Rilke, Rainer Maria - [ES] El rey Bohusch y otros cuentos (AmbrosÃa)

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rilke, Rainer Maria

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  • ndice

    Annuchka

    El fantasma

    La risa de Pn Mraz

    Ta Babette

    Kismet

    Primavera sagrada

    La fuga

  • El rey Bohusch y otros cuentos

    Rainer Maria Rilke

  • Edicin digital

    Construccin y diseo a cargo de Libronauta

    2003 by Ambrosa Coleccin: Clsicos literatura alemana Per 267 C1067AAE-Buenos Aires, Argentina Queda hecho el depsito de Ley 11.723 I.S.S.N. 1668-0790

    Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida sin la autorizacin por escri-to de Libronauta Argentina S.A., la reproduccin total o par-cial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento in-cluidos la reprografa y el tratamiento informtico.

  • Annuchka

    Aquel verano, la seora Blaha, esposa de un pe-

    queo funcionario del ferrocarril de Turnan, Wen-

    ceslas Blaha, fue a pasar algunas semanas en su pue-

    blo natal. Era un burgo asaz pobre y banal, situado en

    la llanura pantanosa de Bohemia, en la regin de

    Nimburg. Cuando la seora Blaha, que a pesar de

    todo sentase an en cierta medida citadina, volvi a

    ver todas esas casitas miserables, creyse capaz de una

    accin caritativa. Entr en casa de una campesina que

    conoca y saba que tena una hija, para proponerle

    llevarse a la muchacha a su morada en la ciudad, y

    tomarla a su servicio. Le pagara un modesto salario

    y, adems, la muchacha gozara de la ventaja de estar

    en la ciudad y de aprender all muchas cosas. (La se-

    ora Blaha misma no se daba cuenta muy bien de lo

    que la joven deba aprender all). La campesina dis-

    cuti la proposicin con su marido, quien no cesaba

    de fruncir las cejas y que, para comenzar, se limit a

  • 6 / Mara Rilke Rainer

    escupir delante de l a guisa de respuesta. Pregunt

    por fin:

    Di, pues, es que la dama sabe que Ana es un

    poco...?

    Diciendo esto, agit su mano morena y rugosa

    ante su frente con una hoja de castao.

    Imbcil respondi la campesina. No iremos

    sin embargo a...

    As es como Ana fue a la casa de los Blaha. Es-

    taba all frecuentemente sola durante todo el da. Su

    amo, Wenseslas Blaha, est en su oficina, su ama

    haca jornadas de costura afuera, y no haba nios.

    Ana estaba sentada en la pequea cocina oscura, cuya

    ventana se abra sobre el patio y aguardaba la llegada

    del organillo.

    Suceda cada tarde antes del crepsculo. Se in-

    clinaba entonces lo ms afuera posible por la pequea

    ventana y, en tanto el viento agitaba sus cabellos cla-

    ros, ella danzaba interiormente hasta el vrtigo y has-

    ta que los muros altos y sucios parecan balancearse

    uno frente al otro. Cuando comenzaba a empavore-

  • 7 / El rey Bohusch y otros cuentos

    cerse, recorra toda la casa, descenda la escalera som-

    bra y desaseada hasta los despachos ahumados donde

    algn hombre cantaba en los comienzos de una bo-

    rrachera. Por el camino, encontraba siempre a los ni-

    os que vagabundeaban durante horas enteras en el

    patio, sin que sus padres advirtieran la ausencia de

    cada uno de ellos y, cosa extraa, los nios le pedan

    siempre que les contara historias.

    A veces hasta la seguan a la cocina. Ana se sen-

    taba entonces junto al horno, ocultaba su cara vaca y

    plida entre sus manos y deca: Reflexionar. Y los

    nios aguardaban con paciencia un rato.

    Pero como Annuchka continuaba reflexionan-

    do hasta que el silencio en la cocina oscura les causa-

    ba miedo, los nios escapaban y no vean que la mu-

    chacha se pona a llorar, con una quejumbrosa dulzu-

    ra, y que la melancola la tornaba menuda y

    lastimosa. Qu recordaba?

    No se hubiera podido decirlo. Quizs hasta los

    golpes que recibi all lejos. Con frecuencia no saba

    qu cosa indefinida que haba existido un da, a me-

  • 8 / Mara Rilke Rainer

    nos que slo la hubiera soado. A fuerza de reflexio-

    nar cada vez que los nios la invitaban a ello, lo re-

    cordaba poco a poco. Al principio era rojo, rojo, des-

    pus haba una muchedumbre. Y luego una campana,

    un fuerte sonar de campana, y enseguida: un Rey, un

    campesino y una torre. Y ellos hablan:

    Querido Rey, dice el campesino. . . S, dice

    entonces el Rey con una voz muy altiva. Lo s. Y

    en efecto, cmo un Rey no sabra todo lo que un

    campesino puede tener que decirle?

    Algn tiempo despus, la mujer llev a la mu-

    chacha a hacer compras. Como se aproximaba Navi-

    dad y era el anochecer, las vidrieras estaban muy bien

    iluminadas y guarnecidas de abundantes cosas. En un

    almacn de juguetes Ana vio de pronto su recuerdo:

    El Rey, el campesino, la torre. . . Oh! y su corazn

    lati ms fuerte que el ruido de sus pasos. Pero apart

    ligero los ojos y, sin detenerse, continu siguiendo a

    la seora Blaha. Tena el sentimiento de que no deba

    ya traicionar nada. Y el teatro de muecas qued

    atrs de ellas, como si no lo hubieran advertido. En

  • 9 / El rey Bohusch y otros cuentos

    efecto, la seora Blaha, que no tena hijos, ni an lo

    haba visto.

    Un poco ms tarde, Ana tuvo su da de salida.

    No regres al anochecer. Un hombre que ya haba

    encontrado abajo, en el caf, la acompa, y ella no

    se acordaba ms exactamente adonde la haba llevado.

    Le pareca que haba estado ausente durante un ao

    entero. Cuando, fatigada, volvi a encontrarse en su

    cocina en la maana del lunes, esta le pareci an

    ms fra y ms gris que de costumbre. Aquel da

    rompi una sopera, lo que le vali violentas repri-

    mendas. Su ama ni siquiera advirti que no haba re-

    gresado por la noche. Con el tiempo, hacia el nuevo

    ao, durmi afuera todava durante tres noches. Lue-

    go ces de pronto de pasearse a travs de la casa, cerr

    temerosamente la vivienda y dej de aparecer en la

    ventana aun cuando tocase el organillo.

    As se desliz el invierno y comenz una plida

    y tmida primavera.

    Es una estacin muy particular en los patios in-

    teriores. Las moradas estn negras y hmedas, pero el

  • 10 / Mara Rilke Rainer

    aire es luminoso como lino frecuentemente lavado.

    Las ventanas mal limpiadas arrojan reflejos tembloro-

    sas y ligeros copos de polvo danzan en el viento, des-

    cendiendo a lo largo de los pisos. Se escuchan los rui-

    dos de la casa entera, las cacerolas resuenan de un mo-

    do distinto, su sonido es ms claro, ms penetrante, y

    los cuchillos y cucharas hacen un ruido diferente.

    Por aquel tiempo, Annuchka tuvo un nio. Fue

    para ella una gran sorpresa. Despus de sentirse duran-

    te largas semanas densa y pesada, aquello escap de

    ella una buena maana y fue en el mundo, venido

    Dios sabe de donde. Era domingo y an dorman en

    la casa. Contempl un instante la criatura sin que su

    rostro se alterase en lo ms mnimo. Apenas si se mo-

    va, pero de pronto una voz aguda brot de su pe-

    queo pecho. En ese mismo momento llam la seo-

    ra Blaha y los resortes del lecho crujieron en el dor-

    mitorio. Annuchka cogi entonces su delantal azul

    que estaba todava tirado sobre la cama, at sus cintas

    alrededor del pequeo cuello y deposit el paquete en

  • 11 / El rey Bohusch y otros cuentos

    el fondo de su maleta. Enseguida pas a las habita-

    ciones, abri las cortinas y se puso a preparar el caf.

    Uno de los das que siguieron, Annuchka hizo

    la cuenta de los salarios que haba recibido hasta en-

    tonces. Eran quince florines.

    Cerr de inmediato su puerta, abri la maleta y

    puso el delantal azul, que estaba pesado e inmvil,

    sobre la mesa de la cocina. Lo desanud lentamente,

    contempl la criatura, la midi desde los pies hasta la

    cabeza con ayuda de un centmetro. Enseguida volvi

    a poner todo en orden y se fue a la ciudad. Pero qu

    lstima! el Rey, el paisano y la torre eran mucho ms

    pequeos. Se los trajo sin embargo y, con ellos, otros

    muecos ms. A saber: una princesa con rojos y re-

    dondos lunares en sus mejillas, un viejo que llevaba

    una cruz sobre el pecho y que se asemejaba a San Ni-

    cols a causa de su gran barba, y dos o tres ms, me-

    nos bellos y menos importantes. Adems, un teatro

    cuyo teln suba y bajaba a voluntad, descubriendo o

    disimulando el jardn que constitua el decorado.

  • 12 / Mara Rilke Rainer

    Annuchka tena por fin en qu ocuparse duran-

    te sus horas de soledad. Qu se haba hecho de su

    nostalgia? Levant ese maravilloso teatro (haba cos-

    tado doce florines) y se puso detrs, como correspon-

    de. Pero a veces, cuando el teln estaba alzado, corra

    delante del teatro y miraba los jardines, y entonces la

    cocina gris desapareca detrs de los grandes rboles

    magnficos. Luego retrocedan algunos pasos, tomaba

    dos o tres muecas y las haca hablar segn ella lo en-

    tenda. Nunca era una pieza verdadera; las muecas

    se hablaban y se respondan; tambin ocurra a veces

    que dos muecas, como espantadas, se inclinasen s-

    bitamente una delante de la otra. O bien todas hacan

    una reverencia al anciano que no poda doblarse,

    porque era enteramente de madera. Por esto es que la

    emocin en esas ocasiones la haca caer de espaldas.

    El rumor de los juegos a los cuales jugaba An-

    nuchka corri entre los nios. Y bien pronto las cria-

    turas del vecindario, prudentes al principio, despus

    ms y ms confiados, aparecieron en la cocina de los

    Blaha, parados en los rincones cuando la noche co-

  • 13 / El rey Bohusch y otros cuentos

    menzaba a caer y sin perder de vista los bellos mue-

    cos que repetan siempre las mismas cosas.

    Un da Annuchka dijo, con las mejillas enro-

    jecidas:

    Tengo todava una mueca mucho ms grande.

    Los nios temblaban de impaciencia. Pero An-

    nuchka pareca haber olvidado lo que acababa de de-

    cir. Dispuso todos sus personajes en el jardn, apo-

    yando contra los bastidores las muecas que no pod-

    an sostenerse por s mismas de pie. En esa ocasin

    apareci una suerte de arlequn de gran cara redonda

    que los nios no recordaban haber visto nunca. Pero

    su curiosidad se sinti picada ms an por todo ese

    esplendor y suplicaron que les mostrara la muy

    grande! Tan slo una vez la muy grande! Tan slo

    por un momento la muy grande! Annuchka volvi

    junto a su maleta. La noche caa. Los nios y las mu-

    ecas estaban de pie, frente a rente, silenciosos y casi

    parecidos. Pero desde los ojos muy abiertos del arle-

    qun, que pareca aguardar algn espectculo espan-

  • 14 / Mara Rilke Rainer

    toso, se expandi de pronto un miedo tal sobre los

    nios que, exhalando gritos, huyeron sin excepcin.

    Llevando un gran objeto azulado en sus manos,

    reapareci Annuchka. De sbito sus manos se pusie-

    ron a temblar. La cocina, abandonada por los nios,

    estaba extraamente vaca y silenciosa.

    Annuchka no tena miedo. Se ri suavemente y

    derrib el teatro de un puntapi, despus pisote y

    rompi las delgadas tablitas que haban figurado el

    jardn. Y enseguida, cuando la cocina estuvo sumer-

    gida en la noche, dio una vuelta por ella y parti el

    crneo a todas las muecas, incluso la grande azul.

  • El fantasma

    El conde Pablo pasaba por irritable. Cuando la

    muerte le arrebat prematuramente su joven esposa,

    lo arroj todo tras ella: sus propiedades, su dinero y

    hasta sus queridas. Serva entonces en los dragones de

    Windischgrtz.

    El barn Stowitz le dijo un da:

    Posees la boca de la difunta condesa.

    Esas palabras conmovieron al viudo. Desde en-

    tonces, tena siempre un vaso de vino al alcance de la

    mano. Parecale que era el slo medio que tena de

    ver esa boca amada llegando constantemente a su en-

    cuentro. El hecho es que dos aos ms tarde ya no le

    quedaba ni un cobre.

    Sin embargo, cuando un da nos encontra-

    mos, por azar, en la vecindad de uno de los domi-

    nios de familia de Felderode, el conde nos invit a

    acompaarlo.

  • 16 / Mara Rilke Rainer

    Es necesario que os muestre el lugar de mi di-

    cha declar y, volvindose hacia las damas: El sitio

    donde se ha deslizado mi infancia.

    Un lindo atardecer de agosto llegamos en gran

    nmero a Gran-Rohozec. El buen humor del conde

    nos haba demorado. Estaba chispeante de espritu.

    Nos sentamos encantados los unos con los otros y no

    adelantbamos. Al fin decidimos, pues la hora de las

    visitas haba pasado, ir al castillo recin al da siguien-

    te y asistir a la puesta del sol desde lo alto de la ruina.

    Mi ruina! exclam el conde, y pareca envol-

    ver su esbelta silueta en esas viejas murallas como en

    una capa de oficial. Tuvimos la sorpresa de descubrir

    all arriba un pequeo albergue, y nuestro humor se

    puso ms alegre an.

    Estoy apegado a esas viejas piedras con todas

    mis fibras proclam el conde Pablo, yendo y vinien-

    do detrs de las almenas del torren.

    Te han anunciado para maana nuestra visita

    a all abajo?

    Y una voz de mujer inquiri:

  • 17 / El rey Bohusch y otros cuentos

    A quin pertenece ahora Gran-Rohozec?

    El conde hubiera hecho, de buen grado, odos

    sordos:

    Oh, un excelente joven!... Financista, natu-

    ralmente... Cnsul, o no s qu.

    Casado? pregunt otra voz de mujer.

    No, provisoriamente acompaado por su ma-

    dre respondi el conde riendo.

    Despus encontr excelente vino, encantadora

    la compaa, regia la tertulia, y grandiosa su idea de

    venir aqu. Entre tiempo, cant romanzas italianas,

    no sin pathos, y danzas campesinas ejercitndose en

    hacer los saltos necesarios.

    Cuando al fin ces de cantar, juzgu bueno dar

    la seal de partida.

    Pretextamos fatiga, lo comprometimos a que-

    darse una corta hora ms en su ruina y en cuanto a

    nosotros bajamos al albergue del pueblo.

    Nuestro camino pasaba delante del castillo que,

    aquella noche, desafiaba la oscuridad por todas sus

    ventanas. El cnsul ofreca justamente una recepcin.

  • 18 / Mara Rilke Rainer

    Era casi media noche cuando los ltimos ca-

    rruajes abandonaron el parque. La madre del cnsul

    apagaba las candelas en el vestbulo entreabierto. Ca-

    da nuevo pao de oscuridad pareca formar cuerpo

    con ella. Ella se tornaba de ms en ms informe a

    medida que desabotonaba su vestido de raso de talle

    demasiado estrecho.

    Pareca ser la oscuridad misma, que no tardara

    en colmar el castillo por entero.

    Tambin el hijo iba y vena, puntiagudo y an-

    guloso como un torpedo; se hubiera dicho que bus-

    caba retener a su madre al borde de las tinieblas. En

    realidad se mova a causa de la frescura. La madre y el

    hijo se cruzaban muy a menudo delante del fastuoso

    espejo que tena prisa por arrojar aquella madeja de

    pliegues y de miembros. Estaba halagado por las im-

    genes que haba reflejado esa noche: dos condes, un

    barn, numerosas damas y seores muy presentables.

    Y ahora queran que se aviniera a ese cnsul negro y

    enclenque?

  • 19 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Indignado, el espejo mostraba al nuevo caste-

    llano su propio rostro.

    Era una figura asaz mezquina. Sin embargo el

    interesado la juzgaba muy nueva e intacta.

    Entre tanto, tambin la madre haba callado.

    Estaba como encogida en un rincn de la pieza, y s-

    lo al cabo de algunos instantes el cnsul se explic el

    entrechocarse que emanaba de ella.

    Mais laissez donc, les domestiques. . . exclam

    l, en francs, de pie ante el espejo, cuando hubo

    comprendido.

    Luego se olvid y tradujo l mismo:

    Qu van a pensar las gentes? Deja pues eso,

    mam! Vete a acostar, llamar a Federico.

    Esta ltima amenaza tuvo un efecto decisivo.

    Era una suerte haber conservado al antiguo mayor-

    domo del conde. Si no, cmo se hubiera logrado or-

    ganizar esa comida. Nunca se saba qu vestidos se

    deba poner, y haban tantos otros problemas del

    mismo gnero.

  • 20 / Mara Rilke Rainer

    En todo caso algo era cierto, en ese momento:

    no debe contarse por s misma la platera, verdad?

    De modo que deja eso, mam, te lo ruego.

    La opulenta matrona en raso negro se retir. En

    el fondo, despreciaba un poco a su Len. Por qu no

    haba adquirido un ttulo ms reluciente y cuyo brillo

    se reflejara tambin sobre ella? Cnsul! Y yo?se

    deca. Era vergonzoso. Sin embargo se retir.

    Len descuid vigilar sus manos y las encontr

    de pronto ocupadas en manipular cucharas de plata.

    25, 28, 29, contaba, como si hubiera recitado ver-

    sos. Oy de sbito un grito penetrante. Qu es lo

    que pasa? exclam, con grosera, como si estuviera

    detrs de un mostrador de mercader.

    30, 32, contaba maquinalmente.

    No habiendo recibido ninguna respuesta, com-

    prendi que slo podra contar hasta la tercera doce-

    na y, rechazando la 35, atraves corriendo el saln

    amarillo, el saln de juegos y el saln verde.

    Ante la puerta acristalada que se abra sobre el

    dormitorio de su madre, estaba desplomada una for-

  • 21 / El rey Bohusch y otros cuentos

    ma negra. Era ella, la mujer sin ttulo. Gema. Intent

    primero reanimarla; pero de pronto renunci a esa ten-

    tativa y, espantado, mir a travs de los cristales de la

    puerta. Como luchando contra la penumbra, una alta y

    blanca forma se adelantaba tanteando a lo largo de la

    pared, se inclinaba, se hunda en las tinieblas, luego re-

    apareca, imprecisa como un enorme fuego fatuo.

    Len comprendi, no por un razonamiento, si-

    no por el miedo que experiment, que aquello era

    aparentemente algn difunto y lejano abuelo de los

    Felderode; despus pens que ese hecho sin prece-

    dentes era particularmente peligroso porque no se

    haba borrado el escudo de armas condal del techo ni

    de las sillas. Ese fantasma no poda, pues, sospechar

    que el castillo haba sido vendido. De ello se seguiran

    complicaciones interminables. A pesar de la rareza del

    acontecimiento, el cnsul olvid durante algunos ins-

    tantes su propia situacin y examin todas las posibi-

    lidades. Una aparicin diablica, tal fue su conclu-

    sin. Lo que dura un segundo pens en precipitarse

    en la capilla del castillo, pero advirti que era dema-

  • 22 / Mara Rilke Rainer

    siado novicio y muy inexperto en las cosas del cris-

    tianismo para mostrarse a la altura de una situacin

    tan difcil.

    En el mismo instante en que recibi a su pobre

    madre entre sus brazos, la decoracin cambi en el

    interior de la pieza. Se oy pronunciar una suerte de

    violenta frmula mgica y de inmediato la buja ardi

    sobre la mesa de noche. El fantasma se tendi en el

    lecho y pareci materializarse estrepitosamente, por-

    que sus gestos se tornaban ms y ms humanos y ms

    comprensibles. Len se sinti de repente tentado de

    estallar en una gran risa y se descubri agudeza.

    He aqu otra de esas virtudes aristocrticas!

    Cuando nosotros nos morimos, estamos bien muer-

    tos. Pero esas gentes hacen como si nada hubiera pa-

    sado, todava cinco siglos ms tarde.

    Lleg hasta demostrar maldad:

    Naturalmente, antao esos seores slo eran

    vivos a medias; ahora son slo muertos a medias...

    Juzg esta observacin tan notable que quiso

    con fines tiles comunicarla a su madre. Esta recobr

  • 23 / El rey Bohusch y otros cuentos

    el sentido al tiempo preciso para ver al fantasma sacar

    las sbanas de noche de debajo de la almohada y arro-

    jarlas a lo lejos, como al mar. Estuvo a punto de des-

    vanecerse otra vez, pero su sentido moral gan terre-

    no y exclam: Qu individuo grosero! Friedrich,

    Johanna, August!

    Luego asi a su hijo por el brazo, hacindole

    atragantar su buen humor, y lo apremi:

    Ve ah, Len, agarra la pistola y ve ah!

    Len sinti doblrseles las rodillas.

    Enseguidagimi con una voz seca, empu-

    jando con las dos manos la puerta que cedi. Pero

    una mano se alz del lecho, como en un gesto de ad-

    vertencia, se elev, se cerni y volvi a caer sobre la

    candela que muri humildemente.

    En el mismo instante, el viejo Federico apareci

    en el umbral del saln verde. Llevaba ante s un pesa-

    do candelabro de plata y permaneci en una posicin

    de espera absolutamente inmvil tanto tiempo como

    la madre del cnsul continu rugiendo:

  • 24 / Mara Rilke Rainer

    Qu individuo grosero! Qu individuo

    grosero!

    En cambio, Len demostr oportunidad y co-

    raje. Se expres ms claramente:

    Un extrao, Federico, un ladrn sin duda, se

    esconde en la habitacin de la seora. Ve ah, Fede-

    rico! Vuelve a poner orden ah adentro llama gentes.

    Yo no puedo...

    El viejo mayordomo se dirigi prestamente

    hacia la habitacin hundida en la sombra. March,

    por as decirlo, en pos de las ltimas palabras del cn-

    sul. Los otros le siguieron con los ojos, ansiosos e im-

    pacientes.

    Federico asi el cobertor del lecho e ilumin

    con un gesto brusco el rostro del hombre tendido.

    Sus movimientos eran tan enrgicos que Len se sin-

    ti capaz de herosmo y grit con una voz estridente:

    Echa eso afuera... ese miserable... ese holga-

    zn... Trataba de excusarse a los ojos de su madre

    con su clera.

  • 25 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Pero Federico estuvo de pronto ante l, rgido y

    severo como un tribunal. Tena puesto un dedo aten-

    to sobre sus labios discretos.

    Con ese gesto expuls suavemente a su amo del

    dormitorio, volvi a cerrar con cuidado la puerta

    acristalada, hizo caer la mampara, y apag despacio-

    samente las cuatro bujas del candelabro, una tras

    otra. La madre y el hijo acompaaban todos sus ges-

    tos con mudas interrogaciones.

    Entonces el viejo servidor se inclin respetuo-

    samente ante su amo y anunci, como se anuncia una

    visita:

    Su Excelencia el conde Pablo Felderode, co-

    mandante de caballera retirado.

    El cnsul quiso hablar, pero le falt la voz. Se

    pas varias veces el pauelo por la frente. No se atre-

    va a mirar a su madre. Pero sinti de pronto que la

    anciana le tomaba la mano y la retena dulcemente en

    la suya. Esa pequea ternura lo conmovi. Ella una a

    esos dos seres y los elevaba por encima de la vida co-

  • 26 / Mara Rilke Rainer

    tidiana, hacindolos participar un instante del destino

    de todos aquellos que estn sin hogar.

    Federico se inclin otra vez, ms profundamen-

    te que antes, y dijo:

    Puedo hacer aprestar las habitaciones de los

    amigos?

    Enseguida apag la luz en el saln verde y si-

    gui a sus amos caminando sobre la punta de los pies.

  • La risa de Pn Mraz

    La historia de Pn Vclav Mrz exige este com-

    plemento:

    No ha sido posible establecer a qu ocupacin

    se dedic el seor Mrz hasta sus cuarenta aos de

    edad. Por otra parte es indiferente. En todo caso no

    haba derrochado el dinero, porque a dicha edad

    haba comprado el castillo y la propiedad de Vesin

    con todas sus dependencias a su propietario, el con-

    de de Bubna-Bubna, que estaba endeudado hasta el

    pescuezo.

    Las viejas doncellas que acogieron al nuevo cas-

    tellano con blancos vestidos de muchacha ante la por-

    tada del castillo, no os dirn que esto ocurri hace

    veinte aos. Pero ellas recuerdan, como si el aconte-

    cimiento fuera ayer, que Pn Mrz escupi delante de

    l cuando se le tendi una gran garba de rosas corta-

    das en el jardn del presbiterio. Por otra parte fue por

    casualidad y sin malicia.

  • 28 / Mara Rilke Rainer

    Al da siguiente, el nuevo amo recorri todas las

    piezas del antiguo castillo. No se detuvo en ninguna

    parte. Slo una vez se qued parado durante algunos

    momentos ante un rgido y solemne silln imperio y

    se ech a rer. Esos pequeos veladores de patas re-

    torcidas, esas presumidas chimeneas con sus relojes

    detenidos y esos cuadros llenos de sombras, todo

    aquello pareca divertir mucho al seor Mrz, en tan-

    to alargaba el paso delante del sofocado intendente.

    Pero el saln gris de plata, baado de una luz

    descolorida, alter su humor. Los vidos espejos que

    aguardaban desde haca tiempo un visitante se arroja-

    ron el uno al otro la cabeza roja del seor Mrz, co-

    mo una manzana gigantesca y excesivamente madura,

    hasta que Pn Vclav sali golpeando la puerta de

    clera y dio orden de clausurar para siempre ese edifi-

    cio con sus muebles ridculos y sus habitaciones.

    As se hizo.

    El seor Mrz ocup el antiguo departamento

    del intendente, amueblado con sillas macizas y anchas

    mesas lisas. All se le puso asimismo el lecho doble de

  • 29 / El rey Bohusch y otros cuentos

    encina. Durante algn tiempo Pn Mrz se acost

    solo entre las grandes sbanas; pero una noche se mo-

    vi hacia la derecha del lecho e hizo sitio a la honora-

    ble Alosa Mrz, Hanus por nacimiento.

    He aqu como sucedi la cosa: Todo el mundo

    sabe que las amas os roban; es por esto que es bueno

    tener una esposa valiente y vigilante. Y Alosa Hanus

    posea, al parecer, las cualidades necesarias. Adems, un

    castillo necesita un heredero. Ahora bien, el inventario

    no lo inclua. Por consiguiente era necesario producirlo.

    Pn Vclav pens entonces que lo mejor sera

    pedrselo a Alosa; porque era rubia, vigorosa como

    una campesina y de buena salud.

    Y era justamente lo que deseaba el seor Mrz.

    Pero la excelente Alosa desempe muy mal su

    tarea. Comenz por dar a luz una criatura tan peque-

    a que Pn Mrz la perda de vista continuamente,

    como si hubiera cado a travs de un cedazo, y cuan-

    do an se asombraban de que ese pequeo ser fuera

    verdaderamente vivo, l mismo se muri sin decir

    oxte ni moxte. Y de nuevo fue el reino de las amas.

  • 30 / Mara Rilke Rainer

    Pn Mrz no ha olvidado esa doble decepcin.

    Se recuesta en los anchos sillones y no se levanta sino

    cuando llegan visitas. Lo que es bastante raro. Hace

    subir vino y habla de poltica, con su manera melan-

    clica y lasa, como de un asunto profundamente en-

    tristecedor. No concluye ninguna frase, pero se enfa-

    da cada vez que su interlocutor la completa mal. A

    veces se levanta y llama: Vclav!

    Despus de algunos instantes se ve entrar a un

    joven alto y delgado. Ven aqu, hazle una reverencia

    al seor vocifera Pn Mrz. Y luego dice a su visi-

    tante: Excusadme, es mi hijo. S, no debiera confe-

    sarlo. Creerais que tiene diez y ocho aos? Me os

    bien: diez y ocho aos!

    Hablad sin ceremonia! Vais a decirme que apa-

    renta a lo sumo quince. No tienes vergenza? Des-

    pus despide a su hijo.

    Me causa preocupaciones dijo. No es bue-

    no para nada. Y si maana yo cerrara los ojos...

    Un visitante respondi un da:

  • 31 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Pero veamos, querido seor Mrz, si el porve-

    nir os inquieta verdaderamente... Dios mo, sois jo-

    ven... Haced una nueva tentativa, casaos...

    Cmo? vocifer el seor Mrz, y el forastero

    se apresur a despedirse.

    Pero apenas quince das ms tarde, Pn Vclav

    se pone su levita negra, y se va a Skrben.

    Los Skrbensky son de muy antigua nobleza y se

    mueren de hambre en silencio en su ltimo dominio

    de familia. Es all que el seor Mrz va a buscar a la

    menor, la condesa Sita. Sus hermanas la envidian,

    porque Mrz es muy rico. Las bodas tienen lugar casi

    de inmediato, sin ningn fasto.

    De regreso a su casa, el seor Mrz descubre

    cun delicada y plida es Sita. Comienza por tener

    miedo de quebrar esa pequea condesa. Enseguida

    se dice: Si hay justicia, ella debe darme un verdadero

    gigante. Y espera.

    Pero no hay justicia, aparentemente.

    La seora Sita contina semejante a una criatu-

    ra. Solamente sus ojos asumen una expresin de

  • 32 / Mara Rilke Rainer

    asombro. No sucede nada. Se pasea incesantemente a

    travs del parque, el patio o la casa. A cada momento

    hay que ponerse en su bsqueda. Hasta que un da

    no fue a comer.

    Es como si no tuviera mujer de ninguna ma-

    nera, exclama el seor Mrz jurando. En aquel

    tiempo sus cabellos albearon rpidamente y comenz

    a caminar con esfuerzo.

    Sin embargo, una tarde l mismo se puso a

    buscar a la seora Sita.

    Un domstico le seal el ala habitualmente ce-

    rrada del castillo.

    Deslizndose en sus pantuflas de fieltro, el se-

    or Vclav atraviesa el semi-da perfumado de esas

    habitaciones descaecidas.

    Refunfuando pasa delante de aquellas chime-

    neas suntuosas y aquellos sillones solemnes. No est

    de humor para rer.

    Al fin llega al dintel del saln gris de plata,

    donde estn los innumerables espejos, y se queda

    herido de asombro. A pesar del crepsculo que cae ve

  • 33 / El rey Bohusch y otros cuentos

    reflejarse en esos espejos a la seora Sita y a su hijo, el

    plido Vclav. Estn sentados muy lejos el uno del

    otro, inmviles, en las sillas de seda clara, y se miran.

    No se hablan.

    Podra creerse que nada se han dicho an. Ex-

    trao! Y?, piensa el seor Mrz, con un punto de

    interrogacin detrs de cada palabra. Y? Hasta que

    pierde la paciencia. En qu puedo serviros?, vocife-

    ra, Os lo suplico, seoras y seores, no os moles-

    tis! Su hijo se sobresalta y se vuelve hacia la puerta,

    pero Pn Mrz le ordena estarse. Desde entonces,

    tiene un entretenimiento, durante las tardes demasia-

    do largas. Cada vez que se siente muy disgustado, re-

    corre con su silencioso calzado la sarta de habitacio-

    nes dormidas hasta el pequeo saln de los espejos.

    Ocurre que los dos jvenes no estn todava

    all. En ese caso los hace buscar.

    Mi mujer y el joven seor, vocifera al do-

    mstico.

    Y he aqu que ellos deben sentarse frente a fren-

    te, en las mismas sillas de costumbre. No os aflijis

  • 34 / Mara Rilke Rainer

    por m, exclama el seor Vclav con una voz lngui-

    da, y se instala cmodamente en el gran silln cen-

    tral. A veces parece dormir, o por lo menos respira

    como si durmiera. Pero tiene, sin embargo, los ojos

    entreabiertos y observa a los dos jvenes. Se ha habi-

    tuado poco a poco a la penumbra. Ve mucho mejor

    que la primera vez.

    Ve los ojos del joven y de la joven huirse mu-

    tuamente y encontrarse, no obstante, sin cesar en to-

    dos los espejos. No se le escapa que temen caer el uno

    en los ojos del otro, como en un abismo sin fondo. Y

    que, a pesar de todo, se arriesgan hasta el borde de la

    sima. De pronto los posee un vrtigo; y ambos cie-

    rran los ojos al mismo tiempo como si fueran a saltar

    juntos desde lo alto de una torre.

    Entonces Pn Mrz re y re. Despus de un

    largo intervalo ha recobrado su risa. Es buena seal:

    ciertamente, se har muy viejo.

  • Ta Babette

    Ta Babette hizo otra profunda inspiracin. El

    sol de la maana gui, como un nieto dscolo, a tra-

    vs de las cortinas de tul inundadas de blancos refle-

    jos, cogi el rayo ms largo, rode, como con una

    pluma de oro, el blanco gorro de dormir y la frente

    muelle de la anciana, luego se estremeci y vibr sin

    cesar alrededor de los ojos, de los labios y de la nariz

    hasta que la ta hizo esa profunda inspiracin y volvi

    tmidamente sus ojos enrojecidos y asombrados hacia

    la ventana: Ah! Hizo un bostezo de bienestar y se es-

    tir. A pesar del gesto perezoso, haba en el sonido de

    ese bostezo algo de resuelto y concluyente: se hubiera

    dicho el rasgo que se trazara al pie de un trabajo aca-

    bado y logrado. Ah. . . !

    Volvi a cerrar los ojos y permaneci tendida

    con la expresin de alguien que acaba de tragar una

    cucharada de caf azucarado o de decir una maldad

    que ha tocado. La pieza era clara y tranquila. El sol

  • 36 / Mara Rilke Rainer

    precipitaba all ms y ms rayos, los clavaba como

    dardos vibrantes en las claras maderas del piso, en el

    resplandeciente velador imperio, y algn trasgo se los

    devolva, desde el fondo del espejo, en plena cara.

    Como una lejana msica de batalla, una or-

    questa de moscardones bordoneaba en las ventanas,

    acompaando el claro vaivn de ese gayo lanzador de

    dardos; el ligero susurro penetraba en el semisueo de

    la buena ta, y las frescas ondas de un reflejo de pri-

    mavera borraban poco a poco las arrugas con rasgos

    sonrientes.

    Pareca verdaderamente joven en el momento

    en que se ergua asaz enrgicamente en sus almoha-

    das, y miraba a su alrededor en la habitacin. Todas

    las cosas tenan no se saba qu de brillante, de nue-

    vo, y se regocijaba con ello. Un delicado perfume de

    jacintos se elevaba de las flores, que guarnecan la

    ventana y se mezclaba a un relente de lavanda que

    suba de sus almohadas. La vieja seorita ech una

    mirada rpida a la imagen de la virgen cuyas sombras

    tenan en pleno da reflejos verdes. Sus manos magras

  • 37 / El rey Bohusch y otros cuentos

    y duras describieron una rpida seal de la cruz e,

    inmediatamente despus, rega al canario dormido

    cuya jaula estaba suspendida sobre la ventana y que

    a pesar de la hermosa maana no se decida a cantar.

    Regresando de la ventana, sus miradas quedaron pe-

    gadas al canap. All haba, alineados cuidadosamen-

    te, un sombrero negro, con un ancho velo de cres-

    pn que caa a lo largo del respaldo como un torren-

    te nocturno, un par de guantes negros, cada uno de

    su lado, como separados por alguna irremediable

    enemistad, un antiguo libro de plegarias ms negro

    an, y, ms lejos, dos pauelos muy blancos brilla-

    ban en medio de todo ese duelo como una pareja de

    caballos blancos enganchados a la carroza fnebre de

    una muchacha.

    La ta contempl esos objetos con una mirada

    sorprendida, y todas las arrugas reaparecieron, como

    sombras orugas, en su viejo rostro. Calcul: lunes

    12, martes 13, mircoles 14, jueves 15, viernes 16. Y

    con un meneo de cabeza laso y resignado comprob:

    hoy justamente, 16 de abril, viernes, es el sptimo

  • 38 / Mara Rilke Rainer

    aniversario de mi difunto hermano, el inspector de

    finanzas Johann August Erdmanner. l tena tres

    aos ms que ella y al morir en el rigor de los cin-

    cuenta, muido de los santos sacramentos, haba de-

    jado una viuda inconsolable y dos hijos menores.

    Haba muerto por la tarde, a las cuatro, en el preciso

    instante en que todos haban salido para ir a tomar

    una taza de caf. Y la habitacin iluminada por un

    rayo de sol se desvaneci en los ojos de la vieja seori-

    ta. Record al excelente Johann, magro y reseco, y la

    joven viuda que haba vivido apenas cinco aos a su

    lado, y el doctor de cara purprea. (Y Herminia, la

    viuda, que osaba pretender que ese no beba!) Y la

    religiosa, que tambin entenda de tirar las cartas, en

    cruz ! S, ciertamente, las cartas le enseaban todo a

    esa! Y todo haba sido tan hermoso al da siguiente!

    Aquellas columnas enteras en los diarios, y las visitas:

    todos esos rostros graves y baados de lgrimas, la

    mezquina corona del avaro del propietario y todas las

    dems bellas; coronas. S, haba tenido un magnfico

    entierro el seor inspector de finanzas Johann August

  • 39 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Erdmanner! Y se conmemoraba dignamente cada ao

    el aniversario de su muerte. A las diez, toda la familia,

    con gran duelo, se reuna en la iglesia de la Asuncin,

    con guantes negros, mejillas plidas y ojos enrojeci-

    dos. Y durante todo el da, todos hablaban en voz ba-

    ja y ronca, como ahogada, y se hacan solemnes sig-

    nos de cabeza. Cuando penetraban en la cavernosa

    iglesia, agradecan a las viejas que tenan las hojas de

    la puerta, con una voz alterada por la emocin, y su-

    mergan tan largamente sus guantes negros en el agua

    bendita que cada seal de la cruz dejaba al punto

    marcas negras sobre sus rostros sobresaltados y resig-

    nados. Los pauelos blancos bajo los dedos doblados

    tenan el aire de asechar el momento de ser llevados a

    los ojos desbordantes de lgrimas. Tenan frecuente

    ocasin para ello. En el fresco rostro del propio sa-

    cerdote se dibujaban algunas arrugas dolorosas alre-

    dedor de los labios hartos, y se hubiera dicho que re-

    coga con lengua recalcitrante las ltimas gotas de un

    brebaje agrio. Cuando, un poco ms tarde, descenda

    las gradas del altar obscuro y su silueta se recoga aba-

  • 40 / Mara Rilke Rainer

    jo, como un pudding frustrado, y, acompaado por

    la voz del rojo oficiante, exclamaba con una voz hue-

    ca: Oremos, hermanos mos!, de toda la compaa

    slo quedaba una confusa madeja de crespn y pao

    negro. La emocin haba pasado como un tren sobre

    los sobrevivientes en duelo; estaban dispersos, entre

    los bancos lustrosos, como mutilados entre los rieles.

    Todo eso habase repetido seis aos seguidos, y

    la vieja ta, sobre su almohada perfumada de lavanda,

    saba que el hecho se reproducira por sptima vez,

    exactamente igual.

    Ech sobre el cuadrante de ncar del pequeo

    reloj imperio de pndola una mirada tan desesperada

    como si las agujas hubieran marcado su propia hora

    final. Quiso levantarse; pero tras un gesto brusco sus

    manos se deslizaron sin fuerza a lo largo del blanco

    edredn, como bajo el peso de un formidable iceberg.

    Sinti de nuevo en los riones y en la espalda los do-

    lores violentos que se manifestaran pocas semanas

    antes. Un estremecimiento recorri su espalda; su ca-

    beza estaba pesada y floja.

  • 41 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Palideci y gimi. Si, justamente as era como

    haba muerto su padre; en una hermosa maana, des-

    pus de una mala noche. Y la anciana record de pron-

    to que ella tampoco haba pegado los ojos durante la

    noche ltima. No, no haba pegado los ojos, estaba bien

    segura de ello. Un sudor helado brot por todos sus po-

    ros. Y record que la buena hermana que tiraba tan

    bien las cartas haba tenido que enjugar tantas veces, al

    acercarse la agona, la frente de su pobre padre difunto.

    Habale llegado verdaderamente su turno?

    Con un gesto convulsivo, junt las manos sobre

    el cobertor blanco.

    El canario reanudaba sus trinos incesantes. Los

    jacintos parecan ya lasos, y el da claro y puro, se es-

    tiraba, ancho y fro, sobre el piso de madera.

    Ta Babette sentase soolienta. Se pregunt de

    pronto: cmo haba muerto su padre? El esfuerzo

    que haca para recordarlo arrug su frente. Respir:

    justamente as, lo haban trado. Haba cado en sn-

    cope en la calle. Y ella pens: no obstante es una gra-

    cia... as... en su lecho... Y no se movi ms.

  • Kismet

    Ancho y pesado, Krl el fuerte estaba sentado al

    borde del camino de tierra surcado de carriles. Tjana

    se acurrucaba junto a l. Tena apretado su rostro de

    nia entre sus manos morenas y aguardaba, con los

    ojos muy abiertos, espiando en silencio. Ambos con-

    templaban el crepsculo de otoo. Delante de ellos,

    en el prado plido y pobre, estaba parado el carroma-

    to verde; lanas multicolores flotaban suavemente so-

    bre su puerta. Un humo liviano y azulado se elev de

    la angosta chimenea de palastro y temblando se disi-

    p en el aire. Ms lejos, sobre las colinas que parecan

    formar largas ondas rasas, el caballo de tiro fatigado

    pareca chapotear y ramoneaba a cortas dentelladas

    rpidas el escaso retoo que quedaba. A veces se de-

    tena, alzaba la cabeza y con sus buenos ojos pacientes

    miraba el mismo crepsculo en que se encendan y

    saludaban las ventanitas del pueblo.

  • 43 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Si dijo Krl, con un aire de salvaje resolu-

    cin. Es por tu causa que l est all.

    Tjana guard silencio.

    Si no, qu vendra a hacer aqu Prokopp? a-

    greg Krl, con enojo. Tjana encogi los hombros,

    arranc con un vivo gesto algunas largas briznas de

    una hierba plateada y, jovial, las tom entre sus dien-

    tes blancos y brillantes. Siempre silenciosa, pareca

    contar las luces del pueblo.

    Se elev el Ave Mara, all lejos.

    La dbil campanita precipitaba su movimiento,

    como impaciente por terminar. El sonido se detuvo de

    golpe y se hubiera dicho que en el aire quedaba sus-

    pendida una queja. La joven bohemia ech sus gracio-

    sos brazos hacia atrs y se apoy contra la cuesta.

    Escuchaba el canto vacilante de los grillos y la

    voz lasa de su hermana que cantaba una cancin de

    cuna en el interior del carromato.

    Ambos prestaron odos durante algunos mo-

    mentos. Despus el nio se puso a llorar en el carro-

  • 44 / Mara Rilke Rainer

    mato, con largos sollozos desesperados Tjana volvi

    la cabeza hacia el gitano y le dijo, burlona:

    Qu esperas para ir a ayudar a tu mujer, Krl?

    El nio llora.

    Krl agarr la mano de la muchacha:

    Es por ti que ha venido Prokopprefunfu a

    modo de respuesta.

    La muchacha mene la cabeza con un aire

    sombro.

    Lo s.

    Entonces Krl el fuerte asi su otra mano y la

    apret contra la tierra.

    Tjana estaba como crucificada. Mordi sus la-

    bios hasta sangrarlos para no gritar. Amenazador, l

    se haba inclinado sobre ella. Tjana nada vea ya del

    crepsculo otoal. Slo lo vea a l, con sus hombros

    anchos y poderosos. Era tan grande, sobre ella, que le

    ocultaba el carromato, el pueblo y el cielo plido. Ce-

    rr un instante los ojos y sinti: Krl significa rey.

    S, en efecto es un rey.

  • 45 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Pero al mismo tiempo sinti el dolor quemn-

    dole las muecas como una humillacin. Se sobresal-

    t, desprendise con una violenta sacudida y se irgui

    ante Krl, furiosos y chispeantes los ojos.

    Qu quieres? pregunt l con una voz sorda.

    Tjana sonri.

    Danzar.

    Levant sus graciosos brazos de frgil mucha-

    cha y lenta y ligeramente los hizo girar como si sus

    manos morenas fueran a trocarse en alas. Inclin la

    cabeza hacia atrs, muy atrs, dejando flotar sus cabe-

    llos negros y pesados, y ofreci su extraa sonrisa a la

    primera estrella que apareca. Sus pies desnudos, de

    tobillos finos, buscaban un ritmo, como a tientas; en

    su joven cuerpo haba un deseo de mecedura y de ca-

    ricias, de goce consciente y de abandono sin volun-

    tad, como deben experimentarlo las flores de tallos

    delgados cuando el crepsculo las roza.

    Temblorosas las rodillas, Krl estaba de pie an-

    te ella. Vea el bronce plido de los hombros desnu-

  • 46 / Mara Rilke Rainer

    dos de la bailarina. Y senta confusamente: Tjana

    danza el amor.

    Cada soplo que atravesaba los prados pareca

    confundirse con sus movimientos, como una ligera

    caricia, y todas las flores soaban en su primer sueo

    mecerse e inclinarse de ese modo. Tjana se acercaba

    ms y ms a Krl y se inclin hacia l, tan extraamen-

    te que los brazos del hombre parecan paralizados por

    su muda contemplacin. Estaba de pie como un escla-

    vo y escuchaba latir su corazn. Tjana lo rozaba como

    un aliento, y el ardor de su movimiento muy prximo

    lo alcanzaba como una onda. En seguida ella retroce-

    di muy atrs, sonri con una expresin de orgullo

    vencedor y sinti: Sin embargo, no es un rey.

    El gitano recobraba poco a poco sus sentidos y

    la persegua como a una imagen de ensueo, a tientas

    y secretamente. De pronto se detuvo. Algo se una y

    se mezclaba al movimiento mecedor de Tjana. Un

    canto ligero y flotante que pareca desde largo tiempo

    contenido en su danza y que, como saliendo de un

    largo sueo, pareca florecer en cadencias ms y ms

  • 47 / El rey Bohusch y otros cuentos

    ricas y pletricas. La bailarina vacilaba. Todos sus

    movimientos se hacan ms lentos, ms suaves, como

    si estuviera al asecho. Mir a Krl y ambos sintieron

    ese canto como un peso que los paralizaba. A su pe-

    sar, sus ojos se volvieron en la misma direccin y vie-

    ron a Prokopp que avanzaba. La delgada silueta de su

    cuerpo de hombre mozo dibujbase sobre el creps-

    culo gris de plata. Caminaba, como inconsciente, con

    paso somnoliento, y sacaba las notas de su dulce can-

    cin de una simple flauta rstica. Lo vieron acercarse.

    De pronto Krl se lanz a su encuentro y arranc la

    flauta de los labios del joven. Prokopp, con presencia

    de nimo, asi con sus viriles manos los brazos del

    agresor, los apret con fuerza y sostuvo con ojo inter-

    rogador la mirada hostil y ardiente de Krl.

    Los hombres permanecieron as, cara a cara. Al-

    rededor de ellos era el silencio. El carromato verde

    pareca mirar la comarca, a travs de los resplandores

    turbios de sus lumbreras, como con ojos tristes que

    esperaban.

  • 48 / Mara Rilke Rainer

    Sin decir palabra, los dos gitanos se soltaron de

    pronto. Krl con una clera terca, el joven frente a l,

    con una confesin suavemente interrogadora en sus

    ojos sombros. Bajo la mirada de los hombres, Tjana

    se haba desplomado. Parecale que deba ir hacia

    Prokopp, abrazarlo y preguntarle: De dnde viene

    esa cancin? Pero ya no tena fuerza para ello. Estaba

    acurrucada al borde del camino, inerte, como una

    criatura que tiene fro, y guardaba silencio. Sus labios

    callaban. Sus ojos callaban.

    Los hombres aguardaron un momento, luego

    Krl ech al otro una mirada hostil y provocadora y

    tom la delantera. Prokopp pareca vacilar. Tjana vio

    los ojos tristes del joven gitano despedirse de ella.

    Ella se estremeci. Despus la silueta delgada y

    gil se hizo ms y ms imprecisa y acab por desapa-

    recer en la direccin en que Krl se haba marchado.

    Tjana oy los pasos perderse en los prados. Retuvo el

    aliento, escuchando en la noche.

    Un soplo recorri la llanura, clido y apacible

    como el aliento de un nio dormido. Todo estaba

  • 49 / El rey Bohusch y otros cuentos

    claro y silencioso; y de ese vasto silencio se destacaban

    los sones ligeros de la joven noche: el zurrido de los

    viejos tilos, un arroyo en alguna parte, y la pesada

    cada de una maana madura en la hierba de otoo.

  • Primavera sagrada

    Nuestro Seor recibe extraos huspedes!

    Tal era la exclamacin favorita del estudiante Vicente

    Vctor Karsky, y la profera en toda ocasin, oportu-

    na o no, con cierto aire de superioridad, que provena

    quiz de que se encontraba a s mismo en el nmero

    de esos extraos huspedes. Desde haca largo

    tiempo sus compaeros le tenan, en efecto, por un

    original. Lo estimaban por su cordialidad, bien que

    ella frisara a menudo en el sentimentalismo, compar-

    tan su humor alegre, y lo dejaban slo cuando estaba

    triste. Por lo dems, soportaban y perdonaban gusto-

    samente su superioridad.

    Esta superioridad de Vicente Vctor Karsky con-

    sista en que hallaba para todas sus empresas logradas o

    abandonadas, denominaciones soberbias. Y sin vana-

    gloria, con la seguridad de hombre maduro, agregaba

    sus actos uno al otro, como se construye un muro de

    piedra sin defecto, capaz de desafiar los siglos.

  • 51 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Despus de una buena comida, hablaba gusto-

    samente de literatura, sin pronunciar jams una pala-

    bra de blasfemia o de crtica, pero limitndose, por el

    contrario, a honrar con una adhesin ms o menos

    ntima, las obras que aceptaba. Profera as sanciones

    definitivas. En cuanto a los libros que le parecan ma-

    los, no tena costumbre de leerlos hasta el fin, y senci-

    llamente no hablaba de ellos, aunque gozaran del fa-

    vor general. Por otra parte, no afectaba ninguna re-

    serva hacia sus amigos, relataba con una amable

    franqueza todo lo que le aconteca, hasta los hechos

    ms ntimos, y aguantaba buenamente que lo inter-

    rogaran sobre sus tentativas de elevar hasta l a pe-

    queos proletarios. Era, en efecto un rumor que co-

    rra acerca de Vicente Vctor Karsky. Sus ojos azules

    profundos y su voz acariciadora deban contribuir a

    sus xitos.

    Pareca, en todo caso, decidido a aumentar sin

    cesar el nmero de aqullos, y converta con un celo

    de fundador de religin, innumerables muchachitas a

    su teora de la felicidad. Ocurra, ciertas noches, que

  • 52 / Mara Rilke Rainer

    uno de sus camaradas lo encontrase, en el ejercicio de

    su sacerdocio, conduciendo ligeramente por el brazo

    una compaera morena o rubia. De ordinario, la pe-

    quea rea con todo el rostro, en tanto Karsky haca

    un gesto de los ms serios, que pareca significar:

    Infatigable al servicio de la humanidad!

    Pero cuando se contaba que tal o cual miembro

    de la gentil pandilla era atrapado y se vea constre-

    ido a casarse, nuestro profesor ambulante y aureola-

    do de xito encoga sus anchos hombros eslavos y de-

    jaba caer con desdn: S, s Nuestro Seor tiene

    extraos huspedes!. Pero lo ms extrao, en Vi-

    cente Vctor Karsky, es que haba algo en su vida de

    que ninguno de sus amigos ms ntimos saba nada.

    Se lo callaba a s mismo; porque no haba hallado

    nombre para eso; y sin embargo, pensaba en ello, en

    esto, cuando iba a la puesta del sol, solitario, por un

    camino blanco; o en invierno, cuando el viento gira-

    ba en la chimenea de su piecita, y densos montones

    de copos de nieve asaltaban sus ventanas, remenda-

    das con papel pegado; o tambin en la pequea sala

  • 53 / El rey Bohusch y otros cuentos

    crepuscular del albergue, en el seno del crculo de

    amigos.

    Entonces su vaso permaneca intacto. Contem-

    plaba fijamente delante suyo, como deslumbrado, o

    como se mira un fuego lejano, y sus manos blancas se

    juntaban involuntariamente. Se hubiera dicho que le

    haba llegado alguna plegaria, por azar, as como lle-

    gan la risa o el bostezo.

    Cuando la primavera hace su entrada en una

    pequea ciudad, qu fiesta se organiza! Semejantes a

    los brotes en su reprimida premura, los nios de ca-

    bezas de oro se empujan afuera de las habitaciones de

    aire pesado, y se van remolineando por la campia,

    como llevados por el alocado viento tibio que tironea

    sus cabellos y sus delantales y arroja sobre ellos las

    primeras florescencias de los cerezos. Gozosos como

    si volvieran a encontrar, despus de una larga enfer-

    medad, un viejo juguete del cual hubieran estado

    mucho tiempo privados, reconocen todas las cosas,

    saludan a cada rbol, a cada brea, y se hacen contar

    por los arroyos jubilosos lo acaecido durante todo ese

  • 54 / Mara Rilke Rainer

    tiempo. Qu enajenamiento correr a travs de la pri-

    mera pradera verde, que cosquillea tmida y tierna-

    mente los pequeos pies desnudos, brincar en perse-

    cucin de las primeras mariposas que huyen en gran-

    des zig-zags enloquecidos por encima de las magras

    breas de saco y se pierden en el infinito azul pli-

    do. Doquiera la vida se agita. Bajo el sobradillo, sobre

    los hilos telegrficos que rojean, y hasta sobre el cam-

    panario, muy cerca de la vieja campana gruona, las

    golondrinas realizan sus citas. Los nios miran con

    sus grandes ojos asombrados los pjaros migradores

    que vuelven a hallar su amado viejo nido; y el padre

    retira de los rosales sus mantos de paja, y la madre, de

    pequeas impaciencias, sus calientes franelas.

    Los viejos tambin trasponen su umbral con

    paso temeroso, se frotan las manos arrugadas, parpa-

    dean en la luz chorreante. Se llaman el uno al otro:

    pequeo viejo!, y no quieren dejar de ver que estn

    conmovidos y dichosos. Pero sus ojos los traicionan,

    y ambos agradecen en su corazn: todava una pri-

    mavera!

  • 55 / El rey Bohusch y otros cuentos

    En un da semejante, pasearse sin una flor en la

    mano es un pecado, pensaba el estudiante Karsky.

    Por eso blanda una rama perfumada, como si le

    hubieran encargado hacer propaganda a la primavera.

    Con paso liviano y rpido, como para huir lo ms

    pronto del aire fro del ancho prtico obscuro, iba a

    lo largo de la vieja calle gris de casas con tejado, salu-

    dando al posadero sonriente y obeso que se haca el

    importante delante de la ancha entrada de su estable-

    cimiento, y a los nios que, sobre el medioda, se lan-

    zaban fuera de la estrecha sala de la escuela. Iban pri-

    mero juiciosamente, de a dos, pero a veinte pasos de

    la salida el enjambre reventaba en innumeras par-

    celas, y el estudiante pensaba en esos cohetes que,

    muy alto en el cielo, se resuelven en estrellas y en bo-

    las de luces.

    Con una sonrisa en los labios y un canto en el

    alma, se apresuraba hacia ese barrio exterior de la pe-

    quea ciudad donde se avecinaban casas de apariencia

    campesina y confortable, y villas nuevas rodeadas de

    jardincillos. Delante de una de las ltimas casas ad-

  • 56 / Mara Rilke Rainer

    mir una olmeda sobre cuyos ramajes corra ya un

    estremecimiento de verdor, como un presentimiento

    del esplendor prximo. Dos cerezos florecidos hacan

    de la entrada un arco de triunfo, en honor de la pri-

    mavera, y las flores rosa plido inscriban all una lu-

    minosa bienvenida.

    De pronto Karsky se detuvo, como herido de

    estupor: en medio de la floracin, vea dos ojos azules

    profundos, que soaban, perdidos en la lejana, con

    una beatitud tranquila y voluptuosa. Al principio slo

    advirti esos dos ojos, y fue como si el cielo mismo lo

    mirara a travs de los rboles en flor. Se acerc, mara-

    villado. Una plida muchacha rubia estaba acurruca-

    da en un silln; sus blancas manos que parecan asir

    algo invisible se levantaban claras y transparentes por

    encima de una manta de verde obscuro, que envolva

    sus rodillas y sus pies. Sus labios eran de un rojo tier-

    no de flor apenas despuntada, y una leve sonrisa los

    asoleaba. As sonre el nio dormido, la noche de

    Navidad, con su nuevo juguete apretado entre los

    brazos. El rostro plido y transfigurado era tan bello

  • 57 / El rey Bohusch y otros cuentos

    que el estudiante record de pronto viejos cuentos en

    los cuales desde haca mucho, mucho tiempo. no

    haba pensado ms.

    Y se detuvo, involuntariamente, como se hubie-

    ra detenido ante una madona al borde del camino,

    invadido por ese sentimiento de gran reconocimiento

    solar y de ntima fidelidad que sumerge a veces a

    aqul que ha olvidado la plegaria. Entonces su mirada

    encontr la de la muchacha. Se contemplaron, los

    ojos en los ojos, con una comprensin dichosa. Y con

    un gesto semi-inconsciente, el estudiante arroj por

    encima de la cerca la joven rama florida que tena en

    la mano, y que vino a posarse con un dulce estreme-

    cimiento en el regazo de la plida nia. Las blancas y

    delgadas manos asieron con tierna prisa la flecha fra-

    gante, y Karsky recibi el luminoso agredecimiento

    de los ojos mgicos, no sin una medrosa voluptuosi-

    dad. Luego se fue a travs de los campos.

    Solamente volvi a encontrarse en espacio libre,

    bajo el alto cielo solemne y silencioso, advirti que

    cantaba. Era una cancin antigua, feliz.

  • 58 / Mara Rilke Rainer

    A menudo he deseado, pensaba el estudiante

    Vicente Vctor Karsky haber estado enfermo durante

    todo un largo invierno, y regresar lentamente, poco a

    poco, a la vida, con la primavera. Estar sentado ante

    mi puerta, llenos de asombro los ojos, conmovido

    por un agradecimiento infantil hacia el sol y la existen-

    cia. Y todo el mundo, entonces, se muestra muy gentil

    y amistoso, la madre viene a cada momento para besar

    la frente del convaleciente, y sus hermanas juegan al-

    rededor de l y cantan hasta el crepsculo. Pensaba

    en esas cosas porque la imagen de la rubia y enfermi-

    za Elena volva sin cesar a su recuerdo, tendida bajo

    los pesados cerezos en flor y soando extraos sueos.

    A menudo abandonaba bruscamente su trabajo y co-

    rra hacia la silenciosa y plida muchacha.

    Dos seres que viven la misma dicha se encuen-

    tran rpidamente. La joven enferma y Vctor se em-

    briagaban de aire fresco y perfumes primaverales, y sus

    almas resonaban con igual jbilo. l se sentaba al la-

    do de la rubia nia y le relataba mil historias, con su

    voz suave y acariciadora. Lo que deca entonces le pa-

  • 59 / El rey Bohusch y otros cuentos

    reca extrao y nuevo, y espiaba con arrobado asom-

    bro sus propias palabras puras y perfectas, como una

    revelacin. Deba ser algo verdaderamente grande lo

    que anunciaba; porque la madre de Elena misma,

    mujer de cabellos blancos y que debi or muchas co-

    sas en el mundolo escuchaba con frecuencia, discre-

    ta y pensativa, y haba dicho cierta vez con una sonri-

    sa imperceptible: Deberais ser poeta, seor Karsky.

    Sin embargo, los compaeros meneaban la ca-

    beza con aire cuidoso. Vicente Vctor Karsky slo ra-

    ra vez iba a su crculo; y cuando iba, callaba, no escu-

    chaba sus chanzas ni sus preguntas, y se contentaba

    con sonrer misteriosamente, al resplandor de la lm-

    para, como si espiara un canto lejano y amado. No

    hablaba ni an de literatura, no lea nada ya, y cuan-

    do se intentaba malhadadamente arrancarlo a su en-

    soacin, rezongaba con brusquedad: Os lo ruego!

    El Seor tiene verdaderamente huspedes extraos!

    Todos los estudiantes estaban de acuerdo para

    estimar que el buen Karsky perteneca ahora a la es-

    pecie ms extraa de esos huspedes. Ya no haca

  • 60 / Mara Rilke Rainer

    sentir ni su virtuosa superioridad, y privaba a las mu-

    chachas de su humanitaria enseanza. Era para todos

    un enigma. Cuando, de noche, se lo encontraba por

    las calles, estaba solo, no miraba a derecha ni a iz-

    quierda, y pareca preocupado por disminuir el res-

    plandor extraamente dichoso de sus ojos, e ir a ocul-

    tarlo con la mayor prisa a su pequea habitacin soli-

    taria, lejos del mundo.

    Qu hermoso nombre llevas, Elena! susurraba

    Karsky, con voz circunspecta, como si confiara un

    misterio a la muchacha.

    Elena sonrea:

    Mi to me lo reprocha siempre. Piensa que s-

    lo princesas o reinas debieran llamarse as.

    Pero t tambin eres una reina! No ves que

    llevas una corona de oro puro? Tus manos son como

    lirios, y creo que Dios debi decidirse a romper un

    poco de su cielo para hacer tus ojos.

    Sentimental! deca la muchacha, con una

    mirada agradecida.

  • 61 / El rey Bohusch y otros cuentos

    As es como quisiera poder pintarte! suspiraba

    el estudiante.

    Luego callaban. Sus manos se juntaban invo-

    luntariamente, y tenan la sensacin de que una for-

    ma descenda sobre ellos, llegada desde el jardn aten-

    to, dios o hada. Una espera dichosa colmaba sus al-

    mas. Sus vidas miradas se encontraban como dos

    mariposas enamoradas, y se abrazaban. Luego Karsky

    hablaba, y su voz era semejante al rumor lejano de los

    lamos:

    Todo esto es como un ensueo. T me has

    encantado. Con esa rama florida, yo mismo me he

    dado a ti. Todo est cambiado. Hay tanta luz en m.

    Ya no s lo que era antes. No siento ms ningn do-

    lor, ninguna inquietud, no, ni an un deseo en m.

    As imagino siempre la beatitud, lo que est ms all

    de la tumba...

    Tienes miedo de morir?

    De morir? S! Pero no a la muerte.

  • 62 / Mara Rilke Rainer

    Elena llev dulcemente su mano plida a su

    frente. La sinti muy fra. Ven, entremos, aconsej

    l con ternura.

    No siento mucho fro, y la primavera es tan

    bella.

    Elena pronunci estas palabras con una ntima

    nostalgia. Su voz tena la resonancia de un canto.

    Los cerezos ya no estaban en flor, y Elena se

    encontraba sentada un poco ms lejos, en la sombra

    ms densa y ms fresca de la alameda. Vicente Vctor

    Karsky haba ido a despedirse. Iba a pasar las vaca-

    ciones de esto al borde de un lago lejano, en el Salz-

    kammergut, junto a sus viejos padres. Hablaban co-

    mo siempre de cosas diversas, de ensueos y de re-

    cuerdos. Pero no pensaban en el porvenir. El rostro

    menudo de Elena estaba ms plido que de costum-

    bre, sus ojos eran ms grandes y ms profundos, y sus

    manos temblaban a veces, dbilmente, bajo la manta

    verde obscuro. Y cuando el estudiante se levant y

    tom esas dos manos entre las suyas, con precaucin,

    como se toma un objeto frgil, Elena murmur:

  • 63 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Bsame!

    El joven se inclin y roz con sus labios fros y

    sin deseo la frente y la boca de la enferma. Como una

    bendicin, bebi el clido perfume de esa casta boca,

    y en ese instante le volvi un recuerdo de su lejana

    infancia: su madre levantndolo hacia una madona

    milagrosa. Se fue entonces, fortificado, sin dolor, por

    la olmeda crepuscular. Se dio vuelta una vez an,

    hizo una seal a la nia que lo contemplaba con una

    sonrisa lasa; luego le arroj una tierna rosa por enci-

    ma de la cerca. Elena tendi la mano para asirla, con

    una pasin dichosa.

    Pero la flor roja cay a sus pies. La joven en-

    ferma se inclin con esfuerzo, tom la rosa entre sus

    manos unidas y apretn sus labios sobre sus tiernos

    ptalos sedos. Karsky no haba visto nada.

    Con las manos juntas, marchaba entre el res-

    plandor del esto.

    Cuando estuvo en su habitacin silenciosa, se

    ech en su viejo silln y contempl, afuera, el sol. Las

    moscas bordoneaban detrs de las cortinas de tul, una

  • 64 / Mara Rilke Rainer

    tierna yema haba brotado en el alfizar de la ventana.

    Y de sbito sobrevino en el espritu del estudiante la

    idea de que ella no le haba dicho hasta luego.

    Quemado por el sol, Vicente Vctor Karsky

    haba regresado de sus vacaciones. Marchaba con pa-

    so maquinal por las calles de viejas casas de tejado, sin

    ver los frontispicios que la luz otoal volva violceos.

    Era la primera vez que tomaba ese camino desde su

    retorno, y sin embargo se hubiera dicho que era su

    trayecto cotidiano. Traspuso la alta verja del apacible

    cementerio y, an all, prosigui su camino entre los

    montculos de tierra y las bvedas como si estuviera

    seguro de su propsito. Se detuvo delante de una

    tumba cubierta de csped, y ley sobre la sencilla

    cruz: Elena.

    Haba sentido que all era adonde deba ir para

    encontrarla nuevamente. Una sonrisa de dolor tem-

    bl en la comisura de sus labios. Repentinamente,

    pens:Qu avara ha sido su madre!

    Sobre la tumba de la muchacha, entre marchi-

    tas rosas, no haba ms que una corona de alambre y

  • 65 / El rey Bohusch y otros cuentos

    de flores de mal gusto. El estudiante fue a buscar al-

    gunas rosas, se arrodill, y recubri el mezquino

    alambre con frescos ptalos, hasta que no se vio ya el

    metal. Luego, se fue, con el corazn claro como ese

    anochecer rojo de precoz otoo, solemnemente ex-

    pandido sobre los techos.

    Una hora ms tarde, Karski estaba sentado a la

    mesa del crculo.

    Sus viejos compaeros se apretaban alrededor

    de l, y para responder a su bullanguero deseo, relat

    su viaje de esto.

    Hablando de sus correras por los Alpes, volva a

    encontrar su antigua superioridad. Beban sus palabras.

    Dinos, pues, expres uno de los amigos

    qu tenas antes de las vacaciones? Estabas... cmo

    decirlo... Vamos, anda, scanos de esto! Vicente Vc-

    tor Karsky replic, con una sonrisa distrada:

    Ah! Nuestro Seor! . . .

    Tiene extraos huspedes!... completaron a

    coro los amigos. Lo sabamos ya !

  • 66 / Mara Rilke Rainer

    Despus de algunos momentos, como nadie es-

    peraba respuesta, agreg, con mucha seriedad:

    Creedme, todo depende de esto: haber tenido,

    una vez en la vida, una primavera sagrada que colme

    el corazn de tanta luz que baste para transfigurar to-

    dos los das venideros.

    Todos estaban tendidos hacia l, como si espera-

    ran algo ms. Pero Karsky call, brillndole los ojos.

    Nadie lo haba comprendido, y sin embargo

    sobre todos ellos flotaba como un encanto misterioso.

    Hasta que el ms joven vaci su vaso de un trago, de-

    jndolo ruidosamente sobre la mesa y exclamando:

    Creo que os ponis sentimentales, nios! De

    pie! Os invito a todos a mi casa. Es ms confortable

    que esta sala de albergue, y adems tal vez lleguen al-

    gunas muchachas. Vienes t tambin? dijo, vuelto

    hacia Karsky.

    Naturalmente! dijo gayamente Vicente Vc-

    tor, y vaci con lentitud su vaso.

  • La fuga

    La iglesia estaba desierta. Por encima del altar

    mayor, un rayo del sol poniente irrumpa en la nave

    central a travs del vitral de color, ancho y simple

    como los antiguos maestros lo representan en la

    Anunciacin, y reanimaba las tintas palidecidas del

    tapiz puesto sobre las gradas. El coro alto, con sus

    columnas barrocas de madera esculpida, cortaba a

    continuacin la iglesia; la obscuridad se cerraba y las

    pequeas lmparas eternas parpadeaban, ms y ms

    atrayentes, delante de los santos obscurecidos. Al

    amparo del ltimo y macizo pilar de piedra, reinaba

    una dulce penumbra. All estaban sentados ellos, y

    sobre ellos haba un viejo cuadro representando el

    camino de la cruz. La plida muchachita, vestida

    con una saya amarilla se apelotonaba en el rincn

    ms sombro del negro y macizo banco de encina.

    La rosa que adornaba su sombrero rozaba la barbilla

    del ngel de madera, esculpido en el respaldo, y se

  • 68 / Mara Rilke Rainer

    hubiera dicho que lo haca sonrer. Fritz, el colegial,

    tena las dos manos finas de la muchachita, calzadas

    con guantes rotos, como se tiene una avecilla, con

    una dulce firmeza. Era dichoso y soaba: van a ce-

    rrar la iglesia, no advertirn nuestra presencia y nos

    quedaremos solos. Ciertamente vienen espritus

    aqu, durante la noche.

    Se apretaban estrechamente el uno contra el

    otro, y Ana cuchiche, inquieta: No nos hemos

    demorado?.

    Ambos tuvieron en el mismo instante el mismo

    pensamiento afligente: Ella se acord de pronto de su

    sitio habitual, en la ventana, donde cosa cada da;

    desde all descubra slo un negro y horrible muro

    medianero y jams reciba el menor rayo de sol. l,

    entre tanto, volva a ver su mesa de trabajo, cubierta

    de cuadernos del curso, y en la cima de una pila,

    abierto, el Symposion de Platn.

    Ambos miraban delante de ellos, y sus ojos si-

    guieron la misma mosca que peregrinaba a lo largo de

    las ranuras y las runas del reclinatorio.

  • 69 / El rey Bohusch y otros cuentos

    Se contemplaron en los ojos.

    Ana suspir.

    Con un gesto tierno y protector, Fritz la abraz

    y dijo: Ah! si pudiramos irnos! Ana lo interrog

    con la mirada y vio la nostalgia brillar en sus ojos.

    Baj los prpados, enrojeci y lo oy proseguir:

    Por otra parte, en general los detesto, detesto a

    todos. Me horroriza la manera cmo me miran cuan-

    do vuelvo de nuestras citas . Nada ms que descon-

    fianza y una alegra mezquina! Ya no soy un nio.

    Hoy o maana, tan pronto como pueda ganarme la

    vida, nos iremos juntos, muy lejos de aqu. Y a pesar

    de ellos!

    Me amas?

    La plida criatura prest odos.

    Te adoro.

    Y Fritz recogi la pregunta que iba a despuntar

    en sus labios.

    Me llevars pronto? inquiri la pequea,

    vacilante.

  • 70 / Mara Rilke Rainer

    El colegial se call. Maquinalmente alz los

    ojos, sigui con la mirada la arista de la maciza pilas-

    tra de piedra y ley sobre la vieja estacin: Padre,

    perdonadlos . . .

    Indag con impaciencia:

    Dudan de algo, en tu casa?

    Apremi a la muchachita:

    D.

    Suavemente, ella dijo que s con la cabeza.

    l se encoleriz:

    Est bueno. Es justamente lo que pensaba. Al

    fin eso deba suceder. Todas esas charlatanas! Ah si

    pudiera!...

    Hundi la cabeza entre sus manos.

    Ana se apoy en su hombro. Dijo con sencillez:

    No ests triste.

    Se quedaron as.

    De pronto el jovencito se irgui y dijo:

    Ven, marchmonos juntos!

    Una sonrisa reprimida apareci en los bellos

    ojos de Ana que estaban llenos de lgrimas. Mene la

  • 71 / El rey Bohusch y otros cuentos

    cabeza, pareciendo poseda de una profunda aflic-

    cin. Y el colegial retom las pequeas manos calza-

    das de guantes gastados. Miraba hacia la nave central.

    El sol haba desaparecido, los vitrales de color eran ya

    slo manchas grises y amortecidas. La iglesia estaba

    silenciosa.

    Luego hubo en la cima de la nave un piar. Am-

    bos alzaron los ojos.

    Descubrieron una tierna golondrina extraviada

    que, revoloteando, desesperada, buscaba escapar.

    Haciendo camino, el colegial se acord de un

    deber de latn que haba descuidado. Decidi trabajar

    a pesar de su repugnancia y su fatiga. Pero sin querer-

    lo hizo una vuelta asaz larga y estuvo a punto de ex-

    traviarse vagando a travs de las calles de la ciudad

    que sin embargo conoca muy bien. Era de noche

    cuando volvi a su pequea habitacin. Sobre los

    cuadernos de latn encontr una carta. La ley a la

    luz indecisa de una buja:

    Lo saben todo. Te escribo llorando. Pap me

    ha pegado. Es terrible. Ahora nunca ms me dejarn

  • 72 / Mara Rilke Rainer

    salir sola. Tienes razn. Partamos. A Amrica, adonde

    t quieras. Ir maana, a las seis, a la estacin. Hay

    un tren que pap toma siempre para ir a cazar. A

    dnde va? No lo s. Me detengo, alguien viene.

    De modo que esprame. Est decidido, Ma-

    ana, a las seis. Tuya hasta la muerte.

    Ana.

    Falsa alarma. No era nadie. Adnde crees que

    podramos ir? Tienes dinero? Yo tengo ocho thalers.

    Envo esta carta con nuestra criada a la vuestra.

    Ahora, ya no estoy ms intranquila.

    Creo que es tu ta Mara la que ha soltado la

    lengua.

    Nos habr visto, entonces, el domingo ltimo.

    El colegial iba y vena en su habitacin, a largos

    pasos resueltos.

    Sentase como liberado. Su corazn lata violen-

    tamente. Se dijo de pronto: ser un hombre! Ella tiene

    confianza en m. Puedo protegerla. Sentase muy di-

    choso y lo saba: ella ser toda ma. La sangre se le

  • 73 / El rey Bohusch y otros cuentos

    suba a la cabeza. Tuvo que volverse a sentar y se pre-

    gunt de sbito: pero a dnde ir?

    Era intil, esa interrogante retornaba sin cesar.

    Intent alejarla haciendo los preparativos para la par-

    tida. Li un poco de ropa blanca, algunos trajes, y

    meti sus economa en su cartera negra.

    Estaba pletrico de ardor. Abri intilmente

    todos los cajones, tom y volvi a colocar objetos,

    arroj sus cuadernos a un rincn de la pieza y mani-

    fest con un entusiasmo demostrativo a las cuatro

    paredes de su habitacin: Desde aqu, cambio de

    programa. Esta es la partida decisiva.

    Haba pasado la medianoche cuando l estaba

    an sentado en el borde de su lecho.

    No pensaba en dormir. Acab por tenderse

    completamente vestido, porque a fuerza de haberse

    inclinado, la espalda le causaba dao.

    Se pregunt todava varias veces: Adnde ir?

    termin por contestarse a s mismo, en voz alta:

    Cuando se ama de verdad . . .

  • 74 / Mara Rilke Rainer

    La pndola haca tic-tac. Afuera pas un carrua-

    je, haciendo vibrar los cristales. La pndola, todava

    sofocada de haber sonado los doce golpes de mediano-

    che, dijo con pena: Una hora. No pudo continuar.

    Y Fritz la escuch an desde muy lejos. Soaba:

    Cuando se ama... de verdad...

    Pero a los primeros resplandores del alba, se es-

    tremeci, sentado sobre la almohada, y se dio clara

    cuenta de que ya no amaba a Ana. Su cabeza estaba

    pesada. No amo ms a Ana, se deca. Era eso verda-

    deramente serio? Querer marcharse a causa de unas

    bofetadas? Y adnde ir? Se puso a reflexionar como

    si ella se lo hubiera confiado. Adnde, pues, quera

    irse ella? A alguna parte, no importa adnde. l se

    indign: Y yo? Naturalmente, tendra que abando-

    narlo todo, mis padres, y... todo. Y despus? Y el

    porvenir? Qu estpida era esa Ana, qu fea! Mere-

    cera ser castigada, si de verdad fuera capaz de eso ! Si

    ella fuera capaz de eso!

    Cuando el claro sol de mayo invadi muy ga-

    yamente la habitacin, l se dijo: No es posible que

  • 75 / El rey Bohusch y otros cuentos

    ella haya hablado seriamente. Se sinti tranquilizado

    y sinti ganas de quedarse en el lecho. Luego revol-

    vi: Voy a ir a la estacin para convencerme de que

    no vendr.

    Imaginaba ya la alegra que experimentara si

    no vena.

    Temblando con la frescura de la maana, fati-

    gadas las rodillas, fue a pie hasta la estacin. La sala

    de espera estaba vaca.

    Semi-inquieto, tranquilizado a medias, mir a

    su alrededor. Ninguna saya amarilla. Fritz respir.

    Recorri todos los pasillos y las salas.

    Viajeros mal despiertos e indiferentes, iban y

    venan; haba mozos de cordel parados junto a las co-

    lumnas; gentes humildes estaban sentadas entre sus

    bultos y sus cestas, en bancos polvorientos, en los ni-

    chos de las ventanas.

    El portero grit algunos nombres en una de las

    salas de espera y agit una campanilla de sonido agu-

    do. Luego repiti, ms cerca, con una voz gangosa,

    los mismos nombres de estaciones, y recomenz igual

  • 76 / Mara Rilke Rainer

    ejercicio en el andn, agitando cada vez su maldita

    campana. Fritz regres sobre sus pasos y, con aire

    despreocupado, las manos en los bolsillos, volvi al

    hall central de la estacin.

    Estaba satisfecho y se deca con un gesto de

    vencedor: Ninguna saya amarilla. Bien lo saba.

    Vuelto fanfarrn por el alivio, se acerc a la co-

    lumna de los anuncios de horarios para saber por lo

    menos adnde iba ese fatal tren de las seis. Ley ma-

    quinalmente los nombres de las estaciones, con la ex-

    presin de alguien que contemplara una escalera en la

    que hubiera estado a punto de caer.

    De pronto, pasos presurosos resonaron en las

    losas. Alzando los ojos, Fritz tuvo apenas el tiempo

    de ver la saya amarilla y el sombrero adornado con

    una rosa desaparecer tras el portillo que se abra so-

    bre el andn.

    Fritz mir con ojos fijos desaparecer la muchacha.

    De pronto se sinti; posedo de un espantoso

    miedo hacia esa plida y frgil muchachita que quera

    jugar con la vida. Y como si hubiera temido que pu-

  • 77 / El rey Bohusch y otros cuentos

    diera regresar sobre sus pasos, juntrsele y obligarlo a

    partir con ella por el mundo desconocido, se ech a

    correr, huy, cuan ligero pudo, sin darse vuelta, en

    direccin a la ciudad.