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Paul Ricoeur Sobre la traducción Ed. Paidós ISBN 950-12-6544-7 Prólogo En 1948, Paul Ricoeur presenta su segunda tesis de doctorado, resabio de la antigua tesis en latín que escribían aún a principios del siglo xx los académicos franceses, y que solía servir a un propósito limitado, informativo, técnico. Para esa segunda tesis ha elegido culminar un trabajo comenzado en cautiverio, como prisionero en la guerra de 1939: su versión francesa de Ideen I, de Husserl. Tal es el primer contacto prolongado y concreto de Ricoeur con la práctica de la traducción. Precisamente, Antoine Berman, el autor que Ricoeur elige como punto de partida en el primero de los tres textos que forman este libro, “Desafío y felicidad de la traducción”, sostenía que la reflexión sobre la traducción es inescindible de la experiencia de traducir. Como otros teóricos “especulativos“, también traductores, Berman prescindía de una teoría unitaria que diera cuenta de la traducción: prefería la deriva crítica, incluso el comentario idiosincrásico aunque siempre basado en una sólida erudición, la inclusión de citas y ejemplos no para erigir un edificio compacto, sino uno con anfractuosidades, en las que nuevas ideas e intervenciones críticas de hecho han venido a insetarse. Al igual que Berman, Rícaoeur evita las construcciones sistemáticas —él mismo se ha pronunciado en contra de ellas reiteradamente—; a diferencia de Berman, elige en estos textos la modalidad heurística y dialógica de exposición: parte de un saber común y general, por momentos muy parecido a la doxa —la traducción como copia de un original, la traducción como texto necesariamente inferior a aquel del que procede, para ir caracterizando mediante la referencia a algunos rasgos salientes una noción del traducir que se vincula con la felicidad que procura la posibilidad de comunicación con el otro. Con un fraseo claro y elegante, que también ha de leerse como una toma de posición frente a los oscuros, Ricoeur señala algunos casos en los que la traducción parece capitular: el texto poético, los conceptos filosóficos en los que toda una concepción del sujeto o del mundo puede estar condensada. Es que hay “resistencias” a la traducción, resistencias que cabe subsumir en dos fuerzas igualmente potentes: por una parte, el etnocentrismo de la lengua receptora o traductora, su tendencia a la hegemonía cultural, su dificultad para decir al otro porque no puede dejar de decirse a sí misma; por otra, la inescrutabilidad del texto en lengua extranjera. Y sin embargo, la traducción existe, profusamente. En uno de sus cursos en el Collége de France, Roland Barthes defendió su conocimiento del haiku japonés a través de versiones francesas que no podía verificar. Esa defensa remite a un hecho incontrastable: el autor delega en el traductor un poder por el cual éste está autorizado a interpretar y

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Paul RicoeurSobre la traducciónEd. PaidósISBN 950-12-6544-7

Prólogo

En 1948, Paul Ricoeur presenta su segunda tesis de doctorado, resabio de la antigua

tesis en latín que escribían aún a principios del siglo xx los académicos franceses, y que

solía servir a un propósito limitado, informativo, técnico. Para esa segunda tesis ha elegido

culminar un trabajo comenzado en cautiverio, como prisionero en la guerra de 1939: su

versión francesa de Ideen I, de Husserl. Tal es el primer contacto prolongado y concreto de

Ricoeur con la práctica de la traducción.

Precisamente, Antoine Berman, el autor que Ricoeur elige como punto de partida en el

primero de los tres textos que forman este libro, “Desafío y felicidad de la traducción”,

sostenía que la reflexión sobre la traducción es inescindible de la experiencia de traducir.

Como otros teóricos “especulativos“, también traductores, Berman prescindía de una teoría

unitaria que diera cuenta de la traducción: prefería la deriva crítica, incluso el comentario

idiosincrásico aunque siempre basado en una sólida erudición, la inclusión de citas y

ejemplos no para erigir un edificio compacto, sino uno con anfractuosidades, en las que

nuevas ideas e intervenciones críticas de hecho han venido a insetarse.

Al igual que Berman, Rícaoeur evita las construcciones sistemáticas —él mismo se ha

pronunciado en contra de ellas reiteradamente—; a diferencia de Berman, elige en estos

textos la modalidad heurística y dialógica de exposición: parte de un saber común y general,

por momentos muy parecido a la doxa —la traducción como copia de un original, la

traducción como texto necesariamente inferior a aquel del que procede, para ir

caracterizando mediante la referencia a algunos rasgos salientes una noción del traducir

que se vincula con la felicidad que procura la posibilidad de comunicación con el otro.

Con un fraseo claro y elegante, que también ha de leerse como una toma de posición

frente a los oscuros, Ricoeur señala algunos casos en los que la traducción parece

capitular: el texto poético, los conceptos filosóficos en los que toda una concepción del

sujeto o del mundo puede estar condensada. Es que hay “resistencias” a la traducción,

resistencias que cabe subsumir en dos fuerzas igualmente potentes: por una parte, el

etnocentrismo de la lengua receptora o traductora, su tendencia a la hegemonía cultural, su

dificultad para decir al otro porque no puede dejar de decirse a sí misma; por otra, la

inescrutabilidad del texto en lengua extranjera.

Y sin embargo, la traducción existe, profusamente. En uno de sus cursos en el Collége

de France, Roland Barthes defendió su conocimiento del haiku japonés a través de

versiones francesas que no podía verificar. Esa defensa remite a un hecho incontrastable: el

autor delega en el traductor un poder por el cual éste está autorizado a interpretar y

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reescribir el texto de partida. A esa “acción fiduciaria”, como la llamó Annie Brisset, es

posible agregarle, según Ricoeur, una instancia de control, pero no de sanción. Los futuros

lectores bilingües de ese texto serán quienes evalúen la magnitud de la capitulación o el

acierto: en una cadena de relecturas que funcionan como “retraducciones privadas”, no

otros serán los jueces del traductor precedente.

En el segundo texto, “El paradigma de la traducción” —que, como el primero, tiene un

origen oral—, Ricoeur recuerda el relato bíblico de Babel. Lo cita in extenso y lo lee no

como la puesta en alegoría de la soberbia humana y su ejemplar castigo divino, sino como

mito de origen del proyecto ético que entraña toda traducción. La Buena Nueva que anuncia

Ricoeur es que, gracias a la diversidad de las lenguas, nos es dado pasar por la

experiencia-prueba de lo extranjero. Así como el fratricidio de Caín convierte a la

hermandad en un proyecto ético y lo sustrae de la indiferencia moral de los hechos “natu-

rales”, Babel introduce la dimensión ética en la comunicación humana. La lengua

prebabélica era una facilidad que no daba cabida a la voluntad y el trabajo de comprender

al otro.

Una serie de ideas que son otras tantas iluminaciones jalonan el discurso de Ricoeur. La

“hospitalidad lingüística” de la traducción, en tanto capacidad para acoger lo foráneo; el

“deseo de traducir” y los “traductores deseantes”, aquellos compelidos por la pasión de

desafiar el fantasma de la imposibilidad; la “construcción de comparables”, no sólo

semánticos, sino también literales. La traducción literal, aquella que apunta a la producción

de los comparables literales, tiene su reducción al absurdo en un cuento de Jorge Luis

Borges; es la versión que Pierre Menard escribe del Quijote, en la que a cada palabra del

original en español le corresponde su idéntica. Y tiene un límite cuando se trata de pasar de

una lengua a otra: a diferencia de las traducciones libres, que siempre pueden serlo un

poco más, apartándose re-creativamente del original, como querían Ezra Pound y Haroldo

de Campos, las traducciones literales, las que se apegan furiosamente a la letra, tienen

como límite la inteligibilidad.

Ricoeur tiene razón al calificar de “desesperada” la empresa de Berman de propugnar la

traducción letra por letra y no —como aconsejaba Cicerón— sentido por sentido. Un

argumento cratilista, el de la unión de significación y sonido, viene a refrendar tal empresa.

Ese argumento, con el que Ricoeur cierra “Un ‘pasaje’: traducir lo intraducible”, último de los

textos incluidos en este libro, se opone a la idea de la inmotivación del signo lingüístico

proclamada por Saussure. Y deja al lector en un lugar incierto, donde es posible la paradoja

anunciada en el título: traducir lo intraducible. Pues si, como afirmaba Cratilo, hay una

relación motivada, causal, entre los sonidos y el sentido, entonces no habrá posibilidad de

traducción. Es que si en algo difieren inapelablemente las lenguas es en el recorte fonético

que hacen de los sonidos pronunciables por un humano.

Los biógrafos, historiadores y críticos han registrado con frecuencia los desplantes de

algunos intelectuales —como Lacan y Foucault— hacia Ricoeur. Y uno comprende el

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fastidio de los pensadores más radicales ante lo inmarcesible de su pensamiento y su modo

de expresarlo. En el diálogo sobre la traducción que entabla entre otros con George Steiner,

con Walter Benjamin, con Antoine Berman, pero sobre todo con el lector, Ricoeur tiene

como norte la voluntad de comprender lo distinto, la necesidad de acercarse a la alteridad

sin anularla. ¿Qué mejor materia que la traducción para especular sobre ese proyecto y sus

obstáculos?

PATRICIA WILLSON

1.Desafío y felicidad de la traducción

“Défi et bonheur de la traducción”: discurso pronunciado enel Institut Historique Allemand el 15 de abril de 1997.

Quisiera expresar mi gratitud hacia las autoridades de la Fundación DVA de Stuttgart,1

por su invitación a que contribuya a la entrega del Premio Franco-Alemán de Traducción de

1996. Han aceptado que diera como título a estas observaciones “Desafío y felicidad de la

traducción”.

Me gustaría, en efecto, ubicar mis observaciones dedicadas a las grandes dificultades y

a las pequeñas alegrías de la traducción bajo la égida del título La prueba de lo ajeno,2 que

Antoine Berman — a quien echamos tanto de menos— dio a su notable ensayo sobre la

cultura y la traducción en la Alemania romántica.

Hablaré primero y más extensamente de las dificultades vinculadas con la traducción en

tanto desafío díficil, a veces imposible. Esas dificultades están precisamente resumidas en

el término francés épreuve, en su doble sentido de “pena experimentada” y de “prueba”.

Mise á l’épreuve, puesta a prueba, como se dice, de un proyecto, de un deseo, aun de una

pulsión: la pulsión de traducir.

Para iluminar esa épreuve, sugiero comparar la “tarea del traductor” de la que habla

Walter Benjamin con el doble sentido que Freud le da a “trabajo”, cuando en un ensayo se

refiere al “trabajo del recuerdo” y en otro, al “trabajo del duelo”. También en traducción

existe cierto salvataje y cierta aceptación de la pérdida.

¿Salvataje de qué? ¿Pérdida de qué? Es la pregunta que plantea el término étranger en

el título de Berman. En efecto, dos términos son puestos en relación por al acto de traducir:

lo extranjero —término que abarca la obra, el autor, su lengua— y el lector destinatario de la

obra traducida. Y entre ambos, el traductor, que transmite, que hace pasar el mensaje de un

1 Deutsches Verlagsanstalt, rama de la Fundación Bosch y editorial.2 A. Berman, L’épreuve de l’étrangrer, París, Gal1imard, 1995. [Ed. cast.: La prueba de lo ajeno. Cultura traducción en La Alemania romántica, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 2004.]

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idioma a otro. En esa incómoda situación de mediador reside la prueba en cuestión. Franz

Rosenzweig dio a esa experiencia la forma de una paradoja. Traducir, dice, es servir a dos

amos: al extranjero en su obra, al lector en su deseo de apropiación. Autor extranjero, lector

que habita la misma lengua que el traductor. Esta paradoja revela, en efecto, una

problemática sin par, sancionada doblemente por un voto de fidelidad y una sospecha de

traición. Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al autor”,

“llevar al autor al lector”.

En este intercambio, en este quiasmo reside el equivalente de lo que hemos llamado

antes el trabajo del recuerdo, el trabajo del duelo. Trabajo del recuerdo primero: este

trabajo, que también puede compararse con el trabajo de parto, afecta a los dos polos de la

traducción. Por un lado, acomete contra la sacralización de la lengua flamada materna,

contra su intolerancia identitaria.

Esta resistencia del lector no debe ser subestimada. La pretensión de autosuficiencia, el

rechazo de la mediación de lo extranjero, han nutrido en secreto numerosos etnocentrismos

lingüísticos y, más gravemente, numerosas pretensiones de hegemonía cultural, tal corno

se observó con el latín, de la Antigüedad tardía al fin de la Edad Media, y aun más allá del

Renacimiento; por parte también del francés en la edad clásica; por parte del

angloamericano en nuestros días. Como en psicoanálisis, he empleado el término

“resistencia” para denominar el rechazo solapado de la experiencia de lo extranjero por

parte de la lengua receptora.

Pero la resistencia al trabajo de traducción en tanto equivalente del trabajo del recuerdo,

no es menor por parte de la lengua extranjera. El traductor encuentra esa resistencia en

diversos estadios de su empresa. La encuentra desde antes de comenzar, bajo la forma de

la presunción de no traducibilidad, que lo inhibe aun antes de acometer la obra. Todo

sucede como si en la emoción inicial, en la angustia de comenzar, el texto exnanjero se

elevara como una masa inerte de resistencia a la traducción. Por una parte, esa presunción

inicial no es sino un fantasma alimentado por el reconocimiento banal de que el original no

será duplicado por otro original; reconocimiento, como dije, banal, pues se parece al de todo

coleccionista frente a la mejor copia de una obra de arte. El coleccionista conoce el defecto

mayor, que es el de no ser el original. Pero un fantasma de traducción perfecta reemplaza

ese sueño banal del original duplicado, y culmina en el temor de que la traducción, por ser

una traducción, sea, de alguna manera, mala por definición.

La resistencia a la traducción reviste una forma menos fantasmática, una vez que el

trabajo de traducción ha comenzado. Las zonas de intraducibilidad están diseminadas en el

texto, y hacen de la traducción un drama, y del deseo de una buena traducción un desafío.

En este sentido, la traducción de obras poéticas es la que ha ejercitado mas los espíritus,

precisamente, en la época del romanticismo alemán, de Herder a Goethe, de Schiller a

Novalis, más tarde aún en Von Humboldt y Schleiermacher, y, en nuestros días, en

Benjamin y Rosenzweig.

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La poesía ofrecería, en efecto, la gran dificultad de la unión inseparable del sentido y la

sonoridad, del significado y el significante. Pero la traducción de obras filosóficas revela

dificultades de otro orden y, en cierto sentido, igualmente irreductibles, en la medida en que

surgen en el plano mismo del recorte de los campos semánticos que resultan ser no

superponibles exactamente en lenguas diferentes. Y la dificultad llega a su colmo con las

palabras clave, las Grundwörter, que el traductor se impone a veces erroneamente traducir

palabra por palabra: la misma palabra recibe un equivalente fijo en la lengua de llegada.

Pero ese obstáculo legítimo tiene sus límites, en la medida en que esas famosas palabras

clave, Vorstellung, Aufhebung, Dasein, Ereignis, son también ellas condensados de larga

textualidad, donde contextos enteros se reflejan, sin hablar de los fenómenos de inter-

textualidad disimulados en la acuñación misma de la palabra. Intertextualidad que equivale

a veces a transformación, a refutación de empleos anteriores por autores que pertenecen a

la misma tradición de pensamiento o a tradiciones adversas.

No sólo los campos semánticos no se superponen; tampoco las sintaxis son

equivalentes. Los giros idiomáticos no transmiten los mismos legados culturales; y qué decir

de las connotaciones a medias mudas, que pesan sobre las denotaciones mejor delimitadas

del vocabulario de origen y que flotan de alguna manera entre los signos, las oraciones, las

secuencias cortas o largas. A ese complejo de heterogeneidad, el texto extranjero le debe

su resistencia a la traducción, y, en este sentido, su intraducibilidad esporádica.

En los textos filosóficos, provistos de una semántica rigurosa, la paradoja de la

traducción es puesta al desnudo. Así, el lógico Quine, en la línea de la filosofía analítica de

lengua inglesa, da la forma de una imposibilidad a la idea de correspondencia sin

adecuación entre dos textos. El dilema es el siguiente: los textos de partida y de llegada

deberían, en una buena traducción, estar medidos por un tercer texto inexistente. El

problema consiste en decir lo mismo o en pretender decir lo mismo de dos maneras dife-

rentes. Pero eso mismo, eso idéntico, no está dado en ninguna parte a la manera de un

tercer texto cuyo estatuto sería el del tercer hombre en el Parménides de Platón, tercero

entre la idea del hombre y los ejemplos humanos que participan de la idea verdadera y real.

A falta de ese tercer texto, en el que residiría el sentido mismo, el idéntico semántico, el

único recurso es la lectura crítica de algunos especialistas si no políglotas al menos

bilingües, lectura crítica que equivale a una retraducción privada, por la cual nuestro lector

competente rehace por su cuenta el trabajo de traducción, asumiendo a su vez la

experiencia de la traducción y chocándose con la misma paradoja de una equivalencia sin

adecuación.

Abro aquí un paréntesis: al hablar de retraducción por el lector, rozo el problema más

general de la retraducción incesante de las grandes obras, de los grandes clásicos de la

cultura universal, la Biblia, Shakespeare, Dante, Cervantes, Moliére. Quizá sea preciso decir

que es en la retraducción donde mejor se observa la pulsión de traducción alimentada por la

insatisfacción frente a las traducciones existentes. Cierro el parentesis.

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Hemos seguido al traductor desde la angustia que lo retiene antes de comenzar y a

través de la lucha con el texto a lo largo de su traducción: lo abandonamos en el estado de

insatisfacción en que lo deja la obra terminada.

Antoine Berman, a quien he releído intensamente para esta ocasión, resume en una

fórmula feliz las dos modalidades de la resistencia: la del texto a traducir y la de la lengua

receptora de la traducción. Cito: “En el plano psíquico —dice Berman— el traductor es

ambivalente. Quiere forzar ambos lados, forzar su lengua y cargar el lastre de lo extranjero;

forzar la otra lengua hasta de-portarse en su lengua materna”.

Nuestra comparación con el trabajo del recuerdo, evocado por Freud, encuentra así su

equivalente apropiado en el trabajo de traducción, trabajo conquistado en el frente doble de

una resistencia doble. Y bien, llegado a este punto de dramatización, el trabajo del duelo

encuentra su equivalente en la traductología, y le aporta su amarga pero preciosa

compensación. Lo resumiré en pocas palabras: renunciar al ideal de la traducción perfecta.

Sólo ese renunciamiento permite vivir, como una deficiencia aceptada, la imposibilidad

enunciada antes de servir a dos amos: el autor y el lector. Ese duelo permite también

asumir las dos tareas discordantes de “llevar al autor al lector”, y de “llevar al lector al autor”.

En resumen, el coraje de asumir la problemática bien conocida de la fidelidad y de la

traición: deseo/sospecha. Pero ¿de qué traducción perfecta se trata en ese renunciamiento,

en ese trabajo del duelo? Lacoue-Labarthe yJean-Luc Nancy le han dado una versión válida

para los románticos alemanes bajo el título de L’absolu littéraire.

Ese absoluto rige una empresa de aproximación, que ha recibido nombres diferentes:

“regeneración” de la lengua de llegada en Goethe, “potencialización” de la lengua de partida

por Novalis, convergencia del doble proceso de Bildung que funciona para una y otra en

Von Humboldt.

Ahora bien, ese sueño no ha sido enteramente engañoso, en la medida en que ha

alentado la ambición de sacar a la luz del día la cara oculta de la lengua de partida de la

obra a traducir y, recíprocamente, la ambición de desprovincializar la lengua materna,

invitada a pensarse como una lengua entre otras y, en última instancia, a percibirse a sí

misma como extranjera. Pero ese deseo de traducción perfecta ha revestido otras formas.

Citaré apenas dos: primero, el objetivo cosmopolita, en la huella de la Aufklärung, el

sueño de constituir la biblioteca total, que sería, por acumulación, el Libro, la red

infinitamente ramificada de las traducciones de todas las obras en todas las lenguas, y que

cristalizaría en una suerte de biblioteca universal en donde las intraducibilidades estarían

borradas por completo. Ese sueño de omnitraducción, que sería también el de una

racionalidad totalmente liberada de las restricciones culturales y de las limitaciones

comunitarias aspiraría a saturar el espacio de comunicación interlingüística y colmar la

ausencia de lengua universal. El otro objetivo de la traducción perfecta se ha encarnado en

la espera mesiánica revivida en el plano del lenguaje por Walter Benjamin en “La tarea del

traductor”, ese texto magnífico. El objetivo sería, entonces, el ienguaje puro, como dice

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Benjamin, que toda traducción lleva en sí como su eco mesiánico. Bajo todas estas figuras,

el sueño de la traducción perfecta equivale al deseo de una ganancia para la traducción, de

una ganancia sin pérdidas. Precisamente, es necesario hacer el duelo de esa ganancia sin

pérdidas, hasta la aceptación de la diferencia insuperable de lo propio y lo extranjero. La

universalidad recobrada aspiraría a suprimir la memoria de lo extranjero, y quizás hasta el

amor por la lengua propia, a causa del desprecio provinciano de la lengua materna.

Semejante universalidad borraría su propia historia y convertiría a todos en extranjeros para

sí mismos, en apátridas del lenguaje, en exiliados que habrían renunciado a la búsqueda de

asilo de una lengua receptora. En resumen, en nómades errantes.

Y es ese duelo de la traducción absoluta lo que va de la mano de la felicidad de traducir.

La felicidad de traducir es una ganancia cuando, sujeta a la pérdida del absoluto lingüístico,

acepta la distancia entre la adecuación y la equivalencia, la equivalencia sin adecuación. Allí

reside su felicidad. Confesando y asumiendo la irreductibilidad del par de lo propio y lo

extranjero, el traductor encuentra su recompensa en el reconocimiento del estatuto

insuperable de dialogicidad del acto de traducir como el horizonte razonable del deseo de

traducir. A pesar de lo agonística que dramatiza la tarea del traductor, éste puede encontrar

su felicidad en lo que me gustaría llamar la hospitalidad lingüística.

Su régimen es, pues, el de una correspondencia sin adecuación. Frágil condición, que

sólo admite como verificación el trabajo de retraducción que evoqué antes, como una suerte

de ejercicio de doblaje por bilingüismo mínimo del trabajo del traductor: retraducir después

del traductor. He partido de estos dos modelos, más o menos emparentads con el

psicoanálisis, del trabajo del recuerdo y el trabajo del duelo, pero quiero decir que, al igual

que en el acto de narrar, se puede traducir de otra manera, sin esperanza de colmar la

brecha entre equivalencia y adecuación total. Hospitalidad lingüística, pues, donde el placer

de habitar la lengua del otro es compensado por el placer de recibir en la propia casa la

palabra del extranjero.

2. El paradigma de la traducción

“Le paradigme de la traduction”: lección inaugural en la Faculté de Théologie Protestante de París, octubre de 1998.

Fue publicado en Esprit (no. 853, junio de 1999).

Dos vías de acceso se ofrecen al problema planteado por el acto de traducir: o bien

tomar el término “traducción” en su sentido estricto de transferencia de un mensaje verbal

de una lengua a otra, o bien tomarlo en sentido amplio, como sinónimo de interpretación de

todo conjunto significante dentro de la misma comunidad lingüística.

Los dos enfoques tienen su derecho: el primero, elegido por Antoine Berman en La

prueba de lo ajeno, tiene en cuenta el hecho evidente de la pluralidad y la diversidad de las

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lenguas; el segundo, seguido por George Steiner en Después de Babel,3 se dirige

directamente al fenómeno general que el autor resume de la siguiente manera:

“Comprender es traducir”. He elegido partir del primero, que pone en primer plano la rela-

ción de lo propio con lo extranjero, y así llegar al segundo con la guía de las dificultades y

paradojas suscitadas por la traducción de una lengua a otra.

Partamos, pues, de la pluralidad y la diversidad de las lenguas, y señalemos un primer

hecho: es porque los hombres hablan lenguas diferentes que la traducción existe. Este

hecho es el de la diversidad de las lenguas, para retomar el título de Wilhelm von Hurnboldt.

Ahora bien, este hecho es al mismo tiempo un enigma: ¿por qué no una sola lengua? y,

sobre todo, ¿por qué tantas lenguas, cinco o seis mil, según los etnólogos? Todo criterio

darwiniano de utilidad y de adaptación en la lucha por la supervivencia es burlado; esa

multiplicidad innumerable es no sólo inútil, sino también perjudicial. En efecto, si el inter-

cambio intracomunitario está asegurado por la potencia de integración de cada lengua

tornada por separado, el intercambio con el afuera de la comunidad lingüística, en última

instancia, se convierte en impracticable por lo que Steiner llama “una prodigalidad nefasta”.

Pero lo que entraña un enigma no es solamente el entorpecimiento de la comunicación, que

el mito de Babel, al que nos referiremos más adelante, llama “dispersion” en el plano

geográfico y “confusión” en el plano de la comunicación; es también el contraste con otros

rasgos que también afectan el lenguaje. En primer lugar el hecho notable de la

universalidad del lenguaje: “Todos los hombres hablan”; ése es un criterio de humanidad,

junto con la herramienta, la institución, la sepultura. Por lenguaje entendemos el uso de

signos que no son cosas, sino que valen por cosas —el intercambio de los signos en la

interlocución—, el rol central de una lengua común en el plano de la identificación

comunitaria; se trata de una competencia universal desmentida por sus desempeños

locales, una capacidad universal desmentida por su realización fragmentada, diseminada.

dispersa. De allí, las especulaciones en el plano del mito primero, luego en el de la filosofía

del lenguaje, cuando ésta se interroga sobre el origen de la dispersion-confusión. Al

respecto, el mito de Babel, demasiado breve y confuso en su instancia literaria, hace soñar

hacia atrás, en dirección de una presunta lengua paradisíaca perdida, y no funciona como

guía para conducirse en ese laberinto. La dispersión-confusión es entonces percibida como

una catástrofe lingüística irremediable. Sugeriré mis adelante una lectura mucho más

benévola de la condición de los humanos.

Pero antes quiero decir que hay un segundo hecho que no debe enmascarar el primero,

el de la diversidad de las lenguas: el hecho también notable de que siempre se ha

traducido. Antes de los intérpretes profesionales, hubo viajeros, mercaderes, embajadores,

espías, ¡muchos bilingües y políglotas! Se trata de una realidad tan notable como la

deplorada incomunicación: el hecho mismo de la traducción, que presupone en todo locutor

3 G. Steiner, Aprés Babel, París, Albin Michel, 1998. [Ed. cast.: Después de Babel, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.]

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la aptitud para aprender y practicar otras lenguas además de la propia. Esta capacidad

parece solidaria de otros rasgos mas disimulados, relativos a la práctica del lenguaje,

rasgos que finalmente nos acercaran a los procedimientos de traducción intralingüística;

éstos son, para decirlo anticipadamente, la capacidad reflexiva del lenguaje y esa

posibilidad siempre disponible de hablar sobre el lenguaje, de ponerlo a distancia, y tratar

así nuestra propia lengua como una lengua entre otras. Reservo para más tarde este

análisis de la reflexividad del lenguaje y me concentro en el simple hecho de la traducción.

Los hombres hablan diferentes lenguas, pero pueden aprender otras, diferentes de su

lengua materna.

Esta simple constatación ha suscitado una inmensa especulación que se ha dejado

encerrar en una alternativa ruinosa de la que es necesario liberarse. Esa alternativa

paralizante es la siguiente: o bien la diversidad de las lenguas expresa una heterogeneidad

radical —y entonces la traducción es teóricamente imposible, pues las lenguas son a priori

intraducibles entre sí—, o bien la traducción se explica mediante un fondo común que

vuelve, posible el hecho de la traducción. Pero entonces uno debe poder o bien reencontrar

ese fondo común, y seguir la pista de la lengua originaria, o bien reconstruirlo lógicamente,

y seguir la pista de la lengua universal. Originaria o universal, esa lengua absoluta debe

poder ser mostrada, en sus tablas fonológicas, léxicas, sintácticas, retóricas. Repito la

alternativa teórica: o bien la diversidad de las lenguas es radical, y entonces la traducción

es directamente imposible, o bien la traducción es un hecho, y hay que establecer su

posibilidad de derecho mediante una indagación sobre el origen o mediante una

reconstrucción de las condiciones a priori del hecho constatado.

Sugiero que hay que salir de esta alternativa teórica, traducible versus intraducible, y

reernplazarla por otra alternativa, práctica esta vez, salida del ejercicio mismo de la

traducción: la alternativa fidelidad versus traición, a riesgo de confesar que la práctica de la

traducción sigue siendo una operación peligrosa, siempre en busca de su teoría. Veremos

finalmente que las dificultades de la traducción intralingüística confirman esta confesión

embarazosa. Participé recientemente en un coloquio internacional sobre la interpretación y

escuché la exposición del filósofo analítico Donald Davidson, titulada “Teóricamente difícil

(hard) y prácticamente fácil (easy).”

Ésta es también mi tesis cuando se trata de la traducción en sus dos vertientes, extra e

intralingüística: teóricamente incomprensible pero efectivamente practicable, al precio de lo

que llamaremos la alternativa práctica fidelidad versus traición.

Antes de internarrne en la vía de esta dialéctica práctica, fidelidad versus traición,

quisiera exponer sucintamente las razones del callejón sin salida especulativo donde lo

intraducible y lo traducible se chocan.

La tesis de lo intraducible es la conclusión obligada de cierta etnolingüística —B. Lee

Whorf, E. Sapir— que se aplicó a subrayar el carácter no superponible de los diferentes

recortes de los que dependen los múltiples sistemas lingüísticos: recorte fonético y

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articulatorio como base de los sistemas fonológicos (vocales, consonantes, etcétera);

recorte conceptual que rige los sistemas léxicos (diccionarios, enciclopedias, etcétera);

recorte sintáctico como base de las diversas gramáticas. Los ejemplos abundan: si decimos

bois en francés, reunimos el material leñoso y la idea de un pequeño bosque; pero, en otra

lengua, estas dos significaciones se encuentran separadas o agrupadas en dos sistemas

semánticos diferentes. En el plano gramatical, es fácil ver que los sistemas de tiempos

verbales (presente, pasado y futuro) difieren de una lengua a otra; tenemos lenguas en las

que no se marca la posición en el tiempo, sino el carácter perfectivo o no perfcctivo de la

acción; y tenemos lenguas sin tiempos verbales, donde la posición en el tiempo está

marcada solamente por adverbios que equivalen a “ayer”, “mañana”, etcétera. Si

agregamos la idea de que cada recorte lingüístico impone una visión de mundo —idea en

mi opinión insostenible—, diciendo, por ejemplo, que los griegos construyeron ontologías

porque tienen un verbo “ser” que funciona a la vez como cúpula y como aserción de exis-

tencia, entonces el conjunto de las relaciones humanas de los hablantes de una lengua

dada resulta ser no superponible al de aquellas por las cuales el hablante de otra lengua se

comprende a sí mismo comprendiendo su relación con el mundo. Entonces es necesario

concluir que la incomprensión es de derecho, que la traducción es teóricamente imposible y

que los individuos bilingües no pueden sino ser esquizofrénicos.

Entonces, somos lanzados a la otra orilla; puesto que la traducción existe, es necesario

que sea posible. Y si es posible es porque, bajo la diversidad de las lenguas, existen

estructuras ocultas que, o bien llevan la huella de una lengua originaria perdida que es

preciso reencontrar, o bien consisten en códigos a priori, en estructuras universales o, como

suele decirse, trascendentales, que podríamos reconstruir. La primera versión —la de la

lengua originaria— fue profesada por diversas gnosis, por la Cábala, por los hermetismos

de todo tipo, hasta producir algunos frutos venenosos, como la defensa de una pretendida

lengua aria, declarada históricamente fecunda, y que se opone al hebreo, considerado

estéril. Olander, en su libro Las lenguas del paraíso, cuyo inquietante subtitulo es “arios y

semitas: un par providencial“, denuncia en lo que él llama una “fábula erudita” el pérfido

antisemitismo lingüístico. Pero, para ser equitativo, es preciso decir que la nostalgia de la

lengua originaria ha producido también la potente meditación de un Walter Benjamin en “La

tarea del traductor”, donde la “lengua perfecta”, la “lengua pura” —son expresiones de

Benjamin—, figura como horizonte mesiánico del acto de traducir, asegurando

secretamente la convergencia de los idiomas cuando éstos son llevados a la cima de la

creatividad poética. Desafortunadamente, la práctica de la traducción no recibe ningún

auxilio de esta nostalgia convertida en espera escatológica; quizá habría que hacer el duelo

del deseo de perfección para asumir sin embriaguez y con toda sobriedad la “tarea del

traductor”.

Más tenaz es la otra versión de la búsqueda de unidad, ya no en la dirección de un

origen en el tiempo, sino en la de códigos a prioi; Umberto Eco ha dedicado útiles capítulos

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a estas tentativas en su libro La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea. Se

trata, como lo subraya el filósofo Bacon, de eliminar las imperfecciones de las lenguas

naturales, que son fuente de lo que él llama los “ídolos” de la lengua. Leibniz le dará cuerpo

a esta exigencia con su idea de carácter universal, que también apunta a componer un

léxico universal de las ideas simples, completado por una antología de todas las reglas de

composición entre esos verdaderos átomos de pensamiento.

¡Y bien!, hay que plantear la cuestión de confianza —y éste será el punto de inflexión de

nuestra meditación—: hay que preguntarse por qué esta tentativa fracasa y debe fracasar.

Ha habido, por cierto, resultados parciales en las gramáticas llamadas generativas de la

escuela de Chomsky, pero un fracaso total en el plano léxico y fonológico. ¿Por qué?

Porque el anatema no es la imperfección de las lenguas naturales, sino su funcionamiento

mismo. Para simplificar al extremo una discusión muy técnica, señalemos dos escollos: por

un lado, no hay acuerdo sobre lo que caracterizaría una lengua perfecta en el nivel del

léxico de las ideas primitivas que entran en composición. Este acuerdo presupone una

homología completa entre el signo y la cosa, sin arbitrariedad, y, por ende, más

ampliamente, entre el lenguaje y el mundo, lo que constituye o bien una tautología, si se

decreta que un recorte privilegiado es figura del mundo, o bien una pretensión inverificable

en ausencia de un inventario exhaustivo de todas las lenguas habladas. Segundo escollo,

más temible aún: nadie puede decir cómo podrían derivarse las lenguas naturales, todas

con las curiosidades de las que hablaremos más adelante, de la presunta lengua perfecta:

la distancia entre la lengua universal y la lengua empírica, entre lo apriorístico y lo histórico,

parece infranqueable. Aquí es donde las reflexiones por las cuales terminaremos en el

trabajo de traducción dentro de una misma lengua natural serán útiles para sacar a la luz

las infinitas complejidades de las lenguas, que hacen que haya que aprender el

funcionamiento de una lengua, incluida la propia.Tal es el balance sumario de la batalla que

opone el relativismo de campo, que debería concluir en la imposibilidad de la traducción, y

el formalismo de gabinete, que fracasa en fundar el hecho de la traducción sobre una

estructura universal demostrable. Sí, hay que confesarlo: de una lengua a otra, la situación

es la de dispersión y confusión. Y, sin embargo, la traducción se inscribe en la larga letanía

de los “a pesar de todo”. A pesar de los fratricidas, militamos por fraternidad universal. A

pesar de la heterogeneidad de los idiomas, hay bilingües, políglotas, intérpretes y

traductores.

ENTONCES, ¿CÓMO HACEN?

Me referí a un cambio de orientación: abandonando la alternativa especulativa —tradu-

cibilidad contra intraducibilidad— entremos, decía, en la alternativa práctica —fidelidad

contra traición—.

Para entrar en la vía de esta inversión, vuelvo a la interpretación del mito de Babel, que

no quisiera cerrar con la idea de catástrofe lingüística infligida a los humanos por un dios

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celoso de sus logros. Ese mito, como, por otra parte, todos los mitos de comienzo, que

tienen en cuenta situaciones irreversibles, también puede leerse como el acta sin condena

de una separación originaria. Se puede empezar, al comienzo del Génesis, con la

separación de los elementos cósmicos que le permite a un orden emerger del caos,

continuar con la pérdida de la inocencia y la expulsión del Edén, que marca también el

acceso a la edad adulta y responsable, y pasar luego —y esto nos interesa enormemente

para una relectura del mito de Babel— por el fratricidio, el asesinato de Abel, que hace de la

fraternidad misma un proyecto ético y ya no un simple hecho de la naturaleza. Si se adopta

esta línea de lectura, que comparto con el exégeta Paul Beauchamp, la dispersión y

confusión de las lenguas, anunciadas por el mito de Babel vienen a coronar esta historia de

la separación llevándola al corazón del ejercicio del lenguaje. Así somos, así existimos,

dispersos y confusos, y llamados ¿a qué? Y bien... ¡a la traducción! Hay un después de

Babel, definido por “la tarea del traductor”, para retornar el título ya evocado del famoso

ensayo de Walter Benjamin.

Para darle más fuerza a esta lectura, recordaré, con Umberto Eco, que el relato del

Génesis 11, 1-9, está precedido por los dos versículos del Génesis 10, 31-32, donde la

pluralidad de las lenguas parece considerada un dato simplemente fáctico. Leo esos

versículos en la áspera traducción de Chouraki:

Voici les fils de Shem pour leur clan, pour leur langue, dans leur terre, pour leur peuple.

Voilà les clans des fils de Noah, pour leur geste, dans leur peuple: de ceux-là se

scindent les peuples sur terre après le Déluge.

Éstos fueron los hijos de Sem, según sus linajes y lenguas, por sus territorios y naciones

respectivas.

Hasta aquí los linajes de los hijos de Noé, según su origen y sus naciones. Y a partir de

ellos se dispersaron los pueblos por la tierra después del diluvio.*

Estos versículos tienen el tono de enumeración en el que se expresa la simple

curiosidad de una mirada benévola. La traducción es entonces una tarea, no en el sentido

de una obligación restrictiva, sino en el de lo que hay que hacer para que la acción humana

pueda simplemente continuar, como afirma Hannah Arendt, amiga de Benjamin, en La

condición humana.

Sigue luego el relato titulado “La torre de Babel”:

Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la

humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar, y allí se

establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: “Ea, vamos a fabricar ladrillos y a

* Éste y todos los fragmentos bíblicos citados siguen la version española de La Biblia de Jerusalén, edición

revisada y aumentada, Bilbao, Desc1ée de Brouwer, 1975. [N. de la T.]

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cocerlos al fuego”. Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después

dijeron: “Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y

hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra”.

Bajó Yahvéh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo

Yahvéh: “He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el

comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues,

bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el

de su prójimo”. Y desde aquel punto los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra, y

dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel: porque allí embrolló Yahvéh el

lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la

tierra.

Éstos son los descendientes de Sem. Sem tenía cien años cuando engendró a

Arpaksad, dos años después del diluvio.

Vivió Sem, después de engendrar a Arpaksad, quinientos años, y engendró hijos e

hijas.

Vémos que no hay ninguna recriminación, ningún lamento, ninguna acusación: “los

desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad”. ¡Dejaron de

edificar! Una manera de decir: es así. Es así, como le gustaba decir a Benjamin. A partir de

esta realidad de la vida, ¡traduzcamos!

Para hablar de la tarea de traducir, quisiera evocar, con Antoine Berman en La prueba de

lo ajeno, el deseo de traducir. Ese deseo va más allá de Ia imposición y la utilidad. Hay, por

cierto, una imposición: si se quiere viajar, negociar, espiar incluso, es necesario disponer de

mensajeros que hablen la lengua de los otros. En cuanto a la utilidad, ésta es evidente.

Cuando queremos evitar el aprendizaje de las lenguas extranjeras, podemos contentarnos

con encontrar traducciones. Después de todo, es así como hemos tenido acceso a los

trágicos, a Platón, Shakespeare, Cervantes, Petrarca y Dante, Goethe y Schiller, Tolstoi y

Dostoievski. Imposición, utilidad, ¡de acuerdo! Pero hay algo más tenaz, más profundo, más

oculto: el deseo de traducir.

Ése es el deseo que ha animado a los pensadores alemanes desde Goethe, el gran

clásico, y Von Hurnboldt, ya mencionado, pasando por los románticos Novalis, los hermanos

Schlegel, Schleiermacher (traductor de Platón, no hay que olvidarlo), hasta Hölderlin, el

traductor trágico de Sófocles, y finalmente, Walter Benjamin, el heredero de Hölderlin. Y en

la retaguardia de todos ellos, Lutero, traductor de la Biblia —Lutero y su voluntad de

“germanizar” la Biblia, cautiva del latín de San Jerónimo—.

¿Qué es lo que esos apasionados por la traducción esperaron de su deseo? Lo que uno

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de ellos llamó la ampliación del horizonte de su propia lengua —e incluso lo que todos

llamaron formación, Bildung, es decir, a la vez configuración y educacion, y en primer lugar,

si puede decirse, el descubrimiento de su propia lengua y de sus recursos dejados en

barbecho—. Las palabras que siguen son de Hölderlin: “Lo que es propio debe aprenderse

tan bien como lo extranjero”. Pero entonces, ¿por qué ese deseo de traducir debe pagarse

al precio de un dilema, el dilema fideIidad/traición? Porque no existe criterio absoluto de

buena traducción. Para que tal criterio esté disponible, sería necesario poder comparar el

texto de partida y el texto de llegada con un tercer texto que sería portador del sentido

idéntico que supuestamente circula del primero al segundo. Lo mismo dicho por uno y otro.

Así como para el Platón del Parménides no hay tercer hombre entre la idea de hombre y

determinado hombre singular —Sócrates, ¡cómo no nombrarlo!—, tampoco hay tercer texto

entre el texto de partida y el texto de llegada. De allí la paradoja antes que el dilema: una

buena traducción no puede apuntar sino a una equivalencia presunta, no fundada en una

identidad de sentido demostrable. Una equivalencia sin identidad. Esta equivalencia sólo

puede ser buscada, trabajada, presupuesta. Y la única manera de criticar una traducción —

algo que siempre se puede hacer— es proponer otra, presuntamente mejor o diferente. Eso

es lo que ocurre en el terreno de los traductores profesionales. En lo que concierne a los

grandes textos de nuestra cultura, dependemos en lo esencial de retraducciones, una y otra

vez propuestas al oficio de traducir. Es el caso de la Biblia, es el caso de Homero, de

Shakespeare, de todos los escritores citados antes, y, en cuanto a los filósofos, de Platón a

Nietzsche y Heidegger.

Así, cubiertos de retraducciones, ¿estamos mejor armados para resolver el dilema

fidelidad/traición? En absoluto. El riesgo con el que se paga el deseo de traducir, y que hace

del encuentro con lo extranjero en su lengua una experiencia, es insuperable. Franz

Rosenzweig, que nuestro colega Hans-Christoph Askani ha llamado “testigo del problema

de la traducción” (así me permito traducir el título de su gran libro publicado en Tubinga), le

dio a esa experiencia la forma de una paradoja: traducir, dice, es servir a dos amos, al

extranjero en su extranjeridad, al lector en su deseo de apropiación. Antes que él,

Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al autor”, “llevar al

autor al lector”. Por mi parte, me arriesgo a aplicarle a esta situación el vocabulario

freudiano y a hablar, no sólo de trabajo de traducción en el sentido en que Freud habla de

trabajo de rememoración, sino también de trabajo del duelo.

Trabajo de traducción, conquistado a partir de las resistencias íntimas motivadas por el

miedo, incluso el odio, a lo extranjero, percibido como amenaza dirigida contra nuestra

propia identidad lingüística. Pero también trabajo del duelo, aplicado a renunciar al ideal

mismo de traducción perfecta. Este ideal, en efecto, no solamente ha nutrido el deseo de

traducir y, a veces, la felicidad de la traducción; también fue la desdicha de un Hölderlin,

desgarrado por su ambición de fundar la poesía alemana y la poesía griega en una

hiperpoesía donde la diferencia de los idiomas estuviera abolida. ¿Y quién sabe si no es

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este ideal de la traducción perfecta el que, en última instancia, mantiene la nostalgia de la

lengua originaria o la voluntad de control sobre el lenguaje por intermedio de la lengua

universal? Abandonar el sueño de la traducción perfecta es la confesión de la diferencia

insuperable entre lo propio yio extranjero. Es la experiencia de lo extranjero.

Vuelvo aquí a mi título: el paradigma de la traducción.

Me parece, en efecto, que la traducción no plantea únicamente un trabajo intelectual,

teórico o práctico, sino un problema ético. Llevar al lector al autor, llevar al autor al lector, a

riesgo de servir y traicionar a dos amos, es practicar lo que doy en llamar la hospitalidad

lingüística. Ella es el modelo para otras formas de hospitalidad con las que está

emparentada: las confesiones, las religiones, ¿no son como lenguas extranjeras entre si,

con su léxico, su gramática, su retórica, su estilística, que hay que aprender a fin de pene-

trarlas? Y la hospitalidad eucarística, ¿no debe asumirse con los riesgos de la traducción-

traición, pero también con el mismo renunciamiento a la traducción perfecta? Me quedo con

estas arriesgadas analogías y con estos signos de interrogación...

Pero no quisiera terminar sin haber dicho las razones por las cuales no hay que

descuidar la otra mitad del problema de la traducción, a saber, la traducción dentro de la

misma comunidad lingüística. Me gustaría mostrar, al menos muy sucintamente, que es en

este trabajo de la lengua sobre sí misma donde se revelan las razones profundas por las

cuales la distancia entre una presunta lengua perfecta, universal, y las lenguas llamadas

naturales, en el sentido de no artificiales, es insuperable. Como he sugerido, no son las

imperfecciones de las lenguas naturales lo que se desearía abolir, sino el funcionamiento

mismo de esas lenguas en sus sorprendentes curiosidades. Lo que precisamente revela

esa distancia es el trabajo de traducción interna. Retomo aquí la declaración que rige el

libro de George Steiner, Después de Babel. Después de Babel, “comprender es traducir”. Se

trata de algo más que una simple interiorización de la relación con lo extranjero, en virtud

del adagio de Platón de que el pensamiento es un diálogo del alma consigo misma —

interiorización que haría de la traducción interna un simple apéndice de la traducción

externa—. Se trata de una exploración original que pone al desnudo los procedimientos

cotidianos de una lengua viva: éstos hacen que ninguna lengua universal pueda lograr la

reconstrucción de la diversidad indefinida. Se trata de aproximar los arcanos de la lengua

viva y, al mismo tiempo, dar cuenta del fenómeno del malentendido, de la incomprensión,

que, según Schleiermacher, suscita la interpretación, de cuya teoría se encarga la

hermenéutica. Las razones de la distancia entre lengua perfecta y lengua viva son

exactamente las mismas que las causas de la incomprensión.

Partiré de ese hecho contundente, característico de nuestras lenguas: siempre es

posible decir lo mismo de otra manera. Es lo que hacemos cuando definimos una palabra

por otra del mismo léxico, corno hacen todos los diccionarios. Peirce, en su ciencia

semiótica, ubica este fenómeno en el centro de la reflexividad del lenguaje sobre sí mismo.

Pero es también lo que hacernos cuando reformulamos un argumento que no ha sido

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comprendido. Decimos que lo explicamos, es decir, que abrirnos sus pliegues. Ahora bien,

decir lo mismo de otro modo —dicho de otro modo— es lo que hace el traductor de lengua

extranjera. Encontramos así, dentro de nuestra comunidad lingüística, el mismo enigma de

lo mismo, de la significación misma, el inhallable sentido idéntico, que supuestamente

vuelve equivalentes las dos versiones de la misma frase: por ello, mediante nuestras

explicaciones, no salimos del malentendido, e incluso a menudo lo agravamos. Al mismo

tiempo, se tiende un puente entre la traducción interna, como la llamo, y la traducción

externa: dentro de la misma comunidad, la comprensión exige al menos dos interlocutores.

No se trata, por cierto, de extranjeros, pero si de otros, otros próximos, si se quiere; Husserl,

hablando del conocimiento del otro, llama al otro cotidiano der Fremde, el extranjero. Hay

algo extranjero en todo otro. Con otros definimos, reformulamos, explicamos, buscamos

decir lo mismo de otra manera.

Demos un paso más hacia esos famosos arcanos que Steiner no cesa de visitar y

revisitar. ¿Con qué trabajamos cuando hablamos y le dirigimos la palabra a otror?

Con tres clases de unidades: las palabras, es decir, los signos que se encuentran en el

léxico; las oraciones, para las cuales no hay léxico (nadie puede decir cuántas oraciones

han sido y serán dichas en frances o en cualquier otra lengua); y finalmente, los textos, es

decir, las secuencias de oraciones. El manejo de estos tres tipos de unidades (uno señalado

por Saussure; el otro, por Benveniste y por Jakobson; el tercero, por Harald Weinrich,

Gauss y los teóricos de la recepción de textos) es la fuente de la distancia con respecto a

una presunta lengua perfecta, y la fuente de malentendidos en el uso cotidiano y en este

sentido, ocasión de interpretaciones múltiples y encontradas.

Dos palabras sobre la palabra: nuestras palabras tienen cada una más de un sentido,

como se ve en los diccionarios. Se llama a esto polisemia. El sentido es delimitado siempre

por el uso, que consiste esencialmente en cribar la porción del sentido de la palabra que

conviene al resto de la oración y contribuye con éste a la unicidad del sentido expresado y

ofrecido al intercambio. Siempre es el contexto el que, como suele decirse, decide el sentido

que ha tomado la palabra en determinada circunstancia del discurso; a partir de allí, las

disputas sobre las palabras pueden ser interminables: ¿qué quiso decir?, etcétera. Y es en

el juego de la pregunta y la respuesta donde las cosas se precisan o se confunden. Pues no

sólo hay contextos evidentes; hay también contextos ocultos y lo que llamamos las conno-

taciones, que no siempre son intelectuales, a veces son afectivas; no todas son públicas, a

veces son propias de un medio, de una clase, de un grupo, incluso de un círculo secreto.

Existe el margen disimulado por la censura, lo prohibido, el margen de lo no dicho, surcado

por la figura de lo oculto.

Con el recurso al contexto, hemos pasado de la palabra a la oración. Esta nueva unidad,

que es en realidad la primera unidad del discurso, pues la palabra corresponde a la unidad

del signo que no es todavía discurso, aporta nuevas fuentes de ambigüedad que afectan

principalmente la relación de lo significad -lo que se dice- con el referente —aquello de lo

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que se habla, en última instancia, el mundo—. ¡Vasto programa, como suele decirse! Ahora

bien, a falta de una descripción completa, tenemos únicamente visiones parciales del

mundo. Es por ello que nunca terminamos de explicarnos, de explicarnos con las palabras y

las oraciones, de explicarnos con el prójimo que no ve las cosas desde el mismo ángulo

que nosotros.

Entran entonces en juego los textos, esos encadenamientos de oraciones que, como la

palabra lo indica, son texturas que tejen el discurso en secuencias más o menos largas. El

relato es una de las más notables de esas secuencias, y es particularmente interesante

para nuestro propósito, en la medida en que hemos aprendido que siempre se puede contar

de otra manera, variando la disposición de la intriga, de la fábula. Pero también están los

otros tipos de textos, donde no se cuenta, donde, por ejemplo, se argumenta, como en

moral, en derecho, en política. Interviene aquí la retórica con sus figuras de estilo, sus

tropos, la metáfora entre otros, y todos los juegos de lenguaje al servicio de innumerables

estrategias, entre las cuales se encuentra la seducción y la intimidación a expensas de la

honesta preocupación por convencer.

De ello deriva lo que se ha dicho en traductología sobre las complicadas relaciones entre

pensamiento y lengua, el espíritu y la lengua, y la pregunta sempiterna: ¿hay que traducir el

sentido o traducir las palabras? Todos estos obstáculos de la traducción de una lengua a

otra encuentran su origen en la reflexión de la lengua sobre sí misma, lo que ha hecho decir

a Steiner que “comprender es traducir”.

Pero vuelvo a aquello a lo que se aferra Steiner y que amenaza con hacer vacilar todo

en una dirección inversa a la de la experiencia de lo extranjero. Steiner se complace en

explorar los usos de la palabra cuando no se apunta a la verdad, a lo real, es decir, no

solamente lo falso manifiesto, a saber, la mentira —aunque hablar es poder mentir,

disimular, falsificar—, sino también todo lo que podemos clasificar como no real: lo posible,

lo condicional, lo optativo, lo hipotético, lo utópico. Es una locura —conviene decirlo— lo

que se puede hacer con el lenguaje: no solamente decir lo mismo de otro modo, sino

también decir otra cosa que lo que es. Platón evocaba en este sentido —¡y con cuánta

perplejidad!— la figura del sofista.

Pero no es esta figura la que más perturba el orden de nuestras palabras: es la

propensión del lenguaje al enigma, al artificio, al hermetismo, al secreto, en síntesis, a la

incomunicación. De allí lo que llamaré el extremismo de Steiner, que, por aversión al

charlatanismo, al uso convencional, a la instrumentalización del lenguaje, lo lleva a oponer

interpretación a comunicación: la ecuación “comprender es traducir” se cierra entonces con

la relación de uno consigo mismo en el secreto, donde encontramos lo intraducible, que

habíamos creído apartar en beneficio del par fidelidad/traición. Lo reencontramos en el

trayecto del voto de fidelidad más extremo. Pero ¿fidelidad a quién y a qué? Fidelidad a la

capacidad del lenguaje para preservar el secreto en contra de su propensión a traicionarlo.

Fidelidad a sí mismo, más que a otro. Y es verdad que la alta poesía de un Paul Celan

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bordea lo intraducible, bordeando primero lo indecible, lo innobrable, en el corazón de su

propia lengua tanto como en la distancia entre dos lenguas.

¿Qué concluir de esta serie de cambios de orientación? Quedo perplejo, lo confieso.

Tiendo, por cierto, a privilegiar la entrada por la puerta de lo extranjero. ¿No nos hemos

puesto en movimiento por el hecho de la pluralidad humana, y por el enigma doble de la

incomunicabilidad entre idiomas y de la traducción a pesar de todo? Y además, sin la

experiencia de lo extranjero, ¿seríamos sensibles a la extranjeridad de nuestra propia

lengua? Finalmente, sin esa experiencia, ¿no correríamos el riesgo de estar encerrados en

la acritud de un monólogo, solos con nuestros libros? Honremos, entonces, la hospitalidad

lingüística.

Pero también veo el otro costado, el del trabajo de la lengua sobre sí misma. Ese trabajo,

¿no es acaso lo que nos da la clave de las dificultades de la traducción ad extra? Y si no

hubiéramos bordeado las inquietantes comarcas de lo indecible, ¿tendríamos el sentido del

secreto, del intraducible secreto? Y nuestros mejores intercambios, en el amor y en la

amistad, ¿conservarían esa cualidad de discreción —secreto/discreción— que mantiene la

distancia en la proximidad?

Sí, hay muchas otras vías de entrada al problema de la traducción.

3.Un “pasaje“: traducir lo intraducible

“Un ‘passage’: traduire l’intraduisible”: inédito.

Esta contribución se refiere a la paradoja que está a la vez en el origen de la traducción y

en un efecto de la traducción, a saber, el carácter en sentido intraducible de un mensaje

verbal de una lengua a otra.

1. Hay un primer intraducible, un intraducible de partida, que es la pluralidad de las

lenguas, y que convendría llamar enseguida, como Von Humboldt, la diversidad, la

diferencia de las lenguas, que sugiere la idea de una heterogeneidad radical que debería a

priori volver imposible la traducción. Esa diversidad afecta todos los niveles operatorios del

lenguaje: el recorte fonético y articulatorio que está en la base de los sistemas fonéticos; el

recorte léxico que opone las lenguas, no palabra por palabra, sino de sistema léxico a

sistema léxico, pues las significaciones verbales dentro de un léxico consisten en una red

de diferencias y sinónimos; el recorte sintáctico afecta, por ejemplo, a los sistemas verbales

y a la posición de un acontecimiento en el tiempo o aun los modos de encadenamiento y de

consecución. Eso no es todo: las lenguas son diferentes no sólo por su manera de recortar

lo real, sino también de recomponerlo en el nivel del discurso; en este sentido, Benveniste,

contestándole a Saussure, observa que la primera unidad de lenguaje significante es la

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oración y no la palabra, cuyo carácter opositivo señalamos. Ahora bien, la oración organiza

de manera sintética un locutor, un interlocutor, un mensaje que quiere significar algo y un

referente, a saber, aquello sobre lo que se habla, aquello de lo que se habla (alguien dice

algo a alguien sobre algo según reglas de significación). Es en este nivel donde lo

intraducible se revela por segunda vez inquietante; no solamente el recorte de lo real, sino

la relación del sentido con el referente: lo que se dice, en su relación con aquello sobre lo

cual se lo dice; las oraciones del mundo entero flotan entre los hombres como mariposas

inaprensibles. Eso no es todo, ni siquiera lo más temible: las oraciones son pequeños

discursos tomados de discursos más largos que son los textos. Los traductores lo saben

bien: son textos, y no oraciones, no palabras, lo que nuestros textos quieren traducir. Y los

textos a su vez forman parte de conjuntos culturales a través de los cuales se expresan

visiones de mundo diferentes, que, por otra parte, pueden enfrentarse dentro del mismo

sistema elemental de recorte fonológico, léxico, sintáctico, al punto de hacer de lo que se

llama nacional o comunitaria una red de visiones de mundo en competencia oculta o

abierta. Pensemos en Occidente y en sus aportes sucesivos, griego, latín, hebreo, y en sus

distintos períodos de comprensión de sí mismo, de la Edad Media al Renacimiento y la

Reforma, en la Ilustración, en el Romanticismo.

Estas consideraciones me llevan a decir que la tarea del traductor no va de la palabra a la

oración, al texto, al conjunto cultural, sino a lainversa: impregnándose por vastas lecturas

del espíritu de una cultura, el traductor vuelve a descender al texto, a la oración y a la

palabra. El último acto, si puede decirse, la última decisión, concierne al establecimiento de

un glosario en el nivel de las palabras; la elección del glosario es la última experiencia

donde cristaliza de alguna manera in fine lo que debería ser una imposibilidad de traducir.

2. Acabo de hablar de lo intraducible inicial. Para alcanzar lo intraducible terminal, el que

produce la traducción, hay que decir cómo opera la traducción. Pues la traducción existe.

Siempre se ha traducido: siempre ha habido mercaderes, viajeros, embajadores, espías,

para satisfacer la necesidad de extender los intercambios humanos más allá de la

comunidad lingüística, que es uno de los componentes esenciales de la cohesión social y

de la identidad de grupo. Los hombres de una cultura siempre han sabido que había ex-

tranjeros que tenían otras costumbres y otras lenguas. Y el extranjero siempre ha sido

inquietante: entonces, ¿hay otras maneras de vivir, además de la nuestra? La traducción ha

sido siempre una respuesta parcial a esta “experiencia de lo extranjero”. La traducción

supone, ante todo, una curiosidad: ¿cómo se puede ser persa, se pregunta el racionalista

del siglo XVIII? Son conocidas las paradojas de Montesquieu: imaginar la lectura que el

persa hace de las costumbres del hombre occidental, grecolatino, cristiano, supersticioso y

racionalista. En esta curiosidad por lo extranjero se inserta lo que Antoine Berman, en

L’epreuve de l’étranger, llama el deseo de traducir.

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¿Cómo hace el traductor? Empleo a propósito el verbo “hacer”. Pues, mediante un hacer

en busca de su teoría, el traductor franquea el obstáculo —e incluso la objeción teórica— de

la intraducíbilidad de principio de una lengua a otra. En mi ensayo anterior recuerdo las

tentativas de dar una solución a este dilema entre imposibilidad de principio y práctica de la

traducción: o bien el recurso a una lengua original, o bien la construcción de una lengua

artificial cuya aventura ha emprendido Umberto Eco en La búsqueda de la lengua perfecta

en la cultura europea. No retomo los argumentos con los cuales se consuma el fracaso de

ambas tentativas: lo arbitrario de la reconstrucción de la lengua original que aparece

finalmente como inhallable. Quizá sea un puro fantasma: el fantasma del origen vuelto

historia, el rechazo desesperado de la condición humana real, que es la de la pluralidad en

todos los niveles de existencia; pluralidad cuya manifestación más perturbadora es la

diversidad de las lenguas: ¿por qué tantas? Respuesta: es así. Estamos, por constitución y

no por un azar que sería una falta, “después de Babel”, según el título de Steiner. En cuanto

a la lengua perfecta como lengua artificial, además del hecho de que nadie ha logrado

escribirla, a falta de una satisfacción de la condición previa de una enumeración exhaustiva

de las ideas simples y de un procedimiento universal único de derivación, la distancia entre

la presunta lengua artificial y las lenguas naturales con su idiosincrasia, sus curiosidades, se

revela insuperable. Agréguese a esta distancia la manera diferente como las diversas

lenguas tratan la relación entre sentido y referente, la relación entre decir lo real, decir algo

distinto de lo real, lo posible, lo irreal, la utopía, incluso lo secreto, lo indecible, en una

palabra, lo otro de lo comunicable. El debate de cada lengua con el misterio, el secreto, lo

oculto, lo indecible es, por excelencia, lo incomunicable, lo intraducible inicial más

inexpugnable.

Entonces, ¿cómo hacen? En mi ensayo anterior había intentado una salida práctica,

reemplazando la alternativa paralizante —traducible versus intraducible— por la alternativa

fidelidad versus traición, a riesgo de confesar que la práctica de la traducción es una

operación riesgosa, siempre en busca de su teoria.

Sobre esta confesión quisiera volver, subrayando lo que llamo lo intraducible terminal,

revelado e incluso engendrado por la traducción. El dilema fidelidad/traición se plantea

como dilema práctico porque no existe criterio absoluto de lo que seria una buena

traducción. Ese criterio absoluto sería el mismo sentido, escrito en alguna parte, por encima

y entre el texto de origen y el texto de llegada. Este tercer texto sería portador del sentido

idéntico que supuestamente circula del primero al segundo. De allí, la paradoja, disimulada

bajo el dilema práctico entre fidelidad y traición: una buena traducción no puede sino

apuntar a una equivalencia presunta, no fundada en una identidad de sentido demostrable,

una equivalencia sin identidad. Se puede entonces vincular esta presunción de equivalencia

sin identidad con el trabajo de traducción, que se manifiesta más claramente en el hecho de

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la retraducción de los grandes textos de la humanidad, en particular aquellos que

franquearon la barrera de la disparidad de los sistemas de recorte y recomposición frástica

y textual mencionados, por ejemplo, entre el heo, el griego y el latín, o entre las lenguas de

la India y el chino. Pero no se deja de retraducir dentro de la misma área cultural, como

sucede con la Biblia, Homero, Shakespeare, Dostoievski. Ese trabajo es tranquilizador para

el lector, porque le permite acceder a obras de culturas extranjeras cuya lengua no habla.

Pero ¿qué ocurre con el traductor y su dilema fidelidad/ traición? Los grandes deseantes de

traducción que fueron los románticos alemanes, cuya aventura nos cuenta Antoine Berman

en L’épreuve de I’étranger, multiplicaron las versiones de ese dilema práctico, que

atenuaban en fórmulas tales como “llevar al lector al autor”, “llevar al autor al lector”. Lo que

atenuaban era el problema de servir a dos amos, al extranjero en su extranjeridad, al lector

en su deseo de apropiación. Podríamos contribuir a esa atenuación proponiendo abandonar

el sueño de la traducción perfecta y reconociendo la diferencia insuperable entre lo propio y

lo extranjero. Quisiera ahora volver a este reconocimiento.

Aquello que, a pesar de todo, se presupuso, bajo la fórmula aparentemente modesta de

equivalencia sin identidad, es la existencia previa de ese sentido que la traducción debe

“rendir” como suele decirse, con la idea confusa de una “restitución”. Esta equivalencia no

puede sino ser buscada, trabajada, presumida.

Tal presunción debe ser cuestionada. Es relativamente aceptable dentro de una vasta

área cultural en la que las identidades comunitarias, incluidas las lingüísticas, son el

producto de intercambios de larga duración, como en el caso del área indoeuropea y, sobre

todo, de los subgrupos de afinidad como las lenguas romances, las lenguas germánicas y

las lenguas eslavas, y de las relaciones duales, como entre una lengua latina y una lengua

germánica, anglosajona, digamos. La presunción de equivalencia parece entonces

aceptable. En realidad, el parentesco disimula la naturaleza verdadera de la equivalencia,

que es más producida por la traducción que presupuesta por ella. Me refiero a una obra que

no está directamente vinculada con la traducción, pero que echa luz lateralmente sobre el

fenómeno que intento describir: la producción de equivalencia por la traducción. Se trata del

libro de Marcel Détienne (un helenista) titulado Comparer l’incomparable.4 La obra está

dirigida contra el eslogan: “Sólo puede compararse lo comparable” (pág. 45 y sigs.). Habla

entonces de un “comparatismo constructivo”. Donde Antoine Berman hablaba de “la

experiencia de lo extranjero”, Détienne habla del “impacto de lo incomparable”. Lo

incomparable, señala Détienne, nos enfrenta a “la extranjeridad de los primeros gestos y de

los primeros comienzos” (pág. 48).

Apliquemos a la traducción esta fórmula: “construir comparables”. Encontré un ejemplo de

4 Marcel Détienne, Comparer l’incomparable, París, Éd. du Seuil, 2000. [Ed. cast.: Comparar lo incomparable, Barcelona, Península, 2001]

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aplicación en la interpretación que propone un brillante sinólogo francés, François Jullien,

de la relación entre la China arcaica y la Grecia arcaica y clásica. Su tesis, que no discuto,

pero que tomo como hipótesis de trabajo, es que el chino es el otro absoluto del griego, que

el conocimiento del interior del chino equivale a una desconstrucción por afuera, por el

exterior, del pensamiento y el habla griegos. La extranjeridad absoluta está entonces de

nuestro lado, de nosotros que pensamos y hablamos el griego, ya sea en alemán o en una

lengua latina. La tesis, llevada al extremo, es que el chino y el griego se distinguen por un

“pliegue” inicial en lo pensable y experimentable, un “pliegue” más allá del cual no se puede

ir. Así, en su último libro, titulado Du temps,5 Jullien sostiene que el chino no tiene tiempos

verbales porque no tiene el concepto de tiempo elaborado por Aristóteles en Física IV,

reconstruido por Kant en la “Estética trascendental”, y universalizado por Hegel por medio

de las ideas de lo negativo y de la Aufhebung. Todo el libro está escrito en el modo “no

hay,.. no hay..., pero hay...”. Planteo entonces la pregunta: ¿cómo hablamos (en francés) de

lo que hay en chino? Jullien no pronuncia una sola palabra china en su libro (¡a excepción

de yin-yang!); habla, en un francés bello, de lo que hay en lugar del tiempo: las estaciones,

las ocasiones, las raíces y las hojas, las fuentes y los flujos. Al hacerlo, construye

comparables. Y los construye, como dije antes, traduciendo: de arriba abajo, desde la

intuición global acerca de la diferencia de “pliegue”, pasando por las obras, los clásicos

chinos, y descendiendo hasta las palabras. La construcción de lo comparable se expresa fi-

nalmente en la construcción de un glosario. ¿Y qué encontramos en nuestras lenguas

“griegas”?

Palabras habituales que no han tenido destino filosófico y que, por efecto de la traducción,

son arrancadas de contextos de uso y elevadas a la dignidad de equivalentes, esos

famosos equivalentes sin identidad, cuya realidad antecedente presupusimos, oculta en

alguna parte, y que el traductor podría descubrir.

Grandeza de la traducción, riesgo de la traducción: traición creadora del original,

apropíación igualmente creadora por la lengua receptora; construcción de lo comparable.

Pero no es lo que ocurrió en diversas épocas de nuestra propia cultura, cuando los

Setenta tradujeron al griego la Biblia hebrea, que llamamos “la Setenta”, y que pueden

criticar a voluntad los especialistas del hebreo. Y la recidiva de San Jerónimo con la

Vulgata, construcción de un comparable latino. Pero antes de Jerónimo, los latinos habían

creado comparables, decidiendo por nosotros que areté se traducía por viruts, polis por

urbs y polites por civis. Para seguir en el campo bíblico, puede decirse que Lutero no

solamente construyó un comparable al traducir en alemán la Biblia, “germanizándola”, como

llega a decir, frente al latín de San Jerónimo, sino que creó la lengua alemana, como

comparable del latín, del griego de la Setenta y del hebreo de la Biblia.

5 FrançoisJullien, Du temps. París, Grasset et Fasquelle, 2001.

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3. ¿Llegamos hasta el extremo de lo intraducible? No, puesto que hemos resuelto el

enigma de la equivalencia construyéndolo. La construcción de lo comparable se ha

convertido incluso en la justificación de una doble traición, en la medida en que los dos

amos inconmensurables se convirtieron en comparables por la traducción-construcción.

Queda ahora un último intraducible que descubrimos mediante la construcción de lo

comparable. Esta construcción se hace en el nivel del “sentido”. “Sentido“, la única palabra

que no hemos comentado, porque la hemos presupuesto. Ahora bien, el sentido es

arrancado de su unidad con la carne de las palabras, esa carne que se llama la “letra”. Los

traductores se han desembarazado de ella gozosamente, para no ser acusados de “traduc-

ción literal”; traducir literalmente, ¿no es traducir palabra por palabra? ¡Qué vergüenza!

¡Qué desgracia! Excelentes traductores, siguiendo el modelo de Hölderlin, de Paul Celan y,

en el campo bíblico de Meschonnic, han hecho campaña en contra del sentido solo, el

sentido sin la letra, contra la letra. Abandonaron el refugio confortable de la equivalencia de

sentido, y se arriesgeron en regiones peligrosas donde importarían la sonoridad, el sabor, el

ritmo, el espacio, el silencio entre las palabras; la métrica y la rima. La inmensa mayoría de

los traductores resiste, sin duda con la modalidad del “sálvese quien pueda”, sin reconocer

que traducir únicamente el sentido es renegar de una adquisición de la semiótica

contemporánea, la unidad del sentido y del sonido, del significado y el significante, contra el

prejuicio que se encuentra todavia en el primer Husserl: que el sentido está completo en el

acto de “conferir sentido” (Sinngehung), que trata la expresión (Ausdruck) como una vesti-

menta exterior al cuerpo, el cual es en verdad el alma incorpórea del sentido, de la

Bedeutung. La consecuencia es que solamente un poeta puede traducir a un poeta. Pero le

respondería a Berman, si viviera —el querido Berman, que nos ha abandonado y al que

echamos de menos—, le respondería que ha llevado a un nivel superior la construcción de

lo comparable, al nivel de la letra, sobre la base del inquietante logro de un Hölderlin que

habla griego en alemán y, quizá, de un Meschonnic, que habla hebreo en francés...

Entonces la traducción “literal”, que Berman persigue con sus deseos, no es una traducción

palabra por palabra, sino letra a letra. ¿Se ha alejado tanto como él cree, en su crítica casi

desesperada de la equivalencia de sentido a sentido, de la construcción de un comparable,

de un comparable literal? La continuidad de la lucha contra lo intraducible, siempre

renovada, ¿acaso no se lee en la proximidad de dos títulos sucesivos: L’epreuve de

I’étranger y La traduction et la lettre ou I’auberge du lointain?6

6 A. Berman, La traduction et la lettre ou l’auberge du lointain, París, Éd. du Seuil, 1999.