no es en absoluto debida a la fuerza ciega de la historia. Se trata más bien de un cambio conscientemente elaborado que responde empíricamente a la victoria del modelo social determinado por el liberalismo económico mundialmente dominante. Y lo mismo que en el seno de las sociedades ricas aumentan los espacios de exclusión y marginación, entre los países dominantes y los países impotentes se profundizan las formas de correlación tanto como, y al mismo tiempo que, las diferencias de condición. El «Sur» existe hoy más que nunca, porque está dominado como nunca por el sistema globalizado. Esta dominación no se debe ya a una oposición esquemática entre las naciones, sino a un enfrentamiento sociológico tajante:

entre las capas sociales que se benefician de la globalización, tanto en el Norte como en el Sur, en el Este como en el Oeste, y las poblaciones que están fuera de ella y que pagan con la precariedad, la pobreza social, la carencia de derechos, la maldición de haber nacido en un mal momento y en un mal lugar, en el miserable reverso de la modernidad.

Una cifra permite medir los explosivos resultados para el tercer mundo de esta dolorosa dialéctica que sume a unos en la indigencia (África) y a otros en una esperanza siempre defraudada de crecimiento (ciertos países del mundo árabe, de Asia y de América Latina): la renta per cápita en el tercer mundo no llega al 15%' de la de los países industrializados. Es un porcentaje idéntico al de la década de 1960. Globalmente, el tercer mundo no se ha desarrollado. Además, la diferencia entre los nuevos países industrializados de Asía y los países menos avanzados de África no ha ce-

1. Véase Máxime Lefebre, Le Jeu du droit et de la puissance, PUF, 2000.

dos, que prevé un aumento sustancial de los créditos militares, la ayuda al África subsahariana ha pasado de 100.000 millones de dólares a 77.000 millones. Mientras que la prevista para Jordania aumentará a 448.000 millones, es decir, casi seis veces la de la totalidad del África negra.4

El dinero público ha sido sustituido por el capital privado, que hoy representa el 80% de los flujos financieros que entran en los países en vías de desarrollo. Pero esta sustitución se ha hecho en función del interés económico de los inversores y no pensando en el desarrollo. Así, África ha sido dejada de lado y recibe apenas un 1 % de las inversiones directas extranjeras anuales.

Y aún más grave: la dinámica liberal ha ganado progresivamente a las otras formas de asociación económica Norte-Sur. Por ello, cuando Máxime Lefebre analiza la estrategia del Norte dice, con razón, que más que de una lógica de desarrollo se trata de la lógica del que establece «sucursales». En efecto, los países ricos han promocionado el desarrollo de centros comerciales neurálgicos: grandes ciudades portuarias, Taiwan, Singapur, Hong Kong... Durante una visita a África realizada a finales de la década de 1'990, Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, resumía con una frase lapidaria la filosofía de las relaciones Norte-Sur:

«Trade, not-aid».

Embarcada en la liberalización de su propia economía, y utilizando como pretexto las normas dictadas en el marco de la OMC, Europa ha reorientado hacia el libre comercio el acuerdo de asociación instituido con los países de África, del Caribe y del Pacífico hace cerca de cuarenta años en Lomé.

4. Véase Le Monde, 19 de febrero de 2002.

5. DE LOME A COTONOU O LA SOLIDARIDAD EN PIEL DE ZAPA

Los acuerdos de Lomé constituían un auténtico intento de tener en cuenta los intereses del Sur, y por ello el concepto «Lomé» era interesante en muchos aspectos: afirmaba el apoyo a los productos de base de los países ACP, sistema que siempre habían rechazado el resto de las potencias occidentales, así como la no reciprocidad de la liberalización del comercio a fin de que esos países pudieran desarrollar sus exportaciones. En otras palabras, postulaba la idea de una cláusula generalizada de preferencia con la idea de igualar las capacidades de competitividad de los países ACP.1 Protegía así a sectores enteros de las economías de esos países de la competitividad mundial. Más aún: implicaba una división internacional productiva que favorecía el empleo en los países del Sur. De ahí los tres apartados que lo caracterizaban. Un apartado comercial: libertad de entrar en el mercado europeo a los productos procedentes de esos países, sin reciprocidad para los productos europeos. No era un mero principio, pues afectaba al 95 % de los productos. Un apartado de cooperación técnica y financiera, mediante préstamos y subvenciones a proyectos de desarrollo. Y un apartado de estabilización de los productos de base2 que llevaba a la Unión Europea a ayudar financieramente a los

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países afectados por una considerable disminución de sus ingresos de exportación.

A través de esas medidas, el acuerdo de Lomé pretendía favorecer el desarrollo de los países ACP. El propósito era honroso; la buena intención, manifiesta; la solidaridad, real. Sin embargo, los acuerdos de Lomé fracasaron. Su estrategia era favorecer el desarrollo del Sur a través del es-

1. Véase D. Bosquet, Quelle efficacité économique pour Lomé?, informe al ministro de Economía, La Documentation francaise, 1998. Véase igualmente M. Ndiaye Ntab, «Les nouveaux enjeux d'une coopération», Démocraties africaines, enero-marzo de 1996.

2. Mediante el sistema «stabex» (productos agrícolas) y «sysmine» (productos de la minería).

tablecimiento de unas relaciones comerciales privilegiadas. Pero no llevó a la industrialización, aunque la ayuda a los productos de base estaba concebida de tal modo que los beneficios podían reinvertirse en el sector industrial naciente; ni a la inserción de esos países en el sistema económico mundial. La prueba de que Lomé no logró impedir la marginación de los países ACP es que la cuota del mercado europeo en manos de estos países pasó de 6,7% en 1975 a... ¡un 2,7% en 1995! Aunque no entraremos en el detalle de sus causas, sumamente complejas, sí diremos que este fracaso se debió fundamentalmente a la carencia de una auténtica industrialización y diversificación de las economías, al creciente peso de la deuda y, seguramente sobre todo, a que los países del Norte se negaron a jugar en serio al libre comercio cuyas normas, sin embargo, imponían.

Pasemos a examinar en primer lugar el fracaso de la industrialización. Los países ACP se caracterizan por la incapacidad de establecer un núcleo de desarrollo sostenible en su sistema económico interno. No se ha invertido suficientemente en logística, ni en transportes, ni en la difusión de la información y la educación, ni en sanidad y formación de mano de obra. Si a ello se añade la presión de la expansión demográfica, que absorbe toda adquisición sobre el mercado y ahoga toda acumulación productiva del capital, se ve claramente que Lomé no estaba a la altura del desafío. Además, la estra-tegia de desarrollo mediante el comercio suponía un cierto nivel de desarrollo previo de los países ACP, de suerte que su producción fuera de una calidad aceptable y las infraestructuras estuvieran lo suficientemente desarrolladas como para no encarecer los precios de producción. Y ese nivel de desarrollo previo, esa base que garantizase un nivel mínimo de competiti-vidad no existían. La asociación con unas regiones incapaces de ser competitivas con Europa debía de haberse concebido de un modo diferente.

En segundo lugar, el fracaso de la integración de los países ACP en el sistema mundial. El impacto de la apertura del mercado europeo fue prácticamente nulo. ¿Por qué? Porque los productos no eran competitivos en el Norte, porque su calidad y sus normas de producción eran deficientes. Y además, porque tras las buenas intenciones siempre estaban al acecho los intereses, incluidos los de los países ricos signatarios de los acuerdos ACP: muy pronto se vio que los beneficios reales obtenidos por estos países eran escasos, por no decir irrisorios, frente al resto de las numerosas relaciones preferenciales (cláusula de nación más favorecida, etc.) de las que disfrutaban otros países en vías de desarrollo. La complementariedad entre ACP y Europa era limitada y solo afectaba a los productos agrícolas tropicales y a algunas materias primas. Los escasos productos que competían realmente con los productos europeos siempre fueron objeto de cláusulas especiales que impedían su entrada en el mercado europeo. Además, la apertura aduanera de Europa fue siempre parcial, pues seguían existiendo las barreras no arancelarias, imposibles de superar para los productos procedentes de países subdesarrollados. También en este terreno, la competitividad es determinante: unas normas técnicas y sanitarias fuera del alcance de unos países escasamente desarrollados. Y, por último, aunque el programa de apoyo a los productos de base ayudó a los países ACP, en especial permitiendo una gestión relativamente eficaz de las repetitivas crisis que salpicaron las negociaciones, el sistema engendró efectos perversos: sobre todo, no permitió la modernización y la diversificación de esas economías. Ahora bien, como a finales del siglo xx y probablemente durante el siglo xxi, el valor de los productos básicos está sufriendo una caída constante, los acuerdos de Lomé, a su pesar, han ten-dido a mantener a los países ACP en una división internacional del trabajo que no les favorece y les penaliza.

Hubo que esperar a 2002 para que la UNCTAD, en su Informe sobre el desarrollo3 denunciara lo que a todas luces constituía una de las razones principales del fracaso de toda forma de cooperación Norte-Sur y de las considerables dificultades de inserción de las economías africanas en el mercado mundial. Se trata de la existencia de unos obstáculos indirectos4 a la libre circulación de los productos del Sur hacia el Norte. Hoy, cuando los países de África se ven obligados a someterse a las normas de mercado impuestas por los países ricos y se les hace saber claramente que es la única vía, la crítica de las protecciones que, en el Norte, obstaculizan la circulación de sus productos es la última arma para intentar lograr una mayor equidad en las relaciones comerciales.

Los nuevos acuerdos firmados en Cotonou el 23 de junio de 2000 enrolaron a la Unión Europea y a sus setenta y un socios africanos, caribeños y del Pacífico en un nuevo ciclo de veinte años. Estos acuerdos marcan el fin del «espíritu de solidaridad» de Lomé.

3. Libération, 30 de abril de 2002.

4. Las subvenciones a los productores de los países del Norte por su gobierno son 26 veces superiores a la ayuda al desarrollo (informe de la UNCTAD 2002).

Su filosofía es claramente la del liberalismo y la supremacía del mercado sobre cualquier otra forma de relación. Los países ACP deben liberalizar su economía y para ello disponen de un período de transición de siete años, hasta 2008. Esos acuerdos, combinados con las reglas de la OMC, sellan de hecho las injusticias denunciadas por el último informe de la UNCTAD. En efecto, las exenciones de la OMC permiten que los países del Norte ayuden directamente a sus productores agrícolas a través de subvenciones, mientras que los países en vías de desarrollo se ven obligados a rebajar sus tarifas aduaneras y a reducir las subvenciones a su agricultura.

Además, los acuerdos de Cotonou multiplican también las condiciones de la ayuda europea: buen «gobierno», lucha contra la corrupción, democracia, Estado de derecho e incluso preocupaciones ecológicas. Es fácil apreciar la arbitrariedad de algunas de esas exigencias, aunque todas, en principio, sean manifiestamente legítimas. Por ejemplo, como es bien sabido, la corrupción depende en gran medida de la pobreza de las administraciones.

Así, en lugar de revisar los acuerdos de Lomé para aumentar la eficacia de los mecanismos existentes de solidaridad o,

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mejor aún, desarrollarlos, la Unión Europea prepara su abandono y se constituye en agente del imperio mercantil imponiendo a sus socios del Sur una progresiva sumisión a las normas del liberalismo mundial. Pero ¿mide Europa los efectos de su política en el Sur, tanto en el Mediterráneo como en África: aumento de las desigualdades, profundización de la crisis social, tensión identitaria?

Evidentemente, el fracaso del desarrollo en la mayoría de los países del Sur, sobre todo en el caso de África, no es solo económico. El desarrollo es un concepto sistémico, que afecta al conjunto de las funciones de una sociedad determinada. No implica únicamente la satisfacción de ciertas necesidades primarias, sino también la integración de todas las categorías de la población en un ciclo de reproducción social ampliada. La actividad económica, la identidad socio-profesional, la participación política son parámetros decisivos para juzgar el grado de integración en la sociedad y, por tanto, el nivel de desarrollo de esta. Basándose en esos criterios, no hay más remedio que aceptar que la modernización y el desarrollo de los países del Sur, en especial de los africanos, no han entrado aún en el orden del día. Pues, a diferencia de América Latina, tanto el mundo árabe como África parecen estar inmersos en un ciclo infernal que se manifiesta en la crisis larvada de los sistemas sociales y políticos que se establecieron tras las independencias.

6. UNAS SOCIEDADES QUE SE QUIEBRAN

Como consecuencia de ese mal desarrollo, aparecen hoy dos fenómenos:

el desdoblamiento de las sociedades en dos sistemas cada vez más antagónicos, el de las capas integradas y el de las marginadas; y unos desplazamientos de población cada vez más masivos provocados por la destrucción de sectores enteros de la economía debido a la caótica integración en el imperio mercantil.

Aunque la marginación social es un fenómeno mundial, en el Norte solo afecta a una minoría de la población, mientras que en el Sur lo hace a la mayoría.

En el África subsahariana, la pobreza en el medio rural afectaba durante la década de 1980 a más del 65 % de la población; una cuarta parte come menos de lo necesario para llevar una vida productiva;' la tasa de escolaridad ha descendido en todas partes, la vacunación ha disminuido, la renta per cápita se ha reducido en la mayoría de esos países. Se trata de una regresión social sin precedentes que, frente a la pobreza tradicional, contenida por unas estructuras familiares de solidaridad, se desarrolla en medio de una desintegración generalizada de las relaciones sociales. Es multiforme: geográfica, pues altera la relación rurales-urbanos; de género, pues aumenta las desigualdades entre los sexos; étnica y racial, pues agudiza los conflictos interétnicos en el seno de un mismo país (en Namibia, la pobreza afecta sobre todo a las poblaciones san —que hablan lenguas africanas— y muy poco a las poblaciones anglófonas o germanófonas); y cultural (como demuestra la devaluación de los arabófonos en el Magreb).

La miseria no afecta únicamente a las poblaciones lejanas, que viven en países muy pobres: también golpea, y posiblemente sobre todo, a las sociedades próximas a los grandes centros económicos actuales; basta

1. PNÜD, Rapport sur le développement humain, 1998.

observar la zona euromediterránea. En Egipto, el 50 % de la población urbana vive hoy por debajo del umbral de pobreza. En Marruecos, el deterioro social hizo que, en el año 2000, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNÜD) clasificara a ese país en el puesto 124 del desarrollo humano (frente al 117 en que estaba cinco años antes). A finales de la década de 1990, la pobreza afectaba a cerca del 50% de la población marroquí. Y las desigualdades son clamorosas: el 10% de la población monopoliza el 40 % de la renta nacional. El crecimiento del empleo público ha pasado de un 10% anual entre 1982 y 1988 a un 2% anual entre 1988 y 1992. Ello afecta sobre todo a los jóvenes diplomados: las universidades son fábricas de parados. El deterioro de la situación en el campo ha provocado un aumento del éxodo rural: de un 70% en 1960, la población rural ha pasado a estar por debajo de la barrera del 50 %. El déficit de viviendas, estimado en más de un millón, contribuye a aumentar la especulación. Es una situación que afecta a todas las categorías de población, solo escapan, y relativamente, a este marasmo los grupos que tienen una sólida posición de poder, ya sea en el seno del aparato del Estado o en el mundo de los negocios.

El deterioro de la situación socioeconómica es idéntica en los demás países del Magreb, y, en el caso de Argelia, incluso más inquietante. En la mayoría de los países del Sur, las capas medias, que se habían beneficiado del desarrollismo de las décadas de 1960, 1970 y 1980, están en crisis. Un proceso de empobrecimiento masivo, aunque desigual, desestabi-liza su tradicional función de intermediación social. En Marruecos, su poder adquisitivo ha disminuido un 35 % en treinta años, mientras que en el sector manufacturero, el nivel de los salarios había caído en 1990 al nivel de 1970.3 Por lo general, la liberalización de la economía no ha dado lugar al nacimiento de una auténtica clase empresarial, sino a una neo-burguesía parasitaria, sin cultura propia y sin proyecto de futuro, que solo trata de extraer una renta de las ruinas de la economía administrada.

El modo de defenderse del marasmo generalizado es prácticamente

2. Ibid.

3. Ibid.

4. De esta devaluación de las capas medias y de la emergencia de esos nuevos ricos, es la literatura la que mejor da cuenta: Sonallah Ibrahim en Les Années de Zeth esboza un cuadro realista y desesperado; el historiador estadounidense John Waterbury, sin duda uno de los mejores especialistas del mundo árabe ofrece, por su parte, un retrato significativo

idéntico en todas partes, aunque reviste formas específicas en cada país. Las capas sociales excluidas o estructuralmente debilitadas tienden a reestructurarse en el sector informal de la economía que sirve, de hecho, de vínculo entre el sector integrado y el marginado. El sector informal cumple una doble función: regula la economía, ya que es el mayor creador de empleo en las economías sometidas a ajuste estructural (se estima que en Senegal abastecerá el 90% de los futuros puestos de trabajo);5 y es el sector más dinámico para el crecimiento económico.6 Su composición social es asimismo original: básicamente nacional. Tanto los actores como la financiación son nacionales, a diferencia del sector integrado y formal que, en período de ajuste estructural, tiende a pasar al control extranjero. Está integrado por campesinos «desruralizados», por la población pobre de las ciudades y, sobre todo, mayoritariamente por jóvenes. Funciona de

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modo endógeno: es «el tajo» en el que se forman los trabajadores y sus resortes productivos se articulan en torno a los recursos y medios locales. Constituido por pequeñas empresas (artesanado, servicios), se encuentra paralizado por la debilidad de los medios con que cuenta; sin embargo, podría convertirse en un importante crisol del desarrollo si se legalizara y, sobre todo, si se beneficiara de auténticas inversiones.

Nunca se insistirá suficientemente en la importancia del sector «informal» para la estabilización de unas sociedades potencialmente explosivas7 debido a su fractura social. Es indudable que el sector informal es ilegal:

engendra anomia con respecto a las normas dominantes. Pero el proble-

del empresario egipcio: «Arquitecto de una apertura comercial especulativa más que de una liberalización orientada hacia la producción, a quien se le dio la libertad, a través de la liberalización de los reglamentos de importación, de comprometer directamente los intereses del [...] sector privado tradicional». Así, con un comportamiento funda-mentalmente basado en la especulación, esta neoburguesía impide la emergencia de un verdadero sector privado. Cuando en esos países, solo la formación de un tejido de pequeñas y medianas empresas podría hoy en día favorecer al desarrollo.

5. Véase T. A. Seck, La Banque mondiale et I'A frique de 1'Ouest, le cas du Sénégal, Publisud, 1997. Y «Le Sénégal au défí de 1'ajustement structurel», Le Monde Diplomati-que, 1998.

6. En Senegal realiza el 80 % de la riqueza total del país. Fuente: T. A. Seck, op. cit. Y «Le Sénégal au défí de 1'ajustement structurel».

7. Véase J.-F. Bayart, El Estado en África: la política del vientre, Bellaterra, Barcelona, 1999.

ma consiste en saber qué es anómico en esas sociedades, si el sector formal o el informal. Si se acepta la idea de que el «informalismo» responde a una necesidad defensiva, de protección de unas categorías de población que han sido abandonadas a su suerte, y a ello se añade que se trata de un sector generalmente mayoritario, la legitimidad del sistema formal deja de ser tan indiscutible. Es indudable que las redes de solidaridad tradicional, que no se salvan de la corrupción ni del nepotismo, surcan este sector informal, pero ¿acaso el sector formal no sufre también de los mismos males? En realidad, a través del fenómeno del informalismo, asistimos al caótico surgimiento de una «sociedad civil» mera del Estado en unas sociedades en las que el Estado se reduce a menudo al poder y en el que este impide que se estructuren unas relaciones sociales sólidas capaces de cuestionarlo. De hecho, el sistema informal, hoy incentivado por el repliegue del Estado, favorece el surgimiento de una sociedad alternativa, tanto por su funcionamiento (carencia de simbiosis con el Estado) como por su cultura (rechazo a los modelos culturales dominantes). E inevitablemente tiende a la formación de estructuras colectivas de solidaridad.

El ejemplo más significativo es la multiplicación de los movimientos asociativos en los países pobres. Ese mundo asociativo puede constituirse frente al Estado como una fuerza política (es el caso de Egipto, Turquía, el Magreb, donde el sector asociativo es fundamentalmente islamista), o como su sustituto, por ejemplo en Senegal, donde está respaldado y a menudo enmarcado por el Estado. Algunos observadores no dudan en hablar, en este último caso, de «sector colectivo informal»8 en la medida en que las redes de asociaciones que se establecen constituyen estructuras de poder, de gestión y de realización de políticas colectivas locales.

Más aún: el sector colectivo informal presenta con frecuencia la inmensa ventaja de conciliar la necesidad de hacer frente a la modernidad con el mantenimiento de las estructuras tradicionales de solidaridad, algo que el Estado «moderno» no ha logrado hacer. En lugar de oponer duramente una modernidad con frecuencia aculturalizante a un tradicionalis-

8. Véase Claire Terriére-Diop, «Les organisations paysannes», Sociétés africaines, n.° 6, 1997.

mo también con frecuencia arcaico, el sector informal crea modos de adaptación, restablece vínculos distendidos, da puntos de sutura y favorece uniones; en definitiva, favorece unas formas de socialización que el mercado es incapaz de promover.

El caso de las Organizaciones Campesinas (OC) en el valle del río Senegal es elocuente: espontáneamente se ha desarrollado una red asociativa para reaccionar al abandono económico-social, a la crisis de la producción agrícola derivada de los planes de ajuste estructural. Compuesta de agrupaciones de productores, de asociaciones para el desarrollo de los pueblos y de agrupaciones de promoción femenina engloba, según las encuestas más recientes, a una gran mayoría de la población rural de la región. Interviene en la organización y comercialización de la producción (compras conjuntas de abonos y material agrícola, mantenimiento colectivo de las zonas irrigadas, venta en cooperativa, negociaciones con el poder central o las ONG que intervienen en el desarrollo, etc.). Ayuda a cubrir las necesidades sociales de los pueblos (dispensarios, hospitales, escuelas), abandonadas por el Estado; fomenta la colecta, la gestión y la distribución del ahorro para proyectos colectivos o individuales, etc. En la práctica, estas instituciones civiles entroncan, por su actividad, con colectividades públicas informales, toleradas, cuando no fomentadas, por el Estado. Desde el punto de vista de la construcción del vínculo social, desempeña un doble papel: utiliza las relaciones de solidaridad tradicionales para adaptarse al comportamiento mercantil moderno, evitando las perversiones negativas de la modernidad (droga, individualismo, etc.), y articula una transformación controlada de las relaciones sociales: responsabilización de los jóvenes y de las mujeres, participación más igualitaria en la toma de decisiones. En otras palabras, favorece la democratización de la sociedad creando, en la práctica civil, los resortes de comportamiento que constituyen la base del interés general. Y aún más importante, esos organismos son realmente un modelo de gestión de-mocrática moderna, ya que las asociaciones y agrupaciones están organizadas en redes y en federaciones, lo cual permite una regulación de la conflictividad social entre los diferentes grupos, pueblos o regiones representados.

Sin idealizar ese tipo de estructuras, es justo señalar que, frente a los efectos desestructurantes de la pobreza, azotadas por la globalización y por su brazo derecho para los países pobres —el ajuste estructural—, las sociedades resisten sacando fuerzas de su ingenio. Una situación cuya originalidad acentúa el hecho de que los intentos de democratización formal han fracasado la mayoría de las veces o, al menos, no han generado una auténtica dinámica de

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construcción de Estados de derecho.

7. LAS FRAGILIDADES DE LA DEMOCRACIA

Un movimiento antagónico traspasa hoy los países del Sur: por una parte, la poderosa demanda de democratización de las relaciones sociales, por otra, la limitada eficacia de los procesos de transición democrática en curso. Por un lado, una crisis de las formas tradicionales de autoritarismo político, por otro, una incapacidad estructural para aclimatar las prácticas democráticas. La debilidad de las clases sociales, el bloqueo de la movilidad de las élites de poder (no solo las políticas), la trasformación de la alternancia política en internando, («hemos llegado y nos quedamos») plebiscitaria de los grupos dirigentes, ponen en peligro el arraigo de auténticos estados de derecho. Y esta situación es aún más inquietante por estar inmersa en el torbellino de la globalización, que aumenta las debilidades de los sistemas sociales y políticos.

Se puede afirmar, sin esquematizar en exceso, que prácticamente todos los sistemas sociales de la orilla sur del Mediterráneo —y aún más los de África— sufren desde hace una década una mutación profunda causada por su adaptación al proceso de globalización en curso. Todos los estados de la orilla sur del Mediterráneo están, por ejemplo, sometidos a ajustes estructurales para reembolsar la deuda que les obligan a inhibirse económicamente y a reducir sus gastos sociales. Estos ajustes imponen a los Estados una transformación profunda de su papel y de su condición: el Estado «desarro-llista», garante de la seguridad social, se convierte en un Estado de la «desagregación», vector de la adecuación a las normas del mercado mundiali-zado. Esta mutación, además de transformar toda crisis de legitimación de los poderes políticos en una crisis estructural de legitimidad del Estado (no es únicamente el gobierno el rechazado, sino el propio Estado), provoca una auténtica perturbación de las relaciones sociales que desemboca en la dualización y el aumento del radicalismo identitario (religioso y/o étnico).

A la democracia pluralista le cuesta imponerse frente a unos poderes políticos que ya no se consideran promotores del desarrollo social, defensores del interés nacional en la escena internacional y, menos aún, garantes de la sociedad. En otro contexto, esta situación engendraría una sistemática alternancia política de los grupos dirigentes que se hallan en el poder;

pero en los países del Sur —sobre todo en los mediterráneos y en los africanos— provoca una parálisis de la alternancia democrática: radicalizada por la dualización social, es rechazada por los grupos detentadores del poder que no solo no aceptan poner en juego sus privilegios cuando escasean los recursos, sino que temen ser barridos, al modo iraní, de la escena política.

Algunos ejemplos bastan para hacerse una idea de esta situación. En Egipto, el gasto público pasó del 63 % del PNB a comienzos de la década de 1980 a un 43 % a comienzos de la década de 1990; la situación ha empeorado hoy y afecta a todos los sectores: sanidad, educación, infraestructuras. El Estado egipcio ha congelado la subvención a algunos produc-tos alimentarios básicos, a la electricidad, etc." En Senegal, el gasto público en educación y sanidad disminuyó en un 20 % durante la década de 1980. La tasa de escolarización descendió a un 54% en 1996 frente al 70 % de la media africana.2 En Marruecos, los gastos en sanidad y educación se han visto especialmente afectados por los diversos planes de ajuste estructural: en un país que se ha distinguido por su apertura cultural y por tener una élite de alto nivel intelectual, el 60 % de la población es analfabeta y, aún más inquietante, el nivel general de educación está descendiendo.3

Para garantizar la solvencia exterior de los estados, los planes de ajuste estructural afectan a los que tienen menos recursos. Hay que sacar la conclusión de semejante estrategia: hoy, el yugo del reembolso de la deuda aumenta el déficit de legitimidad de los estados y, por consiguiente, dificulta la transición democrática. Por otra parte, para paliar ese déficit la mayoría de los estados africanos han establecido, aunque tímidamente, estrategias de apertura democrática: en los últimos diez años, Túnez, Argelia, Marruecos, Lesoto, Benín, Costa de Marfil, Gabón, Zimbabue, Ca-

1. Véase Yann Padova, «L'Égypte et le FMI», Cahiers de 1'Orient, n.° 45, 1997.

2. Véase «Le Sénégal au défí de 1'ajustement structurel». Le Monde Diplomatíque, octubre de 1998.

3. Véase Blandine Destremau, «Á la porte de Dieu, Profíl de la pauvreté et de 1'aprauvrissement au Maghreb et au Moyen-Orient», manuscrit, 1998.

merún, Zaire, Zambia, etc., han intentado en un momento u otro ampliar la legitimidad del Estado a través del pluralismo democrático.4

Pero rápidamente se ha comprobado que esa tentativa tenía un límite:

la democracia, como sistema de integración de la conflictividad social, se ve obstaculizada por la dualización social. Más aún, esa situación da origen a una nueva contradicción: para las capas integradas, la democracia como libertad política y de opinión es esencial para garantizar su movilidad en el seno del sistema; mientras que el objetivo esencial de las capas dualizadas es satisfacer las necesidades económicas mínimas que garanticen su integración en ese sistema. Esta contradicción reviste una complejidad aún mayor si le añadimos la variable, decisiva, del crecimiento demográfico. Como veremos más adelante, la diferencia demográfica entre las capas integradas, sobre todo aquellas que han alcanzado un nivel de educación medio, y las capas marginadas, muy impregnadas del ethos cultural periurbano y rural, tiende a aumentar. Los jóvenes desempeñan hoy un papel clave para la estabilización o desestabilización de esos sistemas. Y los gobiernos son profundamente conscientes de ello: un informe del Instituto Nacional de Estudios de Estrategia Global de Argelia, Algéríe 2005, subraya los riesgos del sufragio universal y propone que, frente a una población joven, «numerosa y excluida del progreso social», la edad de voto se retrase «al menos hasta los 21 años».5

El proceso de transición democrática depende por doquier de la capacidad de los sistemas de hacerse con esos grupos sociales sin porvenir, en especial los jóvenes.6 Si la vocación de la apertura política era lograr la legitimidad de un Estado impotente, el relativo bloqueo actual de ese proceso se debe a la incapacidad del sistema de satisfacer las reivindicaciones de integración. En Costa de Marfil, el proceso iniciado en 1990 se suspendió tras los disturbios y la represión de 1992; en Argelia, abierto en 1988 tras una explosión social de jóvenes en paro, está bloqueado desde

4. En 1992, los representantes de cuarenta y dos países africanos reunidos en Dakar firmaron una declaración en la que mantenían la

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necesidad de garantizar la transición a la democracia.

5. Véase Béatrice Hibou y Luis Martínez, «Le partenariat euro-maghrébin: un mariage blanc?». Les Eludes du CERI, n.° 47, noviembre de 1998.

6. En esos países los jóvenes menores de 30 años constituyen una amplia mayoría de la población.

1992; en Túnez, el régimen está hoy en un punto muerto en el ciclo re-presión-contestación.

Comparados con los Estados magrebíes, los estados del África negra presentan además una fragilidad particular debida a su historia: la trata de esclavos desde el siglo xvi ha desempeñado un papel fundamental en el debilitamiento de las sociedades africanas.7 Es imposible entender el abandono en que se hallan los Estados africanos si no se tiene en cuenta el tiempo que lleva desestructurado el tejido social.8 Fueron unos estados en plena descomposición los que sufrieron el impacto de la colonización y el poder africano poscolonial se instauró en un contexto ambiguo: sociedades débiles, carencia de dinamismo económico debido a la desestructuración social, carácter artificial de las instituciones políticas legadas a las élites africanas... El nuevo poder no había sido elegido por la sociedad africana, sino por los antiguos colonizadores.

La legitimidad de los procesos democráticos, tradicionalmente frágil en África, no ha sido capaz de arraigarse y todavía le llevará tiempo hacerlo: la democracia es necesaria, pero durante mucho tiempo no tendrá más remedio que ser limitada. Favorecer la democracia desde abajo, movilizar a toda una serie de grupos sociales, estabilizar a la juventud, incorporar las colectividades tradicionales de poder, no puede y no podrá hacerse sin la construcción de unos Estados de derecho, sin duda diferentes a los de la tradición occidental. La solución no reside en una transposición mecánica del modelo de Estado occidental, que además no es con frecuencia sino una caricatura de dicho modelo. Hay que dejar que las sociedades africanas, magrebíes y, en general, del tercer mundo encuentren su propia vía hacia la modernidad social, política y cultural, pues tienen una diferencia estructural básica con las sociedades del Norte:

estas han necesitado varios siglos para llegar al relativo equilibrio social que garantiza hoy la legitimidad del Estado de derecho; mientras que las sociedades del Sur deben enfrentarse a ese desafío en un contexto mucho más complejo que no les permite garantizar por sí solas su desarrollo ni la capacidad de yugular todas las variables sociales que desestabili-zan su proceso de integración. El papel perturbador de esas variables so-

7. Según las estimaciones más bajas, corresponde a que la sociedad africana sufra cada cincuenta años la sangría que Francia sufrió en la Primera Guerra Mundial.

8. Véase P. Engelhard, L'Homme mondial, Arléa, 1996.

cíales en el proceso de transición democrática no es en absoluto secundario: para convencerse de ello, basta con analizar la correlación entre los efectos del crecimiento demográfico, del desarrollo y de la emigración.

8. LOS DESPLAZAMIENTOS DE POBLACIÓN

La actual conjunción del crecimiento demográfico de los países pobres, la ineficacia económica y el modo específico de inserción en la globalización, produce una poderosa movilidad de las poblaciones. El concepto que mejor define esta situación es el de desplazamiento de las poblaciones. Pero se trata de un desplazamiento incontrolado y anárquico, aunque en ocasiones se produzca ante la mirada condescendiente de las autoridades del país de origen. (¿No respondían estos movimientos migratorios hasta ayer a la reiterada llamada, auténtico canto de sirena, de las autoridades de los países ricos que los necesitaban?)

Sin embargo, todo parece confirmar que, en este aspecto, estamos en los comienzos de una oleada histórica que provocará en el futuro unas transformaciones hoy imposibles de prever. Lo cierto es que la población mundial aumenta a un ritmo muy rápido y que, inevitablemente, ello tendrá consecuencias en la composición de los pueblos, y, por lo tanto, de las naciones y las sociedades. Las poblaciones que, desde la Segunda Guerra Mundial, acuden a los países occidentales procedentes de Asia, de América Latina o de África modificarán profundamente su composición etno-cultural. Y su manifestación más notoria son las actuales migraciones.

Es cierto que el aumento demográfico de los últimos veinte años tiende a ralentizarse. Pero el fuerte crecimiento de las décadas de 1950 y 1960 aún produce sus efectos: de aquí al 2050 la población mundial pasará de 6.000 a 9.000 millones de habitantes. En los próximos años asumirá unos rasgos muy acusados, centrados en la oposición frontal entre jóvenes sin trabajo y ancianos sin pensión, una oposición a la que se superpone la de la distribución de la población entre el Sur y el Norte. Desde 1980 más del 50% del aumento de la población joven mundial ha tenido lugar en África. Este crecimiento proseguirá hasta 2015. Por el contrario, el 77 % del aumento de la población anciana se da en los países desarrollados. Si, en la actualidad, el porcentaje de personas mayores en las sociedades desarrolladas es de un 14%, este pasará, si nada lo impide, a un 25 % en 2050, e incluso a un 40 % en los países cuya población está envejeciendo especialmente: Japón, Alemania, Italia. De ello se desprenden dos desafíos: la integración de las generaciones jóvenes para las sociedades del Sur; el cuidado de los ancianos, cada vez más numerosos, en el Norte,

Los países pobres no pueden sacar provecho hoy de su potencial demográfico: en 71 países, sobre todo africanos, la franja de edad que va de cero a quince años representa el 40 % de la población, pero ninguno de estos países puede beneficiarse de ese superávit demográfico1 debido a su incapacidad para construir un sistema económico integrador. Una incapacidad provocada, como hemos dicho, por su modo de inserción, o más bien de interdependencia del sistema económico globalizado. De ahí esos desplazamientos de población que afectan tanto a los países limítrofes como al continente europeo. De ahí también una crisis, sobre todo social e identita-ria, sin precedentes en las poblaciones afectadas. En realidad, al contexto actual de globalización económica corresponde la formación de un «pueblo globalizado» que se encarna en estas emigraciones. Cada sociedad pobre, preñada de jóvenes sin futuro, contribuye a la formación de este pueblo nómada destinado a migrar hacia las zonas de prosperidad planetaria. Este pueblo nómada, aunque marcado por su identidad cultural de origen, por su pertenencia nacional, está destinado a modificar sus referencias identitarias y de nacionalidad al sedentarizarse en otro lugar, y, sobre todo, a sufrir durante años el oprobio

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vinculado a su condición mestiza...

En los países desarrollados, lo que está al orden del día no es, sin embargo, la organización de la acogida de estas poblaciones convertidas en nómadas por la globalización, sino el problema de la relación entre la eficacia del sistema económico y el envejecimiento de la población. Se enuncia del siguiente modo: la relación económica entre las personas en edad de trabajar y las personas a su cargo es cada vez más desfavorable;

asimismo, es cada vez menor el número de los que están en condiciones

1. El superávit demográfico designa la ventaja de desarrollo económico especifica de los países en los cuales el número de personas en edad de trabajar es importante. Por ejemplo, Asia aprovechó este superávit en las décadas de 1960, 1970 y 1980.

2. Cf. Philippe Bemard, Immigration, le defi mondial. Folio, Actuel, 2002.

de trabajar para garantizar la seguridad de la población pasiva, es decir, de los jubilados o de los que son demasiado jóvenes.

Frente a esta situación, en los países desarrollados se perfilan tres soluciones: una política de incentivación de la natalidad, que demuestra ser generalmente poco eficaz, pues es demasiado lenta (de veinte a veinticinco años hasta que produce sus efectos) y, sobre todo, susceptible de perjudicar a las mujeres. En el fondo va contra las tendencias culturales de las sociedades desarrolladas: creciente autonomización de las personas, transformación de los vínculos familiares, cambio del papel social de la mujer, etc., sin contar con el aumento de la conciencia de las amenazas que penden sobre el futuro de cada individuo, gracias al mayor nivel educativo. Otra solución es elevar la edad de jubilación. Pero también en este caso es poco eficaz, pues es difícil retrasar demasiado esa edad, por no hablar de que también penaliza, en este caso a los jóvenes al hacerles trabajar durante más tiempo y, sobre todo, al impedirles acceder a los em-pleos ocupados por los más viejos. Por último, se puede imaginar una política migratoria más abierta. Esta política es eficaz, pues esas poblaciones jóvenes en edad de trabajar ya existen, están llamando a la puerta;

rápida, porque se puede poner en marcha desde ahora; flexible, gracias a que permite elegir las cualificaciones de que se tiene necesidad. Pero tiene un inconveniente: ¿cómo se puede llevar a cabo esta política cuando el trabajo es cada vez más escaso, es decir, cuando hay un alto nivel de paro? Esta cuestión pone brutalmente en evidencia el principal límite de la organización del sistema económico: el hecho de que el crecimiento económico mundial esté limitado por la monetarización ultraliberal, es lo que impide responder al problema del paro, al del envejecimiento de la población en los países ricos y al de la integración de las poblaciones jóvenes de los países pobres. Pues si la demografía de las poblaciones pobres incide hoy con fuerza en el sistema económico mundial, también es la principal víctima del liberalismo económico que domina en el mundo. De hecho, la única solución sería una estrategia de nuevo impulso al empleo. Pero con una tasa de crecimiento económico mundial en tomo al 3 % estamos lejos, muy lejos, de conseguirlo...

Otro fenómeno nuevo: la transformación estructural de los flujos migratorios. Desde comienzos de la década de 1990 son numerosas las señales que muestran la presión de la globalización liberal sobre las migraciones. En primer lugar, su crecimiento se ha acelerado. Si entre 1960 y 1975 era inferior al de la población mundial, a partir de la década de 1980 pasó a ser superior, y esta tendencia no ha cesado de acentuarse. Según la ONU, si en 1965 había en tomo a 75 millones de emigrantes, en la actualidad estos serían unos 150 millones.3

Además, el abanico de las nacionalidades emigrantes no ha dejado de ampliarse, hoy todos los países del mundo experimentan estas migraciones. Por ejemplo, en las décadas de 1960 y 1970, Senegal era un país de inmigración al que acudía la gente a trabajar; en las décadas de 1980 y 1990 se convirtió, por efecto de las políticas de ajuste estructural impuestas por los organismos financieros internacionales, en un país de emigración. Se trata de un caso de manual, de una especie de prototipo de las modificaciones casi automáticas engendradas por los planes de ajuste estructural: la reducción del mercado de trabajo que resulta de ellos ha afectado a todos los sectores de actividad del país. Tomemos el sector agrícola, que emplea al 46 % de la población activa. Marcado por una retirada del Estado (no más subvenciones para abonos y material agrícola, privatización y reestructuración de las empresas parapúblicas), la nueva política agrícola puesta en marcha en 1984 provocó la cuadruplicación de las cargas financieras para los campesinos, que se agravase el problema de la subinversión y descendiera la producción, y, por último, la aparición de nuevas migraciones desde las zonas afectadas por la crisis con dirección a Italia, Estados Unidos, España y Portugal.4

En el sector industrial, el empleo disminuyó en un 15% entre 1981 y 1989. Frente a las 200.000 personas que se incorporaron al mercado de trabajo entre 1985 y 1990, solo se crearon 20.000 empleos. Más de un tercio de la población urbana está afectada por el paro.

En realidad, las migraciones senegalesas encajan al milímetro con las transformaciones debidas a la globalización: en 1975 había 14.000 sene-galeses en Europa; en 1990, 74.000, es decir, el quíntuple. Su destino clásico era Francia, y la región de partida, el valle del río Senegal, someti-

3. Cf. Organización Internacional de las Migraciones, Situación de la migración en el mundo en 2000, ONU, 2000.

4. Cf. Seynabou Dia, Les Migrations internationales de travail dans une économie sous ajustement structurel, memoria de DEA [Dipióme d'Études Approfondies, equivalente a la tesina], IEP,

do, además de a los efectos de los PAE, a las durísimas condiciones climáticas de la última década. Pero a finales de la década de 1980 se perfilaron nuevos destinos: en primer lugar Italia (solo en el año 1989 se triplicó el número de senegaleses), y después Estados Unidos, España y Portugal. Sus zonas de procedencia son la damnificada cuenca productora de cacahuetes y las ciudades.

La creciente inseguridad económica y el cierre de las fronteras tanto en el Norte como en el Sur (los países «ricos» de África han procedido en estos últimos años a expulsiones masivas), han provocado que las estrategias migratorias sean cada vez más complejas. La estrategia tradicional, cuyo ejemplo clásico es la de los soninkés en Francia, está basada en la migración familiar como vector de acumulación de capital: toda la familia está implicada en la migración del

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individuo, hay un fuerte sentimiento de solidaridad, y se puede prever una trayectoria migratoria relativamente lineal que va de la aldea de origen a la red familiar de acogida.

La nueva estrategia migratoria rompe ese patrón y sigue otra trayectoria: salida de la aldea (con o sin apoyo familiar, puesto que el resultado de la migración es mucho más incierto), llegada a la ciudad, orientación hacia otros países africanos (Costa de Marfil, Congo, Camerún) e intentos de integración, fracaso, eventual búsqueda del modo de llegar a Europa. La complejidad de la trayectoria señala la existencia de una estrategia de movilidad estructural para escapar a la precariedad económica y social que caracteriza a todas las etapas del recorrido. También responde a las crecientes dificultades para llegar a Europa. Al ser cada vez más difícil, al diversificarse, al globalizarse, la migración de los senega-leses tiende también a ser cada vez más individual.

Otro elemento nuevo es el papel de las redes religiosas y políticas. Estas constituyen ahora las mallas de protección más seguras para el emigrado. En Estados Unidos, la red de la zaouia (cofradía) murid (dinámicos comerciantes, a imagen de los ibadíes argelinos) sirve de punto de apoyo a los recién llegados. Las redes familiares se debilitan al modificarse la inmigración al Norte: el nivel de transferencias desciende y, aún más fundamental, el cierre de las fronteras, el fin de la «noria» migratoria, provoca el uso sistemático del derecho al reagrupamiento familiar, que tiene el efecto perverso de aumentar la emigración y empobrecer aún más las regiones de origen.

Los destinos de los emigrantes se diversifican cada vez más, acentuan-

do la tendencia latente a la diáspora. Una misma migración tiende ahora a abarcar, tanto en el país de origen como en el extranjero, un espacio mayor distribuido en numerosas regiones y países; también se hace más móvil, al disfrutar de la libertad de circulación en el interior de los grandes conjuntos regionales y, sobre todo, al no preocuparse aparentemente por una integración definitiva para todos. Uno de los casos más elocuentes es el de la emigración marroquí en Europa. Entre finales del siglo xix y la Primera Guerra Mundial, los marroquíes casi no se desplazaban mera del espacio magrebí. Aunque hay que señalar que, ya entonces, la Europa dominante orientaba su exilio: con frecuencia se trasladaban a Argelia para trabajar las tierras de los colonos franceses. Con la Primera Guerra Mundial comenzó la emigración marroquí hacia Francia: había una gran demanda de hombres para combatir o para trabajar. Después de la Segunda Guerra Mundial, las exigencias de la reconstrucción de Europa ampliaron el campo migratorio marroquí fuera de las fronteras francesas. Bélgica, Alemania, Holanda firmaron convenios de importación de mano de obra con Marruecos. Entre 1980 y 1990, los inmigrantes marroquíes ampliaron aún más su campo: países escandinavos,5 América del Norte,6 países árabes del Golfo.7 A partir de mediados de la década de 1990, fue Europa del Sur8 la que se convirtió en su nuevo destino, sin que cesaran las corrientes precedentes.9 En la actualidad, los países del Este también acogen marroquíes. Esta diversificación de los puntos de destino se explica, naturalmente, por las dificultades de residencia y de trabajo en los países tradicionales de inmigración (Francia, Alemania, Bélgica), pero también por la mundialización del fenómeno migratorio, que ya no obedece al tropismo de las relaciones poscoloniales.

Paralelamente a la formación de conglomerados regionales, sobre todo en el caso de la Unión Europea y del TLC, las migraciones interregionales

5. En tomo a 10.000 a comienzos de los años 1990. Z. Chattou, Migrations marocai-nes en Europe, L'Harmattan, 1998.

6. 45.000. Z. Chattou, op. cit.

7. 200.000. Ibid.

8. Había 150.000 marroquíes en Italia a finales de la década de 1990 y 162.000 en España en esa misma década, OCDE, Rapport SOPEMI, 2001.

9. Cf. Z. Chattou, op. cit, y Nadji Safir, «Les migrations internacionales dans 1'espace francophone», manuscrit, enero de 1996.

se acentúan con el proceso de integración regional, y este fenómeno aumenta cuando se trata de áreas con un desarrollo desigual. Los inmigrantes, sobre todo los solteros, no dudan en «intentar» uno u otro país si encuentran estructuras de acogida y de apoyo (de compatriotas o de familiares). En realidad, el movimiento de las poblaciones en el interior de los conjuntos regionales parece obedecer a dos lógicas: la de la existencia —o aparición— de un polo económico particularmente dinámico (Estados Unidos para el resto de América Latina y, sobre todo, para México, Japón para los países pobres de Asia, los países del Golfo para los naturales de Egipto, el Líbano, Jordania o Palestina) y la de la apertura de los países que forman la región. En el seno de Europa central y oriental ha habido un claro desarrollo de las migraciones después de 1989. Hungría y la República Checa son los principales países de destino. En 1990, cerca de 30.000 rumanos se establecieron en Hungría.10 La emigración turca irradia hacia las tres grandes regiones que bordean el país: Europa occidental y Alemania, donde la inmigración es la más antigua y la más importante;

Oriente Próximo —sobre todo entre 1970 y 1990— y, tras la caída del muro de Berlín, Europa del Este y Rusia. En 1988, las autoridades turcas registraron apenas 1.000 salidas hacia estos últimos países; seis años más tarde, 40.000 turcos llegaron al territorio de la antigua Unión Soviética...11

El factor migratorio ha dejado de ser neutro, las migraciones han perdido su inocencia. Organizadas o anárquicas, colectivas o individuales, se han convertido en una variable central de las relaciones entre los estados. Si los países ricos intentan como pueden controlar los desplazamientos de población que ya no le son necesarios para asegurar su crecimiento económico, los países pobres, sin decirlo claramente, intentan utilizar esos flujos como una baza en su desfavorable diálogo con el Norte. Y si en el Norte hay una tendencia creciente a hablar de las migraciones en las re-laciones internacionales, a establecer incluso una política común regional elaborando estrategias de contención, en el Sur se quiere acallar el tema, marginarlo cuanto sea posible en toda negociación sobre ayuda o cooperación, a la vez que hipócritamente se rasgan las vestiduras ante el tratamiento que el Norte da a los ilegales.

10. Cf. OCDE, Rapport SOPEMI, 1998.

11. Cf. S. de Tapia, «La présence turque dans le monde en 1996», Le Trimestre du monde, 4.° trimestre de 1996.

El ejemplo de Senegal demuestra claramente cómo, debido a las reestructuraciones económicas sectoriales, las migraciones evitan al Estado hacer un esfuerzo especial o incluso —aunque este es el caso de otros países, no de Senegal— llevar a cabo una redistribución de los recursos para evitar estos desplazamientos. En lo que respecta a los

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países del Norte, su estrategia prioritaria ha sido, hasta finales de la década de 1990, la de cerrar las fronteras a la inmigración laboral: más aún, sobre todo dirigir los flujos hacia los países menos protegidos para controlarlos, es decir, hacia los países pobres. Aunque se puede demostrar el descenso real de las entradas regulares en Europa desde 1993 que ha provocado un riguroso control, no se puede ocultar el aumento de la inmigración ilegal y, sobre todo, el alto nivel de inmigración familiar legal, gracias al derecho a la reagrupación familiar. También asistimos a una transformación de la antigua inmigración de asilo: los refugiados políticos se convierten cada vez más en refugiados económicos.

Con la recuperación económica de finales de la década de 1990 y las tensiones surgidas en el mercado de trabajo a partir del año 2000, la Unión Europea y los Estados miembros han modificado su política migratoria. Tres son los aspectos12 que dominan las reformas: una preocupación por limitar la inmigración clandestina a través de una política de admisión cada vez más restrictiva; la voluntad paralela de satisfacer las necesidades del mercado de trabajo y, por lo tanto, de proceder a una apertura selectiva y controlada de las fronteras acogiendo a los más cualificados y teniendo cuidado de reducir las entradas de las categorías «inútiles» de extranjeros (familias, refugiados, peticionarios de asilo...); por último, el fortalecimiento de las políticas de integración cultural frente a la dinámica de «comunitarización» de las sociedades, del ascenso de los integrismos y del racismo.

Esta evolución traduce un alineamiento progresivo de las políticas de inmigración de los países europeos con el modelo estadounidense de política migratoria. Ello indica hasta qué punto es global la generalización del modelo social y económico estadounidense. Aunque los escasos elementos existentes de una política propiamente europea de inmigración

12. Cf. OCDE, Rapport SOPEMI, 2001, París, 2002.

siempre han sido de inspiración estadounidense, no sucedía lo mismo con las políticas nacionales, con frecuencia arraigadas en profundas tradiciones históricas (Francia, Alemania). Pero todo indica que estas singularidades están desapareciendo: un país como Francia adopta en la actualidad ciertos rasgos políticos característicos del modelo estadounidense (una política de admisión selectiva que intenta atraer a los más cualificados).

A estas transformaciones debería sumarse un nuevo rasgo, cada vez más visible, de las actuales migraciones internacionales: la creciente importancia de las capas medias y cualificadas.

He aquí cómo evoca un especialista la evolución de la emigración marroquí:

Todas las categorías sociales se ven afectadas de cerca o de lejos por el fenómeno migratorio. Hasta la manera de designar a los inmigrantes marroquíes ha experimentado un cambio. El emigrante ya no es únicamente aquel que huye de la miseria en busca de un trabajo, al que en las décadas de 1960 y 1970 llamábamos «trabajador marroquí en el extranjero (TME)». En la actualidad, la emigración afecta a categorías sociales heterogéneas. El término que sustituye al anterior es el de «nacional marroquí en el extranjero (RME, siglas en francés)». Más allá de su dimensión ideológica, la nueva designación tiene al menos el mérito de expresar la diversidad de situaciones y de perfiles de los emigrantes. Los RME incluyen tanto a trabajadores como a comerciantes, artesanos, hombres de negocios, estudiantes, técnicos, científicos de alto nivel.13

En Francia, según Danielle Rígaudiat,14 la categoría de los «ejecutivos y técnicos» pasó de 1.932 personas en 1977 a 8.650 en 1990. En 1995 esta categoría seguía aumentando (un 16%) mientras que el número de trabajadores «cualificados» y «no cualificados» se reducía.15 El número de trabajadores independientes tuvo un pico a comienzos de la década de 1990, mientras que los peones y obreros especializados, que representaban el 70% de la inmigración activa en 1985, no suponen en la actualidad más del 30%. También podríamos señalar otros rasgos: feminización

13. Cf. Z. Chattou, op. cit.

14. «Les nouveaux travailleurs immigrés», DPM, octubre de 1992, estudio interno.

15. Cf. A. Lebon, Immigration etprésence étrangére en France 1995-1996, DPM, diciembre de 1996.

de la inmigración, terciarización, profesiones liberales. Aunque los inmigrantes africanos ocupan la última posición entre los «ejecutivos y técnicos», por detrás de los europeos, los asiáticos y los americanos, su progresión es asombrosa desde comienzos de la década de 1980: entre 1985 y 1990 el porcentaje de ejecutivos africanos aumentó un 6,2% frente a 3% para los asiáticos. Entre los africanos, los marroquíes ocupan la primera posición seguidos por los argelinos, los tunecinos, los malgaches, los cameruneses y los senegaleses.

En realidad, esta transformación de la composición social de las migraciones oculta algo más profundo: una tendencia sistemática a la salida de los más productivos, es decir, de las capas más dinámicas de las sociedades afectadas. Sean personas del medio rural, como en las décadas de 1950 y 1960, cuando procedían de una sociedad mayoritariamente agrícola, o personas cualificadas, procedentes en la actualidad de sociedades que han devenido progresivamente urbanas, el resultado es el mismo: los países pobres se benefician cada vez menos de ese «factor de producción» que han creado a costa de importantes sacrificios colectivos.

La emigración de los más productivos tiene efectos complejos. Puntualmente positiva, porque alivia las demandas en el mercado de trabajo, es negativa a largo plazo, porque introduce distorsiones en este mismo mercado: descenso de la calidad de la mano de obra y regresión de la productividad. De suerte que la migración mantiene un subdesarrollo cró-nico, reforzado por unas transferencias de fondos orientados fundamentalmente hacia el consumo —hacer vivir la familia— y no a las inversiones productivas. En otras palabras, en el contexto actual, la transformación sociológica de los flujos reproduce y profundiza el subdesarrollo.

9. SOLIDARIDAD Y CODESARROLLO CON EL SUR

Para atajar el aumento de la pobreza, las crisis sociales, la inestabilidad política, la movilidad anárquica de las poblaciones, es necesario transformar en profundidad las relaciones Norte-Sur. Europa es la primera interesada. El Mediterráneo es su linde; África, su vecina inmediata; los emigrantes de hoy, los europeos de mañana.

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Por encima de las propuestas concretas que se puedan formular para el Mediterráneo, para África o para la organización de las migraciones en el marco de una política de codesarrollo, Europa debe redefínir su relación con el Sur.

En realidad, lo que hay que replantear en profundidad es el propio concepto de «desarrollo». La progresiva reducción de la «modernización» de las sociedades al desarrollo económico, de este al del crecimiento, del crecimiento a la inversión productiva, sigue toda una línea de efectos mecánicos que desgraciadamente no se encuentra en las sociedades pobres: con frecuencia la modernización se convierte en intolerable debido al mal desarrollo, incapaz de sacar provecho de las formas de crecimiento que genera, pues no consiguen tanto constituir un tejido productivo eficaz cuanto reforzar un sector informal, sin duda necesario pero no lo suficientemente productivo como para sacar a las sociedades de la mera supervivencia. En las sociedades en transición hacia una economía de mercado, el desarrollo no puede ser reducido únicamente a su dimensión económica, pues abarca al conjunto del sistema social. Su finalidad es la integración social global de todas las capas de la población: una integración sistémica, es decir, política, económica, social, cultural e identitaria. Si aceptamos la idea de que el desarrollo debe fomentar la integración social, los objetivos son claros: el primero es la seguridad económica, social y jurídica de los individuos; el segundo, la cohesión territorial de los Estados-nación; el tercero, el desarrollo de la iniciativa democrática local, portadora de innovaciones sociales. Es necesario responder a estos desafíos orientando la cooperación Norte-Sur hacia estos sectores.

Conviene encauzar la ayuda a los Estados mediterráneos y africanos hacia la oferta de bienes y servicios de base (agua, saneamiento, educación, sanidad, vivienda) a un coste asequible para la mayoría de la población. El desarrollo de estas infraestructuras podría realizarse mediante una ayuda centrada en un plan nacional de desarrollo de las infraestructuras de base para cada uno de los países que defina un marco general y deje después a las colectividades locales (regiones, ciudades, redes de aldeas, de cooperativas o de asociaciones) el cuidado de definir y llevar a cabo los proyectos concretos.

Asimismo, la ayuda internacional debería fomentar prioritariamente la elaboración de un sistema de seguros tanto para los bienes (herramientas de trabajo: ya se trate de una explotación agrícola o de una microempresa) como para las personas (seguro de desempleo, de enfermedad, de jubilación). El seguro social es indisociable de la actividad legal. Sin embargo, en los países mediterráneos y, sobre todo en África, una gran proporción de la población activa trabaja en el sector informal. Por lo tanto, es necesario idear un régimen de seguro que haga atractiva la legalización de las actividades informales y ventajosa la declaración de los trabajadores: simplificación y transparencia de las formalidades, acceso a unos servicios que permitan aumentar el rendimiento de la actividad, posibilidad de obtener créditos, etc. También es necesario tener en cuenta los sistemas informales de solidaridad ya existentes, que cuentan con la confianza de sus usuarios, y ver cómo pueden ser utilizados. Este sistema de seguridad social podría administrarse a escala local en el marco de un contrato con el Estado, que, por su parte, dispondría de un fondo social para el desarrollo. Ese fondo no financiaría directamente los seguros de desempleo, de enfermedad o los seguros de los bienes, sino la puesta en marcha del dispositivo y los servicios a él asociados:

cámaras de comercio o agrícolas, cooperativas, organismos de crédito, etc. Este fondo social para el desarrollo se podría financiar, por ejemplo, mediante la reconversión de la deuda, como se hace ya en parte en algunos países del Sur.

Una norma a priori para la ayuda económica debería ser, sin duda, que vaya aparejada a una serie de requisitos políticos, destinados a crear las condiciones materiales para un auténtico fortalecimiento del Estado de derecho y no solo a garantizar las inversiones en aquellos sectores únicamente rentables para los proveedores de fondos extranjeros.

La dinámica de descomposición violenta de los Estados-nación, aunque revele, como en la actualidad en África, unas incompatibilidades étnicas y territoriales reprimidas, es extremadamente peligrosa. Puede engendrar una era de guerras y genocidios aterradora. Pero el fortalecimiento de la cohabitación interétnica no debe implicar un autoritarismo despótico de unos u otros. Dejando a un lado las manipulaciones extranjeras de los conflictos interétnicos en el seno de unos Estados dotados de fronteras internacionales reconocidas, los conflictos son, con frecuencia, estructurales y menos ligados a la comunidad territorial impuesta por la historia que a la forma que reviste el Estado: autoritario, lejano, rígido, sospechosamente centralizado. Solo la democratización de las sociedades puede ayudar a la consolidación de unas señas de identidad comunes. Puede y debe desempeñar un papel primordial para que los Estados adecúen la distribución de los ciudadanos y los territorios.

Queda el problema de la articulación de las zonas rurales y urbanas:

para el sector agrícola, en el que los campesinos suelen estar desprotegidos y abandonados a su suerte, sería necesario sin duda favorecer, como preconiza Philippe Engelhard,1 la constitución de polos de desarrollo agrícolas o agropolos que reúnan un conjunto de servicios comunes para una región (distribución, comercialización y transporte de los productos, acceso a la maquinaria para las grandes labores, organismos de crédito, etc.). Para realizar estos proyectos, tanto la ayuda multilateral como la bilateral deben apoyarse en la cooperación descentralizada. Así pues, la subvención a las actividades de desarrollo local regional, realizadas en el marco de la cooperación descentralizada, debe ser sistemática: favorece la creación de empresas, el desarrollo de infraestructuras, la colaboración industrial, y fortalece las solidaridades regionales horizontales al crear sinergias de intereses.

La ayuda a la integración regional Sur-Sur tan del gusto de los europeos debe también reforzar la cohesión territorial y regional. Al igual que en Europa, puede desempeñar un papel importante de apaciguamiento de

1. Cf. P. Engelhard, L'Homme mondial, Arléa, 1996.

las tensiones políticas y militares entre los países. Además, puede ser un factor de dinamización de las economías del continente africano: aumento de los intercambios comerciales asociado al descenso de las barreras aduaneras, realización de unas economías de mayor escala, oportunidad para la creación de polos de excelencia o de producción especializada, cues-tionamiento de la lógica dependencia vertical Sur-Norte, aumento del atractivo del continente debido a la existencia de mercados más amplios, mayor peso en las negociaciones comerciales internacionales.

Aunque el fracaso de las experiencias anteriores de integración Sur-Sur y el bajo nivel de intercambios comerciales entre los países puedan arrojar dudas sobre las posibilidades de éxito de un nuevo proyecto de integración, resulta

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indispensable en un mundo en el que las naciones se enfrentan a través de «bloques» económicos cada vez más poderosos. Hay que señalar que, además, regularmente aparecen nuevas tentativas: iniciativa de Agadir, que reúne desde mayo de 2001 a Marruecos, Túnez, Egipto y Jordania en el marco de un acuerdo que crea una zona de libre comercio entre ellos, transformación de la antigua Organización para la Unidad Africana en la Unión Africana,2 uno de cuyos objetivos es profundizar en la cooperación regional, etc. Europa debe estimularlas. Como el mundo árabe, el continente africano solo puede elegir entre una leonina dependencia vertical impuesta por el Norte y el agrupamiento regional para intentar modificar las condiciones de esta dependencia.

2. En julio de 2001.

10. ORGANIZAR LAS MIGRACIONES

En el ámbito de la gestión de las migraciones es necesario asumir una paradoja: hay que mantener una política de control de las fronteras para organizar unos flujos inevitables y favorecer la movilidad optando por la inmigración temporal, que privilegia la ida y vuelta de los inmigrantes entre su país y el país de acogida.

La contradicción entre estos dos imperativos solo existe en la mente de quienes no ven la complejidad del problema: dominar los flujos no significa únicamente dotar a los países de acogida de los medios para preservar su equilibrio social, sino también hacer posible la inmigración en el futuro;

favorecer la movilidad no significa únicamente poner los medios para beneficiarse de las aportaciones del trabajo inmigrado, cualificado y no cualificado, o responder a una demanda migratoria irreprimible, sino permitir que también se beneficien los países emisores a través del retorno de sus emigrantes y de la posibilidad de hacer salir a otros emigrantes.

Esta lección histórica no surge porque sí en la mente omnisciente de algunos teóricos, sino del análisis de la práctica de los propios inmigrados. Los inmigrantes se adaptan más rápidamente y mejor que los Estados a las transformaciones de la economía internacional; se amoldan a sus inflexiones coyunturales, se organizan para enfrentarse a las dificultades. El comportamiento individual del emigrante siempre está articulado en tomo a un trasfondo social que le respalda: una red de ayuda mutua constituida por sus compatriotas, por la familia más o menos cercana, por los amigos. En Europa, hasta 1975 (el final de la inmigración legal data de 1974) la posibilidad de pasar las fronteras sin problemas favorecía la emigración de «noria»: los miembros de una misma familia se sustituían unos a otros en el país de acogida para satisfacer las necesidades de los parientes que habían quedado en el país de origen. El cierre de las fronteras rompió esta dinámica, favoreciendo el establecimiento definitivo, porque las categorías de emigrantes autorizados a entrar eran fundamentalmente las familias o los peticionarios de asilo. En la actualidad, esta política muestra sus límites: impotencia frente al desarrollo de las migraciones anárquicas, dificultad de integración en unas sociedades en crisis económica, demanda migratoria sin respuesta. En este contexto, la organización conjunta de las migraciones entre los países de salida y los de acogida, se convierte en una necesidad absoluta.

En el ámbito de las migraciones, el codesarrollo no es una noción abstracta. Se basa en numerosas experiencias espontáneas y en la consideración de la función desempeñada por los emigrantes en la vida económica y social de su país: inversión de sus ahorros, introducción de nuevas prácticas profesionales, sociales y culturales, etc. Las transferencias económicas de los emigrantes se elevan a unos 75.000 millones de dólares al año, es decir, una cantidad superior en más de un 50 % al valor de la ayuda pública al desarrollo.' El caso de Marruecos es especialmente elocuente: las transferencias de ahorros de los marroquíes establecidos en Francia representan anualmente entre cinco y siete veces el volumen de la ayuda pública francesa a Marruecos.2

Otro factor espontáneo de codesarrollo es la movilidad de los trabajadores. Las migraciones pendulares y temporales forman una tupida red que irriga de riqueza y de nuevos conocimientos a las regiones pobres. Alemania ha creado así, con sus vecinos del Este, un amplio espacio de movilidad por cuyo interior circulan polacos, húngaros, checos y eslova-cos, que acuden a trabajar durante unas semanas, meses, o, como máximo, uno o dos años. Después regresan a su país, donde, en general, deben respetar un cierto período de estancia antes de poder retornar a Alemania. Desde la apertura de las fronteras con el Este, estos flujos se han desarrollado de manera considerable: entre 1988 y 1994 el número de desplazamientos anuales de polacos al exterior pasó de 8 a 30 millones.3 Al evitar las complicaciones administrativas y los problemas de integración, la estancia temporal se ha convertido en la forma principal de mi-

1. Cf. Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo en el mundo, 1999-2000.

2. En 1993, el conjunto de estas transferencias provenientes de Europa representó casi una cuarta parte de los ingresos por cuenta corriente anuales de Marruecos; cf. E. Butz-bach y C. Bideau, Les Transferís des migrants vers les pays tiers-méditerrannéens, IE-REM, 1998.

3. Cf. Mirjana Morokvasic-Muller, «La mobilité transnationale comme ressource; le cas des migrants de 1'Europe de 1'Est», Culture et conflits, n.° 33-34, 1999.

gración entre Alemania y Polonia. Las mujeres son tan numerosas como los hombres y estos períodos de movilidad pueden durar diez o incluso quince años. El objetivo sigue siendo la mejora de las condiciones de vida en el país de origen, donde sigue residiendo la familia.

Algunos países asiáticos han sabido utilizar la diáspora de sus nacionales cualificados en beneficio del desarrollo. Es sobre todo el caso de Taiwan. El gobierno ha creado un entorno profesional favorable (buen nivel salarial, suministro de material de calidad, entorno jurídico adecuado, subvención para salir al extranjero con el fin de participar en semina-rios, coloquios y publicaciones que permitan seguir la evolución tecnológica y científica...) con el fin de estimular el retomo de sus científicos e ingenieros. De las 193 empresas creadas estos últimos años en el parque industrial de Hsinchu, 81 lo fueron por taiwaneses que habían realizado estancias en Estados Unidos.4

El codesarrollo también adopta la forma de microproyectos realizados en el país de origen. La actividad de la asociación Mígratíons et Développement, en Francia, es al respecto ejemplar. Creada en 1986, reúne a numerosos inmigrantes marroquíes que actúan en su región de origen, en el sur de Marruecos. Electrificación de aldeas aisladas (veinte aldeas o grupos de aldeas, es decir, 1.500 contadores instalados en 1996), construcción de embalses en las colinas para mejorar la

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gestión y distribución del agua, construcción de infraestructuras sociales (dispensarios, bibliotecas...), etc. Estos proyectos corren paralelos a un esfuerzo permanente de apoyo a la creación de empleo para los jóvenes, de desarrollo de actividades más específicamente femeninas (trabajo de la lana, formación en higiene y cuidados...), de la organización de talleres o de intercambios escolares entre Francia y Marruecos. Los proyectos son financiados principalmente por los inmigrantes (en 1996 eran más de 800 los que habían invertido en estas actividades con un volumen total que alcanzaba los 4,8 millones de francos). Los poderes públicos franceses completan estas aportaciones en función de la importancia de los proyectos. Con ello la actividad de la asociación va mucho más allá del desarrollo económico propiamente dicho. Cada intervención suscita la creación de una asociación marroquí local, encargada de la ejecución y del seguimiento de las actividades. La vida de estas asociaciones provoca la

4. Cf. «Fuite des cerveaux, retour et diasporas», Futuribles, febrero de 1998.

aparición de formas inéditas de participación política (afirmación del papel de las mujeres y de los jóvenes, un nuevo tipo de diálogo con las autoridades locales y nacionales...). De este modo, al aportar los valores y las prácticas adquiridas en el país de acogida, la asociación Migrations et Développement favorece la democratización de la sociedad de origen. Esta experiencia muestra lo que podría ser una auténtica política de co-desarrollo que se apoyaría en la sociedad civil y movilizaría a los inmigrantes en favor del futuro de su país.

Inspirándose en estas experiencias, los gobiernos europeos y sus socios del Sur pueden elaborar en común una política de codesarrollo asociada a los flujos migratorios. La movilización de la inmigración para el desarrollo del país de origen mediante el apoyo a proyectos de desarrollo económico; estancias/codesarrollo destinados a acoger temporalmente y a formar a jóvenes africanos y magrebíes en períodos de prácticas en las empresas de los países del Norte; contratos de empleo/codesarrollo destinados a jóvenes trabajadores poco cualificados, contratados temporalmente en una empresa europea según unos contingentes anuales fijados en común. A estos contratos se les aplicaría un sistema específico de cotizaciones sociales destinado a nutrir, paralelamente a la ayuda, e\ fondo social de desarrollo del país de origen. También es necesario favorecer la contratación de personas cualificadas originarias de África y del entorno mediterráneo por las ONG que actúan en ese continente y en los organismos internacionales o nacionales de cooperación que utilizan el modo de hacer occidental, en las empresas occidentales implantadas en África, etc. Por último, se debería negociar sistemáticamente con las empresas privadas occidentales que despliegan su actividad en África y en los países mediterráneos, incluyendo la concesión de ventajas fiscales o de contratos de formación/codesarrollo para los estudiantes del Sur que hayan realizado períodos de prácticas en Europa.

La ayuda bilateral y multilateral que circula por las colectividades locales debe reorientarse en función de objetivos de codesarrollo: programas de creación de empresas para los emigrantes que deseen reinvertir en su región de origen, programas de desarrollo regional y local cuyo fin sea la estabilización de las poblaciones, la modernización de los sistemas de drenaje del ahorro de los emigrantes, etc.

El apoyo a las iniciativas de las asociaciones locales (de barrio, juveniles, de mujeres...) es la condición sine qua non para la construcción de espacios democráticos ciudadanos de lucha contra el deterioro de unas relaciones humanas minadas por la miseria. Dicho de otro modo, es necesario dotar de medios a las acciones cívicas de solidaridad para que hagan frente a la creciente anomia, a la mutación individualista de los vínculos familiares, a la desaparición de los proyectos colectivos. Sin la restauración de la esperanza en la colectividad, en el destino de los pueblos y en la confianza de los estados, África y el Mediterráneo seguirán sufriendo durante mucho tiempo de una suerte adversa.

11. FAVORECER LA COMPLEMENTARIEDAD

Por parte del Norte, y en particular de Europa, el desarrollo de África y la entrada del entorno mediterráneo en un ciclo de crecimiento y estabilidad, pasa por enfocar de un modo distinto tres problemas fundamentales: las relaciones económicas con el Sur, la ayuda pública al desarrollo, la cuestión de la deuda.

Más allá del área de libre comercio, en el Mediterráneo urge orientarse hacia la constitución de un mercado común en dos sectores clave para el desarrollo del Sur: la agricultura y la industria textil.

La agricultura ocupa un lugar particularmente sensible: ¿cómo pueden los países situados al sur de Europa alcanzar unos equilibrios duraderos para sus sociedades y sus economías sin estimular activamente su agricultura, cuando este sector emplea al 35% de la población activa, proporciona medios de subsistencia y empleo, y constituye la mejor defensa contra la depauperación?'

El relanzamiento de la cooperación euromediterránea es crucial para la agricultura: por ello, la Unión Europea debe contribuir activamente incluyendo la prioridad de la agricultura en el programa MED y favoreciendo el desarrollo de un mercado regional entre los propios terceros países mediterráneos.

Otro sector en el cual la colaboración euromediterránea puede y debe desempeñar un papel clave es el de las infraestructuras: transportes, telecomunicaciones, energía, hidráulica. Su desarrollo determina la modernización del conjunto de los sistemas económicos del Sur, su capacidad para hacer frente a la competencia, para favorecer la integración Sur-Sur y para entrar junto con las economías europeas en una espiral de desarrollo común.

Las áreas de libre comercio deben, pues, reconvertirse progresivamen-

1. Cf. Chambre d'Agriculture, Dossier Europe-Méditerranée: I 'enjeu agricole, mayo de 2001, n.° 898.

te en «áreas de solidaridad reforzada» entre Europa y el Mediterráneo, Europa occidental y Europa del Este, África y Europa, etc., que se convertirían en un factor clave de transformación de las relaciones económicas internacionales. Constituirán un freno natural a la desregulación salvaje.

Pero para tener alguna posibilidad de éxito, estas medidas deben inscribirse en el marco de una política de cooperación internacional renovada, fundamentada en la revalorización de la ayuda al desarrollo y en la reconversión de la deuda en inversiones productivas.

Europa y el conjunto de los países desarrollados no conseguirán atajar la espiral del subdesarrollo en África si no

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revalorizan la ayuda pública al desarrollo. Sí las subvenciones otorgadas a los productores del Norte son veintiséis veces superiores a la ayuda pública al desarrollo,2 ¿cómo van a ser capaces las economías del Sur de competir con las del Norte y beneficiarse de la liberalización de los intercambios comerciales? Y como no son los inversores privados los que van a financiar esos sectores clave para el desarrollo que son las infraestructuras, la educación, la sanidad o la investiga-ción, debe emprenderse una acción de envergadura para aumentar la ayuda al desarrollo, tanto a nivel multilateral (internacional o europeo) como bilateral. También es necesario suscribir la demanda de la UNCTAD con respecto al destino de la ayuda: no debe estar vinculada a la devolución de la deuda.

Se han adoptado numerosas iniciativas de reducción de la deuda que no han sido lo suficientemente importantes como para ser eficaces. La primera se remonta a la cumbre del G7 de Toronto, en 1988. Se trataba de extraer la lección de la primera crisis de la deuda —la de México (1982)— previendo medidas de reducción de la misma. Los acuerdos de Toronto fueron seguidos por los de Ñapóles de 1994 y después por los de Lyon en 1996, a partir de los cuales se elaboró un programa de reducción de la deuda centrado en los países menos desarrollados. Este programa fue confirmado en la cumbre del G8 celebrada en Colonia en junio de 1999. A pesar de dar muestras de una intención positiva, sus efectos concretos siguen siendo limitados.3 Y, aunque la reducción debe beneficiar prioritariamente a los pro-

2. Cf. Informe de la UNCTAD, 2002.

3. Debe afectar a 41 países y hasta el momento-solo cuatro de ellos (Mozambique, Uganda, Tanzania y Colombia) han podido cumplir con todos los requisitos para poder beneficiarse del mismo. Aunque los promotores del programa hablaban de una condonación que podía llegar al 90 % de la deuda, la realidad no es tan brillante. Tanzania, después de haber aprovechado todas las posibilidades ofrecidas por el programa, verá su deuda (de 6.000 millones de dólares) reducida en un poco más del 50 %.

gramas de lucha contra la pobreza, todavía no constituye una auténtica oportunidad de desarrollo para estos países.

No hay más solución que ir hacia una condonación completa de la deuda y hacia su reconversión en inversiones productivas. Además, deben realizarse numerosos cambios en la propia gestión de la deuda y de los préstamos futuros. Es necesario crear una instancia internacional de arbitraje, que podría situarse bajo la égida de las Naciones Unidas, para solucionar de una manera justa y equitativa los casos de insolvencia y de corrupción. Los países pobres deben dejar de estar encerrados y a solas en un mano a mano desigual con sus acreedores. Es necesario salir del sistema del Club de París (que trata de la deuda bilateral)4 y abandonar unos requisitos, como el ajuste estructural, definidos por los acreedores y para los acreedores.

Europa debe dejar de creer que puede construir un espacio de prosperidad a la sombra de un Sur hundido en la anarquía y la miseria, pues, inevitablemente, sus consecuencias se dejarán sentir para todos. En realidad, a Europa le interesa que sus vecinos árabes y el continente africano se desarrollen, se enriquezcan, den trabajo a su población y participen en el siglo XXI en una civilización de progreso.

4. El 70% de todos los débitos bilaterales son con los acreedores del Club de París, y la mayoría son de créditos a la exportación. El Club de París es un órgano informal compuesto por diecinueve miembros permanentes que pertenecen a los países de la OCDE {La dette du tiers-monde et les diverses stratégies d 'allégement de la dette, documento de trabajo, Parlamento Europeo, serie Développement. DEBE 101 FR 03-2001, PE 296.709).

5. Por encima de la condonación, los préstamos a los países del sur del Mediterráneo y más en general los préstamos a los países en vías de desarrollo deberían ser acordados en función de diferentes criterios: limitación de las devoluciones en función de la capacidad exportadora; principio de corresponsabilidad entre acreedores y deudores con respecto al riesgo que comportan ciertas inversiones o a lo que algunos denominan «deuda odiosa», es decir, la deuda contraída por gobiernos no democráticos; pues, aunque se reconozca el principio de fidelidad al contrato, esta plantea la cuestión de por qué toda la población de un país debería ser responsable del comportamiento indebido de una de las partes, o incluso de las dos, en este contrato; financiación de proyectos o programas relativos a los gastos en sanidad, educación, asistencia social, ayuda en caso de catástrofes naturales... para los países pobres, cuya financiación debería realizarse a través de donativos; financiación de las infraestructuras, elementos fundamentales del desarrollo:

acceso y control del agua, caminos y carreteras, energía, telecomunicaciones; financiación de proyectos que crean ingresos (apoyo a las PYMES...).

La cuestión que, desde el punto de vista histórico, plantea el sistema mercantil mundial contemporáneo es la de la caracterización de su contenido, su forma y su dinámica global. Se trata de un imperio, pero de un imperio que no puede compararse con ningún otro, aunque muchos de sus rasgos nos suenen como ecos del pasado.

Conocemos la existencia de imperios sin imperialismo (China), imperialismos sin emperador (el Imperio británico), imperios militares imperialistas (Napoleón I), repúblicas imperiales (la Francia colonial): en todas estas formas históricas se da una cierta articulación entre fuerza y consentimiento, entre poder real y poder legal. Salvo en el caso, históricamente efímero, de las tiranías imperiales, todos los imperios encaman, por definición, cierta forma de universalidad y engendran, por lo tanto, un consentimiento que, dependiendo de su grado, es causa de su fuerza o de su debilidad. Dicho de otro modo, como toda forma de poder, para perdurar y extenderse, el sistema imperial mercantil debe beneficiarse de algún tipo de legitimidad.

La profunda originalidad del sistema imperial mercantil contemporáneo reside en el hecho de que su legitimidad es democrática, es decir, fundamentada en la «libre» competencia de múltiples capitales y en una oposición asumida entre clases y grupos sociales. Naturalmente, esta «libertad» está a su vez sometida a las limitaciones impuestas estructural-mente por las potencias financieras que dominan en el mundo. En esto, la naturaleza del sistema imperial mercantil no se diferencia de la del sistema democrático tradicionalmente existente en el Estado de derecho, que es la expresión de una democracia preestructurada por las relaciones de dominación en el ámbito económico.

La democracia imperialista ateniense descansaba en la competencia entre ciudadanos iguales, pero también estaba arraigada en la dominación absoluta de los esclavos, excluidos de la igualdad humana y afortiori ciudadana. La democracia moderna en el sistema imperial mercantil descansa en sujetos sociales legalmente libres y con los mismos derechos y deberes, aunque de hecho no lo sean. En ello radica su superioridad sobre todas las formas de regímenes precedentes; esta legalidad sustenta la soberanía en el ámbito nacional. El sistema mercantil mundialmente dominante se desarrolla sobre la base de esa soberanía: es democrático, aunque, en realidad, esté dominado por unas estructuras de poder económico oligopolísticas. Dicho de otro modo, las formas de dominación oligárquicas y aristocráticas, de élites y de clases, no anulan el hecho de que el sistema funciona sobre la base del respeto a la ley expresada soberanamente por los sujetos sociales. Este es uno de los rasgos determinantes del imperio mercantil moderno.

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Este sistema se despliega a través de dos dinámicas complementarias, aunque de desarrollo desigual: una dinámica intensiva, que tiende a someter todas las creaciones humanas, «sociales-históricas», según la expresión de Comelius Castoriadis, al imperativo de la mercancía. Por ejemplo, la batalla en tomo al AGCS (Acuerdo General sobre el Comercio de los Servicios) en el seno de la OMC afecta a unas actividades hasta ahora fuera de la mercantilización pero que el sistema mercantil quiere hoy someter a su imperio (sanidad, educación, pensiones).

Por otra parte, esa cristalización de las actividades humanas como valor mercantil (y, por ende, medible, comprable, vendible) va acompañada de una dinámica geográfica que se extiende a todo el planeta. Esta nueva situación es la que nos lleva a definir este sistema como «imperial». Mientras solo dominaba unas zonas específicas —aunque fuesen muy importantes— de la economía mundial, el capitalismo mundial no era un imperio. Sus límites eran tanto geográficos —países subdesarrollados, países llamados «socialistas»— como estructurales —articulación incompleta, en el propio seno de las sociedades desarrolladas, de los sectores capitalistas y de los sectores pre- o paracapitalistas—. Hoy el capitalismo ejerce su «imperio» (en el sentido etimológico de imperium, de poder absoluto) en todas partes. Reina de manera imperial sobre la totalidad del mundo. Todas las esferas de la actividad humana están penetradas por las relaciones sociales inherentes al capitalismo que, como hemos dicho, son mercantiles. El capitalismo como imperio mercantil no tiene limes propiamente dicho, aunque encuentra fuertes resistencias a su dinámica expansiva. Estas resistencias pueden ser sociales —sobre todo por parte de las clases y los grupos desintegrados por el capitalismo moderno (los que «no tienen acceso»)— o estatales-nacionales, cuando los estados, por razones de legitimidad se oponen a esta dinámica generalizada de mercantiliza-ción, como en el caso de la Suráfrica de Nelson Mándela, que rechazó el diktat de las multinacionales sobre la producción de medicamentos genéricos para combatir al sida, o el de Francia, que en el marco de la OMC opone la excepción cultural frente a la liberalización de los servicios. Estas resistencias también se encaman en los movimientos antiglobalización, que se oponen a la expansión del imperio de la mercancía.

La alternativa histórica a este sistema está lejos de verse con claridad. Siguiendo la senda de las grandes explicaciones de Femand Braudel e Immanuel Wallerstein, los historiadores podrán aprehender a la larga el significado de la preeminencia hasta ahora incuestionada del capitalismo globalizado. ¿Hemos entrado en una nueva «trend» histórica? ¿Se trata de ese proceso tan magníficamente analizado por Wallerstein de «sistema-mundo» iniciado en el siglo xvi, y que hoy se reconfígura sin cambiar realmente gracias a las profundas transformaciones de la ciencia, la tecnología, la cultura? ¿Estamos, como sugiere maliciosa y casi cruelmente Regís Debray, en el comienzo de una era imperial comparable a la que dio lugar al edicto de Caracalla?1 Pero ¿qué ciudadanía pedir? ¿O tal vez estemos en la de san Agustín, que escribía La ciudad de Dios mientras las llamas comenzaban a devorar Roma?

No es nuestra intención, ni nos compete, abordar en estas páginas cuestiones tan fundamentales, pero hay algo innegable y es que cualquier alternativa debe unir el realismo de las reformas estructurales a la radica-lidad de una contestación desde el punto de vista civilizador.

El realismo de las reformas de la estructura significa que el sistema imperial mercantil debe estar regulado, debe obedecer a unos mecanismos de control, estar sometido a unas normas de transparencia. Que las reformas deben definir universalmente los sectores de la actividad humana que no son mercantilizables: la satisfacción de las necesidades básicas (el agua, la educación, la sanidad); la protección del medio ambiente frente a la depredación mercantil; la libertad de circulación de los hombres. Que

1. En el año 212 d.C., el edicto de Caracalla amplió el derecho de ciudadanía romana a todos los hombres libres. Cf. Régis Debray, L 'Édit de Caracalla ou plaidoyer pour des États-Unis d'0ccident, Fayard, 2002.

deben establecerse unas autoridades nacionales, regionales y mundiales que definan un control regulado de los flujos de capitales y, sobre todo, su imposición en función de la solidaridad internacional.

Este realismo de las reformas estructurales no significa en absoluto renunciar al futuro. La desaparición de la esperanza utópica —comunista, socialista— frente al capitalismo triunfante no significa que sea imposible construir un mundo diferente y mejor que el sistema imperial contemporáneo. Hay que venir de un mundo sin una historia profunda para llegar a la conclusión de la existencia del «fin de la historia». Pero la alternativa al imperio de mercantílización generalizada debe evitar toda utopía y aferrarse a la realidad del mundo y a las exigencias de la historia. Puede que uno de los aspectos más positivos del sistema imperial mercantil contemporáneo sea que nos ha librado de esas huidas hacia adelante utópicas que tanto daño han hecho a la humanidad. La humanidad se enfrenta al desafío de lograr una civilización de la ciudadanía, una república universal (en el sentido del viejo proyecto kantiano) fundamentada en la igualdad en un mundo que tiende a retroceder a los estatutos de la Edad Media y en el que la cohesión social está minada por la oposición entre incluidos y excluidos. Al desafío de establecer no una «política de reconocimiento» de los derechos estrictamente privados, individuales, aunque estos no deben ser despreciados, sino una política de ciudadanía que sea una política de civilización.2

Este proyecto no puede separarse de la toma de conciencia de las relaciones de poder en el actual sistema mundial. Desde el final del último cuarto del siglo xx, el equilibrio de poderes se ha roto a escala mundial. Tras la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos en lugar de elegir el multí-lateralismo ha preferido la vía de un poder unilateral, solitario y violento. Se ha convertido, como hemos subrayado, en un imperialismo sin imperio. Se trata sin duda de una fórmula demasiado categórica, pero corresponde a la realidad del funcionamiento de las relaciones internacionales. Dotado de todos los poderes —y con absoluta capacidad de aniquilar toda la vida sobre la tierra gracias a su poderío atómico—, Estados Unidos es hoy la única potencia en el mundo que carece de contrapeso.

2. Cf. E. Morin, S. Nair, Une politique de civilisatíon, Arléa, 1997. [Hay trad. cat.:

Una política de civilització, Universitat Oberta de Catalunya, Proa, Barcelona, 1998.]

Pero también es una gran potencia por la excelencia que muestran en numerosos ámbitos. Su poder no proviene únicamente de su fuerza, procede también de su genio creador. Mundo de la libertad individual, de la innovación tecnológica, de la fusión de poblaciones, Estados Unidos nos da múltiples lecciones. Es un régimen político antiguo (doscientos años), pero una sociedad joven, en constante renovación y que nunca ha sufrido una invasión extranjera real, lo que explica un cierto mesianismo nacional. La juventud histórica de Estados Unidos constituye tanto su fuerza

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como su debilidad. Pues si, utilizando las simplistas declaraciones de Paúl Kagan, los «viejos» países de Europa son débiles y tienen tendencia a buscar el compromiso, Estados Unidos carece, por el contrario, de la inmensa experiencia en los ámbitos del derecho internacional, la cooperación multilateral, los encuentros entre culturas que constituye la fuerza incomparable de los países europeos, desde los más grandes hasta los más pequeños.

Los estadounidenses —dice Haroíd Meyerson, un observador estadounidense de las relaciones euroestadounidenses— deberían desear que, en esta época de integración mundial, no estemos en el umbral de un siglo estadounidense. Los europeos deberían hacer una pausa en su búsqueda de una Europa más perfecta para proyectar sus valores al mundo. Necesitamos a Europa para salvamos de nosotros mismos.3

Estados Unidos ha entrado en una espiral que no solo constituye una amenaza para el mundo, sino también para él mismo. Y Europa, consagrada únicamente al mercado liberalizado, olvida cada vez más el sentido de su propia diversidad.

No se puede restablecer la función reguladora del derecho internacional frente al estallido del poder estadounidense sin dotarse de medios. El Estado-nación sigue siendo el principal instrumento de defensa, muy por delante de las instituciones internacionales o de los movimientos sociales:

la resistencia de Francia, Alemania, Rusia y China frente a la violación de la legalidad internacional por parte de Estados Unidos en el caso de Iraq

3. Cf. Haroíd Meyerson, «The Clash ofCivilisations: in the battie between América and Europe, we had better hope that they prevalí», TheAmerican Prospect, vol. 14, n.° 4, 1 de abril de 2003.

es una clara muestra de ello. Además, el poderío estadounidense se afirma ante todo como el de una gran nación; si hay un lugar en el mundo en el que no se pierde el tiempo en estériles disquisiciones sobre la «crisis» o el «fin» del Estado-nación es precisamente Estados Unidos, donde de lo que se trata es de cómo «hacerse cargo» del mundo...

En Europa, el Estado-nación, aunque frenado por la construcción de un vasto mercado continental, sigue siendo el actor principal de la acción política. Tres grandes estados dominan con gran diferencia el conjunto de Europa: Alemania, Francia y Gran Bretaña. Cualquier compromiso institucional elaborado en el seno de la Unión Europea supone un acuerdo entre ellos. Frente a la dinámica de servidumbre engendrada por el imperio mercantil, el Estado-nación sigue siendo el único marco de expresión democrático de la voluntad popular. Es el garante de la soberanía ciudadana. Y en nombre de la soberanía expresada democráticamente puede oponerse a las pretensiones organizadoras del mercado (de la dictadura de los mercados financieros a las estrategias de deslocalización de las multinacionales). Los conjuntos regionales creados en los últimos veinte años expresan tanto un medio de adaptación al sistema imperial mercantil como una forma de resistencia frente a sus efectos disgregadores. Hay otros Estados-nación que son en sí conjuntos: China, India, Brasil, condenados a entrar en el sistema, tienen también la capacidad geopolítica, la posibilidad de negociar su inserción bajo condiciones particulares. El próximo medio siglo verá cómo estos países adquieren cada vez más influencia, aunque no puedan imponerse a los gigantes de la tríada imperial que son Estados Unidos, la Unión Europea y Japón.

Debido a su pasado, a sus valores, a la fuerza de sus movimientos sociales y a la importancia, aún fuerte, de la política en la vida ciudadana, la Unión Europea puede ser una alternativa a la voluntad de dominación total de Estados Unidos. Pero para ello debe aclarar sus alianzas, su contenido y su proyecto.

Aclaremos sus alianzas. Europa es la heredera más débil del conflicto que enfrentó al Este y el Oeste en el siglo xx. Si Rusia ha recuperado su identidad nacional tras el período soviético, Europa ha debido, por el contrario, inventarse una identidad que sus pueblos no han asumido y que se percibe como una abstracción quimérica frente a los problemas concretos que vive cada una de las naciones que la forman. Ante las pruebas definitivas de la historia, la Unión Europea se revela como lo que realmente es: una potencia económica aquejada de impotencia política. Solo podrá superar esta contradicción si consigue asumir a sus naciones como objeto de la historia y no solo como objetos del mercado imperial. En este sentido, debe afrontar unos problemas cuidadosamente ocultados por unas élites con frecuencia cegadas por su adhesión al sistema imperial, incluida su forma imperialista estadounidense. Estos problemas son ante todo iden-titarios: ¿cuáles son los posibles equilibrios, las alianzas, los proyectos comunes entre las naciones europeas? ¿No está Europa dividida estructuralmente entre aquellos que ven el futuro europeo en el continente europeo y los que quieren a toda costa la unión con el otro lado del Atlántico?4

Estas cuestiones, planteadas y no resueltas por los padres de Europa, siguen siendo de candente actualidad. La construcción del mercado europeo no las ha resuelto. El compromiso histórico entre la tradición democristia-na y la socialdemócrata, que ha hecho posible la creación del mercado europeo, ha supuesto un progresivo desvanecimiento (en la práctica, no en la mitología política que, a su modo, es una forma concreta de realidad política), del antagonismo derecha-izquierda, especialmente en el ámbito económico. Esta mutación ha provocado la emergencia de un antagonismo no «arcaico», sino muy moderno, entre los partidarios de una Europa de los Estados-nación y los de una Europa transnacional y federal. La relación con Estados Unidos está en el centro de este debate: insertarse en la estela del imperialismo estadounidense, o no, dividen por igual a la derecha y a la izquierda europeas. Es un debate recurrente, que no ha concluido.

También sigue abierta la cuestión del vínculo social. En la actualidad,

4. Véase la entrevista con el primer ministro británico Tony Blair publicada el 28 de abril de 2002 en el Fínancial Times, «Por una colaboración estratégica con Estados Unidos»: «No quiero que Europa se erija en rival de Estados Unidos. Pienso que eso sería peligroso y desestabilizador. [...] Creo que estamos ante un problema que habrá que resolver entre Estados Unidos y Europa y en el seno de Europa, y que afecta a la actitud de esta última frente a la Alianza transatlántica. [...] No deseo volver a ver una situación en la que Europa o Estados Unidos estimen que hay un enorme

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interés estratégico en juego y en la que no nos apoyemos mutuamente. [...] Algunos hacen mención a un supuesto mundo multipolar que comporta diferentes centros de poder rivales. Otros, entre los que yo me encuentro, creen que tenemos necesidad de una colaboración estratégica entre Europa y Estados Unidos. [...] Quienes temen el "unilateralismo" [...] de Estados Unidos deben entender que el medio más seguro para hacerlo realidad es que exista un polo que rivalice con él. [...] Evitar la principal alianza estratégica instalada en su puerta —es decir, Europa— sería para el país un acto de automutilación».

se admite sin demasiados problemas que con la ampliación a veinticinco países, y mañana a treinta, la cuestión del poder institucional se halla condicionada por las limitaciones de la situación: siendo veinticinco o más es imposible establecer todo tipo de federalismo. Por lo tanto, es prácticamente seguro que triunfará una Europa confederal, en el caso, nada seguro, de que la dotemos de instituciones eficaces. Pero la identidad política europea seguirá siendo objeto de debate, puesto que, también en este caso, se da una oposición entre la Europa anglosajona y la Europa europea, encamada en el enfrentamiento entre los defensores del modelo social europeo surgido de la Ilustración, igualitario y ciudadano, y los defensores del modelo anglosajón, heredero del individualismo posesivo inglés y de la cultura no igua-litaria estadounidense. El futuro de Europa depende de la forma en que se resuelva esta cuestión: o la integración sumisa al imperio mercantil bajo la hegemonía anglosajona, o la cultura solidaria heredada de la tradición de los movimientos sociales europeos (incluidos los británicos).

Esta alternativa revela también otra opción, inevitable en su día, que se puede formular a través de dos preguntas: ¿Europa puede existir sin una alianza estratégica con Rusia? ¿Hay una «casa común» europea y, si es así, qué significa? Evidentemente estas preguntas no pueden recibir respuestas tajantes. Dependen tanto de las relaciones históricas entre las naciones europeas occidentales y las del Este oriental como de la naturaleza de los vínculos económicos y sociales que las élites europeas mantienen con el resto del mundo, y muy especialmente con Estados Unidos. Históricamente, Rusia siempre ha formado parte (al menos desde el siglo xviu) del juego europeo y del equilibrio de poderes. Hasta la Rusia soviética, au-tocrática, despótico-burocrática, pertenece al área cultural occidental y, a su modo, también es heredera de la Ilustración europea. El comunismo no supone una ruptura con el ethos occidental, es más bien una versión exacerbada y, desde el punto de vista histórico, puede considerarse una radi-calización de lo que Hannah Arendt llamó el surgimiento de la «cuestión social» a partir de la Revolución francesa de 1789. Es un producto típicamente europeo, que se impuso en Rusia en las condiciones particulares del zarismo5 y que, durante sesenta años, hizo de este país una potencia

5. Y una de las razones de su fracaso, como genialmente percibió desde el principio Nicolás Berdiaeff, me haberse moldeado únicamente en las tradiciones mesiánicas rusas, con la exclusión de todo lo demás (cf. Les Sources et le sens du communisme russe, Ga-llimard, 1934, p. 10).

económica y tecnológica occidental. El fracaso del «socialismo» estalinis-ta es producto de la incompetencia inherente a todo sistema político que intenta impulsar autoritariamente el desarrollo económico sin crear al mismo tiempo las condiciones para el desarrollo de la libertad política y del Estado de derecho.

Sin embargo, en la actualidad Rusia parece haber salido de ese ciclo. No cabe duda de que el poder político que allí prevalece no es un modelo de parlamentarismo occidental; hay corrupción en todas las esferas de dirección y se dan todas las aberraciones de un poder en transición hacia la democracia. El poder económico va claramente hacia un capitalismo industrial y financiero cuya vocación es la inserción en el sistema imperial mercantil. Dada la conjunción de los medios de que dispone,6 Rusia se convertirá en uno de los principales polos del capitalismo a lo largo del siglo xxi.

No es concebible el desarrollo de la Europa mercantil sin una relación de complementariedad con el polo ruso. La razón política y el sentido de los intereses de Europa deberían conducir a un fortalecimiento de la asociación estratégica con Rusia, como, por otra parte, propone hoy la Unión Europea. La «casa común» no solo existe cuando hay una convergencia de intereses estratégicos sino, sobre todo, cuando se comparten unos valores comunes. Es innegable que por sus valores profundos Rusia pertenece a la casa europea, y que no puede ser expulsada del concierto europeo debido a su pasado estalinista; como tampoco lo ha sido la Alemania nazi, la Italia fascista o la España franquista. Por otra parte, es fácil entender por qué los partidarios de una Europa atlantista, sometida a Estados Unidos, quieren mantener a Rusia en cuarentena: es un enorme país, cuya fuerza pesará en las relaciones intereuropeas y supondrá profundizar en la Europa europea.

Por ahora, la mejor manera de favorecer la transición democrática en Rusia es intensificar la cooperación con este país en los ámbitos en que hay intereses comunes: infraestructuras, modernización bancaria, cooperación científica y técnica, aeronáutica, etc. Una gran estrategia de construcción de infraestructuras europeas encontrará en el mercado ruso un espacio de proyección positivo, portador de modernización. Y la Europa del Este también

6. Emmanuel Todd ofrece un análisis pertinente de esta cuestión en Después del imperio: ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano. Foca, 2003.

puede beneficiarse de ello. Hay que cerrar el paréntesis abierto en el siglo xx entre las tres Europas: la occidental, la central y la oriental. La unificación de Europa es condición necesaria para su independencia.

Frente al imperio mercantil, e incluso en su seno, Europa solo puede desempeñar un papel civilizador si, por encima de la cultura mercantil que rige hoy las relaciones entre las potencias, recupera su espíritu humanis-ta y universalista. El problema de fondo reside en si Europa puede contribuir al surgimiento de un derecho universal fundamentado en la diversidad del mundo. Para responder a este desafío, debe aplicarse a reducir las aporías del sistema actual de relaciones internacionales.

La política estadounidense pone en evidencia la ausencia de un derecho universal como instrumento de la Unión de las Naciones. Solo hay derecho cuando hay un mecanismo de expresión de ese derecho, ya sea por consentimiento o por el ejercicio de una fuerza legítima. Hoy salta a la vista el terrible estado en que se hallaba el derecho internacional durante todo el siglo xx: solo hubo un derecho porque, al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hubo un equilibrio del terror entre las dos superpotencias: Estados Unidos y la Unión Soviética. La desaparición de esta última muestra la cruel verdad contemporánea: en lugar de basar el derecho universal en la paz multilateral, Estados Unidos lo asienta sobre la fuerza unilateral.

Sabemos ya que la cuestión clave del siglo xxi es ¿cómo fundar una sociedad universal de iguales cuando, en el seno de

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un sistema-mundo no igualitario debido a su estructura imperial mercantil, hay una política de poderío unilateral que pretende radicalizar esa desigualdad existente? O dicho de otro modo: ¿cómo controlar a la superpotencia estadounidense que pretende erigirse en el lugar de formación de un derecho reducido exclusivamente a sus intereses? Una de dos: o consideramos que la humanidad ha entrado en un período de guerras inevitables, de caos y de destrucción de las poblaciones civiles, como sucedió en los siglos xix y xx cada vez que se rompió el equilibrio entre las potencias, o reaccionamos enérgicamente a la violencia unilateral estableciendo una red de instituciones y proclamando una serie de objetivos que fundamenten la primacía del derecho universal. La primera perspectiva conduce a la autodes-trucción y no puede formar parte del programa de una sociedad civilizada.

La segunda opción es inevitable y la única realista. Para ello se deben reformar las instituciones que generan hoy la política del poder.

En primer lugar se debe modernizar la ONU en dos sentidos: asegurar un poder real a la norma de la mayoría; es decir, conferir a la Asamblea General un auténtico poder de control sobre el Consejo de Seguridad. Podría pensarse en un mecanismo de confirmación de las decisiones de este último por la primera que permitiría fundamentar el derecho de veto (que se otorgaron las naciones más poderosas al finalizar la Segunda Guerra Mundial) en una legitimidad realmente mayoritaria de las naciones. El «regateo» que supondría semejante procedimiento tiene un coste político menor que el peligro de una actuación unilateral, con o sin la autorización del Consejo de Seguridad, como ha sucedido en el caso de Iraq, y se respetaría la democracia mundial. El Consejo de Seguridad debería además disponer de un auténtico poder de contención a nivel mundial de ejecución de sus decisiones, sin cedérselas a una nación en concreto. Dicho de otro modo, habría que dar vida a lo que, desde sus orígenes, preveía la Carta de la ONU, una fuerza militar permanente, dependiente de Naciones Unidas. Su función sería hacer respetar las decisiones de Naciones Unidas. Tanto en lo que respecta a la legitimación de las decisiones del Consejo de Seguridad (con independencia, por otra parte, de la necesidad de ampliarlo a las grandes potencias demográficas que son India, Brasil y tal vez Indonesia), como al establecimiento de una fuerza de contención internacional, es necesario defender una posición de principio, frente al realismo maquiavélico de las grandes potencias.

También la OMC debería ser sometida a ese derecho universal. Una política de civilización establecería la existencia de un «bien común universal» y la definición de los medios para satisfacer las necesidades humanas —por ejemplo, los excelentes criterios articulados por el PNUD sobre el concepto de Índice de desarrollo humano— como muestra del poder de la comunidad de las naciones. Nada obliga a aceptar, como si fuese una ley natural, la autonomía del mercado frente a la voluntad de una comunidad mundial de destino libremente aceptada. También en este caso hay una desigualdad inaceptable entre el mundo desarrollado y el mundo pobre. Henry Kissinger, defensor incondicional de la superpotencia estadounidense y de la visión mercantil como modo de ser antropológico del mundo, reconoce esta desigualdad con toda franqueza, y la condena: «Las democracias —dice— en las que la economía liberal está sólidamente implantada no están dispuestas a tolerar unos sufrimientos ilimitados en nombre del mercado y han tomado las medidas necesarias para crear una red de protección y controlar los excesos mediante la regulación. El sistema financiero internacional aún no posee este tipo de cortafuegos».7 Dicho de otro modo, hay que protegerse de los efectos de un mercado totalmente liberalizado si se quiere mantener la cohesión social.

En las décadas de 1980 y 1990, las fuerzas conservadoras y liberales («derecha e izquierda») se unieron sorprendentemente en la alabanza del mercado como forma y base del vínculo social. A esta apología simplista se oponen la solidaridad social y la necesaria accesibilidad a los bienes básicos de todos los seres humanos, con independencia de los mecanismos de selección del mercado.

El FMI y el Banco Mundial deberían también convertirse en organismos auténticamente multilaterales que garantizasen la regulación estructural del sistema económico mundial. Estos organismos deben ser reformados en nombre de una concepción pública, colectiva, del desarrollo humano. El sistema imperial mercantil se enfrenta tanto a los efectos de la desigualdad que engendra como al excepcional crecimiento demográfico que modificará profundamente la faz de la humanidad en este siglo xxi.

La intensidad de este crecimiento demográfico genera una inestabilidad sistémica mundial a la que ninguna sociedad podrá resistirse. A comienzos del siglo xx, la población mundial se elevaba a 1.500 millones de habitantes; alcanzó los 3.000 millones en 1960, es decir, se duplicó en poco más de medio siglo; en 1999, gira en tomo a los 6.000 millones, o sea, cuatro veces más que a comienzos de siglo. Pero lo más importante es que durante los diez últimos años del siglo xx, la población mundial aumentó aproximadamente en 1.000 millones de seres humanos. Se trata de una evolución sorprendente por su rapidez y por los problemas planetarios que plantea. La distribución humana va a cambiar el tejido etnocul-tural de continentes enteros. Europa inevitablemente se «brasileñizará» y se enriquecerá con aportaciones culturales enormemente variadas. Y esto no sucederá sin exacerbaciones identitarias.

El sistema democrático europeo sufrirá en sus carnes esta prueba demográfica. En 1960, Europa representaba el 20% de la población mundial y África únicamente el 9 %, en un contexto de relativa estabilidad de los

7. Cf. Henry Kissinger, La Nouvelle puissance américaine, p. 242.

desplazamientos de población; en 2050, África representará el 20% de la población mundial y Europa únicamente el 7 % en un contexto de desestabilización y de desplazamientos anárquicos de las poblaciones. La Europa desarrollada deberá hacer frente a este problema con respecto a África y a Asia; Estados Unidos ya se encuentra ante este desafío con respecto a América Latina y a Asia. Todos sabemos hoy que la fricción más violenta entre el gobierno estadounidense y el mexicano es la relacionada con el problema no resuelto (y tal vez irresoluble en el contexto imperial mercantil) de la libre circulación de los trabajadores mexicanos. Esta cuestión condiciona crecientemente las relaciones entre los países desarrollados y los países pobres. La libertad de circulación, aceptada como principio básico de los derechos humanos por la ONU, solo está en vigor entre los países ricos. De ahí esos flujos de población anárquicos, que obedecen bien al «sálvese quien pueda» de las poblaciones de los países pobres, bien a las necesidades de mano de obra de los países ricos (que favorecen, contra sus propias leyes, la inmigración más o menos legal de los ejecutivos y técnicos formados en los países pobres y por los países pobres).

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Un sistema mundial basado en el acceso a los recursos básicos, mediante una ley de defensa de un «bien común universal»; una concepción realista, democrática y solidaria de la libertad de circulación; una protección eficaz de los derechos humanos en el marco de una legalidad internacional real y basada en el respeto a la soberanía de las naciones (y, en su caso, en la sanción a las naciones por una autoridad internacional democrática y legítima), son las condiciones mínimas para una política de civilización frente al imperio mercantil y sus paroxismos agresivos. Esta política no es solo un deber, es una necesidad sin la cual la violencia y la sangre dominarán el mundo. El imperio mercantil universal y el imperialismo que en su seno quiere dominar a todos los pueblos no son el «horizonte insuperable» de nuestro tiempo. Frente a ellos están el pluralismo y la diversidad del mundo; en una palabra: la civilización.

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