Revista Bremen IV

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Número 4 de la revista del taller literario Bremen.

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Acta del taller literario BREMEN del 16 de enero de 2010

El 16 de enero de 2010 tuvo lugar la sesión del taller Bremen en un

escenario algo diferente del habitual y, además, un sábado. Dichos

cambios en gente tan rutinaria y apegada a las tradiciones como nosotros

(tened en cuenta que, por ejemplo, la tomatina, algo que parece una

tradición secular, apenas tiene veinticinco años, esto es, que las

tradiciones no deben contar con un largo tiempo a las espaldas y que, por

tanto, las costumbres de nuestro taller son una tradición en toda regla) se

debieron a la celebración de la cena del Bremen y la visita de uno de los

miembros virtuales del taller: Fernando (alias Portorosa, alias «ese poeta

encerrado en el cuerpo de un superhéroe», alias «el marino», alias... aquí

ya se puede poner lo que se desee, siempre que se esté dispuesto al

enfrentamiento, que no es mi caso). El caso es que, como venía diciendo,

que se me va la cabeza y no me centro, que no sé qué me pasará hoy

lunes que no me centro, coño, el taller se celebró en un lugar denominado

Muleke que también cuenta con un sótano de paredes de ladrillo y que

está muy cerca de la Buena. Al principio hubo opiniones favorables al

nuevo lugar pero tras una media hora de frío, humedad y de notar en la

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espalda los salientes de las paredes de ladrillo, concluimos que el taller se

seguirá celebrando en el lugar habitual.

El tema, en honor de nuestro ilustre invitado, era «El mar» y los

relatos que se leyeron fueron los siguientes:

Javier: «Odisea»

Robert: «Grandes hitos de la navegación»

David: «El naufragio del Märienbos»

Nano: «No lo digo por molestar, pero...»

Marina: «La llamada del mar»

Iván: «Piratas»

Ernesto: «El hombre del faro»

Nacho: «Cachalote»

El taller se realizó en un tiempo récord, ya que contábamos con algo

más de una hora para leer todos los relatos algo que influyó en que el que

esto firma (Javier) leyera su relato demasiado atropelladamente, por

ejemplo, y que tuviéramos la sensación de ir contra reloj. Como oyente,

asistió Marta Sixto, proveniente, al igual que Fernando, del noroeste

peninsular, esa zona de España que no parece España :-)

Durante la cena, Fernando levantó su inmenso corpachón, se

aclaró la voz y tuvo el valor de leer en voz alta su relato: «He navegado»,

superando el ruido de las conversaciones de una mesa llena de gente que

estaba a nuestro lado y también, por qué no decirlo, el nuestro propio,

enfrascados como estábamos ya en las conversaciones propias de este

tipo de reuniones.

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El tema para el siguiente taller, que se celebrará el 3 de febrero,

será «un cambio de luz», propuesto por Nano. Como resulta un tema un

tanto incomprensible (algo que puede ser bueno porque, ya sabéis, pato-

zapato), pego la explicación de Nano: la conciencia de un cambio en la luz

provoca una historia o tiene algo que ver con ella.

Año del señor de dos mil y diez

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Odisea

Esta es la ocasión más oportuna para interrogar a los huéspedes e inquirir quiénes son, ahora que se han saciado de comida. «¡Forasteros!

¿Quienes sois? ¿De dónde llegasteis, navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas

que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?»

La Odisea, canto III

Y la puta Odisea acechando, como una sombra, un peso con el que

tenemos que cargar, porque sí, porque nos ha tocado nacer en un lugar

determinado, cerca del mediterráneo y porque existe algo que se llama

Europa y que surgió alrededor de ese mar de Ulises y los lotófagos y las

sirenas. Un escritor norteamericano no tiene ese problema, el problema lo

tiene con Faulkner, y, reconozcámoslo, no es lo mismo Faulkner que

Homero, no es lo mismo. El tiempo se acumula sobre el griego, la

transmisión cultural se acumula sobre él, las historias se acumulan unas

sobre otras sobre él, las páginas que se han escrito inspiradas por esa

obra llegarían a la luna sin dudarlo, una encima de otra, en hojas de

papel de una décima de milímetro de grosor. Pensemos en la de azares a

los que han debido sobrevivir las páginas del primer escriba que registró

la leyenda, la de cambios que ha sufrido a lo largo de más de dos milenios

(casi tres, de hecho), imaginemos a un tipo con un cálamo registrándolo

en un papiro, sí, con un decorado seco, soleado, de olor pútrido por la

proximidad del Nilo, imaginemos ahora a un monje de rodillas, copiándolo

a un pergamino, a la luz de una vela, casi ciego... sí, el Nombre de la Rosa

lo hace mucho mejor, para qué molestarme, y ahora el Renacimiento y un

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impresor y editor veneciano, creando de forma artesanal un juego de

letras griegas para poder imprimirlo, véanlo aprendiendo griego de

adolescente, admiren el brocado de los trajes, los colores de los trajes, las

putas con los pechos al aire, y después vean a un tipo de gran nariz

escribiendo el Polifemo, qué capacidad técnica, que increíble talento para

la imagen, para las imágenes amontonándose unas encima de otras,

convocadas por la palabra, y ahora la Ilustración y gente con pelucas

empolvadas que siguen estudiando el mismo griego antiguo. El principio,

el comienzo del viaje de las palabras, el comienzo de la literatura ya era

una historia con el mar de fondo, el comienzo de la cultura occidental ya

era la historia de un viaje en barco. Cómo va a ser comparable con el peso

de Faulkner, por Dios, cómo se pueden comparar ambas cargas.

Puedo intentarlo, puedo hacerlo, he escrito algunos textos con el

mar de fondo, textos que me gustaron pero que ahora, cuando cargo con

el inmenso peso de la Odisea a la espalda, estoy seguro de que van a ser

algo indigno, algo que no estará a la altura pero qué le voy a hacer, soy yo

el que no está a la altura, soy yo el que no llega, el que no podría llegar de

ninguna de las maneras. Por mucho que lo intentara:

Arañas

…Y unos días antes el repetitivo mar azul, indiferente al estado de

ánimo que pudiéramos tener, allí esperándonos. Y durante la pereza

rítmica de los días libres, el hilo de seda fue desenredándose con cuidado,

hasta quedar desechado en una esquina: un montón leve, blanco y azul,

una fantástica instalación para una feria de arte contemporáneo tirada de

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cualquier manera sobre la arena de la playa. Allí en una esquina, cubierta

de granos de arena. Y el viento sonaba en la costa como un rumor a

través de las hojas de los árboles. Y era gozoso el vacío del descanso.

Músculo

Me pregunto si en la costa nuestro ritmo sanguíneo se acompasa al

latir del mar contra la arena.

Si el sordo retumbar contra las rocas (sístole) que muere, mínimo al

fin, contra la playa (diástole), tiene algo que ver con nuestro corazón: ese

músculo quebradizo por tanto cambio de temperatura.

Barbate

La madera cruje, acongojada por la fuerza del mar, como tantas

otras veces. El barco se hunde y, aunque es pequeño, forma remolinos

alrededor que empiezan a arrastrar a algunos marineros y de los que no

es posible escapar. Ocho pescadores luchan. Los compañeros gritan e

intentan salvarlos. Casi ninguno de los hombres sabe nadar. No lo

necesitan. Cuando el mar decide llevarte con él, no sirve de nada

oponerse, más vale morir en paz dejando que los pulmones se llenen

dulcemente de agua, mirando los extraños efectos que provocan los rayos

de luz debajo de la superficie.

El mar sólo devuelve a tres. La tierra los acogerá. El resto sigue en

el fondo mirándolo todo con los ojos muy abiertos. Sus familias piden a

Dios y a los hombres que se recuperen los cuerpos porque no es allí

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donde deben estar. Los cuerpos deben descansar al fin en tierra firme. Es

lo justo. Es el trato secular. Así debe ser.

Las lágrimas de los familiares son las mismas que aparecen una y

otra vez desde el principio de los tiempos en los ojos de los vivos. Las

lágrimas de los familiares son tan antiguas que apenas tienen sal, tantas

veces como han salido de los ojos que se han quedado en la orilla

esperando el regreso.

Javier López

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Grandes hitos de la navegación

La isla de las sirenas

Precavido por las advertencias de Circe, e impulsado por sus más

bajos instintos, Ulises ordena a sus acompañantes que sellen sus oídos

con cera derretida, y que le amarren al mástil como sólo a él le gusta,

para poder escuchar sin peligro alguno el canto de las sirenas.

Los esforzados guerreros están hartos de los cambios en el

programa de lo que se suponía que iba a ser un placentero periplo de

saqueo y exterminio para mercenarios prejubilados. Recelosos del

sospechoso tintineo metálico en el camarote de Ulises tras el extravío del

botín facturado en Troya, aseguran con firmeza a su capitán, y cobran

justa venganza, tarareando una y otra vez con voz lastimera, cual crueles

Parcas, Viatge a Ítaca, de Lluís Llach. Propinan, entre grandes carcajadas,

leves y humillantes tirones a las onduladas canas de la barba de Ulises,

acarician su nariz con un arenque, derriten la cera que iban a utilizar

para taponarse los oídos en sus monárquicos pezones y le recuerdan que

ganó una guerra tras ser cagado por un caballo de madera.

Una de las sirenas, ajena a todo, picotea de forma lenta y aburrida

la arena de la playa en busca de algún cangrejo, y es devorada en un

santiamén por un oso polar que surge de la espesura.

Descubrimiento de América

Cristóbal Colón hinca la rodilla en la arena de una playa de

Guanahani, creyendo haber descubierto las Indias, y reza por salir vivo

del aprieto en que se halla sumido. Si aquella tierra no confirma las

promesas con las que logró enrolar a aquel hatajo de mentecatos, es

hombre muerto. Los miembros de la tripulación que le acompañan en el

desembarco parecen estudiar todos sus movimientos, se encogen de

hombros, y empiezan a rezar en voz baja un avemaría, esforzándose por

olvidar las pequeñas rencillas, latigazos, mutilaciones y conatos de

canibalismo sufridos durante el largo trayecto desde Palos.

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El Almirante sabe que ha llegado el momento de buscar una

recompensa que apacigüe los ánimos, de optar por uno de los bandos que

se han formado durante el largo paréntesis especulativo que ha supuesto

la travesía transoceánica.

El grupo mayoritario no piensa sino en buscar prostíbulo, hembra,

macho o animal de sangre caliente con el que desfogarse, hartos de

compartir como objeto de alivio las acartonadas medias de la reina Isabel,

graciosa prenda caballeresca que debería haber gozado lugar preeminente

bajo la enseña de la nave capitana y cuyos potentes efluvios provocaron

inmediato motín y exigencia de usufructo al Almirante para usos

impropios.

Unos pocos, de afilada nariz y castellano fingido, consideran

prioritaria la búsqueda inmediata de oro y piedras preciosas, conocedores

de que el preciado metal les proporcionará futuros y más gratificantes

placeres. Observan a su alrededor con expresión desconfiada y olfatean

desconfiados los guijarros desperdigados por la playa, pues lugar tan

llano y con tan abundante vegetación no parece apto para la minería.

Sopla el viento y un coco se desploma desde una palmera cercana.

Está a punto de golpear la rodilla del descubridor, que contempla

estupefacto el enorme huevo vegetal. Para desconcierto de todos, un

hombre desnudo y cetrino, en cuyo cuello centellea un grueso colgante de

oro, surge de la selva dando cortos y presurosos pasos, recoge el coco del

suelo, da media vuelta sin apenas mirarles, y se dirige de regreso hacia la

espesura. Unos contemplan sus nalgas desnudas, otros el dorado collar.

Todos sonríen en silencio y Colón suspira aliviado.

Benidorm

Una mole de carne enrojecida, desnuda, depositada sobre el hueco

de una enorme rosquilla de goma de color negro. Una yema

angloparlante que flota sobre la cámara de la rueda de un camión.

Delira, balbucea, observa con curiosidad su barriga hinchada por la

cerveza, el dolor premonitorio que anuncia su piel escaldada. No es

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consciente del lento empequeñecimiento de los rascacielos, da cabezadas,

se ríe sin saber por qué, tal vez porque ha perdido el bañador, y agita de

forma juguetona pies y manos mientras se aleja de la playa.

Sobre la parrilla de la arena, una salchicha más, expuesta al sol

inclemente. Se hace la dormida y utiliza las gafas de sol para cazar

imágenes que usará esa noche bajo el amparo de la luz apagada de la

habitación del hotel, bajo el peso opresivo y sudoroso de su marido. Pelo

engominado, gafas de diseño, cuerpos de italianos. De repente, los

playistas se levantan de sus toallas y miran al horizonte, agitando los

brazos.

Algo tapa el sol. Es consciente de ello, incluso en su estado. Las

olas parecen haberla tomado con él, pero además… Logra dar la vuelta en

redondo, poco a poco, con un torpe chapoteo. La rueda-flotador gira y le

coloca de espaldas a la playa, cara a cara con el USS Forrestal.

Los marines del portaaviones estadounidense gritan enloquecidos

desde la cubierta de babor, como si las putas del puerto pudieran

escuchar la amenazante lujuria de sus alaridos, y aún y así, como si

éstas pudieran entender lo que dicen. Gritan y blasfeman en inglés,

ansiosos por llegar a tierra. Nadie escucha los gritos de socorro y

posteriores blasfemias, ni es capaz de percibir la fatal y diminuta mancha

rojiza que se confunde en la blanca estela del colosal navío de guerra.

Robert Llopis

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El naufragio del Märienbos

Hay un hombre sentado en la arena, donde no alcanza el ansia

borradora del oleaje enrabietado. A su alrededor el viento forma túmulos

en miniatura, y la arena baila en el calor de ese sol que ahora reclama su

imperio en un cielo súbitamente azul, borrado ya de toda nube. El

hombre está empapado y mira fijamente las rocas que, a su izquierda,

delimitan el final de la playa por ese lado. Entre ellas hay una bota que

parece una piedra que parece una bota.

Alguien lo llama a sus espaldas, con la voz apaleada por el fragor

del mar y del viento. Pero él no aparta la vista de las piedras.

—¿Sargento Van der Reynst? ¿Jocodus? —insiste la voz, más cerca,

un grito que suena extrañamente alegre, irreal en aquella playa. Y luego

más tenue, como si su propietario ya no le estuviese encarando, vuelve a

sonar—. ¡He encontrado al sargento! —y al fin escucha acercarse unas

torpes y desangeladas patadas a la arena, siente una mano en el hombro

y una silueta se interpone entre él y las piedras, se agacha y lo mira—.

¿Qué diablos le ha pasado en la cara, sargento?

Parpadea, o lo intenta, aunque no le sale del todo bien. ¿Qué le ha

pasado? No lo sabe. Ese tacto áspero y rígido que le enmascara medio

rostro pudiera ser sangre seca, y aunque todavía está demasiado

entumecido para sentir dolor, su roma promesa deambula impaciente por

su interior, y se anuda en torno a su brazo izquierdo según lo levanta,

aparta sin fuerzas al hombre y señala hacia las rocas y hacia la bota que

parece una piedra que parece una bota.

—¿Aquello es una roca o una bota? —pregunta, atragantándose con

el aire al hablar. El hombre se incorpora y gira, resopla, se aleja

zigzagueando hacia las rocas. Lo ve encogerse en la distancia y trepar

como buenamente puede entre los salientes afilados erizados de

moluscos. Observa que está descalzo, lo que probablemente acabe de

salvarle la vida. El hombre llega hasta la bota, se agacha sobre ella y

luego se aparta tan rápidamente que a punto está de soltarse de las rocas

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y caer rodando promontorio abajo. Pero se afianza, y el sargento Jocodus

observa cómo trepa un poco más, oteando a su alrededor, tierra adentro,

hacia el otro lado de las rocas.

Entonces el hombre se vuelve y Jocodus por fin reconoce a uno de

sus hombres; el cabo Houbraken.

—Aquí está el capitán —le intuye decir, más que oírle —. Le falta

media pierna. Aún está dentro de la bota.

Las olas empotran un madero quebrado en la arena como si fuese

un ariete, a pocos metros del teniente. Se gira y busca, pensando

absurdamente que quizá sea la parte trasera, en la que ponía el nombre

del barco. Pensando que si el mar rescatase un leño en el que pudiese

leerse Mariënbos, no todo estaría perdido. Por la playa camina más gente,

media docena de personas que dan tumbos, tosiendo agua,

desenredándose algas. El mar va escupiendo uno a uno fragmentos del

barco, como si fuesen espinas de pescado. En el madero no pone nada.

David Ruiz

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No lo digo por molestar, pero...

El mar ya no es lo que era.

Ilustración by Elena

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Ahora que han muerto de viejos los marineros que cantaban las

historias con garganta de mar. [«Y en el tubo traqueado el salitre le ha

dejado, rumor de altamar». Kiko Veneno]. O los de bajura, que estaban

fuera pocos días, o solo una noche, y eran el pespunte que unía el paño

de mar con el de tierra, llenando este de alegría, pero de nuevos fríos al

partir; en el paño de mar desmigajaban pensamientos no pensados y los

echaban al agua como cebo para los dioses antiguos. Se hundían con esa

pesadez de lo que no se dice, alimentando las pesadillas de los seres de

los fondos profundos. Los marineros muertos de viejos sabían cantar La

Canción, porque el mar fue uno de los orígenes de los cantos.

Ahora los reproducen otros. Y en un primer momento hasta parece

que canten mejor, porque los ingenieros de sonido les ponen trapos

chillones para llamar la atención. Como si la canción fuera un monito de

feria.

Por eso el mar no es ya lo que era.

(2)

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Al querer pensar el mar y quedarme en blanco me vienen las

palabras «tu coño insomne», lo que además de indecente es injusto,

porque son tantísimos los años que han pasado que porqué voy a pensar

en él, ni de esta ni de cualquier manera, o en lo que habrá sido. Si habrá

corrido la suerte de tantos sexos de entonces, detenidos como ballenas en

las profundidades: perplejas, ariscas, dormidas sin sueño. Sin sueños.

Mejor pensar, y hace tantísimos años que no lo hacía, en cuando

buscábamos el cabo más recóndito, y en él lo más recóndito del cabo, y

luego a ratos la ocultación de las rocas de adentro, donde tu pequeño

coño de 16 años se me hacía agua en la boca. Un descubrimiento tras

otro. [«You’re sixteen, you’re beautiful, and you’re mine». B. Sherman].

Después volvíamos frente al mar, nos lanzábamos desde las rocas planas

y movíamos los brazos y las piernas, creyendo que nadábamos. Sin

darnos cuenta de que lo que hacíamos era dar las gracias.

Y es que quién sabe ya lo que fue el mar.

(3)

Cuando los mejores mares los surcaban naves negras, y el agua

escuchaba los cantos de sus marineros, las olas aprendieron a moverse

con el ritmo de los hexámetros dactílicos y los cantos repercutieron en la

sal; la sal en los peces; los peces en nuestro estómago; y del estómago el

ritmo pasó a la sangre y el cerebro. El corazón nos late así por el sonido

de la primera ola. Desde entonces, Ulises es una llamada que llena los

huecos del reloj.

El mar tiene zonas de otros colores, más pequeñas, que se llaman

Defoe, Coleridge, Melville, Stevenson o London. Más cerca tenemos el tono

Camoens, o Galdós, Blasco Ibáñez y Baroja. Hay para elegir; hasta para

navegarlos de uno en uno.

Pero el Mar de Homero, madre y padre de todos ellos, no ha

cambiado su manera de mecer.

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(4)

Aún no sé por qué, pero tuve un

hijo, que llevé al mar cada año desde

el primero y me regaló la suavidad de

la costumbre. Lo presenté al mar, y él

y el mar hicieron un pacto que me

obligó a regresar todos los años. No

creo en esa solemnidad de que

debemos la vida (una cadena de datos

neurobiológicos) a nuestros padres,

tanto como en que lo real es que vivir

vivos (una cadena de experiencias) se

lo debemos a los hijos.

Comíamos a unos 40 metros de

la orilla. Al terminar, cuando levantábamos la mirada, la extensión de

arena fina y ardiente reverberaba. Detrás estaba la pequeña franja de la

orilla, donde nos poníamos, que se había ido deshabitando sin que nos

hubiéramos dado cuenta, con

las sombrillas a bandas

blancas y azules. Más allá, la

mar entera, sola para

nosotros. Esa imagen es mía

para siempre, vaya o no vaya.

Después paseaba por la orilla

de un lado a otro, con el agua

por los tobillos, leyendo a los

griegos cuando era posible.

El mar ante el que presenté al hijo, el que paseaba, el que es mío en

la memoria, era el de Homero. Que es inagotable e inalterable.

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(5)

Según los penúltimos datos, se espera un aumento de la

temperatura de unos dos grados en los siguientes siglos. En el anterior

período interglaciar, hace unos 125.000 años, la temperatura global

media era aproximadamente 1,3 grados superior a la de hoy, como

consecuencia de los cambios producidos en la órbita de la Tierra

alrededor del Sol. Un artículo publicado en la revista Nature, Robert E.

Kopp et al, 17th December 2009. Probabilistic assessment of sea level

during the last interglacial stage. Nature Vol 462, pp 863-868, demuestra

que durante ese período los niveles del mar eran entre 6,6 y 9,4 metros

superiores a los de hoy.

Metro de más o de menos, el mar sueña con volver a ser él mismo.

Nano

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La llamada del mar

Ricardo Blanco arrancó la hoja de su libreta, la rompió en cachitos

que lanzó a la brisa de tierra y echó a andar hacia el puerto. Necesitaba

una historia que no tenía. El editor le apremiaba y él no era capaz de

hilvanar una trama interesante y coherente. Le quedaba menos de una

semana para presentar los dos o tres primeros capítulos de la novela.

Silvia tenía que impresionar a su jefe. Deseaba el trabajo. Su sueño desde

siempre era escribir y ahora lo tenía muy muy cerca. Vale que ejercer de negro

literario escribiendo para otros que se forraban a costa de su talento por un

sueldo de becaria no era exactamente ser escritora, pero se le parecía más que

ser camarera del Starbucks. Los editores habían decidido explotar el rotundo

éxito de «La llamada del mar» con otras obras en torno a la novela y a su

misterioso autor. En eso consistía el encargo. Una ficción sobre el autor de la

novela. Una especie de biografía imaginaria del escritor del mayor best seller del

último lustro. Silvia releyó el primer capítulo que, en su opinión, condensaba

toda la esencia de lo que se contaba después, más pormenorizadamente, a lo

largo de 547 páginas.

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«El mar puede volverte loco. Hay que tener mucho cuidado. No

confiarse nunca. Incluso cuando está en calma el mar es peligroso.

Cualquiera que se haya criado en un pueblo de pescadores sabe que el

mar todo te lo da pero también puede arrebatártelo todo. La familia, la

cordura, la vida. El mar es caprichoso y traicionero. Y nunca igual. Los

vientos y las corrientes transforman las aguas, agitan las olas, sacuden el

fondo y la superficie. Las olas mueren al contacto con la orilla y cuando

se enfurecen arrasan con todo, sin respetar nada. Eso es algo que he

sabido desde muy pequeño. Ser el hijo de Ramón no ha sido fácil. Ese soy

yo, “el hijo de Ramón”. La figura de mi padre ausente anuló mi nombre. Y

nunca me importó. Lo acepté como algo natural que llevaba con orgullo.

Mi condición era la de ser hijo de un padre al que nunca conocí. Después

ocurrió lo de mi madre y a ella nadie quiso nombrarla. Queda para

siempre en los rumores y las leyendas de este pueblo que, como todos, ha

inventado una mitología con nombres y apellidos propios que se

transmite de generación en generación. Mi madre, la que enloqueció de

amor. La que todos los días esperaba en la playa que el mar le devolviera

el cuerpo de su amado y no se cansaba de vigilar aquellas aguas que sólo

escupían ahogados que nunca eran el suyo, hinchados de sal y algas,

mutilados a veces. Su marido no regresaba y hubo quien dijo que nunca

volvería, que no era un ahogado sino un prófugo, que encontró otro hogar

en mares transparentes y lejanos, de superficies rojizas y corales

preciosos. Hasta que un día se cansó de esperar y se dejó tragar por las

mismas aguas que se llevaron a su amor para siempre. No le hicieron

falta piedras en los bolsillos y nadie le compuso una canción. Su recuerdo

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queda como un misterio local y un vacío eterno en el corazón de su hijo

huérfano. Yo, el hijo de Ramón, maldito desde siempre, arrastrando esta

tragedia familiar que me condenó a amar y odiar el mar porque es lo que

dictan mis genes. Porque yo sé lo que es el mar. Yo me he visto las caras

con él durante días enteros y horas oscuras que equivalen a mil noches, a

mil muertes. Amigo y enemigo. Todas mis alegrías y mis penas más

profundas me las provocaron sus entrañas.

El mar hipnotiza y embruja. La melodía de las olas rompiéndose

contra la roca es más embriagadora que el canto de mil sirenas. Es el

rumor de la sangre el que me llama en este atardecer eléctrico. Los rayos

secos desgarran las nubes que se han hecho cielo en ese horizonte que no

deja ver otras tierras. Los relámpagos iluminan con fogonazos sordos este

mar bravo que ha hecho de mí lo que soy. Ni una gota de lluvia. Sólo una

ilusión de tormenta. Conozco esta costa como la palma de mi mano. He

surcado su superficie y su fondo mil veces y nunca me he cansado porque

nunca es igual: ni su color, ni sus piedras, ni su fauna. Las algas van y

vienen igual que los peces. El agua es a veces fango y a veces petróleo de

los barcos y grasa de las fábricas, y a veces despojo y desperdicio que

manchan los pies y el cuerpo de brea y lodo. Otras veces es sólo espuma y

arena, y juegos infantiles y risas inocentes y cuerpos bronceados en

verano de turistas que confunden el mar con la playa. Para nosotros, los

pescadores, el mar es faena, sustento, trabajo duro y jornadas eternas

sujetos a las inclemencias del tiempo. Y el hedor amargo de todos los

puertos de mar, con ese olor a podredumbre y motores que se incrusta en

la piel cuarteada de sol y salitre. Que no me hable del mar quien solo lo

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conoce en verano. Los señoritos de secano se creen marineros porque

tienen un yate, porque se sacaron una licencia para navegar. Se llaman a

sí mismos patrones de barco pero no tienen ni idea. Eso es otra cosa. Yo,

que llevo en las venas la sangre de los navegantes, sé de lo que hablo. Yo,

el hijo de Ramón, puedo hablar. Estas aguas que ahora contemplo desde

el acantilado como si las nombrara por primera vez me reconocen como

suyo, llamándome por mi nombre, el verdadero, el que nadie conoce ni se

atreve a pronunciar».

Silvia cerró el libro y decidió consultar la Wikipedia, en busca de

inspiración.

«La llamada del mar», de Rick White, ha vendido más de diez millones de

ejemplares en todo el mundo y se sigue reeditando cada año. Se trata de la única

novela de su autor, del que poco se sabe. Hay quien dice que tras ese seudónimo

se esconde el famoso escritor Ramón Blanco, retirado de la vida pública y de la

literatura tras la trágica desaparición de su hijo, que se ahogó al caer desde un

acantilado pocos meses antes de que se publicara el libro.

Sí, decididamente, aquí hay una historia, se dijo Silvia. Dio el último

sorbo al café frío, encendió un cigarrillo y empezó a teclear.

Marina Fernández Bielsa

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Piratas

Lo último que hizo Jorge antes de salir de casa fue aclarar las

cucharillas en el fregadero.

En eso estaba cuando sonó el teléfono y fue a contestar con las

manos mojadas, seguro de que podría despachar rápidamente la llamada

y seguir con sus labores. Número desconocido. Una mujer mayor hablaba

en tono desganado, decía ella, desde el hospital Ramón y Cajal. Avisaba

de un accidente que había sufrido Nuria, la misma que había manchado

las cucharillas con el tiramisú que Jorge preparó con la suerte del

principiante; la que amenazó a Jorge, ebria de limoncelo, con explotar sus

dotes culinarias poniéndose a ella misma como bandeja. Una fantasía

algo tópica, replicó él mientras recogía la mesa desnudo.

Se ha saltado la mediana, seguía detallando la mujer mayor, en la

nacional hacia Burgos, antes de llegar a qué importa dónde. Horas antes

Nuria se había negado a quedarse a dormir o ser conducida hasta

Alcobendas porque por nada del mundo iba a dejarse proteger, que ella

usaba a su cocinero porque iba a ser su amito de casa y además follaba

bien. Hice lo que estuvo en mi mano, se consolaba Jorge para sus

adentros. ¿Pero cómo está?, pregunta en voz alta.

Fue fácil embestir a Nuria dos veces entre plato y plato cuando no

pensaban en la quinta cervical. La mujer mayor del teléfono repetía un

número para localizar a Nuria y Jorge decía «sí» a todo mientras evocaba

los jadeos sin traqueotomía y el tacto del pubis sin una sonda acoplada.

Al colgar el teléfono se sintió culpable por alentar su libido en esos

momentos. Pronunció «109» en voz alta, se puso la cazadora y metió las

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llaves en un bolsillo con la prisa de quién quiere moverse más rápido que

lo ya ocurrido. Dio un innecesario portazo al salir; creyó que era un gesto

que mostraba la debida angustia.

El entrante de aquella cena consistió en una parrillada de verduras

cuyas sobras estaban bloqueando el desagüe del fregadero. Mientras

Jorge buscaba plaza en el parking del hospital, la pila ya se había

desbordado y la espuma jabonosa anegaba el cubo de basura,

parcialmente tapado porque servía de cenicero.

Jorge tardó en percatarse de que se había equivocado de edificio. No

estaba acostumbrado a los hospitales. Siguió los carteles que señalaban

el mostrador de información con aire de turista. Los suelos están muy

limpios, pensó Jorge, se puede andar arrastrando los pies, como en el

hielo. Un auxiliar casi le atropella con la camilla donde boqueaba un

anciano. Jorge pidió disculpas pero la camilla pasó de largo como si fuera

un espíritu. Sintió un estremecimiento.

El charco de agua sucia había cubierto la cocina y el salón. El

menú de un chico a domicilio flotaba a la deriva. El mando a distancia

perdido debajo del sofá sufría daños irreparables. La recepcionista, con

los dedos suspendidos sobre el ordenador, esperaba a que Jorge

recordara el apellido de Nuria. Manchas de humedad marrón reptaban

como una hiedra por los sillones de tela. El charco turbio de disponía a

tomar los pasillos hacia su dormitorio y la puerta de entrada.

Ha sido muy «aparatoso» pero parece que no es tan grave. Menos

mal que un conductor calvo y gordo que se estaba despidiendo en ese

momento llamó a tiempo a una ambulancia. Fue tan amable de hacerse

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Page 24: Revista Bremen IV

pasar por su padre para no dejarla sola, ¿sabe usted? La enfermera que

cuenta la anécdota también es fea. Yo soy joven y dicen que muy guapo

aunque no haya sido un héroe, se defiende Jorge interiormente.

Con la prisa había sudado demasiado y tenía puestos los

pantalones de franela. Estaba avergonzado ante la señora mayor que

parecía preocupada. Hay gente que preocupada resulta interesante pero

ella sólo está más fea, reflexiona Jorge. La señora le mira expectante.

Recuerda que ha venido por Nuria. Ha sufrido un accidente «aparatoso».

La palabra «aparatoso» la asocia con una navaja suiza e imagina a Nuria

con las extremidades descoyuntadas.

Siento conocerla en estas circunstancias, beso mejilla izquierda,

¿está fuera de peligro?, beso mejilla derecha. Sí, eso parece, dice la señora

mayor con un deje de reproche. Es cierto que huele a crema cara, piensa

Jorge, incluso siento los labios aceitosos. ¿Por qué se pueden odiar una

madre y una hija?

La mujer mayor le mira fijamente, sin expresión. Es obvio que le

está juzgando. A Jorge le incomoda prolongar la conversación y dirige su

mirada a la cama donde Nuria está sedada, con los ojos cerrados. Jorge

observa que no está intubada ni sanguinolenta con una mezcla de alivio y

decepción. Ahora lo mejor es dejarla descansar, opina su madre

adivinando sus intenciones.

Una lengua de agua asomaba más y más por debajo de la puerta de

entrada. El tercero izquierda parecía sonreír maliciosamente a pesar de

que la imagen de Jesucristo sobre la mirilla prometiera decencia y

formalidad.

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Page 25: Revista Bremen IV

Jorge se quita la chaqueta y la cuelga a los pies de la cama. Acerca

un taburete a la cabeza de Nuria. Se sienta y observa. Los labios están

erosionados y lleva un collarín de gomaespuma. Le han lavado la cara y

lleva el cabello dentro de una malla, parece una cabeza genérica, sin los

accesorios que la convierten en la Nuria de siempre.

La madre se sitúa de pie al otro lado. Intercambian comentarios

neutros para llenar el silencio y hacer saber su presencia a la

accidentada. Nuria se da por aludida y gira un poco la cabeza primero

hacia su madre, brevemente. Después hacia el otro lado y sonríe a Jorge

aunque le duelen los labios.

«Hola», dice Nuria, somnolienta. «¿Qué tal?», responde

automáticamente Jorge que se da cuenta de que debería devolver la

sonrisa. No es capaz de besarla, su madre les observa con atención. «Pues

ya ves, muy bien», replica Nuria intentando reír, sin éxito.

Suena el móvil de Jorge. Otro número desconocido. Pide disculpas y

contesta hablando en voz baja. Sí, soy el vecino del tercero. La enfermera

fea le pide que hable en el pasillo. Jorge se disculpa con un gesto de la

mano y se apresura a la sala de espera. Una mujer, vecina del piso

inferior, protesta porque le está calando el agua en el techo de escayola y

que algo tendrá que hacer él para arreglarlo. Que si no vuelve pronto a

casa tendrán que forzar su puerta porque se está inundando el hueco del

ascensor y están todos los vecinos despiertos a las cuatro de la

madrugada como locos intentando localizarle.

Muy bien, ahora mismo voy. Jorge imaginó a señoras mayores en

bata que le observarían sin hablar y hombres calvos y gordos, resentidos

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Page 26: Revista Bremen IV

por ser feos pero respetados por la rectitud de sus vidas. Se imaginó

girando las llaves en la cerradura, dispuesto a descubrir la destrucción de

su hogar mientras a sus espaldas los vecinos se amotinaban. Ésa era la

oportunidad que esperaban para vengarse de los jóvenes que tenían sexo.

Brindarían con mosto para celebrar que el vecino guapo estaría achicando

agua y lijando el suelo de parqué mientras ellos disfrutaban del motín

acumulado en sus acolchados hogares.

Siento tener que irme, me ha surgido algo urgente. Bueno, ha sido

corto pero intenso. Nuria trata de alcanzar su mano para tocarle aunque

sea una vez. Jorge no se percata de ello, está demasiado alterado.

Encantado de conocerla, si necesitan algo, ya saben. Sí, sí, no te

preocupes, me quedaré con ella toda la noche, no te preocupes, vete a

hacer tus cosas.

Nuria quiso hacer un comentario cuando se quedaron solas pero su

madre le metió los brazos entre las sábanas y le subió el embozo hasta la

barbilla. Calla y descansa, hija mía. Descansa de una vez, repitió en voz

baja la señora mayor mientras le apretaba las sábanas por los costados.

La accidentada, inmóvil como una crisálida, se dejó hundir por los

sedantes.

Iván

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Page 27: Revista Bremen IV

El hombre del faro

El hombre del faro se sienta a la mesa, agarra la taza con las dos

manos y le da un pequeño sorbo al café caliente. Luego cierra los ojos,

aspira con fuerza el aroma y piensa en el océano, en las olas frías, en la

resaca que se lleva mar adentro los cuerpos con vida de los incautos para

escupirlos a la orilla, horas o días o meses después, convertidos en

cadáveres hinchados; azules, morados o verdes, según la temperatura.

También piensa en los matojos de algas enredándose en los intestinos, en

los peces pellizcando los párpados de los muertos, sus cráneos

golpeándose una y otra vez contra las rocas. Una y otra vez golpeándose

contra las rocas, astillando el hueso, en un baile repetido, siniestro y

absurdo.

Al hombre del faro le gusta que el humo del café le recorra la cara,

adhiriéndose a la piel, como una pegatina. Le recuerda a cuando, de

pequeño, tenía catarro y su madre le preparaba una cacerola con agua y

una hoja de eucalipto para hacer vahos; se cubría con un paño y metía la

cabeza en el humo como un buzo en el mar que busca algo. De aquella

zambullida nunca salía nada.

El hombre del faro se levanta de la mesa, deja la taza de café en la

encimera y mira por la ventana: el mar, inopinadamente, está en calma.

No se ve ni un barco. Por el oriente, no muy lejos de la costa, asoma el

pequeño islote rocoso donde solían perder la vida los percebeiros de la

zona; en tierra, apenas visible tras la neblina que se eleva sobre el

acantilado, se intuye la aldea abandonada, un montón de casas huecas y

muros agrietados. El hombre aparta la vista de la ventana y se gira hacia

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Page 28: Revista Bremen IV

la cama. Recoge los libros que están apilados sobre el colchón y los

coloca, uno a uno, en la estantería. Ve que hay un periódico del mes

anterior entre los lomos de la enciclopedia y lo rescata para arrojarlo a la

basura; antes de meterlo en la bolsa, vuelve a leer el titular de la portada

y no puede evitar una mueca de tristeza. Al mirar hacia el suelo se da

cuenta de que tiene sueltos los cordones del zapato derecho y se agacha

para atárselos. Coge con una mano la maceta que está junto a la cama y

la deja unos segundos bajo el grifo del fregadero, que siempre gotea un

poco.

Finalmente se aproxima al armario, que está al fondo de la

habitación, y abre la puerta. Saca la muñeca que reproduce a tamaño

real el cuerpo de su esposa fallecida y se pone a bailar con ella un vals

vienés. Lo tararea. Parece Rosas del sur, de Strauss. Desde un hipotético

barco naufragado y lleno de fantasmas, se verían las dos sombras

dibujando parábolas por la casa. Dos cuerpos que giran y giran

esquivando las sillas, la mesa, la cama, la lámpara… Al rato, cansado, el

hombre se deja caer en el sillón y sienta a la muñeca sobre sus rodillas.

Le peina la peluca con la mano y se queda dormido.

Cuando despierta, el hombre del faro sale de la estancia, baja las

escaleras de caracol y desciende a la playa entre las rocas, arrastrando la

muñeca por el suelo. Al llegar abajo, se descalza para notar la suavidad y

el frescor de la arena. No hay nadie, como siempre. Le gusta esa

sensación de soledad, un poco cósmica: la de estar rodeado sólo por las

fuerzas de la naturaleza. Se acerca a la orilla. Hace frío. Oye, a lo lejos, el

ladrido de un perro. Arriba, en el faro, la luz gira y gira.

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Page 29: Revista Bremen IV

Cuando está a punto de tocar el agua con los pies descalzos, se

acuerda de algo gracioso y empieza a reírse.

Ernesto Baltar

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Cachalote

No sé si terminaré este bostezo. En caso de que lo termine, no sé

qué me encontraré después. También está el problema de la edad de los

cachalotes: vienen a vivir el mismo número de años que un ser humano,

poco más o menos. ¿Cómo consiguen pasarlo de unos a otros, si es que es

eso lo que hacen? Si termino de bostezar, ¿la encontraré? ¿Habrá, en todo

caso, alguien más allí, calzando sandalias?

Mi vida era lo que yo quería que fuera hace tan sólo unos años, al

menos en mi percepción del tiempo. Embarcados en el buque

oceanográfico Cornide de Saavedra, seguíamos por el Golfo de Cádiz a

toda manada de cachalotes cuya localización nos permitiera establecer el

satélite. Así, como la vida de los soldados durante las guerras, nuestros

días a bordo se dividían en interminables jornadas de aburrimiento

interrumpidas de vez en cuando por breves minutos de actividad

frenética. El siete de Septiembre descubrimos una manada pequeña. De

pronto, el técnico del sonar gritó que los cachalotes subían desde la

profundidad directos hacia el casco del buque. Vimos aterrados cómo

apareció por estribor un morro enorme, subiendo verticalmente del agua.

Pudimos ver la mandíbula larga y estrecha, que se elevaba hacia la

altura. Algunos corrieron. Otros nos quedamos mirándolo, paralizados,

convencidos de que, de todas maneras, no había muchos sitios donde

correr. Si el cachalote se dejaba caer hacia delante, yo no sabía si la nave

aguantaría la fuerza de la embestida. Pero no lo hizo. Se sumergió tan

verticalmente como se había levantado. Cuando la mandíbula volvió a

pasar cerca de la borda, esta vez en descenso, el cachalote escupió una

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gran cápsula sobre cubierta. El animal desapareció en las profundidades

sin una salpicadura. Todos nos quedamos en silencio, acercándonos

despacio a la píldora. La describo así porque tenía la misma forma que

esas pastillas con envuelta plástica que contienen antibióticos o cualquier

otro medicamento. Sólo había dos diferencias entre ellas en cuanto a su

aspecto: la que teníamos en cubierta era un poco dorsiventral, y medía

más de dos metros. Era translúcida, vitrosa, de color pardo grisáceo, y no

cabía duda de que estaba hecha del ámbar que segregan los cachalotes

para amalgamar los “picos de loro” de los inmensos calamares que

ingieren, y embotar, así, las peligrosas puntas. Y en su interior, en unos

segundos, comenzó a vislumbrarse una silueta humana. Súbitamente,

como si de un hielo se tratara, apareció una fractura en todo el perímetro

de la píldora. Y la figura de dentro empujó la valva de arriba.

Era una mujer pequeña. Con el pelo color ámbar, ensortijado más

que rizado, con algún lazo formando un complicado peinado. Se vestía

con una cortísima túnica y unas sandalias muy ligeras. Bostezaba y se

frotaba los ojos. Tenía la comisura de la boca manchada por unas gotitas

negras, como si hubiera comido chocolate descuidadamente. Nadie decía

ni palabra. La joven se incorporó y se sentó, mirándonos a todos. No sé

por qué lo hice, pero las manchas negras cerca de sus labios era lo único

que impedía pensar que era perfecta, así que me acerqué, me arrodillé

junto a ella y le limpié la boca con un pañuelo. Ella me sonrió y me besó

en la mejilla. Se levantó, se desperezó y dijo algo en un idioma que nadie

de los presentes comprendió, pero que tampoco sonaba demasiado

extraño. Al menos, las entonaciones eran muy parecidas a las nuestras.

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Se agarró de mi brazo y empezó a andar y a curiosearlo todo, sin parar de

hablar y de preguntarme cosas. Alguien dijo que si no mostrábamos la

cápsula de ámbar gris donde había llegado la chica, nadie nos iba a creer.

Cuando nos volvimos, la píldora se había licuado, y sólo pudimos recoger

unas cucharaditas de la substancia cerosa y líquida en la que se había

convertido. Desde la sala de mandos bajó un becario griego encargado de

tomar datos de irradiancia en profundidad y se puso a hablar con ella. Se

volvió y nos dijo que la chica hablaba griego clásico con una soltura

tremenda. Le pedí al becario que le preguntara cómo se llamaba, pero ella

no contestó, sino que se puso a hablar de acerca de tomar aire cada

treinta y un mil lunas, según tradujo, como pudo, el becario. Dijo algo de

que esa era la última vez que tomaba aire antes de despertarse del todo,

que se había despertado ya, con esa, cuatro veces. Contó también algo

acerca de que no habría, cuando se despertara del todo, hombres que

calzaran sandalias ni que cocinaran alimentos sobre la tierra. De pronto,

la chica se me acercó y me besó en los labios, con un beso dulce, lento,

hipnótico. Y yo me desmayé, con sabor de tinta de calamar en la boca. No

sé qué pasó después, pero cuando me desperté, ella había desaparecido.

Los demás integrantes de mi equipo tenían recuerdos muy confusos,

nadie pudo explicarme nada. Sólo me decían que se fue con los

cachalotes.

Al fin, hace lo que para mí es un año y medio, dejaron de darme

dinero por perseguir cachalotes. Cuando estábamos cerca de una

manada, me tiraba al agua y les hablaba, suplicándoles que me la

devolvieran. Mi descrédito como científico precedió a mi ruina laboral,

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cosa que no me importa en absoluto. Vendí todas mis cosas y algunas

que no eran mías, me compré un velero y vagué por el Pacífico, en busca

de cachalotes. A falta de satélites, le preguntaba a los pescadores y

mercantes. Ellos se portaban muy bien conmigo. En algunas islas de la

polinesia se me trataba, incluso, con gran deferencia. Por supuesto, he

estudiado hasta la perfección el griego clásico.

Al fin, lo que para mí fue ayer, divisé la manada pequeña de

cachalotes que vimos desde el Cornide, años atrás. La brisa de barlovento

me permitió situarme donde calculé que emergerían. Cuando lo hicieron,

me tiré al agua sin atarme siquiera a mi barco.

― ¡Por favor! ¡Devolvédmela! ¡Por favor!

Un macho enorme acercó el morro hasta mí. Luego giró,

lentamente, y acercó su ojo izquierdo, pequeño para la mole del animal,

hasta situarlo a una cuarta de mi cara. Yo apoyé mi mano en su costado.

Sollocé. Lloré abiertamente. No me habría importado que la mole inmensa

de ese leviatán me devorara. El cachalote movió despacio sus aletas para

alejarse un poco de mí, y maniobró para tenerme justo frente a su morro.

Entonces abrió la boca y dejó escapar media cápsula de ámbar de unos

dos metros de largo, vacía, que flotó como un barquito rudimentario,

como media cáscara de almendra desproporcionada. Al principio no lo

entendí. Parecía querer decir que él no la tenía, que la muchacha no

estaba allí. Pero no era eso lo que el cachalote me ofrecía. Cuando lo

comprendí, me subí a aquélla media píldora y me senté sobre ella, con las

piernas en el agua. El olor del ámbar me recordó al de la muchacha. Otro

cachalote emergió, me miró de lado, maniobró hasta colocarme frente a

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él, y regurgitó otra semiesfera de ámbar, mucho más pequeña que aquélla

en la que yo estaba sentado, y que atrapaba un pico de calamar

aplastado. Los bordes del pico habían sido limados, no sé cómo, y la parte

cóncava, a modo de vaso, contenía un líquido negro. Como si el segundo

cachalote jugara a la petanca marina, envió el vaso resbalando sobre el

agua hasta que me tocó la rodilla. Entonces emergieron varios cachalotes

más, y me rodearon, todos mirándome con sus ojillos inteligentes.

Parecían asistir a un rito, a una misa de cachalotes. Alcé mi cáliz

cefalópodo y bebí. El licor negro sabía a ella, a tinta de calamar, a ámbar

gris, a cera de iglesia. Dos gotas mancharon la comisura de mis labios

antes de que dejara caer mi copa al mar y me recostara en la valva, casi

desvanecido. Mientras oía el Cantus Firmus de todos los cachalotes de

todos los océanos del mundo. Tuve tiempo, antes de hundirme en lo

oscuro, para iniciar un bostezo.

No sé si terminaré este bostezo. En caso de que lo termine, no sé

que me encontraré después. Mientras, he tenido tiempo para pensar en

muchas cosas, para entender muchas cosas. Treinta y un mil lunas son

ochocientos sesenta y ocho mil días, que son cerca de dos mil trescientos

setenta y cinco años. Si sus palabras eran ciertas, la chica debió tomar

aire por penúltima vez cerca del año trescientos setenta y ocho antes de

Cristo. Y la anterior, dos mil setecientos cincuenta y seis años antes de

Cristo. La primera, antes sin duda de aprender el griego, más de siete mil

quinientos años antes de Cristo. También está el problema de la edad de

los cachalotes: vienen a vivir el mismo número de años que un ser

humano, más o menos. ¿Cómo pasan la cápsula de unos a otros, si es

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Page 35: Revista Bremen IV

que es eso lo que hacen? Si termino de bostezar, ¿la encontraré? ¿Habrá,

en todo caso, alguien más allí? ¿O no habrá, cuando me despierte, quizás

en el año cuatro mil trescientos setenta y tres, hombres que calcen

sandalias ni que cocinen alimentos sobre la tierra?

Nacho Moreno

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Page 36: Revista Bremen IV

He navegado

He navegado. He visto el mar azul, verde, gris, marrón y negro. Lo

he visto tocando la costa, y también a mi alrededor, interminable,

ocupando el mundo entero (en el mar uno se cree por fin que la Tierra es

redonda). Lo he visto como un espejo y como un monstruo gigantesco que

nos quería devorar. He visto pájaros, peces, delfines y ballenas, cielos

transparentes y cielos que rozaban los palos; he tomado el sol en cubierta

y he caminado agarrándome a lo que podía bajo lluvias delirantes. He

visto amaneceres y ocasos desde toldilla, y con la frente apoyada en el

cristal del puente he mirado cómo la proa rompía el agua. He navegado en

un mar de mercurio y, no sé por qué, me he fiado de los barcos y nunca

he tenido miedo aunque pareciese que las olas nos iban a enterrar. Y me

he sentido viviendo lo excepcional.

He estado en medio de un mar de velas. He cruzado el Ecuador y el

Círculo Polar Ártico, y llorado de miedo por culpa de un islote ridículo. Y

una noche nos despertaron porque faltaba un hombre. Un chico que se

cayó al agua, al agua negra, y que probablemente gritó mientras veía las

luces del barco alejarse, alejarse hasta dejarlo solo, solo en el mar

inmenso, negro y profundo con solo las estrellas sobre él, hasta que todo

fue agua y oscuridad.

He estado subido al trinquete a la luz de la luna en mitad del

Atlántico, y he aferrado paño con tanto viento que no oía los gritos de

quien estaba codo con codo conmigo en el palo. Y una mañana vi unas

luces y era América. He conocido muchos sitios y a muchas personas. Y

prometí escribir a una chica que quién sabe qué podría haber sido.

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He estado en otra época y en otro mundo, donde los hombres no

mandan.

He navegado. He visto soltar amarras y cómo nos apartábamos del

muelle, del nuestro y de muchos otros, y he sentido cómo esa franja de

agua que poco a poco se iba ensanchando era desde el primer metro,

desde que se retiraba el portalón, un abismo insalvable que me separaba

de quienes quería. Y los he visto hacerse pequeños saludando con la

mano, y darse la vuelta, meterse en el coche y seguir viviendo esa vida

que, de repente y durante días, semanas o meses, para mí dejaba de

existir y solo era un recuerdo, teoría, ganas y pena.

Y la ciudad se alejaba también. Las ciudades, tantas, añoradas,

olvidadas. Se quedaban allí, donde estaban la gente, los edificios, las

calles, las luces, los niños en los colegios y señoras paseando, perros,

carteles, escaparates, conversaciones en la acera, cafés, portales,

escaleras, salas con un sofá y una tele, y ruido y risas y enfados, y los

árboles.

Y desaparecíamos, y todos desaparecíais.

Y no era posible estar al mismo tiempo allí, en el mar, y aquí.

He navegado, y nunca volveré a navegar.

Fernando Soto

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