Verdad y Libertad Ratzinger

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UNA CONFUSA IDEOLOGIA DE LA LIBERTAD CARDENAL JOSEPH RATZINGER Texto íntegro de la conferencia impartida por el cardenal Joseph Ratzinger el 1 de abril de 2005 en Subiaco, en el monasterio de Santa Escolástica, al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa». Un breve resumen de esta importante reflexión del actual Papa fue inserta en el Número Especial de HUMANITAS (p.173), consagrado integramente a S.S. Benedicto XVI (24 de mayo de 2005). Vivimos en un momento de grandes peligros y de grandes oportunidades para el hombre y para el mundo; un momento que es también de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia aumentaron de manera verdaderamente impensable. Sin embargo, su poder de disponer del mundo ha permitido que su capacidad de destrucción alcanzase dimensiones que, a veces, nos horrorizan. Por ello resulta espontáneo pensar en la amenaza del terrorismo, esta nueva guerra sin confines y sin fronteras. El temor que éste pueda apoderarse pronto de armas nucleares o biológicas no es infundado y ha permitido que, dentro de los estados de derecho, se haya debido acudir a sistemas de seguridad semejantes a los que antes existían solamente en las dictaduras; pero permanece de todos modos la sensación de que todas estas precauciones en realidad no pueden bastar, pues no es posible ni deseable un control global. Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades que el hombre ha adquirido de manipularse a sí mismo. Él ha medido las profundidades del ser, ha descifrado los componentes del ser humano, y ahora es capaz, por así decir, de construir por sí mismo al hombre, quien ya no viene al mundo como don del Creador, sino como un producto de nuestro actuar, producto que, por tanto, puede incluso ser seleccionado según las exigencias fijadas por nosotros mismos. Así, ya no brilla sobre el hombre el esplendor del ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad e inviolabilidad sino solamente el poder de las capacidades humanas. No es más que imagen del hombre, ¿de qué hombre?. A todo esto se añaden los grandes problemas planetarios: la desigualdad en la repartición de los bienes de la tierra, la pobreza creciente, más aun el empobrecimiento, el agotamiento de la tierra y de sus recursos, el hambre, las enfermedades que amenazan a todo el mundo, el choque de culturas. Todo esto muestra que al aumento de nuestras posibilidades no ha correspondido un desarrollo equivalente de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia; más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica encierra a la moral en el ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas de se ciernen sobre la existencia de todos nosotros. El verdadero y más grande peligro de este momento está justamente en este desequilibrio entre las posibilidades técnicas y la energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del

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UNA CONFUSA IDEOLOGIA DE LA LIBERTAD

CARDENAL JOSEPH RATZINGER

Texto íntegro de la conferencia impartida por el cardenal Joseph Ratzinger el 1 de abril de 2005 en Subiaco, en el monasterio de Santa Escolástica, al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa». Un breve resumen de esta importante reflexión del actual Papa fue inserta en el Número Especial de HUMANITAS (p.173), consagrado integramente a S.S. Benedicto XVI (24 de mayo de 2005).

Vivimos en un momento de grandes peligros y de grandes oportunidades para el hombre y para el mundo; un momento que es también de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia aumentaron de manera verdaderamente impensable. Sin embargo, su poder de disponer del mundo ha permitido que su capacidad de destrucción alcanzase dimensiones que, a veces, nos horrorizan. Por ello resulta espontáneo pensar en la amenaza del terrorismo, esta nueva guerra sin confines y sin fronteras. El temor que éste pueda apoderarse pronto de armas nucleares o biológicas no es infundado y ha permitido que, dentro de los estados de derecho, se haya debido acudir a sistemas de seguridad semejantes a los que antes existían solamente en las dictaduras; pero permanece de todos modos la sensación de que todas estas precauciones en realidad no pueden bastar, pues no es posible ni deseable un control global. Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades que el hombre ha adquirido de manipularse a sí mismo. Él ha medido las profundidades del ser, ha descifrado los componentes del ser humano, y ahora es capaz, por así decir, de construir por sí mismo al hombre, quien ya no viene al mundo como don del Creador, sino como un producto de nuestro actuar, producto que, por tanto, puede incluso ser seleccionado según las exigencias fijadas por nosotros mismos. Así, ya no brilla sobre el hombre el esplendor del ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad e inviolabilidad sino solamente el poder de las capacidades humanas. No es más que imagen del hombre, ¿de qué hombre?.

A todo esto se añaden los grandes problemas planetarios: la desigualdad en la repartición de los bienes de la tierra, la pobreza creciente, más aun el empobrecimiento, el agotamiento de la tierra y de sus recursos, el hambre, las enfermedades que amenazan a todo el mundo, el choque de culturas. Todo esto muestra que al aumento de nuestras posibilidades no ha correspondido un desarrollo equivalente de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia; más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica encierra a la moral en el ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas de se ciernen sobre la existencia de todos nosotros.

El verdadero y más grande peligro de este momento está justamente en este desequilibrio entre las posibilidades técnicas y la energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre: allí donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de destrucción.

Es cierto que hoy existe un nuevo moralismo cuyas palabras claves son justicia, paz, conservación de la creación, palabras que reclaman valores esenciales y necesarios para nosotros. Sin embargo, este moralismo resulta vago y se desliza así, casi inevitablemente, en la esfera político-partidista. Es sobre todo una pretensión dirigida a los demás, y no un deber personal de nuestra vida cotidiana. De hecho, ¿qué significa justicia? ¿Quién la define? ¿Qué puede producir la paz? En los últimos decenios hemos visto ampliamente en nuestras calles y en nuestras plazas cómo el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia el terrorismo. El moralismo político de los años setenta, cuyas raíces no están muertas ni mucho menos, fue un moralismo con una dirección errada, pues estaba privado de racionalidad serena y, en último término, ponía la utopía política más allá de la dignidad del individuo, mostrando que podía llegar a despreciar al hombre en nombre de grandes objetivos.

El moralismo político, como lo hemos vivido y como todavía lo estamos viviendo, no sólo no abre el camino a una regeneración, sino que la bloquea. Y esto mismo se puede decir de un cristianismo y de una teología que reducen el corazón del mensaje de Jesús, el «Reino de Dios», a los «valores del Reino», identificando estos valores con las grandes palabras clave del moralismo político, y proclamándolas, al mismo tiempo, como síntesis de las religiones. Sin embargo, se olvida así de Dios, a pesar de que Él es el sujeto y la causa del Reino de Dios. En su lugar quedan grandes palabras (y valores) que se prestan a cualquier tipo de abuso.

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Esta breve mirada sobre la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la realidad actual del cristianismo, y por tanto, sobre las bases de Europa; esa Europa que antes, podríamos decir, fue un continente cristiano, pero que ha sido también el punto de partida de esa nueva racionalidad científica que nos ha regalado grandes posibilidades y también grandes amenazas. Ciertamente el cristianismo no surgió en Europa, y por tanto no puede ser clasificado ni siquiera como una religión europea, la religión del ámbito cultural europeo. Pero en Europa recibió históricamente su impronta cultural e intelectual más eficaz y queda por ello unido de manera especial a Europa. Por otro lado, es también cierto que esta Europa, desde los tiempos del renacimiento, y de manera más plena desde los tiempos de la ilustración, ha desarrollado esa racionalidad científica que no sólo llevó a una unidad geográfica del mundo en la época de los descubrimientos, al encuentro de los continentes y de las culturas, sino que ahora, mucho más profundamente, gracias a la cultura técnica posibilitada por la ciencia, imprime un sello a todo el mundo, es más, en cierto sentido lo uniformiza.

Y tras las huellas de esta forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de una manera desconocida antes por la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, ya sea negándole totalmente, ya sea juzgando que su existencia no es demostrable, incierta, y por tanto, perteneciente al ámbito de las decisiones subjetivas, algo de todos modos irrelevante para la vida pública. Esta racionalidad puramente funcional, por así decir, ha implicado un desorden de la conciencia moral también nuevo para las culturas que hasta entonces habían existido, pues considera que racional es solamente aquello que se puede probar con experimentos. Dado que la moral pertenece a una esfera totalmente diferente, como categoría, desaparece y tiene que ser identificada de otro modo, pues hay que admitir que de todos modos la moral es necesaria. En un mundo basado en el cálculo, el cálculo de las consecuencias determina lo que se debe considerar como moral o no moral. Y así la categoría del bien, como había sido expuesta claramente por Kant, desaparece. Nada en sí es bueno o malo, todo depende de las consecuencias que una acción permite prever.

Si el cristianismo, por un lado, ha encontrado su forma más eficaz en Europa, es necesario, por otro lado, decir que en Europa se ha desarrollado una cultura que constituye la contradicción absoluta más radical no sólo del cristianismo, sino también de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. Por eso se comprende que Europa esta experimentando una auténtica «prueba de tensión»; por eso se entiende también la radicalidad de las tensiones que nuestro continente debe afrontar. Pero de aquí emerge también, y sobre todo, la responsabilidad que nosotros los europeos debemos asumir en este momento histórico: en el debate acerca de la definición de Europa, acerca de su forma política, no se está jugando una batalla nostálgica de retaguardia de la historia, sino más bien una gran responsabilidad para la humanidad de hoy.

Demos una mirada más precisa a esta contraposición entre dos culturas que han marcado a Europa. En el debate sobre el preámbulo de la constitución europea, esta contraposición se ha mostrado en dos puntos controvertidos: la cuestión de la referencia de Dios en la constitución y la mención de las raíces cristianas de Europa. Puesto que en el artículo 52 de la constitución se han garantizado los derechos institucionales de las Iglesias, podemos estar tranquilos, se dice. Pero esto significa que las iglesias, en la vida de Europa, encuentran lugar en el ámbito del compromiso político, mientras, en el ámbito de los fundamentos de Europa, no hay espacio para la huella de su contenido.

Las razones que se ofrecen en el debate público para este neto No son superficiales, y es evidente que más que indicar la verdadera motivación, la esconden. La afirmación de que la mención de las raíces cristianas de Europa hiere los sentimientos de muchos no cristianos que viven en ella, es poco convincente, ya que se trata antes que nada de un hecho histórico que nadie puede negar seriamente.

Naturalmente esta mención histórica contiene una referencia al presente, pues, al mencionar las raíces, se indican las fuentes remanentes de orientación moral, es decir, un factor de identidad lo que es Europa. ¿A quién se ofendería? ¿La identidad de quién quedaría amenazada? Los musulmanes, que con frecuencia son llamados en causa, no se sienten amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios fundamentos. Y tampoco se ofenden nuestros conciudadanos judíos por la referencia a las raíces cristianas de Europa, en cuanto estas raíces se remontan al monte Sinaí: llevan la marca de la voz que se hizo sentir sobre el monte de Dios y nos unen en las grandes orientaciones fundamentales que el decálogo ha donado a la humanidad. Lo mismo se puede decir de la referencia a Dios: la mención de Dios no ofende a los pertenecientes a otras religiones, lo que les ofende es más bien el intento de construir la comunidad humana sin Dios.

Las motivaciones de este doble No son más profundas de lo que dejan pensar los argumentos que se ofrecen. Presuponen la idea de que sólo la cultura ilustrada radical, que ha alcanzado su pleno desarrollo en nuestro tiempo, podría constituir la identidad europea. Junto a ella pueden, por tanto, coexistir diferentes culturas religiosas con sus respectivos derechos, a condición de que y en la medida en que respeten los criterios de la cultura ilustrada y se subordinen a ella.

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Esta cultura ilustrada queda sustancialmente definida por los derechos de libertad. Se basa en la libertad como un valor fundamental que lo mide todo: la libertad de elección religiosa, que incluye la neutralidad religiosa del estado; la libertad para expresar la propia opinión, a condición de que no meta en duda justamente este canon; el ordenamiento democrático del estado, es decir, el control parlamentario sobre los organismos estatales; la formación libre de partidos; la independencia de la Justicia; y, finalmente, la tutela de los derechos del hombre y la prohibición de las discriminaciones. En este caso, el canon está todavía en vías de formación, ya que hay también derechos humanos que resultan contrastantes, como por ejemplo, en el caso del conflicto entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho a vivir del que está por nacer.

El concepto de discriminación se amplía cada vez más, y así la prohibición de la discriminación puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá afirmar que la homosexualidad, como enseña la Iglesia católica, constituye un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y el hecho de que la Iglesia está convencida de no tener derecho de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres es considerado, por algunos, como algo inconciliable con el espíritu de la Constitución europea.

Es evidente que este canon de la cultura ilustrada, que no es definitivo ni mucho menos, contiene valores importantes de los cuales nosotros, precisamente como cristianos, no queremos ni podemos renunciar; sin embargo, es también evidente que la concepción mal definida o no definida para nada de libertad, que está en el fundamento de esta cultura, inevitablemente implica contradicciones; y es evidente que precisamente a causa de su uso (un uso que parece radical) implica limitaciones de la libertad que hace una generación ni siquiera podíamos imaginar. Una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad.

Sin duda, debemos volver a hablar del problema de las contradicciones internas de la forma actual de la cultura ilustrada. Pero antes tenemos que terminar de describirla. Pertenece a su naturaleza, en cuanto cultura de una razón que tiene finalmente conciencia completa de sí misma, el hecho de enorgullecerse de una ambición universal y concebirse como completa en sí misma, sin necesidad de ser complementada por otros factores culturales.

Ambas características se ven claramente cuando se propone el tema de quiénes pueden llegar a ser miembros de la comunidad europea, y sobre todo, en el debate sobre el ingreso de Turquía en ella. Se trata de un estado, o quizás mejor, de un ámbito cultural, que no tiene raíces cristianas, sino que más bien ha recibido la influencia de la cultura islámica. Ataturk trató después de transformar Turquía en un estado laicista, intentando implantar el laicismo madurado en el mundo cristiano de Europa en un terreno musulmán.

Nos podemos preguntar si esto es posible: según la tesis de la cultura ilustrada y laicista de Europa, solamente las normas y los contenidos de la cultura ilustrada pueden determinar la identidad de Europa y, consiguientemente, todo Estado que hace suyos estos criterios puede pertenecer a Europa. No importa, al final, cuál es el entramado de raíces en el que se implanta esta cultura de la libertad y de la democracia. Y precisamente por eso se afirma que las raíces no pueden entrar en la definición de los fundamentos de Europa, tratándose de raíces muertas que no forman parte de la identidad actual. Como consecuencia, esta nueva identidad, determinada exclusivamente por la cultura ilustrada, comporta también que Dios no tiene nada que ver con la vida pública y con los fundamentos del Estado.

De este modo, en cierto sentido, todo se vuelve lógico y plausible. De hecho, ¿podríamos desear algo mejor que el respeto de la democracia y los derechos humanos? Pero de todos modos se nos impone la pregunta de si esta cultura ilustrada laicista es realmente la cultura, descubierta como finalmente universal, capaz de dar una razón común a todos los hombres; una cultura a la que se debería tener acceso por doquier, aunque sobre un humus histórica y culturalmente diferenciado. Y nos preguntamos también si es verdaderamente completa en sí misma, de modo que no tiene necesidad alguna de raíces fuera de sí.

Significado y límites de la cultura racionalista actual

Afrontemos estas dos últimas preguntas. A la primera, es decir, a la pregunta de si se ha alcanzado la filosofía universalmente válida y totalmente científica, en la que se expresaría la razón común a todos los hombres, es necesario responder que indudablemente se han alcanzado logros importantes que pueden pretender tener una validez general: el logro de que la religión no puede ser impuesta por el Estado, sino que puede ser acogida solamente en la libertad; el respeto de los derechos fundamentales del hombre iguales para todos; la separación de los poderes y el control del poder.

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De todos modos, no se puede pensar que estos valores fundamentales, reconocidos por nosotros como generalmente válidos, puedan realizarse del mismo modo en cualquier contexto histórico. En todas las sociedades no se dan los presupuestos sociológicos para una democracia basada en los partidos, como sucede en Occidente; de modo que la total neutralidad religiosa del Estado, en la mayor parte de los contextos históricos, puede considerarse como una ilusión.

Y así llegamos a los problemas mencionados en la segunda pregunta. Pero aclaremos antes la cuestión de si las filosofías modernas ilustradas, consideradas en su conjunto, pueden considerarse como la última palabra de la razón común de todos los hombres. Estas filosofías se caracterizan por el hecho de que son positivistas, y por tanto, antimetafísicas, de manera que, al final, Dios no puede tener en ellas ningún lugar. Están basadas en una autolimitación de la razón positiva, que resulta adecuada en el ámbito técnico, pero que allí donde se generaliza, provoca una mutilación del hombre. Como consecuencia, el hombre deja de admitir toda instancia moral fuera de sus cálculos, y –como veíamos– el concepto de libertad, que a primera vista podría parecer que se extiende de manera ilimitada, al final lleva a la autodestrucción de la libertad.

Es cierto que las filosofías positivistas contienen elementos importantes de verdad. Sin embargo, éstos se basan en una autolimitación de la razón, típica de una determinada situación cultural –la del Occidente moderno–, por lo que no pueden ser la última palabra de la razón. Aunque parezcan totalmente racionales, no son la voz de la razón misma, pues también están vinculadas culturalmente, es decir, están vinculadas a la situación del Occidente actual.

Por este motivo no son ni mucho menos esa filosofía que un día debería ser válida en todo el mundo. Pero, sobre todo, hay que decir que esta filosofía ilustrada y su cultura respectiva son incompletas. Corta conscientemente las propias raíces históricas privándose de las fuerzas regeneradoras de las cuales ella misma ha surgido, esa memoria fundamental de la humanidad sin la cual la razón pierde su orientación.

De hecho, ahora es válido el principio, según el cual, la capacidad del hombre consiste en su capacidad de acción. Lo que se sabe hacer, se puede hacer. Ya no existe un saber hacer separado del poder hacer, porque estaría contra la libertad, que es el valor supremo. Pero el hombre sabe hacer muchas cosas, y sabe hacer cada vez más cosas; y si este saber hacer no encuentra su medida en una norma moral, se convierte, como ya lo podemos ver, en poder de destrucción.

El hombre sabe clonar hombres, y por eso lo hace. El hombre sabe usar hombres como almacén de órganos para otros hombres, y por ello lo hace; lo hace porque parece que es una exigencia de su libertad. El hombre sabe construir bombas atómicas y por ello las hace, estando, en línea de principio, también dispuesto a usarlas. Al final, hasta el terrorismo se basa en esta modalidad de auto-autorización del hombre, y no en las enseñanzas del Corán.

La radical separación de la filosofía ilustrada de sus raíces acaba despreciando al hombre. El hombre, en el fondo, no tiene ninguna libertad, nos dicen los portavoces de las ciencias naturales, en total contradicción con el punto de partida de toda la cuestión. No debe creer que es algo diferente con respecto a todos los demás seres vivientes, y por tanto, también debería ser tratado como ellos, nos dicen hasta los portavoces más avanzados de una filosofía netamente separada de las raíces de la memoria histórica de la humanidad.

Nos habíamos planteado dos preguntas: si la filosofía racionalista (positivista) es estrictamente racional, y por consiguiente, universalmente válida, y si es completa. ¿Es autosuficiente? ¿Puede, o incluso debe, relegar sus raíces históricas en el ámbito del puro pasado, y, por tanto, en el ámbito de lo que sólo puede ser válido subjetivamente? Debemos responder a ambas preguntas con un claro no . Esta filosofía no expresa la razón completa del hombre, sino solamente una parte de ella, y a causa de esta mutilación de la razón no puede ser considerada para nada como racional. Por esto es también incompleta, y sólo se puede curar si restablece de nuevo el contacto con sus raíces. Un árbol sin raíces se seca…

Al afirmar esto no se niega todo lo positivo e importante de esta filosofía, sino que se afirma más bien su necesidad de completarse, su profunda deficiencia. Y de este modo acabamos hablando de nuevo de los dos puntos controvertidos del preámbulo de la Constitución europea. El confinamiento de las raíces cristianas no se revela como la expresión de una tolerancia superior que respeta a todas las culturas por igual, por no querer privilegiar ninguna, sino más bien como la absolutización de un pensamiento y de una vida que se contraponen radicalmente a las demás culturas históricas de la humanidad.

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La auténtica contraposición que caracteriza al mundo de hoy no es la que se produce entre las diferentes culturas religiosas, sino entre la radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida, por una parte, y las grandes culturas religiosas por otra. Si se llegase a un choque de culturas, no será por el choque de las grandes religiones –que siempre han luchado una contra la otra, pero que también han sabido convivir siempre juntas–, será más bien a causa del choque entre esta radical emancipación del hombre y las grandes culturas históricas.

De este modo, el rechazo de la referencia a Dios, no es expresión de una tolerancia que quiere proteger las religiones que no son teístas y la dignidad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien la expresión de una conciencia que quiere ver a Dios cancelado definitivamente de la vida pública de la humanidad, encerrado en el ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado. El relativismo, que constituye el punto de partida de todo esto, se convierte en un dogmatismo que se cree con la posesión del conocimiento definitivo de la razón, y con el derecho de considerar a todo el resto únicamente como una etapa de la humanidad, en el fondo superada, y que puede relativizarse adecuadamente. En realidad, todo esto significa que necesitamos raíces para sobrevivir y que no debemos perder de vista a Dios, si queremos que la dignidad humana no desaparezca.

El significado permanente de la fe cristiana

¿Estoy proponiendo un rechazo del iluminismo y de la modernidad? Absolutamente no. El cristianismo, desde el principio, se ha comprendido a sí mismo como la religión del «lógos», como la religión según la razón. No ha encontrado sus precursores entre las otras religiones, sino en esa ilustración filosófica que ha limpiado el camino de las tradiciones para salir en búsqueda de la verdad y del bien, del único Dios que está más allá de todos los dioses.

En cuanto religión de los perseguidos, en cuanto religión universal, más allá de los diversos Estados y pueblos, ha negado al Estado el derecho de considerar la religión como una parte del ordenamiento estatal, postulando así la libertad de la fe. Siempre ha definido a los hombres, a todos los hombres sin distinción, como criaturas de Dios e imagen de Dios, proclamando en términos de principio, aunque en los límites imprescindibles de los ordenamientos sociales, la misma dignidad.

En este sentido, la Ilustración es de origen cristiano y no es casualidad el que haya nacido única y exclusivamente en el ámbito de la fe cristiana, allí donde el cristianismo, contra su naturaleza y por desgracia, se había vuelto tradición y religión del Estado. A pesar de que la filosofía, en cuanto búsqueda de racionalidad –también de nuestra fe–, haya sido siempre una prerrogativa del cristianismo, se había domesticado demasiado la voz de la razón.

Ha sido y es mérito de la Ilustración el haber replanteado estos valores originales del cristianismo y el haber devuelto a la razón su propia voz. El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, ha subrayado nuevamente esta profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración, buscando llegar a una verdadera conciliación entre la Iglesia y la modernidad, que es el gran patrimonio que ambas partes deben tutelar.

Ahora bien, es necesario que ambas partes reflexionen sobre sí mismas y estén dispuestas a corregirse. El cristianismo debe acordarse siempre de que es la religión del «lógos». Es fe en el «Creator Spiritus», en el Espíritu creador, del que procede todo lo que existe. Ésta debería ser precisamente hoy su fuerza filosófica, pues el problema estriba en si el mundo proviene de lo irracional –y si la razón no es más que un subproducto, quizás incluso dañino, de su desarrollo– o si el mundo proviene de la razón –y es consiguientemente su criterio y su meta–.

La fe cristiana se inclina por esta segunda tesis, teniendo así, desde el punto de vista puramente filosófico, realmente buenas cartas por jugar, a pesar de que muchos hoy sólo consideran la primera tesis como la moderna y racional por antonomasia. Sin embargo, una razón surgida de lo irracional, y que es, en último término, ella misma irracional, no constituye una solución para nuestros problemas. Solamente la razón creadora, y que se ha manifestado en el Dios crucificado como amor, puede verdaderamente mostrarnos el camino.

En el diálogo tan necesario entre laicos y católicos, los cristianos debemos estar muy atentos para mantenernos fieles a esta línea de fondo: a vivir una fe que proviene del «lógos», de la razón creadora, y que, por tanto, está también abierta a todo lo que es verdaderamente racional.

Al llegar a este momento quisiera, en mi calidad de creyente, hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se ha intentado entender y definir las normas morales esenciales diciendo que serían válidas etsi Deus non daretur , incluso en el caso de que Dios no existiera. En la contraposición de las confesiones y en la crisis remota de la imagen de Dios, se intentaron mantener los valores esenciales de la moral por encima de las contradicciones y buscar

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una evidencia que los hiciese independientes de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. De este modo, se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ahora ya no es así.

La búsqueda de una certeza tranquilizadora, que nadie pueda contestar independientemente de todas las diferencias, ha fallado. Ni siquiera el esfuerzo, realmente grandioso, de Kant ha sido capaz de crear la necesaria certeza compartida. Kant había negado que se pudiera conocer a Dios en el ámbito de la razón pura, pero al mismo tiempo había representado a Dios, a la libertad y a la inmortalidad como postulados de la razón práctica, sin la cual, coherentemente, para él no era posible la acción moral.

La situación actual del mundo, ¿no nos hace pensar quizás que podría tener razón de nuevo? Lo digo con otras palabras: el intento, llevado hasta el extremo, de plasmar las cosas humanas menospreciando completamente a Dios nos lleva cada vez más a los límites del abismo, al encerramiento total del hombre. Deberíamos, entonces, dar la vuelta al axioma de los ilustrados y decir: incluso quien no logra encontrar el camino de la aceptación de Dios debería de todas formas buscar vivir y dirigir su vida veluti si Deus daretur , como si Dios existiese. Este es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes; es el consejo que quisiéramos dar también hoy a nuestros amigos que no creen. De este modo nadie queda limitado en su libertad, y nuestra vida encuentra un sostén y un criterio del que tiene necesidad urgente.

Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él, ha obscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad.

Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás.

Sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede volver entre los hombres. Necesitamos hombres como Benito de Nursia, quien en un tiempo de disipación y decadencia, penetró en la soledad más profunda logrando, después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, alzarse hasta la luz, regresar y fundar Montecasino, la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, reunió las fuerzas de las que se formó un mundo nuevo.

De este modo Benito, como Abraham, llegó a ser padre de muchos pueblos. Las recomendaciones a sus monjes presentadas al final de su «Regla» son indicaciones que nos muestran también a nosotros el camino que conduce a lo alto, a salir de la crisis y de los escombros. «Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad, esto es, "adelántense para honrarse unos a otros"; tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales […] practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor; […] y nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna» (capítulo 72).

JOSEPH CARD. RATZINGER

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Verdad y Libertad

por el Cardenal Joseph Ratzinger____________________

El hombre es imagen de Dios precisamenteen la medida en que el ser “desde”, “con” y “para”constituye el patrón antropológico fundamental.

I. LA PREGUNTA

En la mente del hombre contemporáneo la libertad se manifiesta en gran medida como el bien absolutamente más elevado, al cual se subordinan todos los demás bienes. Consecuentes con lo anterior, las decisiones de los tribunales atribuyen a la libertad artística y a la libertad de opinión preponderancia por encima de todos los demás valores morales. Los valores que compiten con la libertad o que pueden requerir una restricción de la misma parecen ser trabas o “tabúes”, es decir, restos de prohibiciones y temores arcaicos. Para ser aceptada, la política de los gobiernos debe dar muestras de contribuir al progreso de la libertad. Incluso la religión logra hacer oír su voz únicamente presentándose como fuerza liberadora del hombre y la humanidad. En la escala de valores de la cual el hombre depende para su existencia humana, la libertad aparece como el valor básico y el derecho humano fundamental. En contraste, tendemos a reaccionar suspicazmente ante el concepto de verdad: recordamos que ya se ha recurrido al término “verdad” en muchas opiniones y sistemas, y que la afirmación de la verdad ha sido a menudo un medio para suprimir la libertad. Por otra parte, las ciencias naturales han alimentado el escepticismo en relación con todo aquello que no puede explicarse o demostrarse mediante sus métodos exactos. Todo esto parece en definitiva ser puramente una asignación subjetiva de un valor que no puede aspirar a un carácter universalmente obligatorio. La actitud moderna hacia la verdad se resume en la forma más sucinta en la pregunta de Pilatos: “Qué es la verdad?”. Quienquiera afirme estar al servicio de la verdad con su vida, su palabra y su acción debe estar dispuesto a ser considerado un soñador o un fanático, porque “el mundo del más allá está cerrado a nuestra mirada”. Esta frase del Fausto de Goethe caracteriza nuestra actual sensibilidad común. Indudablemente, la perspectiva de una pasión enteramente segura de sí misma por la verdad sugiere motivos suficientes para preguntar cautelosamente “¿Qué es la verdad?”. Sin embargo, existen motivos igualmente válidos para plantear la interrogante “¿Qué es la libertad?”. ¿Qué queremos realmente decir al exaltar la libertad ubicándola en el pináculo de nuestra escala de valores? A mi modo de ver, el contenido en general asociado por las personas con la exigencia de libertad está explicado muy acertadamente en los términos de un pasaje de Karl Marx en el cual éste expresa su propio sueño de libertad. En el estado de la sociedad comunista del futuro -dice- será posible “hacer una cosa hoy día y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche y criticar después de la cena, simplemente a gusto de cada uno...”[1]. Es precisamente el sentido en que la opinión del común de la gente entiende de manera espontánea la libertad, como el derecho y la oportunidad de hacer simplemente todo lo que queramos y no tener que hacer cosa alguna que no deseemos llevar a cabo. Dicho en otros términos, la libertad significaría que nuestra propia voluntad es la única norma de nuestra acción y no sólo podemos desearlo todo, sino además tenemos la posibilidad de realizar los deseos de esa voluntad. Sin embargo, en este punto, comienzan a surgir interrogantes: ¿En qué medida es libre la voluntad después de todo? ¿Y hasta dónde es razonable? ¿Es una voluntad no razonable realmente una voluntad libre? ¿Es una libertad no razonable realmente libertad? ¿Es realmente un bien? Para evitar la tiranía de la sinrazón, ¿no debemos completar la definición de libertad señalando que es la capacidad de desear y hacer lo que deseamos, ubicándolo en el contexto de la razón, de la totalidad del hombre? ¿Y no implicará también la interacción entre la razón y la voluntad la búsqueda de la razón común compartida por todos los hombres y por consiguiente de la compatibilidad de las libertades? Evidentemente, la pregunta sobre la verdad está implícita en la pregunta sobre el carácter razonable de la voluntad y el vínculo entre ésta y la razón.

No son consideraciones filosóficas puramente abstractas las que nos exigen hacernos esas preguntas, sino la situación muy concreta de nuestra sociedad. Aún cuando en esta situación no disminuye la exigencia de libertad, salen cada vez con mayor dramatismo a relucir las dudas sobre todas las formas de movimientos de lucha por la liberación y sistemas de libertad existentes hasta ahora. No olvidemos que el marxismo comenzó su trayectoria como la gran fuerza política de nuestro siglo sosteniendo que introduciría un nuevo mundo de libertad y liberación humana. Fue precisamente la seguridad otorgada por el marxismo de conocer el camino científicamente garantizado hacia la libertad y de estar en condiciones de crear un nuevo mundo lo que atrajo a muchas de las mentes más audaces de nuestra época hacia ese movimiento. A la larga, el marxismo llegó a visualizarse como el poder mediante el cual la doctrina cristiana de la redención podría convertirse finalmente en una práctica realista de la liberación, es decir, en la realización concreta del reino de Dios como el verdadero reino del hombre. Con la caída del “socialismo real” de las naciones de Europa Oriental, no han desaparecido enteramente esas esperanzas, que subsisten silenciosamente en distintos lugares buscando un nuevo rostro. Junto con el fracaso político y económico no ha habido una verdadera derrota intelectual, y en ese sentido la interrogante planteada por el marxismo está todavía lejos de resolverse. No obstante, está claramente a la vista de todos el hecho de que el sistema marxista no funcionó en la forma prometida. Nadie puede seguir negando seriamente que este ostensible movimiento de liberación ha sido, junto con el Nacional Socialismo, el mayor sistema de esclavitud de la historia moderna. El

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alcance de esta cínica destrucción del hombre y el medio ambiente se ha aquietado con cierta vergüenza, pero ya nadie puede ponerlo en duda.

Estos procesos han mostrado la superioridad moral del sistema liberal en la política y la economía. Sin embargo, dicha superioridad no es motivo de entusiasmo. Ciertamente, es demasiado grande el número de aquellos que no tienen participación en los frutos de esta libertad, perdiéndola en todas sus formas. Así, el desempleo está siendo nuevamente un fenómeno masivo y la sensación de no ser necesarios, de tener un carácter superfluo, tortura a los hombres no menos que la pobreza material. Hay una propagación de la explotación inescrupulosa, el crimen organizado aprovecha las oportunidades que le ofrece el mundo libre y democrático, y en medio de esta situación nos acosa el espectro de la insignificancia. En las Semanas Universitarias de Salzburgo, en 1995, el filósofo polaco Andrej Szizpiorski describía ampliamente el dilema de la libertad que ha surgido con posterioridad a la caída del muro de Berlín. Es aconsejable prestarle mayor atención:

No cabe duda alguna de que el capitalismo ha avanzado un gran paso. Y tampoco cabe duda alguna de que no ha estado a la altura de lo esperado. El clamor de las enormes masas cuyos deseos no se han cumplido es permanente en el capitalismo. La caída de la concepción soviética del hombre y el mundo en la práctica política y social liberó a millones de vidas humanas de la esclavitud. Sin embargo, en el patrimonio intelectual europeo, a la luz de la tradición de los últimos doscientos años, la revolución anticomunista también marca el fin de las ilusiones de la ilustración, es decir, la destrucción de la concepción intelectual fundamental en el desarrollo inicial de la Europa moderna (...). Ha comenzado una época notable y sin precedentes de desarrollo uniforme. Y de pronto se ha visto, probablemente por primera vez en la historia, que existe únicamente una fórmula, un camino, un modelo y un método para organizar el futuro. Y el ser humano ha perdido fe en el significado de las revoluciones que están ocurriendo. También ha perdido la esperanza de que el mundo pueda cambiar y su transformación valga la pena (...). Con todo, ante la carencia total de alternativas, las personas se plantean interrogantes totalmente nuevas. La primera pregunta es la siguiente: ¿se equivocó después de todo el Occidente? Y la segunda: si el Occidente no tenía la razón, ¿quién la tenía entonces? Nadie puede dudar en Europa que el comunismo no estaba en lo cierto, con lo cual surge la tercera interrogante, ¿no será que nadie puede tener la razón? Si es así, todo el legado intelectual de la Ilustración carece de valor (...). Tal vez, al cabo de dos siglos de funcionamiento útil y sin dificultades, el motor a vapor desgastado de la Ilustración se ha detenido a la vista de nosotros y con nuestra cooperación. Y el vapor simplemente se está evaporando. Si de hecho así están las cosas, las perspectivas son desalentadoras[2].

Aún cuando aquí también podrían plantearse muchas interrogantes en respuesta, no podemos dejar de lado el realismo y la lógica de las preguntas fundamentales de Szizypiorski. Al mismo tiempo, su diagnóstico es tan desconsolador que no podemos detenernos ahí. ¿Nadie tenía la razón? ¿Tal vez no existe “razón alguna”? ¿Son los fundamentos de la Ilustración Europea, en los cuales descansa el desarrollo histórico de la libertad, falsos o al menos deficientes? En definitiva, la pregunta “¿qué es la libertad?” no es menos complicada que la pregunta “¿qué es la verdad?”. El dilema de la Ilustración, en el cual hemos caído incuestionablemente, nos limita a replantear estas dos preguntas y a renovar nuestra búsqueda de relación entre ambas. Con el fin de avanzar, debemos por lo tanto considerar nuevamente el punto de partida del curso de la libertad en la modernidad. La corrección claramente requerida del curso, para que los senderos puedan asomar nuevamente ante nosotros desde el panorama obscurecido, debe remontarse a los puntos de partida y comenzar a operar desde allí. Ciertamente, en el marco estrecho de un artículo sólo se puede procurar destacar algunos puntos. Mi objetivo consiste aquí en mostrar en cierta medida la magnitud y los peligros del camino de la modernidad y así contribuir a una nueva reflexión.

II. EL PROBLEMA: LA HISTORIA Y EL CONCEPTO DE LIBERTAD EN LA MODERNIDAD

Sin duda, la libertad ha sido desde el comienzo el tema que define la época que podemos llamar moderna. La ruptura repentina con el viejo orden para ir en busca de nuevas libertades es el único motivo que justifica esta distinción de un nuevo período. En el polémico texto de Lutero Von der Freiheit eines Christenmenschen (Sobre la libertad de un cristiano), se abordó por primera vez el tema en forma vigoroza y con tonos resonantes[3]. Fue el grito de libertad que hizo ponerse de pie y observar a los hombres, que provocó una verdadera avalancha y convirtió los escritos de un monje en ocasión de un movimiento de masas transformando radicalmente la faz del mundo medieval. Estaba en discusión la libertad de conciencia frente a la autoridad de la Iglesia, es decir, la más íntima de todas las libertades humanas. No es el orden de la comunidad lo que salva al hombre, sino su fe enteramente personal en Cristo. El hecho de que la totalidad del sistema ordenado de la Iglesia medieval en definitiva había perdido importancia se consideró un impulso masivo hacia la libertad. El orden que en realidad estaba destinado a apoyar y salvar parecía una carga; había dejado de ser valedero, es decir, carecía de significado redentor. La redención ahora significaba liberación, liberación del yugo del orden supraindividual. Aún cuando no sería correcto hablar del individualismo de la Reforma, la nueva importancia del individuo y el cambio de la relación entre la conciencia individual y la autoridad constituyen no obstante parte de sus rasgos predominantes. Sin embargo, este movimiento de liberación se circunscribió dentro de la esfera propiamente religiosa. Cada vez que se extendía a un programa político, como la guerra de los campesinos o el movimiento anabaptista, Lutero se oponía vigorosamente. Lo ocurrido en el ámbito político fue precisamente lo contrario de la liberación: con la creación de iglesias territoriales y nacionales, aumentó y se consolidó el poder de la autoridad secular. En el mundo anglosajón las iglesias libres surgieron posteriormente de esta nueva fusión del gobierno religioso y político, llegando a ser precursoras de una nueva construcción de la historia, que más tarde adquirió características claras en la Ilustración, segunda etapa de la era moderna.

Es común a toda la Ilustración el deseo de emancipación, inicialmente en el sentido kantiano del sapere aude, atreverse a usar la razón por sí mismo. Kant impulsa encarecidamente a la razón individual a liberarse de los lazos de la autoridad, la cual debe someterse plenamente a un examen crítico. Sólo se otorga validez a lo accesible mediante los ojos de la razón. Este programa

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filosófixo es por su propia naturaleza también de carácter político: la razón reinará y en definitiva no se acepta otra autoridad fuera de la razón. Sólo tiene validez lo accesible para la razón; lo no razonable, es decir, no accesible para la razón, tampoco puede ser valedero. Esta tendencia fundamental de la Ilustración se manifiesta con todo en filosofías sociales y programas políticos diferentes e incluso contrarios. A mi modo de ver, podemos distinguir dos corrientes principales. La primera es la corriente anglosajona, con su orientación predominantemente basada en los derechos naturales y su tendencia hacia la democracia constitucional, concebida como el único sistema realista de la libertad. En el extremo opuesto del espectro, se encuentra el enfoque radical de Rousseau, que en definitiva apunta hacia una total autarquía. El pensamiento basado en los derechos naturales implica en forma crítica el criterio de los derechos innatos del hombre tanto al derecho positivo como a las formas concretas de gobierno. Estos derechos se consideran anteriores a todo orden legal y constituyen su base y medida. “El hombre ha sido creado libre y sigue siéndolo aún cuando haya nacido encadenado”, dice Friedrich Schiller en este sentido. Schiller no está haciendo una afirmación para consolar a los esclavos con nociones metafísicas, sino que ofrece un principio a los luchadores, una máxima para la acción. Un orden jurídico que crea esclavitud es un orden injusto. Desde la creación el hombre tiene derechos que deben hacerse cumplir para que exista la justicia. La libertad no se otorga al hombre desde el exterior. Él es el titular de derechos porque ha sido creado como ser libre. Este pensamiento dio origen a la idea de los derechos humanos, Carta Magna de la lucha moderna por la libertad. Cuando se alude a la naturaleza en este contexto, no se hace referencia únicamente a un sistema de procesos biológicos. Lo importante es más bien el hecho de que los derechos se encuentran presentes naturalmente en el hombre mismo con anterioridad a toda construcción legal. En este sentido, la idea de los derechos humanos es en primer lugar de carácter revolucionario: se opone al absolutismo del estado y a los caprichos de la legislación positiva; pero también es una idea metafísica, contiene en sí misma una afirmación ética y legal. No es una materialidad ciega que luego pueda configurarse de acuerdo con un carácter puramente funcional. La naturaleza contiene el espíritu, el carácter distintivo y la dignidad, y en este sentido constituye tanto la afirmación jurídica como la medida de nuestra liberación. En principio, aquí encontramos algo muy parecido al concepto de naturaleza de la epístola a los Romanos. De acuerdo a este concepto, inspirado por el estilóbato y transformado por la teología de la creación, los gentiles conocen la ley guiados “por la razón natural” y son para sí mismos ley (Rom 2:14).

En esta línea de pensamiento, el elemento específico, propio de la Ilustración y la modernidad, reside en la noción de acuerdo con la cual el carácter jurídico de la naturaleza implica frente a las formas de gobierno existentes ante todo la exigencia de que el estado y las demás instituciones respeten los derechos del individuo. La naturaleza humana posee en primer lugar derechos en oposición a la comunidad, que deben protegerse de la misma: la institución se visualiza como el polo opuesto de la libertad, mientras el individuo aparece como su portador, siendo su meta la total emancipación.

Hay aquí un punto de contacto entre la primera corriente y la segunda, con una orientación considerablemente más radical. Para Rousseau, todo cuanto debe su origen a la razón y a la voluntad es contrario a la naturaleza y la corrompe y contradice. El concepto de naturaleza no está en sí mismo configurado por la idea de un derecho supuestamente anterior a todas nuestras instituciones como ley de la naturaleza. El concepto de naturaleza de Rousseau es antimetafísico y correlativo con su sueño de una total libertad, absolutamente no reglamentada[4]. Ideas similares reaparecen en Nietzsche, que opone el frenesí dionisíaco al orden apolíneo, evocando así las antítesis primordiales de la historia de las religiones: el orden de la razón, representado simbólicamente por Apolo, que corrompe el frenesí libre y sin restricciones de la naturaleza[5], Klages retoma el mismo motivo con su idea de que el espíritu es el adversario del alma: el espíritu no es el gran nuevo don en el cual únicamente existe la libertad, sino un elemento corrosivo del origen prístino con su pasión y libertad[6]. En cierto sentido, esta declaración de guerra al espíritu es enemiga de la Ilustración, y en esa medida el Nacional Socialismo, con su hostilidad a la Ilustración y su culto a “la sangre y el suelo”, podía recurrir a este tipo de corrientes. En todo caso, aún aquí el grito de libertad, motivo fundamental de la Ilustración, no es puramente operativo y se da en su forma más radicalmente intensificada. En la política radical del siglo pasado y el actual, han surgido repetidamente diversas formas de esas tendencias contra la forma de libertad domesticada democráticamente. La revolución francesa, que comenzó con la idea de una democracia constitucional, se despojó muy pronto de esa cadena, adoptando el camino de Rousseau y la concepción anárquica de la libertad, por lo cual precisamente se convirtió de forma inevitable en una dictadura sangrienta.

El marxismo es también una continuación de esta línea radical: criticó permanentemente la libertad democrática, calificándola de impostura y ofreciendo una libertad superior, más radical. Ciertamente, su poder de fascinación provenía justamente de la promesa de una libertad mayor y más vigorosa que aquella obtenida en las democracias. Dos aspectos del sistema marxista me parecen de especial importancia en relación con el problema de la libertad en el período moderno y la pregunta sobre la verdad y la libertad.

* El marxismo parte del principio según el cual la libertad es indivisible, es decir, existe como tal únicamente cuando es de todos. La libertad está unida a la igualdad. La existencia de la libertad exige ante todo el establecimiento de la igualdad. Por consiguiente, es necesario renunciar a la libertad con el fin de alcanzar la meta de la total libertad. La solidaridad de quienes luchan por la libertad de todos es anterior a la reivindicación de las libertades individuales. La cita de Marx que sirvió de punto de partida para nuestras reflexiones nos muestra que la idea de libertad sin límites del individuo reaparece al final del proceso. Con todo, en el presente, la norma es el carácter prioritario de la comunidad, la subordinación de la libertad a la igualdad y por lo tanto la preponderancia del derecho comunitario en oposición al individuo.

* Está ligada con esta noción la suposición según la cual la libertad del individuo depende de la estructura de la totalidad y la lucha por la libertad no debe trabarse principalmente para asegurar los derechos del individuo, sino para modificar la estructura del mundo. Sin embargo, ante la interrogante sobre la supuesta forma de esta estructura y los medios para concretarla, el marxismo no pudo dar una respuesta, ya que en el fondo hasta un ciego podría ver que ninguna de sus estructuras permite realmente que la libertad en nombre de la cual se hacía un llamado a los hombres, deje de lado la misma libertad; pero los intelectuales son ciegos en

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relación con sus propias construcciones intelectuales y por este motivo podían abjurar de todo realismo y seguir luchando por un sistema incapaz de honrar sus promesas. Se refugiaron en la mitología, afirmando que la nueva estructura daría origen a un hombre nuevo, porque en realidad las promesas del marxismo sólo podían operar con hombres nuevos, totalmente distintos a lo que son en este momento. Si el carácter moral del marxismo descansa en el imperativo de la solidaridad y en la idea de la indivisibilidad de la libertad, existe una mentira evidente en su proclamación del hombre nuevo, que paraliza incluso su ética incipiente. Las verdades parciales son correlativas con una mentira y este hecho anula la totalidad: toda mentira sobre la libertad neutraliza incluso los elementos de verdad asociados con la misma. La libertad sin verdad no es en absoluto libertad.

Detengámonos en este punto. Hemos llegado una vez más a lo esencial de los problemas formulados tan drásticamente por Szizypiorski en Salzburgo. Sabemos ahora cuál es la mentira, al menos en relación con las formas en que se ha dado hasta ahora el marxismo; pero todavía estamos lejos de saber qué es la verdad. En realidad, se intensifica nuestra aprensión: ¿tal vez no existe verdad alguna? ¿Es posible que simplemente no exista derecho alguno? ¿Debemos contentarnos con un orden social mínimo de carácter momentáneo? ¿Pero es posible que incluso semejante orden no dé resultado, como lo muestran los últimos acontecimientos en los Balcanes y tantas otras partes del mundo? El escepticismo aumenta y los fundamentos del mismo adquieren un carácter más convincente. Al mismo tiempo, no es posible descartar el deseo de lo absoluto.

La sensación de que la democracia no es la forma correcta de libertad es bastante común y se propaga cada vez más. No es fácil descartar simplemente la crítica marxista de la democracia: ¿en qué medida son libres las elecciones? ¿En qué medida son manipulados los resultados por la propaganda, es decir, por el capital, por un pequeño número de individuos que domina la opinión pública? ¿No existe una nueva oligarquía, que determina lo que es moderno y progresista, lo que un hombre ilustrado debe pensar? Es suficientemente notoria la crueldad de esta oligarquía y su poder de ejecución pública. Cualquiera que interfiera su tarea es un enemigo de la libertad, porque después de todo está obstaculizando la expresión libre de la opinión. ¿Y cómo se llega a tomar decisiones en los órganos representativos? ¿Quién podría seguir creyendo que el bienestar general de la comunidad orienta realmente el proceso de toma de decisiones? ¿Quién podría dudar del poder de ciertos intereses especiales, cuyas manos sucias están a la vista cada vez con mayor frecuencia? Y en general, ¿es realmente el sistema de mayoría y minoría realmente un sistema de libertad? ¿Y no son los grupos de intereses de todo tipo manifiestamente más fuertes que el parlamento, órgano esencial de la representación política? En este enmarañado juego de poderes surge el problema de la ingobernabilidad en forma aún más amenazadora: el predominio de la voluntad de ciertos individuos sobre otros obstaculiza la libertad de la totalidad.

Existe indudablemente un coqueteo con las soluciones autoritarias y un alejamiento de una libertad que se escapa. Sin embargo, esta actitud no define aún la mentalidad de nuestro siglo. La corriente radical de la Ilustración no ha perdido su atractivo y ciertamente está adquiriendo cada vez más poder. Precisamente en el enfrentamiento con los límites de la democracia, el clamor por la libertad total adquiere mayor vigor. Hoy como ayer, ciertamente -y en mayor medida- la “Ley y el Orden” se consideran la antítesis de la libertad. Hoy como ayer la institución, la tradición y la autoridad parecen ser polaridades opuestas de la libertad. La tendencia anarquista del anhelo de libertad está adquiriendo mayor fuerza porque las formas ordenadas de la libertad pública son insatisfactorias. Las grandes promesas hechas en los inicios de la modernidad no se han cumplido, de manera que su fascinación no ha disminuido. La forma democráticamente ordenada de la libertad no puede seguir defendiéndose puramente mediante una reforma legal determinada. La interrogante se remonta a los fundamentos mismos, está vinculada con lo que el hombre es y cómo puede vivir adecuadamente tanto individual como colectivamente.

Vemos cómo el problema político, filosófico y religioso de la libertad ha llegado a ser una totalidad indisoluble. Todo aquel que busque caminos hacia delante debe tener en cuenta esta totalidad y no puede contentarse con pragmatismos superficiales. Antes de intentar describir en la última parte algunas orientaciones que en mi opinión se están abriendo, quisiera revisar brevemente la filosofía tal vez más radical de la libertad de nuestro siglo, la de J.P. Sartre, en la medida que hace resaltar claramente toda la magnitud y gravedad del problema. Sartre considera al hombre condenado a la libertad. En contraste con el animal, el hombre no tiene “naturaleza”. El animal vive su existencia de acuerdo a leyes con las cuales simplemente ha nacido; no necesita considerar qué debe hacer con su vida. Sin embargo, la esencia del hombre es indeterminada. Es una pregunta abierta. Yo mismo debo decidir qué entiendo por “humanidad”, qué quiero hacer con la misma y cómo deseo moldearla. El hombre no tiene naturaleza, pero es pura libertad. Su vida debe tomar alguna dirección, pero en definitiva a nada llega. Esta libertad absurda es el infierno del hombre. Lo inquietante de este enfoque es el hecho de conducir a una separación de la libertad y la verdad hasta llegar a la conclusión más radical: no existe en absoluto la verdad. La libertad no tiene dirección ni medida[7]. En todo caso, esta ausencia total de la verdad, esta ausencia total de todo vínculo moral y metafísico, esta libertad absolutamente anárquica, entendida como cualidad esencial del hombre, se manifiesta a un individuo que procura vivirla no como supremo realce de la existencia, sino como frustración en la vida, vacío absoluto y definición de la condenación. El aislamiento de un concepto radical de la libertad, que para Sartre fue una experiencia vivida, muestra con toda la claridad deseable que al liberarnos de la verdad no obtenemos la libertad pura, sino su abolición. La libertad anárquica, considerada radicalmente, no redime, sino convierte al hombre en una criatura extraviada, un ser sin sentido.

III. VERDAD Y LIBERTAD

Sobre la esencia de la libertad humana

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Después de esta tentativa de comprender el origen de nuestros problemas y obtener una visión clara de su tendencia interna, corresponde ahora buscar respuestas. Ha llegado a ser evidente que el punto crítico de la historia de la libertad en el cual nos encontramos ahora descansa en una idea no aclarada y unilateral de la libertad. Por una parte, el concepto de libertad se ha aislado y por consiguiente falsificado: la libertad es un bien, pero únicamente dentro de una red de otros bienes, junto con los cuales constituye una totalidad indisoluble. Por otra parte, la noción misma se ha restringido estrechamente, abarcando únicamente los derechos de la libertad individual, con lo cual ha quedado desprovista de su verdad humana. Quisiera ilustrar el problema que presenta esta forma de comprender la libertad recurriendo a un ejemplo concreto. Al mismo tiempo, este ejemplo puede abrir el camino hacia una visión más adecuada de la libertad. Me refiero al problema del aborto. En la radicalización de la tendencia individualista de la Ilustración, el aborto aparece como un derecho propio de la libertad: la mujer debe estar en condiciones de hacerse cargo de sí misma; debe tener la libertad de dicidir si trae un hijo al mundo o se deshace del mismo; debe tener la facultad de tomar decisiones sobre su propia vida, y nadie puede imponerle (así nos dicen) desde afuera norma alguna de carácter definitivamente obligatorio. Lo que está en juego es el derecho a la autodeterminación. ¿Pero realmente está tomando una decisión sobre su propia vida la mujer que aborta? ¿No está decidiendo precisamente sobre otro ser, decidiendo que no debe otorgársele libertad alguna, y en ese espacio de libertad, que es vida, debe ser despojado de la misma porque está compitiendo con su propia libertad? Por consiguiente, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿exactamente qué tipo de libertad tiene incluso derecho a anular la libertad de otro ser tan pronto como ésta surge?

Ahora bien, no puede decirse que el tema del aborto es un caso especial, inadecuado para aclarar el problema general de la libertad. No, precisamente este ejemplo destaca la figura básica de la libertad humana y muestra claramente lo típicamente humano de la misma. Porque ¿qué está en juego aquí? El ser de otra persona está tan íntimamente vinculado con el de la madre que en el presente sólo puede sobrevivir encontrándose físicamente con ella, en una unidad física con la misma. Sin embargo, dicha unidad no anula el hecho de que este ser sea otro ni nos autoriza a poner en duda su individualidad propia. Con todo, el ser uno mismo en esta forma proviene radicalmente de otro ser y se da a través de éste. A la inversa, es ser-con exige al ser del otro, es decir, de la madre, a convertirse en un ser-para, en contradicción con su propio deseo de autonomía, y por consiguiente ella lo experimenta como la antítesis de su propia libertad. Debemos agregar que incluso después de nacer el hijo y cambiar la forma exterior de su ser a partir de y con, sigue siendo igualmente dependiente y encontrándose a merced de un ser-para. Ciertamente, se podría entregar el niño a una institución y someterlo al cuidado de otro “para”, pero la figura antropológica es la misma, ya que sigue existiendo un “a partir de” que exige un “para”. Debo Aceptar los límites de mi libertad, o más bien dicho vivir mi libertad no como competencia, sino con espíritu de mutuo apoyo. Si abrimos los ojos, vemos que a su vez esto no sólo ocurre en relación con el hijo, sino que la presencia del mismo en el útero materno es simplemente una representación muy gráfica de la esencia humana en general. También el adulto sólo puede existir con otro y a partir del mismo, y por consiguiente es permanentemente remitido a ese ser-para del cual justamente quisiera prescindir. Dicho con más precisión, el hombre espontáneamente da por sentado el ser-para de los demás en la configuración de la actual red de sistemas de servicios, pero si tuviera la posibilidad, preferiría no estar obligado a participar en ese “a partir de” y “para” y le gustaría llegar a ser totalmente independiente y poder hacer y no hacer únicamente lo que le plazca. La exigencia radical de libertad, que cada vez con más claridad comprobamos ser producto del curso histórico de la Ilustración, sobre todo de la línea iniciada por Rousseau, y que en la actualidad configura en gran medida la mentalidad general, prefiere no tener un de dónde ni un adónde, no ser a partir de ni para, sino encontrarse plenamente en libertad. En otras palabras, considera lo que es realmente la figura fundamental de la existencia humana en sí misma como un ataque a la libertad, que la acomete antes que el individuo tenga la posibilidad de vivir y actuar. El clamor radical por la libertad exige la liberación del hombre de su esencia misma de hombre, de tal manera que pueda convertirse en el “hombre nuevo”. En la nueva sociedad, las dependencias que restringen el yo y la necesidad de altruismo no tendrían derecho a seguir existiendo. “Seréis como dioses”. Es posible visualizar con bastante claridad esta promesa detrás de la exigencia radical de libertad de la modernidad. Aún cuando Ernst Topisch creía poder decir con seguridad que en la actualidad ningún hombre razonable todavía aspira a ser como Dios, si observamos más detenidamente, podemos afirmar precisamente lo contrario: la meta implícita de todas las luchas por la libertad de la modernidad es llegar a ser en definitiva como un dios que no depende de nada y de nadie y cuya propia libertad no esté restringida por la de otro ser. Una vez vislumbrado este núcleo teológico oculto del deseo radical de libertad, podemos también percibir el error fundamental que sigue ejerciendo su influjo aún cuando esas conclusiones radicales no se deseen directamente o incluso se rechacen. El deseo de ser totalmente libres, sin la libertad competitiva de otros, sin un “a partir de” ni un “para”, no presupone una imagen de Dios, sino un ídolo. El error fundamental de semejante deseo radicalizado de libertad reside en la idea de una divinidad concebida como puro egoísmo. El dios concebido de esta manera no es un Dios, sino un ídolo. Ciertamente, es la imagen de lo que la tradición cristiana llamará el demonio, el anti-Dios, porque contiene exactamente la antítesis radical del verdadero Dios. El verdadero Dios es por su propia naturaleza enteramente un ser-para (Padre), un ser a partir de (Hijo) y un ser-con (Espíritu Santo). El hombre, por su parte, es precisamente a imagen de Dios en la medida en que el “a partir de”, el “con” y el “para” constituyen el patrón antropológico fundamental. Cada vez que existe una tentativa de liberarnos de este patrón, no estamos en el camino hacia la divinidad, sino hacia la deshumanización, hacia la destrucción del propio ser mediante la destrucción de la verdad. La variante jacobina de la idea de liberación (llamemos así a los radicalismos de la modernidad) es una rebelión contra el ser mismo del hombre, una rebelión contra la verdad, que por consiguiente conduce al hombre, como Sartre vio con gran penetración, hacia una existencia contradictoria en sí misma, que llamamos infierno.

De lo anterior se desprende que la libertad está asociada a una medida, la medida de la realidad, que es la verdad. La libertad de destruirse a sí mismo o destruir a otro no es libertad, sino parodia demoníaca. La libertad del hombre es compartida, en la existencia conjunta de libertades que se limitan y por tanto se apoyan entre sí. La libertad debe medirse por lo que soy, por lo que somos; de lo contrario, se anula a sí misma. Habiendo dicho esto, estamos en condiciones de hacer una corrección esencial de la imagen superficial de libertad tan predominante en el presente: si la libertad del hombre sólo puede consistir en la coexistencia ordenada

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de libertades, esto significa que el orden -derecho[8]- no es la antítesis conceptual de la libertad, sino más bien condición, ciertamente, elemento constitutivo de la libertad misma. El derecho no es un obstáculo para la libertad, sino un elemento constitutivo de la misma. La ausencia de derecho es ausencia de libertad.

Libertad y responsabilidad

Claramente, este enfoque da lugar de inmediato a nuevas interrogantes: ¿qué derecho es acorde con la libertad? ¿Cómo debe estructurarse el derecho para constituir un orden justo de la libertad? Porque indudablemente existe un falso derecho, que esclaviza y por tanto no es en absoluto derecho, sino una forma regulada de injusticia. Nuestra crítica no debe dirigirse al derecho en sí mismo, en la medida que éste es parte de la esencia de la libertad; debe desenmascarar el falso derecho como tal y servirnos para arrojar luz sobre el verdadero derecho, aquel que es acorde con la verdad y por consiguiente con la libertad.

¿Pero cómo encontramos este orden justo? Esta es la gran interrogante de la verdadera historia de la libertad, planteada en definitiva en su forma correcta. Como lo hemos hecho hasta ahora, abstengámonos de trabajar con consideraciones filosóficas abstractas. Procuremos más bien enfocar una respuesta en forma inductiva a partir de las realidades de la historia tal como están dadas efectivamente. Si comenzamos con una pequeña comunidad de proporciones manejables, sus posibilidades y límites nos entregan cierta base para detectar el orden más adecuado para la vida compartida por todos los miembros, de tal manera que surge una forma común de libertad de su existencia conjunta. En todo caso, semejante pequeña comunidad no es autónoma; está ubicada dentro de órdenes mayores, que junto con otros factores determinan se esencia. En la era de las naciones, se acostumbraba dar por sentado que la propia nación era la unidad representativa, que el bien común de la misma era también la justa medida de su libertad como comunidad. Los acontecimientos de nuestro siglo han demostrado que este punto de vista es inadecuado. Agustín señaló al respecto que si un Estado se mide a sí mismo únicamente por sus intereses comunes y no por la justicia misma, por la verdadera justicia, no se diferencia estructuralmente de una banda de ladrones debidamente organizada. Después de todo, la banda de ladrones típicamente emplea como medida de sí misma su propio bien independientemente del bien de los demás. Si nos remontamos al período colonial y los estragos que legó al mundo, vemos hoy día cómo incluso Estados debidamente ordenados y civilizados tenían en algunos aspectos semejanzas con la naturaleza de las bandas de ladrones, ya que pensaban únicamente en términos de su propio bien y no del bien en sí mismo. Por consiguiente, la libertad garantizada en esta forma tiene algo de la libertad del bandido. No es una libertad verdadera y auténticamente humana. En la búsqueda de la justa medida, toda la humanidad debe ser considerada y nuevamente -como lo vemos cada vez con más claridad- no sólo la humanidad actual, sino también futura.

Por lo tanto, el criterio del verdadero derecho, que puede llamarse tal por ser acorde con la libertad, sólo puede ser el bien de la totalidad, el bien en sí mismo. Basándose en este enfoque, Hans Jonas definió la responsabilidad como el concepto central de la ética[9]. Así, para comprender debidamente la libertad debemos concebirla siempre en un paralelo con la responsabilidad. Por consiguiente la historia de la liberación sólo puede darse como historia del incremento de la responsabilidad. La mayor libertad ya no puede descansar puramente en dar cada vez más amplitud a los derechos individuales en sí mismos. La mayor libertad debe ser mayor responsabilidad, y eso incluye la aceptación de los vínculos cada vez mayores requeridos por las exigencias de la existencia en común de la humanidad y por la conformidad con la esencia del hombre. Si la responsabilidad responde a la verdad del ser del hombre, podemos decir entonces que un componente esencial de la historia de la liberación es la purificación en curso en aras de la verdad. La verdadera historia de la libertad consiste en la purificación de los individuos y las instituciones a través de esta verdad.

El principio de responsabilidad establece un marco que requiere llenarse con cierto contenido. Este es el contexto en el cual debemos considerar la propuesta del desarrollo de un carácter distintivo planetario, de la cual Hans Küng ha sido un portavoz principal y apasionadamente comprometido. Indudablemente, en nuestra actual situación, es sensato y necesario buscar los elementos básicos comunes de las tradiciones éticas de las diversas religiones y culturas. En este sentido, semejante esfuerzo es de todas maneras importante y apropiado. Por otra parte, los límites de este tipo de tarea son evidentes. Joachim Fest, entre otros, ha llamado la atención sobre estos límites en un análisis comprensivo, pero también muy pesimista, con una tendencia general muy vinculada al escepticismo de Szizypiorski[10]. Porque este mínimo ético que se desprende de las religiones del mundo carece en primer lugar de toda la obligatoriedad y autoridad intrínseca que es requisito previo de la ética. A pesar de todos los esfuerzos por llegar a una posición claramente comprensible, también carece de la evidencia de la razón, que en opinión de los autores podría y debería sustituir a la autoridad, y también carece del carácter concreto sin el cual la ética no puede entrar en su propio terreno. Una idea implícita en este experimento me parece correcta: la razón debe escuchar a las grandes tradiciones religiosas si no quiere llegar a ser sorda, muda y ciega precisamente ante lo esencial de la existencia humana. Toda gran filosofía adquiere vida al escuchar y aceptar la tradición religiosa. Cuando desaparece esta relación, el pensamiento filosófico se marchita y se convierte en puro juego conceptual[11]. El tema mismo de la responsabilidad, es decir, el problema de anclar la libertad en la verdad del bien del hombre y el mundo, revela con gran claridad la necesidad de escuchar atentamente esa tradición, ya que aún cuando el enfoque general del principio de responsabilidad es en gran medida acertado, todavía nos preguntamos cómo llegar a una visión amplia de lo que es el bien para todos, no sólo para el presente, sino también para el futuro. Aquí nos acecha un doble peligro. Por una parte existe el riesgo de caer en el consecuencialismo, criticado debidamente por el Papa en su encíclica moral (Veritatis splendor, nn.71-83). El hombre simplemente se engaña a sí mismo si cree ser capaz de determinar toda la gama de consecuencias provenientes de su acción y convertirlas en normas de su libertad. Al hacerlo, sacrifica el presente por el futuro, mientras al mismo tiempo deja de construir el futuro. Por otra parte, ¿quién decide lo que prescribe nuestra responsabilidad? Cuando la verdad deja de visualizarse en el contexto de una apropiación inteligente de las grandes tradiciones de la fe, se sustituye por el consenso. Con todo, debemos preguntarnos una vez más: ¿el consenso de quiénes? La respuesta común es “el consenso de quienes son capaces de elaborar argumentos racionales”. Como es imposible desconocer la arrogancia elitista de semejante dictadura intelectual, se dice entonces

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que las personas capaces de elaborar argumentos racionales también deberían comprometerse en la “defensa” de quienes no tienen esa capacidad. Toda esta línea de pensamiento difícilmente puede inspirar confianza. Es evidente para todos la fragilidad de los consensos y la facilidad con que en cierto clima intelectual los grupos partidistas pueden afirmar que son los únicos representantes equitativos del progreso y la responsabilidad. También es muy fácil aquí expulsar al demonio con Belcebú o sustituir el demonio de los sistemas intelectuales del pasado con otros siete nuevos y peores.

La verdad de nuestra humanidad

La forma de establecer la relación correcta entre responsabilidad y libertad no puede determinarse simplemente mediante un cálculo de los efectos. Debemos volver a la idea de que la libertad del hombre se da en la coexistencia de las libertades. Sólo así es verdadera, es decir, en conformidad con la auténtica realidad del hombre. Por consiguiente, no es de ninguna manera necesario buscar elementos externos para corregir la libertad del individuo. De lo contrario, libertad y responsabilidad, libertad y verdad serían eternos opuestos, y no lo son. Entendida debidamente, la realidad del individuo en sí mismo incluye una referencia a la totalidad, al otro. Así, nuestra respuesta a la pregunta anterior es que existe una verdad común de una humanidad única presente en todos los hombres. La tradición ha llamado a esta verdad la “naturaleza” humana. Basándonos en la fe en la creación, podemos formular este punto con mayor claridad: existe una idea divina, el “hombre”, a la cual debemos responder. En esta idea, la libertad y la comunidad, el orden y la preocupación por el futuro constituyen una totalidad única.

La responsabilidad consistiría entonces en vivir nuestro ser como respuesta a lo que somos en verdad. Esta verdad del hombre, en la cual la libertad y el bien de la totalidad son correlativos en forma inextricable, se expresa centralmente en la tradición bíblica en el Decálogo, que a propósito coincide en muchos aspectos con las grandes tradiciones éticas de otras religiones. El Decálogo es al mismo tiempo la autorrepresentación y autoexhibición de Dios y la exposición de lo que es el hombre, la manifestación luminosa de su verdad. Esta verdad llega a ser visible en el espejo de la esencia divina, porque el hombre sólo puede comprenderse debidamente en relación con Dios. Vivir el Decálogo significa vivir nuestra semejanza con Dios, corresponder a la verdad de nuestro ser y por consiguiente hacer el bien. Dicho de otra manera, vivir el Decálogo significa vivir la divinidad del hombre, que es la definición misma de la libertad: la fusión de nuestro ser con el ser divino y la consiguiente armonía de todo con todo (Catecismo de la Iglesia Católica, nn 2052-82).

Para comprender correctamente esta afirmación, debemos agregar una observación. Toda palabra humana significativa alcanza una mayor profundidad, más allá de lo que el hablante tiene conciencia inmediata de estar diciendo; en lo dicho siempre hay un excedente de lo no dicho, que permite a las palabras crecer en el curso de las épocas. Si esto es verdad en relación con el habla humana, debe ser a fortiori verdad en cuanto al mundo proveniente de las profundidades de Dios. El Decálogo nunca se comprende simplemente de una vez por todas. En las situaciones sucesivas y cambiantes en que se ejerce históricamente la responsabilidad, el Decálogo aparece en perspectivas siempre nuevas, y se abren permanentemente nuevas dimensiones en su significado. El hombre es conducido hacia la totalidad de la verdad, que en ningún caso puede nacer únicamente en un momento histórico (cf. Jn 16: 12f). Para el cristiano, la exégesis del Decálogo que se realiza en las palabras y en la vida, pasión y resurrección de Cristo es la autoridad interpretativa decisiva, que abre una profundidad hasta ahora no sospechada. Por consiguiente, el hecho de escuchar el hombre el mensaje de la fe no consiste en registrar pasivamente información desconocida de otra forma, sino el renacimiento de nuestra memoria sofocada y la apertura de los poderes de comprensión que esperan la luz de la verdad en nosotros. Así esta comprensión es un proceso sumamente activo, en el cual se despliega por primera vez toda la búsqueda de la razón de los criterios de nuestra responsabilidad. La búsqueda de la razón no se sofoca, sino que se libera del círculo de impotencia de la oscuridad impenetrable y emprende su camino. Si el Decálogo, aclarado en una comprensión racional, es la respuesta a las exigencias intrínsecas de nuestra esencia, no es el polo opuesto de nuestra libertad, sino su verdadera forma. En otras palabras, es la base de todo orden justo de la libertad y el verdadero poder liberado de la historia humana.

IV. SÍNTESIS DE LOS RESULTADOS

“Tal vez, al cabo de dos siglos de funcionamiento útil y sin dificultades, el motor a vapor desgastado de la Ilustración se ha detenido a la vista de nosotros y con nuestra cooperación. Y el vapor simplemente se está evaporando”. Este es el diagnóstico pesimista de Szizypiorski, que habíamos citado al comienzo como invitación a la reflexión. Ahora diría que la operación de esta máquina nunca careció de dificultades. Pensemos tan sólo en las dos guerras mundiales de nuestro siglo y en las dictaduras que hemos presenciado. También quisiera agregar que de ninguna manera es necesario dejar fuera de servicio la totalidad del legado de la Ilustración como tal y declararlo motor a vapor desgastado. Sin embargo, lo que realmente necesitamos es corregir el curso en tres puntos esenciales, con los cuales me gustaría resumir el resultado de mis reflexiones.

* Es falsa una comprensión de la libertad que tiende a considerar la liberación exclusivamente como la anulación cada vez más total de las normas y una permanente ampliación de las libertades individuales hasta el punto de llegar a la emancipación completa de todo orden. Para no conducir al engaño y la autodestrucción, la libertad debe estar orientada por la verdad, es decir, por lo que realmente somos, y debe corresponder con nuestro ser. Puesto que la esencia del hombre consiste en ser a partir de; ser con y ser para, la libertad humana sólo puede existir en la comunión ordenada de las libertades. Por consiguiente, el derecho no es la antítesis de la libertad, sino una condición, ciertamente un elemento constitutivo de la misma. La liberación no reside en la abolición gradual del derecho y las normas, sino en la purificación de nosotros mismos y las normas de tal manera que sea posible la coexistencia humana de las libertades.

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* De la verdad de nuestro ser esencial se desprende otro punto: nunca existirá un estado absolutamente ideal de cosas en nuestra historia humana y jamás se establecerá el orden definitivo de la libertad. El hombre está siempre en camino y es siempre finito. Szizypiorski, considerando la notoria injusticia del orden socialista y todos los problemas del orden liberal, ha planteado la siguiente interrogante llena de dudas: ¿y si no existe en absoluto un orden justo? Nuestra respuesta debe ser ahora que en realidad nunca existirá un orden de cosas absolutamente ideal, justo en todos los aspectos[12]. Quienquiera afirme que existirá no está diciendo la verdad. La fe en el progreso no es falsa en todo sentido. Lo falso, sin embargo, es el mito del mundo liberado del futuro, en el cual todo será diferente y bueno. Podemos establecer únicamente órdenes relativos, que sólo pueden ser justos en forma relativa; pero debemos esforzarnos precisamente por lograr esta aproximación lo mejor posible a lo que es realmente justo. Nada más, ninguna escatología histórica interna, libera, sino engaña y por lo tanto esclaviza. Por este motivo, el esplendor mítico atribuido a conceptos tales como el cambio y la revolución debe desmitificarse. El cambio no es un bien en sí mismo. Su carácter positivo o negativo depende de su contenido concreto y de los puntos de referencia. La opinión de acuerdo con la cual la tarea esencial en la lucha por la libertad consiste en transformar el mundo es -repito- un mito. La historia siempre tendrá sus vicisitudes. En cuanto a la naturaleza ética del hombre en sentido estricto, las cosas no se dan en línea recta, sino en ciclos. Nuestra tarea consiste en todo momento en luchar en el presente por la constitución relativamente mejor de la existencia en común del hombre y al hacerlo preservar el bien ya obtenido, superar los males existentes y resistir la irrupción de las fuerzas destructivas.

* Debemos también descartar de una vez y para siempre el sueño de la autonomía absoluta y la autosuficiencia de la razón. La razón humana necesita el apoyo de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad y por cierto examinará críticamente cada una de ellas. La patología de la religión es la enfermedad más peligrosa de la mente humana. Existe en las religiones, pero también se da precisamente cuando la religión como tal es rechazada y se asigna una condición de valor absoluto a bienes relativos. Los sistemas ateístas de la modernidad constituyen los ejemplos más aterradores de una pasión religiosa desprovista de su propia naturaleza, enfermedad de la mente humana que amenaza la vida. Cuando se niega a Dios, en vez de construir la libertad, se la despoja de sus bases y por consiguiente se distorsiona[13]. Cuando se descartan enteramente las tradiciones religiosas más puras y profundas, el hombre se aparta de su verdad, vive contra sí mismo y pierde la libertad. Ni siquiera la ética filosófica puede ser incondicionalmente autónoma. No puede renunciar a la idea de Dios ni a la idea de una verdad del ser con carácter ético[14]. Si no existe una verdad acerca del hombre, éste carece de libertad. Sólo la verdad nos hace libres.

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Notas:

[1] R. Marx y F. Engels, Weerke, 39vols. (Berlín, 1961-71), 3;33.

[2] Cito a Szizypiorski del manuscrito suministrado durante las Semanas Universitarias.

[3] Cf. Sobre todo lo que sigue, por ejemplo, en E. Lohese, Martin Luther (München, 1981), 60f, 86ff.

[4] Cf. D. Wyss, “Zur Psychologie un Psychopathiologie der Verblendung; J.J. Rousseau und M. Bobespierre, die Begründer des Sozialismus”, en Jahers-und Tagungsbericht der Górres-Gesellschaft (1992), 33-45; R. Spaemann, Rousseau-Bürger ohneVaterland, Von der Polis zur Natur (München, 1980).

[5] Cf. P. Köster, Der sterbende Gott, Nietzsches Entwurf übermenschlicher Gröss (Meisenheim, 1972); R. Löw, Nietzsche Sophist und Erzieher (Weinheim, 1984).

[6] Cf. T. Steinbüchel, Die philosophische Grundieguing der christlichen Sittenlehre I, 1 (Düsseldorf, 1947), 118-32.

[7] Cf. J. Pieper, “Kreatürlichkeit und menschliche Natur. Ammerkungen zum philosophischen Ansatz von J.P. Sartre”, en Uber die Schwierigkeit, heute zu glauben (München, 1974), 304-21.

[8] “Derecho” es traducción del alemán “Recht”. Aún cuando el término “Recht” puede significar “derecho” en en el sentido de “derechos humanos”, también puede usarse para aludir a la “ley”, con la connotación más o menos explícita de “justo orden”, “orden que abarca lo que es justo”. Ratzinger usa en este último sentido el término “Recht” tanto aquí como más adelante. En este contexto, “Recht” se ha traducido como “derecho” o (con menos frecuencia) como “justo orden” o una variante del mismo. (Nota del traductor).

[9] H. Jonas, das Prinzip Verantwortung (Frankfurt a.M., 1979).

[10] J. Fest, Die schwierige Freiheit (Berlín, 1993), esp. 47-81. Fest resume sus observaciones sobre el “carácter distintivo planetario” de Küng: “Mientras más lejos llegan los acuerdos, a los cuales no se puede llegar sin concesiones, en mayor medida las normas éticas adquieren mayor elasticidad y por consiguiente resultan ser más débiles, hasta el punto que el proyecto termina siendo una mera corroboración de esa moralidad que no obliga y no es la meta, sino el problema” (80).

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[11] Ver las penetrantes observaciones sobre este punto de J. Pieper, en Schiften zum Philophiebegriff III, ed. B. Wald (Hamburgo, 1995), 300-323, así como 15-70, esp. 59ff.

[12] Cf. Gaudium st Spes, n. 78: “...numquam pax pro semper acquista est” (“la paz nunca se adquiere de una vez y para siempre”).

[13] Cf. J. Fest, Die schwierige Freiheit, 79: “Ninguna de las instancias dirigidas al hombre es capaz de decir cómo éste puede vivir sin un más allá, sin temor al último día y con todo actuar una y otra vez contra sus propios intereses y deseos”. Cf. También L. Kolakowski, Falls es keinen Gott gibt (München, 1982).

[14] Cf. J. Pieper, Schriften zum Philosophiebegriff III.