REVISTA DEBATES N° 45

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SEPTIEMBRE — DICIEMBRE/2006 No. 45 REVISTA UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Contenido 2 28 32 58 61 66 Los efectos psicológicos de la violencia política extrema Por Marcelo N. Viñar Justicia retributiva y responsabilidad política: una respuesta al dilema transicional Por Vilma Liliana Franco Responsabilidad Social Empresarial Por Lina Moreno de Uribe Filantropía y privatización en la cooperación al desarrollo Por Miguel Romero Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad Industrial de Santander –UIS– Por Mónica Marcela Jaramillo Ramírez La Ley 100, la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, y el Hospital Universitario San Vicente de Paul Por Bernardo Ochoa A, MD 75 80 10 25 54 El pérfido derecho a la contradicción: pacientes, padecientes, médicos, técnicos y profesionales Por Daniel Sánchez Martínez Propiedad de la tierra y “desarrollo económico” en el Pacífico colombiano: el caso de las titulaciones colectivas y los cultivos extensivos en el Atrato Por Carlos Alberto Mejía Walker El neoliberalismo como un proyecto estratégico que pretende socavar el sindicalismo colombiano Por Jorge Eliécer Cardona Jiménez Ciencia y tecnologia, los caminos del cambio Por José Jaramillo Alzate Lenguaje, educación y sociedad Por Ana Lucía Restrepo Moreno. Dagoberto Acevedo Vergara Los jóvenes hablan otro lenguaje Por José Carlos García Fajardo Las “Maras”, fenómeno de la exclusión social Por Matías Mongan UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 1803 Respuesta al anhelo de estudiantes y profesores de disponer de una publicación que sea canal de expresión de las disposiciones y puntos de vista de los universitarios. Alberto Uribe Correa, Rector - Ana Lucía Herrera Gómez, Secretaria General Editores: Alberto González Mascarozf, [email protected] Luis Javier Londoño Balbín, [email protected] Corrector: Isabel Cristina González Ramírez Diseño original: Saúl Álvarez Diagramación: Juan Camilo Vélez Rodríguez Impresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia Departamento de Información y Prensa – Secretaría General - Ciudad Universitaria, Bloque 16 oficina 336. Medellín. Teléfonos 2105023 y 2105026. Fax 2331627. E-mail: [email protected] Consulte DEBATES en almamater.udea. edu.co/debates El contenido de los artículos que se publican en DEBATES es responsabilidad exclusiva de sus autores y el alcance de sus afirmaciones sólo a ellos compromete. 84 86

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REVISTA DEBATES N° 45 Septiembre—Diciembre 2006

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SEPTIEMBRE — DICIEMBRE/2006

No. 45REVISTA UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

Contenido

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66

Los efectos psicológicos de la violencia política extremaPor Marcelo N. Viñar

Justicia retributiva y responsabilidad política: una respuesta al dilema transicionalPor Vilma Liliana Franco

Responsabilidad Social EmpresarialPor Lina Moreno de Uribe

Filantropía y privatización en la cooperación al desarrolloPor Miguel Romero

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad Industrial de Santander –UIS–Por Mónica Marcela Jaramillo Ramírez

La Ley 100, la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, y el Hospital Universitario San Vicente de PaulPor Bernardo Ochoa A, MD

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El pérfido derecho a la contradicción: pacientes, padecientes, médicos, técnicos y profesionalesPor Daniel Sánchez Martínez

Propiedad de la tierra y “desarrollo económico” en el Pacífico colombiano: el caso de las titulaciones colectivas y los cultivos extensivos en el AtratoPor Carlos Alberto Mejía Walker

El neoliberalismo como un proyecto estratégico que pretende socavar el sindicalismo colombianoPor Jorge Eliécer Cardona Jiménez

Ciencia y tecnologia, los caminos del cambioPor José Jaramillo Alzate

Lenguaje, educación y sociedadPor Ana Lucía Restrepo Moreno. Dagoberto Acevedo Vergara

Los jóvenes hablan otro lenguajePor José Carlos García Fajardo

Las “Maras”, fenómeno de la exclusión socialPor Matías Mongan

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Respuesta al anhelo de estudiantes y profesores de disponer de una publicación que sea canal de expresiónde las disposiciones y puntos de vista de los universitarios.

Alberto Uribe Correa, Rector - Ana Lucía Herrera Gómez, Secretaria General

Editores: Alberto González Mascarozf, [email protected] Luis Javier Londoño Balbín, [email protected]: Isabel Cristina González RamírezDiseño original: Saúl ÁlvarezDiagramación: Juan Camilo Vélez RodríguezImpresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia

Departamento de Información y Prensa – Secretaría General - Ciudad Universitaria, Bloque 16 oficina 336. Medellín. Teléfonos 2105023 y 2105026. Fax 2331627. E-mail: [email protected] Consulte DEBATES en almamater.udea.edu.co/debates

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* Conferencia dictada en el marco del XLV Congreso Colombiano de Psiquiatría, realizado en Medellín

entre el 3 y el 6 de noviembre de 2006. Marcelo Viñar es autor

de importantes aportes en los estudios sobre implicaciones

psíquicas de la violencia de Estado.

Los efectos psicológicos de la violencia política extremaViolencia política y destrozo subjetivo

Ser hijo, nieto o familiar, o cualquier grado de proximidad con víctimas

de la violencia política extrema, deja marcas y secuelas que,

reitero, son de larga duración, aunque su apariencia no revele

una patología severa. Yo creo que detectar y acoger esa patología no manifiesta, es un requisito esencial

para recuperar la memoria grupal comunitaria y societaria y esta

restitución y reintegración de duelos y memoria es condición sine qua non para construir lazos sociales saludables en el presente y en el

futuro próximo.

Por Marcelo N. Viñar

Psiquiatra y psicoanalista uruguayo*

Quiero comenzar expresando mi ad-mi-ración y reconocimiento a la Comisión Organiza-dora del Congreso, por el valor ético y el coraje de incluir este tema –tan controvertido y no frecuente-mente tratado– como reflexión de cierre del evento.

En suplemento, para un uruguayo, venir a la ciudad donde murió Carlos Gardel, es casi como peregrinar a La Meca o a Santiago de Compostela. Fue hace 70 años –cuando yo nacía– y en mi país se dice que “Gardel canta cada vez mejor”. Es la tesis central de mi trabajo: la fuerza de la memoria trans-generacional.

Mientras les agradezco la cordialidad de esta invi-

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tación, (era difícil llegar a estas bellas y sufridas tierras sin este convite, como simple viajero), me pregunto si la tentación de llegar a Medellín no me hizo aceptar un desafío desmesurado: hablar una hora de Violencia Política y Subjetividad, tema que merece un libro, un tratado, no una charla. Porque para poder hablar poco se necesita saber mucho, y dudo que sea el caso.

¿Qué puede decir un psicoanalista uruguayo a psi-quiatras colombianos sobre violencia política, tema en el que ustedes están inmersos, en el día a día, desde hace décadas en una dolorosa y cruel coyuntura his-tórico-política, de la que apenas tengo la información del ciudadano corriente, demasiado elemental para una realidad tan compleja y sobredeterminada… Tuve que hacer una larga argumentación conmigo mismo para asegurarme que no era sólo una preten-sión arrogante la de tomar el micrófono ante ustedes y convencerme de que tengo algo para trasmitirles.

Las dictaduras militares en mi país, y en mi región, me empujaron, nos empujaron, a un puñado de cole-gas (citaré nombres y publicaciones que encontrarán en la bibliografía que dejaré a vuestra disposición) –sin que lo pidiéramos o buscáramos–, a estudiar y pensar el tema durante décadas para un tratamiento respon-sable de los afectados directos y en la sociedad en general, y espero que algo de la experiencia y la re-flexión acumulada durante décadas pueda serles de alguna utilidad. Les he traído algunas publicaciones sobre el tema.

****Tomo como exergo la expresión de Freud poco

antes de su muerte, en vísperas de la Segunda Gue-rra Mundial: “La civilización parece haber sellado un pacto con la barbarie” Sentencia que resultó premonitoria. El siglo XX, el de mayor expansión del conocimiento científico y tecnológico, de cambios más significativos, intensos y rápidos, en la organi-zación societaria, y en el dominio de la naturaleza, ha resultado concomitantemente el más bárbaro. En la epidemiología de causas de muerte, las muertes violentas han arrasado el sitial de honor que antes tenían las pestes, las enfermedades y las catástrofes naturales. Las causas de mortalidad tienen un nuevo soberano en el podio del campeón: la muerte vio-lenta por causa de la intención humana de provocar destrucción.

Este tema es pues un tema de civilización y de cultura, que concierne a los estadistas y a la ciu-dadanía. Es un tema universal y malo sería, desde

nuestro modesto lugar de médicos psiquiatras o psicoanalistas, pretender un lugar protagónico para explicar causas, efectos, consecuencias y definir te-rapéuticas para reparar el mal. Esto sería la vanidad de la tecnocracia y de un cientificismo pueril, con la consecuencia para el ciudadano corriente, de que para todo hay expertos y especialistas, y que esto los exime de pensar los problemas ciudadanos, de ser el Poncio Pilato de su condición de hombre político. La sociedad debe implicarse en el debate.

****Un riesgo radica en fomentar un clivaje societario

entre afectados e indemnes y medicalizar o psiquiatri-zar los empeños terapéuticos en instituciones habilita-das para tal fin.

Las comunidades que han padecido violencia po-lítica extrema requieren un prolongado período de reparación del lazo social. Ha sido una experiencia marcante de la segunda y tercera generación de los perseguidos y aniquilados en la Segunda Guerra Mundial, el resurgimiento de graves patologías y secuelas que resurgen en los hijos y nietos de los afectados. De esto hay en Europa evidencia clínica suficiente.

Nuestra responsabilidad profesional y ciudadana no es solo hacernos cargo de las víctimas; sino lu-char contra el silencio y fomentar la memoria que exorcisa la interiorización del espanto. La responsa-bilidad es colectiva. No se puede pedir a las víctimas y sus descendientes que por sí mismos, por sí sólos, metabolicen las secuelas del horror.

Si la ley es un asunto demasiado serio para que sea asunto exclusivo de los abogados, la guerra y sus efectos desborda también nuestras competencias profesionales y hay que eludir el lugar de expertos que tramposamente nos adjudican para remendar los males y secuelas que hoy –y seguramente por varias generaciones– serán el efecto social y sanitario de los afectados por la violencia política extrema, que es una de las aristas más relevantes de las atro-cidades del mundo en que vivimos.

****Violencia extrema parece ser el nombre de un

paisaje homogéneo de crueldad o de dolor que alberga un panorama de agentes diversos que pue-den dañar al psiquismo.

Yo creo, sin embargo, que una semiología fina

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y necesaria puede catalogar efectos que son in-herentes a, (que son específicos de) la violencia política extrema. Si se me permite adelantar mi conclusión (que tomo como resumen y decantado de muchas lecturas y autores) es el derrumbe inte-rior, el derrumbe psíquico que produce el rechazo y el asco de pertenecer a la especie humana. Úni-ca especie capaz de ser ciega por programar su propia destrucción.

****Tal vez un rodeo previo permita dar sentido cabal

a una afirmación tan definitiva y concluyente. Pen-semos en las peripecias universales del desarrollo del ser humano. Nacemos indefensos, inmaduros y frágiles como casi ninguna otra especie. Freud llama desamparo o indefensión originaria a esta condición casi fetal extrauterina del ser humano en su primer año de vida. Incapaz de desplazarse, de manejar su aparato locomotor y fonatorio. El recién nacido apenas es apto y eficiente para oler, para oír, para chupar y amamantarse. Durante largo tiempo sólo vive en la dependencia extrema marcado por los cuidados que le prodigan sus padres o quienes lo subroguen.

Esta inmadurez, que es una experiencia inaugural y universal del humano que llega al mundo, marca una organización del funcionamiento mental de una manera sustantiva y definitiva. Para ninguna especie de la escala zoológica, el prójimo, el semejante, es tan decisivo, tan crucial para la existencia psíquica de un individuo, para su perfil, de su condición de sujeto y la cohesión de su vida psíquica. El ser hu-mano no sólo hereda lo que le trasmite el genoma y la biología, hereda una lengua y una cultura con sus relatos, sus mitos y leyendas. Es sólo mediante su

vida en sociedad que el hombre ha llegado al lugar que ocupa en la escala zoológica. Lo marca para lo mejor, (porque con la división de tareas y la educa-ción, la humanidad ha logrado construir la cultura y los progresos de la civilización que ningún hombre aislado hubiera podido llevar a cabo) y lo marca para lo peor, porque también hemos creado la guerra y la barbarie y somos la única especie capaz de progra-mar la destrucción de nuestros congéneres.

A veces, con cierta ligereza, se compara a la socie-dad humana con el panal o el hormiguero, diciendo que esas especies también viven en sociedad. Nada que ver. Entre la fijeza de roles y conductas de los panales u hormigueros, inmutables en la sucesión de generaciones, contrastan las transformaciones e influencias que los humanos ejercen entre sí.

El hombre no sólo vive en sociedad, sino que necesita construir lo social para vivir. Pero la guerra transforma la civilización en barbarie. Esto hace de la violencia política una noxa, un agente etiológico muy particular. Cuando el hombre se vuelve lobo del hombre, cuando el semejante se vuelve el ene-migo. Por ello el traumatismo psíquico de la guerra es mucho más que el que produce el accidente o la catástrofe natural. Esta crea solidaridad y refuerza el lazo social, la guerra lo corroe y desintegra, infecta hasta la gangrena la identificación a lo humano, ese espejo del rostro de un semejante amigable, tan im-prescindible para vivir y promueve la delincuencia y la sociopatía u otras afecciones graves.

Cuando la acción traumática letal proviene de un plan metódico, racional e intencional generado por otros hombres para la destrucción de sus congéne-res, que se transforman en los enemigos, esto se ins-cribe en el psiquismo de los derrotados, de las vícti-mas y también en los victimarios, como un estigma de humillación y de venganza que no sólo lastima a los afectados y su entorno, sino que afecta a toda la sociedad y persiste durante generaciones. Desde Lacan y su escuela –y sobre todo con los desarrollos que Jean Laplanche ha dado a este tema– se llama en psicoanálisis prioridad del otro como soporte de la condición de sujeto. Tres generaciones son necesa-rias para configurar la humanidad de un ser humano, en sus herencias y en sus rencores.

****Como observó sagazmente Michel Foucault, la

reacción de la sociedad bien pensante a sus lacras y dolores, es la de segregar a los afectados, expulsar-

En la epidemiología de causas de muerte, las muertes violentas han arrasado el sitial

de honor que antes tenían las pestes, las enfermedades y las catástrofes naturales.

Las causas de mortalidad tienen un nuevo soberano en el podio del campeón: la

muerte violenta por causa de la intención humana de provocar destrucción.

Los efectos psicológicos de la violencia política extrema

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los a sus márgenes, para no verlos, para no penar con ellos. Así ocurre con los locos y los marginados. Yo creo que un punto central, crucial, en la ética de los trabajadores de salud mental en este tema, es combatir y revertir esa lógica, revertir una compli-cidad con una organización societaria que habilite y hasta fomente el clivaje entre la sociedad bien pen-sante, (que pretende no estar afectada) y las llama-das víctimas o afectados.

La porosidad, la amplia circulación entre sectores que pugnan por desconocerse mutuamente, los afec-tados y los que se creen indemnes, debe ser un ob-jetivo prioritario de nuestra acción corporativa y pro-fesional. El silencio social es la condición, siempre buscada, para posibilitar que regímenes autoritarios de dudosa legitimidad, de violentar al opositor o al disidente y asigna a nuestra tarea profesional, el que-darnos en la prevención terciaria, la de acompañar casos irrecuperables o terminales y bloquearnos en la acción de prevención primaria: de que cuanto más se denuncie el abuso y la prepotencia, más eficaz será la terapéutica contra esta endemia que necesita del silencio anónimo para proseguir sus mortíferos procedimientos.

Yo conozco mal la estructura societaria y pro-ductiva de Colombia, la historia de las relaciones entre campo y ciudad, entre élites intelectuales y/o burguesas y sectores populares del campesinado rural y el proletariado urbano. Conozco apenas que la Latinoamérica del Pacífico es menos integrada y es más clasista que la del Atlántico. En todo caso nadie escapa a las reglas de la economía de mercado y del neoliberalismo y la globalización, para mal o para bien. Tampoco vengo a hacer la revolución sino a pensar entre colegas, pero me parece imprescin-dible integrar las acciones de rehabilitación de los afectados en un marco de Salud Pública de alcance nacional e internacional, donde se integren no sólo acciones médico-curativas y recursos psiquiátricos (tampoco desconociendo su necesidad y su virtud) pero integrándolas en un discurso de transparencia política y de reconocimiento de víctimas y victima-rios. En las historias del siglo XX, las experiencias de abreacción y catarsis colectiva han sido altamente saludables para los afectados: el reconocimiento pú-blico de los daños y los crímenes horrendos. Como acota Karen Blixen, una pena sóSlo puede ser ela-borada si ella se integra en una historia reconocida, contable, compartible.

El psiquiatra, personaje capital y protagónico de las acciones en el campo de la salud mental, tiene un

sitial privilegiado para sostener y argumentar cómo y cuánto las abyeciones de la violencia política (abuso y arbitrariedad de la ley, tortura sistemática, secues-tros y desapariciones) afectan profundamente la cali-dad del tejido social y sus secuelas y consecuencias se arrastran durante generaciones.

La experiencia europea de las dos guerras mundiales desde las siniestras trincheras de Verdún en la Primera Guerra Mundial hasta los campos de concentración donde fueron exterminados millones de judíos, de gita-nos, de opositores y de enfermos mentales, han mos-trado cómo la magnitud de las secuelas en las víctimas y sus descendientes dejan marcas profundas en ellos y en la sociedad a la que pertenecen, durante varias generaciones. La guerra de los Balcanes es un ejemplo incontrovertible. La palabra del trabajador de salud mental es crucial en el post conflicto y la reconciliación.

Para no ir más lejos que el siglo XX (aunque so-mos conscientes que dejamos de lado las huellas seguramente existentes de la cruel evangelización en la conquista de América), el martirio y la tortura, no sólo de los adversarios y enemigos, sino de la población civil que ha entrado en la guerra (interna o internacional) sin quererlo ni saber por qué, tiene efectos psicológicos de destrozo mediante la tortura, la prisión arbitraria, o la persecución o el desarraigo.

La razón oficial de este martirio contra un enemi-go reconocido o clandestino ha sido la de obtener información, un recurso insustituible de espionaje e inteligencia militar, desde las guerras mundiales, las guerras de Argelia e Indochina, el Apartheid africano, la degeneración policíaca de los regímenes comunis-

El hombre no sólo vive en sociedad, sino que necesita construir lo social para vivir.

Pero la guerra transforma la civilización en barbarie. Esto hace de la violencia

política una noxa, un agente etiológico muy particular. Cuando el hombre se vuelve

lobo del hombre, cuando el semejante se vuelve el enemigo. Por ello el traumatismo

psíquico de la guerra es mucho más que el que produce el accidente o la catástrofe

natural.

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tas de Europa Oriental, desde Stalin hasta China y Polpot hasta la más reciente guerra en los Balcanes y Medio Oriente. Colombia y Guatemala ostentan el podio de la abyección que a nosotros nos tocó ocupar durante las dictaduras militares del Cono Sur.

La endemia es de tal magnitud que todos los es-fuerzos, todas las acciones a nivel asistencial o con-ceptual parecen ser magras e insuficientes.

El efecto –colateral o buscado– de la tortura siste-mática en una población determinada es la parálisis y la búsqueda de sometimiento por el pánico colec-tivo. De hecho, frente a la presencia omnipresente del absolutismo político no hay lugar de neutralidad o de prescindencia posible. Sólo puede haber la su-misión humillante o la rebeldía heroica y sacrificial o la adhesión y complicidad tácita y silenciosa o ex-plícita con el régimen oprobioso... Pero no hay esca-patoria posible y todas las alternativas tienen efectos psicológicos intensos y de larga duración. Por eso sostengo que no sólo sufren las víctimas sino toda la sociedad. Hoy día, en Alemania, en España o en Israel, por sólo citar los casos de los que tengo co-nocimiento directo, siguen procesando –a 70 años de los acontecimientos, a tres generaciones de distancia de los protagonistas–, siguen procesando y tramitan-do los conflictos y secuelas que han dejado en los vínculos humanos e institucionales en la sucesión de generaciones. Porque las secuelas de la violencia política son las de las familias en la historia y la de la historia en las familias.

Pero volvamos al presente candente, vamos a las fuentes, a los miles o millones de testimonios que se formulan como gemidos o como denuncia de un pa-decimiento y oprobio que no tiene parangón. No creo que sea necesario hacer el inventario o el repertorio de los métodos de martirio que llevan al ser humano a ser un desecho de sí mismo. Dejemos ese inventario para los manuales en que estudian los torturadores. Un colega boliviano, el Dr. Domich, logró localizar en la Lisboa de los tiempos de la dictadura de Sala-zar una oficina de expertos en tortura que vendía o alquilaba su saber como cualquier otra tecnología sofisticada. Al parecer la guerra de Argelia, a me-diados del siglo XX, dejó un puñado de expertos, de especialistas en tortura, que intercambian saberes y experiencias con la misma convicción y eficiencia como la que reúnen los congresos de otros campos del saber. También una dependencia del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos, en las depen-dencias de lucha antisubversión, crearon manuales de

tortura para perfeccionar su eficiencia guerrera. No pensemos pues que hay en la humanidad sólo una tendencia de la cual la identidad médica es una expre-sión ejemplar, la tendencia humanista de luchar con-tra el dolor y la muerte, sino que existe otra tendencia cuya meta es la opuesta: la de producir dolor y muerte a cualquier precio.

****Según aprendimos (con asombro y espanto) la de-

finición de tortura –moderna y sofisticada– no puede reducirse al martirio físico y la degradación moral transitoria. Lo esencial de la definición no reside en los aspectos instrumentales de procedimiento sino que la meta es por procedimientos diversos, sofisti-cados, diferentes, y selectivos; para distintos indivi-duos es llegar a la demolición, a la condición de que un ser humano no es ya dueño de sus pensamientos, sino que es despojado de la constelación identifica-toria que lo define como ser humano singular y por la intensidad del dolor y del oprobio se tiende a lle-varlo a ser un títere de su amo torturador.

El libro de Elaine Scarry:”The breaking of bodies and minds”, y los de mis compatriotas Daniel Gil y Carlos Liscano, más los nuestros propios, pueden

Nada menos que una institución con el prestigio y el poder como tiene el Congreso

de los Estados Unidos de Norteamérica, acaba de sancionar una ley legitimando la tortura en la lucha contra el terrorismo y la inseguridad,

lo que va en la dirección contraria de lo que vengo de afirmar. Me temo que la epidemia

de lo que ocurre en Guantánamo y en las cárceles de Irak, va a corroer profundamente

los fundamentos libertarios de la convivencia norteamericana. Legitimar públicamente el derecho a torturar –aunque se busque

sacralizar la legitimidad del acto, por razones de seguridad interna– tendrá repercusiones

degradantes a corto o largo término.

Los efectos psicológicos de la violencia política extrema

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aludir y eludir el terror escalofriante que permite la lectura.

En el terreno de la literatura, la magnífica descrip-ción de George Orwell en su “1984” o de la noche de Uro para describir la mente del torturador de Truman Capote son también textos decisivos. La literatura concentracionaria de Primo Levi, Roberto Antelme, Sara Kofman, Jean Amery, Elie Wiesel, el reciente premio Nobel Imre Kertesz. Los cuadros de Botero sobre el infierno Abu Agrab.

Insisto en que hablar de tortura sistemática y so-fisticada no debe detenerse en los procedimientos instrumentales, en el repertorio martirio físico, do-lores extremos, hambre, sed y martirio psicológico (aislamiento, de privación sensorial, interrupción del sueño), metódicamente aplicado durante un tiempo suficiente y que son capaces de transformar un ser humano en un desecho de sí mismo. Lo im-portante a destacar es cómo el calvario de algunas decenas o cientos de víctimas son capaces de insta-lar el terror y el pánico en toda la comunidad tomada como blanco u objetivo.

Más allá de la psiquiatría de expertos y los espe-cialistas en todo esto, todos sabemos desde peque-ños, lo aprendemos en las fobias infantiles, que son universales, donde conquistamos un saber onírico o alucinatorio sobre la muerte, el dolor y la agonía, que no necesita de la experiencia directa para con-firmarse. Saber infantil latente que se actualiza hasta el pánico cuando las circunstancias de la realidad actual lo convocan. El torturado, el sujeto resultante (desecho de sí mismo) resulta despojado de toda la constelación identificatoria y vincular que lo configu-ra como ser humano. Es en “La Demolición” donde en un estado alucinatorio de psicosis experimental, inducido por el martirio y la deprivación sensorial (alternadas sutilmente y prolongadas en el tiempo) llevan a la víctima a un estado miserable, próximo a la agonía del que Hannah Arendt ha dicho que ni el propio sujeto sabe si está vivo o está muerto. Son variantes de esta secuela las que el sobreviviente arrastra toda su vida, secuela que tiene la cualidad de la enfermedad infecciosa, es contagiosa y trasmi-sible: por la palabra y los afectos.

****En psicología social es sabida la capacidad hu-

mana de responder de las maneras más diversas a las mismas noxas y traumas y mucho se ha escrito y pensado sobre el heroísmo y la cobardía en estas

circunstancias. La literatura del héroe o el traidor, del digno o el soplón o delator infiltra el tejido societario de la sociedad policíaca y totalitaria que alberga a víctimas y victimarios y los rumores rondan entre el cuchicheo y la estridencia.

También la amenaza cotidiana en el estado de te-rror es una noxa, un agente etiopatogénico de terrible eficacia, cuya magnitud y dimensión tal vez haya sido parcialmente reconocida pero no suficientemente difundida, y considero decisivo como misión profe-sional corporativa humanitaria, el procurar llevar al conocimiento de las más diversas instancias públi-cas los efectos de esta noxa. Nada menos que una institución con el prestigio y el poder como tiene el Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica, acaba de sancionar una ley legitimando la tortura en la lucha contra el terrorismo y la inseguridad, lo que va en la dirección contraria de lo que vengo de afir-mar. Me temo que la epidemia de lo que ocurre en Guantánamo y en las cárceles de Irak, va a corroer profundamente los fundamentos libertarios de la convivencia norteamericana. Legitimar públicamente el derecho a torturar –aunque se busque sacralizar la legitimidad del acto, por razones de seguridad inter-na– tendrá repercusiones degradantes a corto o largo término.

Cuenta Gabriel García Márquez en alguno de sus libros (no recuerdo cuál) que en época de guerra, un jefe político tiene una infección dentaria colosal. El único dentista a 200 kilómetros a la redonda es el jefe opositor. El del dolor de muelas lleva a cabo un allanamiento y apuntado por diez ametrallado-ras, el odontólogo trata y alivia al afectado y rival o enemigo. Lleno de gratitud paradojal hacia un enemigo político, éste exclama: “Bueno en fin, aquí todos saben que usted es el jefe de la oposición y en cinco años nunca le pasó nada”.

Mientras lava los instrumentos, el odontólogo murmura: “¡Nunca me pasó nada! …Usted no sabe lo que es –durante cinco años– levantarse y acostarse todos los días pensando que ese día es el último de su vida…, entonces no podría decir: “nunca me pasó nada”.

****Volviendo a nuestras latitudes y a nuestra historia,

tradición y sensibilidad latinoamericana, lo que pue-do asegurar por experiencia directa (no sólo personal sino avalada por consenso de muchos colegas) es que el clima y el aire que se respira en el terrorismo

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de Estado está contaminado por el terror de lo que ocurre en sus mazmorras. Unas pocas víctimas rea-les, un puñado pequeño o grande de seres humanos demolidos por la tortura, son capaces de contagiar y contaminar muchos estratos de los vínculos sociales de la sociedad afectada. Se infiltra no sólo el espacio público y político, sino que se contaminan áreas de convivencia normalmente alejadas de la política como el vínculo familiar y el educativo o el de la rue-da de amigos. En el peligro de la delación, en la duda de hacer o dejar de hacer todos los espacios están saturados de aprehensión y de sospecha, lo que co-rroe la frescura de los vínculos.

La presencia de la tortura institucionalizada y de la prisión arbitraria como alternativa omnipresente en la sociedad que no puede sostener y sostener-se en las instituciones democráticas, generan un estado latente o virtual de temor que es altamente patógeno, aunque de ello no se tenga evidencia os-tensible e inmediata de sus efectos.

Tengo en mi haber decenas o cientos de horas de conversaciones con personas que han vivido en un régimen totalitario, no sólo como víctimas po-tenciales, sino aún atravesando indemnes los años de terror sin que les toquen un cabello, para que reconozcan, largo tiempo después –cuando la ame-naza se ha atenuado o desaparecido– como los había afectado aquella violencia no reconocida. La vida co-tidiana en un régimen totalitario es patógena de mil

maneras y contamina y parasita múltiples aristas de la vida social, aparentemente ajenas a la orbita del quehacer político.

El Estado totalitario vive en la sospecha (patógena en sí misma), vive en la construcción de la figura del enemigo, donde los límites entre verdad e imagina-ción, entre realidad y ficción son difíciles o imposibles de delimitar. Estoy sugiriendo que por el camino de la psicología del rumor y de la propaganda, tan impor-tantes en el mundo de hoy, como formadores de opi-nión, como ingredientes de construcción identitaria, que la existencia de un polo de terror en la sociedad (como lo es la tortura, o la prisión arbitraria, o el se-cuestro, o la desaparición) no son noxas cuyo efecto se limite a las víctimas como blanco comprobable y comprobado sino que operan como las bombas de fragmentación que afectan y amenazan todo el entorno.

En el tiempo y lugar de desolación y de terror, nuestra acción profesional es de pobre eficacia y apenas alcanza como cataplasma de alivio y de consuelo a un dolor lacerante. Pero el mal –una vez instalado– tiene efectos duraderos y el tiempo del pos-conflicto y la reconciliación requiere de nuestras competencias durante décadas y generaciones. La reparación del mal no alcanza con el acallamiento de la sintomatología psíquica y/o somática y la solu-ción catártica abreactiva del espanto vivido. Sin duda también existen y se desarrollan en la sociedad bajo violencia política extrema, fenómenos adaptativos y de resiliencia que permiten que la vida y la alegría continúen.

Lo que propongo no es una lógica de un deter-minismo lineal donde prevalece el todo bien o el todo mal, sino que propongo una lógica paradojal y contradictoria que admite y alberga los contrarios. Como la humedad en el hormigón y más allá de la capacidad de resistencia adaptativa a la adversidad, la amenaza y el terror corroen la calidad del lazo social.

El anhelo de vivir es siempre pujante y la senten-cia de Adorno: “No puede haber poesía después de Auschwitz”, no puede ser tomada llanamente al pie de la letra, sino como una advertencia trágica de la coexistencia de aspectos letales que intoxican la po-sible convivencia saludable.

Un punto de debate es el criterio de Salud Mental que utilizamos en Salud Pública y Psiquiatría. Y el punto de una definición ética de salud mental es cru-

Tengo en mi haber decenas o cientos de horas de conversaciones con personas que

han vivido en un régimen totalitario, no sólo como víctimas potenciales, sino aún atravesando indemnes los años de terror sin que les toquen un cabello, para que

reconozcan, largo tiempo después –cuando la amenaza se ha atenuado o desaparecido–

como los había afectado aquella violencia no reconocida. La vida cotidiana en un régimen totalitario es patógena de mil

maneras y contamina y parasita múltiples aristas de la vida social, aparentemente ajenas a la orbita del quehacer político.

Los efectos psicológicos de la violencia política extrema

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cial para el psicoanálisis y la psiquiatría. Salud no es sólo la ausencia de síntomas visibles, sino el óptimo en la plenitud de las capacidades creativas. Este úl-timo criterio nos permite compatibilizar el estímulo de la capacidad adaptativa durante la experiencia de terror, y no ser cómplices de los mecanismos mania-cos de negación y desmentida cuando políticas del olvido, panfletos de dar vuelta a la pagina o borrón y cuenta nueva, o mantener ojos en la nuca, son fórmulas del sistema político que en nombre de una falsa reconciliación evitan o perturban procesos de duelo que son imprescindibles para los deudos, los familiares de las victimas y para la sociedad en su conjunto.

Yo postulo y sostengo la importancia de la cura por la palabra y hablando en un congreso de médi-cos psiquiatras traigo la advertencia del riesgo de una medicalización (o psiquiatrización) del tema, que (a mi entender) es una falsa vía por la que han tomado centros mundiales especializados en el tema. No dudo que sea importante tratar la cefalea, la impotencia sexual o cualquier otra patología or-gánica que derive de la agresión padecida. Pero eso no debe funcionar como biombo o escudo y obturar la tramitación de los conflictos psíquicos que son la secuela más frecuente y más intensa y que debe convocar y concitar nuestra atención preferencial.

Al decir medicalización del problema no aludo a un tema ni conceptual ni abstracto, sino al emer-gente –muy frecuente en la clínica– que motiva un desencuentro en la relación terapéutica, a veces un mal entendido de tristes consecuencias y fácil de corregir.

Hans Mayer, un judío alemán que transformó su nombre en Jean Amery, renegando de su lengua materna y escribiendo un libro ineludible: “Entre el crimen y el castigo”, abordaba su denuncia diciendo: “Yo no soy un enfermo, sino una exposición típica – paradigmática– un producto de nuestro tiempo”

Esta noción de que las víctimas se sienten porta-doras de un mensaje y una denuncia es decisiva.

Por otra parte los psiquiatras –como muchos ofi-cios– tenemos el hábito, casi el reflejo de traducir el lenguaje dramático o patético de la gente en la jerga técnica que a nosotros nos otorga precisión y comprensión: Neurosis de guerra (Post-Traumátic Stress Síndrome), nos dan la soberbia del gato con botas o de Colón y los conquistadores que simul-táneamente nombraban y bautizaban estas tierras

mientras se apropiaban de ellas.Este juego, o mal entendido, puede irrumpir en

el encuentro terapéutico. Decirle al sobreviviente, a quien le han asesinado uno o varios familiares por parte de otros humanos arrogantes, que además del crimen cometido lo han hecho con humillación y oprobios por la víctima. Decirle o pensar a este paciente que ha melancolizado o histerizado a su duelo, es un tobogán del que ningún terapeuta está a salvo. Tal es la intensidad del gemido, tan fuerte es su verdad, que no hay que considerar sólo el impac-to emocional en el afectado, sino en el testigo, que en este caso es un terapeuta. Por eso se habla tanto de usura (o burn-out) de los equipos médicos que trabajan en este tipo de situaciones. Se exige no sólo la capacidad de recepcionar emociones intensas que vienen del otro, del paciente, sino también de un cuidadoso y laborioso ejercicio en la tramitación de las emociones propias.

Ser hijo, nieto o familiar, o cualquier grado de proximidad con víctimas de la violencia política extrema, deja marcas y secuelas que, reitero, son de larga duración, aunque su apariencia no revele una patología severa. Yo creo que detectar y acoger esa patología no manifiesta, es un requisito esencial para recuperar la memoria grupal comunitaria y so-cietaria y esta restitución y reintegración de duelos y memoria es condición sine qua non para construir lazos sociales saludables en el presente y en el futu-ro próximo.

En el tiempo y lugar de desolación y de terror, nuestra acción profesional

es de pobre eficacia y apenas alcanza como cataplasma de alivio y de

consuelo a un dolor lacerante. Pero el mal –una vez instalado– tiene

efectos duraderos y el tiempo del pos-conflicto y la reconciliación requiere

de nuestras competencias durante décadas y generaciones.

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Los escenarios post-negociación de los conflictos armados internos enfrentan a las so-ciedades, sus estados y gobiernos al problema de la justicia transicional. Ésta es, siguiendo a Ruti Teitel2, una justicia relacionada con períodos de cambio político que le exigen respuestas excepcionales para confrontar el «mal radical»3 ocasionado por regíme-nes represivos en materia de derechos humanos. Esos cambios son usualmente caracterizados como tránsito de la guerra a la paz o de regímenes autori-tarios a democráticos, entendidos estos últimos en términos del restablecimiento de la lid eleccionaria o

Justicia retributiva y responsabilidad política: una respuesta al dilema

transicional1

¿Por qué, independientemente de la capacidad reconciliadora y estabilizadora,

es deseable el castigo penal y el establecimiento de las responsabilidades

políticas como forma de tratar la criminalidad contrainsurgente en tanto

forma de «mal radical»? Para ofrecer una respuesta posible a este interrogante, la

autora propone, primero, una definición de la criminalidad contrainsurgente como una

forma de mal radical; segundo, identifica algunas premisas realistas que le imponen

límites a las aspiraciones de justicia y que al mismo tiempo evidencian que su

posibilidad depende de la lucha política; y tercero, argumenta a favor de una

justificación retributiva del castigo para los crímenes contrainsurgentes.

«Permaneced fieles a la justicia, que es de todas

épocas».

Benjamin Constant

Por Vilma Liliana Franco

Socióloga y Magíster en Filosofía de la Universidad de Antioquia

Magíster en Estudios de Paz de la Universidad de Lancaster, Inglaterra.

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de cierta ampliación o restitución de los derechos de participación política.

Sin embargo, una clarificación inicial sobre dicha caracterización es necesaria. La existencia de una línea de continuidad entre el estado de guerra y paz, entre régimen autoritario y democrático, impi-de hablar de transición en sentido estricto porque la «paz negativa» y la democracia se gestan en el vientre mismo de la lucha contrainsurgente. Ya de-cía Foucault que la guerra es la clave misma de la paz, de modo que la ley no es pacificación porque a su interior aquella continúa encendida. «La guerra es la que constituye el motor de las instituciones y del orden: la paz, hasta en sus mecanismos más íntimos, hace sordamente la guerra»4. Asimismo, aún reconociendo como «cambio político» el fin de la guerra y el proceso de reacomodamiento del régi-men político, puede plantearse que allí donde tienen lugar negociaciones parciales5 sin que se produzca ninguna de estas dos situaciones debe decirse que se enfrenta, como dice Rodrigo Uprimny, una situa-ción de justicia transicional sin transición.

Pero, independientemente de que se pueda hablar de cambio político, con el advenimiento de la justicia transicional confluyen un conjunto de dilemas éticos y políticos de difícil solución en los que se enfren-tan simultáneamente diversas temporalidades6. La finalización de una guerra interna y/o el reacomoda-miento del régimen político –tras cualquiera de sus modalidades autoritarias– trae consigo la pregunta sobre cuál es la forma más adecuada para tratar el pasado violento, en particular aquel de la «criminali-dad burocrática o contrainsurgente». A partir de ese problema, el dilema transicional se formula en térmi-nos de «castigo o perdón» y subsiguientemente en términos de «justicia o paz», en la medida en que se establece como finalidad fundamental el logro de la reconciliación y la estabilización política. La solución a tal disyuntiva ha dado lugar a dos grandes respues-tas en contraposición. De un lado, aquella que consi-dera que la fórmula más adecuada para reconciliar y estabilizar es la de perdón y olvido, y del otro, la que estima que «justicia, esclarecimiento y reparación» es la única vía segura para tales fines. La justifica-ción de la primera de ellas, generalmente atribuible a perpetradores y beneficiarios de la represión7, apela no sólo a la presunta «función reconciliadora» sino también a elementos tales como: la reclama-ción para sí de victoria militar, la atribución de igual responsabilidad al adversario, la negación de los

crímenes, la explicación de las acciones como parte del cumplimiento del deber, el sacrificio ofrecido a la patria (la defensa de la Constitución y el Estado). La segunda, imputable a los sobrevivientes de las vícti-mas y a activistas de derechos humanos, es defen-dida como una forma de afirmación de los derechos vulnerados y de reconstrucción. Esta contraposición evidencia que aquellos dilemas se transforman en una nueva disyuntiva, la cual versa entre el interés estatal de estabilidad y el derecho a la justicia de las víctimas. Asimismo, la intransigencia de las postu-ras adoptadas en este debate deriva en un conflicto entre el minimalismo pragmático y el maximalismo moral o, como lo enuncia Sandrine Lefranc8, entre la «lógica ético simbólica» de las víctimas y defensores de derechos humanos, que propugna por el castigo de los crímenes en nombre de la justicia y la «lógica político estatal» que estima prioritaria la consolida-ción del régimen.

Los interrogantes que de esto se derivan, co-rresponden tanto al dilema en sí mismo como a la doble finalidad del proceso transicional. Esta última, referida a la reconciliación y la estabilidad política, se ha convertido en el parámetro de evaluación de cualquiera de las soluciones del dilema, de ahí que sea importante empezar por reflexionar sobre am-bos elementos antes de ocuparnos del problema del dilema.

En primer lugar, teniendo en cuenta los términos en los que se ha desarrollado el debate es pertinente preguntarse: ¿Hay una estrategia que, después de un período represivo o de guerra civil, realmente conduzca a la reconciliación? De las distintas alter-nativas transicionales, la reivindicación de justicia, cuando es esgrimida por los que han sufrido la opresión9, ha sido la postura más cuestionada en relación con su capacidad reconciliadora. Además de las razones prácticas, referidas a la posibilidad de administración de justicia10, generalmente se esgri-men dos argumentos morales contra la persecución criminal de los autores de los males asociados a la lucha contrainsurgente: «contra la venganza» y «por la reconciliación»11. De un lado, se afirma que la aplicación de castigo penal como retribución es una manifestación de venganza y que ésta es moralmen-te mala. Y del otro, se arguye que la sanción penal es contraproducente para la reconciliación –como ar-monía social– porque conduce a la reapertura de las heridas morales y a la preservación de la división social. Ahora bien, para no analizar dicha reclama-

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ción en relación con su capacidad reconciliadora, es necesario preguntarse si su opuesto, las políticas del perdón, ha contribuído realmente a la reconci-liación. Como lo reconocen algunos autores, éste es un asunto que permanece en el terreno de la espe-culación porque son escasos los estudios empíricos capaces de proveer evidencias sobre el efecto de los distintos instrumentos de remisión jurídica; además, no porque el restablecimiento de algunas relaciones sea posterior al ofrecimiento político del perdón se le puede atribuir a éste12. Igualmente, como afirma Nenad Dimitrijevic13, no es factible demostrar que los perpetradores se tornan menos peligrosos y más amigables si se les garantiza el perdón y se les exime de responsabilidad política. Por eso el dilema entre justicia y reconciliación, entre justicia y estabilidad puede ser falso.

La reconciliación es una exigencia hecha a grupos sociales situados en una relación de dominación y su-jeción, esto es a perpetradores y víctimas de violacio-nes de derechos humanos. Pero, ¿es la reconciliación un fin político moral deseable? Ésta, como argumenta Lefranc, se encuentra presente en el discurso de to-das las partes, aunque de una manera diferente que evidencia la existencia de intereses contrapuestos: para los primeros gobiernos de «transición» la recon-ciliación es un valor que prevalece sobre la obligación estatal de administración de justicia y al que se le atri-buye la función de unificación de las representaciones e identidades políticas; para los perpetradores y sus defensores, la reconciliación debe sustituir cualquier justicia y memoria, además de ser prerrequisito para la democratización; para las víctimas, por su parte, la reconciliación no sustituye la justicia y es, por el con-trario, su resultado, sin que ello signifique la reduc-ción de la heterogeneidad de las identidades. Sin em-bargo, más allá de la importancia de estas diferencias, lo común es que el ideal de la reconciliación, que por momentos pareciera ser sólo una figura retórica, per-tenece al tiempo por venir, al tiempo de la espera. Di-cha condición hace difícil establecer tanto su posibili-dad psicológica como su deseabilidad político moral. De un lado, como lo explica Susan Dwyer14, no todos tienen la misma capacidad de dejar el pasado a un lado para transformar las relaciones de enemistad, y la tranquilidad psicológica –eventualmente resultante del restablecimiento de la concordia– no constituye en sí un imperativo moral. La reconciliación, gene-ralmente entendida como armonía y conformidad social o como una forma de cooperación social15,

restituye el mito de una sociedad transparente y reconciliada consigo misma, y al hacerlo pretende abolir el antagonismo, y con él su papel político constitutivo. Pero el antagonismo no sólo es inevi-table sino que negarlo es impugnar la política como polemos o repeler la función de la misma en el con-flicto. Podría afirmarse entonces que la reconcilia-ción en ese sentido de la concordia y la unanimidad, no es probable y mucho menos deseable, y que vivir con los enemigos sin reducir las identidades políticas es ciertamente una cuestión ineludible.

En segundo lugar, la otra finalidad transicional –la estabilidad política– se plantea menos como un bien moral y más como una necesidad política que, no obstante, suele asociarse a algunos fines morales y contraponerse a otros. En tanto necesidad se refiere a lo que Meineke16 llama el bien del Estado, es decir la conservación de la integridad del poder soberano, la obediencia y la unidad del orden político. Como necesidad, esa aspiración de estabilidad también está vinculada a la preservación de la estructura social de poder vigente, la misma que suele ratifi-carse en la negociación del fin de la guerra o que se reacomoda cuando se decide dejar atrás el modelo de gobierno autoritario. Es decir, es entonces esta-bilidad del orden político, pero también del poder. En los discursos legitimatorios de las políticas esta-tales de perdón, la estabilidad política (del poder) es validada, sin embargo, a través de la apelación al fin estatal de garantizar la convivencia pacífica a su interior. Éste, que supone la conformación de las vo-luntades a la obediencia, consiste esencialmente en la búsqueda de seguridad para la vida y la propiedad, pilar de la fundamentación del Estado moderno. Es allí donde la paz (del orden gestado en la guerra o moldeado por la represión) se propone como un fin superior a cualquier otra finalidad y obligación esta-tal. El imperativo se plantea de la siguiente forma: «En aras de la paz definitiva [...] todos aceptaremos menos justicia, menos verdad y menos reparación [...]»17. Sin embargo, esta proposición esconde la amenaza de retorno a la guerra o instrumentaliza el miedo a la misma para preservar el poder de los perpetradores,18 sofocando cualquier reclamación de bienes que en sí mismos son moralmente inobjeta-bles, y propicia una tendencia al enmascaramiento de los objetivos de la justicia transicional al presen-tar como summum bonum (bien supremo) lo que puede ser mejor bonum sibi (bien para sí).

La estabilidad política como búsqueda de tran-

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quilidad en el presente y certidumbre en el futuro e investida por la moralidad de bienes como la paz, alberga dos contradicciones. De un lado, la fragilidad del orden político hace impracticable la estabilidad definitiva de éste. Es decir, por más perfecta que se considere la restauración de la paz, la posibilidad de la guerra interna o el escalamiento de la represión estatal no está conjurada. De otra parte, la estabili-dad del poder como propósito que condiciona las opciones transicionales no requiere siempre el res-tablecimiento pleno de la concordia entre enemigos internos. El poder hegemónico puede preservarse aún en medio de cierta turbulencia, dando lugar a situaciones de estable inestabilidad o de inestable estabilidad.

Aunque la reflexión sobre la doble finalidad de las políticas de transición no concluye con estas ideas, puede afirmarse que el dilema transicional –»cas-tigo o perdón»– no puede resolverse o analizarse en relación con su capacidad para lograr la recon-ciliación y la estabilidad política. Por eso, poniendo de manifiesto la preferencia hacia la justicia y una preocupación en particular por el tratamiento de la criminalidad asociada a la contrainsurgente, es ne-cesario preguntarse ¿por qué, independientemente de la capacidad reconciliadora y estabilizadora, es de-seable el castigo penal y el establecimiento de las res-ponsabilidades políticas como forma de tratar la cri-minalidad contrainsurgente en tanto forma de «mal radical»? Para ofrecer una respuesta posible a este interrogante, se procederá en tres pasos: primero, proponer una definición de la criminalidad contrain-surgente como una forma de mal radical; segundo,

identificar algunas premisas realistas que le imponen límites a las aspiraciones de justicia y que al mismo tiempo evidencian que su posibilidad depende de la lucha política; y tercero, argumentar a favor de una justificación retributiva del castigo para los crímenes contrainsurgentes.

1. La criminalidad contrainsurgente como «mal radical»Para allanar el camino de la argumentación sobre

la justificación de la persecución criminal de los perpetradores de la lucha contrainsurgente, es ne-cesario caracterizar la naturaleza de estos crímenes. En un contexto de conflicto armado interno o de autoritarismo, el Estado es una de las partes invo-lucradas en el ejercicio de la violencia. Esos actos violentos y demás infracciones a la ley asociadas a la represión, persecución y aniquilación de rebeldes y opositores políticos se conoce como criminalidad burocrática o terrorismo de Estado. Esta expresión subraya la responsabilidad política del aparato esta-tal y la culpa criminal de funcionarios y políticos por la violación de derechos humanos19. No obstante, se torna imprecisa y limitada cuando se trata de nom-brar aquellos crímenes ejecutados con un sentido contrainsurgente, pero que son cometidos por agen-tes que no dependen directamente de la directriz o participación estatal aunque logren la connivencia o aquiescencia de éste.

La expresión criminalidad contrainsurgente denota conductas contra la vida y la libertad que constitu-yen infracciones al orden legal y moral en función de la salvaguardia del soberano, la preservación del poder hegemónico y la garantía del insaciable deseo de acumulación al interior de la comunidad política. Aunque la criminalidad contrainsurgente pueda guar-dar cierta analogía con los crímenes comunes20, una diferencia fundamental los separa. Aquella se trata de crímenes cometidos sistemáticamente en defensa del poder y aparato de Estado, en salvaguarda de un orden político, orientados a conjurar los procesos reivindicativos, de oposición política o rebelión y a garantizar que las generaciones siguientes, debido a la internalización del miedo, se acojan al proyecto social del Estado agresor21. Dichos crímenes son llevados a cabo por la institución estatal misma (fun-cionarios estatales y políticos), por unidades creadas por ella y que permanecen por fuera de la burocracia estatal, o por estructuras mercenarias que mantienen un vínculo orgánico con el aparato de Estado pero

... el dilema transicional se formula en términos de «castigo o

perdón» y subsiguientemente en términos de «justicia o paz», en la medida en que se establece como finalidad fundamental el logro de

la reconciliación y la estabilización política. La solución a tal disyuntiva ha

dado lugar a dos grandes respuestas en contraposición.

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detentan una autonomía relativa y que alegan no proceder bajo ninguna directriz política estatal pero sí en defensa del poder soberano. Quien ejecuta no es un criminal común sino alguien que ocupa la posición pública institucional que define y orienta la persecución del enemigo interno, o alguien que es avalado de manera directa o indirecta por ella.

Dicha criminalidad incluye fundamentalmente aquellas acciones con motivaciones políticas contra-insurgentes –orientados a conjurar los procesos rei-vindicativos, de oposición política o rebelión–, pero también aquellas que, siendo cometidas por agentes privados avalados explícita o implícitamente por el aparato estatal, están dirigidas a crear simpatías y relaciones de obediencia con los operadores ilegales de ese orden o simplemente constituyen una conce-sión a los prejuicios de la sociedad.

La criminalidad contrainsurgente, por sus caracte-rísticas, constituye un «mal radical» que se encuentra en el núcleo mismo del Estado22 y es puesto al servi-cio de la preservación del poder. Ese mal es el que, a través del cuestionamiento de la dignidad humana, de la posible eliminación de la personalidad jurídica y moral23 y de su carácter punitivo, produce una modificación trascendental del sentido de la vida en la comunidad política. Es decir, una vez cometido, este mal es irreversible. Se instala en el presente, de modo que no es posible establecer una línea diviso-ria entre pasado y presente. El miedo continúa aún después de que ha tenido lugar la destrucción físi-ca, es internalizado. Como afirma Dimitrijevic, «los eventos de ayer son fuente de ciertas consecuencias, que usualmente nombramos como legado del pasa-do. Lo que pasó bajo el viejo régimen no desaparece. Más bien sufre una transformación [...] Los viejos patrones sin embargo sobreviven, reteniendo su ca-pacidad de influenciar el presente»24.

La adopción de formas extremas –que no son de ningún modo desconocidas en la historia de la humanidad pues ésta ha demostrado una y otra vez su extraordinaria capacidad de aprendizaje de la maldad–, su carácter sistemático y la posición de su responsable político nos enfrenta con las pregun-tas sobre si esa criminalidad contrainsurgente es racionalizable, si es castigable y acaso perdonable. Los intentos de comprensión y explicación, por ejemplo, de los esfuerzos militares y mercenarios por prolongar el padecimiento de sus víctimas antes de la muerte llevan a un desasosiego parecido al que experimenta Arendt cuando se encuentra con

la «banalidad del mal», cuando descubre que los genocidas del pueblo judío no sólo eran personas normales sino que además, no experimentaron culpa moral. Se hace entonces inevitable preguntar ¿qué hay de racional en la hoguera, en la crucifixión, en los empalamientos, en la exposición pública de los cuerpos descuartizados, en el abandono total de los moribundos o en el estrellamiento de infantes como forma de lucha contrainsurgente?25 ¿Qué hay de racional en la masacre de aldeas enteras o en el ex-terminio absoluto de organizaciones políticas? ¿Por qué se vuelve necesario aniquilar la dignidad de las víctimas, por qué destruir su «personalidad moral»? ¿Pueden ser perdonados actos que no constituyen sólo la destrucción física de las personas sino ante todo la destrucción moral?

Lo que hace racionalizable estos males, y por lo mismo castigables, son sus motivos. La defensa del poder y aparato de Estado permanece como núcleo motivacional de la definición y ejecución de los crí-menes contrainsurgentes, de modo que estos no son una expresión de la irracionalidad ni producto de un funcionamiento defectuoso de la sociedad sino una manifestación de la racionalidad instrumental. Esta violencia –posible bajo cierta moralidad– es justifi-cada por los perpetradores y su realización llega a ser establecida como parte de una obligación ideoló-gicamente definida, en la que a su vez tiene lugar la invocación de un tal «interés general». En ella el re-curso a la crueldad, la prolongación del sufrimiento,

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Asimismo, la intransigencia de las posturas adoptadas en este debate deriva

en un conflicto entre el minimalismo pragmático y el maximalismo moral o,

como lo enuncia Sandrine Lefranc1, entre la «lógica ético simbólica» de las víctimas

y defensores de derechos humanos, que propugna por el castigo de los crímenes

en nombre de la justicia y la «lógica político estatal» que estima prioritaria la

consolidación del régimen.

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no constituye un reconocimiento del otro como ad-versario sino una negación de su humanidad y dig-nidad. La racionalidad de la crueldad está dada, en estos casos, por el afán de la destrucción total, por el interés de destruir la posibilidad de resistencia o de oposición política ulterior y sobretodo la posibilidad de «retorno» de las víctimas para reclamar justicia.

2. Apelaciones realistas sobre la justicia: lo posible y lo deseableAhora bien, ¿desde qué perspectiva es posible

plantear la justificación de la persecución criminal de éste «mal radical»? Antes de proceder con este interrogante debe señalarse que el momento transi-cional –pese a la línea de continuidad entre pasado y presente jurídico y político– supone una transacción entre impunidad y justicia26, pues de otra forma no es posible la transición27. Dicho intercambio signifi-ca de entrada que no es políticamente posible una justicia plena. En otras palabras, por más que sea moralmente deseable no es posible la sanción penal a todos los responsables, ejecutores y cómplices de tales crímenes, porque el toma y daca es un proceso competitivo más que cooperativo. Y si bien, como dice Kant la «justicia deja de serlo cuando se entrega por algún precio»28, ésta y no otra es la implicación que trae el cambio del curso político –como situa-ción difícil y excepcional– para la justicia.

La afirmación «tanta justicia como sea posible y tanta impunidad como sea necesaria»29 evidencia, desde una perspectiva realista, el tipo de transac-ción que tiene lugar en el momento transicional y, al hacer alusión a la ecuación entre posibilidad y necesidad, devela la lógica de poder que le subyace, mientras busca validez en la investidura moral de un bien como la paz. La transacción entre impunidad y justicia es una emanación de las relaciones de fuerza que se formalizan, por ejemplo, en el momento de la negociación del fin de la guerra o de la dejación de las armas. Es decir, si bien la justicia como afir-mación de los derechos humanos es –al margen de las circunstancias históricas– moralmente deseable, qué tanta sea posible dependerá de la correlación de fuerzas con que se cuente en el momento de negociar o decidir la transición. Por eso, la «nece-sidad» que la contrarresta puede traducirse en la «impunidad de los vencedores». Esto representa un escenario pesimista para las víctimas de la opresión, pero dado que las políticas de justicia transicional no se definen de una vez por todas, las posibilidades de

mayor justicia eventualmente pueden incrementar siempre que dicha correlación se transforme, es decir, siempre que se remueva el poder de los per-petradores, que generalmente lo preservan para ga-rantizar su inmunidad. No obstante, ese viraje no se produce inercialmente, por lo tanto, como cualquier otro fin, la justicia requerirá para su materialización de la lucha política, pues el carácter dinámico de la política depende de las vicisitudes del poder mismo.

Adicional a las limitaciones que impone el hecho mismo de la transacción y la lógica de poder que le subyace, la posibilidad de administración de justicia también encuentra una limitación en la magnitud del «mal radical». Son tantos los que en una sociedad pueden estar implicados en las atrocidades, que aún si la correlación de fuerzas fuera favorable a la justi-cia, sería difícil adelantar procesos y aplicar sanción penal a todos y cada uno de los responsables. Esto establece como condición inevitable el carácter se-lectivo de la persecución criminal. Como lo advierte Miriam J. Aukerman30, a causa de una culpabilidad tan extensa sólo es posible llevar un pequeño nú-mero de los perpetradores a los tribunales. Por con-siguiente, la cuestión a resolver es ¿cuáles son los criterios para establecer dicha selección y cuáles las condiciones de poder que la determinan? Esta es una conclusión lamentable para las aspiraciones de jus-ticia, pero al mismo tiempo justifica la búsqueda de otras alternativas para el logro de los objetivos que le sean fijados a la justicia transicional.

Otro límite que desafía la búsqueda de justicia respecto a la criminalidad contrainsurgente es el problema –advertido por Sandrine Lefranc– de la continuidad jurídica. A menos que se produzca un nuevo momento constituyente como producto de las negociaciones, el orden jurídico «anterior», que tras-luce las formas dominantes de poder, no desaparece. Éste, que es una de las formas en las que el pasado se hace más presente que el futuro deseado, es el marco normativo bajo el cual se procede a la administración de justicia, en caso de ser posible. Esa continuidad ga-rantiza la inmunidad a los perpetradores o delimita el sentido y los alcances de la sanción penal, pero tam-bién ratifica dos aspectos: primero, que no es posible establecer una línea divisoria entre pasado y presente, por lo tanto el régimen democrático naciente es hijo de la lucha contrainsurgente; segundo, la reclamación justicia requiere probablemente la disolución o refor-ma del orden jurídico vigente.

Sin embargo, la justicia, aún siendo deseable, no

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se desprende de la lógica del poder, allí donde ha sido «posible». Donde ha primado la justicia, como en el caso de los tribunales ad hoc31, la lógica del poder –la misma que alude para otras situaciones sobre la conveniencia política de la impunidad– tam-bién se encuentra presente. Se trata de la «justicia de los vencedores» que impugna el gobierno de la ley cuando da lugar a dudas sobre la imparcialidad y el debido proceso, cuando el juicio deja de ser sobre las acciones individualizadas para versar sobre la historia en general. Ese vínculo entre justicia y poder, que pareciera inevitable, afianza la creencia según la cual la justicia transicional es imperfecta y parcial de-bido al carácter extraordinario de las circunstancias políticas. Tal excepcionalidad suele desplazar todo idealismo y conduce a la priorización del pragmatis-mo como principio que guía las políticas de justicia y determina el sentido de adherencia al gobierno de la ley32. Sin embargo, esa lógica reafirma la necesidad ineludible de comprometerse en la lucha política como única forma de aproximación a la justicia, bien sea para reclamar la mayor persecución criminal po-sible de los culpables o para impugnar aquella some-tida a los intereses de los vencedores.

3. Justicia retributiva: tanta como sea necesaria3.1. Culpa criminal y castigoHechas estas acotaciones la pregunta es ¿por

qué insistir en impartir sanción penal sobre los responsables de los crímenes relacionados con la lucha contrainsurgente? Para analizar esta cuestión, siguiendo muy de cerca a Karl Jaspers33, es necesario establecer una distinción entre varios tipos de culpa para poder determinar cuál es o debe ser el sentido de las recriminaciones subsiguientes. En relación con el problema de la responsabilidad alemana, este filó-sofo propone distinguir entre culpa criminal, política, moral y metafísica. A cada una le corresponde una consecuencia, bien sea externa o interna, así como una instancia en la cual sufre trámite. Éstas últimas son, respectivamente, el tribunal, la voluntad del vencedor, la conciencia y Dios. Tomemos en consi-deración la culpa política y la criminal.

La culpa política tiene como consecuencia, según Jaspers, la responsabilidad34. Ésta se traduce de ma-nera específica en sanciones que obligan la repara-ción o que constituyen «pérdida o limitación del po-der y de derechos políticos»35. La culpa política es, a diferencia de las otras, de carácter colectivo, lo cual

implica que es imputable no por las acciones ni por los apoyos brindados sino por la simple pertenencia a la comunidad política36. Es decir, son culpables tan-to gobernantes como ciudadanos. Estos últimos son corresponsables de las consecuencias de la acción estatal así no compartan la culpa criminal y moral de aquel. Su corresponsabilidad se deriva de la sujeción a la autoridad estatal, la inevitable participación en la estructuración de las relaciones de poder, la defini-ción de la forma de gobierno y la convergencia de la moralidad individual en la formación de la situación política. Todos los ciudadanos tienen una respon-sabilidad compartida respecto a lo que el Estado hace porque, como si se tratase de algo ineludible, todos toman parte –aunque de diversas formas– de la construcción de la comunidad política. Por eso, en aquellos ambientes de sumisión en los que opera la represión, ni la apatía política, ni la obediencia ciega, ni la dificultad (imposibilidad) de transformar las condiciones anulan la culpabilidad política.

Las culpas son diferentes, pero, según sostiene Jaspers, también se encuentran relacionadas entre sí de un modo tal en que cada una tiene consecuencias sobre las otras. Por eso, tanto culpa criminal como política surgen de faltas morales tales como: «La co-misión de pequeños pero numerosos actos de negli-gencia, de cómoda adaptación, de fútil justificación de lo injusto, de imperceptible fomento de lo injus-to, la participación en el surgimiento de la atmósfera pública que propaga la confusión y que, como tal, hace posible la maldad....»37. Es decir, estos actos y omisiones, por los que cada una de las personas pueden ser moralmente responsables38, aunque di-fieren de la participación –intelectual y material– en la destrucción física y moral de las víctimas, facilitan o legitiman su realización y al hacerlo configuran la culpabilidad política.

El concepto de corresponsabilidad y la idea de las fuentes morales de la culpa criminal y política permi-ten evidenciar, mas allá de las responsabilidad crimi-nal individual, la existencia de condiciones sociales y morales que hacen posible el mal radical, pero también redimensionar el desafío de la transición. Si todos hacen parte ineludiblemente de la configura-ción de las situaciones políticas entonces su transfor-mación también es una responsabilidad compartida, que demanda al menos, oposición a la opresión po-lítica y la difícil (casi imposible) modificación de esa moralidad colectiva que hace posible el surgimiento de los crímenes atroces. Jaspers admite esta exigen-

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cia cuando afirma que [el]l ethos de lo político es el principio de una existencia estatal en la que todos toman parte a través de su conciencia, su saber, su opinar y su querer»39.

Sin embargo, el problema de justicia transicio-nal con respecto a criminalidad contrainsurgente, exige que la culpabilidad política de los gobernan-tes sea establecida por encima de aquella que les corresponde a los ciudadanos por el mero hecho de pertenecer a la comunidad política. Por la ne-gligencia de políticos y funcionarios, por la sutil o cínica justificación de lo injusto, por la propaganda, por las relaciones de connivencia, por las simpatías expresadas hacia los perpetradores, se debe asignar públicamente la responsabilidad política, sin que ello elimine la atención necesaria sobre la culpabilidad criminal cuando tenga lugar40. Es decir, por su par-ticipación en la estructura del poder político y por las consecuencias de sus acciones u omisiones en la prevención o realización del mal contrainsurgente, les obliga la reparación de los agraviados, la limita-ción de sus poderes o derechos políticos, o su remo-ción definitiva de los cargos públicos.

Si la culpa política tiene como consecuencia la responsabilidad, la culpa criminal, que a diferencia de aquella es de carácter individual41, tiene como consecuencia –según Jaspers– el castigo penal. Éste, en tanto coacción externa, tiene como supuestos fundamentales que los crímenes son objetivamente demostrables y que, sobre esa base, la culpabilidad debe ser reconocida por el juez. Es decir, la impu-tación de la culpa es en relación estrictamente con las acciones individuales comprobables y la sanción punitiva es un procedimiento racional conforme al Derecho. Esta forma de concebir la responsabilidad criminal supone que sólo un acto cometido puede ser objeto de castigo y vincula el agente con sus ac-ciones en términos físicos pero también morales, en la medida que toda acción –incluidas aquellas que se excusan en el principio de «obediencia debida»– está sometida al enjuiciamiento moral. Sin embargo, no es el derecho sino la conciencia la que interviene sobre la culpa moral, pues cabe la posibilidad de que aquel que es enjuiciado por el Derecho no experi-mente ningún remordimiento y arrepentimiento.

Al castigo penal, como consecuencia de la cul-pa criminal, se le han atribuido, desde diferentes disciplinas, al menos tres funciones posibles con relación a la infracción de la ley y al daño infringido: retribución, disuasión y rehabilitación. La discusión

del dilema transicional necesariamente gravita entre estos tres campos de justificación del castigo penal. Los defensores de las políticas de perdón se refieren al enfoque retributivo para rechazar la posibilidad de castigo por considerar que la retribución es una for-ma de venganza. Desde su perspectiva la demanda de justicia «desenmascara sentimientos de odio y es-píritu revanchista que no contribuye a reconciliación social»42. El argumento, tal como lo sintetiza David Crocker en su polémica con Desmon Tutu, adopta el siguiente curso: el castigo es retribución, la retri-bución es venganza y la venganza es moralmente mala43.

Por su parte, quienes demandan sanción penal para los responsables de violaciones de derechos humanos construyen la justificación de ésta a partir del enfoque de la disuasión. Su argumento es que castigar a tales perpetradores permite prevenir en el futuro nuevas violaciones bien sea por parte de estos o de nuevos agentes, debido a su carácter ejemplifi-cante. La perspectiva de la disuasión también sirve, paradójicamente, aquellos que rechazan la perse-cución criminal después la transición –por temor a reavivar la inestabilidad política– porque el análisis costo–beneficio permite evitarla cuando le genera a la democracia más problemas de los que resuelve44.

3.2. Justificación del castigo: disuasión o retri-bución

En el marco de la justicia transicional ¿sobre qué bases puede justificarse el castigo penal para sancio-nar la culpa criminal? El argumento utilitarista de la disuasión aunque es el más reiterado en la defensa

Igualmente, como afirma Nenad Dimitrijevic, no es factible demostrar

que los perpetradores se tornan menos peligrosos y más amigables si se les garantiza el perdón y se les exime de

responsabilidad política. Por eso el dilema entre justicia y reconciliación, entre justicia y estabilidad puede ser

falso.

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de esta opción, acusa varias dificultades, muchas de ellas ilustradas en la sociología del derecho y otras desde la filosofía. Según este enfoque, el castigo es la forma de disuadir al perpetrador, de violar nueva-mente la ley y/o de disuadir a otros, por medio del ejemplo, de cometer dicha infracción. Esto supone que previo a comprometerse en una acción criminal el agente realizaría una comparación entre el riesgo de sanción (gravedad de las consecuencias y proba-bilidad de ser capturado) y el beneficio potencial de la misma. La justificación del castigo se apoya así en la promesa de un bien futuro para la sociedad; y, al gravitar en el tiempo futuro, lo que hace es interve-nir no sobre los crímenes cometidos sino sobre los esperados. En el contexto del debate sobre el dilema transicional, este enfoque ofrece una justificación de lo que es un problema de posibilidad: el carác-ter selectivo y limitado de la persecución criminal. Desde esta perspectiva no se requiere que todos los culpables sean castigados, porque es suficiente que los castigos sean ejemplares.

La crítica que se le hace a este enfoque desde la filosofía es que la disuasión como principio de cas-tigo no tiene nada que ver con la justicia. Pero ¿es justo el castigo cuando se basa en el principio de la disuasión? Agnes Heller45 sugiere una respuesta negativa. Las razones que ella esgrime a este res-pecto tienen que ver con la dimensión temporal en la que gravita el fin de la disuasión. Si lo que está en consideración a la hora de imponer el castigo es la probabilidad de reincidencia o de repetición por parte de otros, no es posible garantizar la aplicación del principio de proporcionalidad entre crimen y castigo46 que es lo que hace justo a éste último. Para Heller, cuando la sanción tiene la prevención como

objetivo no es retributiva y anula las exigencias a favor de los derechos humanos, así como la justicia misma del castigo.

Sin embargo, a este enfoque de la disuasión se le debe formular además de la pregunta normativa una pregunta práctica: ¿Logra la persecución crimi-nal prevenir la repetición del mal radical? Como lo afirma Aukerman, determinar si la prevención de los crímenes comunes es producto de la amenaza de sanción penal o si se debe a otras razones es difícil, y lo es aún más en el caso de los crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. El castigo penal puede tener algunos efectos disuasivos, pero en esas situaciones, según esta analista, ello depende de varios factores contextuales: riesgo de ser aprehen-dido, severidad de las penas, grado de conocimiento público de las sanciones y grado en que el ofensor y el crimen pueden ser disuadidos. En primer lugar, la escasa probabilidad de ser objeto de persecución criminal por tales hechos hace que aún las sanciones severas aplicadas sobre algunos no puedan tener un efecto disuasivo. Pero aún si la probabilidad de cas-tigo fuera alta, no es claro que pueda generar disua-sión porque los que inician una guerra lo hacen con la esperanza de ganarla y no hay una institucionali-dad estable que permita establecer que las sanciones de hoy serán las de mañana. En segundo lugar, la disuasión sólo funciona para algunos ofensores y crí-menes, ya que no todos se desenvuelven conforme a la elección racional, algunos son crímenes de odio. En tercer lugar, en el contexto transicional no es factible que las penas sean muy severas, aunque la disuasión depende no sólo de la severidad sino tam-bién de la certeza del castigo, pero las posibilidades de castigo tampoco serán suficientemente altas.

En síntesis, como dice Heller, «el temor del cas-tigo (incluso el divino) no basta nunca». Ese fracaso podrá ser atribuido por algunos a la poca severidad o a la escasa probabilidad de castigo, también podrá argüirse que la coacción no es externa sino inter-na –en el ámbito de la conciencia–, pero lo que le subyace es que la propensión a la maldad es parte constitutiva de la naturaleza humana, de modo que la posibilidad de repetición nunca está plenamente clausurada.

Pero, la imposibilidad de prevenir mediante el castigo la repetición de los males ocasionados por la lucha contrainsurgente no se debe sólo a sus carac-terísticas y condiciones de realización. La posibilidad de repetición no puede ser conjurada debido a la

Justicia retributiva y responsabilidad política: una respuesta al dilema transicional

El imperativo se plantea de la siguiente forma: «En aras de la paz definitiva

[...] todos aceptaremos menos justicia, menos verdad y menos reparación [...]». Sin embargo, esta proposición esconde

la amenaza de retorno a la guerra o instrumentaliza el miedo a la misma para preservar el poder de los perpetradores...

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naturaleza misma del Estado y a la pulsión de poder y dominación. De un lado, la búsqueda de la propia conservación del Estado y el afán de preservar el orden, lo lleva a sucumbir a la tentación de conside-rar cualquier acción ciudadana como una amenaza interna contra su imperium y a perseguirlos aún por fuera de la legalidad. De otra parte, allí donde preva-lece la injusticia distributiva es posible el desconten-to y donde se produce desobediencia e inestabilidad es siempre probable el uso arbitrario de la fuerza. La represión, así sea una amenaza para la conservación del cuerpo político, surge siempre como parte de la necesidad de quienes detentan el poder político de preservar lo acumulado o como una forma de respal-dar el insaciable deseo de acumular.

Para los que consideran la prevención como el objetivo de la imposición de sanciones penales, el problema que se devela es que pese a lo severas y altamente probables que puedan llegar a ser éstas, no hay garantías de no repetición del mal radical dentro de la comunidad política. En consecuencia, la justificación del castigo penal a los perpetradores de la lucha contrainsurgente no debe construirse desde la perspectiva de la disuasión sino de la retribución, apelando a argumentos morales y políticos.

El principio de retribución, como afirma Agnes Heller, es el «único principio de castigo justo. La re-tribución puede ser justa si todas las acciones pue-den imputársele a sus autores como seres humanos libres»47. La justicia de dicho principio reside en reconocer la autonomía moral del agente y en procu-rarle un tratamiento como «fin en sí». Dicho recono-cimiento permite concebir a éste como moralmente responsable de sus acciones48 y nunca como un instrumento para enseñar una lección (disuasión) o para ser moldeado (rehabilitación). La atribución de responsabilidad moral al agente hace admisible, así, el castigo49; en otras palabras, el castigo está justifi-cado simplemente porque la persona es responsable de sus acciones. Por eso, como lo argumenta Heller, «una persona que transgrede las normas (y viola la ley) debería expiar esta ofensa pagando la deuda contraída, para restaurar así la justicia. Una vez satis-face la deuda, la persona deja de ser culpable»50.

Es decir, la sanción penal no es otra cosa sino una consecuencia jurídica de la culpa criminal, y por lo tanto orientada al pasado51. De acuerdo con esto, en el marco de la justicia transicional, los criminales de la lucha contrainsurgente deben ser llamados a asu-mir su responsabilidad criminal como consecuencia

de las acciones elegidas o simplemente cometidas52. Sin embargo, de acuerdo con el principio retributivo, el ofensor debe ser sancionado penalmente no por el daño ocasionado sobre la víctima sino porque ha cometido una infracción al Derecho y porque moralmente lo tiene merecido, así no experimente arrepentimiento.

El establecimiento de la responsabilidad criminal por parte del «tercero jurídico»53 no sólo se justifica por ser parte de la consecuencia de las acciones, sino también por ser una posibilidad de afirmación de los derechos de las víctimas. La importancia de ello radica en que reconocer jurídicamente los crí-menes y determinar la responsabilidad correspon-diente no son acciones sólo en función de la fijación del castigo retributivo, sino también en función de la deslegitimación de tales crímenes y del reconoci-miento de que se produjo un agravio al sentido de justicia. En la medida en que los perpetradores se rehúsan a admitir que los actos cometidos fueron crímenes y suelen integrar a la estructura de su jus-tificación la noción de «actos en cumplimiento del deber»54, el establecimiento de la responsabilidad penal es una forma de reconocer los agravios y de señalar que las acciones llevadas a cabo son moral-mente incorrectas, que la defensa del Estado no las justifica y que el «deber político» fundamental es la protección de los derechos humanos. Ahora bien ¿qué constituye un reconocimiento adecuado en el contexto transicional si no es posible el castigo de todos los culpables? Sin duda, esta es una pregunta de difícil solución que revela el carácter imperfecto de la justicia transicional.

Uno de los argumentos más difundidos en contra de esta justificación de la persecución penal desde el enfoque retributivo es que ésta constituye una forma

En un contexto de conflicto armado interno o de autoritarismo, el Estado es una de las partes involucradas en

el ejercicio de la violencia. Esos actos violentos y demás infracciones a la ley asociadas a la represión, persecución

y aniquilación de rebeldes y opositores políticos se conoce como criminalidad

burocrática o terrorismo de Estado.

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de venganza. Pero, ¿tiene la sanción penal algo que ver con la venganza? Ambos comparten una estruc-tura común –por ejemplo, infringen daño o privación por alguna razón–, pero también se diferencian. Sería de hecho hipócrita negar que la demanda de justicia retributiva tiene algo de la satisfacción de vindicar los agravios recibidos. Sin embargo, la retri-bución se diferencia de aquella, siguiendo a Crocker, en cinco aspectos que respaldan el argumento en favor de dicho principio55: i) el castigo se impone cuando se ha cometido un crimen; ii) la sanción penal se infringe de conformidad con el Derecho, es decir, aunque la retribución albergue un sentido de venganza, éste la canaliza porque establece límites mediante la definición de los derechos del ciuda-dano criminal, la introducción del tercero judicial y la adopción del principio de proporcionalidad56; iii) apela al principio de la imparcialidad jurídica (en el sentido de impersonal) y constituye una afirmación de los derechos tanto de la víctima como de los vic-timarios, de un modo en que restablece la justicia; iv) la imposición de la sanción es conforme a la equi-dad, hay un compromiso con principios que deter-minarían también castigo en otras circunstancias si-milares; v) rehúsa el concepto de culpa colectiva, es decir, la acción criminal está vinculada sólo al agente individual, incluso cuando los crímenes hayan sido cometidos con el concurso colectivo. Ahora bien, es posible que estos argumentos no sean considerados suficientes para alejar los reparos sobre la justicia retributiva en el contexto transicional y se insista que su inconveniencia radica en que en ella palpita el deseo de venganza. De ser así, entonces debe llamarse la atención sobre el papel del derecho penal en condiciones ordinarias: si la retribución avivara la venganza no sería posible la regulación del orden a través del Derecho.

Pero, además de estos argumentos morales, el castigo a los perpetradores de la violencia contra-insurgente también encuentra justificación en ele-mentos políticos. Que cada agente sea responsable moralmente de sus acciones y que por lo tanto el castigo esté justificado cuando estas sean criminales es una proposición válida en términos generales. Sin embargo, esa responsabilidad adquiere otra conno-tación cuando el agente ocupa una posición en el centro de poder político. En ese caso el castigo no sólo está justificado conforme a dicha premisa sino también porque es deber estatal la protección de los derechos y la vigilancia del cumplimiento de la ley. El

Derecho como instrumento de exigibilidad y protec-ción tiene un carácter vinculante para el Estado, es decir, garantizar la vigencia de los derechos huma-nos es una obligación fundamentalmente estatal. Por consiguiente, el incumplimiento de ésta supone una responsabilidad mayor que la que pueda tener cual-quier ciudadano por su participación de la comuni-dad política. En la medida en que dicha obligación se sitúa en el marco de las relaciones Estado–ciuda-danos, la investigación, el juzgamiento y el castigo penal de los agentes estatales comprometidos en los crímenes está también justificado.

Por su parte, la sanción penal para los culpables de la criminalidad contrainsurgente, en particular para aquellos agentes privados que no están formal-mente integrados a la estructura estatal, está justifi-cada no sólo por actuar a y con el favor de un Estado obligado a garantizar la vigencia de los derechos humanos, sino también porque éstos en esa defensa, no impugnan el sistema jurídico y no cuestionan la legitimidad del derecho vigente. Por el contrario, mantienen su reconocimiento y adhesión a las nor-mas pese a que las infrinjan57. Es decir, en tanto no se declare el rompimiento del consensus iuris, esto es la obligación recíproca, no se puede justificar la resistencia moral y política a ser juzgado por cada uno de los actos cometidos, considerados de manera independiente y según el derecho penal. Por eso, las acciones destructivas de los agentes privados de la contrainsurgencia son crímenes y no actos de hos-tilidad.

Otro argumento político a favor de la sanción penal de la criminalidad contrainsurgente se encuentra en otro elemento de su naturaleza. Las pretensiones de conjurar los procesos reivindicativos y de oposición política y de garantizar que las generaciones subsi-guientes se sometan al proyecto de Estado agresor

La expresión criminalidad contrainsurgente denota conductas contra la vida y la libertad que constituyen infracciones al orden legal

y moral en función de la salvaguardia del soberano, la preservación del poder hegemónico y la garantía del insaciable

deseo de acumulación al interior de la comunidad política.

Justicia retributiva y responsabilidad política: una respuesta al dilema transicional

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constituyen un agravante de la culpa criminal por su alcance temporal. Esta intención de moldear a través de la destrucción física y moral de las víctimas el futu-ro del orden político reafirma, por lo tanto, la justifica-ción de su castigo.

La persecución de la criminalidad contrainsur-gente también ha sido justificada como una forma de afirmación del gobierno de la ley, así esta no sea intrínsecamente justa. El argumento es que la san-ción penal juega un papel principal en la afirmación del Derecho en la transición política al contribuir a la creación de un nuevo sentido del orden jurídi-co58. Marta Minow59 arguye que esto supone tres elementos: resarcimiento de los daños a través de la aplicación de normas preexistentes; garantía de que la justicia sea administrada por un sistema com-prometido con la imparcialidad y la oportunidad de ser escuchado en defensa y acusación; y seguridad de que la imputación de responsabilidad se susten-te en la demostración objetiva de los crímenes. Sin embargo, la afirmación del Derecho como fuente de justificación de la sanción penal de los crímenes con-trainsurgentes alberga una contradicción irreducible. Además de que los supuestos que establece Minow son de difícil realización –porque los principios bási-cos del derecho suelen ser sacrificados en el marco de la transacción–, el contexto es, como lo retrata Lefranc, de continuidad jurídica. «El orden jurídico anterior no desaparece ni se refunde por completo luego de la instalación de un gobierno democrático: sigue contribuyendo, al menos parcial y provisoria-mente [...] a la reglamentación de las relaciones civi-les y de la actividad administrativa y conserva cierta influencia sobre el derecho penal»60.

No obstante, varias dificultadas han sido adverti-das respecto a la justicia retributiva, que merecen ser reflexionadas. La primera de ellas es que el principio retributivo como principio de castigo racional exige que todos los responsables sean castigados debido a su «deuda»61. Si bien la perspectiva de la disuasión ofrece argumentos que explican por qué el castigo puede ser selectivo62, un enfoque retributivo en el marco de la justicia transicional puede prescindir de una explicación sobre la suficiencia de la selectividad si se tiene en cuenta que no es posible castigar todos los culpables así lo tengan merecido. Esto no niega que los castigos posibles se realizan independien-temente que sirvan para prevenir futuros crímenes. De otra parte, el hecho de que no sea posible una persecución total hará necesario el recurso a otras

alternativas de sanción en esta situación especial63.La segunda dificultad advertida es que en el contexto

transicional es imposible el cumplimiento del principio de proporcionalidad entre delito y castigo por tres razo-nes. Primero, aunque la criminalidad contrainsurgente merecería mayor severidad que los crímenes ordina-rios, la transacción entre justicia e impunidad, y la ló-gica de poder que le subyace, hace que dicho principio pueda salir sacrificado. Segundo, la magnitud de los crí-menes es tan extraordinaria, bien sea por su cantidad o por la crueldad que pisotea todo vestigio de dignidad, que ningún castigo podrá parecer nunca suficiente para restablecer la justicia. Tercero, también se torna problemática la dificultad de distinguir entre el castigo de estos crímenes que moldean el orden político en su tiempo futuro y los delitos comunes. Sin embargo, nada de esto niega la validez del castigo penal con fi-nes retributivos. Como afirma Aukerman64, incluso si el castigo no es suficiente de cara a la magnitud de tales crímenes, los perpetradores aún pueden llegar a ser penalizados de forma severa. Pero, ¿qué cons-tituye una penalidad severa? Sin duda, la severidad en estos casos no se trata sólo de los años de encar-celamiento sino del grado en el que sea afectado el poder de los perpetradores65. Es decir, una reducción de la pena sin que el poder (económico, político y militar) sea afectado refuta incluso aquello de que una sanción penal inadecuada es preferible a nada en absoluto.

Otro problema, atribuido por Aukerman el enfo-que retributivo de la justicia transicional, tiene que ver con la dificultad de establecer la responsabilidad individual. Este planteamiento pone de relieve varios aspectos. De un lado, la tensión advertida por Heller entre la necesidad de imputación de las acciones a los agentes como seres libres y la existencia de cons-tricciones sociales que refutan dicha libertad y hacen injusto el principio retributivo. Para Aukerman el contexto de violencia masiva constituye un constre-ñimiento social que afecta la autonomía moral de tal modo que se dificulta establecer la responsabilidad individual. Ciertamente, situaciones en las que se ha producido una destrucción de la personalidad moral, al conducir a la víctima a una situación en la que la única forma de eludir la propia muerte es cooperar con los verdugos, en la que ella se convierte en cóm-plice de éstos para su propio envilecimiento66, cons-tituyen una negación de la autonomía moral –porque lo que se hace por miedo no se hace con libertad– y torna problemática la asignación de la responsabili-

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dad moral, pero no la elimina. De otra parte, la dificultad de establecer la res-

ponsabilidades individuales tiene relación con las jerarquías y la división del trabajo. Por las caracte-rísticas de la criminalidad contrainsurgente se hace complicado diferenciar entre colaborador y perpe-trador. Pero también se dificulta la necesidad de diferenciar entre el grado de responsabilidad que le corresponde al obrero de la guerra y el que le atañe al comandante y a aquellos que tienen la potestad de definir el enemigo interno; y entre el tipo de res-ponsabilidad que le incumbe al que lleva a cabo las masacres y el que le concierne a aquellos que de forma activa participaron en la propaganda que alla-nó el camino para la eliminación o que pagaron por los servicios prestados. Sin embargo, este escollo transciende a otro nivel y atañe también a la necesi-dad de individualizar la responsabilidad criminal sin que ello niegue la atribución de la responsabilidad política de los civiles incendiarios y beneficiarios de la guerra y la represión.

Para concluir, en el marco de un momento de reacomodamiento del régimen político o de finali-zación de la guerra, las posibilidades de justicia re-tributiva están determinadas por la lógica del poder, por la excepcionalidad del momento y las caracterís-ticas de los crímenes cometidos, entre otros. Pero, aunque no sea plenamente posible, ni surta como efecto la prevención de la repetición de las atroci-dades, ni conduzca a la reconciliación que pretende reducir la heterogeneidad de las identidades políti-cas, la persecución criminal y el establecimiento de la responsabilidad política estatal es una respuesta válida y necesaria a la criminalidad contrainsurgen-te por las razones expuestas. Como dice Hebe de

Bonafini: «No es digno ni moral que un criminal, porque afirma haberse arrepentido, sea considerado como un colaborador invalorable de la justicia. ¡Pro-ceso y castigo a [...] los responsables, ejecutores y cómplices!¡Ni olvido ni perdón!» 67.

La criminalidad contrainsurgente, por sus características, constituye un «mal radical» que

se encuentra en el núcleo mismo del Estado y es puesto al servicio de la preservación del poder.

Ese mal es el que, a través del cuestionamiento de la dignidad humana, de la posible eliminación de la personalidad jurídico y moral y de su carácter

punitivo, produce una modificación trascendental del sentido de la vida en la comunidad política.

* Ponencia presentada en el seminario «Memoria, perdón y justicia», organizado por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia en octubre de 2006, en el Teatro Universitario Camilo Torres Restrepo.

Justicia retributiva y responsabilidad política: una respuesta al dilema transicional

NOTAS

1 Este artículo hace parte del proceso de investigación sobre «Mercenarismo corporativo y orden contrainsurgente» adelantado para el Instituto Popular de Capacitación y financiado por Trocaire.

2 TEITEL, Ruti G. Transitional justice genealogy. En: Harvard Human Rights Journal. Vol. 16, 2002.

3 Esta acepción es introducida por Kant. Desde su perspectiva, el mal radical supone una propensión de la voluntad a ignorar los imperativos morales de la razón. KANT, Immanuel. La religión más allá de la razón pura. Madrid: Alianza, 1995.

4 FOUCAULT, Michel. Genealogía del racismo. Madrid: La piqueta, 1992. p. 59.

5 Una negociación parcial es aquella que no involucra la totalidad de las partes en conflicto. Esto significa que la desmovilización de parte de las fuerzas combatientes no supone el fin de la guerra.

6 Son dilemas sobre los que se decide en el presente, para enfrentar el pasado en consideración a un problema futuro. Las decisiones políticas presentes se desenvuelven en la tensión del timing electoral y el largo plazo del derecho. Del pasado se deben tratar las acciones criminales y del futuro se considera el problema de la estabilidad del orden y el restablecimiento de las relaciones de concordia.

7 Dicha opción también la suscriben los llamados gobiernos de transición.

8 LEFRANC, Sandrine. Políticas del perdón. Bogotá: Grupo Editorial Norma, 2005.

9 La demanda de sanción penal también es esgrimida en algunos casos por los vencedores. Pero en ese caso los cuestionamientos son distintos. Estos pueden estar referidos, por ejemplo, a la imparcialidad, el debido proceso, entre otros.

10 Dentro de las razones prácticas usualmente esgrimidas se identifican tanto las implicaciones jurídicas de una transacción sobre la dejación de armas como la operatividad de la justicia (los costos, la capacidad institucional instalada, el carácter demandante y dispendioso de los procesos criminales, entre otros).

11 CROCKER, David A. «Punishment, reconciliation, and democratic deliberation». En: Buffalo Criminal Law Review

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Vol. 5:509. Institute for Philosophy and Public Policy, School of Public Affairs, University of Maryland (Abril de 2002). p. 509-549.

12 Ese restablecimiento puede ser consecuencia más de la desaparición o debilidad extrema de los beneficiarios del perdón.

13 DIMITRIJEVIC, Nenad. Justice beyond blame: moral justification of (the idea of) a truth commission. En: Journal of conflict resolution, Vol. 50 No. 3. Budapest: Political Science Department, Central European University, junio de 2006. p. 368-382.

14 DWYER, Susan. Reconciliation for realists. En: Ethics and International Affairs, vol. 13. Baltimore County: The University of Maryland, 1999.

15 En el marco del debate sobre la construcción de la paz (peacebuilding) se han formulado diferentes formas de concepción de la reconciliación, que apuntan a problematizar la acepción más común de ésta como restablecimiento de la concordia y la armonía social. Véase por ejemplo: GALTUNG, Johan. Tras la violencia, 3R: reconstrucción, reconciliación y resolución. Afrontando los efectos visibles e invisibles de la guerra y la violencia. Bilbao: Bakeaz / Gernika-Lumo: Gernika Gogoratuz, 1998; CROCKER, Op. cit.

16 MEINEKE, Friedrich. La idea de la razón de Estado en la edad moderna. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997.

17 RANGEL, Alfredo. «Entre los «paras « y la guerrilla». El Tiempo. Bogotá (8 de julio de 2005).

18 Una preocupación exagerada por la paz favorece la impunidad y contribuye, sin duda, a la preservación del poder de los perpetradores.

19 La expresión «terrorismo de Estado» ha sido usada para señalar la responsabilidad estatal en la aplicación de estrategias de disuasión que buscan la difusión del miedo a través de la puesta en riesgo de la vida, la integridad y la libertad y de la eliminación de franjas de seguridad. Véase por ejemplo: PROYECTO NUNCA MÁS. Colombia nunca más: crímenes de lesa humanidad. Zona 14 1966... Bogotá, noviembre de 2000. v. 1

20 Esa analogía consiste en que la forma del delito es similar: homicidios, secuestro, violaciones, etc.

21 Ibíd.

22 Es decir la propensión al mal no sólo reside en los agentes individuales sino también en el Estado como artificio humano.

23 La eliminación de la personalidad jurídica -en la forma en que la entiende Arendt- tiene lugar cuando se coloca las víctimas por fuera de la protección de la ley, que hace que el daño infringido sobre la víctima no sea consecuencia de un delito cometido (este es el caso de la desaparición forzada). La destrucción de la «personalidad moral» supone la conducción de las víctimas a una situación en la que no pueden elegir entre el bien y el mal y en la que la única forma de eludir la propia muerte es cooperar con el verdugo. Esta posibilidad está ilustrada particularmente en el caso del fratricidio forzado en Guatemala. Véase sobre estos conceptos: ARENDT,

Hannah. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus, 1974.

24 DIMITRIJEVIC, Op. cit. 371.

25 Sobre la descripción de estas formas de violencia consúltese GARCÍA, Prudencio. El genocidio de Guatemala a la luz de la sociología militar. Madrid: Sepha edición, 2005.

26 Esta transacción es un intercambio entre ofrecer y renunciar.

27 No sería posible la transición porque no se entregan las armas a cambio de nada, a menos que se produzca una derrota militar absoluta.

28 KANT, Immanuel. La metafísica de las costumbres. Barcelona: Altaya, 1993.

29 RANGEL, Alfredo. «La seguridad democrática». En: El Tiempo. Bogotá (10 de febrero de 2005).

30 AUKERMAN, Miriam J. Extraordinary evil, ordinary crime: a framework for understanding transitional justice. En: Harvard Human Rights Journal. Vol. 15. Primavera 2002.

31 MEERNIK, James. Victor’s Justice or the Law? Judging and punishing at the International Criminal Tribunal for the former Yugoslavia. En: Journal of conflict resolution. Vol.47 No.2. Department of Political Science University of North Texas (abril de 2003). p. 140-162.

32 Véase TEITEL, Op. cit.

33 JASPERS, Karl. El problema de la culpa: sobre la responsabilidad política de Alemania. Barcelona: Paidós, 1998.

34 Véase SCHAAP, Andrew. Guilty subjects and political responsibility: Arendt, Jaspers and the resonance of the ‘German question’ in politics of reconciliation. En: Political studies. Vol 49. Edimburgo, 2001. p. 749-766.

35 JASPERS, Op cit. p. 57.

36 Esto significa que la culpa criminal no supone la culpa criminal.

37 Ibíd., p. 55.

38 De estos actos no se deriva culpa criminal, pues no constituyen una trasgresión al derecho.

39 Ibíd., p. 56.

40 La responsabilidad política no sustituye el establecimiento de la culpabilidad criminal, porque el mal contrainsurgente se concreta a través de las acciones individuales. Cuando son muchas personas las que concurren en un crimen ello no elimina la responsabilidad individual.

41 La culpa moral y la metafísica también son culpas individuales.

42 Véase como ejemplo el comunicado «atención ciudadanos que aman a Guatemala «no a la justicia paralela» fuera de Guatemala juez español» de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala y Asociación de Viudas de oficiales del Ejército de Guatemala. Guatemala, 26 de junio de 2006.

43 CROCKER, Op. cit.

44 AUKERMAN, Op. cit.

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45 HELLER, Agnes. Más allá de la justicia. Barcelona: Editorial Crítica, 1990.

46 En la reflexión de Heller el problema de la propocionalidad cuando el fin es la disuasión tiene que ver con la imposibilidad de comparación de los castigos. Ella advierte además sobre la imposibilidad de la prevención de la reincidencia porque hay crímenes que sólo se cometen un vez, y sobre la inutilidad de infligir castigo cuando su realización depende de ciertas circunstancias.

47 HELLER, Op. cit., p. 222.

48 Para Heller, sólo cuando las constricciones sociales afectan al agente, la imputación no debería ser total, pero aún así la responsabilidad no desaparece. Eso significa que en tales casos el principio de retribución no es totalmente justo, pero es el único posible.

49 LANG, Anthony F. Punishment, responsibility and justice normative structures of the international system. Reino Unido: School of International Relations, University of St Andrews, noviembre 2005. mímeo.

50 HELLER, p. 218.

51 Que la retribución esté orientada al pasado por ese vínculo entre agente y acción, permite rechazar las justificaciones del castigo que se basan en la promesa de un mejor futuro. La disociación política y moral de los crímenes, la estabilidad de la democracia, la legitimación del Derecho son promesas inciertas dada la continuidad jurídica que caracteriza las transiciones y la gestación contrainsurgente de la misma democracia procedimental.

52 Esta diferencia entre acciones elegidas y simplemente cometidas, retoma la idea tanto de Heller como de Jaspers según la cual las constricciones sociales no eliminan la responsabilidad moral.

53 Es decir, el establecimiento de la culpa criminal no le corresponde al agredido sino a un tercero. Esto hace que la retribución se diferencie de la venganza.

54 Véase como ejemplo el comunicado «Atención ciudadanos que aman a Guatemala....» Op. cit.

55 Crocker identifica una diferencia adicional. Argumenta que la retribución no está orientada por la búsqueda de satisfacción y placer aunque la «sed de justicia» pueda estar alimentada por odio a los malhechores. Sin embargo, debe decirse que esto no constituye una diferencia sino que hace parte de la estructura común entre justicia y venganza. Aunque, pese a ello la búsqueda de placer encuentra límites

en el Derecho porque una vez satisfecha la deuda, el agente deja de ser culpable.

56 Si bien la retribución suscribe el principio de proporcionalidad entre castigo y delito, no exige la ley del talión.

57 La infracción de la ley no constituye su negación.

58 FENWICK, Mark. Dilemmas of transitional justice: criminal prosecutions or truth commissions? Seinan Gakuin University. Disponible en el sitio: www.seinan-gu.ac.jp/jura/home04/pdf/3503/3503markf.pdf

59 MINOW, Martha. Between vengeance and forgiveness: facing history after genocide and mass violence.

Boston: Beacon Press, 1998.

60 LEFRANC, Op. cit., p. 107.

61 SCANLON, T. M. Castigo penal e imperio de la ley. En: HONGJIU KOH, Harold; SLYE, Ronald C. (comp.). Democracia deliberativa y derechos humanos. Barcelona: Gedisa, 2004. p. 303-319

62 Esta explicación desde la perspectiva de la disuasión es posible por su orientación al futuro.

63 La persecución, ciertamente, no es la única forma de retribución. Otras sanciones son posibles, sin embargo, están aún más lejos de cumplir con el principio de proporcionalidad y se enfrentan con la dificultad de legitimar la severidad de la posible sanción. Véase AUKERMAN, Op. cit.

64 Ibíd.

65 Es decir, en el marco de la justicia transicional la reducción del encarcelamiento puede darse sobre la base de la devolución de los recursos en los que el perpetrador funda su poder.

66 Uno de los casos que mejor ilustra esta situación es la presión ejercida por las Fuerzas Armadas de Guatemala sobre los miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil para cometer crímenes como fratricidio intracomunitario como forma de acentuar el escarmiento y la ejemplaridad y a cambio de preservar su vida.

67 Hebe de Bonafini citada por LEFRANC, Op. cit. p. 171.

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Responsabilidad Social Empresarial

Por Lina Moreno de UribePresidencia

República de ColombiaEl periódico económico

Portafolio entregó el pasado 30 de noviembre los premios que

anualmente otorga a personas, empresas e instituciones por sus aportes académicos, científicos,

tecnológicos, administrativos y empresariales en beneficio del

país. En dicho acto, la señora Lina Moreno, esposa del presidente

Álvaro Uribe expresó sus convicciones sobre una expresión

de moda: la Responsabilidad Social Empresarial.

Estos años como “primera dama” de la nación, o, como yo prefiero decirlo y sentirlo, acompañando a Álvaro, es decir, comprendiendo sus anhelos y, lo que no es un secreto para nadie pero que en mi opinión hace parte esencial del acompañamiento, manifestando mis puntos de vis-ta, a veces divergentes, han implicado muchas co-sas. Entre ellas, una permanente reflexión sobre mí misma y, a su vez, sobre nuestro país, gracias a las relaciones que, desde la posición que ocupo provi-sionalmente, se han establecido con los diferentes actores sociales, económicos y políticos de nuestra nación. Me he visto entonces beneficiada con la posibilidad de acercarme a temas que anteriormente desconocía. Uno de ellos es, precisamente, el de la RESPONSABILIDAD SOCIAL EMPRESARIAL.

No sé si exista una definición concreta del tema,

La RESPONSABILIDAD SOCIAL de las empresas debe ser INCLUYENTE.

Entiendo por INCLUSIÓN el diseño de modelos que enlacen a las comunidades,

cuenten con ellas, las inviten a pensar, participar y actuar en su propio beneficio,

evitando reducir el concepto de RESPONSABILIDAD SOCIAL a un simple

y dañino asistencialismo. Dicho de otra manera: entiendo por inclusión, no el

trabajo que se realiza para o por el otro, sino el que se realiza con el otro.

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si ha sido objeto de elaboración teórica por parte de economistas, políticos o administradores de empresa; tampoco pretendo competir con el concepto, con toda seguridad mucho más especializado y técnico re-sultado de las prácticas cotidianas, que puedan tener los propios empresarios. Mi visión es la de una ciuda-dana que ha visto cómo la empresa privada, en mu-chas ocasiones de manera silenciosa, es fundamento y condición del desarrollo social de una nación.

El lenguaje no está libre del imperio de la moda. Así como la crinolina cayó en desuso como objeto, y el vocablo que la designa es hoy sólo un referente de curiosidad histórica, y la minifalda campea por las calles invadiendo y permeando referentes y mo-dos, orgullosa de su dominio absoluto, en nuestro lenguaje cotidiano, palabras y conceptos como “ca-ridad” o “filantropía” han caído también en desuso, mientras el término “RESPONSABILIDAD SOCIAL” ha hecho su nicho en el habla política, financiera o empresarial. Pero, a diferencia de lo que pasa en el mundo del vestuario, la moda en el lenguaje con-lleva, casi siempre, un ocultamiento del sentido: repetimos de manera mecánica las palabras, “porque todos dicen así”, y las repetimos sin haber explorado el alcance de su contenido, sin hacer un balance de los significados que la nueva palabra quiere sepultar en el pasado, y de los compromisos que su uso aca-rrea con el futuro.

Algo así sucedió con el libro de Fernando Savater, “Ética para Amador”: una vez posicionado editorial-mente, y leído por miles de personas ansiosas de perspectivas educativas más amables, ya pocos ha-blaban de “moral”, y la multiplicidad de sentidos del vocablo se redujo a uno solo, más o menos peyora-tivo: el mundo se hizo “ético”, y se cargó la palabra con significaciones cuya novedad y valor, todavía hoy, no han sido exploradas.

Lo mismo nos puede suceder con el término RESPONSABILIDAD SOCIAL EMPRESARIAL el cual, no solamente ha ocupado el lugar de lo que antigua-mente se nombraba como “caridad” o “filantropía”, sino que también pretende ser comprendido como contrario al significado de esas palabras.

Esto no sucederá, sin embargo, si en lugar de opo-ner los conceptos de RESPONSABILIDAD SOCIAL y “filantropía”, los hacemos complementarios: “filantró-pica” fue la creación del Hospital San Vicente de Paúl en Medellín, y este sentimiento ha sostenido su esfuerzo durante muchos años cumpliendo una labor humanitaria innegable. Muchas otras obras han surgido de similar

sentimiento: algunas perduran, la mayoría murieron debido, quizá, a la falta de RESPONSABILIDAD SO-CIAL CON VISIÓN EMPRESARIAL.

Sí: creo que el sentimiento de “ser responsable socialmente” nace, necesariamente, de un limo fecundo que cubre el corazón de los hombres y se llama “filantropía”; y al mismo tiempo creo que la “filantropía” sin visión empresarial es banal y, en el peor de los casos, deshumanizante.

Permítanme hacer unas precisiones rápidas de lo que para mí encierra el concepto de RESPONSABILI-DAD SOCIAL:

Primero: la RESPONSABILIDAD SOCIAL no puede confundirse con el respeto y la aplicación estricta de la ley. Una cosa es cumplir con las obligaciones lega-les adquiridas en materia laboral, tributaria o social, y otra muy distinta, ir más allá del simple ‘deber’ para asumir responsabilidades surgidas de un com-promiso sincero por encontrar soluciones realistas y prácticas que beneficien al país entero.

Segundo: la RESPONSABILIDAD SOCIAL de las empresas debe ser INCLUYENTE. Entiendo por INCLU-SIÓN el diseño de modelos que enlacen a las comuni-dades, cuenten con ellas, las inviten a pensar, participar y actuar en su propio beneficio, evitando reducir el concepto de RESPONSABILIDAD SOCIAL a un simple y dañino asistencialismo. Dicho de otra manera: entien-do por inclusión, no el trabajo que se realiza para o por el otro, sino el que se realiza con el otro.

Tercero: La RESPONSABILIDAD SOCIAL es, al mismo tiempo, CORRESPONSABILIDAD SOLIDA-RIA. Colombia como país, es una suma de regiones que conforman una unidad, y ser responsable soli-dariamente con ella, es actuar desinteresadamente a lo largo y ancho de nuestro territorio. Dos conse-cuencias nacen de este sentido de la corresponsabi-lidad: en primer lugar, pienso que los empresarios no deben circunscribir sus programas a las áreas de influencia de sus compañías, pues, de ser así, ¿cuáles beneficios pueden esperar aquellos Depar-tamentos y Municipios que no cuentan con una infraestructura industrial importante, o con una clase empresarial consolidada? En segundo lugar, me pare-ce muy importante explorar las posibilidades de una colaboración más estrecha entre la empresa privada y el gobierno: ¿no se alcanzarían resultados más significativos, si los empresarios dirigen sus esfuer-zos, a un determinado proyecto de desarrollo social contenido en el plan de desarrollo gubernamental (nacional, departamental o municipal) y con el cual

Responsabilidad Social Empresarial

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el gobierno se ha comprometido? Para dar un ejem-plo, si en el plan de desarrollo de un municipio se contempla como necesidad básica reducir los índices de desnutrición, en niños de 0 a 5 años, el sector privado podría, estableciendo compromisos claros con la administración municipal, trabajar mancomu-nadamente en ese logro e, incluso, en la ampliación de esta meta social.

Cuarto: En la RESPONSABILIDAD SOCIAL se apuesta por la SOSTENIBILIDAD. Requerimos de iniciativas con vocación de permanencia, que no se agoten con una generosa inyección de recursos al inicio pero que rápidamente pierdan vigor y sentido. Esto sólo se logra si los proyectos y programas na-cen en la comunidad y ésta se los apropia; es decir, cuando en lugar de sentirlos como impuestos por una voluntad externa, participan en su construcción, desarrollo y mantenimiento.

Quiero retornar de nuevo a nuestro punto de par-tida, es decir, al lenguaje y su relación con la moda. Si bien los guantes alguna vez fueron sinónimo de elegancia y bien vestir, hoy están prácticamente en desuso y, si alguna mujer los lleva, probablemente su intención será otra. Igual sucede con los voca-blos. La CARIDAD, en su sentido original es una palabra que nos habla del amor desinteresado que no pide recompensa. La FILANTROPÎA, por su parte, significa amor por el género humano que se mani-fiesta en obras. Y por último la SOLIDARIDAD, del latín SODAL, compañeros, amigos o, como lo diría Jon Sobrino: “…un modo de ser y de comprender-nos como seres humanos, consistente en ser los unos para los otros…”. Pero si profundizamos más en lo que subyace a estos conceptos encontramos que de una u otra forma hacen referencia a la pala-

bra CUIDADO. “El cuidado –en palabras de Leonardo Boff–, sólo surge cuando la existencia de alguien tiene importancia para mí. Paso entonces a dedicarme a él; me dispongo a participar de su destino, de sus bús-quedas, de sus sufrimientos, de sus éxitos, en defini-tiva de su vida. ‘Cuidado’ significa, entonces, desvelo, solicitud, diligencia, celo, atención, delicadeza. Esta-mos frente a una actitud fundamental, un ‘modo-de-ser’ mediante el cual la persona sale de sí y se centra en el otro con desvelo y solicitud”.

Caridad, filantropía y solidaridad nos muestran que el concepto de RESPONSABILIDAD SOCIAL EMPRESARIAL no es algo nuevo; lo que sí debería serlo, son las formas de ejercerla partiendo siem-pre del CUIDADO como una postura ética de respeto y reconocimiento al otro, a la naturaleza y al mundo en general.

Para terminar, quiero hacer enfáticamente una declaración: mis palabras no pretenden ignorar los esfuerzos y los aportes generosos del empresariado colombiano a muchos sectores sociales del país. Además de la maravillosa labor, de tiempo atrás cumplida en este terreno por múltiples instituciones, la empresa privada ha multiplicado su compromiso con las causas sociales. Las palabras que he referido están soportadas en la certeza de este compromi-so empresarial. Todos deberemos velar para evitar que la RESPONSABILIDAD SOCIAL se convierta en concepto de bolsillo; para no confundir la obligación mínima emanada de la ley con el aporte sincero, la ayuda fraternal y la corresponsabilidad solidaria. Ésta, como dice Miguel Chindoy, ex Gobernador del Cabildo Indígena del Valle de Sibundoy, Putumayo, “no debe ser un simple acto benevolente ante una calamidad: debe ser el fundamento de la cohesión social, la justicia y la equidad. La solidaridad debe ser la esencia de una cultura política inmersa en los procesos educativos, sociales y económicos donde se refleje el respeto a la diversidad”.

Felicitaciones a los colombianos premiados por Por-tafolio y a los directores del periódico por este evento que año tras año estimula tantas buenas iniciativas. Que en cada una de nuestras actividades esté presente el cuidado, palabra fundacional del respeto, afecto y reconocimiento de la dignidad del otro.

...los empresarios no deben circunscribir sus programas a las áreas de influencia

de sus compañías, pues, de ser así, ¿cuáles beneficios pueden esperar

aquellos Departamentos y Municipios que no cuentan con una infraestructura industrial importante, o con una clase

empresarial consolidada?

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Filantropía y privatización en la cooperación al desarrollo

Ésta transmisión conjunta de dinero y moral neoliberal es la

función política de la filantropía en la cooperación al desarrollo.

Por Miguel Romero

Coordinador de Estudios y Comunicación de ACSUR-LAS SEGOVIAS

Agencia de Información [email protected]

La filantropía tiene buena prensa. Mez-cla la compasión con el uso del dinero y se beneficia de los efectos colaterales de la (in)cultura mediática generada por la llamada “prensa del corazón”.

La concesión del premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional a la Fundación Bill y Melinda Gates ha empujado el tema a las portadas de los medios y parece haber iniciado una subasta entre “filántropos” a la que se han sumado Branson, Turner, Buffett y otros megamillonarios. El tema merece un comentario. Pero antes hay que situarlo en el contexto que permite comprender su función política en la escena internacional, como expresión y vector de la privatización de la cooperación al de-sarrollo.

La ideología de la privatizaciónPara abordar en las dimensiones de este artículo

la privatización de la cooperación al desarrollo, voy a basarme en un texto publicado hace algún tiempo [Carol C. Addelman. The privatization of Foreing Aid: Reassessing National Largesse (La privatización de la Ayuda Exterior: una reevaluación de la generosidad nacional). [Foreign Affairs, noviembre-diciembre de 2003] que, a mi parecer, expresa muy bien el sentido de este proceso tal como se desarrolla en los EE.UU. que, como siempre, muestra aquí la dinámica gene-ral de los acontecimientos internacionales.

... las fundaciones se alimentan de fondos

provenientes de prácticas empresariales que

contribuyen a crear los problemas sociales que la filantropía pretende aliviar.

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Addelman empieza afirmando que estamos en una “tercera ola” de la ayuda exterior norteamerica-na. Las dos anteriores (“ayuda” a Europa y Asia tras la 2ª guerra mundial y durante la Guerra Fría; “ayu-da” a Europa Oriental tras el colapso de la URSS) estuvieron basadas en fondos públicos. Esta “tercera ola” estaría orientada principalmente a Oriente Me-dio y África y basada en fondos privados: en esta “tercera ola”, “el dinero privado hace la diferencia”.

Según Addelman, el factor fundamental mediante el cual los americanos “ayudan a los demás” está constituido por las fundaciones, las PVOS (“Private Voluntary Organizations”, organizaciones privadas de voluntarios, equivalente a ONGs), corporaciones, uni-versidades, grupos religiosos y donaciones individuales dirigidas directamente a “familias necesitadas”. Una estimación “conservadora” valoraría estos fondos en unos 35.000 millones de dólares, lo que equivaldría a tres veces y media la AOD norteamericana.

A partir de 1990, este proceso se habría manifes-tado particularmente en el desarrollo de la filantro-pía: entre 1990 y 2000, el número de fundaciones privadas pasó de 32.000 a 56.000; han surgido “me-gadonantes”, como Gates, Turner y Packard; sólo las donaciones hacia el extranjero de las fundaciones se han multiplicado por cuatro hasta llegar a los 3.000 millones de dólares anuales, superando, des-taca Addelman, la AOD de algunos de los gobiernos

“más generosos”; las de las PVOS llegan a los 7.000 millones de dólares, etc. Y por si esto fuera poco, Addelman descubre un nuevo y potente miembro de la “ayuda privada” norteamericana: las remesas de los inmigrantes (sic). Esta “ayuda privada” sería, además, más eficiente y haría una mejor “rendición de cuentas” que la ayuda pública; la autora no consi-dera necesario justificar este dogma neoliberal.

Finalmente, Addelman nos da la moraleja del cuen-to: fundaciones, iglesias, universidades, hospitales, corporaciones, asociaciones de negocios, grupos voluntarios e inmigrantes que trabajan duramente (hard-working inmigrants) no sólo estarían entre-gando “dinero a los países en desarrollo”. Además entregarían “valores de libertad, democracia, espíritu empresarial y trabajo voluntario”. A la autora sólo le falta añadir la desvalorización de lo público y su subordinación a los intereses privados para com-pletar la versión oficial del american way of life. Ésta transmisión conjunta de dinero y moral neoliberal es la función política de la filantropía en la cooperación al desarrollo.

Gates-Hyde y Gates-JekillHasta aquí, la ideología de la privatización de la

cooperación al desarrollo, expuesta con una claridad y una falta de escrúpulos que uno francamente agra-dece, en este mundo de la “ayuda internacional”, tan frecuentemente empapado de consensos entendidos como buenas maneras (“manners before morals”, “la cortesía por delante de la moral”, como diría Os-car Wilde). Veamos ahora la práctica.

El pasado 5 de mayo, el Premio Príncipe de Astu-rias fue otorgado a la Fundación Bill y Melinda Gates “por su generosidad y filantropía ante los males que siguen asolando al mundo”. La pareja ha dedicado a actividades filantrópicas 8.000 millones de euros en los últimos cinco años de una fortuna calculada en 40.000 millones; no se informa de su crecimien-to anual, gracias a los enormes beneficios de las actividades no filantrópicas del imperio Microsoft. El periodista de El País John Carlin, comentando la noticia, utiliza una expresión muy apropiada para definir esta fortuna: la llama “botín familiar” (El País, 05/05/2006 p.55); es sabido que el significado habitual de la palabra “botín”, sin entrar ahora en apellidos que podían muy bien formar parte de esta historia, es “conjunto de objetos robados”.

La Fundación Gates muestra muy claramente

En una sociedad organizada dignamente, poseer estas inmensas

fortunas (el “botín” de Gates o Buffet multiplica por cuatro el presupuesto anual de las Naciones Unidas: 9.500 millones de euros) sería considerado un “derecho in-humano”, rechazado por la sociedad y penalizado por las

leyes. En cambio, en una sociedad como la nuestra, regida por el

mercado, se valora la “generosidad” de la Fundación Gates.

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las contradicciones de la filantropía. Por una parte, el origen de la fortuna de Gates está en el éxito para imponer prácticamente un monopolio de oferta en los programas para ordenadores. Es conocido que el empresario Gates-Mister Hyde ha recurrido y recurre a cualquier procedimiento, burlando cuantas leyes ha podido sin el menor escrúpulo, para imponer sus productos a gobiernos y clientes privados. Pero el filántropo Gates-Doctor Jerkill se autonomiza de su al-ter ego, de acuerdo con los principios de la moral ca-pitalista, que considera que los negocios están some-tidos a un solo valor: los máximos beneficios para los accionistas; no entraré en esta ocasión en el limbo de la “responsabilidad social corporativa” en el cual, pero no en la vida real, pueden mezclarse agua y aceite.

Así, las fundaciones se alimentan de fondos pro-venientes de prácticas empresariales que contribu-yen a crear los problemas sociales que la filantropía pretende aliviar. Más allá de los casos individuales, estamos ante un problema de sociedad: Gates, Bu-ffett... y otros megamillonarios han acumulado su fortuna gracias a los privilegios fiscales, la desregu-lación de los mercados financieros, los dictados de la OMC sobre el comercio internacional..., en fin, gracias a la economía neoliberal que empobrece a la mayoría de la humanidad, incluyendo a muchos millones de personas de su propio país.

En una sociedad organizada dignamente, poseer estas inmensas fortunas (el “botín” de Gates o Buffet multi-plica por cuatro el presupuesto anual de las Naciones

Unidas: 9.500 millones de euros) sería considerado un “derecho in-humano”, rechazado por la sociedad y penalizado por las leyes. En cambio, en una sociedad como la nuestra, regida por el mercado, se valora la “generosidad” de la Fundación Gates. Pero si en el mundo de la telemática alguien merece reconoci-miento por su solidaridad son quienes trabajan en el software libre, poniendo su trabajo y sus conocimien-tos, que les permitirían enriquecerse, al servicio de la sociedad frente al todopoderoso Microsoft.

Las contradicciones de la filantropíaLas actividades filantrópicas tienen una obvia

dimensión publicitaria que, además de satisfacer la vanidad de sus protagonistas, producen importan-tes efectos indirectos en sus negocios; así ocurre especialmente con las fundaciones vinculadas a las grandes empresas, que actúan frecuentemente como sociedades instrumentales al servicio de su casa ma-triz para la apertura de mercados y operaciones de lavado de imagen.

Pero finalmente, es cierto que, en ocasiones, los fondos de la filantropía contribuyen a la resolución de problemas sociales importantes. Hay aquí proble-mas reales a considerar, especialmente cuando estos problemas son planteados por personas que mere-cen admiración y respeto (lo cual entre paréntesis, no ocurre siempre: muchas veces el dinero encierra en el cajón los “códigos de conducta” por razones que no merecen ningún respeto).

Volvamos a la Fundación Gates. Uno de sus programas más populares es la financiación de las investigaciones del doctor español Pedro Alonso en el Centro de Investigación en Salud de Manhiça en Mozambique para obtener una vacuna contra la malaria. Los trabajos están ya muy avanzados y posiblemente en el año 2010 se dispondrá de la vacuna y con ella de una he-rramienta eficaz frente a una de las más mortífe-ras “enfermedades de los pobres”.

Comentando la concesión del Premio Príncipe de Asturias a la Fundación Gates, Alonso le felicitó a ésta por “impulsar una revolución en la salud pública mundial”. Con todo respeto, no es verdad.

La vacuna RTS.S está patentada por uno de los gigantes de la industria farmacéutica, la Glaxo Smith Kline, industria que reúne a las corporacio-nes más despiadadas de nuestro mundo, habitua-das a sacrificar la salud a los imperativos del nego-

La vacuna RTS.S está patentada por uno de los gigantes de la

industria farmacéutica, la Glaxo Smith Kline, industria que reúne a

las corporaciones más despiadadas de nuestro mundo, habituadas a

sacrificar la salud a los imperativos del negocio. La terrible historia que contó John Le Carré en “El

jardinero fiel” es un pálido reflejo de la realidad del oligopolio llamado Big Pharma, del cual Glaxo es un

miembro relevante.

Filantropía y privatización en la cooperación al desarrollo

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cio. La terrible historia que contó John Le Carré en “El jardinero fiel” es un pálido reflejo de la realidad del oligopolio llamado Big Pharma, del cual Glaxo es un miembro relevante.

Es muy instructivo conocer el trazado de la ges-tión por parte de Glaxo de su patente: las prime-ras investigaciones de la vacuna se hicieron en los laboratorios del ejército norteamericano, es decir, con dinero público. Glaxo vio oportuni-dades de negocio y se hizo con la patente. A los quince años abandonó la investigación porque no era rentable, pero mantuvo la propiedad de la patente. Posteriormente, los fondos provenientes de la Fundación Gates, y la subvención de la Agen-cia Española de Cooperación Internacional al Centro Manhiça, relanzaron las investigaciones, ahora bajo la dirección de Alonso. Pero cuando la vacuna se co-mercialice, su propiedad corresponderá por entero a Glaxo y estará protegido por el leonino régimen de patentes de la OMC. Glaxo dice que “venderá barata” la vacuna. Pero, ¿por qué Glaxo va a lucrarse gracias a un medicamento de altísimo interés social, que se ha desarrollado gracias a donaciones públicas y privadas “sin ánimo de lucro”? Un fármaco creado gracias a este tipo de subvenciones y destinado a po-blaciones empobrecidas no tiene que ser “barato”; tiene que ser gratuito.

Alonso considera que “parte de la lucha” por conseguir fármacos para las patologías que se ceban en los países pobres, para los que “no hay mercado”, reside en “interesar” a los grandes laboratorios. Constata que “no hay vacuna en el mundo” que no haya sido producida por estos la-boratorios. Pero constata también que la mayoría de la gran industria ha cerrado los laboratorios destinados a investigar sobre estas enfermedades “no rentables”, lo cual explica que el 90% de los recursos mundiales de investigación biomédica esté destinado al 10% de problemas de salud, es decir a los problemas “rentables”.

Ésta es la clave: en realidad, los fondos públi-cos y de origen filantrópico destinados a comba-tir las enfermedades de los pobres se destina en realidad a hacerlas rentables para la gran indus-tria que posee las patentes.

Se entiende muy bien que Pedro Alonso y su equipo busquen, por encima de todo, sacar ade-lante su investigación, que merece sobradamente el reconocimiento de la gente solidaria.

Su trabajo no es denunciar las contradicciones

de la filantropía (y, en este caso, además de la cooperación pública española). Pero el nuestro, el de las organizaciones y movimientos solidarios, sí. Porque mientras la sanidad pública esté bajo las riendas del Big Pharma, no habrá derecho a la sa-lud para las poblaciones empobrecidas del mundo, cuando ya existen los conocimientos y los equipos de profesionales médicos y sanitarios sobradamen-te capaces para hacer ese derecho realidad.

Noviembre 30/2006

¿por qué Glaxo va a lucrarse gracias a un medicamento de

altísimo interés social, que se ha desarrollado gracias

a donaciones públicas y privadas “sin ánimo de lucro”?

Un fármaco creado gracias a este tipo de subvenciones

y destinado a poblaciones empobrecidas no tiene que ser “barato”; tiene que ser gratuito.

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Quisiera empezar estas reflexiones compartiendo con ustedes un bello pasaje de La montaña del alma de Gao Xingjian (novelista, poeta y dramaturgo chino, refugiado político en Francia; nacido en 1940 y premio Nobel de literatura en el año 2000): ¿Cómo encontrar (…) un lenguaje puro y cristalino, musical, inmarcesible, más elevado que la melodía, más allá de los límites establecidos por la

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración

del protocolo ético de la Universidad Industrial de Santander –UIS–

PorMónica Marcela Jaramillo Ramírez

Profesora de la Escuela de Filosofía UIS

La autora, quien participó en octubre de 2006 en la Universidad de Antioquia en un foro sobre la responsabilidad social universitaria, enfatiza en las aporías de los

lenguajes administrativos para tratar de mostrar por qué los lineamientos del MECI son incompatibles con la universidad democrática, pluralista y en constante cambio del

siglo XXI, y plantea cuáles son los imperativos conceptuales y metodológicos que, a su juicio (y en oposición a las políticas y directrices del MECI), deberían regir el proceso de definición del Protocolo Ético de la UIS. Una reflexión que no compete sólo a ese sino a

todos los demás centros de educación superior del país.

«La actividad espiritual, la civilización, la instrucción, la cultura y el pensamiento son

conceptos vagos e indeterminados, bajo cuyas banderas resulta

cómodo emplear palabras que tienen una significación aún menos definida y que por lo mismo sirven

para cualquier teoría»

León Tolstoi

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morfología y la sintaxis, sin distinción entre el objeto y el sujeto, que trascienda a las personas, sedes em-barace de la lógica, en constante desarrollo, que no recurra ni a las imágenes, ni a las metáforas, ni a las asociaciones de ideas ni a los símbolos? Un lenguaje que pudiera expresar enteramente los sufrimientos de la vida y el temor a la muerte, las penas y las alegrías, la soledad y el consuelo, la perplejidad y la espera, la vacilación y la determinación, la debilidad y el valor, los celos y el remordimiento, la calma, la impacien-cia y la confianza en uno mismo, la generosidad y el tormento, la bondad y el odio, la piedad y el desáni-mo, la indiferencia y la paz, la villanía y la maldad, la nobleza y la crueldad, la ferocidad y la bondad, el entusiasmo y la frialdad, la impasibilidad, la sinceri-dad y la indecencia, la vanidad y la codicia, el desdén y el respeto, la jactancia y la duda, la modestia y el orgullo, la obstinación y la indignación ,la aflicción y la vergüenza, la duda y el asombro, y la lasitud y la decrepitud y el intento perpetuo de comprender y no menos perpetuo de no comprender y la impotencia de no lograrlo»1.

La búsqueda de un auténtico lenguaje ético-político, hecho de matices, de claroscuros y de contrastes, no es otra cosa que la aspiración a la creación de un mundo; a la renovación del mundo en el que vivimos. Supone el reconocimiento pre-vio de que los lenguajes no sólo polarizan, niegan, engañan, desconocen, segregan, excluyen, injurian, calumnian, amenazan o destruyen, sino que tam-bién reinventan y conectan mundos, es decir, crean consensos. Entonces, nos preguntamos siguiendo a Gao Xingjian: ¿cómo encontrar en la UIS un lenguaje que «trascienda a las personas» estimulando el sano ejercicio del debate y de la crítica? [‘Critica’= de los vocablos griegos krino = separar la paja del trigo, la escoria del oro y el mosto de la lía, es decir, ‘dis-criminar’, ‘discernir’; y de krisis = poner el mundo en cuestión; o, en términos del estoico Epícteto y de Kant, «exigencia de dar cuenta y de suministrar razones en común» (ágora); «capacidad de poner a prueba y de justificar»] ¿Cómo encontrar en la UIS un lenguaje ético-político exento de censuras, prejuicios y reconvenciones; y, sobre todo, libre de ideologías y de connotaciones excluyentes y partidistas? Un lenguaje que nos sea comprensible, explicitable y explicable, es decir, construido a través de prácticas de comunicación y de entendimiento mutuo, y en el que cada uno pueda, de alguna manera, reconocerse; que se nutra del reconocimiento de nuestras diferen-

cias y confluya en la configuración y afirmación de una identidad propia; un lenguaje plural en su base y unificado en sus aspiraciones, que haga posible la realización de nuestro lema universitario: en la UIS «construimos futuro».

La búsqueda de un lenguaje comunicativo y de-liberativo en la UIS, habría de desarrollarse, a mi juicio, en cinco planos fundamentales y que mutua-mente se implican: semántico (1); interrelacional (2); institucional (3); estatal (4) e interacadémico (5).

1. En busca del sentido perdido: políticas del lenguaje y retóricas políticas (plano semántico)Los lenguajes políticos nunca son neutrales ni

concluyentes. Habría que decir, con León Tolstoi, que «la actividad espiritual, la civilización, la ins-trucción, la cultura y el pensamiento son concep-tos vagos e indeterminados, bajo cuyas banderas resulta cómodo emplear palabras que tienen una significación aún menos definida y que por lo mis-mo sirven para cualquier teoría»2. Max Weber no quiere decir otra cosa cuando afirma que [dado que los conceptos que se emplean en la academia nunca son axiológicamente neutros, es decir, que tienen necesariamente un contenido valorativo y subjetivo], «si se desea convertir la universidad en un foro para la discusión de valores prácticos, evidentemente se convierte en un deber el permitir una irrestricta libertad para discutir las cuestiones más fundamen-tales desde todos los puntos de vista [y asumiendo, de entrada, la premisa de que] «el conflicto no puede ser excluido de la vida cultural»3. Ésta es, también, la posición de Jürgen Habermas cuando –para justificar la necesidad de promover una ética deliberativa en el seno de la sociedad civil –, declara: «Las termino-logías son cualquier cosa menos inocentes, sugieren una determinada visión»4.

Para no dar más que un ejemplo (que con el de la palabra «democracia» es, a mi juicio, de los más ilus-trativos), creo, con el teórico político y filósofo español Francisco Colom González, que no hay un término que en la retórica política se emplee con más «ligereza» que el de cultura: «La fórmula más breve, aunque no necesariamente la más correcta, es la manejada por la antropología de comienzos del siglo que definía como cultura toda forma de comportamiento apren-dido; el ámbito por antonomasia de lo distinto de la naturaleza. Sin embargo, el abuso que se ha hecho

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de lo natural en las ciencias humanas no nos situaría en una mejor posición. Más allá de la vieja discusión entre estructuralistas y teóricos de las formas cultu-rales, lo cierto es que la sociología y la antropología han entendido tradicionalmente la cultura como un patrimonio singularizador de los grupos humanos en función de sus prácticas simbólicas, normas y valores (…) [Siguiendo este enfoque], una cultura no es sino un conjunto de prácticas legitimadas e insti-tucionalizadas»5.

No habría entonces cultura sin exclusión del otro y de lo otro; y, paradójicamente, antes que oponerse al concepto de «barbarie», el fomento de la «cultura» (tal como la asumen los promotores de los particula-rismos culturales) podría llegar a convertirse en una invitación a la intolerancia y a la xenofobia (los dife-rencialismos alientan las exclusiones y, en la negación de lo otro, las pretensiones hegemónicas).

Aunque no puedo ahora detenerme en ese de-bate, quisiera, empero, señalar que el concepto de cultura no puede desligarse, en modo alguno, del concepto de formación; la definición tradicional de los científicos sociales no toma en cuenta que la cultura es la «unidad dinámica del vivir de una colectividad humana» (para decirlo en el lenguaje de la fenomenología) y que no existen, por tanto, ni unidades plenas del vivir ni singularidades absolutas u homogeneidades culturales. No es posible, enton-ces, definir el concepto de cultura como un sistema mental rígido, sólo idéntico a sí mismo e inmutable. Sin perderme en disquisiciones, asumo la cultura como ‘una tradición viviente, que nos da forma y a la que damos forma’. De manera que las culturas no se conservan, legitiman e institucionalizan, sino que se preservan, renuevan, dinamizan y vivifican.

La primera tarea de la filosofía (y sobre todo, de la filosofía política) consiste, pues, en una clarificación rigurosa de los conceptos: ¿qué se quiere expresar con lo que se dice?* No existe otra manera de em-pezar a liberarse del flagelo de los dogmatismos y de las ideologías políticas; del pesado yugo de los autoritarismos académicos, sectarismos y pensa-mientos únicos». Valdría la pena impulsar ese ejer-cicio propedéutico en la UIS (sin el cual no es dable fomentar una auténtica cultura de lo político) ¿Qué entendemos por conceptos como los de: «democra-cia», «cultura», «pluralismo», «equidad», «identidad», «ética», «valores», «formación integral», «autonomía universitaria»,«autorregulación», «autodetermina-ción», «nacionalismos», «patriotismo», «soberanía

política», «estados-nacionales», «construcción del Estado nacional», «ideologías», «cohesión social», «asimilación», «integración», «incorporación», «inclu-sión», «gestión cultural», «control social», «control participativo», «políticas de Estado», «políticas pú-blicas», «planificación» etc.?; en una palabra: ¿qué entendemos por universidad?

Pero, la búsqueda de un lenguaje común no obe-dece sólo a consideraciones de tipo semántico; es también el intento de crear un lenguaje público o comunicativo [hay también lenguajes monológicos, nomológicos y solipsistas], es decir, fundado en el logro posible del establecimiento de relaciones inter-solidarias y de equidad.

2. Los lenguajes en la universidad (plano interrelacional)Como escribí en el texto del proyecto: «La cons-

titución del êthos de la UIS como principio para la definición y apropiación de su Protocolo Ético: pro-puesta desde la DCIEG», presentada por la UIS en el marco del concurso: Programa de apoyo a iniciativas de Responsabilidad Social Universitaria, Ética y De-sarrollo del BID: ‘[En el espacio universitario] dos ló-gicas distintas parecen entrar en constante colisión; por un lado, la que privilegia los criterios economi-cistas de la tasación, el buen rendimiento y la pro-ductividad laboral (mayores beneficios con el menor costo posible o manejo escaso de los recursos públi-cos y mayor optimización del recurso humano) que se halla en estrecha consonancia con el actual mode-

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad...

La búsqueda de un auténtico lenguaje ético-político, hecho de matices, de

claroscuros y de contrastes, no es otra cosa que la aspiración a la creación de un

mundo; a la renovación del mundo en el que vivimos. Supone el reconocimiento

previo de que los lenguajes no sólo polarizan, niegan, engañan, desconocen, segregan, excluyen, injurian, calumnian, amenazan o destruyen, sino que también reinventan y conectan mundos, es decir,

crean consensos.

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lo de desarrollo; por otro, la que busca promover el uso creativo de la razón y devolverle a la universidad su papel de verdadero actor social contribuyendo de este modo a la comprensión crítica de los problemas sociales y al diseño de proyectos de previsión comu-nitaria y de progreso social. Todo esto supone, nece-sariamente, la adopción de dos lenguajes políticos distintos y aparentemente irreconciliables que pare-cen invalidar de entrada toda posibilidad de diálogo. Allí donde el financista habla de utilidad común, excelente rendimiento, desarrollo del capital huma-no, socialización («lo que es válido para la sociedad, ha de ser también válido para los individuos»), efi-ciencia/eficacia, esfuerzo fiscal, atribución, modo de vida, el discurso académico opone, respectivamente, los conceptos de bien común, excelencia académica, potencial social, sociabilidad («lo que es válido para la sociedad es el resultado de relaciones comunicati-vas de consenso entre los individuos»),rendimiento/ logro, salario-calificación, distribución y calidad de vida, para no dar más que algunos ejemplos.

Para entender por qué el diálogo entre administra-dores, financistas y académicos es tan difícil, habrá que tener en cuenta el carácter a la vez híbrido y pluralista de la universidad. La universidad es, (…) [desde el punto de vista de su funcionamiento], una institución académico-administrativa; y, [en su razón de ser] (…) es universitas, comunidad de universus y universum (humanista, pluralista y universalista). Está y estará siempre inserta, de ahí precisamente su riqueza, en una compleja tensión dinámica que oscila entre la adhesión a ciertos de los principios de su patrimonio histórico-cultural fundacional y las mutaciones y cambios de paradigma que acompañan la reflexión continua sobre el valor y el sentido crítico de su quehacer; entre el ritmo pausado de la reflexión y las demandas de la sociedad, entre la generación de conocimientos y su responsabilidad en el progreso tecnológico, económico, humano, social y regional.

Pero la dificultad del diálogo no invalida su posi-bilidad. Tanto a nivel intrainstitucional como en la relación de la universidad con el mundo externo, y frente a la exigencia de aproximar su discurso al de las retóricas empresariales, es dable impulsar lo que Habermas designa como «una comunicación que unifique sin coerciones». Porque el avance de la universidad sólo es posible con la participación activa de todas las instancias que la integran en la realización de los propósitos de la misión institucio-nal, mediante el reconocimiento de valores distribui-

dos (pertenencia), el ejercicio de prácticas comunes (participación) y la voluntad de comprometerse con acciones morales en beneficio de todos (previsión mutua). El progreso social desde la universidad precisa, por su parte, pautas de revaloración de los lenguajes políticos y económicos.

La primera de tales pautas de revaloración de los lenguajes, podría definirse en función de una premisa fundamental: «Dado que la universidad es esencial-mente academia y que, la UIS es una universidad pública, es decir, una institución social de servicio, la administración debe estar al servicio de la academia y no a la inversa.

Cultura académica es, en primer término, demo-cracia cultural y del conocimiento (no ha de confun-dirse la profesionalización de las disciplinas con co-nocimiento críptico, cerrazón dogmática y autismo académico); cultivo del espíritu multidisciplinar y de civilidad. Quisiera hacer énfasis en esto, porque al fundamentalismo académico e insularidad del cono-cimiento que impera en muchas de las unidades aca-démicas de la UIS, al «Conflicto de las Facultades» (para parafrasear el título del excelente opúsculo de Kant sobre el carácter filosófico de la universidad), se suma, además, una tendencia cada vez más cre-ciente a la fragmentación de las instancias acadé-micas y administrativas, que fomenta actitudes de incomprensión, desconocimiento del otro y mutua desconfianza. No hay un real conocimiento por parte de la comunidad universitaria de las funciones pro-pias a las diferentes instancias administrativas.

Sorprende, en ocasiones, el desconocimiento por parte de los directivos de la universidad de los pro-blemas y conflictos internos de las instancias aca-démicas y de las facultades; de la vida académica y estudiantil –del hecho de que muchos de nuestros estudiantes no sólo tienen espíritu contestatario, sino además crítico, creativo y proactivo con res-pecto a los asuntos de la universidad*–; sorprende el desconocimiento de la realidad política en la uni-versidad y la actitud de pasiva transigencia frente a las acciones de los grupos sectarios que intentan asegurar su influencia en el campus universitario, por las vías del vandalismo y de la intimidación. La administrabilidad (término que sustituyo delibera-damente por el de «gobernabilidad» al que tanto se afeccionan los burócratas y potentados) supone un examen previo no sólo de las políticas de la institución, sino también de sus espacios; supone el reconocimiento de la realidad socio-económica de

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los estudiantes y de sus perspectivas de futuro; del trabajo académico, administrativo, profesional, de mantenimiento y ‘útil’(es decir, el realizado por los vigilantes, jardineros o aseadores) que desarrollan las personas y a quienes, al menos en el caso de las que realizan labores de trabajo útil, nadie llama realmente por sus nombres. La administrabilidad supone, en definitiva, la capacidad de escuchar para conocer el fondo de los problemas y cuáles son las expectativas, proyectos y deseos de los hombres y mujeres que integran la comunidad universitaria.

3. Algunos malentendidos de la retórica política de las políticas institucionales (plano institucional)La universidad modernizante de los años 50, bajo

cuyo modelo fue concebida la UIS en el momento de su creación en 1948, tuvo como propósito esencial el de contribuir a la industrialización y expansión tecno-lógica de los países tras la crisis de la última postguerra europea. ¿No es ésta, precisamente, «la universidad del pasado», «la universidad empresarial en descré-dito», que hoy en día recusan los teóricos políticos y universitólogos? (ver, por ejemplo, Alain Touraine, Gui-llermo Hoyos, Arturo Escobar, Augusto Pérez Lindo, Carlos Pereda, Perla Aronson, José María Mardones, Alicia Camilloni, Juan Carlos Portantiero, Marie Louise Pratt, Carlos Tünnermann). En efecto, dicho modelo de universidad quiso erigirse en paradigma de lo que algunos teóricos políticos designan como la «sociedad programada», cuyo principio de racionalidad se basa en las nociones de «planificación», «homogeneiza-

ción funcionalista», «desarrollo del capital humano», «burocracia desarrollista», «gestión de los valores», «control social», «industria cultural», «consentimien-to hipotético», «tecnoburocracia», «meritocracia»6 y «expertocracia». Siguiendo a tres de los autores arriba mencionados, valdría la pena empezar por describir, brevemente, algunos de esos conceptos:

a) Sociedad programada es «aquella en que la pro-ducción y la difusión masiva de los bienes culturales ocupa el lugar central que antes habían ocupado los bienes materiales en la sociedad industrial. (…) ¿Por qué esta designación? Porque en esta sociedad el poder de gestión consiste en prever y en modificar opiniones, actitudes, conductas, en modelar la per-sonalidad y la cultura, en entrar pues directamente en el mundo de los ‘valores’, en lugar de limitarse al dominio de la utilidad. La nueva importancia de las in-dustrias culturales reemplaza las tradicionales formas de control social por nuevos mecanismos de gobernar a los hombres. (…) [Contra las políticas empresariales de administración tecnosocial] el sujeto [crítico] se constituye por oposición a la lógica del sistema. El su-jeto y el sistema no son universos separados, son mo-vimientos sociales antagónicos, actores sociales y po-líticos que se enfrentan, aun cuando las demandas del sujeto no sean tenidas en cuenta por agentes políticos e incluso cuando los grandes sistemas de producción hacen creer a muchos que son sólo los agentes de la racionalidad económica y hasta los servidores del público: ya no se puede definir la sociedad como un conjunto de instituciones o como el efecto de una vo-luntad soberana. La sociedad no es ni la creación de la historia ni la creación de un príncipe; es un campo de conflictos, de negociaciones y de mediaciones»7.

b) Planificación. Esta noción «encarna la creencia de que el cambio social puede ser manipulado y dirigido, producido a voluntad (…). Quizá ningún otro concep-to ha sido tan insidioso, ninguna otra idea pasó tan indiscutida. Esta aceptación ciega de la planificación es tanto más notable dados los penetrantes efectos que ha tenido históricamente, no sólo en el tercer mundo sino también en occidente, donde ha estado asociada con procesos fundamentales de domina-ción y control social. (…) La administración de lo social ha producido sujetos modernos que no son solamente dependientes de los profesionales para sus necesidades, sino que también se ordenan en realidades –ciudades, sistemas de salud y educacio-nales, economías, etc.– que pueden ser gobernadas por el Estado mediante la planificación. La planifica-

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad...

La primera tarea de la filosofía (y sobre todo, de la filosofía política)

consiste, pues, en una clarificación rigurosa de los conceptos: ¿qué se quiere expresar con lo que se dice?* No existe otra manera de

empezar a liberarse del flagelo de los dogmatismos y de las ideologías

políticas; del pesado yugo de los autoritarismos académicos,

sectarismos y pensamientos únicos».

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ción inevitablemente requiere la normalización y la estandarización de la realidad, lo que a su vez impli-ca la injusticia y la extinción de la diferencia y de la diversidad»8.

Algunos diseños de planificación universitaria (como «planificación no planificada»), me hacen pensar en la iglesia de la «Sagrada Familia» de Barcelona, obra de inspiración neo-gótica del arquitecto y urbanista espa-ñol Antonio Gaudí: sólida en su base, de fachada impo-nente y de un profundo simbolismo que ha sido trata-do con un naturalismo lleno de libertad y de arbitrario, pero cuya construcción interior apenas ha sido iniciada. Creada a finales del siglo XIX, es quizá uno de los más bellos y grandiosos monumentos del arte arquitectóni-co español; pero, ¿podemos llamarla realmente iglesia? Permítaseme ilustrar todavía esta idea con una aguda y mordaz afirmación de Virginia Woolf: Quienes diseña-ron y habitaron la casa «nunca se olvidaron de guardar algo para los que vendrían después; para el techo que puede gotear; para el árbol que puede venirse abajo. (…) Las mesas y las sillas, por esculpidas y doradas que sean, los divanes, (…) no bastan por sí solos. Personas acostadas o sentadas, los mejoran notablemente»9. De modo semejante, los modelos de planificación hacen abstracción de las personas y situaciones concretas y del mundo real al que pretenden aplicarse; fun-cionan a la perfección, porque en ellos «los cambios estructurales suelen hacerse tan solo en el papel». Pero las estructuras de papel tampoco se bastan por sí solas. Con ellas ocurre lo mismo que con los castillos de naipes y de arena: pese a la perfección del diseño y a los talentos del constructor, ¡qué fácil-mente pueden venirse abajo, si los azota el viento o la intempestiva caída de una gotera!

c) Consentimiento hipotético y expertocracia. Como afirma el filósofo uruguayo Carlos Pereda, en la definición de sus marcos de «funcionamiento» las políticas institucionales creen poder hacer abstracción del «consentimiento efectivo»(respaldado por la au-tonomía de las personas) el que substituyen por un «consentimiento hipotético» (basado en el carácter supuestamente supraregulador de los dispositivos de control socio-administrativo sobre los agentes) lo que irremediablemente las conduce al fracaso y vuelve inoperante todo real mecanismo de gestión cultural. Los argumentos hipotéticos apelan a una comparación muy cuestionable: «de manera análo-ga a como los padres deben interferir en la vida de sus hijos, sin excluir el uso de la violencia, porque ‘tienen más experiencia’ y ‘saben más’, también los

maestros, las autoridades religiosas, los partidos po-líticos, los patrones o el Estado o, en general, cual-quier persona o grupo que ‘tenga más experiencia’ y ‘sepa más’, debe convertirse en guardián y protector de sus subordinados porque conoce sus intereses mejor que ellos»10.

Ahora bien, un análisis crítico de los concep-tos anteriormente descritos supone, asimismo, la exigencia de una revaloración de los lenguajes de nuestra misión* (en la que la UIS se define no como una universidad pública, es decir, como una insti-tución social de servicio educativo, sino como una «organización» o ‘empresa’) y de nuestro proyecto institucional*. Sin entrar en una crítica detallada de sus lineamientos básicos, creo necesario señalar al menos una de sus inconsistencias semánticas, en la medida en que representa un real obstáculo herme-néutico para el diseño y proyección del protocolo ético de la UIS:

La comunidad universitaria se construye mediante la interiorización efectiva, por todos los estamentos de la universidad, de los propósitos explicitados por la misión. Cuando todos los universitarios se deciden a realizar la misión, y no la pierden de vista en sus activi-dades cotidianas, dejan atrás su anómica disgregación y configuran comunidad en el trabajo mancomunado alrededor de los propósitos fundamentales».

Objeción: no existen interiorizaciones efectivas (¿quién podría estar en medida de establecerlas?). Los propósitos de la misión han sido formulados y enunciados, mas no explicitados. El concepto de «explicitación» [del alemán, explizierende] o de

El avance de la universidad sólo es posible con la participación activa de

todas las instancias que la integran en la realización de los propósitos

de la misión institucional, mediante el reconocimiento de valores

distribuidos (pertenencia), el ejercicio de prácticas comunes (participación) y la voluntad de comprometerse con

acciones morales en beneficio de todos (previsión mutua).

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«despliegue comprensivo» (introducido por Husserl) es un término esencial de la fenomenología y de la filosofía hermenéutica; significa actividad crítica de despliegue de los aspectos singulares que constitu-yen un proceso de comprensión, a partir del examen de sus determinaciones propias y de sus relaciones mutuas. La explicitación hace posible la explicación de los procesos; el examen y dilucidación de sus efec-tos en el ámbito de la praxis cotidiana. La expresión «anómica disgregación», por su parte, no significa nada (anomia, término introducido por Comte y de-sarrollado por Durkheim, significa ‘ausencia de or-ganización legal y de gobernabilidad’; y, en términos generales y más contemporáneos, ilegitimidad de las instituciones).

Sea como fuere, la integración nunca se logra por decreto. Como escribí en el libro citado sobre Uni-versidad y filosofía: ‘La integración es la conciencia de que el bienestar individual depende, en gran me-dida, del bienestar de la comunidad y de que cada uno debe participar con los otros en los procesos que puedan contribuir al mejoramiento comunitario de la calidad de vida [y al buen funcionamiento de la institución]. (…) Huelga decir, puesto que no es posible ‘centralizar’ las conciencias ni las voluntades (la idea es de Popper), que no hay tampoco «gober-nabilidad» sin credibilidad –son la convicción perso-nal y la confianza las que garantizan la introyección y aprehensión comprensiva y comunicativa de las normas y su justificación y acatamiento. Cuando los miembros de una comunidad reconocen el carácter legítimo de las instituciones, las aceptan, respetan y defienden; trabajan de manera responsable para el logro de propósitos comunes en pro de su desarrollo y mejoramiento y obran en función del bien y del interés comunitario –y las actitudes y prácticas so-ciales sólo pueden definirse en actos de deliberación y de consenso; no a partir de la errada convicción de que lo que es bueno para las instituciones lo es de manera indiscriminada para todos y cada uno de sus miembros’11. Es la «integración» [término que, siguiendo los análisis del sociólogo americano Talco-tt Parsons, la teoría política diferencia estrictamente de la noción biológica y prepolítica de «asimilación» como adhesión pasiva] la que propicia las condicio-nes para una toma de conciencia de los propósitos misionales, y no a la inversa. Y, de la misma manera que no hay integración sin reconocimiento de la pluralidad y de la diversidad, no hay reconocimiento positivo del otro sin inclusión del otro.

Diría, para concluir este acápite, que ya no vivimos en una sociedad de control, estandarización y orden, sino de fragmentación, diversidad y cambio; en una sociedad cuyos mecanismos de integración y de co-hesión social no se fundan en la imposición, sino en pautas reasumidas críticamente por los individuos y agentes involucrados, a partir de una ética de la con-vicción. El control institucional no es posible sin los procesos no institucionalizados de la concertación política, social y cultural, es decir, sin democracia participativa, sin una «lógica del consentimiento» y sin la incorporación progresiva de los principios de la ética de la responsabilidad a los requerimientos de una ética de la convicción. Es así y sólo así que puede promoverse y fomentarse un cambio de acti-tud en los miembros de la comunidad universitaria, directivos, estudiantes, profesores y trabajadores, fundado en el respeto de la dignidad e integridad de cada uno; en el reconocimiento e inclusión del otro; en la construcción dinámica de un mayor sentido de pertenencia para la preservación de los bienes sociales y patrimoniales de la UIS. Un cambio de actitud que pueda contribuir al desarrollo humano, académico-científico, social y cultural de la universi-dad (êthos universitario) gracias a la sociabilización e introyección progresiva de su proyecto institucional, de su visión y de sus propósitos misionales.

Así, pues, como señala el antropólogo suizo Este-ban Krotz, la determinación de principios éticos de autorregulación cultural debería estar apoyada en los siguientes criterios:

1. «La vida colectiva presupone la vida individual, es decir, sin vidas individuales no hay vida colectiva (y por ende, tampoco realidad sociocultural).

2. La unidad de la especie humana no se manifies-ta a través de uniformidades, si no se desdobla en la diversidad cultural.

3. La vida sociocultural en su conjunto se encuen-tra sometida a procesos permanentes de cambio, es decir, se está transformando continuamente.

Es obvio que estos enunciados no resuelven de inmediato ninguna de las numerosas disputas éti-cas sobre cualquier problema del ámbito privado y público (…). Pero también es patente su fuerza orientadora para el planteamiento correcto de estas disputas y para la búsqueda de soluciones»12.

Mas es preciso insistir en el hecho de que no hay participación sin democracia (democracia política, social y cultural, es decir, democracia representativa, participativa e incluyente) y que sólo la apertura de los

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procesos democráticos genera en los individuos un sentido de identidad y de conciencia de pertenencia.

4. Las políticas públicas y las aporías del discurso oficialista (plano estatal)Las políticas públicas son formas y dispositivos de

control social por parte del Estado, mediante diseños sistémicos de regulación y administración de lo social (seguro social, pensiones, cesantías, políticas sobre el aborto o sobre el sida, modelos de gestión ética o de gestión ‘religiosa’ y ‘educación cívica’ en la edu-cación primaria y media, etc.). En cuanto se basan en el no reconocimiento, por parte de los organismos estatales, de la separación que ha de existir entre Estado y sociedad, las políticas públicas restringen la autonomía de las personas a su calidad de ciuda-danos (autonomía política) en detrimento de su au-tonomía en cuanto miembros de la sociedad (auto-nomía privada). Sin embargo, como señala Francisco Colom: «La intervención del Estado en la sociedad por medio de políticas públicas no sólo está condi-cionada en su efectividad a la racionalidad técnico-administrativa de su diseño. Las políticas sociales necesitan asimismo de una colaboración específica por parte de aquéllos a quienes van dirigidas*.

Los teóricos de la crisis de legitimación del Estado durante los años setenta ya aludieron a este fenóme-no al señalar la creciente «politización» de esferas de la vida que hasta entonces habían sido ajenas a la regulación administrativa. Cuando los procesos so-ciales regulados poseen una fuerte carga moral, esa intervención puede desencadenar efectos contrarios a los buscados. (…) Si la posibilidad de la regulación social depende en buena medida de la conformi-dad de los substratos morales sobre los que incide, intentar convertir estos en normas social y política-mente vinculantes atenta contra los principios de una sociedad pluralista»13.

¿Cuáles son, entonces, las consecuencias e impli-caciones de esa ingerencia del Estado en el ámbito de la moral? La más importante es que la ética se transforma en una ética autoritaria y no en una ética de la convicción; en una palabra: en medio e ins-trumento de gestión sociocultural y de dominación ideológica al servicio del Estado, para el cumplimien-to de sus fines. Examino ese problema a continua-ción, a través de un breve examen del Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado.

4.1. El MECI, un paradigma de política pública: crítica de la moral confiscada y colonizada:

La gestión ética, por parte del Estado, supone una

concepción instrumentalista de lo moral, es decir, su conversión en una mera moral de medios; su re-ducción a «elemento» o «dispositivo para facilitar el diseño» y operacionalización del control institucional como mecanismo de intervención del Estado en la sociedad. Pero es, sobretodo, una forma de homo-genización de la sociedad y de desconocimiento de la dinámica social; de estandarización de los sujetos sociales y, por tanto, en la tentativa de supresión del pluralismo y de la diferencia (que se asumen como un riesgo de fragmentación que atenta contra la co-hesión social) de negación de la realidad política, so-cial y cultural del mundo en el que vivimos: ¿quién podría hacernos creer que le es dable hacer elisión de la existencia de los conflictos sociales, con tan sólo cerrar obstinadamente los ojos?, ¿quién estaría hoy en día en condiciones de desconocer el hecho de que sin disensos no hay consensos?, ¿quién po-dría afirmar la vigencia o regirse de modo autónomo por ‘valores institucionales’ cuya promulgación no ha sido el resultado de procesos participativos o de actos de deliberación y de consenso? Sucede con el abstraccionismo de la ‘gestión ética’, lo mismo que afirmaba Sartre a propósito de Heidegger: «tiene una manera brusca y un poco bárbara de cortar los nudos gordianos, en lugar de darse a la tarea de des-hacerlos»14.

Para ilustrar esta breve crítica, baste con suminis-trar algunos ejemplos consignados en el Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado o «Modelo Estándar de Control Interno» –MECI–:

los mejoran notablemente»9. De modo semejante, los modelos de planificación hacen

abstracción de las personas y situaciones concretas y del mundo real al que pretenden

aplicarse; funcionan a la perfección, porque en ellos «los cambios estructurales suelen hacerse

tan solo en el papel». Pero las estructuras de papel tampoco se bastan por sí solas. Con ellas ocurre lo mismo que con los castillos de naipes

y de arena: pese a la perfección del diseño y a los talentos del constructor, ¡qué fácilmente

pueden venirse abajo, si los azota el viento o la intempestiva caída de una gotera!

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—MECI: «La ética cumple diversos roles en el desempeño de la función pública, que van desde la función de supervivencia, hasta la de servir de funda-mento para establecer los criterios de actuación y de liderazgo de los servidores públicos»15.

—MECI: «Todo cuerpo de postulados éticos tiene como propósito último la supervivencia del sistema (individuo o grupo) del cual ha surgido y al que se aplica, [sic.] la ética constituye la base sobre la cual se construyen acuerdos fundamentales para mante-ner la cohesión social y garantizar que cada miem-bro del colectivo sienta disminuida la incertidumbre por los riesgos propios de encontrarse habitando un mundo eminentemente plural y diversificado»16.

—MECI: «A los interesados en diseñar básica-mente el Código de Ética como estándar de control que ordena el MECI para el elemento ‘Acuerdos, Compromisos y Protocolos Éticos’ se les recomienda dirigirse al Capítulo Octavo [cuyo título es elocuen-te: «El código de ética: los valores institucionales de la entidad»], en donde encontrarán los conceptos básicos y los procedimientos para la formulación participativa del Código de Ética en su entidad»17.

Ahora bien, a cualquier estudioso de la ética o investigador en filosofía política, los conceptos éticos definidos por el MECI le resultarían oprobiosos. Allí se encuentran aglutinados todos los rasgos distin-tivos de lo que podríamos denominar una visión ideologizada de la moral (cuya pobreza argumen-tativa y absoluta falta de probidad en el manejo de las referencias bibliográficas, exacerba los ánimos del más paciente lector). Propongo a continuación una somera revisión de algunos de tales conceptos, y una crítica sintética en torno a la manera como en

ellos se conculcan la autonomía individual, la liber-tad y los derechos de las personas, negando toda posibilidad de acceso a la puesta en obra de una éti-ca participativa (o a una «formulación participativa» como la que supuestamente se propone en el «enfo-que conceptual» de dicho modelo, y a la que no se vuelve a hacer alusión en el marco de su desarrollo):

—MECI: «Como preocupación, como interés por el bienestar del otro, como compasión solidaria en el dolor o la necesidad, como alegría gratificante por el logro del bien común, la ética no tiene ningún fundamento racional argumentativo sino emocional, es algo que simplemente nos ocurre sin que poda-mos controlar su ocurrencia. Por esto, los discursos éticos no convencen sino a los previamente conven-cidos. Que la ética tiene que ver fundamentalmente con la vida, con las interacciones y no con los dis-cursos y con las normas, se hace evidente cuando observamos los muy frecuentes casos de personas que muestran fuertes incoherencias entre sus dis-cursos, construidos sobre los valores más sublimes, y sus prácticas, agenciadas por un emocionar que justifica cualquier medio para alcanzar los fines de apropiación, fama y hegemonía que buscan. Y es que como seres biológicos que somos, las acciones humanas son posibles porque una determinada emoción las genera. (…) Y por cuanto el existir en la vida cotidiana se da en un continuo fluir de emocio-nes, lo que hagamos o no hagamos en nuestras inte-racciones con los otros y con el entorno dependerá de ese fluir emocional, el cual está estrechamente relacionado con la cultura en la que nos hemos so-cializado y con los demás componentes de nuestra personalidad»18.

Objeción: Estas afirmaciones son tan desatina-das, acríticas e irresponsables, que, a mi juicio, se pasarían de todo comentario. Aunque, ya que allí se está hablando de emotivismo moral, de ética de absolutos y de conductas biológicas e instintivas, ahora ciertamente podríamos entender los meca-nismos de la gestión ética de algunas ‘culturas so-cializadas’ y qué consecuencias podrían derivarse de la promoción de una ‘ética de las emociones de grupo’. La ‘ética de grupo’ también fue la ‘moral’ de los «sublimes» valores suprapersonales, en nombre de los cuales la población civil alemana pretextó ig-norar la existencia de los campos de exterminación de Ravensbruck, Auschwitz, Treblinka y Dachau; los ‘valores’ en nombre de los cuales cada uno quiso eludir su responsabilidad individual en el genocidio nazi: ¿su ‘moral’ nacionalista no estaba, precisa-mente, orientada por las nociones de ‘cumplimiento del deber’,compromiso con la causa común; con su

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Cuando los miembros de una comunidad reconocen el carácter legítimo de las instituciones, las

aceptan, respetan y defienden; trabajan de manera responsable para el logro de propósitos comunes en pro de su

desarrollo y mejoramiento y obran en función del bien y del interés

comunitario –y las actitudes y prácticas sociales sólo pueden definirse en actos

de deliberación y de consenso

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particular idea del ‘bien común’ que debía primar siempre, y de modo absoluto, sobre el bien indi-vidual? –y, ¿ese ‘bien común’ podía deletrearse de otro modo que como la exigencia de defender y de conservar la ‘pureza’ de la ‘raza’ aria o indoeuropea? [«Raza» = en su origen, la palabra era sinónimo de ‘tribu’; se empleó luego para designar el carácter singularizador de los grupos humanos en función de sus trazos fisonómicos y de la pigmentación de la piel, o para hacer énfasis en lo fenotípico. Hoy en día, desde el descubrimiento de la genética según el cual todos los individuos compartimos un mismo genoma humano, ningún científico social utilizaría este concepto que debe sustituirse por el de etnia / (‘raza’) aria, del sánscrito arya = «noble»].

Pero, sigamos. Los inquisidores, dirigentes nazis, ayatollahs y mudjahiddines, también tenían y tienen su moral totalitaria. ¿No fue, por una parte, en nom-bre de la ‘moralidad’ de la ideología nazi’, de la ne-cesidad de ‘coherencia entre la acción y el discurso’, de la movilización del ‘fluir emocional’ del pueblo alemán, de la lealtad incondicional al jefe y conduc-tor; y, por otra, movido por el imperativo de dejar el «legado de su sacrificio para que un día, no muy leja-no, [volviera] a revivir la moral y la fe del pueblo en los ideales del Führer »; movido, finalmente, por la imperiosa exigencia de resguardar a los suyos «de un mundo privado de los ‘nobles’ valores morales del nacional-socialismo», que Joseph Goebbels, Ministro de la Información y de la Propaganda nazi, envenenó a sus hijos antes de darse muerte con su esposa, tras la caída del III Reich y la muerte de Hitler?; ¿no se suicidó también Hitler con su fidelísima esposa Eva Braun quien, movida quizá por ‘la compasión soli-daria en el dolor y la necesidad’, se decidió a acom-pañar hasta el final al hombre que amaba antes que abandonar el bunker de la Cancillería nazi?, y; ¿no lo hizo, además, experimentando en ello una sensación de ‘gratificante «alegría»’, como le confesaría a la se-cretaria de Hitler poco antes de morir? Como sucede con todas las pasiones y emociones, ‘el amor ético’ no precisa de argumentos, se afirma en el MECI: «es algo que simplemente nos ocurre y de lo que no podemos controlar la ocurrencia». Y, ¡felizmente, para Hitler, Eva era una ‘personalidad’ sumisa y ab-negada! En definitiva, ¿los valores morales quién los decreta?, ¿se le puede reprochar a Goebbels el in-cumplimiento de sus funciones?, ¿en su adhesión in-condicional a Hitler no primaron siempre la lealtad, la ‘honestidad’ frente a sus propias convicciones y la ‘transparencia’ en sus actuaciones? [Ahora bien, hay quienes no sólo en nombre de la moral y de la de-

mocracia (ejemplos recientes: Bush y Ehud Ólmert, Primer Ministro Israelí), sino también en el de la filosofía, se atreven a decir impunemente cualquier cosa: ¡El tristemente célebre y conductor de la ‘guerra total’, «Doctor Goebbels», –quien fue condecorado con 159 medallas–, era periodista y doctor en filosofía!].

—MECI: (…) «la naturaleza de la ética no es de tipo jurídico, aunque la ética sí orienta la construc-ción de normas y leyes al influir en la definición de los fines y sentidos de éstas: su naturaleza es de orden ideológico [sic.], ya que se sitúa en el dominio de los deseos, los sentimientos y las emociones, en cuanto se origina como elemento de juicio y de guía a partir de la opción por el mundo que quere-mos vivir [sic.], y por tanto se halla localizada en el fuero interno de las personas y en los imaginarios compartidos (costumbres, ideales, formas de ver la vida) de las colectividades. Por eso, si el individuo actúa contra un criterio moral, esto le produce culpa, vergüenza y remordimiento; por tanto, caracterizará esta acción como inmoral o equivocada, y se sentirá mal consigo mismo. De igual forma, si otro obra mal, sentiremos indignación o disgusto hacia esa persona. Y al contrario, si las acciones del individuo son coherentes con sus principios y valores éticos, se sentirá satisfecho y honrado consigo mismo, y las actuaciones éticas de otros le producirán compla-cencia y agrado»19.

Objeciones: además de la confusión entre las nociones de jurídico y de normativo, no se establece aquí diferencia alguna entre los conceptos, funda-mentales en ética, de teórico y normativo; razón práctica y razón teórica; ética individual, social, cultural e intercultural; valores éticos y culturales;

Ya no vivimos en una sociedad de control, estandarización y orden,

sino de fragmentación, diversidad y cambio; en una sociedad cuyos mecanismos de integración y de cohesión social no se fundan en

la imposición, sino en pautas reasumidas críticamente por los

individuos y agentes involucrados, a partir de una ética de la convicción.

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sentimientos y dilemas morales y normas éticas de convivencia. ¿Y, no es, precisamente, la negación de estas distinciones la que conduce a la ideologi-zación, imposición, perversión y confiscación de los valores?

Como sucede a lo largo de todo el marco concep-tual del documento, en donde se tergiversan algunas afirmaciones de El mundo de los valores de Adela Cortina que se sacan de su contexto de origen y no se citan en el texto [la filósofa española jamás diría, por ejemplo, que las emociones puedan ser éticamente vinculantes] también aquí se plagian, parafrasean y extrapolan algunas ideas de la teoría de los sentimien-tos morales, resentimiento, indignación y culpa, como sentimientos «negativos» [«negativo», entendido en términos de la dialéctica = lo que se da como mera condición de posibilidad de algo] en los cuales se nos da el sentido de lo moral : sentimiento de mi dignidad, en la conciencia de ser ofendido por otro (resentimiento); de la dignidad humana, cuando me ofendo porque los otros la vulneran en el otro (indignación); y, finalmente, de vergüenza, cuando soy yo el ofensor (culpa). La teoría de los sentimien-tos morales fue sugerida por Husserl, en diversas obras, y desarrollada, aunque desde enfoques muy diferentes, por Strawson (Libertad y resentimiento), Tugendhat («Tres lecciones sobre problemas de la ética») y Guillermo Hoyos («Ética y educación en valores»/ «La formación universitaria como educa-ción para la democracia»). De ella se extraen en el MECI conclusiones diametralmente opuestas a las que aducen los autores –a quienes, por lo demás, no se hace en el texto mención ni referencia alguna. Decir que lo moral se da en sentimientos no significa que pueda existir una ética de las emociones. Antes bien, para decirlo con Guillermo Hoyos: «Se trata de explicitar cómo la moral se ocupa de sentimientos y experiencias concretas, así tenga necesariamente que expresarse, no en sentimientos, sino en juicios y principios.(…) No se pretende fundamentar la moral en sentimientos, sino comprender, en clara actitud de participantes, en qué tipo de experiencias se me da el fenómeno moral»20.

—MECI: «Por valores se entienden [sic.] aquellas formas de ser y de actuar de las personas que son altamente deseables [¿por quién?] como atributos y cualidades nuestras y de los demás, por cuanto posi-bilitan la construcción de una convivencia gratifican-te [¿para quién?] en el marco de la dignidad humana [¿de quién?]. Los valores usualmente se enuncian por medio de una palabra [sic.] (Honestidad, respon-sabilidad, cumplimiento etc.) [¿Quién los decreta de

este modo?] (…) Por lo tanto, el criterio básico de la ética es aquello que todos podemos considerar como básicamente bueno»21.

Objeción: ¿Qué es un valor? Como escribí en el marco conceptual del proyecto del BID: ‘Siguiendo la afirmación de Popper según la cual los valores emergen con los problemas, no podemos establecer de manera a priori (tampoco puede hacerlo ningún poder superior o suprapersonal), qué es lo que real-mente significan. En una palabra: no hay valores sin valoraciones, ni valoraciones sin individuos concretos (y en situaciones específicas) que valoricen crítica-mente su contenido cognitivo; de otro modo los valores tendrían un carácter arbitrario, dogmático y relativo. Pero, además, una valoración sólo adquiere el carácter de valor, cuando éste se convierte en algo comunicable, intercambiable y transferible. Y, ya que no existen valores en abstracto, ni valores irraciona-les, dado que no todos los valores son universales, aunque sí pueden ser universalizables, hablar de for-mación en valores y de ética de los valores supone un reconocimiento previo de cuáles son los valores de los que estamos hablando y cuál es la situación espe-cífica en la que se construyen e identifican. Para ello sería conveniente empezar por distinguir, por ejem-plo, entre valores morales, culturales, religiosos, esté-ticos, políticos, pedagógicos, deontológicos o cívicos y de participación ciudadana (valores democráticos). Tales valores son irreductibles entre sí, aunque debe-rían poder ser armonizables. Ahora bien, ¿cuándo un valor es moral? Un valor, una norma moral, un com-portamiento o acción son morales no porque valgan como algo «bueno de igual manera para todos», sino porque cada uno los puede enjuiciar, validar y reco-nocer racional e imparcialmente como moralmente válidos para todos, en procesos de comunicación y de deliberación (como lo plantea, por ejemplo, la ética habermasiana)22. Algo sólo es moral en relación con

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad...

no hay participación sin democracia (democracia política,

social y cultural, es decir, democracia representativa,

participativa e incluyente) y que sólo la apertura de los procesos

democráticos genera en los individuos un sentido de identidad

y de conciencia de pertenencia.

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alguien y con algo; la ética supone un sentido de convicción y de responsabilidad social; exige, por tanto, un criterio dinámico de ciudadanía orientado políticamente hacia la consolidación del Estado De-mocrático de Derecho, mediante la formación crítica de opinión (Habermas). Ésta es la razón por la cual la ética de lo público sólo puede ser entendida como formación en los valores democráticos y pluralistas del reconocimiento e inclusión del otro, la solidari-dad, la corresponsabilidad y la participación social.

—MECI: «El concepto de ética (del griego ethos [sic.]: morada, costumbres, tradiciones) registra una amplia gama de definiciones en la literatura filosó-fica. El DRAE (Diccionario de la Real Academia Es-pañola), plantea cinco acepciones para los términos “ético y ética”, entre ellos los de “recto, conforme a la moral” y “conjunto de normas morales que rigen la conducta humana”»23.

Objeción: Siguiendo su etimología griega, êthos no significa, en modo alguno, «morada, costumbres, tradiciones», sino: formación (paideia) del ciudadano (politês) para la vida de la «ciudad», como sociedad civil (pólis); es decir, formación de un «carácter»; o, más bien, de un «talante» político. En efecto, la palabra ‘carácter’ (êthos) no la entendían los grie-gos en el sentido psicológico moderno, sino como formación de un «talante social ‘estable’» (héxis) a través de hábitos prudenciales y de reflexión. Los fi-lósofos griegos distinguían, en efecto, las meras dis-posiciones o «hábitos sensibles» de los «hábitos de reflexión» (proairesis) (cfr., Platón. República, Libro VI, 491 d; 503 d). Porque mientras que las meras disposiciones «cambian con abrumadora rapidez», los hábitos reflexivos incitan al buen tino; a la pru-dencia y a la sensatez.

Sobre el sentido de êthos hay, por ejemplo, im-portantes referencias en las obras de Aristóteles, particularmente en la Ética a Nicómaco y en la Po-lítica. Para ilustrar lo dicho, retengamos, al menos, dos afirmaciones del estagirita: «Que la ciudad sea buena, ya no es obra de la suerte, sino de ciencia y de resolución (…). Ahora bien, buenos y dignos lle-gan a ser los hombres gracias a tres factores, y estos tres son la naturaleza, el hábito [‘habito prudencial’ = frónesis] y la razón. Efectivamente, primero hay que ser hombre por naturaleza [entendida en griego como physis la cual debe orientarse hacia el kata kosmon = ‘en buen orden’, esto es, a la búsqueda de armonía entre el hombre y el mundo o kosmos] y no otro animal cualquiera, y por tanto con cierta cualidad de cuerpo y alma. Pero hay algunas cuali-dades que no sirve de nada poseerlas de nacimiento,

pues los hábitos las hacen cambiar. Algunas cuali-dades, en efecto, por naturaleza son susceptibles, a través de los hábitos, de inclinarse hacia lo peor y hacia lo mejor. Los demás animales viven principal-mente guiados por la naturaleza; algunos, en peque-ña medida, también por los hábitos; pero el hombre además es guiado por la razón, de modo que es necesario que estos tres factores se armonicen uno con el otro. (…) El resto es obra de ‘enseñanza’ [didaskalia], pues se aprenden unas cosas por la cos-tumbre y otras por la enseñanza oída» (Política, Libro VII 1332 a 9-11; 1332b 12-13). De ahí la afirmación de Aristóteles: «El carácter democrático engendra la democracia, y el oligárquico la oligarquía, y siempre el carácter mejor es causante de un régimen mejor. Además, en todas las facultades y artes se requiere educar y habituar previamente con vistas al ejercicio de cada una de ellas, de modo que es evidente que también esto se requiere para la práctica de la vir-tud» [areté] (ibid., Libro VIII, 1337 a-20)

4.2. Implicaciones teórico-políticas del modelo funcionalista del MECI

No es casual que los modelos de regulación y de gestión cultural de las políticas públicas, sus catego-rías de análisis, sean sistémicos o funcionalistas. El funcionalismo, según el cual la sociedad se define como una totalidad sistémica y como un colectivo de particulares («el todo es igual a la suma de las partes»); como estática y no como dinámica social, fue un modelo social que se aplicó en ciencias hu-manas en los años 40 y que hoy sólo utilizan algu-nos psicólogos conductistas y los sistemas peniten-ciarios. Introducido por el etnólogo inglés, de origen polaco, Bronislaw Malinowski, el funcionalismo postula, en términos generales, que cada elemento constitutivo de un sistema cultural puede explicarse por el rol que desempeña en dicho sistema tomado como un todo. La conservación y pervivencia del sis-tema depende, obviamente, de la armonía del todo y de la adaptabilidad de cada «elemento» a la cohesión «de la totalidad del conjunto»; depende, pues, de la negación pura y llana del conflicto que el funciona-lismo asume como agente externo de disfunciona-lidad, perturbación y desestabilización. La sociedad se concibe a la manera de un juego de ajedrez en el que, cuando se presentan disfunciones en el sistema cultural, las fichas pueden ser sustituidas unas por otras sin que se altere el buen funcionamiento del juego. De manera que en el método funcionalista no hay sujetos sociales, sino partes, elementos, clientes y proveedores; que en él no se buscan consensos, sino clusters (alianzas). La sociedad funcionalista podría definirse, entonces, como una sociedad anó-

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nima, acrítica y de hormiguero.24. (¡Que cada uno saque sus propias conclusiones!).

Partiendo de los conceptos de control interno y de sistema planteados por el MECI, veamos ahora al-gunas de las implicaciones teóricas de este modelo funcionalista y la imposibilidad de su aplicación en la definición y concepción de un Protocolo Ético Univer-sitario, es decir, participativo, incluyente y pluralista:

MECI: «El control interno se define como el con-junto de principios, fundamentos, reglas, acciones, mecanismos, instrumentos y procedimientos que ordenados, relacionados entre sí y unidos a las per-sonas que conforman una organización pública, se constituye en un medio para lograr el cumplimiento de su función administrativa [en nuestro caso esto equivaldría a postular no sólo que la academia debe estar al servicio de la administración, sino que debe, además, convertirse en su sierva], sus objetivos y la finalidad que persigue, generándole capacidad de respuesta ante los diferentes públicos o grupos de interés que debe atender»25.

MECI: «Sistema es un conjunto de partes ordena-das e interrelacionadas para llegar a un propósito o fin determinado, el cual debe cumplir condiciones tales como: el desempeño de cada una de las partes que conforman el sistema, afecta la totalidad del conjunto, [sic.] el desempeño de las partes, así como sus efectos sobre la totalidad del sistema son inter-dependientes; ninguno de los efectos causados por el desempeño de alguna de las partes tiene efectos independientes [sic.], hace de ello que se despren-dan dos propiedades esenciales de todo Sistema:

1. Cada parte posee características que se pierden cuando se separa del Sistema y,

2. Cada sistema tiene rasgos distintivos que no posee ninguna de sus partes.

(…) Así, cuando una de las partes se transforma o se elimina, cambia la totalidad del sistema y, por lo tanto, se pierde su esencia. (…) De allí que es po-sible estructurar un sistema en diferentes partes de distintos niveles, debidamente interrelacionadas, así:

• En subsistemas, pueden constituir un primer nivel de desagregación, mediante el cual es posible distinguir las grandes partes que conforman el sis-tema y sus características sin que se afecte su tota-lidad.

• En componentes, infiriendo un segundo nivel, para a través de ellos determinar las partes del sub-sistema, sin que éstas pierdan su caracterización como parte del sistema.

• En elementos, estableciéndolos como aquellos que definen cada una de las partes de los compo-nentes, que si bien pueden distinguirse separada-mente se mantienen interconectados con otros, con el fin de que el sistema no pierda su esencia»26.

•Para refutar mediante análisis concretos la posi-bilidad de llevar a cabo en la práctica un tal modelo, veamos ahora cómo se inscribe esta visión funcio-nalista, ‘esencialista’ (abstraccionista) y ‘holista’27, en el marco general del «Diseño e Implementación del Modelo Estándar de Control Interno» para la UIS, propuesto desde la Dirección de la DCIEG (1000:2005), con base en la aplicación y adaptación de los lineamientos del MECI (nótese que lo ‘ético’ se asume aquí como subsistema y el Protocolo Ético como «componente»; como un mero aditivo que, en caso de «disfunción», dejaría incólume la armonía perfecta del conjunto):

4.3 «Subsistema de control estratégico. Com-ponente ambiente de control. Elemento de acuer-dos, compromisos y protocolos éticos»:

—«Subsistema de control estratégico»:Objeción: El título es demasiado problemático.

Sugiere de entrada que no se plantea como un instru-mento de concertación y que tiene un carácter impo-sitivo* y ‘profético’ (el de la absoluta predicción de las aristas del futuro y de los conflictos que puedan sobrevenir en la universidad). ¡Cierto es que se debe prever la caída de las goteras; pero, sólo la concer-tación democrática puede refrenar las tempestades!

Valdría la pena traer ahora a colación las bellas palabras de John Stuart Mill: «La neurosis de nuestro tiempo es la agorafobia; a los hombres les aterroriza la desintegración y la ausencia de dirección; piden, como los hombres sin amo de Hobbes en estado de

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad...

¿Cuáles son, entonces, las consecuencias e implicaciones de esa

ingerencia del Estado en el ámbito de la moral? La más importante es

que la ética se transforma en una ética autoritaria y no en una ética de la convicción; en una palabra:

en medio e instrumento de gestión sociocultural y de dominación

ideológica al servicio del Estado, para el cumplimiento de sus fines.

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naturaleza, muros para contener la violencia del océa-no, orden, seguridad, organización, una autoridad cla-ramente delimitada y reconocible, y se alarman ante la perspectiva de una libertad excesiva que les arroje a un inmenso y desconocido vacío, a un desierto sin caminos, mojones ni metas»28. Por tanto, el que la iniciativa se desarrolle desde la DCIEG, no supone que deba ajustarse a los decretos celestiales del MECI; sería deseable proponerla de entrada como un mecanismo de autorregulación autónoma de los valores y fines preferenciales que han de regir a la comunidad UIS.

Entiendo por autorregulación autónoma, la capaci-dad que tienen los individuos de autoconfigurarse y de orientar éticamente sus acciones hacia la construc-ción de un ideal colectivo de eticidad, que no puede ser concebido en función de criterios absolutos y homogéneos. No hay, además, confraternización sin el desarrollo de prácticas de convivencia; y éstas son esencialmente comunicativas. Sólo a partir del recono-cimiento e inclusión del otro, es posible la generación de procesos participativos y democráticos orientados a la consecución de objetivos comunes. Un ideal de eticidad que no lo construyen los líderes, porque las comunidades sólo pueden ser estructuradas por los individuos en sus interacciones cotidianas y a través de actos de sociabilización; un ideal universal que no ha de confundirse con las quimeras totalitarias de los ‘voluntarismos fundantes’: ¿quién podría reclamar para sí la preeminencia de la ‘legitimidad ética’ o arrogarse el título de empresario, patrono y guardián de la moral?

Como señala José María Mardones: «La homo-geneización funcional (…) [supone] el predominio de lo pragmático, utilitario, eficiente, rentable. Su-pone el predominio de una visión objetivizante del mundo, una memoria colectiva sin profundidad, de superficie, que favorece –en una sociedad sometida a una superabundancia de información– la desapari-ción de las continuidades significativas y de la capa-cidad práctico-moral»29.

—«Componente ambiental de control»:Objeción: Sugeriríamos la expresión: Declaración

de los principios éticos de la UIS (Manifiesto por una ética de la cultura universitaria incluyente* y plura-lista). La ventaja de postular el «protocolo ético» de la UIS en términos más de principios éticos que de normas, reside en el hecho de que los principios se plantean siempre en un marco de derechos y obligaciones lo que involucra a toda la comunidad, tanto con respecto a la manera en que tales princi-pios deben ser respetados y defendidos, como en la

conciencia de que quienes los vulneren han de ser objeto de manifestaciones de repudio por parte de la comunidad (de sanciones morales). Decididamente, la definición de un «protocolo ético» no puede ha-cerse con criterios «funcionaristas» (la expresión es de Max Weber) y funcionalistas.

—Objetivo: «Establecer el estándar de conducta de la Universidad Industrial de Santander, de ma-nera que constituya un medio eficaz para el cumpli-miento de sus objetivos misionales y las funciones de los servidores públicos».

Objeción: las conductas ‘estándar’ no existen, por-que todos los individuos no pensamos lo mismo, ni nos identificamos con lo mismo (no es casual que, ya desde el siglo XIX, el historiador francés Charles Alexis de Tocqueville haya definido el mundo de la estanda-rización, en La democracia en América, como «rebaño industrioso»). Además, las normas no son «patrones de conducta», sino regulaciones éticas. El concepto de conducta es biológico y en la psicología experimental se aplica de modo indiferenciado al yo humano y ani-mal. No hay que olvidar que la psicología experimental sirvió de base a las teorías conductistas de Watson, Skinner y Pavlov, en las que se apoya el principio fordista del “control de la conducta de los individuos por medio de normas o de la supervisión directa” y su condicionamiento a través de recompensas y de sanciones –aplicando los métodos pavlovianos desa-rrollados en laboratorio con los ratones. Si tales crite-rios son seriamente cuestionables en lo que toca a la administración de las fábricas; si resultan execrables en su aplicación a los llamados «campos de reeduca-ción» [¿habrá que recordar las experiencias soviética, china y camboyana que se inspiran en los métodos de Pavlov y los campos de condicionamiento americano

Ahora bien, a cualquier estudioso de la ética o investigador en filosofía política, los

conceptos éticos definidos por el MECI le resultarían oprobiosos. Allí se encuentran

aglutinados todos los rasgos distintivos de lo que podríamos denominar una visión

ideologizada de la moral (cuya pobreza argumentativa y absoluta falta de probidad en

el manejo de las referencias bibliográficas, exacerba los ánimos del más paciente lector).

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que siguen a Skinner?], tales métodos aplicados a la universidad devienen francamente inadmisibles. A diferencia de la conducta, la idea de comportamiento tiene, en cambio, un valor ético-político más relevan-te: mientras que las conductas se moldean, los com-portamientos se configuran.

A mi juicio, el objetivo debería ser enunciado en los siguientes términos: ‘Establecer los principios de au-torregulación propios a una ética de la convicción, la Responsabilidad Social Universitaria y la convivencia, que defina de modo protocolario, las normas éticas y valores culturales preferenciales de los miembros de la Universidad Industrial de Santander. Tales prin-cipios de autorregulación ética han de tener como propósito fundamental la defensa de la integridad y de la dignidad de cada uno; el reconocimiento del plura-lismo y de la diferencia en prácticas de integración; la preservación de los bienes sociales y patrimoniales de la universidad y la realización de las funciones acadé-micas, administrativas, profesionales y de servicio, de todas y cada una de las personas que la integran. Esto, en estrecha relación con los decretos de la Constitu-ción Política de Colombia; los objetivos misionales y los lineamientos de la visión y del proyecto institucio-nal de la UIS; y, siguiendo los principios democráticos que la orientan, el carácter público de la institución, su vocación social de servicio y el principio de auto-nomía universitaria que la rige’.

Pero ese planteo no es posible ni desde el modelo sistémico del MECI, ni desde su enfoque epistemo-lógico, ni desde sus distorsionados e ideologizados criterios sobre el verdadero sentido de la ética. No es además un modelo concebido para una insti-tución universitaria e ignora los más elementales desarrollos de las ciencias sociales y humanas y de la filosofía política. Es cierto que su adopción resulta cómoda y fácil. Los latinoamericanos, en general, y los colombianos, en particular, buscamos siempre asistencias y combatimos ferozmente los asistencia-lismos; recusamos el pensamiento imitador y poco hacemos para impulsar el espíritu crítico e innova-dor; aplazamos siempre las reformas, porque no sabemos conjurar los riesgos ni asumir críticamente nuestros errores y equivocaciones: la incertidumbre nos paraliza y el miedo a la crítica refrena nuestras iniciativas. ¿El manido concepto kantiano de «mi-noría de edad», además de ausencia de autonomía, significa otra cosa que pereza mental y subdesarrollo de las ideas? Un concepto que el filósofo de Königs-berg expresó de la siguiente manera: « ¡Es tan cómo-do ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi con-

ciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar, otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea conside-rado peligroso por la gran mayoría de los hombres (y entre ellos [declara el misógino] todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el camino que les amenaza si intentan ca-minar solos (…). Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional –o más bien abuso –de sus dotes naturales, son los grilletes de una perma-nente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres»30.

Pero, ¿no es ese, precisamente, nuestro reto, aunque el primer salto parezca inseguro?, ¿pensar la universidad no es la condición primera de nuestra tarea?, ¿cómo si no, podríamos saber qué es lo que realmente quere-mos? Si no nos fuese dable adoptar los mandatos del MECI emprendamos la iniciativa innovadora de desa-rrollar un modelo autorregulativo de construcción de universidad y de control participativo que responda a nuestra realidad regional y nacional, pero, sobre todo, al contexto histórico y cultural de la UIS; a las expectativas de los miembros de la comunidad uni-versitaria y a las demandas de la sociedad. Un mo-delo que pueda llegar un día a convertirse en para-digma crítico para otras instituciones universitarias. El control no lo es todo. El protocolo ético de la UIS, no sólo no puede definirse como un «subsistema» del «sistema de control» (para emplear la jerigonza funcionalista), sino que es la condición misma de un control realmente participativo y autorregulador.

Se ha de tener presente que la Constitución Políti-ca de Colombia, en los artículos 209 y 269, decreta la creación del Control Interno en la Administración Pública y la obligación de diseñar y aplicar, según la naturaleza de sus funciones, métodos y procedi-mientos de control interno, de conformidad con lo que disponga la ley. Pero no hay que olvidar tam-poco que, también en conformidad con el artículo 69 de nuestra Constitución Política, que garantiza la autonomía universitaria, el Artículo I del Título I de la Resolución Nº 1343 de 2005 emanada de la Rectoría de la UIS (Adopción del Modelo Estándar de Control Interno –MECI 1000. 2005) resuelve adoptar

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el modelo MECI «el cual puede ser modificado a las necesidades propias de la Universidad en el marco de la autonomía universitaria, previo concepto de conveniencia del Comité Coordinador de Control Interno de la Universidad». ¿Modificado? O bien: ¿en caso de no ser considerado viable por el Comité, podría ser completamente erradicado como mode-lo de control de la UIS, en la medida en que dicho modelo desvirtúa su carácter de Institución Social y Educativa de Servicio, su vocación pública y el senti-do mismo de la palabra Universidad?

5. La construcción de lenguajes de equidad para la constitución de sociedades de conocimiento (plano interacadémico)

El problema de la necesidad de construcción de una sociedad del conocimiento para la generación, expansión e intercambio de conocimientos, es también uno de los temas fundamentales de la fenomenología política. Entiendo por sociedad del conocimiento la búsqueda de creación de comunidades nacionales y supranacionales de conocimiento, para la construcción y puesta en común de la investigación social, científica y tecnológica. La sociedad de conocimiento precisa de redes de investigación, así como del desarrollo de nuevas tecnologías (en los campos de la industria, de la informática y de las telecomunicaciones); y aunque, de alguna manera, se da como resultado de los fenómenos de la mundialización y de la globalización, no ha de confundirse con una simple sociedad de la información ni de «planetarización de los mercados de conocimiento»31. No sólo en la medida en que la sociedad de conocimiento es, ante todo, sociedad de la investigación y del aprendizaje, sino porque ésta sólo se construye a través de la comunicación intra e intercultural y de la transdiciplinariedad, pero, además, mediante el establecimiento de relaciones de intercomprensión, de tolerancia activa y de solidaridad recíproca: de reconocimiento e inclusión del otro, de equidad y de respeto de la autonomía.

El fortalecimiento de las relaciones interacadémicas a nivel nacional permite, además, contrapesar los efectos de la globalización, al hacer que las instituciones se tornen más competitivas en el ámbito internacional y al focalizar los recursos de la investigación para el desarrollo de tareas comunes de mayor impacto y trascendencia. Pero también

aquí es necesaria una búsqueda de unificación de los lenguajes y de descentralización de las instituciones. Aunque tal no es ahora el objeto de mi análisis, me era preciso hacer esas breves anotaciones para señalar los aspectos problemáticos y a la vez positivos e innovadores del diseño y formulación del protocolo ético de nuestra universidad desde: 5.1., «la constitución del êthos universitario de la UIS como principio de autorregulación para la definición y apropiación de su protocolo ético»; 5.2., su propuesta y operacionalización desde la DCIEG; y, 5.3., su desarrollo en el marco del concurso del BID Programa de Apoyo a Iniciativas de Responsabilidad Social Universitaria, Ética y Desarrollo mediante el trabajo en común, de dos universidades públicas, la UIS y la Universidad de Antioquia y de otras tres instituciones colombianas de Educación Superior: Javeriana de Cali, Cooperativa de Colombia y Coruniversitaria de Ibagué. Aunque, como veremos enseguida, esto supone una hibridación no menos compleja de lenguajes, constituye, asimismo, un interesante reto y estímulo para el fortalecimiento de las relaciones intra e interinstitucionales, el fomento de la investigación transdiciplinaria y la búsqueda de relaciones más equitativas e intersolidarias con los Organismos Internacionales:

5.1. Constitución del êthos universitario. No creo en la existencia de las responsabilidades colectivas si éstas no se conciben como responsabilidades individuales, derivadas de la pertenencia a una colectividad o grupo. Tampoco podríamos hablar, de manera abstracta, de una ética colectiva; ésta sólo habría de entenderse como la aspiración continua a la configuración de un ideal de eticidad nunca

En una palabra: no hay valores sin valoraciones, ni valoraciones sin

individuos concretos (y en situaciones específicas) que valoricen críticamente su contenido cognitivo; de otro modo

los valores tendrían un carácter arbitrario, dogmático y relativo. Pero, además, una valoración sólo adquiere

el carácter de valor, cuando éste se convierte en algo comunicable,

intercambiable y transferible.

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alcanzable, pero que cada uno debería empezar a construir y a proyectar con los otros. Dado que existen también ‘lenguajes de la ética’ [utilitarista, prescriptivista, estructurista, deliberativa o comunicativa, existencialista, etc.] debo señalar que la perspectiva ético-política que asumo es, esencialmente, fenomenológica; y esto significa que lo ético no puede desligarse de la formación, y de la promoción de una pedagogía de los valores individuales, sociales e inter y transculturales.

«El hecho más significativo –subraya Husserl – es, con todo, que la colectividad no es un mero conjunto de individuos, y la vida de la colectividad y sus logros no es un mero conjunto de las vidas individuales y los logros individuales; sino que a través de todo ser individual y de todo vivir individual discurre una unidad de vida, por más que ella se encuentre fundada en las vidas de los individuos. Y lo es también el hecho de que por sobre los ‘mundos circundantes’ subjetivos de los individuos [Umwelt = el mundo como mundo de alguien o de algunos] discurre un mundo colectivo que se funda en ellos, y el que en los logros que son de los individuos, como algo suyo propio, se constituye un logro global fundado en ellos (…) Una colectividad como colectividad tiene una conciencia; pero puede también tener, como colectividad, una autoconciencia en el sentido genuino; puede valorarse a sí misma y tener una voluntad dirigida sobre sí misma, una voluntad de autoconfigurarse. Todos los actos de la colectividad se fundan en actos de los individuos que les

prestan fundamento. De aquí la posibilidad de que, igual que el sujeto individual puede devenir sujeto moral al dirigirse sobre sí mismo en la estimación y la volición, otro tanto ocurra con la colectividad. Presupuestos esenciales que necesariamente los sujetos individuales tengan ya una orientación moral previa y que sus reflexiones morales se dirijan sobre sí mismos y sobre su colectividad –la que relativamente a ellos se denomina su mundo circundante. Parte esencial de la situación es también el que estas reflexiones de algunos individuos experimenten una ‘sociabilización’, el que se propaguen en un «movimiento» social (…), el que motiven efectos sociales de tipo especial, y finalmente, en el caso límite ideal, el que promuevan una orientación voluntaria a la autoconfiguración y recreación de la colectividad como colectividad ética– una orientación de la voluntad que sea de la colectividad misma y no mera suma de las voliciones fundantes de los individuos»32.

Retomo aquí las palabras de Husserl para mostrar por qué la constitución del êthos universitario (la «autoconfiguración y recreación de la ‘comunidad universitaria’ como comunidad ética de voluntades»), es la condición del desarrollo y promoción de su protocolo ético, pero, sobre todo, de la apropiación constante, dinámica y renovada de sus principios, en contextos de sociabilización y de interacción social. No está menos claro que no se quiere decir con esto que construimos un êthos universitario para pasar luego a definir y diseñar, a partir de procesos participativos, los principios preferenciales que han de constituir el protocolo ético de la UIS. El êthos universitario no se construye ni decreta, sino que se forma y configura de manera constante y continuada. Se forma a través del desarrollo de una pedagogía de los valores y de la formación en valores democráticos y de civilidad; en el aprendizaje de la discusión bien argumentada, en el fomento de una cultura de lo político, en la organización continua de cátedras, foros, congresos, coloquios, seminarios, simposios y diplomados; en la realización de conferencias y talleres (que no han de estar orientados exclusivamente a los estudiantes). Se configura en procesos participativos de democratización y de sensibilización, así como en el afianzamiento del sentido de identidad y de pertenencia a la universidad (en cuanto valores afectivos y cívicos éstos sólo se construyen de modo autónomo y sólo a través de relaciones comunicativas e intersolidarias).

La formación y la configuración del êthos

Elementos conceptuales y propuesta metodológica para la elaboración del protocolo ético de la Universidad...

«La neurosis de nuestro tiempo es la agorafobia; a los hombres les aterroriza

la desintegración y la ausencia de dirección; piden, como los hombres sin amo de Hobbes en estado de naturaleza,

muros para contener la violencia del océano, orden, seguridad, organización,

una autoridad claramente delimitada y reconocible, y se alarman ante la

perspectiva de una libertad excesiva que les arroje a un inmenso y desconocido

vacío, a un desierto sin caminos, mojones ni metas»

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universitario son dos aspectos que han de estar inescindiblemente ligados y que deberían articularse a la formación en ética en la UIS; para lo cual sería preciso centralizar los programas de ética de las diferentes unidades académicas, en función de su orientación a la problemática universitaria. La insularidad de los cursos de ética y el énfasis que se hace en las carreras en aspectos puramente deontológicos (es decir, en los deberes y valores inherentes a las diferentes profesiones y disciplinas), impide el desarrollo de una auténtica cultura y conciencia universitarias. No propicia el diálogo entre los saberes y disciplinas, ni hace posible el establecimiento de relaciones de interacción entre los estudiantes de las diferentes escuelas. Un curso de ética no es una sumatoria de lenguajes éticos ni un espacio para el aprendizaje memorístico de teorías. Debe ser un espacio de crítica y de debate, de cultura política y de aprendizaje lúdico de la historia de la universidad; un espacio en el que se privilegie la fuerza de los argumentos sobre la ‘violencia simbólica’ de los dogmas y que haga posible pensar la universidad y revitalizar el discurso académico.

5.2. Propuesta, diseño y puesta en común del Protocolo Ético de la UIS desde la DCIEG. «La Dirección de Control Interno y Evaluación de Gestión (DCIEG), creada mediante Acuerdo Superior Nº 070 del 28 de noviembre de 2005, es una oficina asesora de Rectoría, encargada de evaluar y controlar el programa de gestión de la Dirección de la Universidad y las funciones administrativas y académicas de la institución. Asesorará a la Rectoría en el estudio relacionado con el desarrollo de políticas institucionales y su impacto económico, administrativo y fiscal. Es la responsable de propender por la ambientación de una actitud favorable al autoexamen y a la crítica constructiva. Asesorará en el diseño de los sistemas de autocontrol, autogestión y autorregulación a todas las dependencias de la Universidad y realizará los procesos de control selectivo»*.

Ahora bien, sin desvirtuar la razón de ser de la DCIEG y el objetivo por el cual ha sido creada, pensamos que ésta puede llegar a convertirse en un trascendental espacio de intermediación entre los ámbitos administrativo y académico. Se ha de «propender [ciertamente] por la [‘generación’] de una actitud [«abierta a la reflexión y a la crítica»] ¿Pero, se ha de hacerlo con respecto a quién?, ¿la DCIEG no debería, asimismo, velar por la defensa de los Derechos Humanos y de la dignidad e

integridad de cada una de las personas que hacen parte de la comunidad universitaria?; O bien: ¿tan sólo ha de evaluar y controlar el buen desempeño de las funciones de las unidades académicas y administrativas y de sus profesores y funcionarios; los bienes materiales y patrimoniales de la UIS y el manejo ponderado y transparente de los recursos?

En caso de que sólo esta última pregunta tuviera un valor afirmativo, el diseño y puesta en común del protocolo ético de la UIS sería un mero eufemismo; la primera caída de una gotera lo haría venirse abajo. ¿Para qué hacerlo entonces? No me habría comprometido con el proyecto, si no hubiera tenido (y tuviera ahora) el pleno convencimiento de que es otra la visión de quienes depositaron en mi su confianza y me alentaron a asumir su coordinación en el marco de la propuesta presentada ante el BID. Pero, intentemos, de nuevo, tender un puente para armonizar nuestros lenguajes: decía más arriba que la DCIEG puede llegar a convertirse en un trascendental espacio de intermediación entre los mundos de la administración y de la academia. Lo que en esto está implícito es la posibilidad de darle una mayor relevancia y proyección, mediante la generación de espacios de diálogo y de arbitraje para la resolución pacífica de los conflictos y la creación del Comité de Ética de la UIS. Habría que darle otro perfil a la figura, creada por los griegos, de la «rendición de cuentas» sin la cual no puede haber real transparencia con respecto al desempeño de las labores de dirección y de coordinación de las diferentes unidades académicas y administrativas. Una figura que, en el mundo griego (ver, por ejemplo, las obras de Aristóteles y de Demóstenes) fue precursora del control participativo y de la apropiación del sentido de lo público, y cuyas connotaciones ético-políticas deberían ser más ampliamente examinadas.

Todo esto requiere, a su vez, de una información más fluida y de una campaña de promoción de la DCIEG que permita cambiar la imagen y percepción que de ella se tiene en el seno de la comunidad universitaria. Esta es una tarea que ha de ser liderada con el apoyo del Comité Coordinador y en la que todos debemos activamente comprometernos.

5.3. Los lenguajes académicos en las universidades ganadoras del concurso: Programa de Apoyo a Iniciativas de Responsabilidad Social Universitaria, Ética y Desarrollo del BID. Aunque aún no me he dado a la tarea de contrastación de las iniciativas

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planteadas por las universidades participantes, el tema de la Responsabilidad Universitaria es abordado desde muy diferentes enfoques y sólo la UIS hizo la propuesta desde la Dirección de Control Interno. Se hace necesaria una reimplicación de los lenguajes interacadémicos en la búsqueda de objetivos comunes, que la adopción del modelo del MECI haría imposible. Tampoco los lenguajes del BID están enteramente de acuerdo con nuestra visión de la universidad, nuestra idea de desarrollo y muchas de nuestras expectativas. El que hubiésemos expresamente formulado esas críticas ante el BID y que, pese a ello, se seleccionara nuestra propuesta, da claro testimonio de que tales objeciones fueron acogidas por el organismo internacional. Pienso que estas consideraciones deberían bastar, por lo pronto, para iniciar la discusión en torno a la aplicabilidad del modelo, pero el desarrollo de este apartado exige un análisis riguroso y exhaustivo.

* * *

Al proponerme el ejercicio de examinar los diferentes lenguajes, lógicas y el «conflicto de racionalidades» que se desarrolla al interior no sólo de la UIS, sino de todas las instituciones educativas públicas que pretendan llamarse universidades, me guiaba la convicción de que dichos lenguajes no son, en modo alguno, irreconciliables. La universidad se nutre esencialmente del debate y éste no puede existir, sino a partir del conflicto de las ideas.

Quise hacer especial énfasis en las aporías de los lenguajes administrativos para tratar de mostrar por qué los lineamientos del MECI son enteramente incompatibles con la universidad democrática, pluralista y en constante cambio del siglo XXI, y cuáles son los imperativos conceptuales y metodológicos que, a mi juicio (y en oposición a las políticas y directrices del MECI), deberían regir el proceso de definición del Protocolo Ético de la UIS. Me inclino a pensar que el hecho de que exista una especie de encapsulamiento de los lenguajes en la universidad, más que un problema insoluble, es algo que desafía nuestro sentido de creatividad y que juega a favor de la posibilidad de establecer una mayor sinergia entre nuestros quehaceres. Un enriquecimiento mutuo que nos dará, ciertamente, la posibilidad de pensar la universidad de una manera más coherente con su especificidad y con sus exigencias. Tanto el Consejo Académico de la UIS (a condición de que éste no acabe haciendo las veces de Consejo Administrativo), como la DCIEG, están llamados a jugar un rol protagónico en el

futuro desarrollo de la Universidad; el primero, en el fortalecimiento de la vida académica a través de la realización de un auténtico proyecto académico y de un examen menos autocomplaciente de la UIS (más centrado en lo que todavía no hemos alcanzado, que en la exclusiva autopromoción de nuestros logros y realizaciones); la segunda, en el afianzamiento de las relaciones entre los ámbitos académico y administrativo.

No creo en las pretendidas bondades de la meritocracia. Pero, debo confesar que la sofocracia (el mito del ‘rey filósofo’ propuesto por Platón y bellamente recusado por Kant en el Proyecto de Paz Perpetua), me produce todavía un mayor recelo. Los aportes que, en el ámbito de las ciencias humanas, se puedan hacer desde la filosofía son fundamentales, pero no son los únicos; tampoco la filosofía está exenta de supuestos, prejuicios y dogmatismos y no quisiera dar a entender que la fenomenología pueda decirlo todo (como afirma el filósofo Paul Ricoeur, «nadie está libre de ideologías»; e ideologizaría mi discurso si pretendiera afirmar el primado de mis propias valoraciones, necesariamente parciales y relativas, sobre las diferentes lecturas que cada uno pueda hacer de la UIS). No podemos pensar la universidad sin el ingenio-engine de los ingenieros, el espíritu crítico y emancipador de los filósofos, la perspectiva de los pedagogos, la creatividad de los economistas, la visión diacrónica de los historiadores, la imaginación de los literatos o la mirada integradora de los antropólogos, para sólo citar algunas de nuestras competencias y disciplinas. En realidad, no se puede pensar la universidad sin el concurso de todas sus profesiones y saberes; de los oficios, habilidades y destrezas de quienes cotidianamente la hacen vivir. Uno de los mayores méritos de la fenomenología consiste en su afirmación de que los problemas sociales, culturales y políticos precisan de la investigación transdiciplinaria. Es una filosofía que invita a la vigilancia conceptual, crítica y epistemológica y que exige una absoluta actitud de modestia intelectual y de continua autocorrección en el tratamiento de los problemas. ¿Puede haber otra forma de pensar la universidad; de diseñar reformas sensatas y de poder aplicarlas?

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NOTAS

1 XINGJIAN, G. La montaña del alma. Barcelona: Ediciones del Bronce, 2004, capítulo 58, pp. 455-456.El subrayado es mío.

2 TOLSTOI, Leon Nikolaievicht. La guerra y la paz. En: Obras, Tomo I. Madrid: Aguilar, 1970; epílogo, parte II, capítulo II, p. 1561.

3 WEBER, Max. «El sentido de la ‘neutralidad valorativa’ de las ciencias sociológicas y económicas». En: Ensayos de metodología sociológica. Buenos Aires: Amorrortu, 1958, pp. 228-229, 250.

4 HABERMAS, Jürgen. «Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre Nación, Estado de Derecho y Democracia». En: La inclusión del otro: Estudios de teoría política. Barcelona: Paidós, 1999, p. 107.

5 COLOM, Francisco. Razones de identidad: pluralismo cultural e integración política. Barcelona: Anthropos, 1998, introducción, pp. 12-13.

* Tal es, al menos, la posición que asumo desde mi formación fenomenológica. Y esto me trae a la memoria una afirmación de Husserl en sus Investigaciones lógicas: «El lenguaje le ofrece al pensador un sistema de signos que puede emplear en amplia medida para la expresión de sus ideas; pero si bien nadie puede prescindir de él, representa un instrumento en sumo grado imperfecto para la investigación rigurosa. La nociva influencia de las expresiones equívocas sobre la solidez de los razonamientos es conocida de todos. El investigador cauto no debe emplear el lenguaje sin precauciones técnicas; debe definir los términos empleados cuando estos no son unívocos y carecen de significación precisa». (…).HUSSERL, E. Recherches Logiques I. Paris: PUF, 1969, § 9, pp. 24-25. El subrayado es mío.

« Como se señala en el capítulo 2 (nota bene al § 2.1, p. 21) del Proyecto Institucional de la UIS: «Por oposición a los guerreros y a los militantes de dogmas, la identidad de los universitarios representa una exclusión de los dogmas y de las violencias, es decir, una aspiración al cultivo del pensar y de las ciencias, a la pacificación, la democracia y la justicia social».

* Es lo que permite percibir, por ejemplo, la lectura de los ensayos (en torno a la pregunta: ¿Cuál es la universidad que queremos?) realizados por los egresados y estudiantes de la Escuela de Ingeniería Industrial que conforman el equipo de apoyo de la DCIEG (mal denominado ‘equipo MECI’) y de quienes quiero destacar el dinamismo y sentido de compromiso profesional; su espíritu receptivo, abierto, creativo y entusiasta.

6 Sobre los malentendidos de la meritocracia, véase mi artículo «La insolencia del cargo». En: Revista de Filosofía UIS, nº 2 (número temático: Universidad y democracia), enero-junio de 2003, pp. 67-83.

7 TOURAINE, Alain. Crítica de la modernidad. Santafé de Bogotá: FCE, 2000, pp. 241-242, 350-351. El subrayado es mío.

8 ESCOBAR, Arturo. El final del salvaje: Naturaleza, cultura y política en la antropología contemporánea. Santafé de Bogotá: ICAN, 1999, pp. 55, 58.

9 WOOLF, Virginia. Orlando. Buenos Aires: Sudamericana, 1968, pp. 66, 69.

10 PEREDA, Carlos. «Lógica del consentimiento». En: OLIVÉ. L. (C.). Ética y diversidad cultural. Bogotá: FCE, 1997, p. 108. El subrayado es mío. Como afirma el filósofo político Michael Walzer: «La protección tiene sus límites, y más allá de ellos los particulares y los grupos de particulares son dueños de sí mismos, están en libertad de buscar el peligro y evitarlo si es que pueden. Si no son libres, entonces no podrían ser lo que nuestra cultura (idealmente) les pide que sean –esto es, individuos activos, dinámicos, creativos, democráticos, configuradores de sus propias vidas, públicas y privadas».WALZER, Michael. Las esferas de la justicia: una defensa del pluralismo y la igualdad. México: FCE, 1997, p. 130. El subrayado es mío. Sobre la relación asimétrica existente entre la planificación universitaria y las demandas de los miembros de la comunidad universitaria en los ámbitos social y cultural (es decir, las demandas de inclusión, reconocimiento y autorregulación), remito al excelente artículo de Marie Louise Pratt: « ¿Hacia dónde? ¿Y luego?». En: ESCOBAR, A. / ALVAREZ, S. (…).Política cultural & Cultura política. Bogotá: Taurus / ICANH, 2001.

* Para un intento de explicitación (por tanto, no conclusivo) de la misión de la UIS, remito a mi libro: JARAMILLO, Mónica. Universidad y filosofía: Renovación de la pedagogía en el siglo XXI. Bucaramanga: Publicaciones UIS/ CEDEDUIS, 2003, Capítulo I: «La autocomprensión de la universidad como comunidad de universus», pp. 15-37 y capítulo II: «El sentido de la misión institucional de la UIS», pp. 39-85.

* Sin desconocer el trabajo realizado por los gestores del Proyecto Institucional ni la mención que allí se hace a aspectos fundamentales del desarrollo académico como, por ejemplo, la exigencia de la internacionalización o de una mayor sinergia entre las escuelas y entre la universidad y la sociedad, valdría la pena reasumir dicho Proyecto en función de los cambios fundamentales que ha vivido la UIS en los últimos años. Sería preciso develar el trasfondo ideológico de muchas de sus afirmaciones (vrg., la de «desarrollar el Estado Nación», modelo que en su versión nacionalista comunitaria está en la base de las ideologías etnonacionalistas (nazismo) y según el cual es la nación la que determina al Estado y no a la inversa; en el que la nación se define, esencialmente, por su territorio y como ‘comunidad de origen’, de ‘naturaleza’ o de ‘destino’). Dicho trasfondo ideológico se evidencia en el empleo de conceptos como: «destino de la nación», «socialización de la naturaleza», «compromiso colectivo de ‘asimilación’ regional» etc. [ideología =pretensión de ejercer e imponer subrepticiamente («violencia simbólica» según la definición de Pierre Bourdieu) o por la fuerza, nuestras representaciones subjetivas o el monopolio político de las ideas). Se observa, asimismo, un mal uso y definición de conceptos como: «êthosuniversitario», «formación integral», «formación humana», «realidad social», «proyecto cultural» y sentido de lo «público». Cabe señalar, finalmente, que abundan en él los errores sintácticos, lugares comunes y juicios de valor. Si se me permite la expresión, se hace una

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defensa vergonzante de las ciencias humanas, apoyada en la antigua oposición entre ciencias humanas y naturales (y que, finalmente, induce al lector a afirmarse en la convicción de que las llamadas humanidades son enteramente inoficiosas), así como una propuesta de reforma académica que soslaya los problemas de fondo y se postula como una simple «reforma de los planes de estudio».

11 JARAMILLO, Mónica. Universidad y filosofía., op. cit., pp. 78-79.

12 Ibid., p. 225.

*Una colaboración que fácilmente puede convertirse en instrumentalización de los miembros de la sociedad, cuando estos pierden todo poder decisorio sobre las políticas que directamente los atañen. La mejor prueba del modo como el Estado opera dicho mecanismo de instrumentalización de las personas para el cumplimiento de sus fines, es la idea de control social que se asume en el marco conceptual del Modelo Estándar de Control Interno –MECI– [adoptado por la UIS como modelo estándar de control interno en el considerando f de la resolución nº 1343 de 2005, emanada de la Rectoría de la universidad, por la cual se crea el Sistema de Control Interno]. En efecto, según los lineamientos del MECI: «Entre los aspectos temáticos sobre los cuales existió consenso en la Asamblea Nacional Constituyente convocada para introducir reformas sustanciales en el Estado colombiano, las cuales quedaron consignadas en la Constitución de 1991 están los relativos al control fiscal, y a la necesidad de establecer el control interno en las entidades del Estado como un instrumento básico y fundamental para su administración. (…). Esto, sumado a la nueva concepción de un Estado Social de Derecho, hizo que la Constitución de 1991 creara una serie de controles y sus respectivas instancias (…). El artículo 1º de la Constitución Política, generó un cambio de radical importancia en materia de control al crear el más importante de los controles, el control social, y otorgar participación a la sociedad en los asuntos públicos interviniendo no sólo la función administrativa de las entidades en particular, sino del Estado en general». Modelo de Control Interno para Entidades del Estado: Marco Conceptual. Bogotá: USAID-CASALS &. EAFIT, 2004, p. 13. Los subrayados son míos. Cabe aquí la distinción esencial que es preciso establecer entre los conceptos políticos de Estado Social de Derecho y de Estado Democrático de Derecho; mientras que el primero privilegia la autonomía política de los ciudadanos y el desarrollo de las políticas públicas, el segundo enfatiza en la autonomía privada de las personas y en los lineamientos de la Constitución Política («patriotismo constitucional»). De esta distinción se derivan, asimismo, dos concepciones diferentes del control de lo político: el control social (entendido como administración y «control de lo social» por parte del Estado para el cumplimiento de sus fines) y el control participativo (término que sustituimos en nuestra propuesta por el de autorregulación participativa. Porque aunque estos dos últimos enfoques suponen la participación democrática, el control participativo hace más énfasis en la defensa en común de los bienes públicos y en el control del cumplimiento de las funciones y atribuciones. La autorregulación participativa supondría, en cambio, además de los aspectos señalados, la defensa y reivindicación de los bienes sociales (entre los que se incluye el respeto y reconocimiento de la dignidad e integridad de cada uno); de

los derechos que tienen todos y cada uno de los miembros de la comunidad universitaria en cuanto sujetos sociales autónomos y participativos, configuradores de sus propias vidas). Sólo en virtud de la autorregulación participativa es posible, entonces, armonizar los dos modelos estatales, a saber, el Estado Social de Derecho con el Estado Democrático de Derecho.

13 COLOM, Francisco. Razones de identidad: pluralismo cultural e integración política., op. cit., pp. 188-189. El subrayado es mío.

14 SARTRE, Jean-Paul. L’être et le néant: essai d’ontologie phénoménologique. Paris: Gallimard, 1980.Tercera parte, capítulo I, § III, p. 290.

15 Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado. Fundamentos Conceptuales y Manual Metodológico. Bogotá: USAID, 2006, p. 29.

16 Ibid., p. 29. Los subrayados son míos.

17 Ibid., p. 17. El último subrayado es mío.

18 Ibid, p. 21. El subrayado es mío.

19 Ibid., pp. 23-24.

20 HOYOS, Guillermo. «La formación universitaria como educación para la democracia». En: Revista de Filosofía UIS, nº 2: (número temático: Universidad y democracia), op. cit., pp. 41-42. El subrayado es mío.

21 Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado, op. cit., pp. 26-27.

22 Cfr. HABERMAS, Jürgen, La inclusión del otro, op. cit., prólogo (« ¿Cuán racional es la autoridad del deber? »), pp. 58-59.

23 Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado, op.cit., p. 25. Los subrayados son míos.

24 Remito aquí a mi artículo: JARAMILLO, Mónica. « ¿Por qué vivimos en una sociedad de mosquitos y no en una sociedad de hormigas? » Revista: Semana del Pensamiento Filosófico (POPPER: Los grandes debates de nuestro tiempo). Año 3-Nº 3-Octubre 2002, pp. 159-176.

25 Modelo de Control Interno para Entidades del Estado. Marco Conceptual, op. cit., p. 39. Los subrayados son míos.

26 Ibid, p. 47.

27 Como afirma el filósofo austriaco Karl Popper «solamente si sabemos lo que queremos podremos decidir si una institución se halla o no bien adaptada a su función». De manera que la única forma posible de reformar las instituciones sociales (universidades, asociaciones, organizaciones, corporaciones, etc.) sin el uso de la violencia, es a través de la acción democrática, puesto que las reformas institucionales no pueden ser hechas ni por las instituciones mismas, ni obedeciendo a intereses voluntaristas y puramente individuales: «Jamás puede darse en la práctica el caso de que la voluntad o el interés de un hombre (o, si esto fuera posible, la voluntad o el interés de un grupo) alcance su objetivo

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directamente, sin ceder algún terreno a fin de guardar para sí las fuerzas que no puede someter». POPPER, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona: Paidós, 1982, capítulos 6 y 7, pp. 114, 126. A ello se debe que sea necesario oponer a la pretensión a los reformismos totales («método holísticoo utópico») lo que denomina una «ingeniería social de paso a paso» construida a partir de la concertación democrática: «El ingeniero social que trabaja paso a paso sabe, como Sócrates, cuán poco sabe. Sabe que sólo podemos aprender de nuestros errores. Por tanto, irá procediendo en su tarea, paso a paso, comparando cuidadosamente los resultados que se esperaban, con los resultados reales, y tratando siempre de detectar las consecuencias indeseables e inevitables de cualquier reforma; y se abstendrá de emprender reformas de tal complejidad y largo alcance que le impidan desenmarañar la madeja de causas y efectos, y deberá saber en todo momento qué está haciendo (…) Una de las diferencias entre el enfoque utópico u holístico y el enfoque de paso a paso puede entonces expresarse así : mientras que el ingeniero social de paso a paso pude atacar un problema con mente abierta en cuanto al alcance de la reforma propuesta, el holista no puede hacerlo; porque el holista ha decidido de antemano que es posible y necesaria una reconstrucción completa» POPPER, Karl. «Ingeniería social de paso a paso» (1944). En: MILLER, David (C.). POPPER: Escritos Selectos. México: FCE, 1997, pp. 329, 331.

*Lo que claramente puede verse en la definición que ofrece el MECI sobre la «Legitimidad ética del ejercicio de la autoridad y del poder» y del «Liderazgo ético del servidor público»: « (…) el servidor público –y particularmente aquellos que ocupan cargos de gobierno y de dirección – están investidos de una autoridad y de un poder coercitivo frente a los asociados (…) El liderazgo puede ser entendido como el uso de la influencia simbólica y/o no coercitiva para dirigir y coordinar las actividades de los miembros de un grupo con el propósito de alcanzar un objetivo común». Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado: Fundamentos Conceptuales y Manual Metodológico, op. cit., p.33. El subrayado es mío.

28 MILL, John Stuart. Sobre la libertad. Madrid: Alianza Editorial, 1999, p. 41.

29 MARDONES, José María. «El multiculturalismo como factor de modernidad social». En: COLOM, Francisco (Ed.). El espejo, el mosaico y el crisol. Modelos políticos para el culturalismo. Barcelona: Anthropos, 2001, pp. 44-45.

* El concepto de inclusión del otro se entiende en filosofía política como la incorporación activa del otro en procesos participativos y democráticos, a partir del reconocimiento de su integridad, de su diferencia y de su autonomía propia. Esta idea guarda una estrecha afinidad con la noción de confianza política, es decir, con la actitud de credibilidad en el legislador político o en las instituciones, por parte de los destinatarios de los derechos y de los miembros de los colectivos. La confianza política no sólo propicia la cohesión social, sino que contribuye a afianzar la legitimidad de las instituciones. Ahora bien, veamos, brevemente, cómo se asumen tales conceptos en el manual metodológico del MECI que entiende la ‘confianza’ como una disposición afectiva, y la ‘inclusión’ como la actitud paternalista y protectora que han de asumir los servidores públicos con respecto a sus ‘subordinados’: «La confianza es (…) algo que sentimos con

relación a nuestra vulnerabilidad, una disposición subjetiva para relacionarnos con el mundo en términos de mayor o menor seguridad, como resultado de la apreciación y de los juicios que hacemos sobre nosotros mismos o acerca de los demás» (…) La confianza es el resultado de tres clases de juicios: de veracidad, de competencia y de inclusión: El juicio de veracidad se sitúa en el terreno de la sinceridad, y está referido a la apreciación que hacemos sobre la congruencia entre el decir y el hacer de los otros, a la coherencia entre los discursos y prácticas. La veracidad es una condición de la interacción lingüística en la vida cotidiana (….). En el juicio de competencia, la confianza se focaliza en el reconocimiento de las capacidades propias o ajenas (…). De hecho, el transcurrir social cotidiano está afincado en el juicio de competencia automático: cuando tomamos un autobús, cuando subimos a un avión, confiamos en que el conductor o piloto conocen su oficio y nos trasladarán ilesos (…). El juicio de la inclusión, se efectúa cuando el otro se preocupa por mi bienestar, que [sic.] me incluye como beneficiario de sus actuaciones, que no me va a abandonar a mi propia suerte y que de alguna manera yo hago parte [sic.] de su planeación sobre el futuro. En otras palabras, hago juicio de inclusión cuando opino que el otro –que puede ser una persona o una organización– identifica mis inquietudes y necesidades, y que las tomará en consideración en su comportamiento. El sentimiento de seguridad que inspiran los padres y en general la familia, así como los amigos, se asienta en esta clase de juicio». Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado, op. cit., pp. 37-38. Los subrayados son míos.

30 KANT, I. « ¿Qué es la ilustración? ». En: J.-B. ERHARD, K.-F. FREIHERR MOSER (…) ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Tecnos, 1993, p. 18. El subrayado es mío.

31 Véase TERRERO, Patricia. «Innovaciones tecnológicas y planetarización cultural». En: BAYARDO, R. / LACARRIEUX, M. (C.). Globalización e identidad cultural, op. cit., pp. 201-214.

32 HUSSERL, E. «Renovación y ciencia». En: Renovación del hombre y de la cultura. Barcelona: Anthropos, 1988, pp. 52-53.25

*¡Que no nos desaliente ese lenguaje! Quienes cultivamos la filosofía, somos reacios a los conceptos de ‘ambientación’ [acondicionamiento de los sujetos para que se adhieran pasivamente a nuestros mandatos y decisiones], ‘crítica constructiva’ [la crítica destructiva no existe; eso lo llamamos ‘resquemor’] y ‘autocontrol’ [caldo de cultivo de las neurosis y represiones, que los tenebrosos ‘programas de autoayuda’ asumen como condición para el desarrollo de la «autoestima» —self esteem; sustituimos esos conceptos por las nociones de autorregulación y de autorrespeto dada su connotación ético-política]. La cuestión es semántica y no precisa de mayores discusiones; quizá sólo haga estas aclaraciones para imprimirle a mi texto un pequeño tinte epigramático.

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El Congreso de la República se ha ocu-pado recientemente en la discusión de unos proyec-tos de reforma de la Ley 100, teniendo como marco de referencia, la experiencia vivida bajo su régimen a partir de 1993.

Siguiendo en los medios algunos de los debates que se han dado, es fácil confirmar lo que ya se sa-bía en las organizaciones hospitalarias del país, en los centros de formación del personal de salud, y en las asociaciones que agrupan a los médicos: que la aplicación de la Ley 100 no ha podido encontrar el camino para lograr los plausibles objetivos enun-ciados en ella, pero sí ha causado graves problemas en la red hospitalaria del país, sí ha deteriorado profundamente las condiciones laborales, las con-diciones de vida y la producción clínica del cuerpo médico, el más duramente golpeado por ella; sí ha

La Ley 100, la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, y el Hospital Universitario San Vicente de Paul

PorBernardo Ochoa A, MD

Profesor (Em), U de A.

Tener un carnet, que muchas veces se obtiene por

influencia de los caciques políticos en pueblos y

ciudades , no significa tener acceso a los recursos de la

salud.

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estimulado la deshonestidad de muchos políticos, y sí ha contribuído a crear el caos en la Educación Médica, provocando la creación a granel de nuevas Escuelas, donde el objetivo principal es el negocio. Hoy existen en Colombia (hasta anoche) 54 Escuelas de Medicina, es decir, proporcionalmente a la pobla-ción del país, el doble de las Escuelas Médicas que existen en un país de 300 millones de habitantes: Estados Unidos. Todo esto bajo la mirada impasible e irresponsable del Estado Colombiano.

El mayor acceso de la población más necesitada a los recursos de la salud, objetivo principal de la Ley 100, no ha pasado de ser un espejismo que encan-diló al legislador del año 1993 para que no viera la realidad que se ocultaba tras aquellos destellos: los carnets del Sisben no les abren automáticamente a sus portadores la puerta de los hospitales, muchos de los cuales sufren hoy graves carencias. En la me-dida en que la población se carnetiza, los hospitales se siguen consumiendo en una lucha estéril por con-seguir que el Estado les haga el reembolso oportuno de sus gastos, para poder seguir funcionando. Y mu-chos, la mayoría, no están en capacidad de soportar una cartera desbordada. En vez de un camino fácil, los enfermos se encuentran frecuentemente con ver-daderas talanqueras que les impide el acceso a los centros de salud. Tener un carnet, que muchas veces se obtiene por influencia de los caciques políticos en pueblos y ciudades, no significa tener acceso a los recursos de la salud. Pero si el enfermo ingresa a la consulta en un buen centro hospitalario, digamos, al Hospital de San Vicente, tampoco tiene seguridad de recibir la buena atención que busca, porque una vez elaborada la historia clínica y confirmado el diag-nóstico presuntivo por el médico del Hospital, el pa-ciente debe acudir a una oficina del Estado, donde un médico (supongo) especializado en administración de la salud, decide si la intervención aconsejada es nece-saria, y dónde y quién la debe realizar, que muchas veces no es en el Hospital que lo vio inicialmente y recomendó su tratamiento. Pero es que ¿puede haber en la ciudad un Hospital más calificado que el San Vicente para cubrir un amplísimo campo del quehacer médico y quirúrgico?

Muchas veces he visto en mis visitas al Hospital Infantil en el San Vicente cosas semejantes a la ante-rior. Llega un niño de 8 ó 10 meses con un Hipospa-dias severo. Los cirujanos pediatras, especializados en el manejo de este tipo de malformaciones, saben que se debe operar y que esta edad es apropiada

para hacerlo, si se cuenta con un cirujano calificado en estas lides. Le hacen la historia y el diagnóstico, que no es solamente la terminación anormal de la uretra: puede haber algo mas grave detrás de esto, por ejemplo, un desorden del desarrollo sexual. Pero se necesita la autorización del “centro de reparti-ción” situado en algún edificio del Estado. Allí los padres obtienen una de estas respuestas: 1) Que se lo lleven a casa y lo traigan cuando tenga 10 años, lo cual les crea un grave conflicto a los padres y a su hijo; 2) Que lo lleven al Hospital de Bello, o de Envigado ó de Manrique ó de Belén, etc. para que allí lo operen, pero en estos hospitales no hay ciru-janos entrenados para tratar estas malformaciones. Desafortunadamente no falta quien los opere sin entrenamiento apropiado convirtiendo el problema en desastre. 3) O lo remite a un urólogo, experto en manejar problemas prostáticos y renales en el adulto, pero no las malformaciones de los niños, con excepción de algunos urólogos y cirujanos pediatras que se adiestran en esta disciplina de la Urología Pediátrica. La posibilidad de que un niño de esta edad reciba el tratamiento curativo para su mal, de manos de un cirujano cualificado, con el debido adiestramiento y sin la debida experiencia es prácti-camente ninguna. Pero supongamos que el niño es operado en el Hospital Infantil por el cirujano pedia-tra. Para volver al control postoperatorio y recibir el tratamiento adicional de calibración y dilatación de la nueva uretra, necesita nuevamente la autorización del “centro de repartición” o como se le quiera lla-mar. Y allí, en vez de devolverlo al Hospital Infantil, lo envían a otro hospital o centro donde sin expe-riencia previa alguna, intentan dilatarlo o calibrarlo y vuelven miseria la compleja cirugía reconstructiva que se le hizo. ¿Puede llamarse a esto medicina de calidad?

Adicionalmente, ¿qué le ha pasado al Hospital donde, en asocio con la Facultad de Medicina, se hizo grande la Cirugía de Antioquia y de Colombia, el San Vicente, y a los profesores de medicina inte-resados en seguir los pacientes para poder saber el resultado de su trabajo y decírselo así al Estado Co-lombiano? Como se acabó la posibilidad de seguir los pacientes y conocer los resultados del tratamien-to y sus posibles complicaciones; como se acabó la relación entre la institución hospitalaria y el paciente y entre el médico y el paciente; como el paciente mismo perdió el derecho a decidir libremente dónde quiere ser tratado; se acabó también la academia y la

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investigación clínica que le pudieron dar base a los estudios epidemiológicos, también necesarios para planear la salud pública.

Como si lo anterior fuera poco, al poner en práctica la Ley 100 en la década de los años 90, se le dio a los hospitales del país la opción de afiliarse a la red pública ó mantenerse como entidades priva-das. La mayoría, si no todos los privados (hospitales y clínicas), optaron por esta segunda opción, entre ellos el Universitario San Vicente de Paúl de Mede-llín. Y qué tal si no!!, De haberse afiliado a la red pública (ESE) hoy andarían en la ruina económica y académica total. Se acabaron entonces, afortunada-mente, los auxilios del Estado que mantenían el San Vicente en quiebra. Con un gran esfuerzo adminis-trativo y económico el Hospital se mantuvo a flote, pero no sin sacrificios. Se decía en los corrillos del Hospital que llegó a tener una cartera con el go-bierno de 40.000 millones o más. Suficiente para arruinar muchas empresas. Pero salió adelante gracias a su junta directiva y a su administración, y a sus activos representados, entre otros, por las heren-cias que ha recibido y por Corpaúl, en buena hora organizado como empresa por la administración del Hospital.

Pero si el bienestar económico del Hospital se sostuvo y salió adelante, la parte académica, la que tiene que ver con las relaciones del Hospital y la Universidad no corrió la mejor suerte, ha salido tremendamente maltrecha. Ya vimos unos ejemplos arriba que así lo indican, pero hay mucho más. El Rector o su representante en la Junta Directiva del Hospital y el Decano de Medicina, fueron elimina-dos. Los Jefes de Departamento, tradicionalmente nombrados por la Universidad y reconocidos por el Hospital, fueron despojados de sus funciones en el Hospital y reemplazados por una nómina paralela de Jefes de Departamento, nombrados por el Hospital. Cada Departamento tiene dos jefes: uno nombrado por la Universidad y otro nombrado por el Hospi-tal. Una situación totalmente irracional y ridícula a los ojos de cualquiera que haya tenido una pizca de exposición a las organizaciones hospitalarias acadé-micas del mundo.

Para atender los pacientes, que con el cambio se convirtieron todos en pacientes privados, es decir, pacientes por cuya atención el Estado paga unos honorarios, en vez de aprovechar esta oportunidad única y feliz para crear unos fondos con ellos, produ-cidos por los profesores, para hacer una miríada de

cosas buenas en beneficio de las dos instituciones, la administración del Hospital estimuló la creación de cooperativas con las cuales negocia, y éstas negocian a su vez con sus miembros, muchos de los cuales no hacen parte de la nómina de la Universidad. Porque la gran Universidad, la de la historia, la que hizo grande el Hospital y los dos juntos la Medicina y la Cirugía de Antioquia, ya no tiene acceso a niveles decisorios en el Hospital. ¿Será esto bueno para el Hospital que quiere seguir siendo Universitario, o para la Universidad que quiere continuar la tradición histórica teniéndolo como su campo de práctica? Pregunto.

¿Para qué podrían servir esos fondos de honora-rios alimentados por el trabajo de los profesores y administrados conjuntamente por el Hospital y la Facultad de Medicina? ¿Podrían servir por ejemplo, para ofrecer adiestramiento administrativo a los jefes de departamento (Internistas, Cirujanos, Pediatras, Patólogos, Ginecoobstetras, Psiquiatras, etc) los cuales serían cuidadosamente seleccionados por las dos instituciones, de común acuerdo, para ocupar el cargo y darle a estos Jefes una bonificación que le diera cierta estabilidad administrativa a sus departa-mentos?. Podrían servir también para bonificar los profesores cuyo rendimiento académico y producti-vo, lo justifiquen. Podrán servir para pagar residentes y para financiar algunas investigaciones, edpide-miológicas, que a las dos ayudarían. Etc., etc. Esta

La Ley 100, la Facultad de Medicina de la U de A, y el Hospital Universitario San Vicente de Paul

La Ley 100 fue el puntillazo final que vino a acabar con lo que quedaba del

Seguro Social, sometido por años y años a la acción expoliadora y deshonesta de los políticos, que, además de apropiarse indebidamente de los bienes del Estado,

crearon las condiciones para que una inmensa corrupción, una inmensa

inmoralidad, sirviera de condimento a la acción de los violentos a todos los niveles:

guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, Estado, en el orden en que se quieran

colocar.

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es la base que le permite a las facultades médicas y hospitales universitarios en Norteamérica, mantener un grupo de profesores muy bien seleccionados y pagados; mantener una calidad extraordinaria en la atención de los pacientes; mantener una producción científica de altísimo nivel y también, por supuesto una gran producción económica. Esta fue la con-dición indispensable que faltó para reproducir en nuestro medio aquel Sistema de Educación Médica que nunca se logró, gracias a la miopía de rectores y decanos. ¿Por qué las Directivas de la Universidad y de la Facultad no se volvieron a pronunciar sobre estos temas después de aquel intento de los años 60, en el cual sí colaboró el Hospital? ¿Renunciaron definitivamente a reproducir entre nosotros aquel sistema norteamericano de educación médica, que sigue siendo magnífico?

Quienes queremos de veras el Hospital de San Vicente (que no son los que pelechan adulando), quienes vivimos en sus entrañas por tres cuartas partes de los años que tiene de vida la amada insti-tución, quienes lo conocemos en todas sus avenidas, todas sus salas, todos sus rincones, quienes a través del último medio siglo le aportamos nuevas especia-lidades, nuevos servicios, nuevos caminos para crear academia y asistencia de primera calidad, no pode-mos quedarnos cómodamente callados.

Por último. La Ley 100 fue el puntillazo final que vino a acabar con lo que quedaba del Seguro Social, sometido por años y años a la acción expoliado-ra y deshonesta de los políticos, que, además de apropiarse indebidamente de los bienes del Esta-do, crearon las condiciones para que una inmensa corrupción, una inmensa inmoralidad, sirviera de condimento a la acción de los violentos a todos los niveles: guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, Estado, en el orden en que se quieran colocar. La Universidad de Antioquia y su Facultad de Medicina, único centro de educación médica que carece de un Hospital propio, tiene ahora la posibilidad de recibir uno o varios de los hospitales del Seguro Social. No para abandonar el San Vicente, lo cual sería un error histórico imperdonable, porque la formación y la asistencia tienen que volver a ser un programa único en el San Vicente, pero buscando sí recuperar una posición que le permita hablar con dignidad en asuntos que le competen, como tendrá que suceder en el futuro. Y aplicar en ello la misma filosofía de trabajo administrativo de los centros similares en los Estados Unidos. Recibirlos, por supuesto, sin ningu-

na carga laboral. Sería algo parecido a lo que pasó en aquel país con los hospitales de veteranos, que, ante su ineficiencia, el gobierno optó por entregarlos a los centros médicos y hospitalarios de carácter univer-sitario. Fue su salvación. El mes pasado le escribí al Rector, al Vicerrector y al Decano de Medicina sobre esto, pero aparentemente no recibieron mi propues-ta, o no han tenido tiempo de leerla, menos aún de acusar recibo, una entelequia de urbanidad y buenas maneras.

He escuchado en los pasillos del Hospital y de la Universidad un número importante de profeso-res haciendo comentarios y críticas como las que aparecen aquí. Pero lastimosamente no se atreven a expresarlas por escrito, en forma individual o colec-tiva, respetuosamente como debe ser, pero hacerlo. Cuchichear en los corredores no es suficiente. Es su deber de educadores médicos, profesión que no consiste solamente en hablarles a los estudiantes de las enfermedades y su manejo. No hacerlo podría ca-lificarse simplemente como indiferencia o ignoran-cia sobre asuntos fundamentales relacionados con la educación médica y con el papel de la Universidad y el Hospital en ella, que es su trabajo, ó peor aún, interpretarse como cobardía.

Noviembre 28, 2006

El mayor acceso de la población más necesitada a los recursos de la salud,

objetivo principal de la Ley 100, no ha pasado de ser un espejismo que

encandiló al legislador del año 1993 para que no viera la realidad que se ocultaba

tras aquellos destellos: los carnets del Sisben no les abren automáticamente

a sus portadores la puerta de los hospitales, muchos de los cuales sufren

hoy graves carencias.

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Antes de iniciar debe quedar claro que las libertades de opinión, expresión y pensa-miento son esenciales al fomentar cualquier tipo de discusión, tanto más en una universidad pública, donde están llamadas a confluir las percepciones más diversas. No obstante, y a pesar de lo dicho anteriormente, nos causó gran sorpresa escuchar recientemente la opinión de una persona de esta universidad, estudiante de medicina, quien afirmaba sin ningún asomo de vergüenza que la profesionali-zación de la medicina pasaba por la objetivación de los pacientes. En sus palabras, la construcción de la medicina y particularmente de los médicos como individuos técnicamente capaces, estaba mediada por la definición de roles precisos, esta definición de roles (completamente deplorable desde nuestro pun-to de vista) comprendía más o menos la aceptación por parte del enfermo de su papel como ser incapa-citado y del médico de su papel de ser protector. Esta visión paternalista, evidentemente retrógrada y autoritaria nos dejó sorprendidos no sólo por venir

El pérfido derecho a la contradicción: pacientes, padecientes, médicos, técnicos y profesionales

“Yo soy humilde porque la humildad es grandeza”

Una señora envigadeña

PorDaniel Sánchez Martínez

Estudiante medicina VII semestre [email protected]

La civilización y su hijo mimado, el progreso, aparecieron gracias a

la objetividad; mientras más objetivos seamos,

mayor credibilidad tendremos.

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de alguien formado bajo los principios pluralistas de una universidad como la nuestra, sino por darse amparada bajo la sombra de la centenaria Facultad de Medicina, y además mimetizada en nociones apa-rentemente nobles como la protección al paciente, la preservación de la salud del cuerpo médico y en general, la conservación de las buenas relaciones en-tre sanos y enfermos. Por esto, además de considerar que la opinión expuesta es errada, afirmamos que es malintencionada y sospechosa, por encubrirse en los principios clásicos que defienden el bienestar del paciente. Demostraremos a través de este corto escrito y nuestras modestas posibilidades analíticas, cómo no sólo la opinión presentada arriba sino todo el aparataje actual de amenaza estatal a la salud pú-blica (léase Sistema de Seguridad Social) se sustenta en bellas intenciones ancladas en moralismos fofos que terminan beneficiando entes particulares en de-trimento de las mayorías.

Favoreciendo la equidad de argumentos y para que el lector se haga una idea de la posición del compañero aludido, haremos un esbozo de su opi-nión; la exposición de nuestro agraciado condiscípulo versaba más o menos en los siguientes términos: 1) La situación desventajosa en términos de salud de los pacientes, les obliga a consultar buscando una solución a su problema. 2) Los médicos cabalmente formados, pragmáticamente confiables (debido a sus lecturas acumuladas; lecturas productivas, no “inofi-ciosas”) están en capacidad de analizar el problema del paciente y escoger entre un pool de soluciones la más adecuada para el paciente. 3) Durante toda esta puesta en escena (acto médico), surgen relaciones inevitables, tensiones afectivas que deben ser apunta-ladas por el profesional de la salud como su título lo exige, esto es: "profesionalmente". Este manejo de las relaciones en términos "profesionales" requiere funda-mentalmente de A): nunca trasponer la vida privada del profesional al ámbito laboral (entiéndase así: si us-ted atiende un paciente con algún parecido a alguien de su familia aleje de su mente, como el peor de los pensamientos, ese parecido nefasto, que no es sino fruto de la casualidad. Si no separa adecuadamente sus allegados del resto de la humanidad sufriente, la confusión entre una paciente anciana y su madre puede traerle consecuencias terribles a su estado de ánimo y su futuro profesional). B) Mantenga en su mente un claro esquema donde defina los "límites" hasta los que puede llegar en la relación con su pa-ciente. Recuerde que el límite más obvio es el que ha

delimitado su paciente al consultar: él es un sufriente y usted, médico, su protector.

¿Qué es lo que nos parece terrible de esta posición? ¿Qué es lo que nos hace indignar? Una mirada super-ficial, la más desinformada de las opiniones, estaría de acuerdo con nosotros en afirmar que nuestra situación actual no está para sostener discusiones triviales. El hecho es que las personas que consultan a diario en los servicios de salud representan la condición del país en todas sus esferas; si nos dejáramos convencer por esa percepción superflua que ve en el paciente sólo un ser que padece en condición de inferioridad, aceptaríamos que la gran masa de afectados, de enfermos, lo es por naturaleza; es decir, aceptaríamos que existe una masa crítica de individuos que necesita estar incapacitada para que la sociedad (y el gremio médico) funcione; a esta concepción obviamente arriban los reales benefi-ciarios del sistema de salud (que, ya sabemos, no son los pacientes) y quienes se adhieren a ellos por convic-ción o conveniencia.

Existe además en casi todos los espíritus here-deros del siglo XIX un prurito exacerbado por la objetividad; ésta se ha convertido en un argumento de fondo, una causa, una razón irrebatible. La civi-lización y su hijo mimado, el progreso, aparecieron gracias a la objetividad; mientras más objetivos seamos, mayor credibilidad tendremos. Claro está, pocos cuestionan en qué contextos aparece la obse-sión por los objetos y a qué contextos es aplicable. El conocimiento occidental requiere comprobaciones objetivas, positivistas, en la medida en que se vale de objetos para subsistir, en la medida en que in-tenta desprender los entes de cualquier posibilidad de lenguaje. El lenguaje, si se quiere, permanece acientífico porque siempre es subjetivo. ¿Puede ser objetiva la clínica de los sujetos? ¿No son los signos clínicos mismos articulaciones lingüísticas? Lo esen-cial aquí es conocer las diferencias mínimas entre las cosas. Objetivo es por ejemplo el ensamblaje de una bicicleta; sus pedales y su manubrio están sometidos a la objetividad de la ciencia de las bicicletas. ¿Por qué? Porque ninguno de sus elementos tiene el don del lenguaje. Los pacientes no son objetivos, su eva-luación tampoco lo es, la clínica se amolda a cada sujeto de un modo distinto porque es precisamente eso: un sujeto. Así, si alguien quiere una disciplina objetiva, tiene múltiples opciones a las que se puede dedicar, pero tratar de objetivar los pacientes como cifras muertas es, cuando menos, vulgar, grosero.

Para nosotros es bastante lastimoso percibir en el

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ambiente una suerte de aceptación de esa mentalidad empresarial (efectiva en su entorno) que propone la eficiencia, la optimización de tiempo y recursos (en su sentido más cruelmente avaro) como la piedra angular en los sistemas de salud, por encima del bienestar de los pacientes. Claro, si en la era Ford una cadena de montaje era eficiente para preparar en dos minutos un sedán familiar, por qué una cadena de montaje similar en la era Uribe-Londoño(R.I.P) no puede enlatar un paciente en diez o quince minutos? ¿Por qué no? Si el paciente es un ente objetivo, no habla, nada en él se diferencia, para las esferas ge-renciales, de un producto comercial (una paleta, una lata de sardinas...) En esta lógica de compra-venta, en la que me-vendes-tu-dignidad-y-te-devuelvo-con-dos-cajas-de-analgésicos, es fácil ver manifiestas las pre-tenciosas contradicciones objetivistas de los grandes mercaderes de conciencias y sus allegados (allegados por ignorancia, superficialidad, o conveniencia). Lo que es imperdonable es que aquellos sujetos afec-tados directamente, quienes más deberían conocer los engranajes (perversos) de la corporación salud, se entreguen cándidamente a la objetividad clínica del discurso mercantilista de nuestros días.

No dejó de causarnos algo de risa encontrar cierta semejanza entre esa actitud que encontramos en los amantes de mantener a raya las relaciones con los pacientes y la actitud típica de los administradores de la salud, de nuestros dirigentes y en general de cuanto gamonal puede hallarse en los pueblos del país. Quizá exista alguna oscura semejanza, alguna secreta afini-dad en los comportamientos que llevan a mantener el poder sobre las masas, a tener el dominio sobre los grupos humanos; en todo caso, resulta curioso que sea precisamente ese modo de actuar humillante y peyorativo el que termina imponiéndose ante el gusto

de las mayorías. Observe el lector a qué nos referimos: Cuando un médico atiende su paciente con la actitud que hemos analizado críticamente hasta aquí, de algún modo le está convenciendo de que, a pesar de su infe-rioridad, de su condición de enfermo que consulta, él (el paciente) es indispensable para el mantenimiento del sistema que hace al médico superior: una especie de condescendencia humillativa (“Todos mis actos van encaminados a tu bien, aun cuando te trato de forma arrogante e impersonal”: moral de cobayos). Puede mirarse también del otro lado; no nos cuesta mucho imaginarnos en nuestros días un dirigente político (un caudillo, si se quiere ) visitando una mujer cabeza de familia, hablándole en términos coloquiales acerca de la huerta que ella está plantando miserablemente en un terruño de la periferia urbana; acerca de las virtudes de su rancho de cartón, logrando en todo caso que la mujer se identifique con él, sin que se le pase siquiera por la cabeza que ese dirigente político irá luego a pro-tegerse del frío en su caluroso apartamento rodeado de un mundo completamente diferente al que ella conoce, del que ella está excluída y que existe precisamente a costa de su miseria.

En esta condescendencia humillativa encontra-mos un factor preocupante de nuestra situación ac-tual: el éxito de un sistema, de un orden de cosas en términos sociales se logra cuando cada una de sus partes actúa en concordancia con las demás esferas. Es decir, cuando cada subalterno replica con sus su-bordinados la actitud de su superior inmediato, está demostrando que la maquinaria tiene un engranaje aceitado, que funciona óptimamente. El manifes-tante que critica los abusos del poder estatal y se enfrenta a sopapos limpios, a pedradas con sus con-tradictores, no hace sino confirmar su creencia en la eficacia del poder de la fuerza y el abuso. En ese mismo orden de ideas, pocos individuos pensantes hoy están de acuerdo con el sistema de salud, pero muchos (muchos de los que conocemos al menos) replican (repiten) las manifestaciones del sistema en sus actos cotidianos; es obvio que los cambios de actitud individuales no son efectivos en términos de cambios políticos radicales, pero el hecho de que nuestro discurso contradiga de un modo fehaciente nuestros actos, deja ya bastante qué desear acerca de las posibilidades propositivas que podríamos representar. Es decir, si nuestra actitud afianza ese mezquino interés corporativo ¿qué posibilidades te-nemos de proponer un nuevo orden de cosas?

El hecho es que las personas que consultan a diario en los servicios de salud representan la condición

del país en todas sus esferas; si nos dejáramos convencer por esa percepción superflua que ve en

el paciente sólo un ser que padece en condición de inferioridad, aceptaríamos que la gran masa de

afectados, de enfermos, lo es por naturaleza; es decir, aceptaríamos que existe una masa crítica de

individuos que necesita estar incapacitada para que la sociedad (y el gremio médico) funcione...

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Las prácticas culturales de las comuni-dades afrocolombianas e indígenas en Colombia, es-pecialmente en la zona de la Cuenca del Pacífico, han implicado una forma particular de ver el mundo y una relación con la tierra, los recursos naturales y los po-bladores de sus territorios, diametralmente opuesta al modelo hegemónico de la economía de mercado. En-marcada en esa particularidad, tanto afrocolombianos como indígenas han mantenido una vinculación con la tierra ajena a los criterios de la propiedad privada, al menos diferenciada a la del actual modelo clásico liberal (neo). Este modo especial de ver el mundo se manifiesta, principalmente, en sus formas organi-zativas, sus prácticas ambientales y en su concepto particular de propiedad.

Como resultado de años de luchas propias, en el año de 1991 –con la realización de la Asamblea Nacional Constituyente– se logró obtener por vez primera un reconocimiento constitucional de la di-versidad étnica con todo lo que ello implicaba, alcan-

Propiedad de la tierra y “desarrollo económico” en el Pacífico colombiano: el caso de las titulaciones colectivas y los cultivos extensivos en el Atrato

Por Carlos Alberto Mejía Walker*

*Es tudiante Facul tad de Derecho y Ciencias Políticas Universidad de Antioquia. Correo electró[email protected]

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zándose además, y principalmente, la aceptación en la Carta Política de una forma de Propiedad Colectiva o Comunitaria, con las características señaladas en los artículos 63, 64 y 329 de ser inalienable, impres-criptible e inembargable, pretendiendo con ello la preservación de la identidad cultural y la integración comunitaria de quienes a lo largo de su historia han acumulado “un acervo de conocimientos y tecnolo-gías para el uso, la defensa y el aprovechamiento del medio que, en gran medida, se ajustan a las condicio-nes de fragilidad de los espacios que constituyen su medio de vida”1.

No obstante, esa pretensión del ordenamiento jurídi-co colombiano de consagrar garantías tendientes a una protección efectiva y real de la identidad cultural y de los derechos de estas comunidades –entre ellos el de propiedad–, la expansión de la economía de merca-do y la reconfiguración del Estado a partir de la mis-ma, ha conllevado al mismo ordenamiento jurídico interno a experimentar transformaciones que alteran y reemplazan, en no pocos casos, los contenidos y los objetivos de las normas originarias, en especial de las que regulan las relaciones de propiedad, co-mercio y producción.

La dinámica que ha impuesto la globalización po-lítica y económica, principalmente, ha condicionado

el hecho de que nuestros países tengan que asumir modelos de apertura y excesivo liberalismo que aten-tan contra instituciones y elementos protectores de intereses de “comunidades nacionales” –general-mente desprotegidas o precariamente incluidas–, en donde no resulta extraño verles sacrificadas, jurídica y socialmente hablando. Es decir, en razón de la in-serción abrupta de nuestra sociedad y economía en un modelo de libre competencia, se han modelado, igualmente, lógicas y discursos que no vacilan en servirle de complemento.

Muestra de esa contradicción resulta siendo la subregión de la Cuenca del Pacífico colombiano –y particularmente las zonas del Bajo y Medio Atrato–, en donde, de un lado se diseñan, impulsan e imple-mentan planes de desarrollo y (Mega) proyectos de infraestructura, y de otro, se consagra, a partir de la Ley 70 de 1993, el reconocimiento y protección de la propiedad colectiva de la tierra para las “comuni-dades negras que han venido ocupando tierras bal-días en las zonas rurales ribereñas (…), de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción”, en dicho lugar, intentando ser un mecanismo para la protección de la identidad cultural y de los derechos de estas comunidades como grupo étnico.

Las tierras adjudicadas a las comunidades afrocolom-bianas se caracterizan por la naturaleza colectiva y la protección legal especial, sin embargo, el “desarrollo” para esta subregión, objeto de protección jurídica, se ha asemejado a los intereses de los grandes grupos econó-micos, concebido fundamentalmente, dada su ubicación geoestratégica, como la inversión en obras de infraes-tructura que faciliten y abaraten costos para el comercio de sus productos (puertos, carreteras, etc.) y la inversión de capitales para la extracción de maderas, minería y plantaciones de palma africana, principalmente 2.

Lo anterior, ligado a la enorme biodiversidad de la región, se vislumbra como un aspecto esencial para comprender la problemática que atraviesa dicha zona, y en particular la del Bajo y Medio Atrato, generándose, de forma agudizada en la última década, la disputa por su control, especialmente por parte de los grupos armados y por los intereses del capital nacional e in-ternacional, eventos que han alterado las formas tradi-cionales de vida y los ecosistemas allí presentes, entre ellos el concepto de propiedad colectiva de la tierra, conllevando a una disputa por el dominio de algunas zonas a través de la presión y el desplazamiento forza-do de la población.

El informe Asegurando la historia oficial y las tie-

Propiedad de la tierra y “desarrollo económico” en el Pacífico colombiano

Las tierras adjudicadas a las comunidades afrocolombianas se caracterizan por la naturaleza

colectiva y la protección legal especial, sin embargo, el “desarrollo” para esta subregión,

objeto de protección jurídica, se ha asemejado a los intereses de los grandes grupos económicos, concebido fundamentalmente, dada su ubicación

geoestratégica, como la inversión en obras de infraestructura que faciliten y abaraten costos para el comercio de sus productos (puertos,

carreteras, etc.) y la inversión de capitales para la extracción de maderas, minería y plantaciones de

palma africana, principalmente

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rras del progreso 3 de julio 30 de 2006 presentado por la Comisión Intereclesial Justicia y Paz, denota el proceso de desarrollo de estos proyectos produc-tivos al indicar que “el desarrollo de los proyectos agroindustriales de Palma, de Baby, de extensión ganadera y explotación maderera en el Bajo Atrato se ha impulsado en varias fases de control territo-rial productivo. En el Cacarica, desde 1998, con la deforestación mecanizada con Maderas del Darién, Filial de Pizano S.A. hasta dar paso hoy a la empresa Multifruit, que a su vez está en convenio con la mul-tinacional Del Monte de los Estados Unidos. Todo esto en La Balsa asegurado con una base paramilitar. En el caso de Curvaradó y Jiguamiandó con explota-ción de recursos maderables de diversas empresas, y desde el 2000 con la implementación de la palma de aceite, luego de 15 desplazamientos forzados y la presencia permanente de tipo militar o paramilitar”.

De esta manera, la fuerte presencia y control que ejercen los grupos paramilitares en esta región ha coincidido, entre otras cosas, con el incremento acelerado del establecimiento de estas plantaciones dentro de los territorios colectivos de las comuni-dades afrocolombianas allí ubicadas, generando, además de una ampliación del conflicto, el despla-zamiento de parte de éstas, la expropiación de sus territorios, por cierto, amparados bajo el concepto de colectivo, a partir de titulaciones privadas a varias empresas palmicultoras y ganaderas4.

El propósito perseguido con la expedición de la Ley 70 de 1993, que se mostró desde su expe-dición como un mecanismo para el fomento del desarrollo económico y social de las comunidades afrodescendientes, “con el fin de garantizar que obtuvieran condiciones reales de igualdad de opor-tunidades frente al resto de la sociedad colombiana”, reconociendo y legitimando mediante títulos colec-tivos de propiedad, un territorio que al haber sido heredado de sus ancestros por derecho propio les ha pertenecido, ha contado con miles de tropiezos, y en especial, con la oposición, en no pocas veces sangrienta, de ciertos sectores interesados en sus territorios.

Y en este sentido, puede no resultar fortuito que haya sido precisamente entre finales de 1996 y co-mienzos de 1997, época en que se comenzaran a expedir los primeros títulos colectivos de propiedad por parte del entonces Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora), hoy Incoder, en beneficio de seis comunidades negras asentadas en el Munici-

pio de Riosucio (Chocó), que en dicha zona comen-zara a intensificarse el conflicto armado y a agravar la situación de orden público –con la avanzada de grupos paramilitares por las aguas del río Atrato–, y que fuera por esta razón, que ninguna de dichas comunidades pudiera tomar posesión legal de sus tierras5, coincidiendo estos hechos, además, con los anuncios que el entonces presidente de la república, Ernesto Samper Pizano, hiciera respecto de famosos megaproyectos que atravesarían el territorio chocoa-no.

“El 20 de aquel mes (diciembre de 1996), los pa-ramilitares tomaron sorpresivamente la comunidad de Riosucio con el pretexto de acabar con la in-fluencia guerrillera en la zona. En los siguientes me-ses de enero y febrero, el Ejército bombardeó los afluentes Salaquí y Cacarica. Las acciones causaron el desplazamiento de entre 14 y 17 mil habitantes. El objetivo oficial de la intervención militar era la expulsión de la guerrilla. Sin embargo, la presencia de la guerrilla en la parte baja del Atrato no era algo reciente. Ya desde hacía 20 años estaban haciendo presencia, sin que eso hubiera causado alguna acción militar. El Estado era social y militarmente ausente durante todo este tiempo. Las acciones militares y paramilitares a finales de 1996 y prin-cipios de 1997 tuvieron como resultado no tanto la expulsión de la guerrilla, sino la expulsión de la población campesina desarmada”6.

El propósito perseguido con la expedición de la Ley 70 de 1993, que se mostró desde su expedición como un mecanismo para el

fomento del desarrollo económico y social de las comunidades afrodescendientes...

...reconociendo y legitimando mediante títulos colectivos de propiedad, un territorio que al

haber sido heredado de sus ancestros por derecho propio les ha pertenecido, ha contado

con miles de tropiezos, y en especial, con la oposición, en no pocas veces sangrienta, de

ciertos sectores interesados en sus territorios.

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No obstante esta estrategia, la Ley 70 ya tenía vida propia, pues muchas de esas comunidades, desde tiempo atrás, habían avanzado ya en los trá-mites respectivos para que les fueran tituladas co-lectivamente sus tierras. Así, aunque el proceso se vio frenado y estancado en un momento con el ase-sinato y desaparición de varios líderes comunitarios de la zona del Bajo y Medio Atrato, éste ya no tenía reversa, pues al haber cumplido con todos los re-quisitos de titulación ante el Incora, en diciembre de 1997 la entidad les otorgó 850 mil hectáreas, lo que significaba, para los distintos sectores empresariales nacionales y extranjeros que habían volteado la vista hacia este territorio, que la Ley 70 se les había atra-vesado7.

El desasosiego de todas estas comunidades tradicio-nales, asentadas y desplazadas en la zona del Atrato, se funda en la existencia real y anunciada de un interés de sectores muy poderosos en sus tierras ancestrales, con una clara intención, entre otras cosas, de no dejar avanzar la Ley 70 y así poder llevar a cabo sus grandes proyecciones de explotación económica, convirtiendo así al Departamento del Chocó, y en particular a los lugares aquí referidos, en un “ejemplo claro de zonas social y ambientalmente frágiles que han sido afectadas por la apropiación desmedida de los grupos armados, en donde comunidades negras con legendaria propiedad

colectiva de tierras han sido desplazadas de sus propie-dades, y quienes han regresado han encontrado en sus tierras megaproyectos agrícolas”8.

Así por ejemplo, “en el 2000, tres años después del éxodo masivo de los habitantes de esa zona por la grave situación de orden público, el desapareci-do Incora –con base en lo dispuesto en la Ley 70 de 1993–, hizo la titulación colectiva sobre 101 mil hectáreas que las comunidades ocupaban antes de la huida, para sacarlas del mercado de la tierra. Pero cuando los desplazados empezaron a regresar se encontraron con que sus parcelas estaban cultiva-das con palma de aceite, dedicadas a la ganadería o sembradas con coca. Detrás de esta ocupación, según las denuncias avaladas por la Iglesia Católica y varias ONG, estaban ‘paras’ que impulsaban un gran proyecto agroindustrial, cuyo proceso, según Ventura Díaz, consejero de Paz del Chocó, transcurre así: ‘grupos armados matan a un líder negro, después amenazan a la comunidad y se quedan con sus tierras para sembrar palma aceitera’”9.

De esta manera, como lo precisa el Informe de Seguimiento de la Resolución Defensorial Nº 39 del 2 de junio de 2005, Violación de derechos humanos por siembra de palma africana en territorios colecti-vos de Jiguamiandó y Curvaradó, al generarse alre-dedor del cultivo de palma conflictos de intereses, la expansión de los mismos aún en territorios colecti-vos, resulta inevitable. Y en este sentido, según infor-me del Incoder de marzo 14 de 2005, “(…) dentro del territorio colectivo de Curvaradó existían 3.636 hectáreas de cultivos de palma africana, mientras que en el área correspondiente a la cuenca del Jigua-miandó, la extensión de siembra de palma alcanzaba 198 hectáreas, para un total de 4.183, que esperan aumentarse en 17.839 hasta alcanzar 22.022 en total, de las cuales 17.663 hectáreas corresponden a siembra de palma y 4.359 a actividades de gana-dería”.

Así puesto en evidencia, aunque no resulte nove-doso, es innegable cómo la disputa territorial entre los diferentes actores armados y la siembra de palma africana en áreas protegidas por la figura de la titu-lación colectiva hacia las comunidades afrodescen-dientes habitantes de dicha subregión, además de poner en riesgo su derecho (colectivo) al territorio, a partir, entre otras cosas, del desplazamiento forzado, vulnera otro tipo de derechos conexos a éste, tales como la posibilidad de gozar de un ambiente sano y de desarrollar su identidad cultural, conllevando, asi-

Propiedad de la tierra y “desarrollo económico” en el Pacífico colombiano

...aunque no resulte novedoso, es innegable cómo la disputa territorial entre los diferentes

actores armados y la siembra de palma africana en áreas protegidas por la figura de

la titulación colectiva hacia las comunidades afrodescendientes habitantes de dicha

subregión, además de poner en riesgo su derecho (colectivo) al territorio, a partir, entre

otras cosas, del desplazamiento forzado, vulnera otro tipo de derechos conexos a éste, tales

como la posibilidad de gozar de un ambiente sano y de desarrollar su identidad cultural,

conllevando, asimismo, la afectación de garantías como la seguridad alimentaria, la vida

digna, el libre desplazamiento y la vivienda.

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NOTAS

1 OCHOA CARVAJAL, Raúl Humberto. Bienes. Sexta edición. Editorial Temis. Bogotá, Colombia. 2006. Págs. 257-258.

2Campaña Nacional e Internacional por los derechos humanos de los pueblos. Megaproyectos: camino al etnocidio. Derechos humanos en el Medio Atrato. Financia Agencia Española de Cooperación Internacional. 2001.

3 En Boletín De Ver 286. Julio 30 de 2006. Disponible en //es.geocities.com/justiciaypazcolombia/dv.htm#dv

4GRUPO SEMILLAS. ¿La redención o el infierno para el Chocó Biogeográfico? Palma africana en los territorios de las comunidades negras de Jiguamiandó y Curvaradó, Chocó. Revista Nº24–sección Contexto: soberanía alimentaria en medio del conflicto. Noviembre de 2005. http://www.semillas.org.co/revistas.htm

5 GUERRERO SERRANO, Mariela. Negritudes y Ley 70: sobre la titulación colectiva de tierras. Revista Nova & Vetera Nº30. Boletín del Instituto de Derechos Humanos “Guillermo Cano”, Escuela Superior de Administración Pública. Págs.18-23. Febrero-Marzo de 1998. Santa Fe de Bogotá.

6Comisión Intereclesial Justicia y Paz. Informes varios. En http://es.geocities.com/justiciaypazcolombia/

7GUERRERO SERRANO, Mariela. Op.Cit.

8En busca de la tierra perdida. En: Revista Hechos del Callejón, Nº 20, Noviembre de 2006 [online]. En http://indh.pnud.org.co/files/boletin_hechos/Asi%20vamos.pdf

9EL TIEMPO. Reversazo de Incoder les quitó 10 mil hectáreas a negritudes. Octubre de 2005. En http://www.acnur.org/index.php?id_pag=4184.

10 WOUTERS, Mieke. Derechos étnicos bajo fuego: el movimiento campesino negro frente a la presión de grupos armados en el Chocó. El caso de la ACIA. En Acción colectiva, Estado y Etnicidad en el Pacífico colombiano. Págs. 259-285. Instituto Colombiano de Antropología e Historia, COLCIENCIAS. Primera edición. Marzo de 2001, Bogotá.

mismo, la afectación de garantías como la seguridad alimentaria, la vida digna, el libre desplazamiento y la vivienda. Esto último, por la sustitución del ecosis-tema natural por el ecosistema propio de la palma, muy pobre en especies, que empieza a reflejar una disminución de la biodiversidad.

En este contexto, la intensificación del conflicto armado en el Atrato para finales de 1996 y co-mienzos de 1997, se presenta, principalmente, por cambios que se dan respecto de la concepción de la propiedad de la tierra en su territorio, y no por una mera extensión al nivel nacional del mismo, significando ello que aunque la Ley 70 de 1993 ha dado, por una parte y en papel, más seguridad te-rritorial, por otro lado, también llevó a que grupos económicos interesados en las riquezas de la región pensasen que las tierras del Chocó irían a ser propie-dad legal y permanente de las comunidades locales. De esta manera, además de ser una herramienta de empoderamiento étnico, la legislación generó con-flictos nuevos, fomentados por un contexto de falta de voluntad por parte del Estado para hacer valer los derechos territoriales de las comunidades étnicas10.

Todo lo anterior se presenta pues como una con-secuencia inevitable, y en algunos eventos como una estrategia premeditada, de la disparidad de intereses respecto del territorio, o mejor aún, de la fijación de ciertos sectores –muy poderosos– respecto de la abundancia de recursos naturales aún no explotados debidamente, el (re) descubrimiento de riquezas y oportunidades económicas, la apropiación y explo-tación de los recursos y la materialización de los planes de desarrollo o megaproyectos existentes ya desde hace algunos años para la región, ubicado en un ambiente que pretende proteger, en un contexto de abandono estatal, la propiedad colectiva de un territorio, que como derecho de propiedad que es, debe cumplir con una no definida e indeterminada función social, conforme lo dispone el artículo 58 de la Carta Política, y que en contextos de necesidades de apertura y desarrollo económico, pueda resultar siendo el mercado el que la determine, para, en el peor de los eventos, expropiar, también colectiva-mente, a dichas comunidades.

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1. Notas preliminaresLa actual coyuntura político-económica

nacional ha provocado un encierro neoliberal a través de devastadores proyectos, promovidos desde los di-ferentes órganos del Estado, que responden a la lógica estratégica de hacer efectivos los propósitos e intereses de un pequeño sector a costa de las conquistas sociales que caracterizan a las voluntades sindicalizadas.

Tal postura inscrita por los actores colombianos ha dado riendas sueltas a las variopintas manifestacio-nes del proceso globalizador, teniendo que pagar el Estado-Nación un precio muy caro: la dependencia de su función regulativa a “los imperativos de la glo-balización de la economía”1, y de contera, la mengua de la acción sindical en tanto contrapeso nacional alcanzado por la clase trabajadora en largos años de lucha y cuyas conquistas en términos de derechos se consideran un obstáculo para alcanzar los obje-tivos de un modelo económico transnacional que

El neoliberalismo como un proyecto estratégico que pretende socavar el sindicalismo colombiano

Por Jorge Eliécer Cardona Jiménez

Estudiante de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

[email protected]

Una economía globalizada en la que las personas no tengan derecho de organizarse carece de legitimidad so-cial. Los pueblos que se organizan para escuchar su voz ejercen un derecho humano fundamental y el derecho más importante en materia de desarrollo.

Juan Somalia. Director general de la OIT

Con todo, tiene toda la razón Marcel Silva cuando afirma que

la Constitución de 1991 presenta un contenido tan contradictorio en todos sus niveles que en lugar de

ser el punto de encuentro de los colombianos es más bien el punto

de partida de la confrontación.

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apunta hacia la unipolaridad2, por medio de la cual se quiere imponer ciertos postulados que entronizan una única o hegemónica concepción del mundo: el neoliberalismo3.

Dicha política económica ha tocado las puertas de nuestro país y es tanta su potencia que se ha arrai-gado fuertemente en las conciencias de los órganos controladores del estado conllevándolos a adoptarla para intervenir la economía y el mundo del trabajo, generándose fenómenos de privatización, y desregu-lación, viéndose seriamente afectados algunos dere-chos fundamentales como el derecho de asociación y la libertad sindical.

Por ello es gratificante, en medio de tal hecatom-be social, encontrar agentes con una alta sensibilidad en pos de la defensa de los derechos laborales que se han ido conquistando poco a poco.

Nosotros, como estudiosos del derecho estamos comprometidos a hacer un análisis exhaustivo y profundo del acontecer fáctico y jurídico laboral, y son precisamente las aulas de clase ese espacio propicio de interacción entre profesor y estudiantes para el intercambio de argumentos, con el ánimo de reflexionar sobre la realidad jurídico-social del país.

Por ello, desde la misma Facultad de Derecho, que reconoce su vocación por el derecho público y privado, se debe impulsar y otorgar una importancia relevante al derecho laboral en la formación de abo-gados íntegros, concientes de los problemas colec-tivos, comprometidos con lo social, que desarrollen una visión crítica de esta rama del derecho social, la cual se ocupa de una serie de instituciones que van mas allá de sus intereses inmediatos y directos, guiándose por el interés del conjunto de la sociedad.

En este sentido, el ilustre laboralista Marcel Silva nos dice que tales manifestaciones laborales “siguen alimentando nuestro sueño de alcanzar la justicia social y la libertad”4 dentro de un marco democrá-tico y participativo, a pesar de que día a día se vea ello desdibujado por macroprocesos de flujos en el nuevo escenario internacionalizado que genera, por cierto, un amplio juego de tensiones dinámicas.

Sin embargo, tal estado de cosas no debe generar impotencia para luchar con eficacia contra los efec-tos debilitadores del proceso globalizador. Puesto que la impotencia es sinónimo de dispersión y si cada uno vive la crueldad del capital bárbaro en for-ma aislada de los otros, sin dar lugar a una acción común, dicha miseria se convierte en resignación,

uno de los peores síntomas de enfermedad que pue-de sufrir la democracia.

De manera que ahora más que nunca se debe accionar conjuntamente para mantener firme la esperanza y la virtud democrática para salir del ma-niqueísmo mediante la capacidad organizativa, de decisión, de participación, y del uso público integral de la razón. He ahí, decía Estanislao Zuleta, una for-ma de poner en cuestión la barbarie de la lógica del capital y lograr la apertura democrática.

Planteadas de esta manera las cosas, y a efectos de establecer en este escrito el asunto académico que nos ocupa, que no es más que analizar los efectos devastadores de la dinámica globalizadora en el sindi-calismo, se intentará operar en base a la siguiente hi-pótesis: atendiendo al modelo económico plasmado en el Texto Constitucional y a su letra indeterminada en los postulados económicos, los actores en el es-cenario jurídico utilizan ello, como medio estratégico para hacer efectivos proyectos claramente determi-nados, acicateados por la globalización, generán-dose una suerte de recelo para con el sindicalismo, y como si fuera poco, un juego de tensiones en tal contexto.

2. La Constitución como un modelo descriptivo de tensiones: el punto de partida de la confrontación.Como lo enseñaron los norteamericanos, la consti-

tución tiene un valor supremo y por ende, a ella de-ben sujetarse todos los poderes del Estado. De ahí, que se entienda la constitución como una directriz más jurídica que política, porque sirve como criterio de regulación y organización de una sociedad hete-rogénea en sus relaciones políticas, económicas e ideológicas.

Este cuerpo normativo constitucional se configura con el establecimiento de unos principios garantis-tas contenidos en un amplio catálogo de derechos, entre los que se encuentran la libertad sindical y el derecho de asociación. Sin embargo, como los de-rechos también constituyen preceptivas y mandatos para la acción política a través de la legislación y de la ejecución, en este tránsito de la norma positiva al mandato político y a la acción política, los derechos quedan expuestos a la interpretación contrastada con otros derechos. Es en esta contrastación que la interpretación se hace más dúctil y abierta.

Un ejemplo de esto puede verse en el contraste

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entre las normas de contenido económico reguladas constitucionalmente en el titulo XII “del régimen económico y de la hacienda pública” así como el art. 333 C.P, el cual pregona algunos postulados teóricos de la economía capitalista, tales como, la libre activi-dad y competencia económica, la libre iniciativa priva-da, y el mercado como centro económico, reforzadas por el inciso 4º del artículo en comento que prescribe que “el Estado por mandato de la ley, impedirá que se obstruya o se restrinja la libertad económica” y el contraste con los costos sociales que permiten en la práctica impedir tal obstrucción. En efecto, al hacer el contraste nos podemos preguntar si las acciones que impiden la obstrucción de un modelo económico constitucionalizado, implican la pérdida de la eficacia de algunos derechos como el trabajo y la acción sindical. Esta es una paradoja insoslayable para el análisis jurídico.

La misma paradoja resulta entre el mandato pres-crito en el art. 334 C.P que decide la intervención estatal en la economía a fin de racionalizarla y el art.335 C.P, que faculta la intervención estatal en clave financiera y el hecho de que en la práctica esa facultad de intervenir haya resultado beneficiando a una minoría financiera especulativa que maneja la vida económica y política de los colombianos, en detrimento incluso, de los mismos postulados cons-titucionales de libertad de competencia económica al favorecer monopolios.

Lo cierto es que esa enorme generalidad propia de las normas de contenido económico ofrece al momento de su concreción, cierto margen de ma-niobrabilidad a los órganos estatales, que en cierta medida facilita desde una acción en contravía de la

razón de ser de la norma, hasta un actuar político e ideológico.

De acuerdo con esta perspectiva jurídico-política, la constitución nos ofrece un modelo adecuado para describir las tensiones internas ligadas al modelo económico presentes en el texto constitucional, las cuales se han extendido y profundizado en materia laboral.

Dentro de estas antinomias o tensiones, la par-te social vs. la parte económica constituye la pieza maestra de la que se desagregan otras díadas prin-cipales como Estado social de derecho-modelo neo-liberal, trabajo-capital, empresa-derecho de asocia-ción, solidarismo-conflicto, etc.

2.1 Estado social de derecho vs. Modelo de glo-balización neoliberal

Resulta importante leer tal tensión en términos de la contradicción existente entre “legitimidad (libertad e igualdad material y los derechos sociales) y acumu-lación (la economía del mercado extremadamente liberalizada)”5.

Dicha tensión implica una permanente confron-tación social que pone en jaque la armonía social. Por ello, el Estado Social de Derecho surge en pos de intentar subsanar dicha brecha social que genera crisis como las evidenciadas en el modelo capitalista de los años treinta.

De manera que se asimila por parte del Estado, la necesidad ya no sólo de garantizar la independencia de los jueces, la legalidad, la seguridad jurídica y los derechos individuales, sino que también se asume como tareas ineludibles del Estado promover y man-tener estándares mínimos para el desarrollo del indi-viduo dentro de la sociedad, garantizando al mismo tiempo “la acumulación rentable del capital”.

Así, dicha transformación cuantitativa (Estado de Bienestar) promovida por las diversas demandas so-ciales ha significado también un cambio cualitativo (Estado Constitucional Democrático) que se ha ma-nifestado institucionalmente sobre todo, a través de los mecanismos de democracia participativa y con la consagración de la dogmática constitucional, donde se asienta el juez como instrumento idóneo de co-municación entre el derecho y la sociedad para velar por la justicia material.

No obstante, el posicionamiento del Estado Social de Derecho (fundamento ético-político del Estado) tendiente a relegitimar el Estado colombiano, el contraste con la acumulación de la riqueza y el cre-

El neoliberalismo como un proyecto estratégico que pretende socavar el sindicalismo colombiano

Lo cierto es que esa enorme generalidad propia de las normas de contenido económico ofrece al momento de su concreción, cierto margen de maniobrabilidad a los

órganos estatales, que en cierta medida facilita desde una acción en contravía

de la razón de ser de la norma, hasta un actuar político e ideológico.

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cimiento de la pobreza por encima de la efectividad de los derechos sociales, genera una suerte de ins-trumentalización de los individuos a los intereses del capital.

Ello es consecuencia del actual modelo de globa-lización neoliberal en el que se consolida una eco-nomía internacional de mercado extremadamente liberalizada basada en el dominio exclusivo de organismos económicos multilaterales, por medio de lo cual, el fundamento ético-político del Estado colombiano tiende a desvanecerse, pues el modelo neoliberal ha relevado a un segundo plano el papel de lo social: concibiéndose “lo social desde el indi-viduo hacia el estado”6. Dicho de otra forma, “los problemas sociales son individualizados y al parecer al mismo tiempo, despolitizados”7.

Como sabemos, el Estado a nivel de su intervención social constituye el principal agente promotor del desa-rrollo, así como de la redistribución de bienes, lo cual implica una articulación con la sociedad y la orienta-ción de las variables económicas. Sin embargo, hoy en Colombia asistimos al marco del total desfiguramiento de la estructura del Estado Social en base al reenvío de las funciones sociales por parte del Estado a la sociedad y en el papel que ahora asume el mercado mundial competitivo en la dirección económica.

Realmente en Colombia, el Estado ha sufrido un desmantelamiento a nombre del discurso oficial que reclama mayor capacidad de racionalización y eficiencia, lo cual comprende una desmedida re-ducción de la autonomía del Estado a nivel nacional, reflejada en la disminución de su capacidad regulati-va debido a condicionamientos provenientes de un sistema económico mundial interdependiente que acompaña indisolublemente los procesos políticos nacionales.

2.2 Trabajo vs. capitalLa relación capital-trabajo surge del sistema de

desarrollo diseñado a partir de lo que se ha deno-minado “las sociedades empleadoras” o “las socie-dades de trabajo”, en el marco del afianzamiento de la teoría keynesiana del intervencionismo estatal y la presencia de algunos estadios del capitalismo como el fordismo, cuyo antecedente inmediato está en las huestes de la revolución industrial con el denomina-do taylorismo u organización científica del trabajo.

En este contexto, bajo la égida del trabajo, se creó un escenario donde se concibió el trabajo no sólo como un patrón de producción y ganancia sino también como un factor esencial para sufragar las

necesidades básicas de las personas, para su reali-zación personal, a lo que se suma el hecho de ser el conducto principal de integración o inserción de la persona a la sociedad.

Por ello, también se garantizó desde el keynesianis-mo una considerable participación de la clase traba-jadora organizada en el escenario político en lo que hace a sus intereses en clave de bienestar y calidad de vida.

Sin embargo ese modelo excepcional que tuvo lugar en los años de prosperidad (más o menos a mediados de la década de los cuarenta), sufrió una crisis desde la década de los setenta que implicó una fractura tajante entre las fuerzas asimétricas capital-trabajo. De ahí la imperiosa necesidad de que su es-tructura relacional se formulara desde nuevas bases.

En Colombia, al igual que en otros países latinoa-mericanos, en ese tránsito de recomposición, se le ha dado prioridad a la estrategia neotaylorista con la puesta en marcha de una flexibilización externa8 a través de decisiones políticas que involucran un modelo de recomposición de los marcos jurídicos regulativos de la relación capital-trabajo.

Uno de esos marcos son los proyectos de fle-xibilización laboral, los cuales, en el fondo, están orientados a disminuir los costos laborales, para lo cual se instrumentaliza la revolución tecnológica y la inserción competitiva en el mercado mundial en pos del triunfo de “la lógica del capital”.

Realmente en Colombia, el Estado ha sufrido un desmantelamiento a

nombre del discurso oficial que reclama mayor capacidad de racionalización y eficiencia, lo cual comprende una

desmedida reducción de la autonomía del Estado a nivel nacional, reflejada

en la disminución de su capacidad regulativa debido a condicionamientos provenientes de un sistema económico

mundial interdependiente que acompaña indisolublemente los procesos políticos

nacionales.

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Naturalmente, esos procesos de reformulación ocurren en una atmósfera plagada de “factores po-líticos estratégicos” que revaloran los intereses in-dividuales y entronizan al mercado como señor en la esfera de la producción, despojado de cualquier tipo de control institucional, sobre todo de los tra-bajadores organizados; todo lo cual ha generado una nueva filosofía del trabajo, que responde a un sistema organizado en el que predomina el capital financiero como principal generador de riqueza por encima del trabajo productivo.

En este contexto no es que se predique el fin del trabajo, pues éste, aunque precario, pervive en la sociedad, sino su reconfiguración a partir de la rees-tructuración productiva del mercado, la relocaliza-ción industrial, la reconversión industrial y la flexibi-lización laboral, procesos estos motivados tanto por la revolución tecnológica como por el hecho de ase-gurar las condiciones favorables a la acumulación del capital, todo lo cual ha generado múltiples transfor-maciones del trabajo que se han dado en términos de costos laborales situados en permanente confron-tación con lo prescrito en el texto constitucional en cuanto a la centralidad del trabajo en la estabilidad política y social del Estado colombiano y su especial protección por parte del Estado, puesto que ostenta el carácter de derecho fundamental.

2.3 Empresa vs. derecho de asociaciónA partir de la Constitución de 1991 se configuró

el derecho de asociación sindical como un derecho constitucional fundamental, independiente del dere-cho de asociación general9, con sus atributos inhe-rentes: la permanencia y especificidad (art.39 C.P). A ello se suma su especial protección en el ámbito internacional a través de los tratados sobre el asunto aprobados e incorporados en la legislación colom-biana y su protección nacional por vía administrativa, penal, laboral ordinaria, de fuero sindical y por vía de acción de tutela.

Desafortunadamente la efectividad de esas dis-posiciones normativas se ha visto en permanente confrontación con la filosofía neoliberal incorporada a la normatividad. Un botón de muestra es el art.333 C.P, pues, al erigirse a “la empresa como base del desarrollo” se le dió por parte del constituyente una prioridad competitiva en el mercado internacional por encima de la eficacia no sólo del derecho del trabajo sino también de la acción sindical. Así, que de presentarse “una contradicción entre la empresa y derecho de asociación contra lo mandado en los

primeros cien artículos de la carta se preferencia aquélla”10.

Con tal ideología legitimadora que tiende a privi-legiar el desarrollo de la libre empresa sobre algunos derechos fundamentales, se impone la desvalori-zación del sindicalismo colombiano, como conse-cuencia de que en la doctrina neoliberal, el derecho de asociación sindical, la negociación colectiva y la huelga, no son vistos como conquistas fundamen-tales alcanzadas por los trabajadores en largos años de lucha sino como “practicas monopólicas de los vendedores de fuerza de trabajo, que obstaculizan el libre juego de la oferta y la demanda de trabajo”11.

2.4 Conflicto vs. SolidarismoEntre los enfoques que se le han dado al dere-

cho de asociación vale la pena resaltar la teoría del conflicto y la teoría del solidarismo, a efectos de enmarcar la filosofía neoliberal en una de esas con-cepciones.

Por un lado, está la visión solidaria que sostiene: “los intereses de los trabajadores y de los empre-sarios son los mismos y sostener lo contrario es barbarie”12. A esta dirección apunta el art.333 C.P al predicar: “el Estado fortalecerá las organizaciones solidarias”. Ello se ha visto irradiado en el coope-rativismo como política estatal que vira hacia una sociedad unilineal regida única y exclusivamente bajo principios solidarios. En este sentido, fueron desarrolladas legalmente las cooperativas de trabajo asociado en tanto formas de organización económica bajo el esquema solidario en donde las calidades de trabajador y empresario se confunden con perjuicio del derecho de asociación.

El neoliberalismo como un proyecto estratégico que pretende socavar el sindicalismo colombiano

Nosotros, como estudiosos del derecho estamos comprometidos a hacer un

análisis exhaustivo y profundo del acontecer fáctico y jurídico laboral, y son precisamente las aulas de clase ese espacio propicio de interacción entre profesor y estudiantes para el intercambio de argumentos, con el

ánimo de reflexionar sobre la realidad jurídico-social del país.

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Por otro lado, está la teoría del conflicto que con-cibe la sociedad como un sistema de necesidades en el que hay lugar a la confrontación de intereses, y por tanto, en lugar de negarse la variedad de grupos se posibilita su organización en sus diversas expre-siones en aras de satisfacer sus necesidades. Esta concepción esta prevista en los artículos 38 y 39 C.P (libre asociación y derecho de sindicalización) y 56 C.P. (derecho de huelga).

Con todo, tiene toda la razón Marcel Silva cuando afirma que la Constitución de 1991 presenta un con-tenido tan contradictorio en todos sus niveles que en lugar de ser el punto de encuentro de los colombianos es más bien el punto de partida de la confrontación.

Es más la nueva constitución, en sus quince años de existencia no ha presentado un carácter horizontal, pues es posible constatar el marcado desequilibrio de fuerza y poder como el que se da entre el Estado y al-gunos sectores populares, entre ellos el sindicalismo.

Desde estas atalayas teóricas, la Constitución sirve como telón de fondo en un escenario caracteri-zado por la lucha de intereses entre diversas fuerzas encaminadas a aumentar el poder que ostentan. Por un lado están los gobernantes del estado que dispo-nen de una constitución económica dúctil, utilizán-dola como un instrumento para fortalecer la política de apertura neoliberal, para lo cual implementan y echan a andar una nueva legislación orbital.

En este mismo sector, están los grupos económi-cos y empresariales que pretenden maximizar el cos-te de sus beneficios y utilidades, en un amplio marco de libertad económica.

Por otro lado, están los trabajadores organizados en movimientos sindicales que pretenden hacer eficaz la garantía de protección constitucional de los estándares laborales, principios y valores sindicales, entre los cuales se encuentran el derecho de asocia-ción y la libertad sindical.

El primer sector cuenta con un gran poder y fuerza de presión, hasta el punto de determinar el contenido real y especifico de la Constitución; mien-tras que el sector popular fragmentado, en medio de ese juego de estrategia tiene dificultad para unificar sus intereses y no alcanza a que el uso público de su razón tome la debida fuerza en representación universal de los derechos de los trabajadores, pues aunque presenta proyectos respaldados popular-mente, sus intereses y visión no prevalecen, fue así como en medio de la nueva legislación de la política

neoliberal, los trabajadores de nuestro país bajo la égida constitucional en su momento “presentaron al congreso un proyecto de estatuto de trabajo con el respaldo de un millón de firmas y no obtuvieron ni su discusión en la comisión VII de la cámara”13.

Así pues, en medio de tal señuelo para con el sec-tor popular, los actores colombianos con su retórica e ideología neoliberal se ufanan de estar adelantando una gestión, apertura e internacionalización econó-mica necesaria en la modernización del país, para modificar la legislación laboral, como ha venido su-cediendo en los últimos 16 años por medio de con-tinuadas reformas que han marcado el derrotero de las relaciones laborales posmodernas con una serie de instrumentos de flexibilización acentuados por la globalización.

3. El avance del proyecto de globalización neoliberal, un debacle para el sector laboral.Las posturas neoliberales en Colombia comen-

zaron su flujo a finales de los años setenta con el unísono discurso del presidente López en el que entronizó su ambición de “eliminar las prestaciones sociales y la implantación del salario integral”14.

Pero, afortunadamente, en ese entonces, los contrapesos, es decir, las fuerzas democráticas y populares, a través de sus eficaces instrumentos (la organización, la unidad, la solidaridad, la huelga, las movilizaciones, etc.) resistieron la puesta en marcha de tal depredadora política, tendiente a generar gra-ves colapsos laborales.

Sin embargo, esos primeros postulados de la ideología neoliberal simplemente fueron retardados, ya que en el decenio de 1990 tomaron eco práctico, bajo el gobierno de Cesar Gaviria, quien en su acto de posesión utilizó la consigna: “bienvenidos al futu-ro”, como quien dice la era de la política de apertura neoliberal ha nacido.

Dicha apertura se vio reflejada en nuevas deci-siones legislativas encaminadas a regular el modelo neoliberal, y en consecuencia hacer tabula rasa, res-pecto de las garantías laborales conquistadas por las fuerzas laborales.

3.1 La ley 50 de 1990: estrategia y política tota-litaria en el derecho laboral colectivo.

El summun neoliberal lo constituye la ley 50 de 1990 de autoría de Álvaro Uribe Vélez, por medio de

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la cual, se buscó establecer un reajuste estructural de la legislación laboral que fuese acorde al contexto de la globalización. De ahí, que se flexibilizaran las relaciones laborales y se privilegiara el desarrollo de la libre empresa a expensas de la deslegitimación y debilitamiento progresivo de la acción sindical.

A esta misma dirección apuntan una serie de sucesivas reformas laborales regresivas, tales como: la ley 100 de 1993(sistema de seguridad social), ley 50 de 1999 (reestructuración económica), ley 677 de 2001, ley 789 de 2002, ley 797 de 2003 y actual-mente el TLC.

Séame permitido recordar que el decenio de 1990 (primera generación de flexibilización laboral) estuvo marcado por “el revolcón”, palabra con que Cesar Gaviria identificó su programa político para asirse a los cambios, al futuro, y a éste hay que asomarse “con la sonrisa en los labios y estrenando vestido”15.

Así que, en medio de la incertidumbre propia de los momentos de crisis del país, se llegó a crear la fe ingenua de que el progreso siempre es querido y provechoso porque es superación de todas aquellas estructuras e instituciones anquilosadas que coartan la movilidad de los mercados laborales al libre juego de la oferta y la demanda.

En efecto, bajo el sofisma de distracción de ge-nerar empleos bajo una regulación más flexible del mercado laboral se le dió una nueva vestimenta a la legislación laboral con la aprobación de la ley 50/90, un verdadero revolcón laboral, en donde pesó más la voluntad capitalista del sector controlador del Estado que los derechos de los trabajadores, viéndose seria-mente afectada la dignidad humana.

En el trasfondo de esto hay una razón eminentemente política, en donde sólo tiene lugar el interés del Estado dentro de una sociedad unánime que marcha al compás de la ideología oficial. Desde esta concepción, todo lo que vaya en contra de ello es anómalo y en efecto debe ser exterminado. De ahí que se haga impracti-cable el desarrollo de la participación sindical en el ámbito estatal y en los diversos niveles de la socie-dad.

Por el contrario, dentro de una concepción positiva de la democracia, la multiplicidad de intereses en el seno de la sociedad es la causa del ordenamiento de la misma. Por tanto, el Estado no debe querer dirigir-lo todo en su propio sentido sino que debe recono-cer la existencia de intereses distintos, lo que lleva a superar su vocación totalitaria y a abrir un lugar de

interlocución a los sindicatos para subsanar la “bre-cha en la representación, cada vez mayor en el mun-do fragmentado del trabajo”.16 Sólo así se satisfacen las necesidades de la sociedad en sus diversas expre-siones organizativas, una de las cuales es el sindica-lismo, presupuesto acuciante de la democracia.

3.2 Un torrente de leyes como programa de destrucción de lo colectivo: reflexión sobre una globalización social.

El proyecto neoliberal de la ley 50/90, quiere es “provocar la total individualización de las relacio-nes de trabajo”, desvalorizando lo colectivo por el mercado y el interés privado, se ha convertido en una suerte de moda en la legislación colombiana, aumentándose dicho programa a través de sucesivas reformas sobre la salud, el sistema general de pen-siones y seguridad social( ley 100/93, ley 197/03, acto legislativo 01/05), la economía e industria ( ley 550/99, ley 677/01) y en lo laboral (ley 789/02).

El aumento de la regulación en dichas materias, aprovechando, desde luego los actores, las faculta-des constitucionales de desarrollo y reglamentación legislativa, está motivado no por alcanzar una mejor justicia laboral, como se declama, sino que la razón está en factores que responden a la necesidad de determinados grupos de hacer del derecho social un instrumento de flexibilización que no dificulte los flujos financieros, la integración de los mercados y la liberalización del comercio, aunque así tuviesen que forzar la normatividad y deteriorar las instituciones conquistadas en el otrora.

Así, entendida esa regulación espantosa, las incidencias son vertiginosas dentro del derecho laboral colectivo, debilitando la vigencia de los beneficios convencionales y reduciendo sustancialmente la actividad sindical.

Naturalmente estos estándares laborales quedan al margen de la legislación, deslegitimándose en cuanto a su esencia y razón de ser, esto es, como derechos fundamentales custodios de la democracia, que posibilitan la unión organizacional para la pro-moción de intereses y la tutela de los derechos en el marco de un desarrollo económico.

Por ello, los promotores de las reformas no deberían desligar los objetivos y demandas sociales dentro de un Estado Social de Derecho de las demandas del mer-cado, pues ello conlleva como lo muestra la práctica a insoslayables vejámenes para con los trabajadores.

En efecto, los actores legislativos en aras de cum-plir cabalmente los postulados constitucionales no

El neoliberalismo como un proyecto estratégico que pretende socavar el sindicalismo colombiano

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deberían centrar su atención en sí, deberían respetar los derechos fundamentales para obtener el lucro capitalista sino “en el mejor modo de cumplirlos y uti-lizarlos”17 sin perjuicio de los principios económicos de la constitución. Así se evitaría agudizar la ruptura entre la parte social y la económica de la constitución.

Es hora, pues, de reivindicar una economía globaliza-da con legitimidad social en la medida en que se permite y garantice a los trabajadores el derecho a organizarse libremente sin temor a las presiones del Estado.

Como dice Roosevelt todo norteamericano debería estar organizado en un sindicato. Parodiando estas palabras nosotros queremos que todo colombiano este integrado en un sindicato, como una formula base para que los colombianos podamos sobreponer-nos a los desastrosos “procesos de exclusión socio-económico y político” generados por las promesas incumplidas en el comienzo del decenio de 1990.

En definitiva, para revestir a la globalización de una efectiva dimensión social, es menester que se abran espacios de participación con mecanismos democráticos que les permita a los sindicatos articu-lados incidir en la vida nacional a través del diálogo y la negociación con las autoridades nacionales e internacionales. De forma tal que actúen coherente-mente en todos los niveles y avancen “hacia un sin-dicalismo sociopolítico con poder y visión de país”18.

Cabe advertir que todo ello se alcanzara sólo y si se construye una cultura de respeto a los tratados in-ternacionales debidamente ratificados por Colombia, pues de nada sirve que se reconozcan de boquilla, si en la praxis “se despiden a 209 trabajadores per-tenecientes a un sindicato, como consecuencia del ejercicio de sus derechos”19.

Afortunadamente, contamos en nuestro país con un árbitro oficial encargado de dirimir las luchas entre los actores, aunque, claro está, que la Corte Constitu-cional también tiene sus actitudes políticas e ideoló-gicas que en muchos casos han generado tensiones.

Pero, resaltemos en esta oportunidad el prece-dente sentado por la Corte en la sentencia T-568 de 1999, al arbitrar el enfrentamiento de intereses entre el sindicato de las Empresas Varias Municipales de Medellín y algunas entidades estatales: “a la globali-zación de la economía debe corresponder la globali-zación de la normatividad laboral”20.

He ahí una decisión que pide el respeto genera-lizado de los principios y derechos fundamentales laborales, pues son la base social de una economía globalizada y uno de los pilares que nutren las cante-ras del derecho laboral.

De manera que derechos como la asociación sindical, negociación y huelga, (trípode sobre la que se asienta el derecho laboral colectivo) no pueden ser desconocidos por la vía de la reforma constitucional, pues ello conlleva a una cultura jurídica del irrespeto no sólo a la Constitu-ción sino también a los convenios internacionales, que integran el denominado bloque de constitucionalidad.

4. Una conclusión abiertaLa realidad colombiana demuestra hasta la fecha

que los cambios en clave neoliberal siempre han conducido a una precarización de la acción sindical, no hay razón para pensar que ocurra lo contrario.

De manera que si ese es el Estado que estamos vi-viendo, tal como lo presenta la realidad del programa neoliberal, no podemos resignarnos a pensar que ello es ineludible ni que nuestro futuro ya está determina-do en esos términos, puesto que eso sería marginar de una vez por todas, la acción sindical y cerrarle las puertas a un verdadero modelo democrático.

Es por esto que hoy se requiere la reivindicación de organizaciones efectivamente dinámicas, fuertes, que hagan uso público integral de su razón y sirvan de contrapeso nacional a fin de confrontar los pro-yectos neoliberales de nuestros gobernantes que han querido diseñar una legislación concebida para satis-facer los intereses de un pequeño sector, en lugar de dirigir sus esfuerzos en la construcción de un Estado Soberano y pluralista en donde haya efectivamente un espacio político público para las organizaciones.

Concientes de que ningún gobierno colombiano autoritarista será capaz de complacer ese deseo, los

Así que, en medio de la incertidumbre propia de los momentos de crisis del país, se llegó a crear la fe ingenua de

que el progreso siempre es querido y provechoso porque es superación

de todas aquellas estructuras e instituciones anquilosadas que coartan la movilidad de los mercados laborales al libre juego de la oferta y la demanda.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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MEGÍA Vallejo, Jesús. El Estatuto del Revolcón, En doce ensayos sobre la nueva constitución. Primera edición 1991. Señal Editora. Medellín.

RAMÍREZ Jaramillo Elkin. Justicia penal Internacional y Estado Social de Derecho, En Estudios de Derecho. Vol. LIX, # 133-134

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ZULETA, Estanislao. Colombia: violencia, democracia y derechos humanos. Bogota. Altamir, 1998.

NOTAS

1 SILVA Marcel, Romero. Flujos y Reflujos. Reseña histórica del derecho laboral colectivo. Segunda edición. Santafé de Bogotá: Universidad nacional de Colombia. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, 2000.p.28.

2 Valga señalar que la unipolaridad conduce siempre al dogmatismo, mediante el cual el sistema capitalista restringe el uso público de la razón sindical, anteponiendo el capital contra las conquistas que acrecientan el poder popular, pues como dice Estanislao Zuleta: “Cuando se conquista el derecho de asociación sindical o el derecho de huelga, ha crecido el poder popular”. Cfr Colombia: violencia, democracia y derechos humanos. Bogota. Altamir, 1998.

3 SILVA, Marcel. Op cit. P.25

4 RAMIREZ Jaramillo Elkin. Justicia penal Internacional y Estado Social de Derecho, En Estudios de Derecho. Vol. LIX, #133-134.p.149

5 Ídem, p.151

6 ALTVATER, Elmar. El nada discreto encanto de la contrarrevolución neoliberal. Traducido por Elke Koppen. En: Revista mexicana de sociología, p.84.

7 Este modo de flexibilización remite “al mercado externo de trabajo, a los vínculos entre las empresas y al incremento de la salida y entrada de la fuerza de trabajo”. Por ello en Colombia se adopta una política que apunta hacia un norte: la eliminación de las rigideces del mercado de trabajo con perjuicio de algunas garantías laborales. Por su parte la flexibilización interna, propia de algunos países como Japón, Alemania y los países escandinavos remite “al mercado interno de trabajo, a las formas de organización de la cooperación jerarquizada al interior del proceso de trabajo”. De ahí que se adopten políticas de negociación y transacción en los diferentes niveles de la sociedad. Cfr. BONETTO María Susana y PIÑERO Maria Teresa. Las transformaciones en el mundo del trabajo: La reconfiguración del sujeto trabajador, En, Critica jurídica: Revista latinoamericana de política, filosofía y Derecho, Nº 17, 2000.

8 Cfr. Sentencia T-418 de 1992. MP. Ciro Angarita Barón.

9 SILVA R, Marcel. Op cit, p. 223

10 ERMIDA U, Óscar. Op cit, p.135

11 SILVA R, Marcel. Op cit, p.

12 Idem, p.225

13 Idem, p.162

14 MEGIA Vallejo, Jesús. El Estatuto del Revolcón, En doce ensayos sobre la nueva constitución. Primera edición 1991. Señal Editora. Medellín, p.10

15 Informe de la OIT. Un innovador informe global de la OIT pide un respeto mas generalizado de los derechos en el trabajo; en Trabajo. Revista de la OIT, #35, Julio 2000,p.6

16 Segundo Informe Mundial sobre libertad sindical y negociación colectiva. En Revista Trabajo, # 51, Junio 2004.p.9

17 MARTINEZ Molina Arturo. Normas laborales y principios fundamentales del trabajo en los procesos de apertura e integración económica. Santiago de chile, Julio del 2005,p.3

18 Cfr. Sentencia T 568 de 1999. M.P Carlos Gaviria Díaz.

19 SILVA R, Marcel. Op cit,p.244

colombianos amantes del progreso social y del refor-zamiento de los derechos, debemos estar dispuestos a dejar de lado el individualismo indómito al que esta-mos familiarizados y organizarnos bajo el imaginario político-social de una solidaridad de intereses y de-mandas para canalizar la inmensa energía organiza-cional creadora de un prospero país que soñamos: un país basado en auténticos valores democráticos, respetuoso del derecho internacional y al alcance de las organizaciones.

Los colombianos debemos decidir.

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Nos encontramos ya frente a lo que se denomina la sociedad del conocimiento, o sea la nueva sociedad que para algunos investigadores resulta ser la “industria del conocimiento”, extendida en el nuevo ordenamiento social. Es la que produce, maneja, distribuye y transfiere información científica y tecnológica, modificando conceptos culturales, económicos, políticos y sociales. En las últimas déca-das se ha intensificado la velocidad en los cambios, acumulando conocimientos en los campos de la ciencia y la tecnología, conocimientos que seguirán multiplicándose a un ritmo exponencial en el futuro inmediato. Sin duda vendrán nuevos acontecimien-tos en los campos de la energía nuclear, la física, la química, la cibernética, la informática, la robótica, la conquista espacial, la biología y la estructura de ma-teriales, para citar sólo unos pocos casos. Estas cir-cunstancias obligarán el estudio permanente y la in-novación constante de metodologías en la enseñanza y el aprendizaje. Sólo así será posible permanecer en el ambiente de la nueva sociedad o sociedad del conocimiento.

Ciencia y tecnología, los caminos del cambio

Por José Jaramillo Alzate

Profesor Facultad de Comunicaciones

Ninguna gestión de cambio prospera si no está precedida

de investigación. El 48 % de la población colombiana, ejemplo

que podría repetirse en otros países del continente, vive en

situaciones precarias que solo podrán superarse en la medida

en que se procure una mayor solvencia científica y tecnológica,

suministrada en la educación.

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Recorrido históricoEl quehacer científico es una fuerza cultural abru-

madora y una fuente de información indispensable para la expansión del conocimiento tecnológico de nuestros días. En las épocas remotas de la historia de la humanidad era necesario acudir a las academias para la comprensión del escrutinio de los fenómenos de la naturaleza, como ocurría en el Liceo de Aristóteles, por ejemplo, o en las épocas subsiguientes, como en el renacimiento, cuando el sentimiento religioso cósmico, poderoso y motivante, buscaba mediante la investi-gación científica explicar el diseño que Dios hizo del mundo en su creación. Era el estudio de la naturaleza y del hombre, como lo señala George Fkeneller en su obra “La ciencia en cuanto esfuerzo humano”. Pero en la medida en que esa ciencia avanza y el hombre dispone de más medios para escrutar el universo, se forman nuevas fuerzas impulsoras detrás de cada realización científica

Así se va generando un proceso evolutivo en el conocimiento y en la aplicación de la ciencia, con el aprovechamiento, cada vez más, de la acumu-lación de experiencias investigativas al paso de las civilizaciones. Tanto en la China milenaria, como en la Grecia clásica, lo mismo que en el Islam y en la Europa medieval, van quedando de sus indagaciones la huella aportante del devenir científico. A través de la historia, pues, se encuentra la ruta de investiga-ciones que determinan el trabajo científico en todas las épocas y el descubrimiento de nuevas teorías, muchas veces de conocimiento tardío, lo que explica la simultaneidad competitiva, generalmente comple-mentaria, pero realizada en forma aislada sin la opor-tuna relación de ideas para la creación sustantiva. Así sucedió desde los tiempos de la cultura helénica en áreas como la física, la biología, la astronomía y la medicina. El conocimiento se difundía más por ac-cidente que por intención y por eso se hallaron dis-persos esfuerzos investigativos, aún en los mismos países generadores de la ciencia.

Por las páginas de la historia desfilan hombres, nombres y tesis hasta ordenar la filosofía que orien-ta la aplicación social de la ciencia. Por ejemplo Newton, Maxwell, Einsten, Max Plank y Darwin, para citar unos pocos entre los más significativos, le dan identidad a espacios científicos. Por eso la ciencia es histórica, en el sentido de ser una actividad, una ins-titución y un cuerpo de conocimientos que cambian con el transcurso de los tiempos, en el proceso de la investigación. Y en la medida en que el conoci-

miento circula se enriquecen teorías y experiencias, casi siempre fusionadas para darle más amplitud y profundidad al saber humano, como cuando Newton combinó las leyes de Kepler y de Galileo y cuan-do Maxwell integró las ciencias de la época y del electromagnetismo. Es un proceso que va ganando auditorios y ámbitos, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se acelera la información por el incremento de canales portado-res de más y mejores mensajes sobre los hechos de la naturaleza y sobre las grandes realizaciones del pensamiento universal. En el presente siglo y parti-cularmente a partir de la década del sesenta, el de-sarrollo científico y tecnológico ha sido espectacular. Las exploraciones espaciales, el arribo del hombre a la luna, las sondas teledirigidas que tienen misiones específicas en los planetas del sistema solar, los sa-télites y las estaciones orbitales, le dan un auge más veloz a la información científica.

Sociedad e industria del conocimientoUna de las características distintivas de nuestros

tiempos es precisamente la rapidez con que se intro-ducen cambios en el conocimiento y las actividades del hombre, como repercusión del desarrollo cientí-fico y tecnológico. Son conocimientos que seguirán multiplicándose a un ritmo cada vez más acelerado. El desarrollo de la inteligencia se viene duplicando en periodos cada vez más cortos. El primer lapso fue de casi dos siglos, entre 1750 y 1950. A partir de esta fecha se inicia la investigación continuada del espacio acortando considerablemente las etapas que señalan y determinan cambios en el discurso de la humanidad. Casi puede afirmarse que hoy, cada tres años, se hace necesaria la revisión de todo cuanto influye en el proceso vital y en la pedagogía del nue-vo conocimiento. Lo que hace una o dos décadas era del dominio absoluto de un especialista, en cualquier campo del saber humano, hoy resulta desestimado, por no decir que obsoleto. Se ha impuesto la inter-disciplinariedad. Quien permanezca al margen de estas innovaciones tendrá que aprender de nuevo lo que sabía y adiestrarse en la aplicación de lo que sabe, porque hoy ya lo importante no es sólo saber sino “saber hacer”.

Estamos, pues, en la antesala de la nueva socie-dad, en el escenario de lo que investigadores cien-tíficos llaman “la industria del conocimiento.” Bajo su influencia se modifican conceptos económicos, culturales, políticos y sociales. El 90% de los cono-

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cimientos científicos son contemporáneos con las generaciones de hoy. Son los factores que nos im-pulsan hacia nuevos conceptos de la educación, en la práctica profesional y en la misma organización social. Por eso a la información científica se le ha dado un valor casi de diagnóstico, cuando se advier-te que los cambios deben ser entendidos, anticipa-dos, planeados, controlados y dirigidos para evitar resultados negativos que conduzcan al caos y a la destrucción.

La ciencia tiene hoy una sucesión manifiesta. Enriquece los conocimientos constantemente y crea nuevas y sorprendentes perspectivas. En la bioingeniería, para citar un caso, se tiene ya como un ejercicio rutinario el trasplante y la implantación de órganos artificiales. El empleo de los rayos láser beneficia tanto los experimentos en el campo de la salud como en el sector industrial. La robótica viene asumiendo los trabajos pesados en los países más desarrollados. En Alemania, en Japón y en algunos estados de los Estados Unidos se ha institucionali-zado la utilización industrial del robot. Ya se trabaja con el microchips la sustitución neural. La miniatu-rización será imprescindible para el futuro ser huma-no. Los microchips habitarán nuestro cuerpo. Ya se obtuvo la construcción de la “ciberchica” en el Japón y para la segunda mitad del siglo XXI se espera tener la comunicación directa cerebro a cerebro. Se podrá tener la memoria y los recuerdos de los demás y saber lo que están pensando, pero sólo cuando que-ramos. Se anuncia que cuando alcancemos un es-tado mental holístico, podremos comunicarnos con animales y las plantas. “La humanidad, dicen los sabios de la ciencia, habrá trascendido su condición de especie y abrirá una ventana hacia su conversión de ser galáctico”. Será la relación con las nuevas criaturas artificiales, con las que habrá que compartir el planeta e iniciar la migración espacial, como los robots, los insectoides, los virus hipersofisticados y otros seres, imaginarios hoy pero reales mañana. Es el mundo virtual inducido ya en los centros de inves-tigación avanzada. “En la sociedad del conocimiento buena parte de nuestra vida transcurrirá en mundos sintéticos y hasta buscaremos pareja en ellos. Las computadoras imitarán el cerebro humano, habrá granjas moleculares, llevaremos tarjetas de crédito bajo la piel y unos microrobots se encargarán de quitar el polvo al computador cuando lo apaguemos. ¿Seremos sabios o parapléjicos tecnológicos?”

El ingreso a la sociedad del conocimiento modi-

fica sustancialmente los comportamientos, las acti-vidades, el empleo del tiempo, la vinculación educ-ción-trabajo, los sistemas para la ejecución de planes y programas, las conductas y la formación ciudada-na. La globalización de la cultura permitirá acceder a otros niveles de bienestar y progreso. Los proyectos que se derivan de las investigaciones y experiencias en lo relativo a la clonación biológica, las modifica-ciones genéticas, de los animales transgénicos, de la cirugía a distancia, de la alternativa en los vehículos eléctricos y programados, en fin, y de tantas otras evidencias de la imaginación y la creatividad, es porque estamos haciendo el tránsito de la ficción a la realidad. En otras palabras, como lo afirmaba Bill Gates en su libro Camino al futuro, estamos en los comienzos de la revolución de la información.

El papel de la informaciónLos conceptos de ciencia y sociedad están ligados

por la comunicación. Es el medio de difusión del conocimiento y el instrumento natural de circula-ción. Solo a través de la eficiente comunicación será posible conocer de la innovación, de la investiga-ción o invención, que dan sentido a los avances de la ciencia. Todas estas manifestaciones culturales llegan a la sociedad por medio de la comunicación. Todos los medios o canales están comprometidos en dicho proceso. La prensa con sus veloces métodos de impresión; la radio con el empleo de los satéli-

Por eso la ciencia es histórica, en el sentido de ser una actividad, una institución y un

cuerpo de conocimientos que cambian con el transcurso de los tiempos, en el proceso

de la investigación. Y en la medida en que el conocimiento circula se enriquecen teorías y

experiencias, casi siempre fusionadas para darle más amplitud y profundidad al saber

humano, como cuando Newton combinó las leyes de Kepler y de Galileo y cuando

Maxwell integró las ciencias de la época y del electromagnetismo.

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tes, la reducción de sus equipos de transmisión y la sustitución de los tubos electrónicos de Forest por la miniaturización electrónica; la telefonía, portátil e inalámbrica, lo mismo que la televisión con todo su complejo tecnológico, constituyen elementos de expresión cultural. Son, en conjunto, la instrumenta-ción física de la información, que nos permite llegar al pleno conocimiento de todo cuanto contribuye al desarrollo, sobre todo si se trata de información científica, entregada con claridad, oportunidad y condiciones de una buena recepción.

La sociedad informada sobre el discurrir de la ciencia y de la tecnología, adopta nuevas actitudes y crea nuevas circunstancias. Por eso la información científica debe ser parte de la cultura y no una des-viación en el conjunto del saber humano. Bronowski plantea en su obra “El ascenso del hombre”, que nuestra sociedad se divide de hecho entre el pasado y el futuro, y que nunca alcanzaremos una cultura balanceada y unificada mientras los especialistas en un campo no aprendan a compartir su lenguaje con los que actúan en otro campo. El científico tiene mucho que aprender, en lenguaje y en pensamiento, de las ciencias humanas.

Para el avance de la sociedad hay que hacer in-teligible la información científica. En numerosos y acreditados análisis, lo mismo que en congresos y foros se consignan recomendaciones para introducir reformas sustantivas de los distintos grados de la enseñanza y especialmente en lo que concierne a las ciencias naturales, al cuidado del ambiente y al de-sarrollo comunitario, como bases para entender el progreso y el bienestar. Hay que extender el aula a la comunidad y aproximar ésta a la escuela, no sólo a través de las reuniones informativas de los padres de familia, sino con sentido didáctico, donde el niño pueda ocuparse en asuntos que le dan importancia como elemento de la sociedad. En esta interrelación se aprende a estimar todo lo que comprende indica-ciones para la vida del hombre en su ambiente, en su trabajo, en su núcleo social, en la ciencia y en el desarrollo.

Investigación y cambio socialEl avance de la ciencia y los desarrollos tecnológi-

cos, originan también preocupación por su utilización en el mundo del futuro. Por eso desde ya se da a la técnica una función histórica en el proceso evolutivo de los pueblos y la información en un medio tecnoló-gico que vincula la comunidad con la ciencia, la inves-

tigación, la salud y el desarrollo. Tiene una trascen-dencia innegable en la transmisión del conocimiento. Todos los monopolios del saber caen ante lo que pudiéramos llamar la cultura de la información. Hoy, cuando todo el mundo se procura un ambiente in-formativo, se hace posible la participación en todos los fenómenos sociales. En este campo tienen los medios de comunicación una condición excepcional, cada vez con mayor oportunidad y competencia, para toda la información necesaria a la sociedad. Por esa circunstancia nunca antes la gente había estado tan enterada de los fenómenos sociales, políticos, económicos, científicos y tecnológicos de la época. En Alemania el 55% de los conocimientos obtenidos por los que terminan sus estudios primarios, se consiguen a través de los medios de comunicación. La presencia viva de las renovadas tecnologías de la información puede transformar la vida económica, política y cultural de una nación. Es creadora de un nuevo clima educativo. Un pueblo mejor informado, es, sin duda, un pueblo más libre.

La ciencia, la tecnología y la información, son hoy instrumentos dinámicos del cambio social. Los avances científicos y tecnológicos en todas las disciplinas del saber humano, demandan hoy un ejercicio interdisciplinario y revisión constante en los diseños del aprendizaje y de la investigación. Siem-pre habrá nuevos enfoques para las innovaciones educativas que aportan a los países en vías de desa-rrollo soluciones a sus problemas. El cambio, reza un documento de las Naciones Unidas para el De-sarrollo, precisamente en los prospectos estudiados para Colombia, se ha convertido en una constante permanente de la época actual.

Todos los recursos científicos y tecnológicos inducen el cambio y lo hacen viable. Científicos e investigadores sociales buscan características y situa-ciones conducentes a la calidad de vida para atender, por lo menos en lo concerniente a Latinoamérica, las recomendaciones del Club de Roma, cuando precisa que los problemas son más sociopolíticos y físicos y propone políticas por fuera de las concentraciones de poder y de privilegios, propendiendo por una sociedad nueva, sustentada en la libertad, la igual-dad y la plena participación en todas las decisiones sociales.

Todos los giros que se están dando hoy son de una insospechada magnitud para el desarrollo de la humanidad. Por eso es necesario modificar tam-bién en los países menos desarrollados todos los

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patrones de la educación, ahora sometida a teorías imprecisas y a métodos anacrónicos, que no juegan ya en los procesos de la transformación social. Es necesario procurar una más estrecha relación con las generaciones que se forman en los claustros me-diante la didáctica de la información. La ciencia y la tecnología son expresión de los cambios fundamen-tales que liberan al hombre y a los pueblos de todo factor de dependencia y el instrumento regular para la circulación de los nuevos conceptos de la infor-mación, son los medios de comunicación social. La dependencia constituye el mayor de los obstáculos para el progreso de la humanidad. Sobre el abismo existente entre los países pobres y los ricos, hay con-ciencia universal. Lo mismo sobre la injusta relación de intercambio entre los países pobres productores de materia prima y los países industrializados pro-ductores de tecnología, intercambio que es cada día más oneroso para los países subdesarrollados.

Ninguna gestión de cambio prospera si no está precedida de investigación. El 48 % de la población colombiana, ejemplo que podría repetirse en otros países del continente, vive en situaciones precarias que solo podrán superarse en la medida en que se procure una mayor solvencia científica y tecnológica, suministrada en la educación. El cambio de menta-lidad posibilita los accesos a otros niveles de cali-dad de la vida. Para lograrlo es necesario sustituir todo lo especulativo y abstracto por programas de soluciones, afianzados en la investigación científica y difundida por todos los medios, para que sean útiles a la sociedad y al desarrollo. Con una revolu-ción apropiada en la educación, dice Isaac Asimov en un ensayo sobre sociedad y futuro, debe surgir

una generación nueva que se adecuará a un mundo computarizado y robotizado, la cual será adiestrada desde la infancia, y señala, como un fundamento de cambio en la educación, el uso en el hogar de terminales de computador vinculados a bibliotecas y redes de información, desde donde podrá darse una mejor utilidad al tiempo libre, con propósitos de cambio y desarrollo. Y en su otro libro, La vida en el futuro, dice al respecto: “Esta revolución se nos ha echado encima debido a una explosión en el desa-rrollo de dos tecnologías hasta ahora separadas e in-compatibles: la impresionante capacidad de asimilar información que tiene el ordenador y las telecomu-nicaciones de alta velocidad, para formar una red de datos que llega a extenderse como una telaraña por toda la superficie del planeta”. Es la conformación de la aldea global de que hablara Mc-Luhan. Y, además, el acceso a la inteligencia artificial.

Lo actuado en el espacio en el último cuarto de siglo, es de contar para la investigación y el desarro-llo de la humanidad. La información ha permitido igualar el nivel de tres generaciones en el conoci-miento de los vuelos espaciales. Esta exploración ha dado lugar ya a ciertas actividades industriales y comerciales.

Los satélites nos auxilian en la predicción del cli-ma, la evaluación de cosechas, la exploración de mi-nerales y la comunicación mundial. Al mismo tiem-po han contribuido a una más extensa investigación del sistema solar y del universo. Las necesidades del tiempo, decía Ortega y Gasset, operan inevitable-mente, aunque los hombres movidos por ellas no se den cuenta clara, ni sepan definirlas, ni nombrarlas. La información científica es hoy una necesidad.

La escuela, decía en un documento que escribí para la revista de la Universidad de Antioquia, ana-lizando las teorías del pedagogo norteamericano John Dewey, es un medio para despertar a la vida de los conocimientos. Hoy, para el niño, debe ser, además de un hogar, un laboratorio donde su perso-nalidad se desenvuelva al ritmo del saber y su vida pueda extenderse desde el jardín hasta los campos del deporte, desde la emoción artística hasta el pen-samiento científico. Es su ingreso a la sociedad del conocimiento. Más formación, futuro asegurado.

Casi puede afirmarse que hoy, cada tres años, se hace necesaria la revisión

de todo cuanto influye en el proceso vital y en la pedagogía del nuevo

conocimiento. Lo que hace una o dos décadas era del dominio absoluto de

un especialista, en cualquier campo del saber humano, hoy resulta desestimado,

por no decir que obsoleto.

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Hemos sido testigos del avance de la ciencia y la tecnología; nuevas transformaciones ocu-rren a diario en el mundo. Y es bueno que el hombre utilice la ciencia para su beneficio, para mejorar la calidad de vida, pero ésta también puede convertirse en un arma de doble filo. Pues, el ser humano que ya ha demostrado ser ambicioso, ha aprovechado su inteligencia no sólo para transformar su medio, sino también para destruirlo y destruirse. Así como crece la industria, también aumenta la contaminación y aunque hay muchos avances en la medicina, cada día aparecen nuevos problemas de salud; la tecnolo-gía nos desborda con los nuevos equipos celulares y computadores que en muy poco tiempo van a estar desactualizados.

Asimismo, infinidad de discursos publicitarios, que sólo buscan adeptos para acrecentar la econo-mía, engatusan la débil mente del hombre de esta época, que se pierde ante tanta abundancia, frente a la cual queda indefenso, porque al parecer le han robado su capacidad de decisión, de crítica y de

Lenguaje, educación y sociedad

PorAna Lucía Restrepo Moreno

Estudiante de Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Humanidades y

Lengua [email protected]

Dagoberto Acevedo Vergara Estudiante de Trabajo Social.

[email protected]

“La escuela no es un espacio cerrado, una isla o una jaula de cristal a través de la cual se ve el mundo sin que se empañe. La escuela es un espacio de múltiples perte-nencias , cruzada por las influencias de la cultura, el sexo, la etnia, la política. Y en esa correlación de fuerzas la es-cuela juega un papel fundamental en la comprensión del contexto; es un espacio democrático que contribuye a la construcción social.”

Hilda Mar Rodríguez

Pedagogías críticas: Poder, cultura y diversidad.

...conocer la lengua en su funcionamiento, no sólo

desde la forma y el contenido, sino también desde su uso, posibilita que el estudiante

experimente “el poder discursivo que transforma la

realidad.

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discernimiento con respecto a lo que le están ofre-ciendo y lo que realmente es lo mejor para él. Todo esto ha derivado en una nueva ideología que el hom-bre de hoy ha asimilado como una forma de vida: la lucha por el dinero y por el tener. Por ésto, nuestra sociedad se ha denominado sociedad de consumo, en la que, al parecer, todos uniformaron el pensa-miento y hasta el gusto; ésto, puede observarse no-toriamente en los jóvenes que se visten igual, comen lo mismo, escuchan la misma música.

Los fenómenos de globalización que tratan de aglu-tinar a todos los grupos culturales humanos en uno solo, el de la producción y el consumo, desaparecen de manera periódica y constante todas las caracterís-ticas de los grupos sociales humanos que pertenecen a la periferia de los países potencia; la pérdida de las raíces, de las costumbres, de todas aquellas formas y construcciones que componen la esencia de los pueblos, se ve reemplazada por la moda, el lujo, la va-nidad excesiva, el culto al cuerpo, que lanzan al olvido la verdadera faceta de nuestros países.

Ante este panorama que cada día se presenta de manera mas generalizada pareciera no haber salida alguna. Sin embargo, la educación, en todos sus ni-veles puede iniciar el proceso transformador de las realidades subjetivas. A ésta, que ha desempeñado un papel fundamental en nuestra sociedad, se le ha delegado una tarea muy importante: contribuir a la formación del ser humano; esta formación ya no se pide que sea sólo desde el aspecto cognitivo, ahora, además, se está pidiendo que cobije todas las demás dimensiones: social, espiritual, estética, corporal, éti-ca, comunicativa, afectiva, es decir, lo que se preten-de es la formación de un ser integral. Como puede verse, se le exige una gran labor a la educación. So-bre todo, se convierte en un enorme reto, si se tie-nen en cuenta las condiciones de la sociedad actual.

A su vez, la educación brinda a los individuos la capacidad de decidir por sí mismos, de participar activamente en la vida ciudadana y generar cultura y formas de convivencia entre todos los miembros de una sociedad. Cuando una persona es educada tiene las facultades suficientes para defender sus derechos de aquellos que con ideas de paz y libertad simple-mente oprimen y limitan la capacidad de decisión del individuo, forzándolo a que actúe en un marco social que se adapte a los intereses del sistema. Un mundo sin diversidad de pensamiento, conformado por autómatas en lugar de seres humanos, es un mundo triste, sin pluralidad y sin discusión, una

forma de muerte lenta que lleva al olvido de la iden-tidad humana.

Entonces, surge una preocupación: ¿En dónde está el criterio de las personas? ¿En dónde está el criterio de nuestros jóvenes? Es una preocupación que han tenido los encargados de regular la educación en Colombia; por esto el Ministerio de Educación Nacional en sus nuevas políticas educativas ha perfilado un nuevo ideal de formación: “personas autónomas, capaces de pensar, construir, interpretar y transformar su entorno, a partir del uso del lenguaje”1; y en el grado once se propone profundizar “en la consolidación de una actitud crítica del estudiante a través de la producción discursiva (oral y escrita) y de un mayor conocimiento de la lengua castellana, que le permita responder a las necesidades del interlocutor y el contexto comunicativo.”2 Se plantea la formación de un sujeto con autonomía, que es capaz de pensar por sí mismo, y todo esto lo logra a través del len-guaje.

Por esto, el profesor debe ser conciente de la herramienta que tiene a su favor para movilizar pro-cesos que le ayuden a fortalecer habilidades y com-petencias en sus estudiantes. Por medio del lenguaje cada hombre se relaciona con sus semejantes y con la realidad que lo rodea, es decir, a través de él su experiencia con el mundo es significativa, le otorga sentido a su existencia. Además, como lo reconoce Maria Cristina Martínez citando a Vigotsky, el len-guaje “es de vital importancia en el aumento de la complejidad cognitiva de los estudiantes”.3 Por esto, “se concibe el lenguaje como un dispositivo que interviene en todos los procesos de estructuración de competencias discursivas de los sujetos”.4 Según este autor y los planteamientos de Maria Cristina

A su vez, la educación brinda a los individuos la capacidad de decidir por sí mismos, de

participar activamente en la vida ciudadana y generar cultura y

formas de convivencia entre todos los miembros de una sociedad.

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Martínez, conocer la lengua en su funcionamiento, no sólo desde la forma y el contenido, sino también desde su uso, posibilita que el estudiante experimen-te “el poder discursivo que transforma la realidad”.5

La literatura, como una manifestación del lenguaje, actúa a modo de una máquina del tiempo que tiene la función de transmitirle y recordarle a las generaciones posteriores que su país tiene una identidad que la com-pone, que hay cosas que no se pueden dar el lujo de perderse en el abismo del olvido. Ésta, tiene funciones muy profundas en el desarrollo social e intelectual de los individuos. La literatura es una forma de comuni-cación que expresa, contiene, devela los sentimientos, pensamientos y situaciones que envuelven al género humano y lo identifican como tal, de acuerdo con toda su complejidad. Así mismo como proporciona conocimiento a cerca de las otras culturas y formas de pensar y de actuar, abre el propio pensamiento a mundos inimaginados, “puesto que en él (discurso literario) residen aquellas virtualidades expresivas que hacen del proceso de semiosis un acto libera-dor frente a las restricciones propias de los (macro) enunciados del mercado.”6 Le puede mostrar a los estudiantes el poder de la palabra como una forma de expresión en la que ellos también se ven identifi-cados. Forma de expresión que ellos pueden adoptar para la comunicación libre de sus sentimientos y de la visión del mundo que han configurado, sus pre-guntas acerca de la vida.

Los procesos sociales y de transmisión cultural, son realizados por varias vías, entre ellas la oral y la escrita. Como se mencionó anteriormente, la literatura actúa como una máquina del tiempo, y esta máquina lleva consigo ideas y pensamientos que forman la cosmovi-sión del mundo presente en la mente de las personas. “La visión del mundo (cosmovisión) es un marco o modelo nocional, conceptual y valorativo referido a las relaciones entre el hombre, el mundo, la sociedad, la cultura y la historia, dentro del cual el hombre inscribe y realiza sus prácticas vitales. Este marco se fundamen-ta en los principios de totalidad, alteridad y sentido de la vida y se configura en torno a las dimensiones: cog-noscitiva, ética que tocan con las relaciones yo-mundo, yo-otro, yo-yo, las que a su vez influyen en las maneras de representación y construcción significativa del mun-do y disponen las funciones significativa, comunicativa y expresiva del lenguaje.”7 Dostoievsky, por ejemplo, en su obra Crimen y castigo, muestra una visión de una Rusia proletaria, enferma socialmente, en la cual sus habitantes rayan en la locura, mientras que Ho-

mero en La Iliada muestra los conflictos de las luchas por las pasiones y los territorios de la Grecia antigua. La literatura, además de historias, transmite conoci-mientos y pautas que conforman la sociedad.

Comprendiendo entonces la importancia del len-guaje en la formación, deben emplearse alternativas para que el estudiante se apropie críticamente del discurso, como puede serlo la producción del mis-mo. Esto lo puede hacer después de haber analizado pragmáticamente una situación comunicativa, se puede escoger un tema de interés, en el que el estu-diante tome una posición crítica, por ejemplo, la si-tuación que plantea la ocupación de Estados Unidos en Irak, contextualizarla desde ambas perspectivas, la estadounidense y la iraquí, identificar las intencio-nes, los intereses, las estrategias y los resultados que hasta ahora se han obtenido de esto puede partir el docente de Lengua Castellana para proponer la ela-boración de un texto argumentativo.

Como el estudiante está en capacidad de tomar posición a cerca de un hecho, puede enfrentarse a un acto comunicativo concreto en el que el profe-sor le pida dar razones a cerca de la idea que va a defender, es decir, que el estudiante sienta que debe responder a una finalidad comunicativa: expresar su idea argumentadamente, tratar de convencer sobre la verdad de un hecho que él ha asumido. De esta manera el estudiante construirá sus enunciados basado en lo que ha visto, leído o escuchado en las noticias, en Internet o lo que ha estudiado en la clase de sociales; imagina un destinatario, que puede ser el profesor y sus compañeros de clase, la estrategia que va a utilizar para convencerlos, la manera en que va a expresar la posición crítica que ha adoptado.

De esta manera el lenguaje, desde la perspectiva pragmática, puede contribuir a la formación de suje-tos críticos que se puedan desenvolver eficazmente en la sociedad, sabiendo cómo manejar los discursos inmersos en ésta. Hablar de un sujeto crítico es hablar de un actor social, el cual “obra para hacer penetrar la racionalización y la subjetivación en una urdimbre de papeles sociales que tiende a organizarse según la lógica de la integración del sistema y del refuerzo del control. El actor es lo inverso del sí mismo, es aquel que en lugar de desempeñar los papeles que le corresponden a las diversas posiciones, en lugar de encerrarse en la conciencia del sí mismo, reconstruye el campo social partiendo de exigencias, y la exigencia de subjetivación introduce en la sociedad un principio no social. No hay actor sin sujeto, pero tampoco hay

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sujeto sin actor que lo envuelva en la vida social real, que combata por él contra los equilibrios y las ideologías establecidas. La acción supone cierta capacidad de trans-formar, de producir una sociedad que tiende también a reproducirse en sentido inverso.”8Esto le ayuda a en-tender lo que la humanidad ha hecho del mundo que habita, pues ella es la responsable y al mismo tiempo es la víctima del consumismo, del sinsentido, de la injusticia y la desigualdad.

El Ministerio de Educación Nacional ha reconocido la necesidad de la formación de seres críticos y lo ha planteado desde el lenguaje, el maestro debe conocer la importancia de las dimensiones, tanto pragmática como literaria en su aula y aplicarlas. En sus manos y en su creatividad está la responsabilidad de hacer del salón de clases un ambiente de interacción verbal en el que se propicie la constitución de sujetos críticos del discurso.

Las elecciones de gobernantes, las decisiones a cerca del aborto, el presupuesto participativo, las reformas constitucionales, son temas que están en boca de todos pero que casi nadie, a excepción de unos pocos (en comparación con la totalidad de la población), sabe realmente de qué se trata o cómo funciona; la educación cumple entonces un papel primordial ya que ésta debe salirse de las aulas para formar parte de la vida cotidiana; todos debemos aprender a aprender.

Son entonces tres instituciones que interactúan de manera constante entre el individuo y la sociedad: la educación, el conocimiento que allí se transmite y finalmente la sociedad, donde son aplicados estos conocimientos transmitidos en la escuela. “Un análi-sis más profundo de estas tres entidades (educación, conocimiento y sociedad), permite establecer que son un conjunto unitario, tres elementos que como tales no pueden entenderse el uno sin el otro; en primer lugar, el conocimiento, presente en el aula de clase como contenido de las distintas disciplinas, es social y producto de un momento histórico particu-lar y por tanto inacabado y cambiante; en otros tér-minos, el conocimiento se produce y sufre procesos de transposición para su aprendizaje en el seno de estructuras sociales específicas; en segundo lugar, la educación en su dimensión más amplia incorpora un conjunto de procesos para el establecimiento de relaciones del hombre con ese conocimiento, que si bien comienzan en el seno de la familia, se acentúan y se consolidan en las instituciones escolares; y en tercer lugar, la sociedad y su evolución en conjunto

no puede entenderse sin el apoyo de la educación, formal o no, y por ende del conocimiento.”9

Los maestros y en general toda la comunidad edu-cativa deben abrir sus sentidos a nuevas posibilidades de enseñanza en las que el pensamiento crítico y la re-flexión a cerca del entorno primen en la construcción de saberes. La educación no es la solución definitiva a las problemáticas sociales, es el medio a través del cual los sujetos pueden alcanzar el despertar que los confronte con la verdadera realidad del mundo.

NOTAS

1 REPÚBLICA DE COLOMBIA. MINISTERIO DE EDUCACIÓN NACIONAL. Revolución Educativa. Estándares Básicos de Matemáticas y Lenguaje. Educación Básica y Media. Mayo 2003. Archivo digital tomado de: www.mineducacion.com.co.

2 Ibíd..

3 MARTINEZ, Maria Cristina. El discurso escrito base fundamental de la educación y la polifonía del discurso pedagógico. En: Revista Lenguaje. No 22, Universidad del Valle, Cali, (Agosto 1995). Págs. 51-65

4 GÓMEZ J, Luis Fernando. La dimensión social del discurso. Una investigación interdisciplinar de las actitudes sociolingüísticas en el ámbito escolar. Fondo Editorial Facultad de Educación. Universidad de Antioquia. 1ª Edición, 2003.

5 MARTINEZ, Maria Cristina. El discurso escrito base fundamental de la educación y la polifonía del discurso pedagógico. En: Revista Lenguaje. No 22, Universidad del Valle, Cali, (Agosto 1995). Págs. 51-65

6 MENDOZA FILLOLA, Antonio. Didáctica de la lengua y la literatura para primaria. Prentice Hall. 2003.

7 CÁRDENAS PAÉZ, Alfonso. Elementos para una pedagogía de la literatura. Vol. IV. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, 2004.

8 TOURAINE, Alain. Crítica de la modernidad. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2000.

9 ANTONIO CÁRDENAS, Fidel. Conocimiento, Educación y Sociedad: El rol de los estándares y las competencias en una sociedad que aprende. En: Revista Cultura. Confederación Nacional Católica de Educación. Año XXXVII No. 209 Bogotá, D.C.

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Querer a un hijo no es obligarlo a que viva con nuestras verdades sino ayudarlo para que pueda vivir sin nuestras mentiras. Que no son pocas. Ante la supuesta irresponsabilidad de los jóvenes es preciso recordar lo que Sócrates escribía hace ya 25 siglos: “Los jóvenes de ahora aman el gasto, tienen pésimos modales y desdeñan la autoridad. Muestran poco respeto por sus superiores y ya no se levantan cuando alguien entra en casa. Prefieren perderse en charlas sin sentido a practicar el ejercicio como es debido, y están siempre dispuestos a contradecir a sus padres y a tiranizar a sus maestros”.

Ha sido una constante la confrontación entre generaciones pero en nuestro tiempo, resulta alar-mante por descontrolada. Y yo entiendo que es un síntoma de vigor y de esperanza porque expresa una disconformidad con una realidad social que no les

Los jóvenes hablan otro lenguaje

Por José Carlos García Fajardo*

* Profesor de Pensamiento Político y Social. Universidad Complutense de

Madrid –UCM–.

Director del Centro de Colaboraciones Solidarias –CCS–.

Lo que admiran y respetan no es la educación como transmisión de

conocimientos sino la capacidad de los maestros para extraer lo

mejor de cada uno de ellos. Que eso significa educarse.

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gusta. Por injusta e insegura, por imprevisible e in-solidaria, porque no pueden comprenderla y no en-cuentran su puesto en ella. Ese malestar lo expresan a gritos o con silencios que hieren, encerrándose en sus cuartos o aislándose tras los auriculares que les conectan a los MP3.

La mayoría de los padres españoles cree que les tocaron vivir momentos más duros y que fueron más trabajadores, más maduros y más respetuosos que sus hijos, cerca de seis millones de jóvenes. Tratan de educarlos desde la comprensión y el diálogo, y no desde el autoritarismo de los abuelos. Los padres tropiezan y dudan cuando tratan de inculcar a sus hijos los valores que creen, deben regir sus vidas en un futuro que adivinan laboral y socialmente com-plejo: el esfuerzo en los estudios, la diversión res-ponsable, la disciplina, la solidaridad, el respeto o la promoción de los afectos. Los progenitores arrojan la toalla y delegan en los profesores o en el psicólogo. Lo hacen después de haber llegado al convencimien-to de que su capacidad de influencia es casi nula. Sienten que fueron esclavos de sus padres y ahora, de sus hijos, que son en buena medida muy pareci-dos a ellos.

Pero nos encontramos ante una generación más libre y que pretende ser más responsable para abor-dar su futuro.

La trepidación les conduce a una incómoda sole-dad y a una sensación de no llegar nunca a tiempo. No sabemos a dónde, pero tenemos la sensación de que vamos a llegar tarde. Nos agitan, nos golpean y zarandean, nos desconciertan y abruman para que no pensemos. De ahí que muchos jóvenes opten por evadirse, por disfrazarse y por integrarse en la tribu para encontrar algo de solidaridad y de con-suelo. Ese denostado botellón, esas vestimentas, esos tatuajes y piercing, esa música y esas danzas son atavismos ancestrales para no dejar de ser ellos mismos, para soportar la espera mientras recuperan unas señas de identidad que les permitan decir yo sé quién soy y quiero ser responsable de mis actos.

Si la educación consiste en dirigir con sentido nues-tra propia vida y poder así afrontar las circunstancias, a las personas mayores les cuesta admitir que sus hijos están pasando unas auténticas pruebas iniciáticas pro-pias de un cambio de era, más que de siglo. Vivimos en plena revolución de las comunicaciones, todo se ofrece como espectáculo al alcance de la mano y con una inmediatez que desborda nuestras posibilidades reales de procesar tanta información. La publicidad

nos golpea con tal machaconería que nos incapacita para tomar decisiones y nos compulsa a unirnos a la mayoría. Las mayores falacias de la publicidad, a fuerza de ser repetidas, terminan por ser creídas. El patético espectáculo de los políticos, de sindicalistas y de pretendidos líderes religiosos y de opinión, así como de programas de radio y de televisión desde los que algunos se alzan como profetas, no hacen más que desconectar a los jóvenes que necesitan referentes de autoridad, de buen juicio y de coheren-cia. Es un error sostener que a los jóvenes les asusta el orden y la exigencia. Al contrario, si a un joven le pides poco no te dará nada, si les pides mucho te lo dará todo. Esa es la experiencia cotidiana en las organizaciones de la sociedad civil con los volunta-rios sociales que asumen un compromiso movidos por la compasión o espoleados por la injusticia. Lo que admiran y respetan no es la educación como transmisión de conocimientos sino la capacidad de los maestros para extraer lo mejor de cada uno de ellos. Que eso significa educarse. Aunque de la im-presión de que actúan en manada, prefieren el trato personalizado, el ser escuchados, la pertenencia a un grupo, para repetir con Shakespeare “Nosotros, pocos; nosotros, felices y pocos; nosotros, banda de hermanos”.

FUENTE

Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España. [email protected] www.solidarios.org.es http://alainet.org/active/14142

Si la educación consiste en dirigir con sentido nuestra propia vida y

poder así afrontar las circunstancias, a las personas mayores les cuesta

admitir que sus hijos están pasando unas auténticas pruebas iniciáticas propias de un cambio de era, más

que de siglo.

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Nacidas en California y compuestas por más de cien mil jóvenes, las pandillas juve-niles preocupan a los políticos. Los presidentes centroamericanos promulgaron nuevas leyes de “mano dura», pero esto sólo radicaliza aún más el conflicto. Con la presencia del ilegítimo “presiden-te” de México, Felipe Calderón, los jefes de estado de Centroamérica se reunieron el 4 de octubre en Honduras para discutir sobre la forma de neutrali-zar a las “maras”, las pandillas juveniles que están azotando la región.

Luego de horas de deliberación, los presidentes acordaron instar la creación de una orden de cap-tura a nivel regional y a partir de la experiencia de las fuerzas combinadas entre El Salvador y Gua-temala, crear una policía unificada que permita coordinar de manera más eficiente la lucha contra el accionar de los pandilleros.

De acuerdo con Miguel Cruz, sociólogo de la Universidad Católica centroamericana (UCA), estas

Las “Maras”, fenómeno de la exclusión social*

Pandillas en Centroamérica

Por Matías Mongan

Los integrantes de las maras, en su mayoría, son jóvenes de entre 12

y 25 años de edad, que habitan en barrios marginales y que deciden

convertirse en pandilleros para poder escapar de la miseria que viven

cotidianamente. Vale recordar que, de acuerdo al INCEF, el 50,8 % de los

centroamericanos es pobre.

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medidas no apuntan al problema de fondo: la des-igualdad social es la que lleva a que los jóvenes se sumen a las maras. Además, añadió que “las pandi-llas comienzan a organizarse cuando los capturan y los ponen juntos en una misma cárcel, donde esta-blecen vínculos y arman alianzas”.

Las maras nacieron en California en la década del ochenta. En un comienzo estaban integradas por jó-venes inmigrantes salvadoreños que habían llegado a Estados Unidos para escapar de la guerra civil que existía en su país. Nacieron teniendo como punto de referencia al barrio y representaban una respuesta a las condiciones de exclusión y racismo que sufrían los latinos por ese entonces.

Una de las pandillas más importantes era la “mara Salvatrucha”, la cual surgió en la calle 13 de Los An-geles. Su rival era la ³mara 18², que nació en la calle con ese número en el South Central de la ciudad californiana.

Las dos bandas rivales rápidamente comenzaron a pelearse para determinar el control del tráfico de armas y del cartel de la droga. Como la magnitud de las maras se incrementó notablemente –por ejemplo la Salvatrucha cuenta con más de 20 mil ramificacio-nes en todo EEUU– las autoridades norteamericanas endurecieron las leyes para reprimir este fenómeno, a su vez, comenzaron con las deportaciones masivas de los “mareros” a los países de Centroamérica.

Muchos de los pandilleros no hablaban mucho español y hasta no conocían su tierra natal, pero fi-nalmente consiguieron adaptarse y continuaron con su expansión, hasta el punto que actualmente hay unos cien mil “mareros” dispersos por todo Centro-américa.

Los integrantes de las maras, en su mayoría, son jóvenes de entre 12 y 25 años de edad, que habitan en barrios marginales y que deciden convertirse en pandilleros para poder escapar de la miseria que viven cotidianamente. Vale recordar que, de acuer-do al INCEF, el 50,8 % de los centroamericanos es pobre.

Con la cabeza rapada y el cuerpo cubierto de ale-góricos tatuajes, los “mareros” crearon un lenguaje especial: mezcla palabras de español e inglés, pero a su vez, también utiliza modismos utilizados en México, Colombia, etc. Asimismo estos tienen cier-tas reglas internas de cumplimiento obligatorio; por ejemplo, no pueden consumir drogas, ni alcohol, ya que deben estar sobrios para poder así cumplir a la

perfección su trabajo.Como las maras se estaban ampliando cada vez

más –ya existen bandas de este tipo en Australia, Ca-nadá, etc.– y representaban un serio desafío para el Estado, los gobiernos centroamericanos decidieron declararle la guerra: por ejemplo, el 10 de octubre de 2003 se aprobó en los parlamentos centroameri-canos una ley que incluía el nombramiento de jueces que debían juzgar a personas etiquetadas como “mareros” por la policía. Las sanciones tipificadas por este “delito” oscilaban entre los dos y cinco años de cárcel.

El director de la organización humanitaria guate-malteca Casa Alianza, Arturo Echeverría, aseguró que detrás de esta ofensiva sobre los maras y aunque el Estado lo ha negado, en Guatemala existe una suerte de “limpieza social”. Los menores son asesinados bajo el pretexto que pertenecen a pandillas juveniles de los barrios marginales.

«De todas las muertes violentas, hemos registrado un promedio de 47 menores asesinados cada mes», señaló Echeverría. A su vez denunció la presunta participación tanto de agentes de policía, como del crimen organizado en estos hechos.

La gravedad del conflicto es de tal magnitud que hasta la Organización de Estados Americanos (OEA), comenzó a interesarse en el asunto y hasta el FBI se instaló en la región, para seguir de cerca

Carlos Díaz, de la Asociación Cristiana de Jóvenes, hizo un análisis sagaz sobre

el problema de fondo que determina el surgimiento de las pandillas. Hablando sobre Honduras -aunque esta realidad

también se podría hacer extensivo a toda la región- sostuvo que “el gobierno

en este momento no está dando espacios reales para que el joven se

vaya desarrollando, para que este joven pueda sentirse parte del país tanto a nivel

educativo, artístico, productivo”.

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los movimientos trasnacionales de los pandilleros ya que temen que éstos, que ya controlan rutas de inmigrantes, ayuden a “terroristas” a entrar a su país desde México.

No obstante las dimensiones que adquirió el tema, lo cierto es que muchos gobernantes se es-cudan en el azote de los maras para justificar así su ineptitud al mando de las naciones centroameri-canas. Tal es el caso del presidente Guatemalteco, Oscar Berger, quien responsabilizó a las pandillas del 80 % de los crímenes violentos que ocurren en su país.

Carlos Díaz, de la Asociación Cristiana de Jóve-nes, hizo un análisis sagaz sobre el problema de fondo que determina el surgimiento de las pandillas. Hablando sobre Honduras -aunque esta realidad también se podría hacer extensivo a toda la región- sostuvo que “el gobierno en este momento no está dando espacios reales para que el joven se vaya desarrollando, para que este joven pueda sentirse parte del país tanto a nivel educativo, artístico, pro-ductivo”.

O sea que –según Díaz- subsanando estas falen-cias y no con mano dura, se puede evitar que los adolescentes decidan convertirse en pandilleros para poder así conseguir una identidad dentro de la sociedad.

[email protected]

* EL GRANO DE ARENA. Correo de información ATTAC n° 366 - octubre de 2006. http://granodearena.blogspot.com/

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