Un día Juan Francisco, un niño que vive en las estribaciones de los Andes ecuatorianos, se despertó por un ruido que no conocía… un brruuum, brrruuum, brrruuuum!

Salió de la pequeña casa de barro y paja y vio, de pronto, a unos hombres con cascos amarillos en la cabeza. Y a unas máquinas, también amarillas, que echaban humo y hacían ruido. Unas tenían una especie de cuchara y otras, una especie de tenedor…

Él y su familia miraban todo esto con curiosidad, hasta que uno de los vecinos les contó que esas máquinas y esos hombres iban a instalar unas tuberías para llevar agua hasta su comuna.

Para ellos esto era increíble pues, hasta entonces, Juan Francisco, de 8 años, su hermano Pedro, de 10 y su hermano mayor José, de 14 años, eran los encargados de acarrear el agua desde una fuente a una hora de su casa, ponerla en unos recipientes y llevarlos

cada mañana para que su mamá cocinara. Para bañarse y para lavar la ropa usaban el agua del río. Un río que cada día tiene menos agua y está más sucio.

En la comunidad donde vive Juan Francisco y sus hermanos ese día fue un día de fiesta. Todos colaboraron con comida para los trabajadores y les dieron todo el apoyo para que el trabajo terminara rápido y pudieran tener agua al alcance de la mano.

Tras dos semanas de intenso trabajo, los grandes tubos que trajeron desde la ciudad quedaron bajo tierra y desde allí empataron tubos más delgados hasta el interior de cada casa.

¡El agua que sale es limpísima!

Los habitantes del lugar hicieron una gran fiesta con vacas locas y juegos pirotécnicos. Por fin había llegado el agua potable a su pueblo. ¡Era un día perfecto para celebrar!

Autora: Paulina Trujillo