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CENTRO DE ESTUDIOS DE LAS TRADICIONES Lectura e interpretación de textos filosóficos Dr. Agustín Jacinto Zavala El concepto de «Filosofía» en Platón: República, Libro VI. Alejandro Mendoza 27 de octubre de 2015 Zamora, Michoacán

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Comentario al Libro VI de la República de Platón

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CENTRO DE ESTUDIOS DE LAS TRADICIONES

Lectura e interpretación de textos filosóficos Dr. Agustín Jacinto Zavala

El concepto de «Filosofía» en Platón: República, Libro VI. Alejandro Mendoza

27 de octubre de 2015

Zamora, Michoacán

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Platón, Diálogos IV: República, Libro VI. Madrid, Gredos, 1986.

Trad. Conrado Eggers Lan.

Una consideración previa acerca del texto que se pone aquí a interpretación, el Libro VI de

la Politeia de Platón, nos ofrecerá la perspectiva general para desplegar la labor

interpretativa: el “tema” del texto goza, por decirlo así, de una contemporaneidad tan

suficiente que uno se encuentra sobre ello en el punto de que, en realidad, su sentido

aparece bastante familiar ya en una lectura inmediata y prácticamente a la letra, pues es el

tema del carácter del filósofo y de la ocupación de lo filosofía es cosa que supuestamente

habría de ser de lo primero con que, al tratar cosas filosóficas, uno se hace inmediatamente

consciente. Ello, no obstante, conforme vamos andando en la ocupación con cosas relativas

a la filosofía, se va descubriendo que no es más que un supuesto.

Ahora bien, esta familiaridad, así sea sólo supuesta, nos podría conducir a dejar lo

dicho por Platón en este texto como un mero testimonio y, en cuanto tal, sólo tenerlo así a

la manera de una versión —la platónica, precisamente— de lo que en la filosofía griega

clásica antigua se entendió por ser filósofo y por la filosofía, de donde resultaría que la

interpretación se reduciría a la recuperación de un mero vestigio del pasado de la historia de

la filosofía, una doctrina sobre el filosofar, pero que en modo alguno ofrecería lo que

corresponde a todo texto filosófico, a saber: ser relevante no por su carácter histórico sino

por su potencia de inquietar el pensamiento al presente.

Así pues, en consonancia con esto, lo que habrá de suscitarse en esta interpretación

no es tanto el desocultamiento de un sentido críptico o la proximidad de un sentido

históricamente lejano, cuanto más bien la producción de un sentido que, en virtud de

encontrarnos prácticamente en el mismo horizonte de lo que Platón ha dicho y ha

significado a propósito de la filosofía, nos da ocasión para repetir la pregunta, de no menor

relevancia para la filosofía misma, acerca del filósofo y del filosofar. Ahora bien, lo

peligroso aquí, en lo que a la interpretación se trata, es una inadecuada “actualización” de

lo pensado por Platón, lo que supondría por principio romper con la mediación del

horizonte hermenéutico en una perversa alienación del pensamiento platónico en el

horizonte específico de lo actual. Será mejor partir de la consideración de que la

proximidad de los horizontes radicada en la contemporaneidad del “tema” del texto nos

conducirá a recuperar lo que en el fondo siempre ha sido la filosofía. Podría decirse,

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entonces, que quizá se estará más cerca de una interpretación que en un momento llegará a

ejercer violencia sobre el texto platónico, pero esta violencia deberá estimarse como

necesaria para que la cercanía de horizontes no termine en una anodina actualización de la

concepción platónica de la filosofía y del filósofo, y para con ello producir el sentido que

muestre aquello esencial que desde su comienzo ha sido el filosofar, visto a partir de un

texto antiguo.

En seguimiento de lo así indicado, parece que uno se encuentra más bien con la

forma de interpretación que Heidegger concibió, en su diálogo con Nietzsche (o contra

Nietzsche, según se ha visto) o ya desde su interpretación de la Crítica de la Razón pura,

como confrontación (Aus-ein-ander-setzung) que, al no poder evitar la apariencia de

violentamiento, asume la necesidad de ello para que se produzca el sentido de presente de

algo que sólo una visión egiptista de la filosofía puede considerar como respeto

empobrecedor del pasado, pues, como se sabe, la fuerza de lo histórico en la filosofía radica

en su potencia de conformación de tradición, no en su atención anticuaria al pensamiento.

Señalada la orientación de la interpretación, comenzamos, pues, con tomar lo que en el

texto es inmediatamente manifiesto, que no es sino su tema mismo que se puede deducir

bajo la siguiente pregunta: ¿qué es filosofar en atención a la polis? Ciertamente, no se trata

de establecer quién ha de ser, según Platón, una cosa tan aberrante como un “filósofo

político” en la manera como en nuestro presente podemos entender esta expresión casi

contradictoria y de términos mutuamente excluyentes, pues lo que en el Libro VI de la

República se trata acerca de la filosofía y del alma del filósofo no está determinado hacia la

formación política del filósofo, sino, en consonancia con la pregunta que sustenta este

diálogo, se trata más bien de la cuestión inversa, es decir, de cómo lo político está

necesitado de la sabiduría filosófica para realizar lo que le corresponde en su propia

esencia, esto es, el gobierno de la polis bajo la justica, de cuya naturaleza es que se planteó

la pregunta inicial del diálogo. Cabría decir, entonces y más bien, que en lugar de la

consideración de un filósofo político, aquí se trata de la indicación platónica de la

necesidad de la filosofía para la política. Por esto, lejos de que Platón se ocupe de señalar

las virtudes políticas del filósofo, que no obstante así podrían presentarse, el filósofo

ateniense se ocupa de exponer las virtudes filosóficas que conciernen a la política, pero ésta

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no es concebida como una cosa cuya significación se encuentre en un ámbito ajeno a la

filosofía, sino que, habiendo sido Platón quizá el primero al tiempo que el último de los

filósofos en destacar la inmediata pertenencia de lo político a lo filosófico precisamente en

torno al problema de la Justicia, hay que partir de que la política es un asunto cuyo recto

sentido le corresponde al cuidado de la filosofía, pues, y he aquí la cuestión que Sócrates

señala reiteradamente, quién puede tener la verdadera idea de lo justo sino el filósofo.

Se hace evidente, según esto, que para Platón todo lo concerniente a la polis y, por

ello, a la “política” es cosa que le incumbe fundamentalmente al filósofo antes que al

político, pues la cosa política, la res publica diríamos ya en terminología latina, no es otra

sino la virtud suprema, la de la legítima hegemonía: la justicia. Pero, decimos, el afán de

Platón no es el de conjuntar lo que inicialmente estaría separado, la política y la filosofía,

sino que su intención es la de hacer evidente que la política es una cosa que en su origen se

encuentra dentro del ámbito de lo filosófico, y en Platón mismo aún se encuentra esta

pertenencia de manera inmediata, además, señalada como imperativa, pues la práctica

política, haciéndose ajena a la filosofía, se expone a su peligro más grave: pervertir su

esencia y caer en la injusticia, que es aquello que, en el fondo, tiene Platón como

experiencia propia de este asunto: el juicio y la condena de Sócrates y, visto de manera más

amplia, la hostilidad del pueblo contra la filosofía y contra los filósofos, que será lo que

relucirá en el cuestionamiento de Adimanto a Sócrates a propósito de la estimación popular

de los filósofos como “inútiles para la polis y pervertidores de la juventud”.

Después será el turno de los otros demagogos a los que Platón desterrará de la Polis,

es decir, los poetas; en este lugar del diálogo tenemos el espacio en que se habrá de

enfrentar a los demagogos más peligrosos para la filosofía: los sofistas. No habrá sido cosa

menor para Platón, de la que nosotros ya nos sentimos exentos, la de establecer una

distinción precisa entre la sofística y la filosofía pues, tanto por lo que se puede ver en el

juicio de Sócrates plasmado en la Apología, como en un texto muy significativo para este

particular asunto como lo es la comedia de Aristófanes Las nubes, parece que no fue sino

hasta la concepción platónica de la verdad como algo que es asunto de la filosofía,

justamente ante la retórica, que se pudo hablar de que la filosofía se distinguió y separó de

la sofística, pero fue esta confusión la que el siglo de Platón llevó a la polis ateniense a

cometer el acto más grave e ignorante de injusticia: la condena de Sócrates, el más justo de

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los hombres. La preocupación de Platón por diferenciar a la filosofía de la sofística radica,

primero, en la formación de lo que será el sentido del pensamiento filosófico: la búsqueda

del ser verdadero de las cosas y no de las versiones o tradiciones de ellas, con lo que

sofistas y poetas entretienen al demós en la ceguera de su caverna. Pero, segundo, hay un

motivo más urgente para enfatizar esta diferencia entre el sofista y el filósofo, a saber: que

el sofista es la apariencia perversa del filósofo, es decir, no sólo no es, el sofista, una forma

imperfecta en que se expresaría el ser auténtico del filósofo, sino que, bien lejos de ello, se

trata de la esencia invertida de la filosofía, pues el sofista simula la sabiduría filosófica,

pero no la cultiva desde la verdad sino desde la retórica, en el sentido peyorativo que para

Sócrates y Platón tenía este término.

Para ver con más claridad este asunto, podemos exponer el siguiente escenario:

parece que una ilustración relativamente sencilla podría poner a los ciudadanos a resguardo

de los cuentos y la mitología de los poetas; es decir, en los poetas, según la estimación

platónica de ellos, sería más o menos evidente la carencia de la palabra verdadera y del

cuidado mismo por la verdad; los poetas no hacen más que verter la tradición popular y su

intención de ello es manifiesta: nadie confundiría a un poeta con un filósofo. Un poeta no

juega a parecer filósofo. Con el sofista, sin embargo, pasa cosa diferente: es muy posible

que un filósofo sea confundido con un sofista, pues uno y otro parten de la intención

manifiesta de la sabiduría, pero aquello de donde se toma ésta es el punto en que se da la

diferencia. Valga aquí, para ilustrar la intención sofística, recordar una de las gracias del

catálogo borgeano de los dones, aquella que agradece el lenguaje porque “puede simular la

sabiduría”, pues bien, algo semejante sucede con el sofista. A diferencia del poeta, el sofista

no es un individuo que vaya al pueblo con la mitología de la tradición, él es un “ilustrado”

que, según se entiende de su carácter de sophós, no pretende portar la sabiduría en los

cuentos del pueblo sino en lo que verdaderamente son las cosas.

Así, en principio, el sofista y el filósofo tienen la misma intención y la misma

apariencia: poner la sabiduría de lo verdadero en la palabra. Pero lo que signa la diferencia

esencial es lo que se puede plantear aquí como “criterio de la verdad” en uno y otro caso,

que desde el comienzo de este texto comentado —Libro VI de la República— Platón ya

indica: un filósofo es aquel que se ocupa de lo que siempre es lo mismo, es decir, del ser

eidético verdadero de las cosas; un filósofo no tiene como fuente de su sabiduría y, por

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tanto, como criterio de verdad, la dispersión de la multiplicidad de las cosas y, a partir de

ello, la intención de componer una versión “verdadera” de la multiplicidad: la fuente de la

sabiduría filosófica es el ser mismo de las cosas. El sofista, por el contrario, en cuanto que

nombrado “no-filósofo” y asumiendo que no sólo se trata de una negación extrínseca sino

de una tal que trata de expresar la perversión de la esencia del filósofo de manera intrínseca

(es decir, el sofista no es sino no-filósofo), por el contrario, decíamos, la fuente de sabiduría

del sofista no es el ser verdadero de las cosas sino que aquello en lo que versa la “sabiduría

sofística” es la confección de lo múltiple como si fuera lo idéntico, es decir, el sofista es

aquel que hace pasar el no-ser de las cosas del mundo sensible como si se tratara del ser: el

sofista no tiene a la vista lo eidético. Aquí se encuentra la diferencia fundamental entre el

filósofo y el sofista y que Platón expondrá ya en una temática ontológica en el diálogo

Sofista señalando, en efecto, que si la sofística es posible ello se debe a que el no-ser se da,

y es el sofista quien lo pone en la palabra como si del ser se tratase.

A partir de aquí entendemos la divergencia entre el logos retórico de la sofística y el

logos verdadero del filósofo: éste tiene como fundamento el cuidado de la entidad

verdadera, la ousía como Idéa; aquél, por el contrario, sólo se ocupa de elaborar una

apariencia de verdad en los límites de la finitud del lenguaje1. Por esto, concluye Platón en

la figura de Sócrates, el valor de la sabiduría sofística sólo tiene por cuidado su carácter

demagógico: dominar al gran animal que es el pueblo, no desde el ser verdadero, sino desde

las opiniones nacidas de una presentación retórica adecuada a las “convicciones que la

multitud se forja cuando se congrega” (493a). Por esto, no debe resultarnos extraño que,

por una parte, cuando la filosofía buscó su último esfuerzo por hacerse la “ciencia

trascendental” en la fenomenología husserliana, nos encontremos con una expresa

concepción platónica de la verdad en las Investigaciones lógicas de Husserl; así como, por

otra parte, tampoco nos será extraño que cuando a partir de Nietzsche la filosofía haya

puesto en crisis la metafísica occidental, los filósofos antiplatónicos hayan buscado una

evocación de su labor de desmontaje del platonismo en la recuperación de la sofística y de

la poesía, es decir, en la reducción de la verdad a perspectiva bajo la experiencia de

1 Para la significación de la hermenéutica antigua en torno al problema de la expresión del pensamiento hacia

la enunciación apofántica como manifestación del pensamiento de lo verdadero, véase el breve tratado

aristotélico Sobre la interprtación.

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voluntad de poder de afirmación de un ser sólo interpretado y diluido en el lenguaje: es

exacerbación de la finitud en el lenguaje propia de la crisis de la modernidad.

Veamos, pues, que Platón nos manifiesta que la doxología es una posibilidad que

siempre se encuentra en la crisis de la verdad; por esto, la observación de Adimanto sobre

la inutilidad y la perversidad que el pueblo ha visto en los filósofos se debe, en realidad, a

la confusión de la filosofía con la sofística, según concluye Sócrates.

Pero si bien Platón no lo señala de manera expresa, también valdría indicar la

situación contraria de esto, es decir, la tentación del filósofo por la sofística, es decir,

abandonar la voluntad de autenticidad para la verdad para hacerse un educador demagogo,

precisamente cuando, al contrario de la manera en que Platón buscaba situar lo político

dentro de los filosófico, se da el caso de que lo filosófico, ya extrañado de lo político,

pretenda hacerse “política” en este sentido sofístico: el filósofo pervertido al servicio del

Estado y de la demagogia. No obstante la grandeza de Hegel, ya Schopenhauer observaba,

a veces burdamente, que el fondo de la dialéctica hegeliana era consonante con la religión

del Estado prusiano, el cristianismo de la religión protestante alemana. O bien, otra forma

de sofística se da cuando el pensamiento de un filósofo acaba por convertirse en doctrina de

pensamiento y se da lugar a experiencias nefastas para la filosofía como la práctica del

marxismo en el llamado “socialismo real”.

La parte final de este texto platónico nos ofrece una respuesta a la pregunta sobre la

concepción platónica de la verdad, que será continuada en la muy célebre alegoría de la

caverna del Libro VII de la misma Politeia, pero que desde el Libro VI ya se expone en la

alegoría del sol y la luz a propósito de la verdad. Para esta interpretación, la concepción

platónica de la Idea del Bien nos dará ocasión para interpretar la naturaleza del pensamiento

filosófico en su carácter “trascendental”.

El filósofo es, según hemos visto en relación al sofista que es su esencia negada por

inversión de la filosofía, el individuo excepcional que se ocupa de la verdad, que en la

finitud del lenguaje trata de poner lo infinito de lo verdadero. Debemos preguntarnos,

entonces, ¿qué es la verdad? Antes de que la filosofía moderna se encuentre con una

experiencia de escándalo de la finitud, para Platón lo infinito del ser verdadero no será una

“cosa en sí” impenetrable para la experiencia sino, por el contrario, la elevación a lo

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infinito habrá de ser lo que distingue la excepcionalidad filosófica: un filósofo no se ocupa

con las cosas del mundo sensible, precisamente, sino que va hacia su principio de ser y de

verdad; será a las ciencias —tanto naturales como sociales-humanísticas, que en este

aspecto tienen el mismo sentido y por ello se envuelven en discusiones epistemológicas de

la misma índole—, será a las ciencias, decíamos, a quienes les corresponderá la ocupación

con las cosas de la experiencia finita.

Platón se pregunta acerca de lo supremo en el saber que, consecuentemente, habrá

de tenerse considerado como el asunto de los filósofos. Tal cosa es la verdad. Sin embargo,

la cuestión es planteada por Platón de esta forma: ¿la verdad se da de por sí o es necesario

que tenga como fundamento la concepción previa del ser verdadero? Es decir, podemos

plantear nosotros: ¿la verdad es ontológica o sólo epistemológica? Para Platón se trata del

carácter metafísico del fundamento de la verdad, pues, recuperando lo dicho anteriormente,

si el logos verdadero es posible por la filosofía, ello se debe a que un ser verdadero le da

consistencia, de lo contrario, como se podrá advertir, la sofística tendría el campo libre para

despojar de sentido a la filosofía, como efectivamente sucedió en la “muerte de Dios”

anunciada por Nietzsche y en la “muerte del hombre” anunciada por Foucault. Este ser

verdadero es la Idea del Bien a la que Platón define como causa del ser de todo lo que es,

tanto en el sentido de su esencia como en el de su existencia, de su ousía y su tò einai. La

alegoría del sol ejemplifica la naturaleza de la esencia de la verdad: para que el ver sea

posible no es suficiente que esté dada la vista y lo que se ha de ver; es preciso que haya luz

para que se dé el percibir o, mejor dicho, la intuición, la noesis. La verdad es, precisamente,

la luz que hace posible dicha intuición del ser verdadero de las cosas. Pero la verdad tiene

un fundamento metafísico así como la luz tiene en el sol el fundamento de su claridad: la

Idea del bien, alegorizada en la figura del sol, es dicho fundamento que hace posible la

verdad en el acto de la intuición y que, en ello, hace posible la filosofía más allá de la doxa

y el mito. El principio de la filosofía no es la elaboración del saber a partir de experiencias

o historias de las cosas en el mundo como representación, sino la intuición del ser

verdadero que puede suspender en un presente eternizable la historicidad del mundo, y en

ello radica la diferencia de la filosofía respecto a otros saberes, su carácter trascendental, a

saber, en que la filosofía no necesita de experiencia previa para concebir la verdad, sino

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sólo el ejercicio dialéctico que permite al alma del filósofo alcanzar ese presente puro en

que es la Idea del Bien.

Por otro lado, la trascendencia del principio metafísico de la verdad es hasta tal

punto radical que Platón concibe la Idea del Bien como “más allá de la entidad”, la célebre

fórmula Epékeina tés ousías, que postula el principio de los conceptos filosóficos al margen

de toda referencialidad óntica, de manera que cuando la doxa, o esa otra forma de

conocimiento llamado “ciencia” que, por no tener la inmediatez noética de la filosofía ha

armado su conocimiento de las cosas con el método, le reprochan a la filosofía una supuesta

falta de “sentido de realidad”, no obstante que la filosofía habla de lo originalmente real,

ello se debe a la falta del sentido filosófico de la formación de los conceptos. Lo que sucede

es que, a diferencia de las ciencias y su carácter óntico-fáctico-positivo, la filosofía no

consiste en una formación conceptual que tenga como objetivo la representación de la

realidad positiva, nunca ha sido ésta una aspiración de la genuina filosofía, que no habla

sobre las cosas del mundo en su positum óntico sino que su esencia es la de pensar la lógica

de las cosas, tarea en la que la filosofía es creadora de sentidos de la experiencia en su

determinación de formación trascendental de conceptos, es decir, no depende ni de lo

empírico ni de lo histórico, sino que proyecta lo uno y lo otro.

La Idea del Bien, en consonancia con esto, es para Platón aitían d’ epistemes ousán

kai alétheias, esto es, “como siendo causa de la ciencia y de la verdad”, pero ella misma no

es objeto de la ciencia ni es el contenido de la verdad, sino el fundamento de ambas. Y que

la filosofía no es un saber discursivo del orden de la representación también se encuentra en

la misma concepción platónica de la Idea del Bien, en la manera en que ella se da: en la

noesis, es decir, la facultad del alma para concebir conceptos, no para representar realidades

histórico-fácticas. La filosofía concibe el sentido conceptual de la experiencia y así le da

fundamento a las ciencias, que se ocupan, posteriormente, de tematizar la proyección

filosófica. Después de Platón, Aristóteles consolidará lo propio de la sophía como reunión

de noesis y episteme como el carácter epagógico de la filosofía, es decir, su creación de

principios en el modo de la inducción por intelección. La lógica de las cosas, es decir, el

fundamento de sentido de la experiencia, no es una cosa ni se da, por tanto, en el ámbito de

la representación o, dicho en términos platónicos, no es diánoia que dependa de una

referencialidad histórico-empírica para que sus representaciones tengan fundamento “real”.

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Así pues, dejando de lado la doxa, la mera creencia o pistis y la conjetura oscura o

eikasía, que en modo alguno ve sentido en la filosofía, la ciencia no puede cuestionar a la

filosofía según su criterio de validez de lo verdadero, pues la ciencia representa el mundo

en su discursividad racional, esto es, en su diánoia, sólo desde el previo fundamento de la

noesis filosófica por lo que se muestra que acusar a la filosofía de ser abstracta por no

representar el mundo real es una falta de sentido filosófico propio de las ciencias, que

tienden a olvidar el origen filosófico de la conceptuación de la experiencia y la historicidad.

Finalmente, otra consideración sobre la Idea platónica del Bien: que su

trascendencia haya sido asumida por la tradición mística radica en lo mismo que implica

que ella, como lo que determina a la filosofía de manera noética, haya dado un sentido de

experiencia de lo divino que usualmente se dice “negativo” por pensar la trascendencia

divina sin predicados de la representación. Las herejías panteístas en las que ha llegado a

colindar el misticismo tienen que ver con la des-ontificación de lo divino para llevarlo a

una experiencia de plenitud metafísica en que Dios es un nombre del carácter trascendental

de la infinitud del ser. Si a un pensamiento se le llamará “místico” por no ocuparse de la

positividad de las cosas del mundo sino del fundamento de su ser como lógica de las cosas,

entonces es necesario que toda filosofía, en su labor creadora de conceptos para concebir la

experiencia, sea mística. Mientras la filosofía concibe el sentido o la lógica de las cosas, las

ciencias las representan y el sentido común opina.