Revista Bremen 2

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Ya está disponible el segundo número de la Revista Bremen, la revista que recoge los textos de los miembros de nuestra tripulación

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Acta del taller literario BREMEN del 09 de diciembre de 2009

El tema de los relatos de hoy era: una historia en tres fases

temporales/tres etapas históricas. Actúa como secretario y primer lector

quien propuso el tema. En este caso Nano.

Presentes: Magapola, Javier, María, Marina, David, Juan, Rober,

Nano.

Ausente que envía relato: Nacho.

Nano Las mujeres no importan

Javier Artefacto

María a Rayas La misma historia

Nacho Hay cosas que cambian, hay cosas que no (leído por

Marina)

Juan El Enclenque

Rober Pompeya

La mayoría decide: que el próximo relato será un western.

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La mayoría decide: que no vamos a dejar que la navidad nos corte el

rollo y, como el sitio de reunión está cerrado, el lugar será la casa de

María.

La mayoría decide: que dado que los talleres son miércoles sí y

miércoles no, y dado que en la revista se van a publicar los relatos, lo que

lleva su tiempo (recogida formato, etc.), pero un cierto orden es bueno, el

día de divulgación de la revista será el miércoles siguiente al del Taller.

El tema fue propuesto por David, lo que según los protocolos lo

convierte en secretario del próximo Taller y lector del primer relato.

Año del Señor de dos mil y nueve.

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Artefacto

Este cuento es un artefacto. Una manera de resolver un problema,

tal vez elegante. En él hay una caja. La caja se encuentra encima de una

mesa de cedro, mientras el sol entra de forma oblicua por la ventana e

ilumina el parquet. Es una caja hermosa, taraceada y con las aristas

desgastadas por el tiempo y presenta un agujero con una lente en su

superficie, como una especie de mirilla. Alguien la ha enviado en un

paquete por correo sin que lo hayamos solicitado, alguien nos ha situado

en este momento, ante esta caja que parece llamarnos.

Cuando acercamos el ojo a la mirilla, vemos una escena en la que

un hombre de pequeño bigote y uniforme militar está hablando ante lo

que parece un estado mayor. Lo que dice, en un idioma diferente del

nuestro pero que, no obstante, podemos entender perfectamente es: «Y

así, he enviado a mis unidades de élite hacia el este, con la orden de

matar sin piedad a todos los hombres, mujeres y niños de raza o lenguaje

polacos. Solo de esta manera conseguiremos el espacio vital que

necesitamos. ¿Quién menciona hoy en día el exterminio de los armenios?»

Tras el escalofrío, no podemos evitar apartar la mirada. Pero la caja tiene

sus propias reglas y cuando, espoleados por la curiosidad, pretendemos

seguir asistiendo como testigos a la reunión de militares, la imagen que

aparece es otra.

Un hombre con aspecto de estar quedándose calvo está escribiendo

a mano en una pequeña habitación. En la habitación se oye el rumor de

las mujeres en la calle, de los coches que pasan bajo la ventana, los

chillidos de las golondrinas. Los muebles son sencillos, una mesa de

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madera, una silla también de madera, un infiernillo para hacer algo de

comida, cubierto por una cortina que debió de ser blanca en algún

momento. En las palabras del hombre —este es otra de las facultades de

la caja, que también nos deja ver lo que hay dentro de las palabras que el

hombre está escribiendo— puede leerse: «Estamos ahora en el otoño de

mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no

he podido desentrañar.

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz

del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no

lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya

no hay más libros que escribir, gracias a Dios.

Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia,

una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No,

es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en

el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a

lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez,

pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo

cadáver...»

La imagen se hace ahora difusa, como si estuviera produciéndose

alguna clase de tormenta y acaba por desaparecer. Cuando volvemos a

apoyar el ojo sobre la mirilla, deseosos de seguir descubriendo lo que

puede ofrecernos, nos encontramos a nosotros mismos mirando la caja. Y

nos vemos una y otra vez, mirando la caja en nuestro salón, con su mesa

de madera de cedro y su parquet iluminado, una y otra vez en el bucle

infinito del presente, el tiempo despojado de su condición porque todo

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está sucediendo ahora, justo en el momento en el que nos vemos mirar la

caja, una y otra vez, cada vez más profundos, cada vez más abismados en

nosotros mismos, casi seguros de estar percibiendo cómo se detiene el

reloj universal que nos lleva a todos con los ojos vendados hacia la

muerte.

Entonces apartamos la vista y cerramos la caja horrorizados. Y este

cuento, este artefacto, emite un pequeño zumbido y se detiene.

Javier

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El enclenque

Jacinto sabe que esto va a ser fácil. Esta vez en el diván hay un tipo

apocado que le ha dado por soltarle un guantazo a su mujer. Una arpía

insoportable que le presiona hasta no poder más, pero este pobre hombre

ni siquiera es capaz de dejarla. Casi seguro, que se habrá ganado algo

más que un guantazo.

Cree que va a ser tan sencillo, que ni siquiera ha tenido que fingir el

acostumbrado acento argentino con el siente que gana más prestigio.

Tras una breve charla decide hipnotizar al pobre desdichado. No le

apetece trabajar mucho y siempre le han hecho gracia las historias que la

gente cuenta cuando esta en trance. Unas cuantas palabras, un poco de

complicidad por parte del paciente y una mente tan débil no tarda en

caer.

- Bien, Javier, retroceda en el tiempo.- Espera unos segundos.

Siempre ha pensado que la mente, como los viejos vídeos de vhs, necesita

un tiempo para rebobinar. – Retroceda incluso antes de haber nacido,

muchos años, cientos y cientos.- Decide esperar de nuevo unos segundos.

– Bien, dígame usted que esta viendo.

- Es de noche.- Dice el pobre apocado. – Llueve y hace mucho frío.

Estoy acurrucado al borde de un riachuelo con mucha agua, en la otra

orilla hay una pequeña aldea. Las construcciones son de madera y paja,

alguna que otra de piedra pero los tejados son igual que los otros. Miro a

mí alrededor, mis compañeros están esperando la señal. Todos vamos

vestidos de la misma manera. Llevamos pieles de animales encima, la mía

tiene hasta las patas del animal, es gris, esta llena de mugre y llevo

atadas las garras en mis nudillos. Debajo llevo algo rígido y duro,

supongo que será una especie de armadura. En la mano derecha llevo

una espada larguísima y pesada pero estoy acostumbrado a ella y a su

peso. Tengo la sensación haberla usado más de una vez.

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Alguien da la señal. Todos nos movemos, despacio, sin hacer ruido

nos arrastramos por la orilla y nos metemos en el agua. ¡Joder!, esta

helada.

Jacinto observa como el paciente parece encogerse en el diván, debe

de estar sintiendo el frío. Es lo normal en estos tipos de trance.

- La aldea está en silencio. Me acerco lentamente a la primera de

las cabañas mientras mis compañeros se posicionan en la oscuridad. El

cuerno suena, es la señal. Me abalanzo sobre la puerta que se habré sin

ningún problema. No hay nadie dentro, la cabaña es una sola habitación

de techo bajo con un fuego al final, uno montón de sacos a un lado y un

montón de paja al otro.

Me envuelvo la mano con la piel que me hace de capa, recojo un

leño ardiendo del fuego y lo lanzo encima del montón de paja que arde

rápidamente, aunque el techo es de paja también, como esta muy mojada

no arderá rápido si es que llega a hacerlo.

No es normal que haya un fuego ardiendo en un sitio tan cerrado

sin nadie vigilándolo, pincho uno a uno cada saco con mi espada. De

detrás del montón sale una muchacha apuntándome con un cuchillo de

matanza. No lo dudo ni un segundo. La ensarto de un golpe y cae muerta.

Es una lástima, aunque es poco más que una niña, una mozalbeta rubia

siempre es apetecible, pero nadie que ha alzado un arma contra mi, ha

vivido para contarlo. Quizás, si la cabaña no arde, alguno de mis

compañeros quiera aprovechar la ocasión si aún esta caliente…

Por la puerta entran tres rubiales. Están armados con caras de

terror y unas espadas de aspecto bastante endeble. Si estuviera en

terreno abierto, por muy campesinos que sean, estaría perdido. Pero en

este sitio tan estrecho, no tienen espacio para moverse.

Miro al primero, levanto mi mano y la cierro dibujando un puño, las

garras parecen amenazarle. Doy un grito enorme y me abalanzo sobre él.

A pesar que tengo que descargar un golpe lateral, el miedo del muchacho,

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la falta de costumbre y la endeble espada se alían en mi favor. Él no

puede boquear el golpe del todo y da un traspié con uno de sus

compañeros.

El segundo cae de espaldas y el primero cae apoyándose contra la

pared.

No es tan fácil cortar un miembro como parece. Este, tiene un

profundo corte que deja al descubierto el hueso, mitad cortado y mitad

roto por el golpe. Se duele del pecho, con suerte se le habrán roto un par

de costillas, lo que esta claro es que no parece muy amenazante.

El tercero a ver el panorama sale corriendo. Salgo detrás de él, al

pasar a la altura del segundo le dejo caer mi espada sobre el pecho. Está

asustado y corre por su vida, intento darle caza, pero se me escapa. Me

siento en el suelo, me aflojo el jubón y pienso que ya estoy muy mayor

para andar correteando por ahí.

Jacinto no da crédito a la historia que acaba de oír. Rápidamente

reacciona y le dice que remonte unos pocos años más adelante. El

enclenque parece relajarse.

- Descríbeme que ves.

- Estoy tumbado rodeado de paja y abrazado a un preciosa

muchacha, es joven, pero pasó la adolescencia hace tiempo. Es morena,

casi no puedo verla porque todo esta muy oscuro pero tiene los ojos

verdes. Es delgada, pero no esquelética y bien proporcionada.

No dejo de acariciarla y de besarla. Ella me llama cariño y me

acaricia el pelo. Empiezo a acariciar su pierna y a levantar lentamente la

sucísima falda. Me quita la mano mientras me besa de nuevo, pero insisto

dejando al aire una de sus piernas. Me doy la vuelta y la dejo que se

ponga encima mientras me come a besos. Deslizo una mano por la

espalda, deshago el nudo que cierra el vestido y lo aflojo con un suave

tirón. Ella me mira a los ojos, me vuelve a besar, y me aparta la mano.

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Doy media vuelta más quedándome entre sus piernas. La miro, la

paja ha empezado a entretejerse con su despeinada melena. Tiro un poco

del hombro del vestido y le dejo un pecho al descubierto. –No- Me susurra

al oído. La beso en el cuello bajando lentamente hasta su pecho, y le beso

en el pezón. Me coge del pelo y me sube la cabeza a la altura de su cara. –

Hoy no.- Me susurra en el oído y continúa besándome.

No la hago caso, su boca me dice no, pero no deja de acariciarme y

de apretar sus pechos contra el mío. Vuelvo a deslizar la mano en sus

piernas y de ahí subo hasta su sexo mojado y caliente. –Hoy no, por

favor…- Vuelve a decirme. Pero no ceso de acariciarla entre las piernas,

ella gime una y otra vez, pero empieza a empujarme. Su boca dice no,

pero su coño no deja lugar a duda. Se resiste y me muerde. Separo la

cara de la suya. Me mira con miedo. Me gusta, quito mi mano

humedecida de entre sus piernas y la pego un puñetazo, y otro, y otro…

A esta alturas Jacinto no sabe que hacer, el hombre no deja de

golpear el diván y de moverse alteradamente. No puede esperar más.

Grita.

-¡Despierta Javier! ¡Despierta!-

Y así lo hace. Javier se levanta bruscamente, mira alrededor un

poco aturdido y empalmado y se acerca a Jacinto con la mirada helada.

Jacinto no sabe que hacer, algo no marcha bien. El apocado no

debería de tener esta reacción.

Javier, coge la pluma de encima del escritorio y con un movimiento

salvaje la clava en el cuello de Jacinto que cae desplomado en el suelo. Ya

sabe lo que ocurre, ha cometido un error, le ha dicho que despierte pero

no le ha dicho ni que regrese, ni que olvide lo ocurrido. Aún está en

trance, pero ya es demasiado tarde.

Juan Sánchez

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Hay cosas que cambian, hay cosas que no 

Abril de 1483

― ¡«Arrepentiros»! ¡«Arrepentiros»! ¡El reino de Dios se «acercan»! ¡Es Él el que habla por mi boca! ¡Arrepentiros!

― Disculpe, hermano...

― ¿Qué quieres?

― Es que dudo mucho que sea Nuestro Señor el que hable por su boca. Mire que, para empezar, está tomando Vuestra Merced el infinitivo por el imperativo, modo verbal en el que el Altísimo es sumamente ducho... lo correcto sería decir «arrepentíos». Además, hay un error de concordancia en cuanto al número, cuando Vuestra Merced dice «se acercan». Si es el reino de Dios, es singular. «Se acerca».

― ¿Y quién cojones eres tú, frailuco de mierda, para corregir la voz del Señor?

― Mi nombre, hermano, es Tomás de Torquemada. Lo mismo le suena mi nombre a Vuestra Merced. Soy el Inquisidor General, y no corrijo la voz de Dios. Sólo la escucho y la obedezco. ¿Guardias? Llévenmelo a las dependencias del Tribunal. Mejor si llega vivo. Pero si no... tampoco pasa nada.

Junio de 1813

― Jugo que nó lo entiendó. Cgeó que yo seguía mejor ggey que ese cochón de Fernandó. ¿Pog qué los españolés no me quieguén? ¿Pog qué pgefieguén las cadenás?

― Porque hablas raro, Pepito. Muy raro.

― ¿Que hablo ggagó? ¡Mucho mejog que los españolés el fggancés!

― ¿Ves? Lo que yo te diga. Anda, tira, que aquellos de allí lejos son los niños de Wellington, y no preguntan. Son ingleses, y no tienen la menor intención de aprender español. Ni francés. Ni nada.

― Miegda de país.

Febrero de 1981

― ¿Y dijo «se sienten, coño»?

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― Sí, Majestad.

― ¿Y Juste, qué ha dicho desde la Brunete?

― Que su fidelidad a la corona es inamovible, que ha detenido a Torres Rojas por sedicioso y que la Brunete está a las órdenes que disponga dictar Su Majestad.

― Hombre, Sabino, dónde va a parar. Mucha mejor sintaxis. Tráigame el teléfono, por favor.

Moraleja: Gramática, pronunciación y sintaxis, unidas todas ellas a una correcta ortografía, tal vez no nos aúpen a la gloria, pero nos pueden librar, en ocasiones, del abismo. Continúen asistiendo al Bremen, que se aprende mucho en esta cuevecilla.

Nacho Moreno

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La misma historia

La Juana

La Juana no tenía ni idea la mañana del 16 de julio de 1936 de que

aquél sería su último día. Se levantó casi al alba y preparó el almuerzo a

José mientras éste se vestía antes de marcharse a la mina. Luego dudó si

meterse en la cama de nuevo o marcharse donde la Manola a comprar el

pan recién hecho. Acabó por acostarse un rato aunque no pudo dormir.

Le dolía la espalda molida a palos, los riñones cansados de tanto

agacharse a fregar suelos, los pechos llenos de leche, mordidos por el

bebé hambriento.

Por la tarde había dicho José que se juntarían los del sindicato en

casa para preparar nuevas movilizaciones:

- Juana, ya sabes, que los niños no anden merodeando y hazte con

algo de vino.

La Juana obediente había cargado con la garrafa de vino de las

bodegas de Tinín, que, sindicalista y rojo también, se las cedía a precio de

costo cuando era para esas reuniones.

- Hay que apoyar la causa compañera, que aquí si no se va a liar

una buena.

A la Juana la política había dejado de interesarle el día en que su

marido, después de acudir a un acto de Clara Campoamor en Ponferrada,

le había pegado la primera paliza.

- Tú no vas a ninguna parte sin que yo te lo diga.

Así que ni tan siquiera votó en aquellas elecciones, aunque hizo el

paripé como muchas:

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- Que si José, que ya sé a quien tengo que votar, no te preocupes.

Pero la política venía a casa sin poder evitarlo y ella escuchaba y

aprendía, disentía casi siempre, no intervenía nunca y recogía los restos

de aquella borrachera de ideas y vasos de vino.

La tarde del 16 de julio de 1936 no fue distinta, o casi. A la Juana

se le ocurrió hacer un comentario sobre lo que había ocurrido en Madrid

aquellos días, - la cosa parece tensa. Lo escuché esta mañana en la radio,

- y muchos de los integrantes quisieron saber más – cuéntanos Juana,

qué escuchaste.

Aquello no sentó nada bien a José, que borracho y cabreado

después del encuentro, increpó a su mujer acerca de la autoridad y de

quien te has creído tú que eres para ir haciéndote la importante.

La torta la pilló tan desprevenida que perdió el equilibrio y cayó al

suelo. Quizá se desnucó al darse con la puerta del hornillo abierto de par

en par, quizá decidió que no quería aguantar más aquellas bofetadas. El

caso es que la Juana se murió allí mismo y al momento, ante la mirada

alucinada de José.

A por él vinieron cuatro días después, con toda España levantada

en armas. Le fusilaron por rojo y por cabrón frente a la pared del

cementerio. Pero no, no se trataba de justicia poética.

La señora Nuria

-¿Desea algo más la señora?

-No, Lali, muchas gracias.

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Nuria contempló con agrado su rostro sin saber que pronto aquella

cara angelical de mirada azul y piel clarísima sería el rostro de una

muerta. Se percató, con cierto alivio, que con el maquillaje ya no se

notaban las huellas de la última pelea. Seguía siendo una mujer

atractiva, pensó mientras se ponía los pendientes de perlas que Marcial le

había regalado en febrero, para su 32 cumpleaños.

Estaba preparándose para la fiesta que iba a dar en su casa don

Julián, la mano derecha de Marcial. Ponte guapa, pero no te pases, le

había dicho su marido al terminar de comer, vendré a buscarte a eso de

las 9, quiero ser puntual que habrá gente importante del régimen.

La fiesta había reunido a las principales familias de postín de

Barcelona, engalanadas y sonrientes, como si aquella posguerra triste y

turbia no fuera con ellos y con sus negocios incipientes. Nuria también se

mostraba feliz, segura de si misma y de esa vida brillante que llevaban,

sin nada que lo empañara, Marcial y Nuria, qué bella pareja, que guapos,

que ricos, que dichosos son.

-¿Cómo estás Nuri?

Roger, tan amable y educado como siempre, con esa mirada dulce

en los ojos. Roger que había sido tan guapo de joven y que estaba

envejeciendo tan mal, perdiendo pelo a pasos forzados, cargando con una

barriga pesada y una mujer ligera de cascos. Roger, al que había querido

una vez y había rechazado quien sabe por qué. Roger.

Se tomaron una copa y hablaron de todo un poco. De Marcial, de

los niños, del anuncio de Eisenhower y de lo que eso significaría para los

negocios de su marido.

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-Pero tú, Nuri, ¿cómo estás?

-Bien, es que no se me nota.

-No me engañas Nuri, pero dejémoslo así. Hoy estás muy guapa.

La fiesta duró más de lo que ella habría esperado y Marcial bebió

mucho más de lo que ella habría deseado.

-Vámonos ya cariño, es tarde.

-Nos iremos cuando me dé la gana a mí. Si te aburres dile a tu

amigo Roger que te de un poco de conversación.

-Marcial, por favor.

Los gritos comenzaron en el coche. Los motivos, los de siempre,

ninguno, todos. Poco más les quedaba por decirse cuando llegaron a casa.

-Me voy a la cama, Marcial

-No, no te vas.

La cama en la que acabó Nuria fue la de un hospital. Todavía

llevaba los pendientes de perlas que le había regalado Marcial para su 32

cumpleaños cuando su corazón parcheado y traicionado decidió pararse.

Las principales familias de postín de Barcelona fueron a despedirla al

cementerio. Engalanadas y felices las mismas familias de postín de

Barcelona acudieron a la boda de Marcial un año y medio después con la

hija de un rico empresario textil de Badalona.

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P. F. G.

Nuevo caso de violencia de género en Madrid

La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, ha confirmado un nuevo

caso de violencia de género en la capital. Se trata de P.F.G. de 34 años,

que fue apuñalada presuntamente por su ex-marido, F.V.C. en la

madrugada de ayer en su domicilio. La pareja llevaba 4 meses divorciada

y hacía varias semanas que la joven había advertido a miembros de su

entorno del acoso psicológico que sufría por parte de su ex-pareja,

aunque no había constancia de ninguna denuncia por malos tratos. Con

ella, el número de muertes por violencia de género en lo que va de año

supera el medio centenar. La titular de Igualdad ha mostrado todo su

apoyo a la familia de la víctima y ha señalado que "la violencia de género

es un fracaso como sociedad" y que ninguna institución, ningún

organismo y ninguna persona va a renunciar a trabajar sin descanso para

acabar con este tipo de violencia.

Aído ha añadido que hay medios para combatir este problema, y «es

imprescindible que las mujeres denuncien» porque sólo así podrán ser

protegidas, poner a su disposición los recursos necesarios para salir de

ese drama y que sobre los maltratadores caiga todo el peso de la ley y el

rechazo social.

De las 50 víctimas de violencia de género cuantificadas por

Igualdad, solo catorce habían denunciado malos tratos y sólo seis tenían

medidas de protección en vigor.

María a Rayas

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Las mujeres no importan

A la Hija del Mar,

a quien a la distancia de la voz llaman Marta.

Ilustración by Elena

Finales de siglo XIII-principios del XVIII en Wasconia, Gascuña

y cuantos nombres ha venido a dar su partición

R cabalga al paso en paralelo al río. Por el bosque, para que la

lluvia apenas lo toque y los árboles escondan su presencia. No maldice la

soledad, sino la vulgaridad de su destino: buscar y quebrar

merodeadores. Su sueño sería romper con la maldición de la familia, ir a

París a servir con la espada al Rey o a uno de sus señores. Pero envinado

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por dentro y aguado por fuera, sobre el caballo que le ha comprado B, su

hermano mayor, sigue presa de la maldición que maldice.

Todo está en el Libro Oculto de la familia, desde aquel Raphael que

le dio origen cuando con una maza de palo endurecido se abría paso

descrismando enemigos más profesionales y mejor armados que él. Quiso

la mala fortuna que lo hiciera ante los ojos y la complacencia de Raymond

VII de Saint Gilles, el Conde en cuyo nombre aterraba con la maza. Y el

Conde recompensó a ese campesino loco dándole unas tierras malas que

ningún hombre de valor habría aceptado y una parte suplementaria del

botín, que R supo aumentar haciendo decrecer la de sus compañeros de

maza más pequeña o más blanda.

El ingenio le daba para confiar aquello en las manos de su hermano

mayor, Bernard, que siempre le había cuidado bien. Se quedó para él una

espada, un capote de piel y un caballo, con los que siguió participando en

cualquier pelea, guerra o enfrentamiento que surgiera, de la parte o no de

Raymond VII, el Conde que protegió a herejes y judíos hasta que por

presión del Rey de Francia le interesó más perseguirlos con dureza. La

traición era una costumbre, pero no una palabra que pudiera

pronunciarse sin miedo. Y bien que se lo pagó París al primero malo y

después buen Conde, dejando que el inglés se hiciera con sus tierras.

No estorbó esto último las voluntades de B y de R, dispuestos a

servir a quien tocara, pues la traición formaba parte de la maldición.

También formaba parte de ella que ese ascenso por encima del bajo

campesinado no llegara nunca a encumbrarse demasiado, por lo que una

generación tras otra fue necesario que un R siguiera luchando, con más

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placer que gran provecho, mientras que un B, que había crecido en la

lectura, la escritura y la cuenta de monedas, toneles de vino, cereales y

todo lo que pudiera contarse y conservarse, se ocupara de mejorar las

tierras y de cualquier intercambio que al mismo fin contribuyese.

También eso se consideraba que formaba parte de la maldición.

Todo B cuidaba de que la familia tuviera un sustento mayor del suficiente

y de aumentar la prosperidad del lugar que la familia llamaba propio.

Todo R lo abandonaba para enviar oro o plata o bronce con que mejorarlo,

hasta que regresaba, con el cuerpo varias veces cosido y quebrado, para

quedarse. Se casaba y al primer hijo lo llamaba Bernard; crecía como un

niño de cabeza despierta y el tío Bernard se hacía cargo de su educación.

El segundo hijo varón era bautizado como Raphael; crecía fuerte, su tío B

le llenaba la cabeza de historias de glorias como base para una mente

inflamada, le asignaba en el campo las tareas que más le fortalecieran y le

dejaba todo el tiempo libre necesario para que R, el padre, le enseñara la

actitud espiritual del cazador, el manejo de las armas y la hermandad con

su caballo.

Llegado el momento, el joven R partía donde mejor pagaran por su

brazo armado, hasta que volvía al lugar familiar con cuerpo todavía para

casarse con provecho, tener dos hijos varones, cuyo primogénito era

bautizado como Bertrand y el otro como Raphael. El Libro, que cada

generación aumentaba en un capítulo de la mano del Bernard

correspondiente, permanece por fuerza oculto, pues por muchas que sean

las B y las R, más numerosas son las T de traición, y de caer en manos

envidiosas, al B y al R que les hubiera tocado vivir entonces les habrían

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tenido que cortar la cabeza no una, sino varias veces. A las mujeres, que

también nacieron y hasta en más abundancia que los varones, no se las

menciona en el Libro sino con el genérico “las hijas”, porque desleían el

apellido en un alejamiento creciente y solo aportaban, o sería mejor decir

desaportaban, el bocado que cada dote arrancaba de la hacienda. No

cuenta el Libro, sino una malintencionada carta de un abad, que por cada

parte arrancada como dote, B, aprovechándose de las relaciones creadas,

conseguía que esa cantidad regresara aumentada en cinco o seis veces.

El R que en otoño de 1712 cabalga en el bosque en paralelo al río,

indica con el tacto al caballo, pues poco antes de la lucha los dos cuerpos

están tan compenetrados que es como si fueran el mismo, que avance

imperceptible. El oído del jinete, que es cazador de animales y de

hombres, ha captado la presencia de los bandidos que molestaban en los

alrededores de la Bastida desde la que B organiza la casa, los campos y

los trueques. Por lo que ha oído, los bandidos deben ser tres. Por lo que

poco después ve antes de ser visto, están mal alimentados y anquilosados

de sobrevivir en la intemperie y en la escasez de todo. Poco enemigos para

él, luego poca gloria. Hasta el caballo, que no acelera los latidos del

corazón, así lo entiende. R maldice en su pensamiento, saca la espada y

pasando la maldición a un grito galopa contra ellos.

Francia, 1792-Cádiz, 1810

Una maldición familiar es un combinado complejo con unos

ingredientes principales, a la que quizá sea fácil añadirle otros

complementarios, de menor grado, pero que no puede sobrevivir si falla

alguno de los principales. Ese corpus inalterable formado por el hermano

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industrioso y culto que no tenía hijos, y el guerrero loco que los aportaba,

era el elemento primordial. Con los acontecimientos de Francia, se rompió

esa unión de intereses, casi de alma, de los hermanos. Raphael, heredero

de quienes sin hacer muchos distingos en a quién servían con la espada,

siempre lo habían hecho para un noble, ardió con la ambición de la

Libertad; Bernard, heredero de quienes constantemente se habían

quejado de la insufrible interferencia de los nobles en sus trueques,

negocios y usuras encubiertas, llegado el momento resultó que lo que

más valoraba eran los cuadros, los libros, la música, lo que distinguía a la

nobleza de los demás; el espíritu delicado, decía Bernard.

Con el tío y el padre muertos, la madre viviendo con la hermana

mayor, en una situación que se iba haciendo poco sostenible y un

momento histórico que les abrumaba, decidieron malvender todo al

marido de la hermana mayor. Tenían 19 y 18 años cuando casi cinco

siglos de trabajosas acumulaciones se jugaron y perdieron a una sola

carta. El joven Raphael, con la mitad de un dinero exiguo, subió por fin a

París, pero no para defender al Rey. El joven Bernard, despareció con el

resto acompañando al hijo de un marqués asustado por los

acontecimientos.

Como sargento del mariscal Claude Victor, bajo cuyas órdenes

había luchado en varios frentes, Raphael llegó ante Cádiz, rotas las

esperanzas revolucionarias, rotas las botas, remendada la camisa.

Apresado por los españoles en una escaramuza, y con más cansancio que

heridas, el oficial que lo interrogó se levantó de la mesa y marchó

corriendo en cuanto conoció su nombre y apellido. Regresó acompañado

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de su hermano Bernard, que ahora se llamaba Bernardo, y le traía ropa

civil para que se cambiara y llevarlo a su a su casa, que en realidad era la

de su amigo el conde Maule, donde lo atendió con comodidades que ni

siquiera en sus mejores sueños de soldado napoleónico se había

permitido entrever.

El Conde, Bernardo y él celebraron su recuperación en una cena

íntima. Aquel le dijo que, si era ese su deseo, podía conseguir que cruzara

las líneas y volviera a su puesto. Raphael miró a Marina, la bella criada

gaditana que se le había ido metiendo en los sueños mientras le atendía,

cuando estaba desfallecido en la cama. Contestó que prefería quedarse,

casarse y tener una familia como español. Bernardo se alegró de volver a

tenerlo a su lado. Le pidió que dada la situación, hiciera como él,

convirtiera la francesa “e” final del apellido en una “a” y que de las tres

consonantes dobles transformara en sencilla la “ll”, ya que era insufrible

el sonido “ye” con que lo pronunciaban por allí. Españolizó el nombre, se

casó con Marina y, aunque tanto él como su hermano querían terminar

con las costumbres que habían heredado, no pudo dejar de bautizar como

Bernardo al primero de sus hijos y como Rafael al segundo.

Lo poco que se sabe de lo que fue pasando después, por suerte ya

no era interesante.

Madrid, 2009

Del Libro me hablaron, aunque ya no debe existir. He tenido en mis

manos las fotocopias de tres acciones nominativas a favor de Bernardo

fechadas en Cádiz en 1818. He leído en Internet las horrorosas Octavas

que dedica al señor Don Nicolás de la Cruz y Bahamonde, Conde de Maule,

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académico honorario de la de San Fernando y de la de San Lucas de

Roma, vecino de Cádiz, su mejor amigo Bernardo, una edición digital

basada en la de Cádiz, publicada en 1817 por la Imprenta Gaditana de D.

Esteban Picardo. Otro Bernardo que, como los anteriores, no amaba a las

mujeres.

¿Y ahora?

Ahora, ¡basta de historias!

Que el padre deje de contarle al hijo. Pues tanto el padre como el

hijo, cuando llevan un tiempo solazándose, sienten un hormigueo en los

pies y no buscan sino un afuera donde ponerse a prueba. Pues no

resisten la dulzura más allá de unos pasos de baile y están impacientes

porque la orquesta deje de tocar. Que el apellido lo dé la mujer, pues

cuando la hija o el hijo pregunten qué representa, sabrá decirles

“Significa aquí y ahora y este espacio donde podemos estar todo el tiempo

que haga falta”. Que deje el padre de inflamar al hijo con relatos de

desatino la locura que el hijo ya tiene por ser hijo. Si se atreve a saber

esto, llegará para el padre el descanso del silencio. Que basta de locos.

Nano

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Pompeya

Deslizas el índice por su cuello, y un rizo de su media melena se te

enrosca como un zarcillo, jugueteas con él antes de volver a besarla, y te

golpea en el pecho la certidumbre de que ya, de que no es la primera vez

que, y cierras los ojos tratando de sonreír, de disimular el miedo, de

evadirte de aquel otro abrazo, de aquella imagen recurrente, y te

consuelas ya de vuelta contemplando la belleza de su rostro, el tesoro

bajo la marca serena de cada uno de sus gestos, esa expresión familiar,

ese poso común que siempre te pierde, sus pupilas titilando al compás de

la música del pub. Decides dejarte llevar, ignorar los viejos fantasmas,

ahora que el alcohol parece haber desplegado las solapas del tiempo. El

vodka te quema la garganta y evocas el desastre, una lluvia de fuego y

ceniza ahogando la ciudad romana, las entrañas de la tierra vomitando el

rencor de unos dioses enojados por la efímera felicidad de los humanos,

por los gratuitos fogonazos del amor. Un hombre y una mujer ante la

terrible inminencia de la muerte, dos extraños en Pompeya refugiándose

en un abrazo final mientras la tierra tiembla bajo sus pies descalzos. Y el

círculo vuelve a deslizarse bajo los torcidos engranajes de una memoria

compartida, se confunde con otras vidas, es una amalgama de recuerdos

y ensoñaciones. Una imagen de tu infancia, el póster de Ingrid Bergman

arrojado a la basura, y tú y tu madre dejando atrás la casa, por ejemplo.

Y ahora conoces de sobra la película, no es más que un dato postmoderno

girando a una velocidad vertiginosa entre tus fantasmas, celuloide a

punto de arder. Viaggio in Italia, 1954, Roberto Rossellini filmando una

historia paralela a la de su propio matrimonio con la actriz protagonista.

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El Vesubio pautando la historia. Sobre las ruinas de la catástrofe, siglos

más tarde, Rossellini filma el desentierro de dos supuestos amantes, el

molde hueco de dos cuerpos abrazados en Pompeya, un calco de la

muerte. El director italiano se estremece al reconocer a través del prisma

de la cámara la desolación en el rostro de su amada, una pena que

atraviesa el personaje, reflejando la crisis real por la que ambos están

pasando. Dos cuerpos huecos se abrazan en el fondo de una fosa.

Tu padre te contó antes de morir que llevó a tu madre por primera

vez al cine a ver Viaje a Italia, y a la salida le arrancó una promesa, un

volverse a ver, tras decirle que tenía la mirada de la rubia. A ella le

gustaba más Casablanca, porque aunque era la historia de un amor

imposible, no desprendía la tristeza de aquel otro amor en estado de

descomposición, un amor de piel podrida, de yeso rascado con la uña. Y

en este preciso instante, mientras rodeas con los brazos a la mujer que

tienes delante, sigues el hilo de tu fantasía y te ves de nuevo sonriendo

bajo la ceniza, trazando en el aire promesas de amor eterno, rogando a los

dioses que la eterna comedia siga, hasta que el volcán cese su ira.

Robert Llopis

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