Relatos sobre los refugiados palestinos e iraquíes

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PRIMERA EDICIÓN del CONCURSO Relatos sobre los refugiados palestinos e iraquíes Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría www. culturaypaz.org s

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Libro de relatos sobre los refugiados palestinos e iraquíes

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PRIMERA EDICIÓN del Cالقصالقصالقصالقص O N C U R S O

Relatossobre los refugiados

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Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría

www.culturaypaz.org

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Relatos sobre los refugiados

palestinose iraquíes

PRIMERA EDICIÓN del C O N C U R S O

2008

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Relación de autores premiados e institutos1.er premio 12-14 años Sandra Núñez García I.E.S. DIonISIo AguADo de Fuenlabrada, 3.o ESo

2.o premio 12-14 años Nuria Arnaiz Canora I.E.S. MARÍA ZAMBRAno de Leganés, 2.o ESo

2.o premio BIS 12-14 años Blanca Squarzanti López I.E.S. MARÍA ZAMBRAno de Leganés, 2.o ESo

1.er premio 15-18 años Cristina Reinoso Albarrán I.E.S. CLARA CAMPoAMoR de getafe, 4.o ESo

2.o premio 15-18 años Alberto Cabañas Cob I.E.S. PABLo nERuDA de Leganés, 1.o Bachillerato

Edita: Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría Avda. Conde de Barcelona, 17 28914 Leganés, Madrid Tel./Fax: 916898162 www.culturaypaz.org e-mail: [email protected]

Colabora: Ayuntamiento de Leganés

Impreso en España: Gráficas La Paz, S.A. C/ Alemania, 8. Polígono “La Estación”. 28971 Griñón

Director del proyecto: Manolo Espinar

Coordinadora: Marisol Delgado Moracho

Miembros del jurado: Presidente: Ángel Rejas Gonzalez Palencia. Vocales: Fernando Sabio Lizaur, Fernando Arias Nieva, Marisol Delgado Moracho, Carmen Nieto.

Diseño y realización: limalimón

Fotografías: Manuel Tapial

Dibujos: María Gallegos

Autores finalistasDaniel Redondo Castilla (I.E.S. MARÍA ZAMBRAno de Leganés, 2.o ESo)

Adriana Torres (I.E.S. MARÍA ZAMBRAno de Leganés, 3.o ESo)

Viet Toan Hoang (I.E.S. MARÍA ZAMBRAno de Leganés, 3.o ESo)

Isabel Barandiarán García (I.E.S. gÓMEZ MoREno de San Blas, 2.o Bachillerato)

Jessica Fernández Vivas (I.E.S. SALvADoR DALÍ de Leganés, 4.o ESo)

Rafael García Velasco (I.E.S. PABLo nERuDA de Leganés, 1.o Bachillerato)

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Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

1.er premio 12-14 años

EL REGALo DE LA PAz

(Sandra Núñez García) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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2.o premio 12-14 años

LA SITuACIóN DE LoS REFuGIADoS PALESTINoS E IRAquíES

(Nuria Arnaiz Canora) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

29 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

2.o premio BIS 12-14 años

PoR uN ToBoGÁN DE CENTRAL PARk

(Blanca Squarzanti López) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

1.er premio 15-18 años

TANToS SuEñoS PoR CuMPLIR

(Cristina Reinoso Albarrán). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

2.o premio 15-18 años

LoS oTRoS REFuGIADoS

(Alberto Cabañas Cob) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

Relatos finalistas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68

Imágenes de guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94

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PresentaciónHace años que nuestra Asociación viene trabajando la solidaridad

internacional con Palestina, Iraq y muchos otros pueblos sumidos en terribles conflictos a lo largo del mundo, pero desde hace tres años nuestros esfuerzos se han visto incrementados para dar a conocer una de las catástrofes humanitarias más longevas de la historia: el éxodo palestino, que dura ya 60 años, y lo que parece ser el principio de otro gran éxodo, el de los refugiados iraquíes, quienes en tan sólo 6 años de ocupación de su país ya cuenta con tantos refugiados como los palestinos en sus 60 años de diáspora, cerca de 5 millones.

La decisión firme por parte de nuestra asociación de hacer visible la situación de los refugiados palestinos e iraquíes se ha visto mate-rializada en varias visitas realizadas a oriente Medio, tanto a Líbano como a Siria, donde se encuentra gran parte de los refugiados y en donde la precariedad de su situación hace que su diáspora sea aún más terrible.

Los refugiados palestinosEs en el año 2006 cuando, un par de semanas después de la guerra

de los 33 días, decidimos visitar los campos de refugiados de Líba-no donde se alojan más de cuatrocientos mil refugiados palestinos. Algunos de estos campos habían sufrido bombardeos por parte del ejército israelí e infraestructuras sanitarias y educativas habían sido dañadas haciendo aún más difícil la situación de sus habitantes. Cam-pos de refugiados cercados por alambradas y muros que mantienen a sus habitantes hacinados y en una situación de conflicto permanente, campos donde el acceso a la educación y la sanidad para sus residen-

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tes en muchas ocasiones son quimeras por la falta de recursos. Los daños que aquella guerra ocasionó y nuestra presencia in situ nos hizo tomar conciencia de la situación de emergencia permanente en la que se veían obligados a vivir cientos de miles de seres humanos. Fue aquí y en este momento cuando nuestro compromiso se materializó con oNG locales cofinanciando la reconstrucción de un Hospital que había sido afectado por los bombardeos del ejército de Israel y recogiendo datos e información para posteriormente difundir la situación de los refugiados palestinos en nuestros ámbitos de influencia. Se trataba de reclamar a la ciudadanía madrileña el apoyo necesario para intentar denunciar la situación en la que viven y, en la medida de lo posible, intentar mejorar su situación.

En este año 2008, volvimos a visitar a los refugiados palestinos de Ein al-Hilweh, en Sidón. El Hospital con el que nos comprometimos sigue rehabilitándose y creciendo en mejoras sanitarias para la pobla-ción pero la situación global de los refugiados ha empeorado. Visitamos también el campo de refugiados de Nahr al-Bared, cerca de la ciudad libanesa de Trípoli, que en el año 2007 fue completamente arrasado en un ataque del ejército libanés que duró cerca de dos meses, provocando la huida de sus más de 35.000 habitantes a otros campos de refugiados cercanos, como el de Al Badawi, situado a escasos kilómetros.

En este viaje pudimos observar cómo los niños que nacen en estos campos heredan el estatus de refugiado de una tierra que tienen a dia-rio presente y a la que les está prohibido regresar, Palestina. La mezcla de los refugiados del año 1948 con los refugiados del año 1967 y con los nacidos o llegados después expulsados por los nuevos colonos sio-nistas hace de estos campos de refugiados una amalgama de desespe-ración que contrasta con la cotidianidad de la vida que sucede a pesar de tanto sufrimiento acumulado.

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Nuestra visita a los campos y las propuestas presentadas no sólo signifi caron una solidaridad activa sino también un reconocimiento a la persistencia de lo que, como ellos, nosotros también consideramos justo, el derecho a regresar a sus lugares de origen como reconoce la Resolución 194 de las Naciones unidas.

Los refugiados iraquíesTambién visitamos a los refugiados iraquíes de Siria, donde toma-

mos conciencia del estado de shock en el que viven los más de dos millones que ya se hacinan en barriadas cercanas a Damasco. Cono-cimos el sorprendente nivel cultural de estos refugiados que han teni-do que salir de su país debido a las amenazas y la persecución que los ocupantes han impuesto. Maestros, médicos, historiadores, inge-nieros. Nos sorprendió cómo este tipo de refugiado contrastaba con el de los palestinos, que tras 60 años fuera de sus tierras tienen un

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acceso limitado a la formación, y nos alarmó la saña que empleaban los soldados estadounidenses contra todo lo que representaba sociedad civil. La indignación se incrementaba con los relatos de torturas y de crímenes, de detenciones arbitrarias y de familiares desaparecidos, de violaciones de los derechos humanos y de la impunidad de todas estas acciones. La situación de los refugiados iraquíes es aún más alarmante si cabe, ya que la falta de una Agencia de las Naciones unidas que se haga cargo de ayudar a estos refugiados los lleva al desamparo.

Sin duda, todas las guerras son crueles, bárbaras e inhumanas pero hay guerras que, por su carácter, ponen en riesgo a toda la humanidad. Este es el caso de la Guerra de Iraq y así lo entendieron las Naciones unidas no apoyando la ocupación de este país, que previamente había sufrido embargos con un alto coste de vidas humanas por la falta de materiales de atención sanitaria.

Algo que hemos aprendido en estos viajes y en estos encuentros con los refugiados es que en este mundo loco y cruel, en el que las sociedades no siempre son escuchadas, “cualquiera puede ser un refu-giado, un exiliado o un desplazado”. Apoyarles hoy a ellos posible-mente sea apoyarnos a nosotros mismos.

El conocer estas realidades sobre el terreno nos reafirma aún más como Asociación a emprender iniciativas de sensibilización como este libro que tienes en tus manos. un libro hecho por jóvenes de entre 12 y 18 años de la Comunidad de Madrid que decidieron documentarse sobre la situación de estos refugiados para soñar un mundo mejor para ellos y para nosotros mismos. La edición de algunos de los más de 200 relatos recibidos no es otra cosa que un reconocimiento a la participa-ción y a la sensibilidad demostrada por estos adolescentes y esperamos que para los refugiados signifique un apoyo el saber que aquí, en este pequeño rincón que es Madrid, tanto los alumnos de los centros edu-

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cativos que decidieron participar en esta Primera Edición del Concurso de Relatos sobre su situación como los integrantes de la Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría los tenemos presentes.

Agradecemos a los refugiados de los campos de Ein al-Hilweh y de Nahr al-Bared que nos abrieran sus puertas para aprender cómo viven y lo que les toca padecer muy a pesar suyo hasta su regreso a Pales-tina. Las fotografías corresponden a las visitas a estos campos por los miembros de nuestra asociación. Agradecemos también la hospitalidad a los refugiados iraquíes que nos invitaron a sus casas en las barria-das de Damasco, donde pudimos entrevistarnos con ellos y conocer el desasosiego en el país vecino que a día de hoy les acoge pero del cual esperan poder retornar a sus casas en Iraq.

Manuel Tapial Presidente de la Asociación Cultura, Paz

y Solidaridad Haydée Santamaría

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1.er premio 12-14 años

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El REgaloالقصdE la paz

Sandra Núñez GarcíaI.E.S. Dionisio Aguado de Fuenlabrada, 3.o ESO

Salma está en el tercer curso de secundaria de una escuela que tie-ne refugio antibombas. Salma vive en el territorio de Cisjordania, en oriente Medio. A Salma le encanta la geografía, pero aún no entiende por qué el territorio donde vive no aparece bajo el nombre de ningún país. Salma sabe que todo comenzó hace sesenta años cuando se creó el Estado de Israel en Palestina. Pero ahora Palestina no existe, y no sabe muy bien cómo llamar a su tierra. Sin embargo, ella sabe que el odio ha llevado a su pueblo a estar en constante guerra con el pueblo israelí, por eso Salma no quiere ni oír hablar de la guerra ni del odio hacia los judíos. A ella le gustaría poder caminar por las calles de Cisjordania sin temer un ataque o sin que la miren mal por ser palestina.

Shaiel es israelí, perdió a su padre en el ejército y su hermano se niega a participar en la guerra. Por eso ahora éste está en la cárcel; porque el servicio militar es obligatorio en Israel. A Shaiel le gustaría viajar por todo su territorio sin tener que ver miles de alambradas que les separan de los palestinos. Shaiel es israelí, está orgullosa de su pue-blo, ya que conoce muy bien la historia hebrea a través del estudio de las santas escrituras. Sin embargo, sabe que el pueblo judío fue humi-llado en la segunda guerra mundial, fueron víctimas de un exterminio

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con el que los nazis pretendían acabar con su pueblo; sólo por razones de etnia, de religión… Por eso a Shaiel le encantan las diferencias. Le gusta formar parte de grupos muy distintos, con distintas religiones, con distintos colores de piel. Porque para Shaiel la tolerancia no es que todos sean iguales, sino que las diferencias de cada uno ayuden a mejorar al resto.

Shaiel está en tercer curso de secundaria, ahora debería estar estu-diando la Torah, pero en lugar de eso ha decidido estudiar las diferen-cias y semejanzas de las religiones. Ha empezado con el Islam. Sabe que su decisión provoca rechazo. Su madre le ha prohibido que cuente que estudia la cultura musulmana cuando sus familiares judíos orto-doxos acudan a la sinagoga los sábados. Shaiel no entiende la into-lerancia, pero no quiere hacer daño a su madre, y por eso guarda su secreto.

A cambio, Shaiel convenció a su madre para que la dejase par-ticipar en un programa de la oNu para mejorar la vida de las niñas iraquíes refugiadas. Tiene que elaborar un proyecto junto a una niña palestina, tienen que discutir sus diferencias, hablar de la guerra que las enfrenta y llegar a un acuerdo. El premio es un viaje a Jerusalén para conocer a la compañera palestina, y con el dinero recaudado se construirán escuelas para niños y niñas iraquíes.

Shaiel está emocionada, porque sabe lo que es vivir bajo las bom-bas. Por eso ha decidido contarle a su amiga por carta que está estu-diando la cultura musulmana.

Querida Salma:Hace unas semanas empecé a estudiar el Islam… Fue poco

antes de conocerte, es como si Yahvé me hubiera enviado una señal que me acercara a ti. No entiendo el odio que está llevando

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a nuestros pueblos a matarse. A veces me siento culpable, porque tu pueblo se quedó sin un país en el que vivir para dar este terri-torio a mi pueblo. Pero ¿qué podíamos hacer? A lo mejor soy una idealista, pero sueño con que un día Jerusalén sea una ciudad en la que todas las religiones podamos vivir en paz. Sueño con ver desde el muro de las lamentaciones cómo vosotros salís en paz con vuestra alma tras rezar a vuestro dios.

Tengo una idea para nuestro proyecto, podríamos proponer que las distintas culturas intercambiaran sus virtudes y se conocieran mejor. Me encantaría poder contarte la paz interior que alcanza-mos cada Sabbath (día sagrado de mi pueblo que se celebra los sábados). Espero que te interese, te mando unas fotos de las playas de Tel Aviv.

Shalom, Shaiel

Salma está preocupada porque el correo tarda mucho en llegar a su casa. Sabe que si en un plazo de dos semanas no presenta unas ideas comunes con su compañera judía, las echarán del proyecto de la oNu. Este trabajo es el único que la une con el mundo exterior. Es lo único que le hace olvidarse de que no puede ir más allá de la alambrada. Ella siente que está como los animales en un zoo: tristes y sin poder ser libres.

Salma teme que los bloqueos del ejército judío no permitan que llegue su carta. Pero, sobre todo, tiene miedo de que su nueva amiga piense que no le responde porque es una “árabe intolerante”. Le da mucho miedo que piensen que ella es una fundamentalista que cree que sólo su religión dice la verdad.

Sin embargo, a su padre no le gusta mucho la idea de que se escri-ba con una niña “invasora”; él piensa que los judíos han colonizado

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su territorio de Cisjordania, pero no cree que los tiros y las piedras sean la solución. Por eso aquella mañana, cuando recibió un peque-ño paquete color púrpura y vio el nombre de Salma pensó dos veces si dárselo o no. Pensó que tener una amiga judía llevaría a su hija a tener problemas con los grupos terroristas de Cisjordania. Pero tam-bién pensó que si los niños no aprendían a llevarse bien con niños de otras religiones, entonces nadie podría solucionar el problema. Por eso decidió darle la carta a su hija, y cuando la vio sonreír se dio cuenta de que había hecho lo correcto.

Salma no entiende algunas cosas de las que le cuenta su amiga judía. No sabe qué es el Sabbath; por eso ha ido al puesto de una cooperante europea para que la ayude. Sofía es amiga de Salma desde hace unos dos años. Vino a Cisjordania después de una larga lucha entre el ejército israelí y las milicias palestinas. Desde entonces siem-pre le pregunta todo aquello que no entiende. Incluso está aprendien-do a decir algunas palabras en hebreo para decírselas a Shaiel. Gracias a Sofía, Salma sabe inglés y con este idioma puede escribirse con su nueva amiga judía. Pero como está nerviosa, decide pedirle ayuda a Sofía para escribirle la carta a Shaiel.

Hola, Shaiel:Tu carta ha llegado mucho en llegar porque aquí no hay correo

electrónico sino burros que nos traen el correo. Bueno, es broma. No hay burros, pero casi. Hay pequeñas motos antiguas o fur-gonetas muy refrigeradas debido a los tiroteos cruzados que se encuentran a veces en la frontera. ¿En Tel Aviv hay bombas? Aquí a veces. No conozco a muchos judíos. En mi barrio hay pobla-ción judía, pero viven en una urbanización cercada. Mis hermanos dicen que es un gueto, ¿hay guetos palestinos en Israel?

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Me gusta mucho tu idea, podríamos inventar una escuela don-de los niños que viven una guerra pudieran hablar con su bando enemigo. En un lugar sin bombas, sin ejército. Y la ONU nos pro-tegería para que nadie nos hiciera daño.

Salam Malekun, Salma

Shaiel se ha reído mucho con la carta de Salma. A pesar de que su joven amiga palestina ha vivido rodeada de bombas tiene mucho sentido del humor. Le gusta la vitalidad que se desprende en su carta. Además, a Shaiel le ha gustado tanto la idea de Salma que ha llamado a su hermana Esther, que vive en Estados unidos, para que la ayude a crear una pequeña revista con la idea que las dos chicas proponen.

La madre de Shaiel está ilusionada porque desde que su marido murió la joven había estado siempre encerrada, estudiando y leyendo, y apenas tenía ilusión por conocer el mundo. Ahora siempre está aten-ta a la próxima carta de su amiga palestina, va a las bibliotecas, habla con cooperantes europeos, con embajadas y pregunta a los periodistas extranjeros por cómo era Palestina. Su madre ve en ella esa mirada rebelde y esperanzada que es la que deseaba para una chica de su edad.

Shaiel se ha enterado de que algunas escuelas del Islam no admi-ten retratos de personas, pero no sabe si las fotografías de las playas que le mandó a su amiga la habrán hecho enfadarse, así que decide disculparse junto con el proyecto que le envía a su amiga palestina.

Querida Salma:Ayer mientras estudiaba sobre el Islam descubrí en Internet

que algunas escuelas del Islam no admiten fotografías. No lo sabía, y si te ha molestado, lo siento mucho. No entiendo muy bien por

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qué no puedes ver una foto mía. Me encantaría que supieras de qué color son mis ojos o que vieras mi sonrisa.

Te envío las ideas que tengo para nuestra pequeña escuela, la próxima semana tenemos que enviar una copia a la ONU. He pen-sado que podríamos hacer un apartado especial para que los refu-giados de Iraq tengan ayuda internacional. Deben de estar pasán-dolo fatal con esta guerra. Ellos no tienen nada.

En Tel Aviv también hay bombas, pero Yahvé nos protege.Salam Malekun, Shaiel

Salma está un poco desilusionada. Ayer mataron a dos jóvenes vecinos, porque según el ejército israelí acogían a terroristas en sus casas. Nadie quiere hablar cuando la televisión estadounidense llega a Ramala. Salma desearía salir corriendo hasta Jerusalén, situarse en el punto más alto de la ciudad y gritarle a las teles de todo el mundo que está cansada de muertos, que no quiere ver más gotas de sangre cuando va a la escuela y que no le apetece tener que interrumpir sus clases porque un tiroteo comienza cerca de su escuela. quizá todo este trabajo ha sido un error, nunca debería haberse aliado con una chica judía, ellos no quieren la paz, piensa Salma.

Durante toda la semana, Salma no abre la carta de su amiga. Esta vez el sobre púrpura está en todos los lugares que mira. Es como si le pidiera que lo abriese. Pero no puede hacerlo, no puede seguir engañán-dose, ni engañar a su pueblo. Si después de sesenta años nadie ha con-seguido la paz, ¿piensa que va a conseguirla ella con una chica a la que apenas conoce? No servirá para nada. Sus hermanas iraquíes, sus amigos palestinos, ella, son los que sufren, están olvidados en el mundo. Al mismo tiempo, no puede dejar de pensar que si no abre ese sobre se perderá un bonito proyecto. un trabajo que puede ayudar a miles de niñas iraquíes.

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Aquella noche Salma tuvo un sueño. Estaba nublado y Salma sen-tía una voz que le decía: “Sigue el camino, ve de la mano con Shaiel y sigue el camino”. Salma se resistía e intentaba quitarse de la mano a su amiga pero no podía. Al día siguiente pensó que aquello era una señal y decidió abrir la carta. Tenía que luchar contra los malos pen-samientos. Ella había comprendido que el camino que debían hacer las dos juntas era el comienzo para que muchos palestinos e israelíes se dieran la mano. Por eso decidió incluir esa parte en su trabajo, y así se lo hizo llegar a Shaiel.

Hola, Shaiel.Perdona el retraso. Alá me tuvo que ayudar con las dudas que

tenía respecto a nuestro proyecto. Y descubrí que los seres divinos están en nosotros mismos. Y nosotros somos los que tenemos que guiarnos si queremos un mundo mejor. Por eso he decidido que en nuestra idea de escuela pongamos como ejemplo de convivencia nuestra amistad. Llevamos unos meses siendo amigas y si lo somos es porque el destino ha querido. Espero que te guste.

También espero que cuando dentro de poco anuncien los pre-mios de la ONU, puedas verme a mí y no una fotografía.

Por cierto, ¿es verdad que en Sabbath no puedes abrir un bote de aceitunas?

Shalom, Salma

A partir de ahí Salma y Shaiel se escribieron varias cartas. Las dos seguían contándose cosas sobre su cultura, se consultaban cosas sobre sus religiones y se enriquecían mutuamente. Mientras, casi sin darse cuenta, terminaron su trabajo y lo enviaron a la oNu. unos meses después las llamaron para decirles que eran finalistas del concurso.

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Aquel 15 de mayo Shaiel y Salma estaban en la misma sala, en Jerusalén. No se conocían, cada una estaba en una parte del auditorio, escuchando mientras leían las historias de los seis grupos finalistas.

A Shaiel la acompañaba su hermana Esther, que había viajado desde Estados unidos para estar con ella. Esther le había repetido varias veces que se sentía orgullosa de que hubiera sabido amar a las personas por encima de la religión, sin dejar de ser judía pero conociendo mucho más de otras culturas y, en especial, respetando a una “hermana” palestina.

Salma estaba nerviosa. Sofía, su amiga cristiana, la había acompa-ñado desde Ramala para acudir al acto. Aquel día le había regalado un bonito vestido de color verde y llevaba un velo precioso que le cubría el cabello y le resaltaba el bonito color de sus ojos. Salma escuchaba las historias. Le había gustado especialmente la historia de dos niños mutilados por las bombas en la guerra de Iraq que habían escrito un suní y un chií iraquíes. Estaba segura de que ellos ganarían. Pero, sobre todo, su mayor premio era que crearan una escuela y que su amiga Shaiel no le diera la espalda por su aspecto. Sofía le dijo que Shaiel la aceptaría por su alma y no por su aspecto.

Cuando la portavoz de la oNu empezó a leer el resumen de su pro-yecto, a las dos niñas les subió un nudo por el estómago y empezaron a sentir que no estaban solas, que estaban más unidas que nunca, sin verse, pero muy cerca.

Todos escucharon el resumen del proyecto que las dos muchachas habían hecho.

Tan sólo unos cientos de kilómetros separan Tel Aviv de Rama-la. Son el mismo territorio. Sin embargo, en los mapas, Tel Aviv forma parte del país de Israel, y Ramala no tiene un país, forma parte de un territorio palestino llamado Cisjordania.

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En los dos lugares las bombas no dejaron de caer durante el año 2007. Y ya son sesenta años sin descanso. Miles de personas han muerto, miles de sueños han caído en saco roto y el odio no ha llevado a ningún pueblo a lograr la paz.

Los niños y niñas han sido los que más han sufrido. En Pales-tina un centenar de niños murieron en el año 2007 a causa del confl icto entre palestinos e israelíes.

Pero no sólo las bombas matan, sino que más de 10.000 niños murieron de hambre en Gaza y Cisjordania.

Éstas son algunas de las consecuencias de una guerra que nosotros no hemos elegido. Cuando nacimos, la guerra ya estaba aquí, y pronto nos enseñaron a odiar a nuestros vecinos porque no compartían nuestra religión, porque no eran nuestro pueblo.

¿Cómo no podían ser nuestros hermanos si vivían en el barrio de al lado?

Los israelíes merecen un territorio en el que vivir, después de miles de años de sufrimiento. Pero no sería justo que fuera a costa de que los palestinos perdieran su identidad, su tierra, sus raíces. ¿Por qué no podemos compartir un territorio?

No queremos más bombas en nuestras casas, no queremos tener que mirar mal a otras personas por su vestido, no vamos a coger ni una sola arma más.

Y lo mismo queremos para nuestros hermanos y hermanas ira-quíes.

Da igual que Internet haya aparecido en el mundo. No importa nada que desde Israel podamos hablar con China si en Palestina no pueden cruzar una alambrada.

No queremos que dos millones de iraquíes hayan tenido que abandonar sus casas, que miles de niños hayan tenido que aban-

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donar sus juguetes y que miles de niñas lloren cada noche porque nunca volverán a Iraq.

Pero sabemos que todo eso no es fácil. Sabemos que los mayo-res son los que tienen que arreglarlo. Por eso, nosotras, que algún día seremos mayores, queremos que nuestro mundo no viva bajo guerras que sólo matan a civiles. No queremos que nuestros her-manos lleven fusiles sino fl ores, como en Europa.

Pedimos a la ONU, y a todos los políticos del mundo, que devuelvan a casa a los más de dos millones de palestinos que viven fuera. Merecen volver a abrazar a sus familiares y reírse con sus amigos.

Les pedimos a los palestinos que acepten a Israel junto a ellos, que hagan una convivencia fácil y que abandonen el terrorismo.

Les pedimos a los israelíes que dejen de lanzar misiles contra las casas de los pobres, que permitan que Palestina vuelva a salir en los mapas y que ayuden a que avancen.

Además, queremos que Jerusalén vuelva a ser un lugar sagra-do para las religiones del mundo. Queremos pasear por sus calles viendo mujeres con crucifi jos, niñas con velos y familias con la estrella de David en su ropa.

Queremos que al salir de las iglesias, las mezquitas y las sina-gogas no miremos al cielo con miedo, sino que miremos al cielo dándole gracias a nuestro Dios por poder caminar junto a nuestros hermanos.

Nosotras queremos la paz. Pero no sólo eso. Queremos ayudar a los refugiados, queremos colaborar con los niños iraquíes que sufren una guerra peor que la nuestra.

Por eso hemos creado un proyecto de escuela en el que la idea es que niños de diferentes religiones compartan sus estudios. Todos

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podrán pertenecer a la religión que quieran. Pero juntos tendrán que aprender cómo es la cultura de los demás.

Podrán discutir cuando no estén de acuerdo con sus ideas, pero en vez de utilizar armas, hablarán hasta alcanzar un acuerdo.

Esta escuela acogerá a todos los niños que han sufrido un con-flicto. Pero sobre todo tendrá jóvenes que eliminarán la palabra “guerra” de su diccionario y se convertirán en defensores de la tolerancia.

Después de aquello hubo una lectura de otro proyecto más, el últi-mo. Hablaban dos niñas, una iraní y una iraquí, que eran primas, pero no podían verse porque sus pueblos habían estado en guerra. Pedían a la oNu que creara un puente que uniera los dos países para poder visitarse.

Pasaron unos minutos de incertidumbre, y todos esperaron a que el jurado del premio decidiera quiénes serían los ganadores. quienes ganaran convertirían su sueño en realidad y además podrían quedarse tres noches en Jerusalén para compartir su felicidad.

Cuando la portavoz de la oNu subió al escenario con un sobre azul en la mano, Shaiel abrió mucho los ojos. Por primera vez no pidió ayuda a Yahvé, sino que pensó que Dios, el Dios de todos, elegiría el mejor proyecto para ayudar a las personas que lo necesitaran. No le importaba perder. Ella ya había ganado una amiga.

Por su parte, Salma tenía ganas de llorar. quería que su premio fuera un mundo sin bombas. Pero, sobre todo, quería que nadie la volviera a juzgar por su religión y estaría encantada de que todo el mundo se girara para preguntarle por sus costumbres.

Por eso, cuando la portavoz de la oNu empezó a leer la historia de los ganadores, no fueron conscientes de que ellas eran las elegidas.

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Shaiel y Salma sólo tenían en común la “S” de sus nombres, ah, y vivían bajo las bombas. Las dos han formado parte de un programa de la ONU para recaudar fondos para mejorar la vida de las niñas y niños iraquíes, y para ayudar a que los refugiados puedan volver a sus casas.

Tenían que crear el mejor proyecto ejemplo de la tolerancia. Y el mejor ejemplo es su trabajo. Durante unos meses intercambiaron correspondencia para elaborar la mejor idea. Pero ganaron mucho más que una idea, ganaron una amistad. Y sobre todo se demos-traron a sí mismas, y con ello nos demuestran a nosotros, que la tolerancia, el respeto y las ganas por alcanzar un acuerdo son la solución a los problemas mundiales y a las guerras. La mirada de un niño, la voz de una adolescente, la historia de dos chicas dife-rentes puede ser mayor arma que miles de bombas. Por eso, con el dinero recaudado por todos los proyectos, abriremos una escuela en Basora con el nombre “Salma Shaiel”, y el próximo año abriremos otra en Gaza con el nombre “Shaiel Salma”, porque como bien nos han enseñado ellas dos, la paz es un regalo que todos mere cemos.

En ese momento Esther empujó a su hermana para que subiera por el lado derecho del escenario, mientras Sofía le secaba las lágrimas a Salma cuando ésta subía las escaleras por el lado izquierdo.

Las dos amigas se abrazaron mientras todo el mundo aplaudía. Después, las dos juntas, cogidas de la mano le dieron las gracias a la oNu y dijeron unas palabras a los asistentes.

—Ella es mi amiga Salma, y su nombre significa ‘paz’ en árabe —dijo Shaiel presentando a su amiga.

—Ella es Shaiel, y su nombre es ‘regalo’ en hebreo —dijo Salma.—Hoy, estamos aquí porque Dios, el dios de todos, quiere que deje-

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mos de lanzar misiles, quiere que paremos de insultarnos y necesita que las religiones caminen juntas de la mano. Hoy, nuestro sueño se ha cumplido un poco, porque podremos ayudar a que los niños ira-quíes dejen de pensar en la guerra —explicó Shaiel llorando.

—Con este premio no sólo se abrirá una escuela sino que con este colegio conseguiremos que en unos años los jóvenes lo único que odiarán será la guerra —dijo Salma emocionada.

—Espero viajar por el mundo y decirles a todos que ya no hay terroristas en Israel, que los refugiados han vuelto a Palestina y que Iraq ve salir el sol sin tanques —siguió Shaiel.

—Yo quiero que dentro de unos años pueda viajar por Europa y enseñarles a los alumnos que en el mapa sale Palestina. quiero tener un país, ser parte de algo. Pero, sobre todo, quiero que quiten las alam-bradas de mi ciudad, y de todas las ciudades, y quiero pasear por Jeru-salén con mi amiga Shaiel. Para ello espero que el mundo nos haga caso y nos ayude para que todo esto no sea el sueño de dos chicas, sino que sea real. Y para eso esperamos que abran muchas escuelas “Shaiel Salma” en el mundo —dijo Salma.

“¡que la paz sea un regalo!”, pensaron las dos amigas mientras se abrazaban ante los fotógrafos.

El dinero iba a ayudar a los niños. Las palabras iban contra las bombas. Y ellas iban a pasar los tres mejores días de su vida en Jeru-salén.

Salma sólo quiere convertirse en una buena historiadora y poder contar un día en las escuelas de todo el mundo que la guerra ya se acabó, que su territorio aparece en el mapa, se llama Palestina y con-vive con Israel en paz.

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palESTINoS E IRaQUÍESNuria Arnaiz Canora

I.E.S. María Zambrano de Leganés, 2.o ESO

Era otoño y estaba paseando por la plaza del pueblo cuando cono-cí a Said, un chico de doce años, palestino, que vino a España de casualidad. Me sorprendí mucho al verle, porque siempre sonreía a pesar de la situación que había en su pueblo:

—Hola, Said —le dije.—¡Hola, Nuria! ¿qué tal? —me contestó entusiasmado.—Bien. ¡oye!, quería saber, ¿por qué estás tan contento sabiendo

lo que pasa en Palestina?Me arrepentí mucho de habérselo preguntado, porque nada más

oír aquellas palabras se le inundaron los ojos de lágrimas, me abrazó y empezó a llorar. Entonces intenté disculparme:

—Lo siento, no quería hacerte daño —le dije.—No te preocupes, no pasa nada —me contestó todavía llorando.Entonces se despidió y me dijo:—Espero volver a verte pronto, gracias por todo, adiós.

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Le respondí con un adiós triste y melancólico, me sentía realmen-te mal, no quería en ningún momento haber herido sus sentimientos, sólo sentía curiosidad por la felicidad que reinaba en él; claro que ahora me había dado cuenta de que no reinaba ninguna felicidad, sólo era una expresión para tapar y no sacar a la luz su tristeza.

El cielo se había nublado, hacía frío y la gente comenzaba a irse de la plaza y resguardarse en sus casas. Entonces me abroché bien la cazadora, me coloqué la bufanda y me dirigí hacia mi casa. Según paseaba podía ver cómo las cigüeñas se posaban en sus nidos y cómo el sol se iba escondiendo tras el mar. Cuando llegué a la puerta de mi casa saqué la llave y la abrí, pude ver que la chimenea estaba encendi-da y hacía una temperatura buenísima. Dejé las llaves en la encimera, me quité la cazadora y me dirigí hacia la sala donde se encontraba la chimenea. Allí estaba mi abuela sentada en la butaca haciendo punto. Sin decir nada me senté a su lado. Después de unos minutos sin dejar de mirar las agujas me preguntó:

—¿qué te ocurre?—No me ocurre nada —le mentí, pues estaba triste y preocupada

por lo que había sucedido.—No me mientas, sé que te pasa algo —me respondió sin mirarme

ni siquiera.Suspiré y dije:—He hecho llorar a Said, no quería hacerlo.—¿qué has hecho para que llorara?—Simplemente me sorprendió verle tan contento, sabiendo todo lo

que pasaba en su pueblo y le pregunté por qué estaba feliz; entonces comenzó a llorar.

—No te preocupes —me dijo—, seguro que no se ha enfadado, pero debes tener más cuidado, sé que no lo hiciste a propósito, pero en

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Palestina están ocurriendo cosas terribles que tú no sabes bien y sólo con hablarle de su pueblo o de su familia puedes herirle sus sentimien-tos —me explicó.

Le di las gracias a mi abuela por el consejo y decidí irme a la cama. Subí las escaleras despacio, pensando cómo podía disculparme y arreglar las cosas con Said, pero había un problema, tenía que infor-marme de la situación actual en Palestina, así que antes de acostarme encendí el ordenador y busqué todo sobre Palestina. Sólo encontraba información de los refugiados palestinos, pensé que era lo más impor-tante que ocurría en el país; en ese momento me enteré de lo que en realidad pasaba en Palestina y me di cuenta de que no era conscien-te de muchas cosas que ocurrían: más de la mitad de los refugiados palestinos eran niños menores de quince años, sus familias habían nacido en campos de refugiados.

No me dio tiempo a leer más cuando se fue la luz y el ordenador se apagó; entonces me levanté de la silla y me fui a la cama, me acos-té y ni siquiera me quité la ropa de la calle. Estaba preocupada, sólo con leer eso me di cuenta de que Said podía venir de una familia de refugiados palestinos, o podía incluso no tener familia; pero lo peor de todo es que seguía sin saber cómo poderme disculpar con Said, sólo con esa información no era sufi ciente. Entonces decidí que a la maña-na siguiente buscaría a Said y le diría que no tenía ni idea de lo que en realidad pasaba en Palestina, sólo era consciente de una información.

A la mañana siguiente, cuando me desperté hacía un día espec-tacular, el sol brillaba más que nunca, me levanté rápidamente y me dirigí al armario para vestirme cuando me di cuenta de que ya estaba vestida desde el día anterior. Bajé a la cocina, mi abuela ya estaba allí y me había preparado un desayuno buenísimo. Mientras comía, mi abuela me preguntó:

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—¿Vas a hablar con Said?—Sí, quiero volver a disculparme, espero encontrarle.Y sin contestar mi abuela salió de la cocina. Yo estaba deseando

salir a la calle porque hacía un día maravilloso. Me tomé mi desayuno pronto y me dirigí a la entrada, abrí la puerta, brillaba el sol, hacía calor, entonces entré en casa y me quité la cazadora y cuando volví a salir vi una bicicleta vieja y estropeada que venía en mi dirección. Empecé a ponerme nerviosa porque era Said, que venía a verme, y no sabía qué le iba a decir, no había podido informarme más desde la noche pasada. Cuando llegó a mi lado me dijo:

—Hola.—Hola —le contesté.—Venía a disculparme porque ayer me fui muy deprisa, casi sin

despedirme —me dijo.—No te preocupes, en realidad me tengo que disculpar yo.—No pasa nada, es normal que me preguntaras eso.No sabía qué contestar, me quedé callada. Entonces me dijo:—¿Tienes bicicleta?—Si, claro —le contesté.—¿Te vienes a dar una vuelta? —me preguntó.—Sí, pero me gustaría que me contaras lo que pasa en Palestina,

así podría entender tus sentimientos.—Lo intentará, espero que sea capaz de explicártelo.Me dirigí al garaje, ya estaba mucho más tranquila, cogí la bici-

cleta y comenzamos el paseo. Cuando llegamos a la plaza del pueblo aparcamos las bicicletas y nos sentamos en un banco. Sin decirle una palabra comenzó a explicarme:

—Vivir en Palestina es muy difícil, yo nací en un campo de refugia-dos palestinos, mi familia también, aunque ahora no sé si tengo familia.

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Cuando vine a España mi abuela estaba muy enferma, mi padre acababa de fallecer y sólo quedaba con algo de salud mi madre. Cuando acabó la guerra había entre 550.000 y 600.000 refugiados palestinos.

Estaba muy impresionada, la cifra era estremecedora. Siguió expli-cando:

—Más de medio siglo después, hacia junio de 2000, había 3.750.000 refugiados palestinos; éstos carecen de las necesidades humanas bási-cas, tienen prohibido trabajar en 70 profesiones y sólo pueden hacerlo en empleos baratos con los salarios mínimos, sin ninguna clase de seguridad social, tampoco tienen derecho a poseer o heredar propieda-des. Pero lo peor es que no sólo Palestina está así, otros pueblos tam-bién, como Iraq: los refugiados iraquíes están en una situación muy parecida.

Me quedé muy impresionada; entonces dije:—Gracias por explicármelo, ahora entiendo por qué lloraste. Lo

siento por lo de tu padre y tu abuela.—Gracias —me dijo.—¿y cómo llegaste a España? —le pregunté todavía perpleja.—Llegué escondido en el maletero de un autocar, fueron muchos

kilómetros, realmente no sabía dónde iba a parar ese autocar. Allí no podía hacer nada, entonces decidí viajar para buscar otro lugar mejor y poder trabajar —me explicó.

—¿Y tu familia sabía que te venías?—Sabían que algún día me iría, pero no sabían cuándo lo haría.

Esa noche en la que me escondí en el maletero del autocar, fue muy dura; dejaba a mi familia, a mis amigos que también estaba refugiados allí, dejaba el lugar que me había visto nacer.

Aquello que me contaba era entristecedor, tras un suspiro y aga-chando la cabeza, dijo:

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—Fue muy difícil.—¿Y con quién vives ahora? —le pregunté.—Vivo con un señor de 80 años, él necesita ayuda y yo necesito un

hogar, creo que nos podemos ayudar mutuamente.Tras un buen rato hablando de cómo había conocido a aquel señor,

se hacía de noche y debíamos irnos a casa.—Creo que debemos irnos, es muy tarde —comentó.—Ah…, sí, claro.—¿quieres que quedemos mañana, para dar un paseo?—Por supuesto, ¿a qué hora?—¿A la una del mediodía te parece bien? —me dijo.—Sí, me parece bien, hasta mañana.—Hasta mañana.En ese momento me di cuenta de que Said confi aba en mí y nece-

sitaba contarme todo lo que pasaba en Palestina para desahogarse, me sentí contenta de poder ser su amiga.

En el camino hacia mi casa asimilé y ordené en mi mente todo lo que me había contado. Me di cuenta entonces de la cantidad de gen-te que sufría en diversos países y pueblos del planeta y también de la cantidad de gente que despreciaba las cosas sin valorarlas, simplemen-te un plato de sopa, sabiendo del hambre y el sufrimiento que otras muchas personas tenían. Me di cuenta de lo descompensada que esta-ba la humanidad; al mismo tiempo que en un lugar del planeta se vive muy bien y se puede llegar a no valorar cosas, como simplemente un abrazo, en otros lugares del mundo la gente se muere de hambre, de falta de higiene, es decir, no deja en ningún momento de sufrir. Lo que más me impresionó fue que esta gente que pasaba hambre, enferme-dades y que sufría, era en realidad la que más valoraba y aprovechaba los momentos bonitos que le daba la vida.

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Cuando llegué a mi casa, la cena estaba ya preparada, y estaban todos sentados a la mesa; no me había dado cuenta de la hora, era demasiado tarde.

—¿Dónde has estado? —me preguntó mi padre un poco enfadado.

No sabía qué contestar. Entonces mi abuela dijo:

—Seguramente ha estado con sus ami-gos. ¡Dejad a la muchacha!

Me salvó de una buena explicación y me guiñó un ojo. Sin cenar me subí a la habita-ción, no tenía hambre, me puse el pijama y me eché en la cama, enseguida me dormí.

Eran las doce del mediodía cuando me desperté, me levanté deprisa y bajé a la coci-na, bebí un vaso de leche fría y volví a subir para ducharme. Cuando estaba preparada salí corriendo a la calle, ya venía Said con la bicicleta en mi dirección, y cogí la mía.

A partir de ese momento Said y yo fui-mos muy buenos amigos; yo sabía que él nunca me fallaría, al igual que yo a él. Said consiguió un buen trabajo y pudo traer a su madre a España, ya que su abuela falleció. Por supuesto, me contó muchas cosas más de Palestina y hoy en día estamos trabajan-do juntos en una oNG para todos los refu-giados del planeta.

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Blanca Squarzanti LópezI.E.S. María Zambrano de Leganés, 2.o ESO

La vieja carretera de tierra serpenteaba hasta perderse en un hori-zonte infranqueable, sumido en la oscuridad. Las primeras estrellas habían aparecido en el cielo y el polvo fl otaba en el aire.

Ahmed se encontraba sentado jugueteando con las piedras del sue-lo. Al ocultarse el sol había comenzado a refrescar. Tiritó. De repente un tirón de pelo le sacó de su ensimismamiento.

—¡Ay! Jamude, ya te vale, me has hecho daño.La pequeña rió y anduvo torpemente hasta caer de culo sobre el

polvo del camino.Su hermano la contempló durante unos momentos. Era una niña

preciosa. Tenía unos enormes ojos negros y el pelo corto y oscuro. Lo llevaba muy despeinado y parecía que cada mechón quería irse para un lado distinto. Iba descalza y casi desnuda, llevaba un viejo pañal de trapo ya que todavía era muy pequeña. Tenía la cara y el cuerpo sucios, cubiertos de polvo. Apenas contaba un año.

Ahmed tenía los ojos verdes y una extraordinaria madurez para su corta edad. Con tan sólo cinco años había aprendido a cuidar de su her-mana y a ayudar a su madre, ahora que su padre no estaba allí. Pero también había asumido que el mundo era injusto, y asumir eso con

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cinco años es algo bastante triste. Cogió en brazos a Jamude y caminó hacia su casa, si es que se le podía llamar así a la improvisada chabola donde hacían su vida.

El interior de la casa era oscuro pues no había ventanas. El sue-lo de tierra estaba recubierto de cartones y una vieja caja de madera hacía las veces de mesita. También había dos jergones que utilizaban para dormir: Jamude dormía con su madre y Ahmed, que era el hom-brecito de la casa, dormía solo.

—Hola, madre —saludó Ahmed—. Ya volvimos de la calle.Ésta le dedicó una sonrisa mientras pelaba una patata y la echaba

a la sopa, aquel día podrían cenar.Yamina era joven, la casaron a los 15 años y tuvo a los niños a

muy temprana edad. Su vida había sido desgraciada y más cuando su marido murió y tuvo que sacar adelante a los niños ella sola. Aun así, era una mujer fuerte y muy valiente.

Después de la escasa cena, llegó la hora de dormir.Yamina le cantó una canción de cuna a Jamude, se acostaron y al

poco rato estuvieron profundamente dormidas.Sin embargo, Ahmed no podía conciliar el sueño aquella noche.

Su mirada se perdió en la oscuridad unos segundos. Después comenzó a juguetear con unos cartones del suelo. Se sobresaltó. Al levantar un cartón mientras jugaba, había escuchado unas risas infantiles.

Intentando tranquilizarse, volvió a levantarlo y oyó las mismas risas. Lo colocó donde estaba con la intención de no interrumpir el sueño de su hermana y su madre. Pero la respiración de éstas sonaba lenta y acom-pasada, como si nada pudiera despertarlas, lo que le dio confianza para levantar el cartón por tercera vez. Pegó la oreja y entonces se dio cuenta de que no sólo eran risas lo que oía. Los pájaros cantaban. Se oía a muchos niños hablar y gritar en un idioma desconocido, que inexplicablemente

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entendía. Las madres les llamaban a veces para darles la merienda y les regañaban por coger cosas del suelo. Incrédulo, Ahmed miró el lugar de donde procedía aquel escándalo, pero sólo vio negrura infi nita. Sabía que aquello era una locura, pero tenía que intentarlo. Se puso de pie, tomó impulso y saltó hacia la oscuridad. Era consciente del daño que se haría al chocar contra el suelo; sin embargo, no fue eso lo que ocurrió.

Durante unos segundos estuvo viajando entre las tinieblas. Tuvo la sensación de dividirse en millones de átomos, y a la vez de ser todo el universo. Experimentó agradables sensaciones, desconocidas por el hombre e imposibles de describir, y de repente se le antojó que bajaba por un tobogán, hasta que sus pequeños pies tocaron la arena. Abrió los ojos y tardó un rato en ver lo que sucedía a su alrededor. Muchos niños le rodeaban, mudos de asombro. Tardaron un rato en reaccionar, pero por fi n el que parecía el más lanzado (un pelirrojo bastante peco-so y rellenito) se atrevió a preguntar:

—¿Cómo te llamas? Y ¿por qué vas así vestido? Nunca te habíamos visto por aquí…, ¿de dónde has salido?

Ahmed tardó unos instantes en reaccionar. Miró a su alrededor, se encontraba en un parque infantil. Los niños jugaban en columpios y se tiraban por los toboganes. Alrededor del parque se extendía una brillante extensión de césped. Las parejas paseaban de la mano. Tam-bién había personas dormitando o leyendo, tumbados en la hierba. El sol brillaba sobre las copas de los árboles. Más allá, altos edifi cios se recortaban contra el azul del cielo y los coches recorrían las calles abarrotadas de gente.

—Me llamo Ahmed —respondió—, soy de una aldea de Líbano. La verdad es que ni siquiera yo sé muy bien por qué estoy aquí.

una de las madres de los niños se había acercado. Tenía el pelo marrón ondulado, llevaba tacones e iba bastante maquillada.

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—Tranquilos todos —dijo dulcemente la mujer—; este pequeñín está un poco desorientado, pero nada más. Ven, es probable que te hayas dado un golpe y perdido la memoria. Te llevaré al hospital y después trataremos de localizar a tus padres.

Ahmed obedeció sin resistencia.—Y tú, Jack, ven también. No quiero dejarte solo aquí.El niño pelirrojo siguió a su madre refunfuñando. quería quedarse

con sus amigos en el parque.La primera vez que Ahmed montó en coche fue junto a Jack y a

su madre, Sally; había visto furgonetas antes pero nunca había subido a una. Le pareció muy divertida la idea de montarse en el vehículo y que éste te llevara a tu destino sin esfuerzo. “Si tuviéramos un coche”, pensó, “nos sería mucho más fácil ir a recoger agua allí en la aldea, incluso tendríamos tiempo de ir a la escuela”. Pero para Ahmed las sorpresas sólo acababan de empezar. Cuando llegó al hospital se dio cuenta de la cantidad de gente que sobreviviría a los bombardeos en su tierra si hubiera un sitio igual para curar a las personas, en lugar de la pobre tienda de campaña de los médicos voluntarios.

Según el doctor, Ahmed no había sufrido ningún golpe en la cabe-za; de hecho, todas aquellas historias extrañas que contaba sobre su aldea, el agua, la guerra y los coches debían de ser producto de un trauma psicológico.

A la salida, Sally les compró un helado. A pesar de esto, Jack seguía enfurruñado. Ahmed nunca había probado algo así de delicio-so, y se emocionó tanto que acabó de cabeza en la ducha de aquella familia tan simpática. Cuando por fi n estuvo aseado (muy a su pesar, pues no entendía que se malgastara el agua limpia de esa manera) y vestido con ropa de Jack, se dispusieron a cenar. Sally estaba ponien-do la mesa, cuando llegó Bernard del trabajo.

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—¿Dónde está mi campeón? —gritó desde el vestíbulo y corrió has-ta el comedor. De repente, muy sorprendido, miró a Ahmed y le lanzó una mirada inquisitiva a Sally, pretendiendo no ser grosero con el niño que allí se encontraba.

Ésta respondió:—Se llama Ahmed y es nuestro nuevo amiguito, ¿verdad?Acto seguido desaparecieron los dos por la puerta de la cocina y

empezaron a cuchichear. Cuando le contó la historia a Bernard, éste se compadeció del niño y salió dispuesto a jugar un rato con los dos peque-ños. Sin embargo, al salir al comedor, sólo estaba Jack muy asustado.

—¡Ha salido corriendo, se ha marchado! Ha dicho algo de su madre y de su hermana.

—¡oh, Dios mío! Tenemos que llamar a la policía, ¡rápido! —gritó Sally.

En menos de media hora, los agentes estaban rastreando todos los barrios de Nueva York. Sin embargo, no encontraron a aquel niño de tez morena que indicaban las descripciones, ya que hacía rato que el pequeño se había tirado por un tobogán de Central Park y ahora con-templaba el amanecer en Líbano.

Ahmed estaba convencido de que no había sido un sueño y aquel día iba saltando de contento por el camino que les llevaba a él y a su hermana al pozo de agua potable. “He encontrado la puerta que con-duce al paraíso”, se decía, “y hoy por la noche volveré”.

El resto del día se le hizo eterno esperando la llegada de la noche. Contempló feliz cómo el sol se ponía en el horizonte. Aquel día no pudieron cenar, pero a Ahmed no le importaba, porque cuando tras-pasara el agujero oscuro se comería el helado más grande que hubiera.

Por fin oyó a su hermana y a su madre respirar tranquilas, como en sueños, y por fin pudo saltar hacia las tinieblas.

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Sally lloró de alegría cuando vio al pequeño de ojos verdes apa-recer por el tobogán. Aquel día también fue estupendo. Bernard tenía el día libre y fueron juntos al zoo. Ahmed se lo pasó tan bien que sintió mucha lástima de tener que marcharse a la misma hora del día anterior.

Sin embargo, esta segunda desaparición no preocupó a la familia tanto como la anterior, pues todos tenían el presentimiento de que al día siguiente, a las cinco de la tarde, volvería a aparecer por el tobo-gán. De hecho, le estuvieron esperando. Cuando apareció lo hizo con una niña pequeña entre sus brazos. Tenía el pelo negro y despelucha-do. En su sucia cara se dibujaba una sonrisa.

Ahmed se había dado cuenta de que para que en aquel sitio fuera feliz del todo, necesitaba a su hermanita. Aunque le había costado trabajo cogerla sin que llorara y sin que su madre se diera cuenta, lo había conseguido y allí estaba, en el fi nal del tobogán con sus amigos Jack, Sally y Bernard esperándole ilusionados.

Las semanas siguientes las pasaron así, yendo y viniendo los dos y quizás fueran las mejores semanas de sus vidas.

un día Ahmed se puso muy triste, porque vio su tierra por televi-sión. Vio que la gente sufría mucho y deseó que todos los lugares del mundo fueran tan bonitos y tan felices como aquella ciudad.

una cálida noche de verano, sucedió que Ahmed no quiso desper-tar a su hermana, ya que ésta dormía tranquilamente, decidió dejarla descansar y marchar solo a aquel lugar que tanto le gustaba.

Aquella tarde fue una de las más divertidas. Jack le presentó a muchos de sus amigos del parque, que le parecieron muy simpáticos. Después Sally les compró un delicioso helado y disfrutaron de un tio-vivo que habían instalado por allí. Montaron también en las barcas del lago. Ahmed tuvo la idea de llenar allí botellas de agua para llevarlas

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a su aldea, pero Sally le explicó que no podía hacerlo porque esa agua estaba allí con el fi n de decorar y no de bebérsela.

Mientras la barca se balanceaba suavemente, Ahmed empezó a plantearse preguntas.

“¿Por qué”, se preguntaba, “en su pueblo ni tenían agua para beber y allí tenían tanta que hasta servía para decorar? ¿Por qué allí los niños se quejaban de tener que ir a la escuela mientras que en su tierra no podían ni soñar con aprender a leer, a escribir y a contar? ¿Y por qué, a veces, en su casa no podían ni comer y allí en las papeleras rebosaban restos de comida? En aquel lugar el concepto de una casa humilde consistía en un pequeño piso. Por lo menos allí la gente vivía en casas. Él vivía en una chabola sin ventanas ni muebles, casi hecha de cartón. No podía ducharse, porque emplear el agua para asearse en su pueblo era un derroche. ¿Por qué allí no lo era?”. Ahmed no comprendía, no lograba entender cuál era la diferencia entre los niños de su aldea y los niños del parque. Aquel día, cuando se tiró por el tobogán, se sentía triste, una tristeza que le hacía sentirse muy mayor, incluso viejo.

El cielo estaba iluminado cuando llegó. El olor a acre de la sangre lo golpeó cuando salió por el agujero. El estruendo de las bombas lle-naba la aldea. El polvo fl otaba en el aire. Apenas podía ver a causa del humo. Asustado, buscó a su hermana. Ésta lloraba. Ahmed la cogió en brazos.

—¡Madre! —gritó desesperado—. ¡Madre! ¿Dónde está?Yamina yacía tendida en el suelo. De su vientre brotaba un manan-

tial de sangre. una bomba la había alcanzado. Con su hermana en brazos, Ahmed se abrió paso difi cultosamente hacía ella. Desesperado, presintiendo que su madre iba a morir, gritó pidiendo ayuda. ojalá allí hubiera un hospital como el de Nueva York. De repente, el rostro

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de Ahmed se iluminó. Se le acababa de ocurrir una idea. Le tendió la mano a Yamina.

—Madre —dijo excitado—, vamos, levántate. Conozco un lugar donde pueden curarte.

Mientras la ayudaba a incorporarse, siguió hablando para darle ánimos:

—En este lugar que te digo hay mucha comida y agua. Hay casas muy bonitas y conozco a unos amigos que pueden ayudarnos.

Andando lentamente se dirigieron al agujero, mientras Ahmed seguía hablando:

—Podremos ir a la escuela. Tú podrás trabajar y ganar dinero.Habían llegado, Ahmed levantó los cartones del suelo. Miró a su

alrededor por última vez antes de sumergirse en su nueva vida. La aldea entera se consumía entre las llamas. La sangre y los cadáveres llenaban el suelo. Se escuchaban gritos. La gente corría de un lado a otro, presa del miedo.

Ahmed comprendió que no había más tiempo que perder. Contó hasta tres y así fue como se perdieron abrazados en la oscuridad y se alejaron de la aldea para siempre.

No sabía muy bien lo que les esperaba, cómo reaccionarían al ver-le aparecer con su madre, y herida, pero tenía la certeza de que sería mejor que lo que dejaba atrás.

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TaNToS SUEÑoSالقصpoR CUMplIR

Cristina Reinoso AlbarránI.E.S. Clara Campoamor de Getafe, 4.o ESO

Era mi primer día de escuela, estaba contento porque todos mis hermanos habían ido a la escuela, y yo siempre le preguntaba a mamá cuándo podría ir yo; mamá me contestaba que no debía tener prisa, cada cosa a su tiempo, solía repetir. Yo quería mucho a mamá, siempre estaba con ella, y cuando en medio de la noche me despertaban los tiroteos, ella siempre venía, me consolaba y me abrazaba tan fuerte que hasta me hacía daño, pero yo nunca le decía nada. Creo que en realidad le daba tanto miedo como a mí, quizás fuera porque sonó algo parecido cuando papá se cayó al suelo y ya no lo vi levantarse. No he vuelto a ver a papá; mamá dice que no lo veré más, y aprieta la mandíbula, y le brillan los ojos cuando le pregunto por él.

Papá era muy bueno conmigo, un día me llevó a dar una vuelta por la ciudad, cosa que mamá nunca hacía, con ella siempre iba al mercado. Pero con papá andaba tranquilamente por las calles estre-chas, yo siempre miraba a papá deseando ser como él, papá era muy alto, y cuando sonreía parecía que nada malo pudiera ocurrir; papá siempre me daba la mano, tenía una mano grande y fuerte.

Papá nunca me pegó, no como a Asur, mi amigo y vecino. una vez la familia de Asur estaba en el mercado, cuando unos soldados

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vinieron y pegaron al papá de Asur, mientras otros reían y le llamaban “palestino de mierda”, la mamá de Asur lloraba en silencio, sin poder hacer nada, y cuando Asur pensaba en su padre, decía que era un cobarde. Por eso cuando el papá de Asur lo mandó a por agua él dijo que no quería, y cuando le obligó, Asur llamó a su papá “palestino de mierda”; cuando el papá de Asur lo oyó se enfureció tanto que le pegó, y al día siguiente Asur tenía un ojo morado. Asur no se lo volvió a llamar, pero él ya no quiere a su papá tanto como yo al mío.

Aquella mañana salí de casa contento, pero por primera vez iba con Asur, mi amigo, y con mi hermano mayor Munir, sin mamá, por-que según me dijo ella ya era suficientemente mayor, además sólo tenía que ir con Munir, siempre que fuera con él no pasaría nada.

Caminamos los tres hacia la escuela, estaba más lejos de lo que yo pensaba, y por un momento pensé que nos habíamos perdido, porque girábamos en todas las esquinas, pero Munir venía a ella desde hacía un año, y al fin llegamos. quizás sería porque llevaba queriendo ir a la escuela desde siempre, y de tanto pensar en ella creí que iba a ser per-fecta, pero cuando la vi me decepcionó. Aquello era un edificio des-tartalado, con sólo dos clases y unas cuantas mesas y sillas, ni siquiera tenía una puerta principal, porque la habían destruido las bombas y no había dinero para ponerla nueva. Cuando entré en clase la profeso-ra me dijo que no tuviera miedo, que pasara y me sentara. Yo no tenía miedo, pero así interpretó la profe mi cara de sorpresa, o mejor dicho mi decepción.

Cuando entré en la clase me fijé en que era grande y tenía sillas de sobra, y en primera fila, lo que me sorprendió, pero preferí no sen-tarme en ellas y me senté atrás, al lado de Asur. Munir ya no estaba conmigo, porque aunque en mi clase había niños menores y mayores que yo, los que tenían más de diez años iban a la otra clase. La profe-

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sora me dijo que se llamaba kifah, y que ella me iba a enseñar todas las mañanas; después empezó a hablar de lo importante que es ir a la escuela, supuse que sería porque algunos niños viven lejos y no tie-nen un hermano mayor como Munir que les acompañe a la escuela, y como su madre o su padre no pueden llevarlos no van a la escuela, y kifah quería que todos los niños supiesen por lo menos leer y escri-bir. Yo sabía leer y escribir, porque me había enseñado Munir, después de mucho insistir, porque él siempre decía que aprendiera cosas más útiles, como a trabajar. kifah siempre sonreía, y nos empezó a explicar la suma y la resta, lo cual no tenía ni pizca de gracia.

Después vino el recreo, primero Asur y yo jugamos al escondite, y luego nos sentamos a hablar, y le pregunté por qué no nos ponía-mos delante, donde se veía mucho mejor. Entonces Asur me explicó que nunca me debía poner delante, o en los otros huecos que siempre estaban vacíos porque me podía pasar algo malo, como a los otros niños. Yo pregunté a Asur qué otros niños, y dijo que a veces sonaba una sirena y nos teníamos que tirar al suelo hasta que kifah nos dijera que nos podíamos levantar, y que un día la sirena no sonó y un niño de la primera fila cayó al suelo en un charco de sangre, se llevaron al niño y no le volvieron a ver. Asur creía que esto había ocurrido con otros niños que se sentaban en las sillas vacías que nunca se volverían a ocupar.

La sirena sonó, al principio me asusté, y casi me tiro al sue-lo temiendo que fuera la sirena de la cual me había hablado Asur, pero rápidamente él me indicó que aquélla era la que nos indicaba el comienzo de las clases otra vez. Las siguientes horas kifah ayudó con algunas cuentas. Yo estaba emocionado, porque siempre había queri-do ir a la escuela, aprender en cada momento algo nuevo, para poder ser profesor, porque yo quería que todo el mundo pudiera aprender, y

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si hacía falta iría casa por casa enseñando a los niños. La sirena que indicaba el final de las clases sonó, separándome de mis pensamientos y haciéndome volver a la realidad. La profesora nos dijo que copiára-mos unas cuentas escritas en la pizarra y las intentáramos resolver; yo las copié en el cuaderno que me había dado la profe como regalo de bienvenida.

Asur y yo esperamos a Munir en la salida; esperamos más de media hora, pero Munir no aparecía, entonces Asur dijo que él sabía volver a casa así que comenzamos a andar por donde habíamos veni-do; yo seguía a Asur porque no me acordaba del camino. De repente giramos en una esquina y vimos un grupo de soldados; yo me quedé paralizado, Asur me tiraba del brazo y al ver que yo no reaccionaba echó a correr. El más alto de los soldados me miró y se acercó a mí. Los otros soldados estaba ya mirándome, cuando el alto gritó a sus compañeros: “¿Dónde irá este crío por aquí solo?”. Los demás empe-zaron a reír y el soldado alto me lanzó un manotazo que me hizo caer al suelo; entonces detrás de los soldados empezaron a sonar tiroteos, en ese momento pararon las risas. Me intenté levantar rápidamente y salí corriendo, pero un ruido sordo demasiado cerca de mí me detuvo; sentí un dolor agudo en el estómago, me toqué porque sentí calor, al mirarme la mano vi la mancha roja que tenía mi chaqueta. El dolor se hizo insoportable y ya no veía a los soldados, sino manchas que me daban la espalda, nadie parecía verme, eso fue lo último que recuerdo.

Mi primera sensación fue un agudo dolor de estómago, al abrir los ojos no distinguí ninguna figura pero al poco tiempo vi una cara conocida, era mamá; me envolvió una cálida sensación de protección al verla, pensé que nada malo podía ya ocurrir. Miré a mi alrededor, mamá tenía una cara de preocupación que no podía ocultar a pesar de sonreír forzadamente. Además le brillaban los ojos como cuando

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yo le preguntaba por papá. Munir no se encontraba en la habitación, sólo estaba mamá y un señor desconocido con una bata blanca habla-ba con ella. unos minutos después el señor y mamá se acercaron a mi cama, mamá me explicó que en un ataque de la milicia una bala me alcanzó en el estómago y una mujer que vivía cerca del lugar del tiroteo me había llevado a casa, y de allí habíamos venido al hospital. Entonces habló el señor de la bata blanca, él me dijo que se podría curar, pero que allí no disponían de suficientes medios ni medicamen-tos por su alto precio, y además la frontera estaba cerrada. En ese momento mamá rompió a llorar, entonces el médico nos dejó a solas y, como cuando había un bombardeo, mamá me abrazó tan fuerte que creí que me rompería. Así nos dormimos, abrazados.

Al día siguiente, al despertarme mamá no estaba, entonces vi sobre la mesa el cuaderno que me había regalado kifah, y sentí miedo, mie-do a que muriera y nadie me recordara; no era justo, no había tenido tiempo de poder cumplir mis sueños. Entonces sentí el deber de escribir lo que me había sucedido, para que la gente supiera mi historia, para que cuando a algún niño le ocurriera lo que me había ocurrido a mí se sintiera comprendido, y no solo, que era como me sentía yo. Cogí el cuaderno y comencé a escribir, como Munir me había enseñado.

Ahora estoy aquí, con mamá, ella no quiere contestar a las preguntas que le hago sobre Munir, no sé si Munir se avergüenza de haberme deja-do solo, o si le ha pasado algo; de todas formas, cuando muera quiero que Munir sepa que le perdono, que no fue su culpa y que le quiero.

Ahora mamá canta, el estómago ya no me duele, pero me encuen-tro agotado; mamá canta tan bien, es la nana que me cantaba para dormirme cuando era pequeño, creo que dormiré un poco.

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loS oTRoS REFUgIadoSالقصAlberto Cabañas Cob

I.E.S. Pablo Neruda de Leganés, 1.o Bachillerato

No hace muchas horas que los rayos del sol han atravesado inmisericordes la manta de nubes bajo la que dormía la ciudad de Londres. Algunos aventureros ya se han lanzado con sus coches a la jungla de asfalto e irónicamente vagan solos por el laberinto gris de la City. La mayoría despega sus párpados a ambos lados del corazón de la ciudad y empieza un día más en otra metrópolis más del mun-do occidental: desayunos rápidos, túneles sucios, rayos mortecinos y carreras, muchas carreras. Todos los niños se agolpan en las verjas de los colegios desperdigados en el callejero y los padres acuden rau-dos desde allí a sus ofi cinas, o a sus tiendas, o a sus aulas. Y todo es perfectamente normal. Todos lo aceptan y lo celebran cuando salen. Pero no todos son de allí. Para muchos su pensamiento está a millas de allí, en tierras muy diferentes a aquéllas: en ciudades aún más sucias, en corredores de arena, en rebaños mansos, en miradas gra-ves, en calores gélidos.

Mâred Nassif es una de esas personas. Esta mañana se ha levanta-do de la chirriante cama de su apartamento en el East London. Se ha sumergido bajo el agua cruel de la bañera y se ha enfundado su cami-sa. Ha llegado a la cocina y ha mirado dos rebanadas de pan tostado con melancolía. La mantequilla ha capitulado ante ellas y el café ha

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bajado a golpes secos y furiosos por su garganta. Abstraído ha salido a la calle y se ha deslizado entre las puertas de su Volkswagen. Con inercia ha pisado el acelerador y ha llegado como ensoñado al sur de Candem, donde ha sido recibido en Birkbeck College por el flamante blasón de la universidad de Londres mientras baja de su carroza.

Mâred era profesor de Historia Antigua de Iraq en la universidad de Dahuk. Luchó activamente contra el régimen de Saddam Hussein, denunciándolo internacionalmente en muchos países occidentales. Por ello se le prohibió la salida del país un año antes de la intervención de los Estados unidos en Iraq. Durante ese año condenó los planes de guerra que el presidente estadounidense anunciaba. Tras la guerra se vio inmerso en un fuego cruzado: Para los leales a Hussein la gente como él había llevado a los occidentales hasta allí. Para los america-nos Nassif era un alborotador, el culpable de la hostilidad de los ira-quíes hacia ellos. Cómo saber que ellos solos se la habían granjeado. En cualquier caso, la presión a la que se vio sometido Nassif le obligó a huir de su propia tierra. Él, que nunca había dejado la arena caliente de Arabia, fue colocado a presión y sin intención en el ajetreado rit-mo de la capital de Reino unido. Tuvo suerte, o eso le dijeron, porque encontró un puesto de profesor de Arte Mesopotámico en la univer-sidad de Londres. Ahora está allí, viendo pasar los días sin ánimo ni espíritu, maldiciendo el día en que los soldados extranjeros entraron en su país. Día a día, gota a gota, viendo cómo su impulso es minado por el frenético movimiento de su nuevo hogar.

Mientras enfila el camino hacia la facultad el sol revela desgarra-dores datos a los transeúntes que se cruzan con él. Enjuto, sus pasos desgarbados y bruscos amenazan sus alrededores. Su mirada negra se pierde en algún lugar entre su destino y su pasado y boquea insisten-temente como el pez recién atrapado por la red. Su piel, hace mucho

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morena y tersa, se muestra hoy ceniza y maltratada por el humo, el sol y el aire de la ciudad.

Se arrastra más que anda hacia su aula. Es una clase pequeña en una esquina del edifi cio. Empuja con fuerza y sin resultado la puerta de madera y entra deslumbrantemente destrozado ante la concurren-cia. Sus alumnos no se extrañan por el deteriorado aspecto de Mâred. Es extraño en la tierra. Lo fue desde el principio. Es buen profesor, paciente y sabio, pero es ajeno a su lugar. Los alumnos lo compadecen, y lo miran con una cierta animadversión, pues es el refl ejo viviente de la actuación de su país en el vasto mundo. Lo ven como el ingeniero ve a los obreros muertos, como el profesor ve al alumno fracasado. Como el desecho feo y distorsionado de la madre patria.

Mâred desliza suavemente su carpeta por la mesa y mira grave y profundamente a sus alumnos.

—Buenos días. Hoy nos toca hablar de una de las manifestaciones artísticas sin duda más interesantes de la antigua Mesopotamia: las estatuas de Gudea, gobernador de Lagash.

Visiblemente más despierto, hurga en un cajón de su mesa y saca, como la comadrona saca a una nueva criatura, una pequeña estatua marrón cobriza de un hombrecillo sentado, vestido con una túnica y con las manos sobre su regazo, coronado por un extraño gorro cilín-drico, achatado.

—Lógicamente esto es sólo una reproducción. El original de esta estatua se halla en el Museo del Louvre, en París —explica Mâred—. Es una estatua de 45 centímetros de altura y está tallada en diori-ta. De este patesi o gobernador se conservan más de treinta estatuas. Curiosamente, todas ellas talladas en rocas volcánicas, bien en diorita, como esta misma, o en dolerita. ¿Alguien podría decirme cuál era la situación de la ciudad de Lagash durante el reinado de Gudea?

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un joven de la primera fi la levanta entusiasta la mano. Curio-samente nadie más levanta la mano. Los demás parecen distraídos e incluso algunos temerosos.

—¿Sí?—Lagash se encontraba entonces bajo el poder del resto de ciuda-

des sumerias, especialmente ur y ur-Gur. Sin embargo en esta época Lagash alcanzó una gran prosperidad y desarrollo artístico bajo el rei-nado de Gudea: se construyeron templos, palacios, numerosas esta-tuas suyas, la estela de los buitres, un vaso de plata con el escudo de Lagash… —relata entusiasmado el joven.

—Gracias, Smithson. ¿Nada más? —espera unos segundos sin res-puesta—. ¿Nadie recuerda nada más?

Los alumnos defi nitivamente rehúyen a Mâred. Nadie responde aunque muchos saben la respuesta. Por alguna razón hoy el profesor exuda un aura depresiva más aguda que ningún otro día.

—El comercio —deja escapar tristemente—. Según los registros de Lagash, Gudea compró cedros de las montañas del Amanus y del Líba-no en Siria, diorita de Arabia occidental, cobre y oro de Arabia meri-dional y central y del Sinaí. Lagash vivió un período de paz y pros-peridad bajo el dominio del rey de ur-Gur y fl orecieron el arte y el comercio.

Mâred habla entonces durante dos horas sobre Lagash, sobre las inscripciones cuneiformes en las estatuas del viejo Gudea. Se suce-den los nombres, las historias, las localizaciones. Finalmente llega el mediodía y los alumnos marchan silenciosos por la salida mientras el profesor coloca las estatuas de roca volcánica en su lugar. El joven Smithson se rezaga y posa su mirada curiosa sobre Mâred.

—Profesor Nassif, ¿por qué tantas estatuas de Gudea se encuentran repartidas desde Europa hasta América?

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—¿Por qué, Smithson? Porque su país y otros tantos han dilapida-do mi tierra. La han estudiado y han socavado con sus garras la tierra hasta desenterrar su historia y se la han llevado a su hogar, como un ladrón de almas.

—Me parece injusto que culpe al país de la decisión de unos pocos, profesor Nassif. Yo sólo quería decir que…

—Sé lo que quieres decir. Probablemente lleves razón, pero yo sólo sé que llevo dos años lejos del desierto. No puedo volver. No estaba a gusto antes pero cuando su país ha entrado yo he tenido que marchar-me. Tal vez vosotros, jóvenes, podréis cambiar eso en el futuro. Rezo por ello. Ahora márchate, Smithson. Creo recordar que tienes cosas que hacer.

—Claro, profesor Nassif. que tenga un buen día, profesor.El joven corre hacia la puerta y accidentalmente choca con alguien.—Perdone, profesor Huggins.—No es nada, Smithson. Ande con cuidado.El hombre es un anciano elegante. Viste traje, corbata y maletín.

Decenas de esos tipos revolotean cada día por las facultades. Miran serenos a los profesores, esquivan a los alumnos. Vierten sentencias entre clases.

—Buenos días, profesor Nassif. Bonito discurso el que le acaba de dar a Smithson.

—No era un discurso, Huggins. Sólo charlábamos.—¿Sobre qué? ¿Sobre lanzarle contra el gobierno?—Yo no he hecho eso.—Claro que no, profesor Nassif. Pero se arremolinan en torno a

usted grupos de alumnos. Alumnos pacifistas, manifestantes, alborota-dores. Rompen el clima de estudio de esta institución y…

—Sabe que yo no pontifico. Si me preguntan, contesto. Pero no

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ando por la calle gritando y movilizando masas.—Por supuesto que no. Sin embargo, el rectorado no está nada

cómodo con la situación. Su gente no se lo pone nada fácil a las tro-pas y si encima…

—¿Mi gente? ¿Me está diciendo que los iraquíes somos culpables de lo que sucede en mi país?

—Yo no estoy para juzgar eso.—Pero no tiene reparos en afirmarlo. Han entrado en mi país. Lo

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han destruido. La gente teme por sus vidas y yo he tenido que mar-charme para no morir por condenar su juego.

—Se marchó porque quiso, Nassif. Además, nosotros le brindamos una oportunidad única aquí. un cómodo puesto de profesor que…

—que por lo que entiendo me quieren quitar porque no apoyo su actuación en mi país, que le recuerdo es mío y no de ustedes.

—Nassif, el rectorado ha meditado mucho la decisión y me temo que tendrá que abandonar el puesto lo más rápidamente posible. La semana que viene se incorporará el nuevo profesor.

—Sí, ningún problema. Será mejor que me marche. Dígale al nuevo profesor que aquí se guardan las réplicas de Gudea —y golpea el cajón con un golpe seco y triste.

—Podrá decírselo usted cuando llegue.—Lo dudo. Buenos días, profesor Huggins.—Adiós, profesor Nassif. No en vano le llamaron Mâred, “el rebelde”.Mâred recoge los apuntes de su mesa sereno. Los deja en la carpe-

ta, la cierra con parsimonia y comienza a marcharse. Cada paso que da hacia la salida es un paso que le sabe a fracaso, a tierra seca, a sal. Mientras guarda su compostura, se derrumba por dentro, le falta el aire. Huggins clava su mirada en la nuca de Nassif y le sigue intran-quilo hasta que abandona el aula.

Mâred realiza el viaje de vuelta al East London como si nada hubiese pasado. Se siente como en ese malísimo efecto de las películas que ha visto alguna vez. Es como si alguien rebobinase el vídeo de su vida. Retroceden todas las escenas: la entrada es salida; la llegada, partida; la gente que sale regresa; los que volvían comienzan. Donde apretó el acelerador lo suelta, donde frenó arranca. Finalmente llega a su casa, convencido de que el día había vuelto a empezar. Se desnuda, se sumerge de nuevo en la bañera. Mira el plato del desayuno ahora

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ñosvacío y vestido de nuevo camina hacia la puerta. La abre y se dispone

a salir pero en un último momento, una milésima de segundo crucial, sus ojos se apagan y se enciende su mente. Vuelve al mundo y toma otra decisión. No sale. Cierra la puerta del apartamento para siempre, dispuesto a aprovechar esta segunda oportunidad.

una semana después en la ciudad de Dahuk, al norte de Iraq, una comitiva fúnebre camina por las calles. No son demasiadas personas. una mujer menuda y frágil es flanqueada por un hombre fuerte y una joven grácil de aspecto enfermizo. unos pocos los siguen. Los llantos y lamentos inundan la ciudad. Tras un rato caminando, todos se paran y se silencian y un viejo imán de barba estropeada y cana habla con voz solemne:

—Mâred Nassif perdió su vida la semana pasada en Londres. Hoy nos reunimos para despedirle donde él quería, en su país, en su casa. Mâred se vio arrancado de los brazos de su país y su familia por razo-nes terribles. Fuera siempre se vio extraño, ajeno, abstraído. Era un refugiado. No vivía en carpas, en tiendas. No sufría por el hambre ni por la falta de salud. Pero igualmente era un desplazado, igualmente cortado de su tierra, de su sustento. Salió con la esperanza de volver algún día a su despacho de la universidad, a abrazar a su familia, a ver cómo crecía todo. Tristemente, sólo ha podido regresar muerto. que su muerte nos haga recordar a todos los que han tenido que huir y que viven en la otra punta del mundo con el anhelo de regresar algún día y que tal vez, como Mâred, no lo hagan o lo hagan demasiado tarde. oremos para que descanse al fin bajo la tierra seca y Alá le abra las puertas del Paraíso a su alma.

Entonces se rompió el silencio y los sollozos acompañaron de nue-vo a Mâred Nassif hasta su sepultura.

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MI dIaRIoDaniel Redondo Castilla

I.E.S. María Zambrano de Leganés, 2.o ESO

3 de febrero de 2008querido diario:Hoy ha sido un día fantástico. Mis

padres me han llevado a pasear cerca de la frontera con Israel, y cuando se han descuidado me he escapado. Des-pués entré en la ciudad. Era enorme y la gente parecía feliz (no como aquí). Estuve un rato contemplando el pai-saje cuando vi a un niño jugando solo y decidí jugar con él. Jugamos mucho tiempo y después nos sentamos a hablar de nuestras vidas. Él me con-tó que en Israel se vivía de maravilla (por lo menos él) y que en su barrio no pasaba nada, era pacífi co. Yo le conté que en Palestina había bombas casi a diario, pasábamos hambre y

frío, y nos teníamos que mudar a un campamento de refugiados. Entonces me preguntó por qué estaba aquí, y le contesté que quería ver cómo se vivía en otras ciudades. Él se conmovió y prometió ayudarme. Me dijo que se llamaba David. Al volver a casa mis padres estaban preocupados y me castigaron. Pero después pensé: “Ha merecido la pena. Hoy he hecho un nuevo amigo”.

4 de febrero de 2008querido diario:Hoy ha pasado algo horrible. Han

tirado una bomba cerca de nuestro campamento y nos hemos tenido que trasladar a otro sitio. Después hemos pasado cerca de la frontera y he vis-to que estaban construyendo un muro. Luego me he acercado a pregun-tar pero me han empujado y me han rechazado. Después he visto a David y le he preguntado si él sabía algo y me ha dicho que no. Teníamos que pensar algo para vernos, pero qué…

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Relatos fi nalistas

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5 de febrero de 2008querido diario:¡Comienzan los planes! David y yo

empezamos a pensar cómo conseguir que nos veamos de nuevo a través del muro. Teníamos que conseguir que las dos ciudades consiguiesen la paz y derribaran el muro para poder jugar otra vez. Lo primero que pensamos fue derribar el muro, pero no teníamos herramientas para hacerlo. Lo siguien-te que pensamos fue convencer a los soldados, pero ya estaban en la guerra y era difícil detenerlos. Después se me ocurrió la brillante idea: teníamos que convencer a los presidentes para que llegaran a un acuerdo.

6 de febrero de 2008querido diario:Hoy hemos puesto en marcha el

plan. Por la mañana nos reunimos en lo alto del muro para pensar cómo lo haríamos. Teníamos que ir a hablar en persona con el presidente y conven-cerle de que esto perjudica a todos. Así que fuimos al palacio del presi-dente para hablar con él. Vimos que tenía mucha seguridad, pero entramos por la ventana y nadie nos vio. Den-tro tenía muchas alarmas, pero con un tirachinas las rompimos todas. Al lle-gar a la sala del presidente, los guar-dias habían oído ruidos extraños y

se habían ido a mirar. Entonces pudi-mos entrar. Al entrar nos dijo: “Tenéis mucho valor para ser tan pequeños. Decidme, ¿por qué os habéis tomado tantas molestias?”. Entonces le conta-mos nuestro caso y le propusimos que podíamos vivir todos juntos, israelíes y palestinos. El presidente se conmo-vió, se puso a escribir rápidamente el decreto y nos dejó escapar.

7 de febrero de 2008querido diario:¡El gran día ha llegado! Por la radio

se anunció la unión de los dos países (y dijeron el nombre de los artífi ces), el muro se derribó y nos trasladamos a otra zona mejor. ojala esta paz dure para siempre.

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lágRIMaS dE CRISTal

Adriana Torres

I.E.S. María Zambrano de Leganés, 3.o ESO

Era una noche fría, con una gran luna llena en el cielo estrellado. Todo estaba en silencio, y yo en una de las calles más oscuras. De repente escuché un fuerte estruendo que atacaba con fuerza, después miles de gritos deses-perados que temían por sus familias. En ese momento me temí lo peor. Me acerqué a ver qué pasaba a pesar de la evidencia de aquellos hechos. Era un ataque de Israel, una nueva bomba. El paisaje era desolador e inexplicable, aquella bomba había arrasado todo: casas, calles… y, por supuesto, personas.

Me desperté con un grito ahogado, la cara empapada en sudor. otra vez aquel terrible sueño que me perseguía incansablemente cada noche desde la muerte de mi hermano hacía un mes y medio, en aquel país, Cisjordania*.

Cuando los primeros rayos del sol de Madrid traspasaron mi ventana, me

desperté, aún pensando en aquel sue-ño. Era extraño, ya que lo tenía conti-nuamente desde el desgraciado suceso.

Pero ese día era diferente. Enton-ces una idea invadió mi cabeza; si yo sufría con un solo sueño, que era pro-ducto de mi cerebro, ¿cómo tenían que vivir aquellas personas donde ese sue-ño era la más pura realidad?

Sentí unas ganas incontenibles de hacerle saber a todo el mundo lo que aquellas personas sentían, pero ¿cómo?

Me tumbé en la cama intentando que alguna idea golpeara de lleno en mi cabeza; entonces simplemente lle-gó. ¿Por qué no lo hacía fotografi an-do, que era lo que me apasionaba y además trabajaba en eso? Estaba deci-dida a hacerlo, como en otras ocasio-nes; pero antes había algunas cosas que aún tenía que hacer.

Después de unas horas llegué a mi estudio, todavía algo aturdida por el sueño. Ya estaban todos allí, trabajan-do y acabando las fotos del anterior reportaje en Iraq.

Tenía unas increíbles ganas de contarles a todos la idea que recorría ahora todo mi pensamiento. Cuando reuní al grupo y les puse al corriente, los cuatro estuvieron de acuerdo, y al cabo de unas horas teníamos todo pla-

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* Cisjordania es una subregión que junto a Gaza conforman los llamados Territorios Palestinos.

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neado para ir al excitante y arriesgado viaje de la realidad.

Los días pasaron rápidamente, y como estaba planeado, seis días des-pués de aquella reunión salimos rum-bo a Jenín, un campo de refugiados en Cisjordania. Cuando despegamos, la imagen de mi hermano llegó a mi memoria, y una tímida y fría lágri-ma corrió por mi mejilla. Al cabo de seis horas de vuelo llegamos a nuestro destino.

Después de recoger el equipaje, un coche de alquiler nos llevó has-ta Jenín, donde había más de 20.000 refugiados.

Al llegar, en lo primero que me fi jé fue en los ojos de las gentes, llenos de miedo y agonía.

Todos nos miraban de un modo extraño, al aproximarnos, mientras se acercaban a nosotros para ver quiénes éramos y de dónde veníamos. Miguel, uno de los cinco del equipo, además de experto y licenciado en lengua ára-be, les comunicó en dicho idioma lo que sus caras se preguntaban.

A la mañana siguiente, después de una noche en la tienda de campaña montada el día anterior con ayuda de algunas personas cercanas, nos dis-pusimos a empezar nuestro reportaje. Entonces me fi jé en la cara de una lin-da niñita que estaba sentada al lado de

una vivienda cercana a nuestra tienda, con sus grandes ojos fi jos en un pun-to que no existía. Me aproximé a ella, me senté a su lado y con el árabe que sabía de anteriores reportajes en países con el mismo idioma, le pregunté:

—¿Cuál es tu nombre?—Mi nombre es Layla —contestó ella

sin moverse apenas.—Yo me llamo Nuria —dije, mien-

tras me levantaba para marcharme—. Encantada de haberte conocido, Layla.

—Encantada yo también —respondió la chiquilla.

Me di la vuelta y comencé a cami-nar para volver con mi equipo, que me esperaba a unos pocos metros más allá. Entonces escuché la tímida y dul-ce voz que segundos antes me había respondido con su nombre, que ahora me preguntaba:

—¿Por qué estamos todos aquí, y no en nuestras casas y con nuestras fami-lias?

Y esta vez se giró para mirarme; entonces, al ver su cara con mayor claridad, me di cuenta de lo guapa que era y de lo que habían llorado sus ojos.

Me quedé sin palabras, no sabía qué contestarle a aquella pregunta de Layla. Tan sólo tenía seis años, por lo que aparentaba. No podía explicarle todo lo que estaba girando en torno

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a su mundo, era demasiado pequeña para explicarle todo aquello; entonces simplemente contesté:

—A veces hay muchas cosas difíci-les de entender, Layla, o que simple-mente no tienen la respuesta sencilla que queremos oír.

Ella me sonrió levemente y volvió a girar la cara, para volver a abstraerse en sus pensamientos.

Esa mañana hicimos más fotos de las que pensábamos, ya que teníamos planeado que ese día serviría para conocer un poco más aquello, y apro-vechar los diecinueve días restantes para hacer muchas más.

Los días pasaban. Cada vez tenía-mos más fotos de paisajes desoladores, de cómo vivía la gente, los destrozos causados por los ataques israelíes; montones de escombros en el suelo de lo que antes fueron edifi cios de cual-quier tipo, caras de tristeza por la pér-dida de tanto…

También había fotos de familias unidas a pesar de las desgracias, eso me emocionó; ya que yo nunca había formado una a pesar de mis treinta y cinco años. Cuando mis compañeros y yo volvíamos a nuestra tienda para dejar el material y descansar un poco, pasamos cerca de la casa en la que días atrás vi sentada a Layla y compren-dí que debía de ser donde ella vivía.

Decidí ir a verla, puesto que en esos doce días pasados habíamos entablado amistad con algunos de los palestinos de Jenín y yo sentía un gran cariño por Layla, pues había estado muchas veces con ella desde nuestra presenta-ción. Llamé a la puerta y me abrió una mujer, a la que había visto algunos días por allí y que supuse que sería su madre.

—Hola, soy Nuria, una de las fotó-grafas del equipo que ha venido a Jenín, ¿está Layla? La conocí hace poco y he estado jugando con ella en los últimos días; ayer no la vi por aquí y venía a ver cómo estaba, ¿es usted su madre?

—oh, no, no soy su madre —la mujer esbozó una sonrisa comprensi-va—. Layla no está, pero pase.

obedecí a la mujer y entré en la pobre casa. Me hizo pasar a la única sala básica de la humilde vivienda, en la que habría estado también para fotografi ar su interior y completar el reportaje.

Entablé una amistosa conversación con aquella mujer llamada Anabella; entonces en ese momento recordé lo que la mujer me dijo cuando abrió la puerta, y cortésmente le pregunté:

—Antes me dijo que no era la madre de Layla; entonces, ¿quiénes son sus padres?

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Anabella suspiró tristemente.—En realidad, Layla no tiene padres.

Murieron hace dos años en un ataque de Israel, junto con su hermano Ham-mad —prosiguió—. Era lo único que tenía, y nosotros que éramos amigos de sus padres la acogimos como a una hija, pero nunca hemos conseguido que nos aprecie como lo que intenta-mos ser para ella.

No tenía palabras que expresa-ran lo que estaba sintiendo en ese instante, entonces era consciente de cuánto había sufrido esa niña, y con tan sólo seis años de edad, como me había confi rmado Anabella. Pasados unos minutos abandoné la destartala-da casa, para volver a la tienda donde estaría mi equipo fotográfi co de ayu-dantes.

Desde el día de la “visita” a la casa donde Layla vivía, la vi algunas veces, pero no era capaz de decirle que me quedaban pocos días allí y que pronto tendríamos que marcharnos. La quería de una manera especial, como nunca he querido a nadie, es difícil explicar lo que esa niña hacía despertar en mi interior cuando sonreía o me abrazaba.

Entonces llegó el día de nuestra marcha. Cuando salimos de nuestras tiendas con el equipaje, allí estaba toda la gente que nos había ayudado o simplemente a la que teníamos afecto,

para despedirse de nosotros. Y entre la gente vi una cara inconfundible, era Layla. Posaba sus tristes ojos en mí. Sabía que teníamos que despedirnos tan bien como yo.

Cuando me puse frente a ella para intentar que alguna palabra de des-pedida saliera de mi boca, solamente salieron de mis ojos al igual que de los suyos unas lágrimas llenas de recuer-dos y afecto, y simplemente me abrazó de una manera tan sincera como nadie lo había hecho, y en ese momento le juré que no la dejaría allí y que vol-vería a por ella aunque fuese lo último que hiciera.

Al cabo de un mes y medio mis fotografías fueron expuestas. Cente-nares de personas fueron a verlas, y el número de adopciones y apadrina-mientos subió notablemente después de que la gente viera refl ejada en las fotos cómo era aquello, y de lo que no eran conscientes.

Gané un premio de fotografía; pero para mí el mayor de los premios era que algún día, y por mucho que tuvie-ra que luchar por conseguirlo, sería madre.

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SoY REFUgIado palESTINo

Viet Toan Hoang

I.E.S. María Zambrano de Leganés, 3.o ESO

Me desperté sobresaltado; el sonido de una explosión en Trípoli, cerca de nuestro campamento, me asustó. Esta-ba sudando, un frío intenso me reco-rría la espalda. Ya no pude dormir más. Sentía que algo raro estaba pasando, al menos, iba a pasar.

Era de noche, en las otras tiendas de campaña se encontraban otras muchas familias en una situación parecida a la mía. Me levanté y miré a mi alrededor; estaba en una pequeña tienda de cam-paña, pero era sufi ciente para que yo, mi mujer y mis dos hijos pudiéramos sobrevivir allí. Ellos dormían profun-damente, al igual que todos los que se encontraban en este campamento de refugiados.

Me levanté de la cama y puse los pies desnudos en el suelo, notando la aspereza del suelo lleno de tierra. Iba a dar una vuelta pero cuando salía una voz se oyó detrás de mí.

—¿A dónde vas? —dijo mi mujer, medio adormilada.

—A dar un pequeño paseo, no pue-do dormir —contesté mientras salía.

—Ten cuidado —dijo ella en voz bajita.

“Ten cuidado”, esa maldita frase parecía perseguirme a todas partes, aunque no me extrañaba, ya que la situación en la que nos encontrába-mos no era precisamente muy buena.

Salí de la tienda y me dirigí a la fuente que proveía de agua a todo el campamento. De camino a la fuen-te me iba fi jando en las tiendas de campaña que había en Nahr al-Bared, nuestro campamento, que así se lla-maba. Había muchas tiendas, quizás demasiadas y, aunque nunca antes me había fi jado, me di cuenta del gran problema que había surgido entre Palestina e Israel.

Estaba tan absorto en mis pensa-mientos que me sobresalté cuando alguien pasó cerca de mí, moviéndo-se entre las tiendas. Era raro, nadie a estas horas estaba despierto. Me asusté y apreté el paso. oía a gente moverse entre las tiendas. Me estaba ponien-do nervioso, se oían muchos pasos, aunque creo que también los míos me confundían.

Había varias personas despiertas esa noche, algo que me preocupaba. Empe-cé a pensar que estaban tramando algo. Pero cuando llegué a la fuente y bebí

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un poco de agua, me tranquilicé y esos pensamientos se esfumaron. Me sentía mejor, así que volví a la tienda, ya sin ninguna preocupación y sin dar impor-tancia a los pasos que aún se oían.

Llegué a la tienda y, en silencio para no despertar a mi familia, me tumbé en mi cama y me dormí. Estaba

todo calmado, ya apenas se oía nada. Me quedé dormido enseguida.

una luz intensa me daba directa-mente en los ojos. Era de día, ya se oía a la gente moverse por el campamento.

Salí de la tienda. Mi mujer y mis dos hijos se habían despertado ya. Estaban cerca de la tienda, junto con

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unos amigos. Charlaban tranquilamen-te, mientras mis hijos estaban jugando con los de ellos; me acogieron tran-quilamente y nos pusimos a hablar. Todo parecía tranquilo.

Sobre las ocho de la tarde, esa tran-quilidad se truncó. un niño pasó cerca de nosotros gritando que un pequeño ejército libanés se acercaba a nuestro campamento. En ese momento la gen-te se alborotó. Muchos niños y curio-sos iban a ver qué pasaba mientras otros se escondían en sus tiendas.

Yo decidí volver a mi tienda con mi mujer y mis hijos. De camino vi a una persona dirigirse hacia donde estaba el ejército libanés con un arma, pero no le hice caso, así que entramos dentro y esperamos a que todo pasara.

una explosión se oyó muy cer-ca, parecía que había sido dentro del campamento. Luego se oyeron gritos y disparos que provenían de unas tien-das cercanas. Mi mujer y mis hijos se abrazaron mientras yo intentaba tran-quilizarlos. De repente, un amigo apa-reció en nuestra tienda.

—¡Tenemos que salir de aquí, el ejér-cito libanés se está enfrentando a un grupo terrorista que se ha escondido en este campamento! —gritó nuestro amigo.

—¡No puede ser! —dije asustado, mientras empecé a recoger las cosas más importantes antes de marcharnos.

—¡Date prisa! Son muy peligrosos —dijo muy angustiado.

Salimos corriendo de la tienda y nos dirigimos, guiados por nuestro amigo, a su furgoneta, donde se encontraba ya su familia. Se oían disparos y explo-siones, acompañados por gritos. Veía-mos a la gente herida gritar de dolor y desesperación.

Subimos a la furgoneta y marcha-mos al sur de Trípoli, donde se encon-traba otro campamento de refugiados. Nos alejábamos a gran velocidad. Miré las caras de los que se encontraban en la furgoneta; sus caras refl ejaban la angustia y el miedo que habían pasa-do. Luego, fi jé la mirada en el campa-mento. En él se oían disparos y explo-siones. Yo sentí un gran alivio al ver que nos alejábamos de allí, aunque todavía pensaba en los que se encon-traban en aquel lugar.

Nos alejamos en silencio, sin decir una sola palabra y con la mirada puesta en el campamento. Nuestra fur-goneta, acompañada de otras muchas más que también huían de aquel horri-ble lugar, se dirigía a un lugar seguro, otro campo de refugiados.

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la Voz dEl aMoRdazado

Isabel Barandiarán García

I.E.S. Gómez Moreno de San Blas, 2.o Bachillerato

Polvo en el aire. Arena removida. Huellas de tanques. La muchedumbre se dispersa, huye hacia ningún sitio. Avanzan hasta que llegue su fi n. Se oye un sonido brusco, potente y seco. Las paredes estallan, todo se hunde, todo lo traga el suelo. Densas nubes de guerra cubren lo que era el merca-do. Los gritos vienen ahora. No han caí-do todos, algunos siguen muriendo. Se agarran de los ropajes con rabia, hin-can sus manos en el suelo manchado de sangre y lo golpean con su cabeza buscando una salida bajo tierra. Los rostros encogidos y apretados parecen estar a punto de reventar. Ahora vie-ne el silencio inundado en tragedia, la espera del siguiente bombardeo. una espera de muerte consciente. La sangre está densa en el aire, el aire de la muer-te. Impotencia. Cúbrete la cara con las manos, escóndete tras un muro, que tu muerte es segura.

“Yo también quiero estar viva”, dice

la incalculable multitud de víctimas del egoísmo y la violencia. Nadie escu-cha. El sonido es hueco, sordo. Su situa-ción es invisible. Los dueños de sus vidas les hacen esclavos de su lenta muerte. Esos dueños se llaman oro, se llaman armas, se llaman guerra. Fron-teras. A un lado del muro se superpo-nen las máquinas robavidas, los idea-les borreguiles, la gula de ser dueño de una tierra sin nombre. En el otro lado huele a descomposición, la muerte se apila encerrada en un rincón sin pare-des. Ésa es la verdadera frontera. ¿Y por qué? ¿De qué sirve, a quién le sirve? Hermano a hermano, frente a frente se escupen balas. Cada bala traspasa cien cuerpos, doscientas familias, y un solo pueblo. El pueblo de los vivos, el mis-mo pueblo de la guerra.

No se puede llegar a imaginar el miedo de la destrucción si no pesa la guerra sobre la cabeza. La propia tierra que da vida es la agonía de la muerte. La huida, el abandono de esa tierra que es su madre es lo que más duele. Es un hervidero de angustia y un secuestro inminente de sus raíces. ¿Y por qué? Porque en la guerra no hay personas, ni derechos, ni vida. La guerra es tierra sangrante, destruc-ción incontrolada. En la guerra nada vale, porque no hay valor de nada. La guerra niega todo lo valioso, lo

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vivo… ansía la ruina, los escombros de los pueblos. No tiene fi n, si no es el hombre el que la detiene. Pero eso no interesa, ¿en qué se sustentaría sin guerra el orgullo de poder oprimir a otro pueblo, de verlo devastado gra-cias a la propia violencia?

No se puede llegar a añorar la tie-rra que te ha alimentado hasta que ves que en sus cereales hay armas. Es una realidad impensable, intangible. Sólo puede ser sentida. Como si una mano manchada de odio te arrancara una costilla dejando que el pellejo col-gara de tu cuerpo. Como si una fuer-za imperiosa te arrastrara de los pies obligando a tu cuerpo reptil a magu-llarse entre afi ladas rocas. Debe sen-tirse ausencia, vacío entre los pulmo-nes, cuando a uno le despegan de su tierra. un dolor punzante y repetitivo que no te deja por muchos amanece-res que se sucedan. Ver que tu pue-blo se marchita, que se cae a golpes de puños bien prietos. ¿Y qué le que-da a uno si apenas tiene vida? A uno sólo le queda el llanto, el taparse bajo cientos de mantas que mucho pesan y nada abrigan. Pero ¿a quién le impor-ta todo esto?

Llámalo suerte, si quieres. o desti-no divino si eso te satisface. Pero tu premio de vivir sin guerra es su con-dena de guerra perpetua. No creas que

ellos son distintos a ti. No levantes más barreras. Los muertos, los presos, los refugiados, los condenados al exi-lio han de estar presentes cada día en ti. Porque tú eres ellos. Sienten que su corazón no aguanta apenas unos ins-tantes más, son esclavos de la muerte a cada segundo, y son conscientes de ello, de su desaparición. Por eso gritan centrando lo que les queda de ener-gía en su garganta, deseando que los millones de personas que les rodean les escuchen. Y por eso corren velo-ces sin rumbo, angustiados ante la impotencia de tener a todo su pueblo en llamas. Tú ves todo eso, conoces que eso existe. Pero no te interesa. No quieres afrontarlo. ojalá se pudiera elegir dónde nacer. Seguro que nadie se pedía la guerra.

No puedo sentir sino vergüenza. Me atormenta la imbecilidad humana. Pudiendo ser un puro benefi cio para la vida global conocida, somos un cán-cer. ¿Hasta qué punto ha llegado el hombre, hasta qué punto ha dejado de ser una especie de ser vivo que luche por su supervivencia, que ha abando-nado a su hermano por su ambición? No me hace falta verlos, ni oír que hoy han muerto otros cien más para saber que existen. Siento su dolor como si ese arrebatador tanque me apuntara al paladar. Siento su destierro, y se me

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irritan los pulmones de respirar aire tan sucio. ¡qué vergüenza tengo de ser humano! ¡Reprimir, dominar, con-trolar a uno que es tu igual! ¡Cómo es posible esto! ¡qué impotencia deben de sentir en sus entrañas cuando se ven abocados a la retirada, al aban-dono de la madre de sangre buscando otra adoptiva! Lo siento tan dentro… Y lloro porque España es hermana de Iraq y Palestina. La tierra española ha estado llorando sangre de sus propios hijos durante largos períodos, y aún de vez en cuando brotan gotas. Tan cer-ca siento a mis raíces españolas que fueron arrancadas de su hogar por la represión de sus hermanos, que no puedo hacer otra cosa que sentir tam-bién a aquellos cuyo triste hoy recuer-da a nuestro ayer. Y siento de nuevo vergüenza.

¿Y qué solución existe? No impor-ta; si no existe, la creamos entre todos. No se puede esperar que el rico se tor-ne humilde, y mientras tanto, no es sufi ciente lamentar la desgracia. La paz es más que un concepto: es una realidad que pende del individuo, de la actitud personal ante la vida. Por eso exijo algo simple, lo exijo y espero que resuene bien en todos los recodos y recovecos de esta Tierra sin nombre ni frontera: conciencia. Sólo median-te ésta se puede afrontar la humillante

condición humana ante sí mismo, y en este preciso instante, sin movernos en el hilo temporal. Yo también concen-traré toda mi fuerza en mi grito para que haga ecos entre los sordos. qui-zás a base de intentarlo, le llegue a alguien que escuche.

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laS HISToRIaS dEl abUEloJessica Fernández Vivas

I.E.S. Salvador Dalí de Leganés, 4.o ESO

Todos los sábados iba a visitar a mi abuelo, me encantaba ir ya que siempre tenía una historia que contarme. “¿Cuál me contará hoy?”, me preguntaba.

Después de bajar del metro llegamos a la casa de mi abuelo. Estaba como siem-pre sentado en su sillón marrón de cue-ro con sus gafas doradas, que a mí me parecían de la prehistoria, y con su típico puro que daba un olor más a viejo.

—¿Cuál es la historia de hoy, abue-lo? —le pregunté.

Siempre le hacía la misma pregunta, y él me respondía con la misma son-risa en todas las ocasiones. Me encan-taba su forma de contar las historias, parecía que ocurrían según las conta-ba, me hacía sumergirme por veinte o veinticinco minutos en un mundo irreal que me hacía olvidarme de la rutina. Me había contado cómo Colón llegó a las Américas, cómo Napoleón controló Francia hasta su destierro a la isla de Santa Elena, la conquista de Al-Ándalus… Infinidad de historias

reales que a mí me enamoraban. Pero hoy mi abuelo daba la sensación de que no contaría lo habitual…

—Hoy, Elisa, te voy a contar, casi resumir, un confl icto que sigue abier-to en la actualidad y que ha llevado muchos quebraderos de cabeza, el confl icto entre palestinos e israelíes. un confl icto debido a la ambición de poseer el poder…

El abuelo sacó su puro de la boca y lo apagó en el cenicero que estaba encima de la mesita de al lado del vie-jo sillón. Suspiró y empezó su relato.

—un importante factor de confl icto en las relaciones de oriente con occi-dente fue el fi nal del mandato britá-nico (ya sabes, Elisa, Inglaterra, Irlan-da…) en Palestina y la fundación del Estado de Israel en parte de ese terri-torio, donde se habían refugiado una gran cantidad de judíos con motivo de la persecución nazi, una mane-ra de pensar, que según Hitler había que crear una raza nueva, eso ya te lo conté, ¿te acuerdas? Bueno, continúo entonces… Desde hacía varios años Inglaterra se había mostrado favora-ble al sionismo, un movimiento que pretendía la unión de los judíos en una sola nación; para que me entien-das, quería hacer como un país para ellos solos, y había prometido a los judíos que les daría un territorio para

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que establecieran su nación en tierras palestinas, las que de acuerdo con una particular tradición histórica judía les pertenecían como herencia de sus antepasados, que las habían habitado en tiempos remotos.

En diciembre de 1947, la Asamblea General de la oNu, un lugar donde se juntan todos los países y dan sus opi-niones para el bien de nuestro planeta, aprobó un plan que establecía la parti-ción de Palestina en dos Estados inde-pendientes, uno árabe y otro judío, y una zona internacional en la ciudad de Jerusalén bajo control de las Nacio-nes unidas, con una unión por dinero entre ellas. El plan fue inmediatamen-te aprobado por los judíos y rechazado por los árabes; el rechazo de los árabes provocó los primeros enfrentamientos entre los judíos y los árabes. La crea-ción del Estado judío en Palestina pro-dujo uno de los más graves confl ictos del siglo XX.

En mayo de 1948, cuando los bri-tánicos pusieron fi n a su mandato y abandonaron Palestina, se proclamó la fundación del Estado de Israel. Ense-guida estalló la guerra entre el ejército de Israel y los árabes de Egipto, Líbano, Siria, Iraq y Transjordania, unos países que estaban cerca, Elisa, que atacaron el territorio del nuevo Estado sionista. Esta guerra, que sería la primera de una

serie de peleas con armas en la región, se alargó hasta enero de 1949 y fi nalizó con la victoria de Israel, que consolidó su posición y obtuvo más territorio que el que creían en el plan propuesto por la oNu. ¿Lo ves? A ver…, ¿qué te digo siempre de las armas?

—que son malas —dije suspirando. ¡Ya sabía que eran malas! Lo que no entendía era el porqué de su invención.

—¿Por dónde íbamos? —el abuelo se perdía continuamente a propósito, sabía que me hacía gracia.

—¡oh! Ya sé… —siguió su relato—: La derrota de Palestina ante Israel dio motivo para que los árabes se sintie-ran defraudados y traicionados no sólo por los países occidentales aliados de Israel sino también por los árabes, incapaces de enfrentarse a su enemigo y sospechosos de confabulación con el imperialismo occidental. Todo ello fue el “caldo de cultivo” —expresión muy común en mi abuelo— donde empe-zaron los movimientos populares y revolucionarios árabes a partir de esa fecha, dando origen al panarabismo, movimiento de lucha que pedía que se liberasen los pueblos de Palestina. ¿Lo entiendes, renacuaja? —afi rmé con la cabeza—. Por otra parte, la riqueza por el petróleo de los Estados árabes formaba un elemento más de pelea en aquel confl ictivo territorio, en donde

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el panarabismo se fue retocando como contrario al bloque occidental. La segunda guerra entre árabes e israe-líes ocurrió entre octubre y noviembre de 1956, conocida como la Guerra de Suez, creada por las acciones del pre-sidente egipcio Gammal Abdel Nasser, cuya orientación revolucionaria lo lle-vó a enfrentarse a la Gran Bretaña.

—Abuelito, ¿qué quiere decir orien-tación revolucionaria?

—que le gustaba crear problemas, sería como… ese amigo pelirrojo que tienes en el colegio que no se conforma con nada y no deja de dar la tabarra.

Nos reímos y siguió:—En julio de ese año, ante la nece-

sidad de dinerito para la construcción de la presa de Assuán, Nasser decidió nacionalizar el Canal de Suez, hacer-lo de su país, y pagó a los propieta-rios ingleses y franceses para prohibir el paso de los barcos israelíes por el Canal. Esas acciones preocuparon a los gobiernos de Inglaterra y Francia, ante el miedo de que “Nasserito” sus-pendiera los embarques del petróleo que sus países importaban utilizando como vía el Canal de Suez. Este hecho provocó que Gran Bretaña, Francia e Israel atacaran a Egipto en octubre de 1956; con la respuesta, con armas, de este país, dio comienzo la segunda guerra árabe-israelí. Las armas… las

armas… —dijo el abuelo.—Abuelo, que ya lo sé… —dije con

voz cansina.—Bueno, bueno, yo sólo te advier-

to… —dijo sonriéndome.Tenía muchas arrugas, el paso de los

años y años…, supuse que tendría tan-tos recuerdos e historias como arrugas. Había veces que mi abuelo me pillaba contando sus arrugas y me pregunta-ba que por qué hacía eso; yo siempre le respondía que sólo por curiosidad, pero la verdad es que yo quería saber cuántas arrugas tenía para saber cuán-tas historias sabía… ¡Cosas de niños!

—¡Abuelo! —se estaba quedando dormido—. ¡No te duermas!

—Sí, sí… voy… —estaba adormi-lado, era sorprendente la capacidad que tenía para echar una cabezada en cuestión de segundos.

—Nunca cambiarás… —reímos.—Ante la gravedad de la situación en

oriente Medio —continuó—, la oNu se reunió en una reunión de emergencia en la cual exigió a los países invasores su retirada de Egipto. Bajo la presión de la oNu y sin haber logrado el apoyo de Estados unidos en este confl icto, ingle-ses y franceses se retiraron en diciem-bre de 1956, de manera que la zona del Canal quedaba bajo vigilancia de la oNu. Este fracaso de las potencias en el Medio oriente resultó algo bueno para

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la unión Soviética, que aprovechó la situación para intervenir en la política de esta región dando a Egipto ayuda de dinero y militar para la construcción de la presa de Assuán, con lo cual Nas-ser se hizo más poderoso. Como era de esperar, pronto se metió Estados uni-dos, el país de las películas que te gus-tan a ti, para contrarrestar el dominio soviético. A principios de 1957 publi-có una doctrina, la doctrina de Eisen-hower, que implicaba un programa de ayuda económica y militar ofrecida por el gobierno estadounidense a los paí-ses del Medio oriente. Ese mismo año, este programa fue adoptado por Líba-no, Libia, Turquía, Iraq, Israel, Túnez y Sudán, y eso permitió a Estados unidos participar en los confl ictos que ocurrie-ran en la región —cogió aire. Para que veas que hay cosas de película que se llevan hasta el extremo de la realidad.

—Están locos, abuelo —sonreí, no entendía mucho lo que quería decir.

—De esta manera —siguió seria-mente—, el confl icto árabe-israelí fue un factor más de pelea entre los dos bloques, poniéndose en peligro la paz mundial cada vez que la animosidad volvía a cobrar fuerza ante los renova-dos intentos de los pueblos palestinos por recuperar los territorios cedidos a Israel en 1948. Más tarde, la difícil situación entre los Estados árabes e

Israel, estabilizada en 1957, se dete-rioró de nuevo a partir de 1962 hasta llegar, en junio de 1967, a la tercera guerra árabe-israelí, llamada la Guerra de los Seis Días, que como su propio nombre indica duró seis días, que ter-minó con una victoria de los israelíes, quienes ocuparon los territorios árabes del Sinaí, Gaza, Golán y Cisjordania, arrebatados a Egipto, Siria y Jordania.

—¡Demasiados países y fechas! —le corté violentamente.

—Más de la mitad de países y fechas no importa, lo que tienes que enten-der es el porqué de tan absurdas peleas y guerras —dijo contundentemente el abuelo.

—Está bien… —dije calmada—. Lo siento, abuelito; continúa, “porfa”.

—Tras la tercera guerra, los israelíes se afi rmaron en los territorios ocupa-dos y las actividades bélicas quedaron limitadas a las acciones de los pales-tinos contra Israel desde los países árabes de al lado. En Egipto, el presi-dente Anwar al-Sadat, sucesor de Nas-ser, replanteó un nacionalismo más conservador y a favor de occidente, en tanto que en la región se hicieron más fuertes las presiones derivadas de oriente-occidente. En octubre de 1973, la situación de conflicto lle-va a la cuarta guerra árabe-israelí, la Guerra del Yom kippur, en Suez y el

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Golán, que tuvo repercusiones malas para el destino económico de los paí-ses que vendían petróleo. Por otra parte, esta crisis representa el retro-ceso de la uRSS, quiere decir unión de las Repúblicas Socialistas Soviéti-cas, en la región y el aumento de la influencia de Estados unidos, bajo cuyo patrocinio no sólo se reorienta la política de Sadat, sino que se inician las negociaciones que llevan a resulta-dos reales y a acuerdos entre Egipto e Israel, enmarcados en el giro que toma el Próximo oriente a mediados de los años setenta.

El abuelo me miró durante unos segundos sonriendo y fi nalmente dijo:

—Y hasta aquí te cuento.—Hay muchas cosas que no he

entendido —dije.—Es normal, eres muy joven, aun-

que hay cosas que ni yo entiendo, hiji-ca —respondió.

—¿Pero no se hubiera arreglado todo esto si se hubieran sentado a hablar? —no comprendía por qué hay gente tan cabezota en el mundo.

—Seguramente… pero vivimos en un mundo de crueldad, avaricia y egoís-mo. ¿Crees que hablando hubieran sacado algún benefi cio material?

—No —contesté.—No, no ganarían nada que les

hiciera más poderosos, que eso es lo

que les interesa.—Pues qué tontos… —estaba decep-

cionada.—¿Vamos a merendar? —preguntó

repentinamente.Yo sabía que el abuelo sabía lo que

pensaba de todo lo que me había con-tado, pero no quería seguir hablando de ello. Así era el abuelo, le gustaba contar la historia y merendar. Ya me respondería a mis curiosas preguntas cuando fuera más mayor como para entenderlo.

Ahora soy mayor para andar escu-chando historias, por eso ahora soy yo quien deleita a los nietos con esas enseñanzas y hechos históricos apren-didos de mi abuelo y que nunca se borrarán de mi memoria. Sé que mis nietos transmitirán a sus nietos esto, y los nietos de mis nietos a sus nie-tos… Se pasará de amigo en amigo, de tío a sobrino, de padres a hijos… así, hasta que fi nalmente (aunque hayan de pasar años y años) toda la humani-dad conozca la crueldad que provoca la ambición de tener todo el poder, las guerras, las discusiones políticas entre países, el deseo de tener todos los bie-nes materiales existentes…

Para un mundo mejor… aprende a escuchar y después habla.

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El MERCENaRIoRafael García Velasco

I.E.S. Pablo Neruda de Leganés, 1.o Bachillerato

Llamaron a la puerta, me levanté y abrí. De repente me encontré frente a un tipo alto, con el pelo corto de color castaño y una perilla que le daba aspec-to de intelectual. El tipo iba vestido de traje, uno de esos trajes de raya diplo-mática que siempre he odiado. Por cier-to, se me olvidó presentarme. Me llamo Williams y trabajo como mercenario protegiendo a esos ricos burócratas estadounidenses que vienen a Iraq por motivos políticos o por cualquier otro. A mí me da igual mientras me paguen.

El tipo entró en mi despacho y se sentó. Yo me senté en mi silla. Enton-ces él puso un maletín encima de mi mesa y lo único que dijo fue:

—10.000 $ semanales. Y no quiero preguntas, dentro del maletín encon-trará suficiente dinero para cinco semanas y las instrucciones que debe seguir. Adiós.

Entonces se levantó, abrió la puerta y se marchó.

Yo, todavía absorto, también me levanté, cogí el maletín y me fui.

Cuando llegué al piso (si se le puede llamar piso a cuatro paredes, una cama tan dura como una piedra, un baño mugriento y una cocina enana), dejé el maletín en el suelo, al lado de la cama, y me eché a dormir durante un rato. Estaba demasiado cansado para hacer cualquier cosa en ese momento. Dos horas más tarde me desperté como nuevo, cogí el maletín, lo puse encima de la cama y lo abrí.

Dentro del maletín había una carta escrita a máquina que decía:

Buenos días o tardes, señor Williams. Se preguntará qué es todo esto y por qué he recurrido a usted habiendo agencias con decenas de mercenarios a su servicio que me protegerían por mucho menos dine-ro. Pues digamos que lo he elegido por su gran experiencia profesional. Sé que recibió un entrenamiento muy severo desde su infancia y que en cuanto pudo ingresó en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos de América, pero que fue expulsado por ciertas cosas que no me intere-san y que pasaré por alto…

En ese momento levanté la vis-ta de la carta, me sorprendió que un completo extraño supiese tantas cosas sobre mí. Sí, era cierto que yo había recibido un entrenamiento muy severo

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desde muy pequeño, pero en contra de mi voluntad. Mi padre, un general del ejército estadounidense, se empeñó en que su hijo siguiese sus pasos, por eso empezó a entrenarme desde pequeño y en cuanto tuve la edad sufi ciente me mandó a los Marines. Seguí leyendo:

…Pero vayamos al grano del asunto. Yo necesito protección, como usted supondrá. Lo único que tiene que hacer por ahora es ir al aeropuerto de la ciudad mañana al mediodía y esperar en la puerta principal. Creo que sabrá fácilmente quién soy.

Hasta pronto.

Cuando terminé de leer la carta, miré dentro del maletín: había siete fajos de billetes. Cinco de ellos lleva-ban una banda de papel color mora-do en la que había impreso el número 10.000 y el símbolo del dólar. Los otros dos eran completamente iguales a los demás, sólo que tenían una notita pegada a la banda de papel que decía:

Pensé que no le vendrían mal otros veinte mil, para material, usted ya me comprende.

La verdad es que fuese quien fue-se el que pagase todo eso, me conocía bastante bien y eso me ponía los pelos de punta.

Cogí los cincuenta mil y los guar-dé en un sitio seguro, después cogí diez mil más y los llevé conmigo para comprar “material”. Me monté en el pequeño y viejo coche que tenía para moverme por la ciudad. Mientras con-ducía, parado en un semáforo, miré por la ventanilla sucia y polvorienta del asiento del conductor y vi a un padre y a su hijo, ambos ataviados con una túnica supuestamente blan-ca, pero de color marrón debido al polvo. Iban de la mano y el niño iba riéndose por algo que le había dicho el padre. Esa imagen me hizo recor-dar los pocos ratos felices que pasé con mi padre y como estaba ensimis-mado en mis pensamientos, no me di cuenta de que el semáforo ya estaba en verde. Salí de la nube de recuerdos en la que me encontraba porque los coches de atrás me pitaban y algunos conductores sacaban la cabeza por la ventanilla, pronunciando palabras que no entendía pero que parecían insul-tos. Aceleré y me dirigí al lugar donde normalmente suelo comprar el “mate-rial” cuando tengo trabajo.

Cuando volvía de comprar estaba anocheciendo. Advertí que un coche me seguía. Ya me había parecido ver-lo mientras compraba, callejeé durante unos minutos y al fi n conseguí despis-tarlo. Cuando llegué al piso, la noche

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era ya una noche cerrada. Decidí acos-tarme en la dura cama que tenía y dor-mir, tenía el extraño presentimiento de que el día siguiente iba a ser muy largo.

A la mañana siguiente me levan-té temprano para preparar el equipo. Cuando terminé de preparar todo, estuve un rato pensando en el padre y el hijo que vi mientras iba a comprar, recordando de nuevo esos pequeños buenos ratos que pasé con mi padre. Serían las once y media de la mañana cuando salí del piso, me monté en el coche y me dirigí hacia el aeropuerto. Llegué, aparqué el coche y me encami-né hacia la puerta principal ya que eso era lo que las instrucciones indicaban.

Estuve diez minutos esperando, y de repente la puerta se abrió, por ella salie-ron tres hombres. uno de ellos era el mis-mo tipo que vino a mi despacho con el maletín, el otro iba vestido como el pri-mero, con un traje de raya diplomática y con el pelo también corto y castaño. ¡Santo Dios, eran como clones! El tercer hombre fue el único que me sorprendió. Era un hombre más bien bajito, con el pelo canoso, unas gafas de pasta fi na con el cristal redondo y una poblada barba también canosa, vestía unos pantalones vaqueros bastante gastados y una cami-sa de cuadros marrones por fuera de los pantalones.

El hombre se acercó a mí y me dijo

en voz baja, como si quisiera que nadie se enterase.

—¿Es usted James Williams?Yo afi rmé con la cabeza y siguió

hablando.—No se deje engañar por mi ropa,

hijo, soy un hombre bastante severo. Vamos.

En cuanto dijo esto, uno de sus hombres se fue corriendo y al cabo de un par de minutos volvió en un impo-tente todoterreno negro con los crista-les tintados.

Yo me agaché ligeramente y le pro-puse que no fuese en ese coche ya que llamaría demasiado la atención y eso era precisamente lo que yo quería evi-tar. El pequeño hombre afi rmó con la cabeza y con la voz imponente les dijo a sus hombres que ellos irían en el todoterreno, pero que él vendría con-migo en mi viejo coche.

Me acerqué a los hombres y les dije que nos encontraríamos en mi des-pacho y que ellos fuesen delante. Los hombres asintieron con la cabeza y se metieron en el coche, yo acompañé al burócrata hasta mi coche.

En cuanto salimos del aeropuerto y entramos en la ciudad, tuve la sen-sación de que nos seguían y creo que eran los mismos tipos que me siguieron la tarde anterior, cuando volvía al piso.

Creo que sabían quién era yo y a

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quién llevaba al lado, sentado en el asiento del copiloto y querían matarlo. En ese momento uno de los que iban en el coche sacó medio cuerpo por la ventanilla y nos empezó a disparar mientras yo aceleraba y esquivaba los coches que teniía delante.

Empecé a callejear para intentar despistarlos, como había hecho la vez anterior, pero era imposible, los llevaba pegados a mí. Entonces deci-dí hacer una cosa que me cambió la vida para siempre. Frené el coche, le di un chaleco antibalas al burócrata, que estaba completamente asustado, y le dije que se quedase en el coche y se agachase. Yo salí del coche agachado.

una ráfaga de balas cayó sobre el coche. Yo respondí a esa ráfaga de tiros, pero una de las balas erró el blanco y la bala perdida le dio a un hombre. Las otras habían herido a los asaltantes, que huyeron en el coche.

En cuanto me di cuenta de que le había dado a una persona inocente salí corriendo (después de asegurarme de que el burócrata estaba bien) para ver a quién le había alcanzado esa bala perdida. Cuando llegué al lugar donde el hombre estaba tendido, una sensa-ción espantosa recorrió todo mi cuer-po. Ese hombre era el mismo hombre al que había visto con su hijo la tarde anterior, hasta entones no me percaté

de que había una fi gura pequeña a su lado que sollozaba y murmuraba algo.

Le tomé el pulso al hombre y resultó que estaba muerto. ¡Yo había matado a ese hombre! En ese momento cogí al chaval en brazos, fui hasta el coche y le dije al burócrata:

—¡quédese con su asqueroso dinero! ¡Y contrate a otro que esté dispuesto a arriesgar su vida y la de las demás personas para protegerle!

El burócrata, aún tiritando de mie-do, no dijo nada.

En ese momento sin soltar al peque-ño, me alejé caminando del escenario de mi crimen. Decidí que lo cuidaría y que siempre me acompañaría fuese a donde fuese.

También decidí presentarme volunta-rio para ayudar en los campos de refu-giados. Gente que había tenido que irse de su país por cuestiones políticas y que necesitaba más compañía y protección que cualquier burócrata estadounidense.

Y sigo ayudando en esos campos, y sigo cuidando de ese chaval al que dejé huérfano sin querer…

Hasta el momento ésta es mi his-toria. En el fututo no sé qué haré ni dónde estaré, pero estoy seguro de que no será en ningún sitio donde haya un confl icto bélico, con propósito de obte-ner poder y más poder.

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Relatosy dibujos

“El futuro de los refugiados palestinos e iraquíes”

CONCURSOSEGUNDA EDICIÓN del

2009

La Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría convoca el “Concurso de Relatos y dibujos 2009”.

Antes de finalizar el año 2008 se editarán las bases de esta segunda edición del concurso.

El tema será: “El futuro de los refugiados palestinos e iraquíes”.

En esta segunda edición añadimos a la convocatoria de relatos el concurso de dibujos. Tras el fallo del jurado se publicarán los

trabajos premiados y finalistas en el libro que se edite.

Las bases del CoNCuRSo 2009 se darán a conocer en nuestro sitio web www.culturaypaz.org y por otros canales habituales.

Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría

www.culturaypaz.org

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Asociación Cultura, Paz y Solidaridad Haydée Santamaría

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