Ricoeur - La vida un relato en busca de narrador

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Unidad 5 - Comunicación y Educación Cát. II (FPyCS - UNLP)

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PAUL RICŒUR. “LA VIDA: UN RELATO EN BUSCA DE NARRADOR”. En: Educación y política, Buenos Aires, Docencia, 1989, pp. 45-58.

El hecho de que la vida tiene que ver con la narración siempre se supo y se dijo: hablamos de la historia de una vida para caracterizar el período que va desde el nacimiento hasta la muerte.

Sin embargo, esta asimilación de la vida a una historia no es del todo adecuada: inclusive es una idea banal que es menester someter a una duda crítica. Esta duda es la obra de todo el saber adquirido a lo largo de algunos decenios acerca del relato y la actividad narrativa —saber que parece alejar el relato de la vida vivida, confinándolo en la región de la ficción—. Atravesaremos ahora esa zona crítica con miras a repensar de otro modo esa relación demasiado rudimentaria y demasiado directa entre historia y vida, de manera tal que la ficción contribuya a hacer de la vida, en el sentido biológico de la palabra, una vida humana. Quisiéramos aplicar a la relación entre relato y vida la máxima de Sócrates según la cual una vida que no es analizada no es diga de ser vivida.

Tomaría como punto de partida para la travesía de esta zona crítica las palabras de un comentarista: las historias se cuentan y no se viven; la vida se vive y no se cuenta. A fin de aclarar esta relación entre vivir y contar, propongo que examinemos, en primer lugar, el acto mismo de relatar.

La teoría narrativa que evocaré ahora es muy reciente, ya que procede, bajo su forma elaborada, de los formalistas rusos y checos de la década del veinte y el treinta y de los estructuralistas franceses de los años sesenta y setenta. Pero, al mismo tiempo, es muy antigua, en la medida en que la encuentro prefigurada en la Poética de Aristóteles. Es cierto que Aristóteles solamente conocía tres géneros literarios: la epopeya, la tragedia v la comedia, pero su análisis ya era lo suficientemente general y formal como para dar lugar a las transposiciones modernas. Por mi parte, retengo de la Poética de Aristóteles su concepto central de intriga, que en griego se dice mythos, y que significa a la vez fábula (en el sentido de historia imaginaria) e intriga (en el sentido de historia bien construida). Tomo como guía este segundo aspecto del mythos de Aristóteles y será de este concepto de intriga de donde extraeré todos los elementos susceptibles para ayudarnos ulteriormente a reformular la relación entre vida y relato.

Lo que Aristóteles denomina intriga no es una estructura estática sino una operación, un proceso integrador, el cual —según espero mostrar de inmediato— solamente se realiza en el lector o el espectador, es decir, el receptor vivo de la historia relatada. Al hablar de proceso integrador me refiero al trabajo de composición que confiere a la historia relatada una identidad que se puede llamar dinámica: lo que se relata es tal historia y tal historia una y completa. Este proceso estructurante de la intriga* es el que quiero probar en la primera parte.

* Ricoeur habla siempre de “la mise en intrigue”, por eso en algunos casos —donde el contexto no muestra claramente su aspecto dinámico— hemos preferido la expresión “poner en intriga”. Ver p. 39 (E .G.).

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I. EL PROCESO ESTRUCTURANTE DE LA INTRIGA

Definiría de manera muy general la operación de la intriga calificándola como una síntesis de elementos heterogéneos. ¿Síntesis entre qué y qué?

En primer lugar, síntesis entre los acontecimientos y los incidentes múltiples y la historia completa y una. Desde este primer punto de vista, la historia tiene la virtud de extraer una historia de múltiples incidentes o, si se prefiere, de transformar los incidentes múltiples en una historia. En éste sentido, un acontecimiento es más que algo que ocurre, quiero decir, algo que simplemente sucede; es aquello que contribuye al progreso del relato así como a su comienzo o a su fin. Correlativamente, la historia relatada siempre es más que la enumeración, en un orden simplemente serial o sucesivo, de los incidentes o los acontecimientos que organiza en un todo inteligible.

Sin embargo, la intriga también es una síntesis desde un segundo punto de vista: organiza juntos componentes tan heterogéneos como lo son circunstancias halladas y no deseadas, agentes y pacientes, encuentros por azar o buscados, interacciones que ponen a los amores en relaciones que van desde el conflicto a la colaboración, medios más o menos adecuados a los fines y resultados no anhelados. La reunión de todos estos factores en una historia única hace de la intriga una totalidad que se puede denominar a la vez concordante y discordante (esa es la razón por la cual yo hablaría de buen grado de concordancia discordante o de discordancia concordante). Se puede lograr una comprensión de esta composición por medio del acto de seguir una historia: seguir una historia es una operación muy compleja, guiada sin cesar por expectativas acerca de la continuación de la historia, expectativas que corregimos a medida que se desarrolla la historia, hasta que coincide con la conclusión. Señalo al pasar que volver a contar una historia revela mejor esta actividad sintética que funciona en la composición, en la medida en que nos sentimos menos cautivados por los aspectos inesperados de la historia y prestamos mayor atención a la forma cómo se encamina hacia la conclusión.

Por último, la intriga es una síntesis de lo heterogéneo en un sentido aún más profundo, que nos servirá más adelante para caracterizar la temporalidad propia de toda composición narrativa. Se puede afirmar que se encuentran dos clases de tiempo en toda historia relatada: por una parte, una sucesión discreta, abierta y teóricamente indefinida de incidentes luna siempre puede preguntarse: ¿y después qué?, ¿y después qué?). Por otra parte, la historia relatada presenta otro aspecto temporal que se caracteriza por la integración, la culminación y la conclusión gracias a lo cual la historia recibe una configuración. Yo diría en este sentido que componer una historia es, desde el punto de vista temporal, extraer una configuración de una sucesión. Adivinamos ya la importancia de está caracterización de la historia desde el punto de vista temporal en la medida en que, para nosotros, el tiempo es a la vez aquello que pasa y desaparece y, por otro lado, aquello que dura y permanece. Volveremos sobre esto más adelante. Contentémonos por el momento con caracterizar la historia relatada como una totalidad temporal y el acto poético como la creación de una mediación entre el tiempo como paso y el tiempo como duración. Si se puede hablar de la identidad temporal de una historia, es menester caracterizarla como algo que dura y permanece a través de aquello que pasa y desaparece.

De este análisis de la historia como síntesis de lo heterogéneo podemos retener tres rasgos: la mediación que ejerce la intriga entre la multiplicidad de incidentes y

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la historia única, la primacía de la concordancia sobre la discordancia y, por último, la competencia entre sucesión y configuración.

Quisiera sacar un corolario de esta tesis de la intriga considerada como una síntesis de lo heterogéneo. Este corolario concierne al estatuto de inteligibilidad que conviene acordar al acto configurante. Aristóteles no titubeaba en afirmar que toda historia bien contada enseña algo; más aún, decía que la historia revela aspectos universales de la condición humana y que, en vista de ello, la poesía era más filosófica que la historia de los historiadores, que depende en gran medida de los aspectos anecdóticos de la vida. Sea cual fuere esta relación entre la poesía y la historiografía, no hay duda de que la tragedia, la epopeya, la comedia, para no citar sino los géneros conocidos por Aristóteles, desarrollan un tipo de inteligencia que se puede denominar inteligencia narrativa que está mucho más cerca de la sabiduría práctica y del juicio moral que de la ciencia y, en términos más generales, del uso teórico de la razón. Esto se puede mostrar de manera sencilla. La ética, tal como la concebía Aristóteles y tal como se la puede concebir inclusive ahora, como lo demostraré en las lecciones posteriores, habla de forma abstracta de la relación entre las virtudes y la búsqueda de la felicidad. Es función de la poesía, bajo su forma narrativa y dramática, proponer a la imaginación y a la meditación casos imaginarios que constituyen otras tantas experiencias de pensamiento mediante las cuales aprendemos a unir los aspectos éticos de la conducta humana con la felicidad y la desgracia, la fortuna y el infortunio. Aprendemos por medio de la poesía de qué manera los cambios de fortuna resultan de tal o cual conducta, tal como está construida por la intriga del relato. Es merced a la familiaridad que hemos adquirido con los modos de la intriga recibidos de nuestra cultura, que aprendemos a relacionar las virtudes o, mejor dicho, las excelencias, con la felicidad y la infelicidad. Estas “lecciones” de la poesía constituyen los universales de los cuales hablaba Aristóteles: pero se trata de universales de un grado inferior a los de la lógica y el pensamiento teórico. Debemos, no obstante, hablar de inteligencia pero en el sentido que Aristóteles daba a la phronesis (que los latinos tradujeron como prudentia). En este sentido, yo hablaría de buen grado de inteligencia phronética para oponerla a la inteligencia teorética. El relato pertenece a la primera y no a la segunda.

Este mismo corolario epistemológico de nuestro análisis de la intriga tiene, a su vez, numerosas implicaciones relativas a los esfuerzos de la narratología contemporánea por construir una verdadera ciencia del relato. Mi opinión sobre estas empresas completamente legítimas es que solamente se justifican a título de simulación de una inteligencia narrativa siempre previa, simulación que pone en juego estructuras profundas desconocidas por aquellos que narran o que siguen las historias, pero que ubican a la narratología en el mismo nivel de racionalidad que la lingüística y las otras ciencias del lenguaje. El hecho de caracterizar a la racionalidad de la narratología contemporánea por su poder de simular en un segundo grado de discurso aquello que hemos comprendido, cuando niños, como una historia, no significa de ningún modo desacreditar estas empresas modernas, sino simplemente ubicarlas con precisión en los grados del saber. También hubiera podido buscar fuera de Aristóteles un modelo de pensamiento más moderno; por ejemplo, la relación que establece Kant, en la Crítica de la Razón Pura, entre el esquematismo y las categorías. Así como en Kant el esquematismo designa el ámbito creador de las categorías y las categorías el principio de orden del entendimiento, del mismo modo la intriga constituye el ámbito creador del relato y la narratología constituye la reconstrucción racional de las reglas subyacentes a la

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actividad poética. En este sentido, se trata de una ciencia que incluye sus propias exigencias: trata de reconstruir los límites lógicos y semióticos así como las leyes de transformación que presiden la marcha del relato. En consecuencia, mi tesis no expresa hostilidad alguna con respecto a la narratología. Se limita a decir que la narratología es un discurso de segundo grado que siempre está precedido por una inteligencia narrativa que emerge de la imaginación creadora. Todo mi análisis a partir de ahora se mantendrá en el nivel de esta inteligencia narrativa de primer grado.

Antes de pasar al tema de la relación entre la historia y la vida, quisiera detenerme en un segundo corolario que me ubicará justamente en el camino de la reinterpretación de la relación entre relato y vida.

Yo diría que hay una vida de la actividad narrativa que se inscribe en el carácter de tradicionalidad distintiva del esquematismo narrativo.

El hecho de afirmar que el esquematismo narrativo posee su propia historia, y que esta historia tiene todos los caracteres de una tradición, no significa, de ningún modo, hacer la apología de la tradición considera- da como una transmisión inerte de un depósito muerto. Por el contrario, implica designar a la tradición como la transmisión viviente de una innovación que siempre puede ser reactivada mediante un retorno a los momentos más creadores de la composición poética. Este fenómeno de tradicionalidad es la clave del funcionamiento de los modelos narrativos y, en consecuencia, de su identificación. En efecto, la constitución de la tradición reposa sobre la interacción entre los dos factores de innovación y de sedimentación. Es justamente a la sedimentación a la que atribuimos los modelos que luego conforman la tipología de la intriga que nos permite ordenar la historia de los géneros literarios; sin embargo, no se debe perder de vista el hecho de que estos modelos no constituyen esencias eternas sino que proceden de una historia sedimentada cuya génesis ha sido borrada. No obstante, si bien la sedimentación permite identificar una obra como tragedia, por ejemplo, o novela de educación, drama social, etc., la identificación de una obra no se agota en la identificación de los modelos que allí se han sedimentado. Toma en cuenta, igualmente, el fenómeno opuesto de la innovación. ¿Por qué? Porque los modelos, habiendo surgido de una innovación previa, proporcionan una guía en vista de una experimentación ulterior en el dominio narrativo. Las reglas cambian bajo la presión de la innovación, pero cambian lentamente e inclusive se resisten al cambio en virtud del proceso de sedimentación. De modo que la innovación permanece como el polo opuesto de la tradición. Siempre hay lugar para la innovación en la medida en que aquello que fue producido, a título ulterior en la poiesis del poema, siempre es una obra singular, esta obra. Las reglas constituyen una especie de gramática que rige la composición de nuevas obras, nuevas antes de convertirse en típicas. Cada obra es una producción original, un existente nuevo en el reino del discurso. Pero lo contrario no es menos cierto: la innovación sigue siendo una conducta regida por reglas; la obra de la imaginación no parte de la nada. Está ligada de una u otra manera a los modelos recibidos por la tradición, pero puede entrar en una relación variable con esos modelos. El abanico de soluciones se despliega ampliamente entre los dos polos de la repetición servil y la desviación calculada, pasando por todos los grados de la deformación reglamentada. Los cuentos populares, los mitos, los relatos tradicionales en general, se mantienen más cerca del polo de la repetición. Esa es la razón por la cual conforman el campo privilegiado por el estructuralismo. Apenas superamos el ámbito de esos relatos tradicionales, la desviación prevalece sobre la regla. La novela contemporánea, por ejemplo, puede definirse en gran medida como

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una anti-novela, en cuanto las reglas mismas constituyen el objeto de una experimentación nueva. Suceda lo que suceda en tal o cual obra, la posibilidad de la desviación está incluida en la relación entre sedimentación e innovación que conforma la tradición. Las variaciones entre esos dos polos confieren una historicidad propia a la imaginación productiva y mantienen viva la tradición narrativa.

II. DEL RELATO A LA VIDA

Ahora podremos ocuparnos enteramente de nuestra paradoja de hoy: las historias se relatan, la vida se vive. Parecería que se abre un abismo entre la ficción y la vida. Según mi opinión, para franquear este abismo, hay que revisar muy seriamente ambos términos de la paradoja.

Mantengámonos durante un rato del lado del relato, es decir, de la ficción, y veamos cómo vuelve a conducir a la vida. Mi tesis en este punto es que el proceso de composición, de configuración, no se realiza en el texto, sino en el lector y, bajo esta condición, posibilita la reconfiguración de la vida por parte del relato. Más exactamente diría que el sentido o el significado de un relato brota en la intersección del mundo del texto con el mundo del lector. El acto de leer se convierte, así en el momento crucial de todo análisis. Sobre dicho acto descansa la capacidad del relato de transfigurar la experiencia del lector.

Permítaseme insistir sobre los términos que he usado: el mundo del lector y el mundo del texto. Hablar del mundo del texto implica reiterar esa característica de toda obra literaria que le permite abrir delante de ella un horizonte de experiencia posible, un mundo en el cual sería posible habitar. Un texto no es una entidad cerrada sobre sí misma; es la proyección de un universo nuevo, distinto de aquel en el cual vivimos. Apropiarse de una obra mediante la lectura significa desplegar el horizonte implícito de mundo que abarca las acciones, los personajes, los acontecimientos de la historia narrada. De ello resulta que el lector pertenece imaginativamente, al mismo tiempo, al horizonte de experiencia de la obra y al de su acción real. Horizonte de espera y horizonte de experiencia no cesan de enfrentarse y fusionarse. Gadamer habla en este sentido de la “fusión de horizontes”, esencial al arte de comprender un texto.

Sé bien que la crítica literaria pone mucho cuidado para mantener la distinción entre el aspecto interno del texto y su aspecto externo. Considera toda exploración del universo lingüístico como extraña a su propósito. El análisis del texto debería mantenerse, en consecuencia, dentro de las fronteras del texto y prohibirse toda salida de éste. Yo afirmaría ahora que la distinción entre exterior e interior es un invento del método mismo de análisis de los textos y que no corresponde a la experiencia del lector. Esta oposición es el resultado de la extrapolación a la literatura de propiedades que son características del tipo de unidad con que trabaja la lingüística: los fonemas, los lexemas, las palabras; para la lingüística el mundo real es extralingüístico. La realidad no está contenida ni en el diccionario ni en la gramática. Es justamente esta extrapolación de la lingüística a la poética lo que me parece criticable: la decisión metodológica, propia del análisis estructural, de tratar a la literatura con las categorías lingüísticas que imponen la distinción entre lo interno y lo externo. Desde el punto de vista hermenéutico, es decir, desde el punto de vista de la interpretación de la experiencia literaria, un texto tiene una significación muy distinta de la que le reconoce el análisis estructural extraído de la lingüística: es una mediación entre el hombre y el mundo, entre el hombre y el

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hombre, entre el hombre y él mismo. La mediación entre el hombre y el mundo es lo que se denomina referencialidad; la mediación entre el hombre y el hombre es la comunicabilidad; la mediación entre el hombre y él mismo es la comprensión de sí.

La obra literaria implica estas tres dimensiones de referencialidad, comunicabilidad y comprensión de sí. El problema hermenéutico comienza, entonces, donde se detiene la lingüística. Pretende descubrir los nuevos rasgos de referencialidad no descriptiva, de comunicabilidad no utilitaria, de reflexividad no narcisista, engendrados por la obra literaria. En una palabra, la hermenéutica se ubica en el punto de unión entre la configuración (interna) de la obra y la refiguración (externa) de la vida. Desde mi punto de vista, todo lo que se dijo más arriba sobre el dinamismo de configuración propio de la creación literaria, no es sino una extensa preparación para comprender el verdadero problema: el de la dinámica de transfiguración propio de la obra. En este sentido, la intriga es la obra común del texto y del lector. Es menester seguir, acompañar a la configuración, actualizar su capacidad de ser seguida, a fin de que la obra adquiera una configuración dentro de sus propias fronteras. Seguir un relato es reactualizar el acto configurante que le da forma. También el acto de lectura es quien permite el juego entre innovación y sedimentación, el juego con las vallas narrativas, con las posibilidades de distanciamiento; es decir, la lucha entre la novela y la anti-novela. Por último, es el acto de lectura quien realiza la obra, quien la transforma en una guía de lectura, con sus zonas de indeterminación, su riqueza latente de interpretación, su posibilidad de ser reinterpretada de maneras siempre nuevas en contextos históricos siempre diferentes.

A esta altura del análisis, ya podemos entrever cómo se pueden reconciliar el relato y la vida, pues la lectura misma es ya una forma de vivir en el universo ficticio de la obra. Desde ese punto de vista, podemos decir ahora que las historias se narran, pero también se viven en el modo de lo imaginario.

Sin embargo, ahora es necesario rectificar el otro término de la alternativa, aquello que denominamos la vida. Hay que cuestionar la falsa evidencia según la cual la vida se vive y no se narra.

Con respecto a esto quisiera insistir en la capacidad pre-narrativa de eso que llamamos una vida. Lo que hay que cuestionar es la ecuación demasiado simple entre la vida y lo vivido. Una vida no es sino un fenómeno biológico hasta tanto no sea interpretada. Y en la interpretación, la ficción desempeña un papel mediador considerable. A fin de franquear el camino a esta nueva fase del análisis, debemos insistir en la mezcla de acción y sufrimiento, actuar y padecer, que constituye la trama misma de una vida. Esta es la mezcla que el relato pretende imitar de manera creadora. En nuestra evocación de Aristóteles omitimos, en realidad, su definición del relato: es, dice, la “imitación de una acción”, mimesis praxeos. De manera que, antes que nada, debemos buscar los puntos de apoyo que puede encontrar el relato en la experiencia viva del actuar y el padecer; aquello que, en esta experiencia viva, requiere la inserción de lo narrativo y cuya necesidad quizás expresa.

El primer anclaje que encontramos en la experiencia viva para la inteligibilidad narrativa consiste en la estructura misma del actuar y sufrir humanos. En este sentido, la vida humana difiere profundamente de la vida animal y, con mayor razón, de la existencia mineral. Comprendemos qué es una acción y una pasión gracias a nuestra competencia para utilizar de manera significativa toda la red de expresiones y conceptos que nos ofrecen las lenguas naturales para distinguir la acción del simple movimiento físico y del comportamiento psicofisiológico. Así,

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comprendemos lo que significa proyecto, objetivo, medio, circunstancia, etc. Todas estas nociones tomadas en conjunto constituyen la red de lo que se podría denominar la semántica de la acción. Ahora bien, en esa red encontramos todos los componentes del relato que habíamos hecho aparecer más arriba bajo el título de síntesis de lo heterogéneo. En este sentido, nuestra familiaridad con la red conceptual del actuar humano es del mismo orden que la familiaridad que mantenemos con las intrigas de las historias que nos resultan conocidas: la misma inteligencia phronética preside la comprensión de la acción (y de la pasión) y la comprensión del relato.

El segundo anclaje que encuentra la proposición narrativa en la comprensión práctica radica en los recursos simbólicos del campo práctico. Este rasgo determinará cuáles son los aspectos del hacer, del poder-hacer y del saber-poder-hacer que surgen de la transposición poética.

En efecto, si la acción puede ser narrada es porque ya está articulada en signos, reglas, normas; está, desde siempre, simbólicamente mediatizada. La antropología cultural ha destacado esta característica de la acción con mucha energía. Si hablo más precisamente de mediación simbólica es para distinguir, entre los símbolos de naturaleza cultural, aquellos que sostienen la acción hasta el punto de constituir su significado primero, antes de que se desprendan del plano práctico los conjuntos autónomos que pertenecen a la palabra y la escritura. Los encontraremos cuando analicemos la ideología y la utopía. En esta ocasión, me limitaré a lo que podríamos denominar el simbolismo implícito o inmanente por oposición a ese simbolismo explícito o autónomo. Lo que caracteriza al simbolismo implícito de la acción es que constituye un contexto de descripción para acciones particulares. Dicho de otro modo, es en función de tal convención simbólica que podemos interpretar un gesto como significando esto o aquello: el mismo gesto de levantar el brazo puede, según el contexto, comprenderse como una forma de saludar, de llamar un taxi o de votar. Antes de ser sometidos a la interpretación, los símbolos son intérpretes internos de la acción. De esta manera, el simbolismo confiere a la acción una primera legibilidad. Hace de la acción un cuasi-texto para el cual los símbolos proporcionan las reglas de significación en función de las cuales una conducta determinada puede ser interpretada.

El tercer anclaje del relato en la vida consiste en lo que se podría denominar la cualidad pre-narrativa de la experiencia humana. Gracias a esta cualidad tenemos derecho de hablar de la vida como una historia en estado naciente y, en consecuencia, de la vida como una actividad y una pasión en búsqueda de relato. La comprensión de la acción no se limita a una familiaridad con la red conceptual de la acción y con sus mediaciones simbólicas, llega inclusive a reconocer en la acción estructuras temporales que convocan a la narración. No es por casualidad ni por error que hablamos de manera cotidiana de historias que nos suceden o de historias en las cuales nos vemos involucrados o, sencillamente, de la historia de una vida.

Se nos puede objetar que todo nuestro análisis descansa sobre un círculo vicioso. Si toda experiencia humana ya está mediatizada por toda clase de sistemas simbólicos, también lo está por todo tipo de relatos que hemos escuchado. ¿Cómo hablar entonces de una cualidad narrativa de la experiencia y de una vida humana como una historia en estado naciente, Siendo que no tenemos acceso al drama temporal de la existencia fuera de las historias narradas sobre ese tema por otros que no somos nosotros mismos?

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A esta objeción yo opondría una serie de situaciones que, según mi punto de vista, nos obligan a acordar a la experiencia en tanto tal una narratividad virtual que no surge de la proyección de la literatura sobre la vida, según la afirmación corriente, sino que constituye una auténtica demanda de relato. A fin de caracterizar esas situaciones introduje antes la expresión de estructura pre-narrativa de la experiencia.

Sin abandonar la experiencia cotidiana, ¿no estamos inclinados acaso a ver en tal encadenamiento de episodios de nuestra vida historias que aún no fueron narradas, historias que requieren ser contadas, historias que ofrecen puntos de anclaje al relato? No ignoro la incongruencia de la expresión historia aún no narrada. Una vez más, ¿acaso las historias no son narradas por definición? Esto no es discutible mientras hablemos de historias efectivas. ¿Pero resulta inaceptable la noción de historia potencial?

Me detendré en dos situaciones menos cotidianas en las cuales la expresión de historia aún no contada se impone con una fuerza sorprendente. El paciente que se dirige al psicoanalista le proporciona fragmentos de historias vividas, de sueños, de “escenas primitivas” o episodios conflictivos. Se puede decir con fundamento que las sesiones de análisis tienen como meta y como consecuencia que el analizado elabore a partir de esos fragmentos de historia un relato que resulte a la vez más soportable y más inteligible. Esta interpretación narrativa de la teoría psicoanalítica implica que la historia de una vida procede de historias no contadas y reprimidas hacia historias efectivas, de las cuales el sujeto puede hacerse cargo y considerar como constitutivas de su identidad personal. La búsqueda de esta entidad personal asegura la continuidad entre la historia potencial o virtual y la historia expresa cuya responsabilidad asumimos.

Hay otra situación en la que también parecería que se podría aplicar la noción de historia no narrada. Se trata del caso del juez que se empeña en comprender a un acusado desenredando el ovillo de intrigas en el cual el sospechoso está atrapado. Se diría que el individuo parece “enredado en historias” que le suceden antes de que se narre historia alguna. El enredo aparece entonces como la pre-historia de la historia narrada cuyo comienzo sigue eligiendo el narrador. Esta pre-historia de la historia relaciona esta última con un todo más amplio y le proporciona un trasfondo. Este trasfondo está armado por la interrelación viva de todas las historias vividas. Por lo tanto, en algún momento las historias narradas deben emerger de este trasfondo. Cuando se produce este surgimiento, el sujeto implicado también emerge. Se puede afirmar, entonces: la historia responde por el hombre. La consecuencia principal de este análisis existencial del hombre, como ser enredado en historias, es que relatar es un proceso secundario injertado en nuestro “ser-enredado en historias”. Narrar, seguir, comprender las historias no es sino la continuación de esas historias no dichas.

De este doble análisis resulta que la ficción, en especial la ficción narrativa, es una dimensión irreductible de la comprensión de sí. Si es cierto que la ficción no se realiza sino en la vida y que la vida solamente se comprende a través de las historias que narramos sobre ella, resulta que una vida examinada, en el sentido que tomamos de Sócrates al comienzo de este trabajo, es una vida narrada.

¿Qué es una vida narrada? Es una vida en la cual encontramos todas las estructuras fundamentales del relato que evocamos en nuestra primera parte y, especialmente, el juego entre concordancia y discordancia que nos pareció que caracterizaba el relato. Esta conclusión no tiene nada de paradójico ni de

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sorprendente. Si abrimos las Confesiones de San Agustín en el Libro XI descubrimos una descripción del tiempo humano que responde exactamente a la estructura de concordancia discordancia que Aristóteles había discernido algunos siglos antes en la composición poética. Agustín, en ese famoso tratado sobre el tiempo, ve que éste nace de la incesante disociación entre los tres aspectos del presente: la expectativa que él llama presente del futuro, el recuerdo al cual denomina presente del pasado y la atención que es el presente del presente. De allí, la inestabilidad del tiempo; más aún, su incesante disociación. Agustín puede, entonces, definir el tiempo como una distensión del alma, distentio animi. Esta distensión consiste en el contraste permanente entre la inestabilidad del presente humano y la estabilidad del presente divino que incluye pasado, presente y futuro en la unidad de una mirada y de una acción creadora.

Nos vemos llevados, entonces, a poner una junto a la otra y a confrontar la definición de la intriga de Aristóteles y la definición del tiempo de San Agustín. Se podría decir que en Agustín la discordancia prima sobre la concordancia: de ahí la miseria de la condición humana. En Aristóteles, por su parte, la concordancia prima sobre la discordancia, de ahí el valor inapreciable del relato para poner orden en nuestra experiencia temporal. Sin embargo, no se debe llevar la oposición demasiado lejos, porque, para el mismo Agustín, no habría discordancia si no apuntáramos hacia una unidad de intención, como lo demuestra el ejemplo sencillo del recitado de un poema: cuando voy a recitar un poema, éste está presente en su totalidad en mi espíritu, luego, a medida que lo recito, sus partes pasan la una después de la otra del futuro hacia el pasado transitando por el presente hasta que, habiéndose agotado el futuro, el poema se ha convertido en pasado. Por lo tanto, es imprescindible la existencia de un objetivo de intención totalizadora que presida la investigación afín de que yo sienta de manera más o menos cruel los dientes del tiempo que no cesa de dispersar el alma introduciendo constantemente la discordancia entre la expectativa, la memoria y la atención. De manera que si en la experiencia viva del tiempo, la discordancia prima sobre la concordancia, no por eso deja de ser necesario que esta última sea el objeto permanente de nuestro deseo. Se puede decir lo contrario en el caso de Aristóteles. Dijimos que el relato es una síntesis de lo heterogéneo. Pero no hay concordancia sin discordancia. En este sentido, la tragedia es ejemplar. No existe tragedia sin peripecias, sin golpes de suerte, acontecimientos aterradores y lamentables, una falta inmensa, hecha de desconocimiento y de indiferencia antes que de maldad. De manera que si la concordancia prima sobre la discordancia, lo que conforma un relato es la lucha entre la concordia y la discordia.

Apliquemos a nosotros mismos este análisis de la concordancia discordante del relato y la discordancia concordante del tiempo. Sucede entonces que nuestra vida, abarcada con una sola mirada, se nos aparece como el campo de una actividad constructiva, tomada de la inteligencia narrativa, mediante la cual intentamos reencontrar, y no simplemente imponer desde afuera, la identidad narrativa que nos constituye. Insisto en esta expresión de identidad narrativa pues aquello que llamamos subjetividad no es ni una sucesión incoherente de acontecimientos, ni una sustancialidad inmutable inaccesible al devenir. Es justamente el tipo de identidad que sólo puede crear la composición narrativa por su dinamismo.

Esta definición de la subjetividad por la identidad narrativa tiene numerosas implicaciones. En primer lugar, se puede aplicar a la comprensión de nosotros mismos el juego de sedimentación y de innovación que reconocimos en toda tradición. Del mismo modo, no dejamos de reinterpretar la identidad narrativa que

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nos constituye a la luz de los relatos que nos propone nuestra cultura. En este sentido, la comprensión de nosotros mismos presenta los mismos rasgos de tradicionalidad que la comprensión de una obra literaria. Así es como aprendemos a convertirnos en el narrador de nuestra propia historia sin convertirnos totalmente en el autor de nuestra vida. Se podría decir que nos aplicamos a nosotros mismos el concepto de voces narrativas que constituyen la sinfonía de las grandes obras, como las epopeyas, las tragedias, los dramas, las novelas. La diferencia es que, en todas esas obras, es el autor mismo quien se ha disfrazado de narrador y quien lleva la máscara de sus múltiples personajes y, entre todos ellos, la voz narradora dominante que cuenta la historia que nosotros leemos. Nosotros podemos convertirnos en narrador de nosotros mismos imitando esas voces narradoras, sin poder convertirnos en autor. Esa es la gran diferencia entre la vida y la ficción. En ese sentido, es muy cierto que la vida se vive y que la historia se cuenta. Subsiste una diferencia infranqueable pero queda parcialmente abolida por el poder que tenemos que aplicar a nosotros mismos las intrigas que recibimos de nuestra cultura y de probar así los diferentes papeles asumidos por los personajes favoritos de las historias que más nos gustan. Es así como, mediante variaciones imaginativas sobre nuestro propio ego, intentamos una comprensión narrativa de nosotros mismos, la única que escapa a la alternativa aparente entre cambio puro e identidad absoluta. Entre ambos queda la identidad narrativa.

Permítaseme decir como conclusión que aquello que llamamos sujeto nunca está dado desde el principio. O, si está dado, corre el riesgo de verse reducido al yo narcisista, egoísta y avaro, del cual justamente nos puede librar la literatura. Ahora bien, lo que perdemos por el lado del narcisismo, lo ganamos por el lado de la identidad narrativa. En lugar del yo atrapado por sí mismo, nace un sí mismo instruido por los símbolos culturales, en cuya primera fila están los relatos recibidos de la tradición literaria. Son ellos quienes nos confieren una unidad no sustancial sino narrativa.