RATZINGER, J. - Jesucristo Salvador. La Unicidad y La Universalidad Salvifica de Jesucristo y de La...
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JESUCRISTO, SALVADOR. La Unicidad y la Universalidad
salvífica de Jesucristo y de la Iglesia
Emmo. y Rvdmo. Mons. Joseph Ratzinger,
Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Congreso Internacional de Cristología "Cristo: Camino, Verdad y Vida"
Celebrado en UCAM Universidad Católica de San Antonio,
Murcia, 27 de noviembre de 2002.
La profesión de fe de la Iglesia en Jesús, el Señor
"Dominus Jesus" – con estas palabras comienza el documento publicado en el año
2000, el año del jubileo del nacimiento de Jesucristo de la Virgen María. Con este
documento la Congregación para la Doctrina de la Fe de la Santa Sede quiso proclamar
solemnemente la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de su Iglesia en
medio de un mundo caracterizado por el relativismo. De esta manera la Congregación
se remontó a la primitiva profesión de fe de la Iglesia incipiente, que San Pablo nos
transmitió en 1 Cor 12,3 como una palabra revelada directamente por el Espíritu Santo
y que es palabra del Espíritu Santo. Se trata de la expresión de una verdad, que no
hemos inventado nosotros, sino que descubrimos y que sólo podemos recibir de Aquel
que es la Luz y el fundamento último de toda visión y todo conocimiento. Esta
formulación paulina de fe es en realidad una repetición de la profesión de fe que en el
Nuevo Testamento se considera como origen de la tradición de fe cristiana – y viene a
ser la profesión de fe de Pedro que en Marcos se concreta en la expresión: "Tú eres el
Cristo (el Mesías)" (Mc 8,29). De la misma manera que Pablo considera su formulación
de fe como un don del Espíritu Santo y no como la expresión de una interpretación
humana, también el mismo Jesús en el texto paralelo de la confesión petrina en el
evangelio de Mateo dice: "Esto no te lo ha revelado nadie de carne y sangre, sino mi
Padre que está en el cielo" (Mt 16,17). Las dos veces se resalta así que se trata de una
auténtica revelación de la profesión de fe, en la que se nos comunica un conocimiento
que es más que la interpretación de una experiencia humana, a saber, una nueva
inteligencia que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, sino que se le debe dar
desde arriba, es decir, una "revelación".
Las formulaciones paulina y petrina de fe se diferencian en dos puntos. La fórmula
petrina consiste en palabras dirigidas a Jesús, es una "oración"; la fórmula paulina es
un credo inspirado por el Espíritu, que la comunidad pronuncia delante de Dios en la
reunión litúrgica, pero que también declara delante del mundo como expresión de su
identidad y como núcleo de lo que tiene que decir a todos los hombres. A esto hay que
añadir el segundo punto: el título honorífico Cristo (Mesías, Rey), en el cual Pedro –
iluminado por Dios– intenta resumir el misterio de Jesucristo. Este título se apoya en la
esperanza que el pueblo de Israel, humillado y derrotado, había puesto en la figura de
David, augurando que vendría un nuevo David, un rey definitivo, en el que se
cumplirían las palabras del Salmo 2, Salmo de la coronación: "Tú eres mi Hijo. Yo te he
engendrado hoy" (2,7). Jesús en persona evitó este título, que, a pesar de estar
anclado en el núcleo de la esperanza de Israel, estaba demasiado expuesto a falsas
interpretaciones. La fórmula sencilla de Marcos se aclara algo en Lucas por la adición:
"Tú eres el Cristo de Dios" (Lc 9,20) y se amplía en la formulación de Mateo: "Tú eres
Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). En Pablo se sustituye el concepto equívoco
Cristo –Mesías– por la palabra Kyrios –Señor–, que en el Antiguo Testamento griego
sustituye el nombre inefable de Dios y expresa claramente la identificación de Jesús
con Dios, es decir, su verdadera divinidad. Lo mismo que en la traducción griega del
Antiguo Testamento se había sustituido el nombre de Dios por la palabra Señor,
introduciendo así en el mundo pagano de una manera inconfundible la fe bíblica en
Dios y aclarando por completo el carácter monoteísta de esta fe frente a los muchos
dioses con sus nombres individuales[1], de la misma manera se puede observar aquí
un proceso similar de sustitución. El paso que la traducción griega del Antiguo
Testamento había realizado, aclarando así el concepto de Dios, se repite ahora en el
campo de la cristología. Se aclara lo que significa la designación de Jesús como Cristo:
que es el "Señor", el mismo Dios de Dios y no sólo un hombre lleno de la gracia de Dios[2].
Imágenes del "Jesús histórico" y su procedencia
La tradición sinóptica con la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo nos ayuda a
encontrar la relación existente entre esta profesión fundamental de la fe cristiana y el
presente nuestro y a aclarar también la misión a la que se sienten llamados los
cristianos de hoy. Según el relato sinóptico, Jesús había preguntado previamente a los
discípulos por quién lo consideraba la gente. La respuesta fue: unos te tienen por Juan
el Bautista, otros por Elías y otros por Jeremías o uno de los profetas. De estas
opiniones de la gente, que provenían de la interpretación personal del fenómeno Jesús,
se aparta claramente la profesión de fe revelada que pronuncia Pedro en nombre de
los discípulos. Hoy en día "la gente" no piensa de Jesús de una manera distinta de la
de entonces, y, en cuanto se refiere a nuestras propias ideas, somos todos como "la
gente" de entonces. Significativo es, por ejemplo, que Karl Jaspers considerara a
Jesús, al lado de Sócrates, Buda y Confucio, como uno de los cuatro "hombres más
influyentes"[3]. Las opiniones que hoy en día los hombres conciben por sí mismos
sobre Jesús se hallan descritas en los métodos interpretativos científicos, sobre todo
en las imágenes del "Jesús histórico" que desde Reimarus (1694-1768) ha propuesto la
exégesis crítica. Es verdad que ya a principios del siglo XX Albert Schweizer había
dicho: "No hay nada más negativo que el resultado de una investigación de la vida de
Jesús... La historia no es capaz de separar lo que es permanente y eterno en la esencia
de Jesús de las formas históricas en las que se ha desarrollado..." [4]. Pero su crítica
no penetró lo suficiente, por lo que también después de él ha continuado la
construcción del Jesús histórico y se ha puesto a ésta en lugar de la figura viva, que
por cierto no puede ser conocida sólo por métodos históricos, sino solamente por la fe
– por una fe que no deja de lado la historia, sino que primero abre los ojos ante ella
para después poder comprenderla del todo. La creencia científica, que pertenece a las
señales distintivas de nuestro tiempo, trae consigo que las imágenes cambiantes del
Jesús histórico acaben formando la opinión de "la gente" y al mismo tiempo cierren el
acceso a la fe debido a la inexorable exigencia de la razón autónoma. Con todo esto se
reconoce fácilmente que en la construcción de la figura del Jesús histórico se verifica lo
que el Fausto de Goethe objeta a Wagner, que tenía una fe basada en la ciencia: "Lo
que vosotros llamáis el espíritu de los tiempos es en el fondo el espíritu propio de los autores, un espíritu en el que los tiempos se reflejan mutuamente".
Al comienzo del siglo XX aparece la figura del Jesús de la teología liberal, que se
plasma de manera impresionante en su obra Das Wesen des Christentums (= Esencia
del Cristianismo) de Harnack. Para Harnack es esencial que Jesús coloque en lugar del
culto a la moral y en lugar del colectivo a la persona singular. Jesús es esencialmente
individualista y moralista: "Jesús siempre contempla nada más que la persona en
singular y descubre el continuo sentimiento del corazón en el amor"[5]. "El Evangelio
se ha agotado en los rasgos característicos que hemos expuesto en las conferencias
anteriores, y ninguna cosa extraña debe introducirse: Dios y el alma, el alma y su
Dios"[6]. Medio siglo después el Jesús existencialista de Bultmann ha determinado en
buena parte el pensamiento. Con sólo una cita queremos ilustrar el extraño vacío de
contenido y, al mismo tiempo, la apasionada piedad que se expresa en esta imagen de
Jesús: "En este sentido se ha deshistorizado el pensamiento de Dios en Jesús. Y el
hombre que se considera bajo este pensamiento de Dios está deshistorizado, es decir,
la relación entre Dios y hombre se ha arrancado de las ataduras de la historia
mundial... Para Jesús... el hombre se desmundaniza por la exigencia de Dios que
alcanza directamente a cada hombre, una exigencia que lo arranca de cualquier
seguridad que pueda tener y lo coloca ante lo definitivo. Y Dios está desmundanizado,
cuando su actuación se entiende como una actuación escatológica: desliga al hombre
de las ataduras mundanas y lo coloca directamente delante de sus ojos"[7]. La
"teología de la esperanza" de Moltmann (1966) introduce otra vez una nueva imagen
de Jesús, que está totalmente orientada hacia el futuro y la promesa: "El conocimiento
de Cristo se convierte así en un conocimiento fragmentario, anticipador y provisional
de su futuro, es decir, de aquello que va a ser"[8]. Lo que Moltmann concibe todavía
con gran seriedad teológica degenera pronto en el Jesús marxista, en Jesús el
revolucionario, que muere luchando por la liberación política y social: Jesús se
confunde con Barrabás, o bien con Bar Kojbá[9]. Mientras tanto aparecen de nuevo
otras imágenes de Jesús, que lo introducen en el mundo de ideas de New-Age y de
esta manera pretenden hacerlo presente a nosotros.
¿Pero de dónde proceden estas imágenes de Jesús? Provienen de dos componentes.
Un componente es el análisis de los textos evangélicos con ayuda de la crítica
histórica. Claro que esta crítica se basa sobre un presupuesto filosófico de gran
alcance, porque se presupone que fundamentalmente la historia es siempre parecida y
que por ello sólo se puede producir en ella lo que posibilitan las causas conocidas de la
naturaleza o de la actuación humana. Las excepciones, es decir, las intervenciones del
poder divino que rebasan el tejido de las actuaciones normales de la naturaleza no
pueden ser históricas; el historiador debe "aclarar" cómo se ha podido llegar a tales
explicaciones. Partiendo de las formas literarias, como también de la manera de opinar
de una época determinada, el historiador debe hacer comprensible cómo pudieron
formarse tales explicaciones e integrarlas en el espacio de la razón. Así, después de
someterlos a la crítica, se hacen inteligibles estos relatos y aparece su verdadero
contenido. Según este presupuesto, es imposible que un hombre sea verdaderamente
Dios y realice actos que exijan un poder divino, rompiendo la coherencia general de las
causas. Conforme a lo aquí expuesto deben "aclararse" tanto las palabras que se
adjudican a Jesús sobre sus pretensiones de ser Dios, como los correspondientes actos
extraordinarios. Hay que mostrar cómo estos relatos pudieron formarse y retrotraerlos
al núcleo "histórico". Debido a este esfuerzo se ha formado un tejido de hipótesis de
las fuentes y de las estructuras de la tradición histórica cada vez más difícil de abarcar,
que ciertamente impresiona por su esfuerzo científico, pero que aparece cuestionable
por sus contradicciones. Mientras tanto, la afirmación de que "la ciencia" nos asegura
que todo aquello que rebase lo meramente humano en la figura de Jesús es sólo
históricamente "explicable" y por ello no verdaderamente histórico, se ha grabado con
fuerza en la conciencia general y también profundamente en las comunidades de los
fieles de todas las iglesias. En las imágenes del Jesús histórico se añade a esta primera
componente –que es el método histórico con sus implicaciones filosóficas– un segundo
elemento. Los análisis del texto retrotraen a Jesús al pasado; el Jesús de la crítica de
las fuentes no habla con nosotros y no nos dice nada. Pero como se busca encontrar a
Jesús como figura presente, se unen en un segundo proceso intelectual con esta figura
las ideas y los ideales de un tiempo concreto. Claro que esta necesidad no se acopla
simplemente a los análisis históricos, sino que actúa conformando su proceso interno y
es en realidad un segundo presupuesto filosófico en un trabajo que en apariencia es
puramente histórico. La autenticidad o la inautenticidad de las palabras de Jesús, la
aclaración de los pasos del desarrollo dependen esencialmente de lo que en la figura
de Jesús aparece como compatible con el presente. Así por ejemplo, a partir de la idea
del Jesús revolucionario, del Jesús "de la teología de la liberación", habría que
desechar apartados completos del texto y resaltar como centrales otros elementos,
que aparecerían entonces como insinuaciones de que aquí falta algo importante,
exigiéndose una reinterpretación del texto. De esta manera, la idea que se presupone
de lo que Jesús no puede ser (Hijo de Dios) y de lo que debería ser se convierte en
instrumento de la interpretación, y en consecuencia aparece como resultado del rigor histórico lo que en realidad es simplemente el resultado de presupuestos filosóficos.
Hay que admitir que el presupuesto de considerar como principio de la crítica histórica
que las causas que actúan en el mundo son iguales está en general plenamente
justificado; las leyendas de santos de la Edad Media y los antiguos relatos milagrosos
se han reducido a su verdadero núcleo y se ha desarrollado una imagen realista de los
acontecimientos históricos. Pero el presupuesto, que en general está justificado, de
que intervenciones del totalmente Otro en el proceso histórico del mundo deben
juzgarse críticamente, viene a ser fatal y peligroso, si se convierte en una exclusión
siempre válida del totalmente Otro –Dios–, que rebasa nuestras experiencias
normales. Esta es justamente nuestra situación. Nuestra manera de concebir el rigor
científico prohíbe que Dios intervenga en el mundo. Para el campo de las ciencias
naturales J. Monod ha formulado drásticamente este principio: "El fundamento sobre el
que se apoya el método científico es la objetividad de la naturaleza. Esto significa que
hay que renunciar „sistemáticamente‟ a cualquier suposición de que se podría llegar a
un „verdadero‟ conocimiento, si se interpretan los hechos por una causa final, es decir,
por un „proyecto‟". Sobre la exigencia de objetividad, así definida por él, nos dice: "Se
trata de un postulado puro, jamás demostrable, puesto que evidentemente es
imposible idear un experimento, por el que... pudiera demostrarse... la no-existencia
de un proyecto. La misma objetividad nos fuerza a reconocer el carácter teleonómico
de los seres vivos y a admitir que realizan un proyecto en sus estructuras y sus
rendimientos. Aquí se da, por lo menos aparentemente, una profunda contradicción en
el conocimiento teórico"[10]. Monod ha intentado en el campo de la naturaleza
resolver esta contradicción con la tesis de que todo el concierto de la naturaleza viva
se haya producido por ruidos molestos[11]. Monod se ha fundado únicamente sobre el
postulado, no demostrable, de la no existencia de un proyecto, sobre el que se basa
todo rigor científico, y ha hecho suya esta tesis irracional. En el campo de la historia es
cierto que esta contradicción no resulta tan clara. Pero justamente ante la figura de
Jesús se llega en realidad a una contradicción parecida, si se quiere mantener
radicalmente el "principio de objetividad", es decir, la exclusión de cualquier posibilidad
de una intervención divina en la historia. Las imágenes contradictorias del Jesús
histórico son en el campo de la historia expresión de la parcialidad del principio de
objetividad, puesto que rebasa sus fronteras. Porque también aquí "ruidos molestos",
que son desarrollos casuales y combinaciones, han producido el misterio de la figura
de Jesús, tal y como lo presenta el Nuevo Testamento y tal y como por la fe se ha convertido a lo largo de los siglos en un camino de luz para los hombres.
Si damos un valor ilimitado al "postulado de objetividad", entonces todo lo que tiene
que ver con Dios y su aparición en la historia, sólo se puede adjudicar a experiencias y
sensaciones del sujeto. El postulado es, por tanto, "subjetivo" y no contesta a la
pregunta por el tipo de realidad que debe encontrarse en "lo subjetivo". Entonces
Jesús no puede ser Dios, sólo ha tenido una "experiencia de Dios" especial. En este
presupuesto Dios no ha actuado realmente en el mundo ni tampoco ha hablado
realmente, no ha habido una "revelación" propiamente dicha. Entonces se dan
solamente experiencias (subjetivas) en personas especialmente sensibles y reflejos
fragmentarios y enigmáticos de una realidad, a los que intentamos aferrarnos, pero
que no pueden constituir una irrupción de la realidad. Se dan luces, pero no la Luz,
palabras, pero no la Palabra. En esta situación es inevitable el relativismo religioso.
Entonces se puede muy bien conceder –como sucede hoy también fuera del
cristianismo– que Jesús sea una figura de grandes experiencias religiosas, un
iluminado y un iluminador. Pero su experiencia no es más que un fragmento, y al lado
de ella hay otras experiencias, otras iluminaciones que jamás podemos recomponer en
un todo y que finalmente poseen de alguna manera la misma autoridad y se
complementan mutuamente. Entonces sólo nos queda seleccionar de todas estas
experiencias la que nos resulta la más asequible y la más útil: la subjetividad y quizás
el cálculo de los resultados constituyen entonces la última instancia en cosas de
religión. Considerar a Jesús como el único salvador universal se convierte así en una llamativa arrogancia.
Fe y Seguimiento como acceso al Jesús verdadero
En la búsqueda de Jesús, del verdadero Jesús, el problema propiamente dicho es la
pregunta por Dios o, más exactamente, la pregunta por la ausencia de Dios en nuestro
mundo, la "crisis de Dios", como J. B. Metz la ha llamado. Si no conseguimos salir de
ella, no hallaremos a Jesús. Nadie puede venir a Jesús, si el Padre no lo atrae, dice
Jesús en el Evangelio de Juan (6,44). Esta afirmación teológica se puede verificar hoy
en día hasta cierto punto también empíricamente. Si llegamos a conocer al Padre, tal
como Jesús lo ha expuesto, brillan sus palabras de repente en una luz completamente
distinta, todo se hace razonable y creíble, el Padre nos conduce entonces al Hijo, como
antes nos ha llevado el Hijo al Padre. La pregunta que tenemos que hacernos otra vez
muy en serio es ésta: ¿existe Dios y es verdaderamente Dios, es decir, es capaz de
intervenir en el mundo y de relacionarse con nosotros? "Mi Padre sigue trabajando
hasta hoy", dice Jesús en el Evangelio de Juan y con ello se opone a la imagen del dios
deísta, según la cual Dios se retiró después del "big bang" y ya no puede intervenir
aquí (Jn 5,17). Esta es justamente la pregunta de la que se trata: ¿Existe el Dios que
interviene o no existe? ¿Es Dios realmente Dios o no lo es? Monod dijo que el principio
de objetividad es el principio de toda ciencia, pero no es demostrable. Tampoco la
pregunta sobre si existe un Dios que actúa e interviene se puede demostrar en último
término. Monod justifica el principio de objetividad con sus éxitos científicos. De una
manera muy semejante se puede justificar nuestra decisión por Dios: se trata de una
decisión de la razón y una decisión si aceptamos como realidades el bien y el mal, la
verdad y la mentira, o sólo las consideramos como meras categorías subjetivas. En
este sentido hay que colocar al comienzo la fe, pero una fe que concede a la razón su dignidad y su amplitud.
El pensamiento y la existencia ya no son separables para el hombre cuando éste se
plantea las últimas preguntas. La decisión por Dios es una decisión simultánea del
pensamiento y de la vida – ambos se condicionan mutuamente. Agustín ha narrado de
una manera dramática esta relación en la historia de su conversión. Habla de las
formas de vida equivocadas, de una existencia dirigida totalmente a lo material –
formas de vida que se convierten en costumbres, costumbres que llegan a ser
necesidades y finalmente se transforman en ataduras y hasta en ceguera del corazón.
Habla de los intentos de salir de esa situación y de abrirse camino hacia Dios, hacia el
Dios que interviene, y compara esto con la situación de un soñador, prisionero de su
sueño que intenta despertar y salir de él, pero que siempre vuelve a caer en el mundo
del sueño. Confiesa que, por así decir, se había escondido detrás de su propia espalda
y que Dios le sacó de su escondrijo por la voz del amigo, de manera que se vio
obligado a mirarse a sí mismo a la cara[12]. A este nuevo conocimiento pertenece una
vida renovada que rompe nuestro horizonte cerrado. Por eso la Iglesia antigua ha
considerado el proceso del camino hacia la fe ciertamente como un camino intelectual,
en el que el hombre es confrontado con la "enseñanza de la verdad" y con sus
argumentos, pero alcanza también una nueva comunidad de vida, en la que se hacen
posibles nuevas experiencias y aperturas íntimas. En nuestro tiempo son
urgentemente necesarias nuevas formas del catecumenado, pues el camino del
conocimiento hacia Dios y hacia Cristo es un camino de la vida. Para expresarlo con
leguaje bíblico: para conocer a Cristo es necesario seguirlo. Sólo entonces nos
enteramos de dónde vive. A la pregunta "¿dónde vives?" (¿quién eres tú?) su
respuesta sigue siendo siempre la misma: "Venid y veréis" (Jn 1,38). Por eso, los
discípulos eran capaces de dar a la pregunta, que se les hacía por Jesús, una respuesta
distinta a la que daba "la gente", ya que estaban en comunidad de vida con él. Sólo de
esta manera –usando palabras de Platón– somos sacados de la "cueva", que
considerábamos como el mundo entero, siendo así que no es más que una parte
limitada del mundo[13].
"Nadie jamás ha visto a Dios. El Hijo único, que es Dios y que está en el seno del
Padre, nos lo ha dado a conocer" dice el evangelio de Juan (1,18). De hecho nadie ha
visto a Dios. Las visiones de los grandes iluminados de la historia de la religión siguen
siendo siempre visiones desde lejos, "en sombras y figuras" (1 Cor 13,12). Sólo Dios
se conoce del todo a Sí mismo. Solamente Dios ve a Dios. Y por eso solamente el que
es Dios pudo darnos la noticia de Él y juntar en un todo las visiones contradictorias –
aun cuando hay que reconocer que lo expresado con palabras humanas sólo es capaz
de reproducir de lejos la luz cegante e inabarcable de la verdad de Dios. La diferencia
entre lo que dice el Hijo, que estaba en el seno del Padre, y las visiones lejanas de los
iluminados permanece abismal, es esencial. Solamente Él es Dios, todos los demás
palpan de lejos a Dios. Sólo Él puede decir: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn
14,6), todos los demás pueden mostrar partes del camino, pero no son el camino.
Sobre todo: en Jesucristo están ensamblados Dios y hombre, el Infinito y lo finito, el
Creador y la criatura. El hombre ha encontrado sitio en Dios. Sólo Él mismo puede
traspasar la distancia infinita entre el Creador y la criatura. Solamente Jesucristo, que
es hombre y Dios, es el puente existencial entre el uno y el otro. Y por eso lo es para
todos, no sólo para algunos. Lo mismo que la verdad es solamente una para todos, de
la misma manera solamente Dios, el Único, puede ser el puente de Sí mismo a Sí
mismo, y de Sí mismo al hombre y del hombre a Dios: en la humanidad del Hijo.
¿Derecho a la misión? [14]
Pero se nos presenta todavía otra cuestión de peso: ¿No es una arrogancia hablar de
verdad en cosas de religión y llegar a afirmar haber hallado en la propia religión la
verdad, la sola verdad, que por cierto no elimina el conocimiento de la verdad en otras
religiones, pero que recoge las piezas dispersas y las lleva a la unidad? Hoy se ha
convertido en un eslogan de una enorme repercusión rechazar como simultáneamente
simplistas y arrogantes a todos aquellos a los que se puede acusar de creer que
"poseen" la verdad. Esta gente, a lo que parece, no son capaces de dialogar, y por
consiguiente no se les puede tomar en serio, pues la verdad no la "posee" nadie. Sólo
podemos estar en busca de la verdad. Pero –y esto hay que objetar en contra de esta
afirmación– ¿de qué búsqueda se trata aquí, si ésta no puede llegar nunca a la meta?
¿Busca realmente, o es que verdaderamente no quiere hallar nada, porque lo hallado
no puede existir? ¿Y no se ha degradado, en realidad, a una caricatura la manera de
pensar de aquellos a quienes se acusa de creer que "poseen" la verdad? Naturalmente,
la verdad no puede ser una posesión; con relación a ella debo tener siempre una
humilde aceptación, siendo consciente del riesgo propio y aceptando el conocimiento
como un regalo, del que no soy digno, del que no puedo vanagloriarme como si fuera
un logro propio mío. Si se me ha concedido, la debo considerar como una
responsabilidad, que supone también un servicio para los demás. La fe, además,
afirma que la desemejanza entre lo conocido por nosotros y la realidad propiamente
dicha es siempre infinitamente mayor que la semejanza (Lat IV DS 806). Pero esta
infinita desemejanza no convierte el conocimiento en un desconocimiento, la verdad no
es una falsedad. Me parece que hay que darle la vuelta a la cuestión de la arrogancia:
¿No es una arrogancia decir que Dios no nos puede dar el regalo de la verdad? ¿No es
un desprecio de Dios decir que hemos nacido ciegos y que la verdad no es cosa
nuestra? ¿No es una degradación del hombre y de su deseo de Dios el considerarnos
como personas que van palpando eternamente en la oscuridad? Y, estrechamente
unida a la anterior, aparece la verdadera arrogancia de querer nosotros ocupar el
puesto de Dios y querer determinar quiénes somos y lo que hacemos y lo que
queremos hacer de nosotros y del mundo. Por lo demás, no se excluyen mutuamente
el conocimiento y la búsqueda. En Gregorio de Nisa y en Agustín se encuentran
pasajes hermosos que resaltan la infinidad de la grandeza de Dios y afirman que todo
descubrimiento provoca una búsqueda más profunda y que nuestra felicidad eterna
consistirá en buscar el rostro de Dios, es decir, caminar hacia lo infinito con
descubrimientos siempre nuevos y adentrarse en la aventura del amor eterno como respuesta a nuestra sed de felicidad.
Claro que a los no cristianos seguramente les parecerá una arrogancia nuestra fe, que
proclama que Jesús no es sólo un iluminado, sino el Hijo, la Palabra misma, en el que
confluyen todos los demás iluminados y todas las demás palabras. Tanto más
importante es que este conocimiento lo reconozcamos no como un mérito nuestro y
que permanezcamos fieles al convencimiento de que el encuentro con la Palabra ha
sido también para nosotros un regalo que se nos ha concedido, para que lo
comuniquemos a otras personas, gratuitamente, como lo hemos recibido nosotros.
Dios eligió a unos para los demás y todos para todos, y lo único que podemos hacer es
reconocer con humildad que somos mensajeros indignos que no se anuncian a sí
mismos, sino que hablan con santa timidez de lo que no es nuestro, sino que proviene
de Dios.
Sólo así se hace inteligible el encargo misionero, que no puede significar un
colonialismo espiritual, una sumisión de los demás a mi cultura y a mis ideas. El
prototipo de la misión queda claramente diseñado en la manera de proceder de los
apóstoles y de la primitiva Iglesia, sobre todo en los discursos de envío de Jesús. La
misión exige en primer lugar preparación para el martirio, una disposición a perderse a
sí mismos por amor a la verdad y al prójimo. Sólo así se hace creíble, y ésta ha sido
siempre la situación de la misión y lo seguirá siendo siempre. Sólo así se levanta el
primado de la verdad y sólo entonces se vence desde dentro la idea de la arrogancia.
La verdad no puede ni debe tener ninguna otra arma que a sí misma. Todo el que cree
ha encontrado en la verdad la perla, por la cual está dispuesto a dar todo lo demás,
incluso a sí mismo, pues sabe que al perderse se encuentra a sí mismo y que
solamente el grano de trigo que muere lleva fruto abundante. El que cree y puede
decir "hemos encontrado el amor" debe transmitir ese regalo a los demás. Sabe que
con ello no violenta a nadie, no destruye la identidad de nadie, no destroza culturas,
sino que las libera para que puedan adquirir una mayor amplitud propia. Sabe que
satisface así una responsabilidad: "Es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí, si no
anuncio el Evangelio!" (1 Cor 9,16). Mucho tiempo antes que Pablo ya había tenido
Jeremías una experiencia parecida y dicho algo semejante: "La palabra del Señor se ha
convertido para mí en constante motivo de burla e irrisión. Yo me decía >no pensaré
más en él, no hablaré más en su nombre<. Pero era dentro de mí como un fuego
devorador..." (Jer 20,9). Me parece que a partir de estos textos hay que entender la
parábola del siervo cobarde que escondió por miedo el dinero de su amo para poder
devolverlo entero, en lugar de traficar con él y multiplicarlo, como hicieron los otros
siervos (Mt 25,14-30). El "talento" que se nos ha dado, el tesoro de la verdad, no se
debe esconder, debe transmitirse a otros con audacia y valentía, para que sea eficiente
y (cambiando la imagen) para que penetre y renueve la humanidad como lo hace la
levadura (Mt 13,33). Hoy día en Occidente estamos muy ocupados en enterrar el
tesoro – por cobardía ante la exigencia de tener que defenderlo en la lucha de nuestra
historia y perder quizás algo (lo que claramente es incredulidad) o también por pereza:
lo enterramos porque nosotros mismos no queremos ser importunados por él, porque
en el fondo quisiéramos vivir nuestra vida sin ser molestados por el peso de
responsabilidad que el tesoro trae consigo. Pero el grado de conocimiento de Dios, el
regalo de su amor, que nos mira desde el corazón abierto de Jesús, debería forzarnos
a contribuir a que los fines de la tierra contemplen la salvación de nuestro Dios (Is
52,10; Sal 98,3).
La posición de la fe en Cristo en la historia de la Religión y Cultura
Todavía queda una cuestión por abordar. La Palabra encarnada no ha entrado en un
mundo que no sabía absolutamente nada de ella. Ya antes había enviado sus rayos
iluminadores al mundo y había despertado así el deseo de la humanidad. Él es la luz
que ilumina a todo hombre que viene al mundo (Jn 1,9). Los Santos Padres, en
relación a esto, han hablado de los “granos de simiente de la Palabra” que ellos habían
buscado y hallado en el mundo precristiano. Este concepto ha llegado a ser con razón
un concepto central en la búsqueda por determinar la justa relación entre la fe
cristiana y las religiones del mundo. Pero, si se profundiza con más exactitud en ese
concepto, se encuentra uno –en cuanto soy capaz de ver– con algo inesperado que se
indica en todos los trabajos sobre el tema. Los Santos Padres no encontraron los
granos de simiente en las religiones del mundo, sino en la filosofía, es decir, en el
proceso de la razón crítica contra las religiones, en la historia de la razón progresiva y
no en la historia de las religiones[15]. Allí veían los Padres la prehistoria propiamente
dicha del cristianismo – allí donde el hombre, rompiendo con las costumbres y las
tradiciones, se ha encaminado hacia el Logos, es decir, hacia la comprensión del
mundo y de lo divino por la fuerza de la razón. En este sentido los Padres no
incluyeron el cristianismo primariamente en el campo de la religión, no lo consideraron
como una de las religiones, sino que lo asociaron al proceso de la razón discerniente
(hay que notar que el concepto general de “religión”, en el que incluimos hoy los
fenómenos más dispares y entre otros también el cristianismo, se ha originado a lo
largo de la Edad Moderna y constituye como tal una generalización problemática que
contiene ya en sí predeterminaciones cuestionables). No se llega a captar la
singularidad de la fe cristiana ni de su posición específica en la historia de la
espiritualidad humana, si no se tiene en cuenta este estado de cosas. El cristianismo
en sus comienzos se coloca al lado de la razón crítica religiosa, puesto que busca la verdad, y reconoce que ha sido preparado por esta razón crítica.
Pero esto no significa que el cristianismo se clasifique simplemente como filosofía
frente al resto de las religiones, aunque el hecho de que se autodenomine como
verdadera filosofía pertenezca a los fundamentos de la primitiva Iglesia. A pesar de
ello, Karl Barth se equivocó al afirmar que el cristianismo no tenía nada que ver con la
religión, de manera que la moda de sus seguidores postulaba un "cristianismo sin
religión" y pudo finalmente incorporar en su repertorio la "muerte de Dios". No, el
cristianismo ha podido conectar con las religiones en las formas de la adoración de
Dios, en la forma de la liturgia y en muchos modos de vivir (por ejemplo, ¡el
monacato!) y, según los lugares, se ha colocado con ellas en la continuidad del culto,
aportando al mismo tiempo la renovación de los contenidos. El ejemplo más
impresionante de esta continuidad dentro del cambio es la imagen de Nuestra Señora
de Guadalupe en México. Su culto empieza en el lugar en el que antes había estado la
imagen de "nuestra venerada madre señora serpiente", una de las importantes diosas
indígenas. Pero el hecho de mostrar su cara sin máscara muestra "que no es una
diosa, sino una madre de misericordia, puesto que los dioses indios llevaban máscara.
Esto se amplía y profundiza por el símbolo del sol, de la luna y de las estrellas. Ella es
mayor que los dioses indígenas porque oculta el sol, aunque no lo extingue. La mujer
es más poderosa que la máxima divinidad, el dios sol. Es más poderosa que la luna,
puesto que está de pie sobre ella, pero no la aplasta..." [16]. En las formas y símbolos,
en que Nuestra Señora de Guadalupe aparece, se ha incorporado toda la riqueza de las
religiones precedentes y se ha reducido a una unidad desde un nuevo núcleo
procedente de lo alto. Está, por así decir, por encima de las religiones, pero no las
aplasta. Guadalupe es de esta manera en muchos aspectos una imagen de la relación
del cristianismo con las religiones. Todos los ríos confluyen en ella, se purifican y
renuevan, pero no se destruyen. También es una imagen de la relación entre la verdad
de Jesucristo y las verdades de las religiones: la verdad no destruye, sino que purifica
y une.
El cristianismo no pertenece sin más a la historia de las religiones, pero por supuesto
tampoco pertenece sin más a la historia de la crítica de las religiones, es decir, de la
razón autosuficiente. Los Padres, al hablar de la razonabilidad del cristianismo, han
hecho la distinción entre la ratio, el simple entendimiento, y el intellectus, la capacidad
de intuición espiritual, que va más lejos que el simple entendimiento. En esto
justamente consiste la esencia de la sabiduría –de la fe, que es sabiduría–, en que
rompe la estrechez del simple entendimiento y da nuevas fuerzas a la visión intuitiva a
la que el hombre está llamado. La fe cristiana se caracteriza por relacionar de una
manera completamente nueva la razón y la religión para orientar al hombre hacia la
verdad, sometiéndolo a las exigencias de la verdad y no permitiendo que la religión se convierta en una mera costumbre.
Por ello, el cristiano jamás puede afirmar simplemente que cada cual debe vivir en la
religión que le ha tocado por sus circunstancias históricas, puesto que todas son a su
manera caminos de salvación. De esta manera se convierte la religión de hecho en una
mera costumbre y se la aparta de la verdad. Acaba entonces situándose en el campo
de la psicología (experiencias subjetivas y representaciones) y de la sociología
(configuración ritual de las ordenaciones comunitarias), pero al hombre no le deja
abrirse. Y sobre todo: no lleva a los hombres a comunicarse con otros, sino que los
encasilla justo en las cuestiones humanas más importantes, en sus tradiciones
respectivas y los separa unos de otros. La aparición de la fe cristiana se ha hecho
posible porque en Israel había hombres que buscaban con el corazón, que no estaban
satisfechos con las costumbres corrientes, sino que buscaban algo mayor: como son
María, Isabel, los Doce y todos los demás que aparecen en el Nuevo Testamento. La
Iglesia entre los paganos fue posible porque tanto en las regiones mediterráneas como
en Oriente próximo y en Oriente medio de Asia, a donde llegaron los misioneros, había
personas que esperaban, que no se conformaban con lo que ya poseían, sino que
buscaban la estrella que les debía señalar el camino al verdadero redentor del mundo.
El hablar de Jesús como salvador único y universal de ninguna manera supone un
desprecio de las demás religiones, pero sí se contrapone decididamente a resignarse a
la incapacidad de poder percibir la verdad y a admitir la cómoda estadística del dejar-
todo-igual-como-estaba. Al hablar de Jesús se apela al anhelo presente en el corazón
de todos los hombres, al anhelo que espera algo Mayor, a Dios mismo, a la verdad
común a todos. Esto atañe también a los cristianos: tampoco ellos deben contentarse
con un cristianismo vivido como costumbre, con un mero ritualismo y con costumbres
inveteradas. También ellos deben liberarse siempre de nuevo de la costumbre, para
encontrarse con la verdad que se ha encarnado en Jesucristo[17].
Cristo y la Iglesia
Con lo expuesto he intentado responder al desafío que supone el tema de "la unicidad
y la universalidad salvífica de Jesucristo". Pero nuestro tema tiene dos partes, ya que
el título inicial añade: "y de la Iglesia", correspondiendo así a las dos partes de la
Declaración "Dominus Jesus". Esto significa que a esta conferencia debería seguirle
otra dedicada al tema de la Iglesia. Para ello no me encuentro ahora capacitado y
además rompería el programa de esta Jornada. Quizás no sea tampoco tan perjudicial,
puesto que una vez reconocida y admitida la unicidad de Jesucristo, se abre por sí
mismo el camino a la Iglesia. Es verdad que la Congregación para la Doctrina de la Fe
ha sido muchas veces censurada con vehemencia por haber añadido a la defensa de la
unicidad de Jesucristo una segunda parte eclesiológica. En ello han visto un estorbo
ecuménico y hasta un "accidente de empresa". Pero el que habla de Jesucristo como el
Salvador para todos, como también para todos los tiempos, no puede ocultar que
Cristo está (y cómo está) siempre presente y que no se ha detenido en el pasado. Y
esta presencia cristológica se denomina Iglesia. La Iglesia se basa sobre el hecho de
que Cristo cumple siempre su promesa: "Sabed que estoy con vosotros todos los días
hasta el final de este mundo" (Mt 28,20). Esta permanencia se realiza de manera que
él se está creando siempre un cuerpo en el que reúne continuamente hombres, en los
que se perpetúa su corporeidad; porque no es sólo el Cristo ayer, sino también el
Cristo de hoy y de siempre (Hebr 13,8). Pero si él es uno, entonces este "Cuerpo" sólo
puede ser uno, a pesar de la desunión que aparece empíricamente en la Iglesia. Y esta
unidad no puede ser una utopía ni puede trasladarse a lo escatológico; por
consiguiente debe estar presente en la historia de una manera por así decir corporal,
tangible. Además, si es verdad que toda salvación está relacionada con Cristo (sea de
la manera que sea) y que la Iglesia es inseparable de él, entonces está claro que esta
Iglesia participa de su mediación universal y que en todo lo que se relaciona con él
está también de alguna manera contenida la Iglesia. Quisiera terminar con el
grandioso himno a Cristo de la Carta a los Colosenses en el que se expresa de manera
única la grandeza de Cristo, que abarca el mundo, su Divinidad y su Humanidad como
una mediación salvadora para todos los seres: "Dad gracias con alegría al Padre, que
os ha hecho dignos de compartir la herencia de los creyentes en la luz. Él es quien nos
arrancó del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, de
quien nos viene la liberación y el perdón de los pecados. Él es la imagen del Dios
invisible, el primogénito de toda la creación. En él fueron creadas todas las cosas, las
del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles...; todo lo ha creado Dios por él y
para él. Cristo existe antes que toda la creación y todas las cosas tienen en él su
consistencia. Él es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es el principio de todo, el
primogénito de los que triunfan sobre la muerte, y por eso tiene la primacía sobre
todas las cosas..." (Col 1,12-18). Añadimos como respuesta nuestra las siguientes
palabras de la segunda carta de Pedro: "A él –Cristo– le pertenece la gloria, ahora y
hasta el día de la eternidad. Amén" (3,18).
NOTAS:
[1] Recientemente, A. Schmitt ha recordado el significado universalizante de la
traducción del nombre de Dios por “Kyrios” – “Señor” en la Septuaginta, el Antiguo
Testamento en lengua griega: “La hazaña teológica de los traductores de la
Septuaginta ... ha sido enlazar, por medio de la traducción “Kyrios”, a Yahvé, el Dios
del pequeño pueblo de Israel, con el gran Dios del mundo greco-helenístico,
presentándolo como Dios de todo acontecer en la historia y en la naturaleza”: M.
GÖRG (ed.), Biblische Notizen, (Heft 17), München 2002. Schmitt se remite a este
respecto a A. DEISSMANN, “Die Hellenisierung des semitischen Monotheismus”: Neue
Jahrbücher für das klassische Altertum, Geschichte und deutsche Literatur und
Pädagogik 10 (1903) 161-177, así como a W. W. GRAF BAUDISSIN, Kyrios als
Gottesname im Judentum und seine Stelle in der Religionsgeschichte, 4 vols., Gießen 1928-1929.
[2] Para el primitivo desarrollo de la confesión de fe cristológica me remito a la
aportación, que sigue siendo fundamental, de H. SCHLIER, “Die Anfänge des
christologischen Credo”: H. WELTE (ed.), Zur Frühgeschichte der Christologie, Herder 1970, 13-58.
[3] K. JASPERS, Die großen Philosophen, München 1957, 186-228.
[4] Citado por W. G. KÜMMEL, Das Neue Testament. Geschichte der Erforschung seiner Probleme, Freiburg-München 1958, 305ss.
[5] A. VON HARNACK, Das Wesen des Christentums, Stuttgart 1950, 67.
[6] Ibid., 85.
[7] R. BULTMANN, Theologie des Neuen Testaments, Tübingen 31958, 25-26.
[8] J. MOLTMANN, Theologie der Hoffnung, München 1966, 184.
[9] Cfr. mi contribución “Guardare Cristo”: C. RUINI (ed.), Dialoghi in Cattedrale,
Milano 1997, 89-111; en castellano ha aparecido en Humanitas 18 (abril-junio 2000)
202-220.
[10] J. MONOD, Zufall und Notwendigkeit, München 1973, 30 (original francés: París 1970).
[11] Ibid., 149.
[12] Cfr. AGUSTÍN, Confessiones VIII 5,12 y VIII 7,16.
[13] Cfr. PLATÓN, Politeia VII A – 518 D.
[14] Para la siguiente argumentación me remito a un libro mío que está a punto de aparecer: Glaube – Wahrheit – Toleranz.
[15] Cfr. sobre esta cuestión no sólo mi libro citado en la nota 14, sino también
especialmente el de M. FIEDROWICZ, Apologie im frühen Christentum, Paderborn 22000.
[16] H. RZCEPKOWSKI, “Guadalupe”: R. BÄUMER – L. SCHEFFCZYK (eds.),
Marienlexikon III, 38-42 (aquí: 40).
[17] En los Padres de la Iglesia la “costumbre” aparece precisamente como sinónimo
del paganismo. J. Holdt describe, en continuidad con H. Rahner, esta idea de Clemente
de Alejandría del modo siguiente: “‟Synetheia‟ (= costumbre) es la substancia de los
viejos paganos ... La verdad cristiana es dura y amarga como una medicina, mientras
que la „costumbre‟ es dulce y hace tilín. La fe libera, mientras que la costumbre
„esclaviza y encadena ...‟”. J. HOLDT, Hugo Rahner. Sein geschichts- und
symboltheologisches Denken, Paderborn 1997, 119. Cfr. también CHR. GNILKA,
Chrêsis. Die Methode der Kirchenväter im Umgang mit der antiken Kultur. II: Kultur und Konversion, Basel 1993, 116-117 y passim.