Revista Bremen 8

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Revista número 8 de los miembros del taller Bremen

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María Bautista Quince minutos de gloria

Todos tenemos derecho a quince minutos de

gloria, había dicho en una ocasión Andy Warhol.

En el caso de ella la gloria le había durado 1

año 4 meses y 20 días. Después, siguiendo la

estela de otros héroes de papel, había sido

relegada por esta sociedad de usar y tirar a la

papelera mediática. Había dejado de ser.

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Lo que no sabía esta famosa sin fama es que la popularidad le tenía reservado una última

aparición gloriosa en todos los telediarios y periódicos del país. Aunque ella ya no pudiera

disfrutarla más.

Su cadáver había aparecido la tarde de año nuevo en su apartamento de la calle Valverde.

Hacía un frío intenso y seco en la capital y la ciudad entera dormía la resaca del champán

cuando alguien degolló sin contemplaciones el cuerpo abrumado por los años y el alcohol

de Elisa Bas de Santamaría, Lisa Bas, como se la había conocido por los platós de

televisión veinte años atrás.

La descubrió por casualidad su vecina Fran, un travesti que actuaba en uno de los garitos

de moda de Chueca, y que aquella noche había estado, como media ciudad, celebrando a

golpe de pelvis la entrada de un nuevo año.

—Eli, por dios, calla a tu puto perro, que son las 4 de la tarde y es año nuevo.

El perro de Eli, un schnauzer de tres años, llevaba media hora sin parar de ladrar y estaba

acabando con la paciencia y el sueño de Fran.

—Eli te lo juro, o callas a ese perro o me lo cargo.

Pero el perro no paró y Fran, resignada, se levantó a prepararse un café bien cargado.

—Esta golfa a saber en qué cama ha dormido esta noche. A sus años. Y el pobre perro

muerto del asco en su piso. Hay que joderse, me tocará sacarlo a mi otra vez.

Fran contempló orgullosa sus pechos de silicona en el espejo mientras se ponía un

chándal rosa y buscaba entre los papeles de sus cajones la llave de la vecina de al lado.

—Y las gafas de sol, claro, que menudo careto de muerta tengo.

Pero su cara de muerta poco tenía que ver con la de Eli, con sus ojos aterrados y tan

abiertos que parecía que se le iban a escapar de la cara, su sangre dejando terribles

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estampados rojos sobre su vestido verde, su cuello destrozado y su cabeza casi

desprendida del cuerpo. Y en la pared, pintado con sangre, un número: el 15. Dar la luz y

empezar a gritar histérica fue todo uno. Tardó más de media hora en poder llamar a la

policía, tan nerviosa como estaba. Afortunadamente, para cuando llegaron, cuarenta

minutos después, Fran ya se había fumado un porro y se había bebido un whisky. Tenía

todo bajo control.

—Ya era hora de que llegaran. La pobre Eli ahí, casi descuartizada y ustedes qué,

durmiendo la resaca…

—Ya veo, usted descubrió el cadáver. ¿Su nombre?

—Me llamo Fran. De Francesca eh, no de Francisco, que se que lo estás pensando, guapo.

El policía no dijo nada y pasó junto a su compañero al piso de Eli. Primero llegaron más

policías, luego alentados por el olor a morbo, los periodistas de sucesos.

—Sí, sí, yo la descubrí ahí tan pálida, tan muerta. Fue horrible. – y de su chándal color

rosa Fran sacaba un clínex arrugado y se limpiaba aquellas lágrimas, mitad teatrales,

mitad sinceras. Eran sus quince minutos de gloria.

La muerte de Eli apareció en todos los informativos y al descubrirse su pasado como

cantante y participante de un reality show, también los programas de cotilleo se llenaron

la boca hablando de Lisa Bas, aquella mujer que había conquistado a la audiencia con su

voz desgarrada y de la que no se había vuelto a saber nada. Expertos de pacotilla se

empeñaban en buscar relación al pasado de Lisa Bas con aquella violenta muerte y aquel

número escrito en sangre sobre su cadáver torturado.

—El asesino del 15 sigue suelto y no quiero asustar a la audiencia pero por su proceder yo

diría que nos encontramos ante un asesino en serie. Quien sabe qué significa ese número.

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—Tal vez que esta es la víctima número quince o tal vez es una cuenta atrás.

No se equivocaron en lo primero. Apenas tres semanas después del asesinato de Lisa Bas,

cuando el caso había empezado a caer en el olvido, apareció un nuevo cadáver. Se trataba

de Aline Cedeño, una vieja presentadora de talk shows allá por los noventa, de la que

nadie se había vuelto acordar. Junto a su cadáver, salvajemente asesinado, un nuevo 15,

escrito esta vez con barra de labios rojo. Nuevamente los programas de cotilleo acudieron

a sus archivos para rescatar las imágenes de una Aline treintañera y jovial luciendo escote

y piernas, que poco tenía que ver con la señora entrada en años y carnes a la que habían

estrangulado en su piso de Carabanchel. Tras Aline llegó Vicky Barral, Berta Saldaña y

María Orellana. Las tres, mujeres cincuentonas y viejas glorias del papel couché, las tres

aparecidas muertas junto a un número 15. Las portadas de los principales periódicos, los

programas de sucesos y los del corazón no se resistían a dejar de hablar del asesino del 15.

Todos tenían su teoría acerca del criminal que estaba sembrando Madrid de cadáveres

mediáticos.

La policía tenía la suya propia y Fran, que se había convertido en una cara popular de los

programas más casposos de la televisión, también. Aunque claro está, no coincidían. La

policía buscaba a un psicópata de cuarenta años, muy probablemente hombre, por su

fuerza física, aunque no se descartaba que se tratara de una mujer. Obsesionado con la

televisión de los noventa, quizá trabajador del medio, solitario, introvertido y sádico. Para

Fran, sin embargo, estaba claro que, a pesar de los métodos violentos que usaba el

asesino, sus intenciones eran buenas.

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—Hacer que todas estas mujeres recuperaran sus quince minutos de gloria. No estoy

diciendo tonterías, guapa, no me mires así. ¿Quién se acordaba de Lisa Bas antes de ser

asesinada? Y ahora está en todas partes, Ha recuperado lo que era suyo: la fama.

Por monstruoso que pareciera aquel comentario frívolo de la travesti más famosa de toda

España algo de cierto tenía.

En la madrugada del 23 de junio de aquel mismo año la policía consiguió desenmascarar

al asesino del 15 y salvar, de paso, la vida de Tere Lancuentra, antigua amante del

empresario textil Nuño de la Cruz y reina indiscutible de la noche marbellí en el verano de

1993.

La detenida resultó ser una mísera redactora del diario de Patricia de casi cincuenta años,

con sueldo, existencia y perspectivas tan míseras como ella misma. Había comenzado

trabajando de becaria hacía casi veinte años, cuando aún era joven, delgada, pechugona y

ambiciosa. Sus amores frustrados con el productor del programa la habían despedido de

una brillante carrera en la pequeña pantalla. Oculta tras las tragedias y desgracias ajenas

había ido forjando la suya propia. Mataba por rencor, por solidaridad y por hastío de la

vida. Un muñeco roto, aseguraron algunos, un producto de esta sociedad televisiva y

amarillista en la que nos movemos, defendieron otros.

Una chica con las ideas claras, afirmó tajante Fran ante la mirada escandalizada de sus

contertulios del programa de las mañanas. Pero a Fran no le faltaba razón. La asesina del

15 había conseguido exactamente lo que quería: sus quince minutos de gloria.

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Javier López Vodka

Tal vez no haya que buscar mucho. Sería una

estupidez hacerlo por allí, hay cámaras de

seguridad hasta en el baño. Seguro. Sí, tienen

un buen sistema pero aquello es demasiado

grande y siempre se encuentra un hueco para

entrar. Nada, no será un problema, te lo digo

yo. Por muchos vigilantes que tengan, no dejan

de ser unos pringados, aspirantes a policías.

Hay que ser idiota para ser aspirante a madero

y no ser capaz de pasar la prueba.

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Sí, ya lo tengo todo listo. Nada. No, no hay mucho tráfico a esa hora. Siempre sale tarde.

Todos salen siempre tarde.

Clac.

Tengo que llamar a Ana y anular lo del fin de semana. Al final no va a poder ser, mierda.

Con lo que me apetecía. En fin... ¿Y eso? A ver... Parece que suena cuando acelero, qué

raro. Pero si no tiene ni seis meses. Bueno, Mati se encargará mañana de llamar al

concesionario, es un tema de aquí. Tengo que acordarme. ¿Hola? ¿Qué pasa, hombre? Ya,

sí, lo he visto. Si te digo la verdad no me convence mucho. La última parte es poco sutil,

no sé. Ya sabemos todos de qué va esto. No creo que haya ponerlo por escrito. Y como un

insulto, ¿no te parece? Vas y le pones lo que tiene que pensar. En fin, si fuera yo, me

molestaría. Mejor dejarlo caer. Si es el momento, dejaremos ahí una semillita y ya

veremos.

Clac.

Ya, es que tengo el fin de semana completo con la visita, ya lo sé. Lo siento, cariño, en

serio. Lo siento de verdad. Adios, te veo luego en casa. Joder, siempre igual, siempre la

misma historia, hostia. Estoy harto de esta mierda. Oye, empieza a buscarme un hueco de

un fin de semana completo que tengo a la familia abandonada. Ya, ya sé. Pero mi mujer

me lo reprocha con razón. Y, en fin, creo que los chavales estarán por aquí dentro de tres

semanas. Sería perfecto tener un día completo con ellos. Resulta dificilísimo coincidir con

todos a la vez. Cada uno en una ciudad. Me está costando un dineral. Ya, lo sé. Pero no

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seas impertinente, anda, que hoy no tengo el día, no estoy de humor para aguantarte el

ingenio.

Clac.

No, gracias, no necesito nada. Ya he llamado a la grúa y viene un taxi de camino.

No, la verdad, no voy a esperar a la grúa. Perdone, señor, pero no lo conozco y creo que

eso no es de su incumbencia. Me parece muy bien que le resulte raro. Pero ya le digo que

no es de su incumbencia. ¿Hola? Sí, ya he estado hablando con Carlos del asunto. Le he

dicho que me parece perfecta, que toca todo lo que tiene que tocar y que expone el asunto

con mucha claridad. Bueno, habla con Mercedes, ya sabes que es ella la que lleva el

documento máster y se está encargando de meter los cambios. Sí, sí. Eso es. Bueno,

llámala al móvil personal.

Clac.

¿Quién me llama? ¿Quién? Joder con la nomenclatura. Seguro que me llama por las

declaraciones del ministro. Hay que tener más cuidado. Pásamelo, anda. Sí, ok, quiero

estar seguro de lo que dicen. Es importante. Y ve concertando una entrevista con el

ministro. Dile que el acuerdo está en el aire y que necesito tratarlo con él personalmente,

que las declaraciones hay que medirlas mucho antes de que las publique la prensa. Joder,

si es que parecen todos nuevos. Unos inútiles. La próxima vez me va a oír el gilipollas ese,

que se habrá creído. Cómo se atreve a andar enredando con un asunto tan importante.

Clac.

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—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Hay alguien ahí? ¿Qué está haciendo? ¿Esto qué es? Me van a echar de

menos muy rápidamente, en serio. Pero, ¿qué dice? ¿Qué cree que está haciendo? Si me

deja marchar ahora, le juro que no hablaré con nadie de esto. Se lo juro por Dios. ¿Estará

usted de broma, ¿no? ¿De verdad cree que esto influirá en algo? Se equivoca, yo solo soy

una pieza más del engranaje. Está más que acordado ya y la firma será mañana. Es

demasiado tarde. En serio, parece usted un hombre inteligente. Todo esto es inútil. No, no

tengo ese número de teléfono. ¡Vale! ¡Tranquilo! ¡No se ponga nervioso! Aquí esta la black

berry. ¿Me dejará marchar ahora? No, por favor, por favor, no lo haga. Tengo mujer e

hijos. No lo haga, no, por favor, por favor, por favor, yo no soy su hombre. Por favor.

Clac.

¿Hola? ¿Cómo dice? ¿De qué está hablando? Estará de broma, ¿no? ¿Cómo ha conseguido

este número de teléfono? Si cree que puede llamarme y amenazarme no tiene usted ni

idea de lo que está haciendo ¿Cómo? ¿Qué paquete? ¿De qué habla? Espere un momento.

Oye, ¿ha llegado un paquete para mí esta mañana? ¿Está limpio? Avisa a Jerôme, creo

que tenemos un problema grave por aquí. Sí, joder, tráelo aquí inmediatamente, ¿me

oyes? Inmediatamente. Que deje lo que esté haciendo, me da igual, que venga ya. Si no

está en el país, que venga en un jet. Sin reparar en gastos, me oyes. Lo que haga falta.

¡Pero lo quiero aquí ya! ¡Ya! ¿Me oyes? ¡A toda hostia! ¡Oiga! ¡Oiga!

Clac.

Sí, Brukov, un asesor. No, el suyo se llama Koprotkin. Sí, tiene gracia. Bueno, señor, yo

diría, más bien, que nuestras culturas empresariales son muy diferentes. Estoy de

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acuerdo, señor. Lo mejor será hablar con Don Francisco. Ya, ya sé que le debemos un par

de favores. Si embargo, señor, estoy seguro de que es de fiar, señor. Se lo digo yo, lo

tenemos en un par de asuntos y no creo que se atreva a negarse en un momento como

este. No, no sería conveniente. Si esto llegara los juzgados, perderíamos el otro contrato,

el ucraniano. Tiene que quedar entre nosotros, señor. Sí, ese es mi consejo. Una pensión

vitalicia para su familia y un entierro imponente. No, no creo que haya ningún problema

con eso tampoco, señor. Creo que se conformará con la dirección de Sudamérica. Sí,

mucho mejor que la de Oriente Próximo. Ya sabe usted lo difícil que es trabajar allí para

las mujeres.

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Nano Cuando todo falla

Cuando se quedó solo al marcharse el Ingeniero

de la casa del bosque en la que únicamente él y

Gotlieb le podían localizar, Ramón, con las

luces apagadas, contempló cómo oscurecía en el

exterior, se emborrachó, lloró, se quedó

dormido y al amanecer se marchó. El Ingeniero

le dio ocho mil euros, que le dijo que había

cobrado Gotlieb por buscarle, añadiendo que

desapareciera porque en tres días iniciarían,

precisamente allí, su búsqueda.

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Que era el último favor y no volviera a recurrir a él. Se marchó aunque sabía que Gotlieb

solo haría ruido, buscándole donde no estaba. Porque también sabía que este no sería el

único contratado y que moriría antes de gastar ese dinero.

Cuando el empresario creía que dilataba el pago de la droga a un proveedor, porque

pensaba que contaría con el apoyo de cierto Servicio teóricamente desaparecido, no sabía

que el proveedor era el Servicio.

Cuando el encargado del operativo, joven recién llegado con ideas nuevas, lo organizó con

gente de la calle que creía trabajar para un proveedor latino, salvo Ramón, antiguo

miembro despedido por sus chapuzas al que le daban trabajillos fáciles por la presión de

su padre, creyó que iba a descubrir América y zozobró antes de cruzar el Estrecho.

Cuando el Servicio, de pequeño tamaño, fue oficialmente desmantelado ante la

perspectiva de que llegaran tiempos nuevos, mantuvo los objetivos para los que había sido

creado en 1945, pasando a financiarse de aquello de lo que más sabía, la delincuencia

organizada disfrazada de una red de empresas de las que también, por los favores

recibidos, obtenía buenos rendimientos.

Cuando el equipo que nunca debía haberse formado fue encargado de dar un susto,

simplemente un susto, al empresario moroso, nadie les avisó de que aunque estaría de

vacaciones con la familia en una propiedad junto una playa de difícil acceso, era probable

que contara con algún guardaespaldas; pero que estaban avisados y no moverían un dedo.

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Quizá por eso uno del equipo se puso nervioso y disparó, hiriendo superficialmente a uno

de ellos en un hombro.

Cuando se produjeron los disparos, Ramón huyó con el coche, creando un problema

cuando llegó la Guardia Civil, que tenía un cuartel cerca. Que un acto privado se

convirtiera en público creó una serie de complicaciones del tipo que eran la pesadilla del

Servicio. Tuvieron que hacerse demasiadas llamadas de teléfono para que se supiera que

allí no había pasado nada. Pedir un favor significaba devolverlo. Por eso todos los que

tuvieron que hacer las llamadas pidieron la cabeza del conductor.

Cuando en su empresa de importaciones y exportaciones situada en un piso alto de los

impares de Gran Vía, tapadera de un intercambio de favores y centro de comunicación de

lo secreto, visitó a Gotlieb uno de los funcionarios del espionaje oficia, dándole cuatro mil

euros por los gastos de buscar a Ramón, salvo por ese detalle técnico la larga conversación

fue la habitual entre dos viejos amigos que tenían muchas anécdotas de las que reírse

juntos. Al quedarse solo entró en el cuarto del fondo, a prueba de todo tipo de intrusión,

guardó el dinero en la caja fuerte, sacó el doble en billetes no rastreables y encargó al

Ingeniero que se los llevara inmediatamente donde él sabía, con un mensaje de corte

temporal de las comunicaciones.

Cuando el Ingeniero volvió al día siguiente al atardecer y se puso a trabajar

tranquilamente, Gotlieb supo que todo estaba arreglado. Se encerró en el despacho, se

sirvió un vodka triple, pensó en Ramón, el atolondrado; una buena persona que nunca

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debería haberse dedicado a eso, pero que entró por la influencia de su padre, al que ni el

Servicio ni el hijo podían decir que no. Se había sentido protector de Ramón porque lo

unía a él su pulsión más poderosa: el odio al padre, que les había echado a perder la vida.

Maldijo a ese padre, que por falso orgullo se iba a quedar sin hijo. Maldijo una vez más al

suyo, que se hizo nazi en Munich en el año 44, cuando supo que la guerra la iba a perder

Alemania, y se vino a España a organizar la recuperación. Pensó en su hermanastro

bastardo, que también había dedicado la vida a maldecir al padre de palabra,

pensamiento y obra; e hizo algo inusual, como si se sintiera asfixiado. Abrió las gruesas

cortinas del despacho, desde cuyo balcón se veía la Casa de Campo y hasta el horizonte de

la sierra. Le gustó el furioso rojo anaranjado del poniente de Madrid, aunque sabía que

esa belleza no era más que el efecto de la luz lateral al posarse sobre la contaminación y la

suciedad del aire.

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Robert Llopis La estrategia del saltamontes

Desde los doce hasta los quince años, Fredo

Cavalli aceptó con resignación ser el chico de

los recados, consciente de que ni su escasa

edad, ni su físico desgarbado, le permitían

aspirar a más.

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Así que se centró en ser eficaz en sus discretas tareas, a base de memorizar cómo le

gustaban los tragos a cada uno de los asistentes a las timbas de póker que organizaba

Mateo en su apartamento, de fingir que le hacían gracia las bromas pesadas que hacían

una noche tras otra a su costa, y de no quejarse de los insultos o los tirones de orejas que

pudiera darle alguien que estuviera tan borracho como armado.

Fredo no era el más joven de la banda, porque otros dos chicos del barrio de su misma

edad habían sido captados como él por los subalternos de Mateo. Sólo que por el mero

hecho de ser dos brutos sin cerebro gozaban de otras atribuciones, e incluso tenían el

privilegio de ser acompañantes de honor en los clubs de alterne a los que acudían los

capitanes de la banda . Fredo envidiaba en silencio a Carlo y Toni, que por el mero hecho

de haber nacido con un físico de orangután, iban a tener preferencia de paso. Se notaba a

la legua que iban adaptarse a aquel mundo sin ninguna dificultad, pues se habían

graduado en extorsión y amenazas en la escuela primaria, y al fin y al cabo, conocían la

mecánica del proceder de un matón. Conscientes de su superioridad, y con la crueldad

que sólo emplea el subordinado con sus iguales, deformaron su apellido y empezaron a

llamarle Cavalletta, saltamontes. Le espetaban que era flaco y espigado como ese insecto,

y es que en verdad se mostraba tan dispuesto en su trabajo, que parecía acudir de un salto

cuando le pedían que se acercara para encargarle un recado.

Fredo no se quejaba nunca, y esperaba acceder con el tiempo al siguiente peldaño de la

organización, ese que algún día le permitiría soñar con hacerse una carrera en el

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mundillo. Su estrategia, mientras tanto, se limitaba a ser aceptado, si no como uno más, sí

al menos como alguien útil que no supusiera un estorbo.

Los tres años que transcurrieron hasta que Mateo logró ser mínimamente considerado, se

dedicó a perfeccionar el arte de la discreción, se empapó de la dureza de aquel código

común de gestos rudos y palabras malsonantes, del peculiar sentido del humor construido

a base dobles sentidos cargados de crueldad, y de la jerga del ambiente en el que se había

visto obligado a crecer, mientras apretaba los labios y limpiaba los ceniceros, las copas

derramadas y ayudaba a llegar a casa a más de uno. Por las noches, leía novelas de

gangsters, y se reía de sus errores, de lo impostadas que eran aquellas escenas, y aquellos

diálogos tan elaborados. Era un mundo ficticio que nada tenía que ver con el que le

rodeaba. En su realidad, todos los policías tenían un precio y en ningún supuesto justo

dejaba pasar la oportunidad para sacar tajada. Los chicos de Mateo no vestían de forma

elegante, ni se andaban con miramientos o florituras. Eran perros disciplinados que sólo

lamían la mano a su jefe y a las putas a las que extorsionaban, animales que abandonaban

la dialéctica a las primeras de cambio, en favor del viejo arte de partir cabezas.

Mateo no conocía a ningún héroe que hubiera llegado a viejo, y la gente del barrio

demasiado había aprendido a cerrar la boca para salvar el pellejo y tratar de salir adelante

como podía.

La primera vez que el jefe le pidió a Fredo, Carlo y Toni que acompañaran a dos de los

capitanes para hacer una visita de cortesía, pensó que se trataba de una broma. No podía

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creer que le hubieran incluido en el grupo, al mismo nivel que los otros dos. Pero viendo

lo empapados en alcohol que estaban los dos viejos matones con los que los tres jóvenes

iban a compartir su bautismo, se dio cuenta de que su papel iba a limitarse a conducir y a

quedarse en el coche haciendo de de niñera, mientras sus dos compañeros hacían el

trabajo sucio. De todas formas, no dejaba de ser una oportunidad para Fredo, que se

tomó aquella tarea rutinaria como una auténtica prueba de graduación.

Sentía la satisfacción de dejar atrás las tareas de poca monta a las que estaba habituado y

que le estaban empezando a desesperar: para un chico de los recados, para un

saltamontes limpia vómitos como él, aquello era un trabajo de verdad.

Las visitas de cortesía podían ser de varios tipos, dependiendo del grado de morosidad

del propietario del negocio protegido y del tiempo transcurrido entre el último pago y el

ineludible recordatorio. Aquella noche, iban a visitar a un chino, una rata miserable que

se dedicaba a intoxicar a cualquier incauto que se atreviera a comer en su restaurante.

Cuando llegaron al local, los dos capitanes dormían la mona en el asiento de atrás, y

ninguno de los tres jóvenes se atrevió a despertarles. El restaurante acababa de cerrar, y

sus chillonas luces de neón aún estaban encendidas. Debían de actuar antes de que aquel

maldito chino echara la llave para dormir en el almacén, o donde quiera que se revolcara

con toda su familia. Los tres sabían que despertar a cualquiera de los dos pesados fardos

italianos que roncaban en el asiento de atrás era una temeridad, así que decidieron

dejarlos aparcados y entrar por su cuenta, dejando el motor del coche encendido, por si

tenían que salir a escape. Accedieron al local por la puerta de servicio, y salieron a los

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pocos segundos en estampida, perseguidos por el chino, que blandía un enorme cuchillo

de cocina mientras gritaba en su idioma incomprensible.

Fredo se puso al volante y salieron a toda prisa del garaje, temiendo que el cocinero de

ojos rasgados les alcanzara, pero éste se quedó parado como una estatua de Buda, al ver

que habían subido a un coche que parecía conocer demasiado bien.

Cuando llegaron al apartamento de Mateo, despertaron a los viejos, que ni siquiera

recordaban qué hacían metidos en aquel coche con aquellos niñatos. Cuando rindieron

cuentas ante Mateo, alardearon sin pudor del escarmiento que le habían dado al chino.

Fredo hablaba más que nadie, y se recreaba en la descripción de su supuesta hazaña,

pavoneándose por la frialdad que habían demostrado al entrar por sorpresa en el

restaurante, y les detalló a todos con pelos y señales cómo habían inmovilizado al chino

sin decir ni una sola palabra, sin dejarle reaccionar, cómo el amarillo se había vuelto

blanco al ver que iban a cumplir sus amenazas, al comprobar que no había lugar para

ruegos ni prórrogas, cómo llenaron de aceite en una enorme sartén, a fuego vivo, y los

gritos que dio el puerco al freírle la mano derecha, sin dejar que la apartara, hasta que

empezó a oler a algo parecido a las hamburguesas de Joe, el de la esquina. Y los ojos de

insecto de Fredo brillaron sanguinarios, como nunca, henchidos de euforia, endurecidos,

mientras utilizaba el lenguaje de las novelas que tan bien conocía, y se gustaba recreando

una escena tan irreal como todas aquellas de las que se había burlado. Mentía sin temor

ni vergüenza, engrandecido, porque sabía que a nadie le importaba un trabajo de mierda

como aquel, porque no había mejor premio que escuchar las carcajadas de todos los

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chicos, aquellas risotadas ahogadas con el humo de su grandes puros habanos, ni mejor

recompensa que aquellas palmadas en la espalda. Y cuando el propio Mateo les invitó a

un trago, Carlo y Toni bebieron en silencio. Acallaron como debían sus cabezas de

chorlito, mientras dejaban parlotear a Fredo, aprovechando la inercia del salto del

saltamontes.

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Ernesto Baltar Gritos en la noche

De madrugada se oyeron los gritos de una mujer

pidiendo auxilio. Me desperté asustado. Eran

gritos desesperados, angustiosos, tremendos.

Socorro… Policía… Que alguien me ayude… Los

chillidos se clavaban en el tímpano, algunas

sílabas se prolongaban en el aire y otras

parecían ahogarse, como si la víctima estuviese

corriendo o el agresor la estuviera agarrando

por el cuello. Fue cuestión de segundos: diez o

quince como mucho.

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Me levanté de la cama y me acerqué a la ventana. La persiana estaba bajada del todo.

Pensé que si subía la persiana de golpe el agresor podría verme, identificar el piso y volver

al día siguiente con ansias de venganza, como el señor de gafas de La ventana indiscreta.

Por si acaso, preferí dirigirme al salón, salí a la terraza y, lentamente, con cuidado, me

asomé. No había nadie en la calle. Las farolas estaban encendidas; los coches, aparcados;

los árboles, tranquilos. Todo en silencio. No se oían más gritos. Tampoco vi a ningún otro

vecino asomado.

Supuse que la víctima habría logrado escapar corriendo por la calle de atrás. Por allí

pasaban más coches (aunque a aquellas horas era complicado) y era fácil que el agresor

hubiese desistido de su persecución, por miedo a ser descubierto. Quizás todavía la

estuviese persiguiendo, acechándola a pocos metros. Quizás la hubiese alcanzado ya y la

estuviese matando a puñaladas en ese mismo instante. Quizás ella yaciera en el suelo,

desangrándose, moribunda, sin fuerzas para seguir pidiendo auxilio. No se oía nada.

Intenté agudizar el oído, para captar los ruidos más lejanos, pero sólo había silencio.

Por un lado, lo reconozco, me alegré: ya no tendría que representar el papel de héroe

gritándole al agresor desde la terraza ni bajando a la calle para ayudar a la víctima;

tampoco tendría que asumir el engorro de llamar a la policía, con todas las molestias

burocráticas que eso puede conllevar después; en definitiva, podía seguir tranquilamente

con mi vida, intocado, incólume. Por otro lado, me sentí mal por mi cobardía, por mi falta

de determinación, por mi inoperancia. Pensé que a lo mejor el agresor la había matado

allí cerca y que después vendrían las ambulancias y la policía y que al día siguiente todo el

vecindario estaría hablando del asunto y yo me sentiría culpable por no haber hecho

nada, por haber mirado hacia otro lado, por ser un mísero cobarde. Estuve un rato de pie,

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parado, en la terraza, sin saber qué hacer. Por mucho que agudizaba el oído, no se oía

nada. Hay veces en que el silencio, por la noche, puede llegar a ser aterrador. Hacía frío,

así que decidí volver a la habitación. Mi mujer se había incorporado y estaba sentada en la

cama.

—¿Qué pasa? ¿Qué haces levantado? —me preguntó.

—Nada, nada. Me había parecido oír unos gritos, pero no sé, no creo que fuera nada. No

te preocupes, sigue durmiendo.

Me acosté, me cubrí con las sábanas hasta la barbilla y acomodé la cabeza en la almohada.

Me quedé un buen rato mirando el techo. Resonaban en mi cerebro los gritos de la mujer:

socorro… policía… que alguien me ayude… «Se ve que hasta en los momentos más

complicados todos acudimos al cliché —pensé—. Hemos visto demasiada televisión». En

las casi dos horas que tardé en dormirme tuve tiempo de hacer todo tipo de conjeturas y

especulaciones. Al final, la versión que tomó más verosimilitud era que se tratase de una

prostituta; en concreto una prostituta sudamericana, seguramente dominicana. Habría

venido con su cliente al jardín que hay enfrente de nuestra casa. Él se habría enfadado por

algo y le habría sacado una navaja. Sería un psicópata, o querría robarle el bolso, quién

sabe. Cuando me quedé dormido, no soñé nada (o no recordé los sueños).

Al día siguiente lo primero que hice al levantarme, incluso antes de ducharme o

desayunar o despertar a los niños, fue vestirme y bajar a la calle. Recorrí la zona por

donde supuestamente había estado huyendo la víctima. Observé detenidamente el suelo,

como un rastreador del CSI, buscando algún rastro de sangre. Nada. Ni una señal de

violencia, ni manchas, ni gotas oscuras. La gente que pasaba por la calle (de camino a sus

trabajos) no hacía ningún gesto extraño. Nadie comentaba nada. El portero del edificio de

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al lado me saludó como si nada. Todo normal. Parecía que, al menos, no había sido un

asesinato.

Subí a casa a prepararme para llevar a los niños al colegio antes de ir a la oficina. Mientras

desayunaba, de pie en la cocina, no comenté nada con mi mujer del suceso de la noche. Lo

mejor sería hacer como si no hubiese pasado nada, porque en realidad no había pasado

nada, ¿no?

El día en la oficina transcurrió con normalidad: las llamadas de los clientes, las reuniones

de la directiva, la cita para comer con la competencia… Pero, sin embargo, de vez en

cuando me asaltaban los gritos desesperados de la supuesta prostituta dominicana. A lo

mejor estaba hablando con Pérez de las nuevas adquisiciones en el extranjero, o discutía

por teléfono con Aguilés las fechas de entrega del producto, y de repente me quedaba

callado, mirando al techo, como ido. ¿Qué te pasa, Ignacio? ¿Estás ahí? ¿Oye, me

escuchas? No, no estaba allí. Estaba en un lugar muy lejano, cerca del infierno, a mitad de

camino entre el sentimiento de culpa y la angustia. Era como una cueva oscura, extraña,

donde repetidamente se oía el mismo grito desesperado: socorro… policía… que alguien

me ayude…La cueva era mi cerebro.

Pasaron los días y los meses y la rutina de los niños y el trabajo fue aplacando cualquier

asomo de angustia. La bajada de las ventas, la subida del Euribor, el suspenso en

matemáticas de mi hijo pequeño… ocuparon la lista de mis preocupaciones. Sin embargo,

llegó otra noche en que me desperté sobresaltado. Esta vez no tuve consciencia de

escuchar grito alguno, no oí nada ya despierto. Más bien era como si recordase haberlo

oído en sueños. Incómodo ante la duda, me levanté y fui directamente a la terraza. Me

asomé y en un primer momento no vi nada. Todo en silencio y en calma. Pero, de repente,

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empezó a sonar una especie de quejido lastimero, como si alguien amordazado estuviese

doliéndose de una agresión. El ruido provenía del jardín de abajo, de detrás de los

árboles. No pude evitar que me abordara la imagen de una navaja rajando un cuello

blanco de mujer, y sin cambiarme de ropa ni coger el abrigo, salí corriendo de casa. No

quería volver a sentir ese dolor punzante de la culpabilidad por no haber hecho nada, por

ni siquiera haber sido testigo de algo.

Bajé con rapidez las escaleras, salí del portal y me dirigí hacia los árboles. A medida que

me acercaba, ya más lento y sigiloso, el quejido se hacía más y más hondo, más nítido.

Estaba ya al lado cuando oí unos pasos que se alejaban veloces y vi una sombra huyendo

entre los árboles. Con el corazón a punto de explotar por el susto, miré hacia el lugar de

donde provenía el quejido y vi un simple columpio infantil, vacío y en movimiento, que

chirriaba lastimosamente.

Entre desconcertado y atónito, me di media vuelta y volví cabizbajo hacia el portal. A

medio camino me di cuenta de que estaba en pijama, sin llaves, y que tenía que inventar

alguna excusa antes de pulsar el botón del telefonillo.

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Iván Saiz Gutiérrez Por qué pican las avispas

Cuando era muy pequeño mis padres me llevaron

al campo. No era algo que hiciéramos a menudo,

para mí era todo un acontecimiento. Recuerdo

que comimos ensalada de patatas. Sabía

avinagrada pero acabé el plato sin protestar.

Por ser bueno, me gané dos torrijas de postre.

Era pleno agosto pero mi madre sólo sabía hacer

torrijas y arroz con leche. Yo no sabía que las

torrijas eran un postre estacional, sólo sabía

que no había nada más rico, aceitoso y

azucarado en el mundo que esas torrijas.

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Después de engullirlas las manos quedaban pegajosas. Me resultaba muy molesto,

siempre pedía una servilleta. Descubrí que a mi madre nunca le importó que me sintiera

incómodo sino la posibilidad de que ensuciara algo dentro de casa. Así que esa vez no

hubo servilleta. Pedí que me echaran un chorrito de agua como hacía mi padre para

lavarse después de comer pero vaciaron la botella antes de que llegara mi turno. Cogí un

berrinche y mis padres, hartos de mí, me mandaron a buscar hierba fresca para

limpiarme.

Me acerqué a unos matojos cercanos a un arroyo. Era un lugar húmedo y sombrío,

plagado de insectos. Una avispa merodeaba por allí. Era enorme y sonaba como un

fluorescente al encenderse, con chasquidos metálicos, como si afilara las alas.

Los restos del postre me delataron. El bicho se acercó a mí. Por instinto, extendí los dedos

formando telarañas de almíbar. Recordé lo que mis padres dijeron una vez acerca de las

«abejas malas»: no las molestes y se irán.

La avispa pasó inspección mientras yo, inmóvil, me dejaba husmear, sin hacer nada que

pudiera molestarla. Como tenía un aspecto tan imponente cerré los ojos para controlar el

miedo. Pero oía con claridad su zumbido y las corrientes de aire que levantaba cuando

volaba cerca, muy cerca. «Vete, vete, por favor», suplicaba en voz baja.

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La sentía en el hueco de la palma y en el pellejo que une el índice con el pulgar. Cuando

creía que se había ido entreabría los párpados y ahí seguía, tomando distancia para elegir

y abordar otro rincón de mi piel. No grité para pedir ayuda, temía enfurecer a la avispa.

Al fin sentí sus patas en la yema del dedo meñique. Una presión titilante, eléctrica, como

si cayeran granitos de arena. La repugnancia y el pánico me fueron ganando hasta que por

un acto reflejo doblé un poco el dedo. La avispa me picó.

Grité muy fuerte. No sólo por el dolor. Grité de rabia porque no había hecho nada que

pudiera molestar a la «abeja mala». Me picó sin ninguna razón. Y lo más terrible es que

antes de clavarme el aguijón la avispa me dio esperanzas de que quizás decidiera no

hacerme daño. Jugó con mi creencia de que portarse bien tenía su premio.

Cuando mis padres oyeron los gritos me montaron en el coche y ahí acabó el día en el

campo. «Me ha picado porque no me has dado agua», le dije a mi madre desde el asiento

de atrás. No me respondió, ni siquiera giró el cuello.

Al cabo de unos años empecé la catequesis y me impresionó mucho la idea del infierno.

No podía concebir el martirio eterno por más vueltas que le daba. Acudí a mi hermano

que era muy religioso para que me lo explicara. No encontró mejor ejemplo que aquella

picadura que fue el mayor dolor que jamás había sufrido. «Pues el infierno es como si te

picaran miles de avispas una y otra vez, sin parar», me dijo. Me negué a creerlo, nadie

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podía merecerse algo tan horrible. Mi hermano se puso muy serio y me indicó que la

única manera de salvarse era estar limpio de pecado en el momento de morir.

Después de saber esto no falté ni un solo domingo a misa. No es que me gustara. Tampoco

es que me aburriera guardando la compostura como a los otros niños. Me aterraba. El

olor a cera, el hormigón áspero de las columnas, el eco de las pisadas. En los lugares

húmedos y sombríos como ése acechaban los peligros. Pero me daba mucho más miedo

morir justo después de saltarme una misa; eso era pecado grave. Daba igual si me portaba

bien, si me quedaba muy quieto en el mundo, sin molestar. Si cometía un fallo en el

momento inoportuno, Dios, que rondaba siempre cerca, enviaría a sus «abejas malas» a

picarme, sin ningún motivo en especial.

Cuando Dios entró en mi vida me gané la fama de niño pacato, incluso en las clases de

catequesis resultaba blando y repelente. Conocía las partes de la liturgia, cuando tocaba

arrodillarse o levantarse y siempre hincaba la rodilla delante del altar, con la cabeza gacha

y gesto compungido. Cuando llegaba el momento de dar las paces, los chicos sentados en

el mismo banco que yo evitaban tocarme. Mi mano les daba asco físico, como si estuviera

pringada de algo demasiado dulce.

Que sólo estaba. Dios observaba como sufría inmóvil. Esperaba un error.

Un día muy caluroso florecieron a la vez todas las flores de diente de león en el solar sin

construir que pertenecía a mi parroquia. Ya sabía para qué servían esas estrellas de

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plumas que se dispersaban en el aire. Cuando salía del curso preparatorio para la

comunión, visitaba el solar plagado de flores. Las recogía una a una, me ponía de pie y

soplaba en dirección del viento, con cuidado. Quería ayudar a esas semillas. Quería verlas

escapar muy lejos de aquel lugar siniestro. Que se fueran a vivir muy lejos de la iglesia, de

Dios y de su infierno de avispas.

Era consciente de lo cursi que podía resultar la escena a ojos de mis compañeros de

catequesis. Por eso procuraba salir el último ayudando a recoger las mesas o haciendo

preguntas estúpidas acerca de la Trinidad o de la Gracia. Pero esa tarde me descuidé. No

conté con que los chavales solían aprovechar los escondrijos del solar para fumar.

Estaban agazapados detrás de unas escaleras, a mis espaldas. Se estuvieron deleitando un

buen rato hasta que a uno de ellos se le escapó la risa. Al darme la vuelta vi a cinco o seis

matones que rompieron a carcajadas antes de llamarme «niñomierda», «maricón» o

«comecapullos».

Se pusieron de acuerdo para correr por el solar y patear los dientes de león. Veía

sobresalir nubes blancas entre las malas hierbas como pequeñas bombas de Hirosima. No

iban a dejar flor sin aplastar, ninguna semilla que el viento pudiera llevarse. No pude

contenerme y llorando les grité que pararan, que por qué lo hacían, que dejaran las flores

en paz. Que fueran a por mí si es lo que querían.

Me tomaron la palabra.

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¿No sabéis lo que se puede hacer perforando un mechero? El combustible de un mechero,

si se enciende en estado líquido, no se puede apagar. De nada vale taparlo con la ropa o

revolverse. Arde hasta que se consume del todo. Y es mucho más fluido que el agua. Se

cuela por todos los rincones, por las fosas nasales, por los oídos, entre los párpados

cerrados y baja por la traquea hasta los pulmones. No sólo quema, sino que corroe como

el Napalm. Los tejidos quemados por el combustible de un mechero son irrecuperables.

Cuando me estiraron de las piernas y de las manos no traté de revolverme ni dije nada

más. Me quedé muy quieto con los ojos cerrados para no ver lo que hacían.

¿Saben por qué las avispas se comportan de forma diferente a las abejas?, ¿por qué las

avispas son «malas»? Porque no mueren al clavar el aguijón. No hay otra razón.

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Juan Sánchez Sin Título

Es la última hora de la tarde, aunque en este

agujero infesto bien podrían ser las dos de la

mañana o la una del medio día. Aunque es un

sitio perfecto para cerrar un trato, el tiempo

no parece pasar en el bar que se encuentra

siempre a media luz, lleno de humo y con el

olor de una habitación que lleva sin airearse

más de lo que debería.

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Mira la hora y aún quedan más de diez minutos para que su cliente aparezca, aunque ha

base de minutos y horas de espera aprendió hace tiempo que esos diez minutos aún se

estirarán otros veinte más. Por lo que se dedica tranquilamente a encenderse otro cigarro

y a darle un nuevo sorbo al «whisky on the rocks».

Piensa tranquilamente y sin prisas expira el humo haciéndolo chocar contra el triste haz

de luz que dibuja una bombilla. El humo hace círculos y trazos que bailan retorciéndose

en el aire.

Suficientemente borracho como para que le de igual ser indiscreto, y de sobra sereno

como para poder usar la capacidad de síntesis que le caracteriza, lanza una mirada

analítica por el bar.

No hay mucha gente. En la esquina, sentadas en unos taburetes están las dos chicas que

vienen desde hace unas semanas. Una de ellas, es una petarda vestida con un pantalón de

leopardo que habla pizpireta con el camarero que le sonríe de oreja a oreja. Ella juguetea

con el pelo y no para de moverse sobre la silla, esta nerviosa y todo en sus gestos y en su

mirada indican que quiere tirárselo. Él, por su parte, parece mucho más distante aunque

muy amable. Sin duda, si todo sale bien, ella acabará gimiendo en el almacén del bar

mientras su amiga se busca la vida.

La otra, una chica flacucha de labios pintados del mismo color negro que el pelo, pone

cara de hastío y sonríe con desgana y muy poco disimulo los chistes del camarero que a

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carcajadas ríe su compañera. Aunque lo intenta, no puede dejar de mirar a la pareja que

tiene cerca.

Él es conocido en todo el barrio. Camello de poca monta, tiene fama de sacar la navaja con

más rapidez que se le pondría dura a un quinceañero y ha pasado varios años en la cárcel

por matar a un yonki que le debía dinero. Está contento, debe de haber pillado bastante

dinero hoy y lo esta celebrando, bailando y dando unas sonoras y descompasadas palmas

con su chica.

Ella es la típica mujer que se niega a dejar pasar los tiempos de gloria. Tiene una larga y

perfecta coleta de negrísimo pelo, piel morena, rasgos agitanados y una pinta puta que no

puede con ella.

Demasiado maquillaje y demasiado mal puesto como para parecer guapa, da más lástima

que otra cosa, aunque siendo sincero, hace muchos años que debió de ser, sin ser

excesivamente agraciada, al menos una mujer llamativa. Se contonea tristemente al son

de las arrítmicas palmas de su compañero, con la gracia y el salero, que dotan demasiado

alcohol y quizás alguna que otra sustancia ilegal.

Ya se hace tarde, el tiempo de gracia que le ha concedido a su cliente se le escapa entre los

dedos. Nervioso, se retuerce en la mesa, mira la hora y acaricia el sobre que tiene encima

de la mesa. Ella no debería de tardar mucho más o tendrá que pedirse otro whisky y eso

ya le haría empezar a perder los sentidos, aunque por dentro sabe, que si pudo sacarse el

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permiso de armas con un pedo mayor que el que tiene ahora, no tendrá muchos

problemas para enseñar las fotos que esta guardando.

La mujer rubia no se hace esperar, entra suavemente en el bar y se quita las gafas que le

cubren los preciosos ojos azules. Mientras se acostumbra a la penumbra, mira el bar en

busca del detective.

Él la mira de arriba abajo, ve por la abertura de la chaqueta el cuerpo esculturar de 3

horas diarias de gimnasio que acostumbra a usar la rubia. Si no lo ve, se lo inventa, total,

cada vez que la mira recuerda perfectamente el sabor del sudor sobre su piel, la mezcla del

olor a sexo y a perfume caro, cada uno de los pliegues y las pocas imperfecciones que

aquella noche adornaron el desnudo cuerpo de ella.

Se acerca a la mesa y le mira con complicidad. Los reflejos alcohólicos que desprende el

detective hacen que en sus ojos se dibujen una sonrisa, solo un instante, el tiempo justo

para que ella lo capte y le devuelva una sonrisa enorme, esta si, pintada directamente en

unos labios de color rosa. Luego se pone muy serio y el gesto le cambia como al de un

jugador de poker.

—Aquí están las fotos que me encargaste—. Dice mientras le tiende el sobre.

Ella pone cara de contrariada, pero no le desagrada nada de lo que ve.

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En ese momento entra un tipo en el bar. Es joven, vestido con una chaqueta negra

holgada y gafa de sol que no se quita. Se acoda en el bar y espera que le atiendan sin

moverse ni un ápice.

La conciencia alcohólica del detective le dice que algo no esta bien, así que desliza

discretamente su mano hacia la culata de la pistola.

—Vale, no es mucho, pero has conseguido fotografiarle morreándose con la pija de su

secretaria. Seguro que con esto le saco una pasta a ese hijo de puta. ¡Vamos a celebrarlo!-

Dice mientras se gira hacia la barra del bar.

Es lo que necesitaba el caballero de la chaqueta negra, en cuanto la rubia se gira, la mira,

saca una pistola y una detonación se mezcla con la música del garito. Un agujero se abre

en la cabeza de ella, con tan mala suerte, que la bala la atraviesa y golpea en el pecho del

detective que cae de espaldas medio muerto.

—Dos pájaros de un tiro— celebra el caballero de la chaqueta negra, mientras se gira y

dispara de nuevo, esta vez, matando al camarero.

El sonido de los disparos resuena en los odios de los asistentes y el olor a pólvora

quemada lo tapa todo. Todo el mundo esta parado y nadie mueve ni un músculo.

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—No me lo pongáis difícil, nadie va a salir de aquí, así que iros resignando- Dice el

caballero, a lo que la petarda y su amiga, responden llorando histéricamente.

Todo parece trascurrir despacio, pero no lo es ni por un instante.

En cuanto el camello ha conseguido sobreponerse un poco, ha sacado la navaja y con un

movimiento digno de un espadachín, la ha clavado en la clavícula del caballero de la

chaqueta negra.

La fulana, crecida por el exceso de drogas se ha lanzado contra el caballero y en el forcejeo

resultante, le ha arrancado las gafas y un ojo con las uñas.

Los tres se tambalean a la vez, el caballero se defiende como puede y golpea con una mano

intentando sacarse a la fulana de encima. El camello, no hace más que retorcer la navaja e

intentar sacarla de nuevo para asestar otro golpe, pero el caballero ha soltado la pistola y

por su propio bien, intenta con la mano libre que el camello no logre su objetivo.

Una nueva detonación rompe el equilibrio. El detective, medio borracho y medio muerto

ha conseguido sacar la pistola, alzarla al aire y realizar un disparo. Pero no ha conseguido,

ni de cerca, acertar a su objetivo. Este, en vez de alcanzar al caballero de la chaqueta

negra, ha dado en toda la espalda a la zorra que se desplomada encima de su

contrincante, que exhausto, no puede sostenerse en pie y cae al suelo.

Este es el momento del camello, que saca la navaja y la clava, una y otra vez, en el cuerpo

del ya difunto matón.

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Ya no hay tiempo para lamentarse, el camello se levanta, mira a su compañera un breve

instante y señala al detective mientras dice – Más te vale morirte, porque si no lo haces

ahora, seguirás el camino de este estúpido. Ahora, yo que vosotras dos me largaba de aquí

ahora mismo y nunca diría lo que ha pasado. ¿Me habéis entendido bien, imbéciles?- Y

acto seguido se esfuma del bar como si nunca hubiera estado allí dentro.

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Beatriz Efe Un cuento oscuro

Un cuento oscuro debe ser algo parecido a un

cuento chino pero en siniestro.

Uno se imagina noche, luz macilenta, sonidos

inquietantes. Puede que tormenta. Mucho

ambiente. Eso es fundamental.

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Personajes sufriendo. Casas abandonadas, la chica de la curva, lugares comunes. El pozo.

Poe. Delirium tremens.

Un cuento oscuro en el que explicar alguna moraleja difusa. No bajar a inspeccionar la

mansión abandonada llevando solamente el camisón de raso.

Enseñanzas fundamentales para la vida: hasta para morir hay que vestirse de forma

adecuada.

Hemos visto demasiado cine del “star system”. Demasiado Tim Burton y Johnny Depp.

Definitivamente fuimos a demasiadas acampadas adolescentes con hoguera, chorizo y

Ernesto haciendo caras raras con su linterna.

Se suponía que luego teníamos que fingir miedo para que el chico guapo nos abrazase

fingiendo a su vez que podía protegernos de algo.

Un cuento oscuro de güija, espíritus, presencias del más allá. Venganzas de ultratumba.

Cementerios. Cruces. Más parafernalia.

Oscuro como la boca del lobo, como el futuro de los perdedores. Como los rincones de los

bares de copas donde nos gustaba tanto exhibirnos entre sombras.

Que no me da la gana de escribir un cuento oscuro. Que me niego.

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Porque lo peor que me pasó en la vida, lo más dramático, lo más terrible, lo más

definitivo, pasó un viernes de julio a la hora de comer. En una playa de arena fina. Porque

no existe mayor oscuridad que un entorno luminoso en el que se te empieza a nublar la

vista, te zumban los oídos, te niegas a creer la voz al otro lado del teléfono, mientras el

mundo a tu alrededor sigue y tú te paralizas mirando fijamente el estampado de tu

minúsculo bikini de marca.

Y los niños siguen correteando, gritando felices mientras sus madres se empeñan en el

jamón de York. Las parejas siguen retozando. La marea subiendo.

Y tú, deslumbrada por el sol abrasador, dejas caer el teléfono en la arena, empiezas a

vomitar. Ante la indiferencia general.

Sigues vomitando y llorando en silencio. Ciega. Medio muerta. Hasta que al anochecer

alguien llama a una ambulancia y cuando todo está oscuro, solitario, tranquilo por fin,

comienzas a poder ver, entender. Respirar con mínima eficacia gracias al aparato en tu

boca y tu nariz.

Así que no. No me da la gana de escribir un cuento oscuro, porque sé de sobra que las

cosas oscuras, las verdaderamente oscuras, suelen rebosar luz. Artificial, fría, cruel y

engañosamente clara.

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Nacho Moreno Muertos sonrientes

La había citado a las nueve de la noche en mi

despacho. Exactamente a las nueve, le había

dicho mientras apretaba su antebrazo y acercaba

mi boca a ocho dedos de sus labios de cereza,

siempre húmedos, siempre entreabiertos. Ocho

dedos de distancia y ni uno menos.

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A las nueve en punto le abrí la puerta y allí estaba con un vestido de satén rojo a juego con

su boca. El modo en que el satén se adaptaba a su cuerpo habría hecho dimitir de sus

funciones a Satanás. La melena flamígera, pelirroja y ondulada casi le cubría el ojo

derecho, pero el izquierdo, que se parecía suficientemente al derecho como para que yo

no necesitara ver los dos, me taladraba con ese iris de color violeta imposible. Un

perfume, también de violetas, inundó mi despacho, sólo a medias iluminado por los

parpadeos de neón del anuncio que chirriaba en el edificio de en frente. Las violetas de

sus ojos y de su perfume me llevaron a la infancia, a la época en que yo chupaba esos

caramelos franceses que eran mis favoritos, y esa época inocente, esa mujer acariciada

por el satén en mi despacho y el verbo chupar me provocaron un conflicto mental del que

apenas pude salir cuando su voz de pantera-contralto cauterizó mi oído interno.

―¿Ha descubierto ya quién mató a mi querido amigo, detective?

―Claro, nena. ¿Te suena el nombre de Heber Springs? Está cerquita de Arkansas.

Ella respiró agitadamente, apoyó su mano izquierda sobre mi escritorio y sus uñas

granate, que catalogué inmediatamente como diamantinas, arañaron, marcándolo ya para

siempre, el barniz de la mesa de mi despacho de investigador privado.

―No.

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―Me resulta un poco extraño, muñeca, que me digas que no conoces ese pueblecito. Tú

naciste allí.

―Está bien, Frank. Es Usted implacable ―jadeó, y yo quise morir―. Es sólo que ese lugar

pertenece a un pasado que quiero borrar de mi mente ―se llevó la otra mano a la frente,

apagó las farolas de sus ojos y yo aproveché para echar una ojeada al escote, que era como

para hacer espeleología y no regresar jamás.

―Allí pasó también su adolescencia el pobre Timmy, tu amiguito recién fallecido. Y

Freddy Lomar. Y Richard Harrington. Y los otros doce tipos que han aparecido muertos

este último año... muertos y con unas erecciones tremendas. Todos ellos. Sonrisas

beatíficas y presenten armas. Catorce. Que se sepa.

―¿Y qué tiene que ver los demás muertos con mi amigo Timmy?

―Tú. Tú eres lo que tienen que ver unos con otros.

―Yo no conocía a ninguno de esos chicos ―las virutas del escritorio ya eran de madera y

no de barniz.

―Pues me parece que todos ellos pasaron por tu club de strip-tease antes de empalmarla

y palmarla.

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―Desde el escenario no se ve al público.

―El público está a cuatro centímetros. Claro que sí que se le ve.

―Yo no me quedo con las caras... ―tal y como esperaba, empezó a hacer pucheritos y dos

lagrimones emprendieron una competición de velocidad por sus mejillas de melocotón.

Las enjuagué con un pañuelo y ella aprovechó mi cercanía para posar su mano en mi

nuca.

―Ayúdeme, Frank. Soy inocente. ¿Cómo podría yo haber matado a tanta gente? Sólo soy

una pobre chica de pueblo que un día salió de su casa para triunfar en el cine y...

Yo guardé mi pañuelo en una bolsa de plástico hermética que me había facilitado Hans

Günter, el sargento de policía más obtuso y más eficiente que jamás pisó una comisaría de

esta podrida Chicago.

―¿Cómo los podrías haber matado? Con una base de maquillaje denso para no

envenenarte tú misma y una capa superficial de colorete compuesto por un montón de

tipos de droga diferentes. Principalmente, éxtasis, LSD y anfetaminas, me atrevo a

aventurar. El laboratorio lo confirmará. Tengo una apuesta hecha con el forense, que es

cubano y muy simpático.

La luz de su mirada, que no era cálida antes de ese momento, se acercó al cero Kelvin.

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―No puedes probar eso.

―Me parece que sí. Además, no te va a dar tiempo a lavarte la cara, bombón. La policía te

va a detener antes.

Ella sopesó la situación durante un instante, y tomó el camino que le era más fácil. Elevó

media octava su voz, sin subir el volumen.

―Me amenazaron con decírselo a mis padres si no accedía a hacer lo que me ordenaran.

Por favor, Frank, ayúdeme. Estaba desesperada. Querían aprovecharse de mí, de mi

cuerpo. Yo sólo quiero un hombre fuerte que me proteja y que me quiera. Si lo encontrara

se lo daría todo ―pasó al tuteo―: Frank, tú podrías ser ese hombre. Ayúdame y haré todo

lo que me pidas. Te obedeceré en todo, seré tu esclava, lo dejaré todo por ti...

―No creo que te amenazaran con nada, preciosa. Simplemente los reconociste y quisiste

evitar el riesgo de que alguno fuera con la información de vuelta a la sureña y puritana

Heber Springs. Ya sé, ya sé, la culpa la tienen las compañías de bajo coste, que hace un

año iniciaron la ruta entre Arkansas y Chicago por seis dólares el trayecto, y a los paletos

de tus amigos de la infancia les fue dando la idea de visitar la ciudad de Al Capone,

incluyendo en la visita una ojeada al local donde, qué maldita casualidad inesperada, tú te

quitas la ropa despacito. Como te veo venir y sé que soy muy débil, le he pedido al

sargento de policía Hans Günter que a las nueve y un minuto se coloque detrás de la

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puerta y escuche atentamente todo lo que tú y yo decimos. Así él se gana un ascenso y yo

no me puedo dejar convencer por ti, monada. Porque me están entrando ganas de que me

convenzas, aún sabiendo que besarte a ti es más letal que besar a una copperhead.

Las unidades de presión se miden en unidades de fuerza divididas entre unidades de

superficie. La patada que me envió a la entrepierna llevaba toda la fuerza de un muslo

torneadísimo y perfecto, según me entretuve en ver durante unos milisegundos a través

de la raja de la falda del vestido de satén. Su zapatito rojo de tacón tenía una puntera

diminuta, con lo que calculo que la presión sobre el centro de mi escroto fue enorme. Aún

así, medio desmayado por el dolor, pude ver cómo la chica abría la puerta, trataba se salir

rápidamente y chocaba, igual que si tras la puerta hubiera una tapia de ladrillo azul,

contra el pecho del enorme y rubio sargento promocionable de policía, mi buen Hans.

―Queda Usted detenida, Señorita. Tiene derecho a guardar silencio y a solicitar la

asistencia de un abogado. Si no tiene con qué pagarlo, se le proporcionará uno de oficio.

Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra...

―Estoy bien, Hans. Muchas gracias ―gemí desde el cómodo lugar donde me encontraba,

es decir, tirado en el suelo junto a mi escritorio―. No se te ocurra darle un beso, que tú

eres lo suficientemente zoquete como para hacerlo. Sobre mi mesa hay un pañuelo que le

tienes que llevar al Doctor Márquez, él ya sabe lo que tiene que hacer.

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Ella dejó caer los hombros. Me miró con infinita tristeza y, a pesar de la coz que me había

endiñado, me dieron ganas de asesinar a Hans y huir con ella para que me matara de un

polvo en el primer motel de carretera que encontráramos. De hecho, no se me ocurría

ninguna otra manera mejor de morir.

―Siento que esto haya acabado así, Frank. Me gustabas de verdad.

―Adiós, nena. Seguro que hasta el traje a rayas te sienta divinamente.

―Adiós, Frank ―se volvió hacia Hans Günter y le tendió las muñecas blancas de

porcelana en un gesto de indefensión completa y sumisa. ―Espóseme, Sargento. He sido

mala y merezco que me castiguen. Al menos han enviado a todo un hombre a detenerme.

¿Les hacen los uniformes a medida? Porque el suyo, desde luego, parece que lo han

cortado para ajustarse a sus músculos...

Y allí me quedé yo, sin poder levantarme del suelo durante unos minutos. Ni siquiera

pude asomarme a ver ese cuerpo perfecto entrar en el coche patrulla. Me refiero a la

chica, no a Hans. Cuando conté doscientos parpadeos de la luz de neón que entraba por la

persiana logré incorporarme a duras penas y saqué del cajón la botella de Macallan (una

debilidad cara para alguien que debía dos meses de alquiler del despacho y al que su

última clienta no le iba a pagar por haber quedado descontenta con el resultado de la

investigación). Me serví una buena ración en un vaso mugriento y me descubrí

acariciando los arañazos de sus uñas en el barniz de mi mesa. Sonaba algo de la banda de

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Fletcher Henderson en el piso de al lado, música de hace más de medio siglo, de cuando

aquél negro bajito que entró en la banda se puso a tocar los solos de trompeta sin el

stacatto de los neoyorkinos. Satchmo, lo llamaban, a ese muchacho. Más que caminar, me

arrastré hasta la puerta y la cerré de un golpe para no oírlo, tratando de refugiarme en la

idea de que «maldita sea: mañana será otro día».

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