RAMOS MARTIN Construccion Bereber Publicacion

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Actas de las III Jornadas

Prebendado Pacheco de Investigación Histórica

Roberto J. González Zalacain (coord.)

Ilustre Ayuntamiento de la Villa de Tegueste

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Título: Actas de las III Jornadas Prebendado Pacheco de Investigación Histórica Edita: Ilustre Ayuntamiento de la Villa de Tegueste Coordina la edición: Roberto J. González Zalacain (coord.) Imprime: Litografía Romero Depósito Legal: ISBN: 178-84-930723-8-4

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3

Mª de los Remedios de León Santana Presentación

5

Juan Manuel Bello León Introducción

7

PREHISTORIA

9

José Afonso Vargas (Universidad de La Laguna) Estudiar fitolitos en Canarias: relacionando paleoambiente, plantas y poblaciones de las Islas

11

Jorge Machado Gutiérrez (Universidad de La Laguna) Análisis tecnofuncional de las raederas en el Paleolítico Medio de los valles alcoyanos. Una contribución a la explicación de la variabilidad del musteriense

37

HISTORIA ANTIGUA

51

Gema Pérez González (Universidad de La Laguna) Transformatio y destructio de ciudades romanas provinciales durante el siglo III: el ejemplo de Pollentia (Alcudia, Mallorca)

53

Lucía Díaz-Iglesias Llanos (Universidad de La Laguna) Un modelo para el análisis de los mitos en el Egipto antiguo antes de su fijación escrita: los mitologemas

77

Josué David Ramos Martín (Universidad de La Laguna) La construcción del bereber y su pasado: historiografía y colonialismo en el siglo XIX

93

Daniel Miguel Méndez Rodríguez (Universidad de La Laguna) Heródoto: un posible modelo de las descripciones de la conservación de los difuntos aborígenes canarios en las fuentes narrativas

119

ANTIGUO RÉGIMEN

133

Alejandro Martín Perera (Universidad de La Laguna) El epistolario del Prebendado Pacheco: una fuente historiográfica recuperable

135

Belinda Rodríguez Arrocha (Universidad de La Laguna) El ejercicio de la justicia civil en la comarca de Tegueste

145

Francisco Báez Hernández (Universidad de La Laguna) De tal colmena tal enjambre: El mundo de las abejas en Tenerife durante la primera mitad del siglo XVI

165

Guacimara Ramos Pérez, Victorio Heredero Gascueña y Alejandro Gámez Mendoza (Universidad de La Laguna) Infancia y educación en Canarias durante el siglo XVIII. Una aproximación multidisciplinar

185

Javier Álvarez Santos (Universidad de La Laguna) Los portugueses y la viticultura en Tenerife a comienzos del Seiscientos

201

María Jesús Luis Yanes, Juan Elesmí de León Santana (Ayto. Tegueste) Aproximación a la Historia de Tegueste a través de Los Libros de Fábrica de San Marcos (1568-1690)

219

HISTORIA CONTEMPORÁNEA

237

Luana Studer Villazán y Jonathan Hernández Marrero (Universidad de La Laguna) De la reforma agraria a la revolución agraria. El ejemplo de Cazalla de la Sierra 1930-1936

239

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Blanca Divassón Mendívil (Universidad de La Laguna) La obrera como problema durante el proceso de democratización en Canarias, 1868-1906

257

Alejandro García Vera (Universidad de La Laguna) Prometer y curar: liberalismo y anarquismo en España

273

Jesús De Felipe Redondo (Universidad de La Laguna) La articulación de los movientos políticos. El caso del resugimiento del republicanismo federal en Gran Canaria (1903-1914)

283

Aarón León Álvarez (Universidad de La Laguna) Continuidad y ruptura en el personal político insular durante el franquismo

303

Ramón Álvarez Arvelo (Universidad de La Laguna) Misceláneas de Tegueste en el siglo XIX

323

Ramón Álvarez Arvelo (Universidad de La Laguna) Mujer y emigración en Canarias (1850-1860) (II Jornadas)

339

Zebensui López Trujillo (Universidad de La Laguna) Historiografía y nacionalismo en Canarias: una primera aproximación

355

Josué Jacob González Rodríguez (Universidad de La Laguna) Pobreza y trabajo en la literatura popular de la España contemporánea. Estudio sobre un imaginario cultural

375

Néstor García Lázaro (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria) Aproximación a las escrituras subversivas en Canarias: del movimiento Canarias Libre a la entrada en la OTAN (1959-1982)

387

María Laura Dueñas González (Universidad de La Laguna) Sujetos que se piensan mujeres e individuos. Genealogía de una identidad moderna en España

401

HISTORIA DEL ARTE

413

Pablo Jerez Sabater (Universidad de La Laguna) Contribución a estudio de las ermitas en San Sebastián de La Gomera. Nuevos aportes a la luz de las visitas pastorales del siglo XVIII

415

Eduardo Zalba González (Universidad de La Laguna) Arquitectura con apellidos: una aproximación al panorama constructivo de Los Realejos en el segundo cuarto del siglo XX

427

Jonás Armas Núñez, Vanesa Estévez Afonso y David Expósito Bencomo (Universidad de La Laguna) Expresiones artísticas de una devoción: la cofradía del Dulce Nombre de Jesús en La Matanza de Acentejo

451

Roberto Díaz Ramos (Universidad de La Laguna) La gestión en torno a la música en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria durante el siglo XIX

475

Juan Alejandro Lorenzo Lima (Universidad de Granada) El artista, el modelo y la escultura. Reflexiones sobre la imagen de San Juan Bautista de Telde (1819), obra de Fernando Estévez

483

Roberto J. González Zalacain Conclusiones de las Jornadas

501

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93

LA CONSTRUCCIÓN DEL BEREBER Y SU PASADO: HISTORIOGRAFÍA Y COLONIALISMO EN

EL SIGLO XIX

Josué David Ramos Martín103

Universidad de La Laguna

1. Estado de la cuestión

La situación historiográfica del bereber quedó perfectamente resumida por Gabriel

Camps, cuando planteó que los bereberes estaban al margen de la historia (Camps 1980).

Quiso así resaltar que la historiografía los ha confinado a representar un papel pasivo en el

pasado norteafricano, mientras que las potencias que han controlado políticamente el

Norte de África se han constituido como sus sujetos históricos activos. En este marco, el

bereber permanece en un plano secundario y marginal dentro de un pasado que adopta una

estructura cíclica, fundamentada en la interacción entre lo foráneo y lo local (lo bereber).

Esta perspectiva concibe al bereber como el elemento opuesto al sujeto histórico

encarnado en esas grandes civilizaciones alógenas y que encuentra su identidad,

precisamente, dentro de esa dicotomía.

Si bien esta es la situación que caracteriza a la historiografía tradicional, en las

últimas décadas se ha emprendido una revisión crítica de la misma con el objetivo de

construir una alternativa en la que los bereberes/imazighen104 adquieren la función de

sujetos del pasado. Este deseo de reescribir la historia no sólo representa una postura de

rechazo a la historiografía colonial francesa, sino también a la historiografía nacionalista

que, tras el periodo de la independencia de los nuevos Estados del Magreb, asumió el

proyecto de redactar una nueva historia en la que se remarcara el carácter árabe y

musulmán del pasado magrebí (el mejor exponente, Laroui 1970). Como ha resaltado

Tilmatine, esta ideología nacionalista suplantó la colonial, reforzando el arabismo en todas

103 Becario del Programa de Ayudas de Formación del Personal Investigador, de la Agencia Canaria de Investigación, Innovación y Sociedad de la Información del Gobierno de Canarias, cofinanciado por el FSE. Departamento de Prehistoria, Antropología e Historia Antigua de la Universidad de La Laguna (e-mail: [email protected]). Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a Blanca Divassón, Javier Soler, Zebensui López y Joaquín Carreras por las valiosas sugerencias y correcciones hechas al texto original. 104 Plural de amazigh, término con el que los bereberes se designan a sí mismos. Significa “hombre libre” u “hombre noble” y, en los últimos años, ha sido reivindicado como la forma correcta para referirse a ellos, desplazando así el término bereber, el cual es considerado peyorativo y despectivo.

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las vertientes de la sociedad (2007: 234-7). En este sentido, toda reivindicación bereber ha

sido estigmatizada y considerada como una manifestación colonial o neocolonial que

atentaba contra esa identidad islámica y árabe (Bounfour 2006: 162). En este contexto, el

Movimiento Cultural Bereber/Amazigh (cuya institucionalidad puede ubicarse en la Primavera

Bereber de 1980), constituye un fenómeno social de reivindicación étnica que aspira a un

objetivo claro: “la afirmación por las autoridades estatales (…) de la existencia de un

pueblo amazigh como un colectivo, y de la amazighidad (bereberidad) de la tierra de

‘Tamazgha’ [Magreb]” (Maddy-Weitzman 2006: 73). Asimismo, como parte fundamental de

este proyecto, documentos como la Carta de Agadir (1991) y el Manifiesto Bereber (2001) han

denunciado la ocultación, falsificación y distorsión de su pasado por parte de la ideología

panarabista, reclamando la redacción de una nueva historia en el que la identidad amazigh

sea reconocida. Como expuso Chafik (2002), la cultura amazigh: “ha existido durante miles

de años (…) [y] recuerda un pasado distante, cuando estuvo bien representada en el

concierto de las culturas mediterráneas por figuras como Terencio, Juba y Apuleyo”.

Esta reubicación del bereber como sujeto se produce, además, en un contexto de

renovación teórica dentro de la disciplina histórica, en el que se han desarrollado diversas

tendencias encargadas de devolver la voz y el protagonismo a todos aquellos colectivos

antes ignorados por la historiografía tradicional, como la historia desde abajo o los estudios

subalternos, además del desarrollo de los estudios post-coloniales. En este contexto, el interés

por revisar la historia bereber no sólo ha sido obra de autores imazighen, sino también de

europeos y norteamericanos que, si bien en su mayoría parten de planteamientos

tradicionales, han contribuido al desarrollo de este objetivo105.

Sin embargo, tanto los historiadores del periodo colonial como aquellos (fuesen

imazighen o no) posteriores a las independencias nacionales han elaborado su trabajo a

partir de las narrativas, identidades y categorías creadas por la historiografía durante el

periodo colonial, obteniendo así una validez operativa que ha excedido ese periodo

(Hannoum 2003). La construcción postcolonial del bereber, de este modo, perpetúa el sujeto

colonial, eso sí, con dos matices diferenciales. Por un lado, se ubica en una posición central

dentro del texto histórico y, por otro lado, ya no se identifica como bereber sino como

amazigh. Como ha señalado García-Arenal (1990: 492) los revisionistas han mostrado más

interés por rechazar “la vieja historia colonial que en escribir algo nuevo. Han puesto más

105 Las obras de Camps persiguen este proyecto, en el que la Encyclopédie Berbère es su máximo exponente (véase Camps 1980:11). Igualmente, destacan las contribuciones de Hachid (2000), Chafik (2005), Tilmatine (2007) y los diversos estudios de Chaker y del IRCAM (Institute Royal de la Culture Amazigh du Maroc), entre otros. También es de reseñar la aportación de Brett y Fentress (1996).

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empeño en cambiar el punto de vista moral que en cambiar la perspectiva desde la que se

había escrito la vieja historia”.

No obstante, en ambos paradigmas prevalece la idea de que el bereber está

constituido por una esencia que no es histórica, sino natural u objetiva y, por tanto,

atemporal. Estando fuera de los dominios de la historia, la cultura y la sociedad,

pertenecería a la esfera de la naturaleza, que es la que le proporcionaría el soporte material

en el que manifestarse. Asimismo, dicha esencia estaría fundamentada en ontologías

raciales, étnicas, lingüísticas o culturales que permitirían identificar al bereber a partir de

estos parámetros. Desde este enfoque esencialista, el bereber es concebido como un

producto de la naturaleza, constituyendo así una identidad estable, innata, no cambiante,

predecible, unitaria y fija pese a los cambios históricos y los contactos culturales. Se erige

como una realidad inmutable y constante en el tiempo (Omar 2008: 181). La repercusión

historiográfica de este planteamiento reside en la aceptación de una unidad bereber

metahistórica que se habría perpetuado desde sus orígenes hasta hoy, siendo así

indisociable de cualquier periodo.

Esta noción de lo bereber es el resultado de un proceso que modeló una identidad

definida por una serie de representaciones y significados permanentes que han sido

transmitidos por la historiografía hasta fechas recientes. Si bien muchas de esas imágenes

han sido eliminadas o modificadas durante el desarrollo de la disciplina y de los contextos

en los que se han (re)generado, el esencialismo persiste, como se puede ver en el siguiente

pasaje de Camps:

“De hecho, no hay al día de hoy ni una lengua bereber, en el sentido de que ésta

sería el reflejo de una comunidad que es consciente de su unidad, ni un pueblo bereber y

aún menos una raza bereber (…) y sin embargo los bereberes existen” (1980: 12)106.

El texto plantea una contradicción. Sugiere la existencia de los bereberes aunque

los elementos considerados como conformadores de su identidad (como la lengua, la

etnicidad o la raza) no permiten sostenerla. El autor exhibe las limitaciones que el bereber,

como categoría histórica, posee para explicarse a sí mismo y, por tanto, su pasado. Pero la

interpretación esencialista, que concibe su objeto como ajeno a la historia, permite eludir

ese dilema y se encarga de proporcionarle unos orígenes en los que enraizar su esencia. Se

habla entonces de paleobereberes o protobereberes, entendiendo que las sociedades prehistóricas

norteafricanas eran poseedoras de una esencia bereber primordial, cuyo origen se

106 Añade más adelante: “En ningún momento de su larga historia, los bereberes parecen haber tenido consciencia de una unidad étnica o lingüística” (1980: 17). El mismo argumento en Brett y Fentress (1996: 3-4).

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encontraría en las primeras comunidades humanas del Magreb (Hachid 2000: 37). Además,

como plantearon Picard y Camps, el bereber tenía que ser identificado a través de un

procedimiento negativo, es decir, se reconocía en lo que no es fenicio, romano, bizantino o

árabe. Su identidad, tal y como fue erigida convencionalmente, encuentra su

reconocimiento en el “Otro”, es decir, en el foráneo (y, además, “civilizado”).

Como consecuencia, y haciéndonos eco del debate en el seno de de los estudios

post-coloniales y post-estructuralistas, para quienes las identidades no son naturales sino

que son construidas histórica y discursivamente, encontramos serias dificultades a la hora

de reconocer al bereber producido por la historiografía tradicional. Se convirtió en una

entidad que no era posible aprehender desde estos nuevos enfoques, es decir, no podía ser

identificada una vez anulados los parámetros tradicionales. Era necesario, pues, atender a

las relaciones históricas en las que se gestó esa identidad bereber. En este sentido, como

han planteado algunos autores post-coloniales, como Saïd o Spivak, el colonialismo no sólo

significó una acción política sino también un proceso de construcción de sujetos e

identidades que tuvo en la historiografía a unos de sus agentes más significativos (Omar

2008: 143).

Por tanto, nuestro interés reside en estudiar el proceso de construcción de una

identidad histórica, la bereber, y cómo afectó al conocimiento de su pasado, valorando así

las limitaciones para su estudio. En este proceso, hemos centrado nuestra atención en el

siglo XIX, momento en que dio comienzo tanto la administración colonial como la

elaboración de la historia de los territorios norteafricanos. Nuestras fuentes han sido

principalmente historiográficas, si bien hemos manejado otras obras académicas y

administrativas que ilustran el contexto en el que se gestó este conocimiento.

2. Descubrimiento y construcción del bereber. el mito bereber

Como planteamos antes, en nuestra investigación encontramos serias dificultades

a la hora de operar con el concepto bereber en el pasado preislámico. Es de reseñar que no

hay un colectivo definido denominado bereber en las fuentes antiguas, sino que vemos en

ellas una etnografía mucho más variada en la que mauros, gétulos, nasamones, masilios,

garamantes o númidas son mencionados como las poblaciones indígenas. Estos colectivos

también aparecen en las fuentes griegas como libios, término que hace referencia de forma

genérica a las gentes que habitaban en Libia (África del Norte). Asimismo, bereber no existe

en los testimonios clásicos como una entidad étnica o social sino en tanto que bárbaro, es

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decir, como una denominación peyorativa que, en el caso africano, hizo principalmente

referencia a las poblaciones nómadas y no romanizadas que se mantuvieron al margen de

las estructuras imperiales romanas. Pese a que se discute si este adjetivo es el origen del

etnónimo bereber (Camps 1980: 64), con la conquista árabe estos colectivos fueron

denominados barbar o bereberes, si bien se distinguieron dos grandes ramas genealógicas: butr

y baranis.

Sin embargo, el caso francés difirió de estos ejemplos anteriores en que supuso la

construcción delimitada, antagónica y categórica de una bipolaridad identitaria, racial y

étnica (inmersa en un contexto político colonial) que diferenció entre árabes y bereberes.

Esto tuvo gran repercusión en la historiografía, al desplazar ese antagonismo al pasado. En

este caso, fue trascendental la utilización de la Historia de los Bereberes de Ibn Khaldún (1332-

1406), obra que explicaba el pasado africano como una confrontación entre árabes y

bereberes (consideradas como naciones o razas) en un espacio que perteneció antes a los

romanos. Hannoum (2003: 62, 81) ha señalado cómo la traducción francesa de esta obra,

elaborada por De Slane, supuso la domesticación del texto original a partir de categorías

coloniales como nación o raza, conceptos inconcebibles en el pensador tunecino, pero que

sirvieron para “re-presentar” la historia a través del tamiz de la realidad política

contemporánea. Si bien algunos autores defienden ese dualismo “racial” (Shatzmiller 1983),

otros insisten en destacar que los bereberes aparecen en las fuentes arábigas como un

colectivo con un origen diferente al árabe, con una genealogía propia e, incluso, como una

forma de vida no civilizada, pero no como un grupo racial, étnico o cultural concreto, tal y

como fue definido por la antropología europea posterior (Norris 1982, García-Arenal

1990). Como resalta Hannoum: “el término “bereber” no significa en el discurso colonial lo

que significa en Ibn Khaldún (…) [Más bien hace referencia] a los recién llegados en el

campo del Orientalismo. Ellos no existen antes de la conquista de Alger, o más bien eran

los árabes, los moros, los sarracenos” (2003: 78).

De hecho, hasta la conquista francesa, el conocimiento europeo del norte

africano estuvo dominado por un imaginario que presentó al moro como su habitante

natural. Éste se convirtió en un arquetipo en el que se fusionaron las imágenes erigidas

acerca del negro y del musulmán, lo que tuvo como resultado la atribución de una serie de

valores negativos asociados tanto a su negritud como a su fe islámica107. Esta preeminencia

107 Sobre el moro en la representación europea existe una amplia bibliografía. Hemos manejado los trabajos de Pouillon (1993), Jahoda (1999: 54-5), Martín Corrales (2002), Said (2002) y Brann (2007). Por otro lado, en un primer momento, la representación de la población indígena fue muy negativa. Los bereberes y kabilios fueron calificados como salvajes, caníbales, borrachos, bestias feroces, criminales o ladrones, entre otros adjetivos peyorativos. Véase Virey (1824: 440). Cf. Lemprière (1801: 142), Fontaine de Resbecq (1832: 34).

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del moro se prolongó hasta mediados del siglo XVIII, cuando los viajeros europeos dieron a

conocer otras poblaciones como beduinos, kabilios, árabes o bereberes, términos usados de

forma imprecisa que no hacían referencia a entidades étnicas, sino más bien a

clasificaciones de carácter socio-geográfico108. De forma paralela, se destacaron otros

colectivos localizados en zonas concretas (como gomaras, mazices, chellu, mozabitas, chaouia,

tuareg o brèbes) y que, posteriormente, fueron incluidos en la etnicidad bereber. Por tanto,

bereber era, en aquellos momentos, un concepto vago que podía emplearse para identificar a

colectivos diversos109, si bien de forma gradual fue usado para englobar de forma genérica a

una población caracterizada por una singularidad que les diferenciaba del resto de la

sociedad indígena.

Este mosaico pasó a ser más concreto a partir de la toma de Argel (1830),

momento en el que se estableció una clasificación basada en razas o pueblos diferentes. Si

bien al principio se destacaron tres (bereberes/kabilios, árabes y mauros110), a los que se

añadieron las minorías (turcos, judíos, negros y koulouglis111), acabó por imponerse un modelo

binario formado por “dos razas dominantes”: bereberes y árabes (Behaghel 1865: 36. Cf.

Rozet y Carette 1850: 106, Daumas 1853: 3).

En este proceso, bereber y kabilio pasaron de designar entidades imprecisas a

convertirse en identificadores de una misma realidad étnica: el pueblo o raza bereber.

Manejados de forma intercambiable, se estableció una relación de igualdad entre ambos

términos, debido a que la mayor parte de la información acerca de los bereberes procedía de

los kabilios. Esto favoreció que el kabilio fuese considerado el bereber por excelencia, no

siendo un mero subgrupo (Lorcin 1999a: 5). En este marco, la identidad bereber se

construyó partiendo de un esqueleto kabilio al que progresivamente se añadieron

características de otros colectivos (tuareg, mozabitas, chaouia o las poblaciones de Túnez y

Marruecos) que, de forma recíproca, heredaron los estereotipos creados a propósito del

kabilio. El resultado fue la constitución de una identidad que comprendía un conjunto

disperso y diverso de colectivos caracterizados por signos o identificadores comunes 108 Por ejemplo, los mauros de las villas se confrontaban a los árabes de las llanuras, mientras que los árabes-kabilios montañeses hacían lo propio frente a los árabes-beduinos nómadas (Otros ejemplos en Pouillon 1993: 38-9). 109 Bereber podía hacer referencia a los “árabes-montañeses”, a los “beduinos-nómadas”, a una tribu de Marruecos o a las poblaciones de las montañas (de forma análoga al término kabilio). 110 Éstos fueron poco a poco desapareciendo de estas clasificaciones, siendo ignorados o integrados con los árabes. Sobre este aspecto véase Boetsch y Ferrié (1989: 261-2). 111 Esta fue la división prototípica, como es patente en diversas obras generales y estadísticas como las de Boutin (1830: 120-34), Fontaine de Resbecq (1837: 35-70), Rozet y Carette (1850: 106-113) y Behaghel (1865: 335-343). En algunas ocasiones se omitieron algunas de esas poblaciones o se añadieron otras, como los mozabitas (Shaler 1830: 116, Guyon 1844). Para las clasificaciones que incluían todo el espacio norteafricano podemos destacar la del etnólogo James Prichard, quien dividió “los bereberes del norte de África” en kabilios, shulus, tuareg y bereberes del Alto Atlas (1843: 354-363).

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(lingüísticos, culturales, raciales o históricos), los cuales proporcionaban una singularidad

que les diferenciaba de los árabes. De este modo, el bereber sólo podía entenderse, o

incluso existir, en oposición al árabe.

Este proceso, tendente a clasificar, diferenciar e identificar la población indígena

en un esquema binario, fue conducido dentro de la narrativa del mito bereber. Se entiende

por tal el conjunto de estereotipos y valores positivos atribuidos a los kabilios-bereberes y

cuyos principios son: su oposición al árabe, su superioridad respecto a éste y su mayor

capacidad de adaptación a la civilización europea (Ould 2002: 102): “El mito kabilio era que

los kabilios eran superiores a los árabes (…) Los franceses usaron las diferencias

sociológicas y las disparidades religiosas entre los dos grupos para crear una imagen del

kabilio que era buena y una del árabe que era mala y, de esto, extrapolar que el primero era

más apropiado para la asimilación que el segundo. El mito fue asimilacionista en la medida

que proporcionó una base ideológica para absorber a los kabilios en la sociedad colonial

francesa en detrimento de los árabes” (Lorcin 1999ª: 2-3).

Se generaron así dos identidades opuestas, fundamentadas en unos estereotipos

concretos, que permitieron a los franceses hacer clasificable e identificable la población de

la colonia a partir de un esquema binario. Podemos ver en este cuadro cómo se erigieron

otras dicotomías que facilitaron la identificación de esa dualidad112.

Bereber Árabe

Sedentario Nómada

Agricultor/Comerciante/Industrial Pastor

Montaña Llanuras

Laborioso, activo Vago, contemplativo, indolente

Propiedad privada e individual Propiedad tribal y colectiva

Campos labrados y productivos Depredador

Más inteligente Menos inteligente

Religiosamente indiferente Fanático

Poco supersticioso Supersticioso

Monógamo Polígamo

Leyes consuetudinarias Leyes religiosas (sharia)

112 Para profundizar en esta cuestión es ilustrativa la obra de Faidherbe y Topinard (1873). También insistieron en estos aspectos Daumas (1847: 24 y ss), Warnier (1865: 5-53), Bourde (1880: 229-266), Topinard (1881: 439), Houdas (1886: 73-97), Leroy-Bealieau (1887: 30) y Robert (1891: 11-15, 82-87).

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Políticas democráticas Políticas despóticas / aristocráticas

Apto para el progreso Contrario al progreso

Este esquema permite comprobar cómo los franceses se encargaron de

identificar entre los bereberes todos aquellos elementos que interpretaron como cercanos a

sus valores seculares: organización civil, régimen político, propiedad privada, legislación,

moral, la condición positiva de la mujer113, sedentarismo, economía agrícola, tendencias

religiosas e, incluso, su monogamia (Lorcin 1999b: 663). Como expuso Leroy-Bealieau:

“los kabilios se asemejan a los colonos de Europa hasta al punto de no diferir en ningún

carácter esencial” (cit. Ageron 1960: 322).

El bereber, por tanto, y el mito que lo acompañó, pueden ser interpretados como

un efecto de la comprensión y representación francesas de la alteridad colonial. En esa

imagen binaria, los franceses se identificaron con el bereber, visto como un buen salvaje,

mientras que consideraron al árabe el “otro” (Ageron 1979: 137). Se alejó así al bereber del

árabe y se acercó a Europa, al mismo tiempo que impuso una cosmovisión vertical

(superior-inferior) y horizontal (centro-margen) de la sociedad indígena en la que el

bereber encarnó la primera variable. De este modo, su identidad se construyó teniendo

como referente el modelo de sociedad francés (Lorcin 2005: 310).

Este proceso tuvo lugar en un contexto marcado por un profundo debate,

suscitado entre los propios franceses, acerca de los procedimientos que debían conducir al

éxito de la instauración de sus modelos civilizatorios en los nuevos territorios. La pugna

entre los defensores de la asimilación y los que proponían la asociación, entre republicanos y

monárquicos, determinó en parte el desarrollo de las estrategias políticas, las cuales

intentaron superar las dificultades prácticas con las que se encontró la empresa francesa

(Émerit 1960: 65, Ageron 1960: 315) 114. En este sentido, los kabilófilos115, ante el fracaso de

los intentos por extender la civilización a la totalidad de la población, defendieron un

modelo asimilador centrado en el colectivo bereber, el cual sería la clave que facilitaría la

extensión francesa en la colonia, gracias a que su historia y su civilización poseían vínculos

estrechos con las europeas. Francia planteó así una política indigenista fundamentada en una

113 Es destacable la opinión de Bourde, que sostenía que para el árabe la mujer era un “sin inferior, una bestia sin alma, el kabilio la trata con más igualdad” (1880: 240). Opiniones similares en Daumas (1847: 43) y Robert (1891: 87). Para una crítica a este aspecto véase Renan (1873: 142) y Houdas (1886: 82). 114 Para muchos autores era necesaria una política de asimilación destinada a civilizar a los indígenas. Para Voisin, por ejemplo, “los árabes, los orientales, los musulmanes deben estar sometidos a la misma ley. Como nosotros, son perfectibles y progresan” (1861: 9). Cf. Behaghel (1865: 372), Bourde (1880: 233). 115 Se trata de republicanos y anticlericales (coloniales o metropolitanos) que plantearon que el éxito del proyecto asimilador dependía exclusivamente si se producía a través de los kabilios.

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actitud de tutela y protección del bereber. Dicha estrategia debía “liberarlo”,

conduciéndolo hacia al progreso y la modernidad, al mismo tiempo que tenía que apartarlo

y protegerlo de la nefasta influencia árabe-musulmana. Por ejemplo, Masqueray creyó que

el deber de la República era “liberar a los bereberes rechazados por los árabes y explotados

por los turcos” (cit. Ageron 1979: 140), mientras que para Warnier fue un error muy grave

no haber distinguido entre los dos pueblos y, sobre todo, haber concentrado la

dominación sobre los árabes, cuando el bereber estaba “dispuesto a jugar un rol

importante en nuestras empresas en Argelia, en tanto que el árabe parece ser refractario al

progreso” (1865: 41). Otros kabilófilos insitieron en elevar “este pueblo a nuestro nivel” e

integrarlo en “nuestra vida civil y política” (Duprat 1845: 246). En definitiva, como opinó

el general Aucapitaine: “en cien años los kabilios serán franceses” (cit. Faidherbe y

Topinard 1873: 32).

En contraposición, se representó a los árabes desde una perspectiva muy

negativa, debido a su supuesta incapacidad (explicada también en términos raciales) para

participar de los modelos franceses116. Por este motivo, fueron desprestigiados y

descalificados todos sus componentes culturales, especialmente el Islam. En este caso, la

religión musulmana fue considerada una barrera insalvable de cara al éxito de la

asimilación. Los nuevos modelos franceses, fundamentados en sus ideas de democracia,

libertad, igualdad y laicidad, y que encontraban la identificación colectiva en la idea de

nación, defendían que la religión debía ocupar la esfera privada e individual. Este escenario

difería con la influencia total que el Islam ejercía sobre la población indígena, como se

reflejaba de forma clara en que su sociedad estaba regida por el Corán, un código de

autoridad divina. Además, caracterizada por su dispersión y fragmentación sociopolíticas,

esta sociedad tuvo en el Islam su principal mecanismo de identificación y cohesión

colectivas, reconociéndose en su carácter musulmán117. Ante esta situación, los franceses

intentaron quebrar la unidad musulmana del país, socavando las bases religiosas e

identitarias que presentaba el Islam. Esta estrategia facilitaría la asimilación, es decir, la

“conversión” hacia la “nueva religión” surgida de la modernidad, estrategia que debía

comenzar por los bereberes. En este caso, los franceses consideraron que el Islam era la fe

propia de los árabes, la cual habría llegado a los bereberes a través de una imposición pero

116 Topinard señaló, desde una perspectiva racista, que el árabe ya había tenido su momento en la historia y que estaba en un status de inferioridad respecto a la raza europea, siendo equiparado a la raza negra (1881: 440). Cf. Behaghel (1865: 374). 117 Para Rambaud, los indígenas forman “una aglomeración homogénea. Si el patriotismo propiamente dicho les es desconocido (…) están unidos por vínculos poderosos, aquellos de la religión y la lengua (…) Todos reconocen por ley el Islam” (1889: 45).

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era, en realidad, incompatible con sus valores, su historia, y su naturaleza. Esto era patente

en algunas actitudes religiosas que ilustraban una clara actitud de resistencia al Islam118.

Por otra parte, el sector eclesiástico también defendió la “conversión” de los

bereberes, en su caso al cristianismo, al interpretar la conquista de Argelia como una

misión divina destinada a restaurar la antigua Iglesia africana y a propagar la civilización

cristiana. Para el triunfo de este propósito, era clave la evangelización de los indígenas,

proyecto llevado a cabo por los Padres Blancos, con el fin de devolver “a la fe primitiva a

estos descendientes de los berebres, kabilios, tuaregs, (…) que la violencia del Islam los

había forzado a dejar” (Frileuze 1900: 57)119.

De este modo, ambos sectores coincidieron en considerar la desislamización y la

conversión a sus respectivos modelos la mejor estrategia para el triunfo de la acción

colonial. La Civilización y el Catolicismo representaban ideologías fuertes (laica y religiosa

respectivamente), cargadas de valores y significados primordiales (véase Kuper 1988: 26)

que debían ser instaurados en detrimento del Islam, concebido como el obstáculo que

separaba a Francia de los indígenas120. El bereber, de esta manera, ilustra el problema al

que se enfrentaron los franceses de cómo incluir en el nuevo orden de cosas a aquellos

sujetos que, si bien podían aceptarlos, habían quedado al margen de él.

En consecuencia, se construyó una identidad árabe, oriental y musulmana

enfrentada a una bereber, occidental-europea y laica/cristiana. Este desarrollo, que tuvo en

Argelia su epicentro, se extendió más tarde al resto de territorios norteafricanos (Slavin

1998, Ould 2002).

En nuestra opinión, y a modo de aclaración, la creación de esta dicotomía social

no fue producto de una acción premeditadamente orquestada en las oficinas coloniales,

sino que fue el efecto de la puesta en práctica de un imaginario concreto121. Lo árabe y lo

118 Entre ellas podemos citar su indiferencia religiosa (De la Malle 1852: 38), su escaso cumplimiento del Islam y del Corán (Daumas 1847: 55, Aucapitaine 1859: 285, Liorel 1893: 315), su histórica adopción de posturas religiosas heréticas (Voisin 1861: 21) o la importancia entre ellos de la institución marabútica. En resumen, como planteó el general Faidherbe, la religión musulmana: “no es la de su raza” ni la que “conviene a sus instintos actuales” (1854: 94). 119 Este discurso de Lavigerie, Arzobispo de Argel, ilustra ese carácter providencial: “Así es como Dios habló, por sus profetas, a los judíos (…) así es como habla a los descendientes de las antiguas razas africanas, sepultadas después de largos siglos en las tinieblas de la barbarie y la muerte (1875: 5). Igualmente, muchos autores destacaron que los bereberes aún conservaban el recuerdo de su pasado cristiano (Berbrugger (1865: 194), Daumas (1853: 41, 1846: 77), Duveyrier (1865: 414), Mercier (1871: 431), Renan (1873: 149). 120 Como sugirió Frileuze (1900: 56) “[la religión] manda a odiarnos y hace de los indígenas nuestros más mortales enemigos. La guerra que nos han hecho durante cincuenta años no era una guerra nacional, sino una guerra religiosa, una guerra de fanático”. Rambaud, por su parte, expuso que: “Lengua, religión, ¿estos dos obstáculos a la civilización son invencibles? Puede ser, pero es del deber estricto de Francia (…) proseguir la lucha que ha emprendido por las armas, en provecho del ideal moderno (1889: 47). 121Acerca de si existió una política premeditada de “divide y vencerás” véanse Ageron (1979: 151), Pandolfi (2004: 8) y Lorcin (1999a: 11). Coincidimos con esta última autora en que no fue una estrategia calculada sino

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islámico, unificados en un arquetipo común, fueron construidos a partir de un imaginario

orientalista que les proporcionaba una serie de valores y significados negativos. En

contraposición, el bereber, constituido como aquello que no es árabe, fue concebido a

partir de un imaginario opuesto al orientalista, lo que favoreció su vinculación a Europa.

La oposición árabe-bereber fue así comprendida a partir de otra dicotomía: la de Oriente-

Occidente. Bien por su ubicación mediterránea y cercana a Europa, por el peso de este

continente en su historia preislámica, por su origen o por un supuesto parentesco racial

con los europeos, los bereberes se convirtieron en una población europea.

Pero este proceso no sólo construyó un bereber concreto, sino que le adscribió

un espacio histórico: el Norte de África o Berbería122. De este modo, el bereber alcanzó su

individualidad histórica dentro de un territorio propio, el cual se constituyó como el

escenario de una historia que enfrentaba a ese bereber frente a sucesivos invasores. Esta

lectura, determinante para comprender la historiografía colonial, tuvo dos grandes efectos.

En primer lugar, hizo del pasado preislámico una época dorada protagonizada por la

extensión de la civilización europea, lo que permitió a Francia justificar su presencia en

Argelia y la desposesión árabe del territorio (Boetsch y Ferrié 1989: 260). Este proceso

proporcionó al bereber y a su territorio una individualidad histórica (desarabizada y

desilamizada) asociada a la historia europea. En segundo lugar, y como efecto de esta

lectura, se consideró al árabe y su civilización como intrusos en la historia norteafricana,

trasladando así al pasado el supuesto antagonismo entre las dos “razas”123.

De este modo, el mito bereber posee la cualidad de evocar y reproducir de

manera constante a lo largo del tiempo la misma escena una y otra vez. De ahí su eficacia

como verdadera mitología. Anclado en ese bucle temporal el bereber se significa frente a

sus diversos adversarios (ya sean árabes o romanos) como una entidad siempre presente.

Encarna al autóctono, al indígena, a ese componente humano, diverso pero homogéneo en

su primitivismo e inferioridad respecto al colonizador, el cual es el encargado de construir

su identidad desde sus propias concepciones.

que se fue erigiendo dentro del proceso colonial, si bien en un momento del mismo sí constituyó una estrategia política consciente. 122 El uso de Afrique du Nord o Berbérie en la historiografía tradicional evitaba la mención del término Magreb, término que remitía sobre todo, a la unidad del mundo árabe, como se desarrolló posteriormente en la idea de Gran Maghreb (Thébert 1978: 66). 123 Para Faidherbe “la lucha entre los bereberes y los árabes (…) constituye la historia del norte de África después de más de 1.200 años”, es lo que “la historia nos enseña de su pasado” (1859: 294) puesto que los árabes siempre fueron “un elemento de desorden” (Warnier 1865: 5, cf. Duprat 1845: 283). Este planteamiento dominaría la historiografía del periodo islámico, bautizado por Gautier como los siglos oscuros del Magreb.

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3. El bereber en el pasado. Historia, etnografiá y mitología.

Entre los diversos periodos de la historia norteafricana, su etapa antigua fue la

que recibió la mayor atención por parte de los intelectuales franceses debido, en gran

medida, a que la ocupación romana proporcionó un referente histórico a la ocupación

francesa124. De este modo, los franceses interpretaron su presencia colonial como la

continuación de un proyecto civilizador iniciado por Roma que, debido a la irrupción

árabe, fue inconcluso. Se consideraron así los herederos y descendientes legítimos de una

mission civilisatrice cuyos receptores eran, además, los mismos: los bereberes. Por otro lado,

en el nivel estratégico, se debía aprovechar las vías, los itinerarios, así como los

conocimientos geográficos, topográficos y etnográficos generados en la Antigüedad, ya que

podían resultar útiles para el gobierno de la colonia o en las campañas militares. Esta

conectividad entre el pasado y el presente permitió que, por ejemplo, De la Malle no

temiera comparar o “confrontar los númidas, los mauros y los libios a los árabes y cabilios

de nuestra época, y de buscar en el examen escrupuloso de los lugares, de los hechos y de

las circunstancias, los motivos imperiosos que han llevado a los jefes de las legiones

romanas o de los ejércitos de Francia a seguir tal o cual plan de operaciones, tal o cual

dirección en sus marchas, cuando ellos se encontraron sobre el mismo terreno, y sumidos

por así decirlo en necesidades invariables” (1852: 38).

En consecuencia, la investigación y “el conocimiento del pasado parecía necesario

al presente” (Gsell 1931: 2), lo que favoreció la creación de diversas instituciones, como la

Comisión para la Exploración Científica de Argelia (1837), la cual tuvo como objetivo

proporcionar toda la información posible acerca de la nueva colonia. Su actividad favoreció

el desarrollo de las disciplinas históricas en la colonia (especialmente de la Epigrafía y la

Arqueología, que tuvieron en las ciudades romanas un laboratorio de trabajo inmenso) así

como el descubrimiento de nueva documentación material, que ilustraba de forma evidente

la huella del impacto romano en el norte africano. La mayor parte de los miembros de esta

Comisión eran funcionarios y militares (además de académicos) y fueron los encargados de

desarrollar las investigaciones históricas. Este fue el perfil profesional de esa Vieja Escuela

Argelina, lo que explica (junto a la influencia de los postulados historicistas) su interés por

los aspectos militares, políticos y diplomáticos del Estado romano. Esa incipiente

historiografía tuvo en autores como De la Malle, Vivien de Saint-Martin, Berbrugger, 124 Los ejemplos de la consideración de Francia como la nueva Roma son abundantes. Para Vivien de Saint-Martin, por ejemplo, “la conquista romana y sus resultados geográficos presentan una analogía perfecta con la historia de nuestras campañas argelinas” (1863: xv). Cf. Enfantin (1843: 21), Reinaud (1858: 135), Behaghel (1865: 371); otros ejemplos en Gran-Aymerich (2001: 159-60).

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Mercier, Rénier o, más tarde, Boissière, Cagnat o Monceaux, entre otros, los principales

representantes de la historia antigua africana durante esta centuria.

No obstante, en este proceso los bereberes también tuvieron un lugar destacado.

En este sentido, y al igual que para el caso romano, el interés por estas poblaciones tuvo

una causa estratégica, puesto que las fuentes antiguas podían proporcionar información útil

de cara a la empresa francesa. De este modo, los testimonios antiguos que albergaban datos

referentes a las poblaciones indígenas permitieron construir una imagen preconcebida de

los bereberes modernos, debido al absoluto desconocimiento que existía de los mismos

(Lorcin 1999ª: 23). Pero, por otro lado, el interés por esas poblaciones que Francia se

disponía a “civilizar” evidenciaba la necesidad de conocer su pasado y de determinar cuál

era su origen. Sin embargo, para este proyecto la documentación existente era muy escasa,

lo cual fue valorado con pesimismo por algunos autores125. En este caso, los autores

clásicos narraron las relaciones que Cartago y Roma establecieron con los bereberes,

además de redactar diferentes descripciones de los mismos (como las de Herodoto o

Salustio, entre otros) pero resultaban insuficientes para conocer en profundidad su historia

y sus orígenes. Si bien a lo largo de la centuria fue recuperándose nueva documentación,

principalmente de carácter arqueológico126, la escasez documental quedó patente en el

hecho de que la mayor parte de las investigaciones comenzaron por el periodo de la

colonización fenicia (momento en que habría comenzado la historia propiamente dicha para

muchos de estos autores) o por un capítulo dedicado a los orígenes bereberes en el que se

optó por trasladar a ese momento indeterminado el mosaico de pueblos mencionados en

las fuentes antiguas127.

3.1. La búsqueda del Adán bereber

Durante el siglo XIX los orígenes se convirtieron en una categoría que permitió

explicar el pasado, la esencia primordial y los desarrollos posteriores de cualquier objeto de

estudio, animando y dominando la investigación en diferentes disciplinas (Masuzawa 2003). 125 Autores como Behaghel (1865: 1) o Liorel (1893: 89) mostraron su escepticismo por las dificultades para conocer ese pasado oscuro, calificado de “mitológico” o “muy poca cosa” por Duval (1859: 11) y Faidherbe (1859: 291) respectivamente. 126 Sobre las antigüedades bereberes se destacaron algunas piezas arqueológicas significativas, como la estela de Abizar (Houdas 1886: 25), pero la atención se centró en dos grandes ámbitos: la epigrafía líbica (entre los diversas aproximaciones sobresalen la de Halévy 1874 y el Recueil d’Inscriptions Libyque-berbères de Faidherbe y Reboud, que no hemos podido consultar) y la arqueología megalítica, cuyo principal exponente era la Tumba de la Cristiana (véase Rozet y Carette 1850: 42, André 1861, Faidherbe 1873. También puede consultarse un resumen de las investigaciones en Christofle 1951). 127 Para el primer caso Gérard (1860: 47 y ss) y Fournel (1875: 23-41), para el segundo D’ Avezac (1844: 167 y ss), Carette (1853: 1-26) y Mercier (1888: 1-12).

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Esta relevancia queda patente en la incipiente historiografía bereber (desarrollada también

por militares y funcionarios), ya que se convirtió en el tema más estudiado por los

investigadores durante toda la centuria. Las aportaciones de Meyer, Tauxier, Olivier,

Mercier o Rinn, centradas en la búsqueda de los orígenes raciales y étnicos bereberes,

evidenciaron una preocupación por las raíces, por la génesis y por las esencias puras, pues

es entonces cuando los sujetos revelan sus propiedades primordiales sin estar corrompidos

por contingencias posteriores, es decir, cuando son originales (Lowenthal 1998: 98). Desde

esta perspectiva, esos orígenes no sólo permitían individualizar a los sujetos (dándoles una

esencia y una pertenencia a una entidad originaria) sino también construir una

interpretación esencialista de los mismos que traslada su individualidad y su unidad a un

espacio temporal finito pero indefinido en el que manifiestan su génesis y, desde entonces,

su permanencia en la historia (Said 2002, Masuzawa 2003: 79).

En este marco, la búsqueda de los orígenes del bereber implicaba la certeza de que

se produjo una permanencia de esta raza, nación o pueblo desde entonces hasta la actualidad.

Se transfirió así al pasado esa identidad que se identificó y construyó en el periodo colonial,

dándole una ubicación histórica (eso sí, a la sombra de las grandes civilizaciones) en la

narración histórica que se estaba erigiendo. El resultado, a nivel historiográfico, fue que las

diversas poblaciones mencionadas en los testimonios clásicos se convirtieron en los

ancestros directos de los bereberes modernos, estableciéndose una continuidad milenaria

basada en una unidad primordial que, según los investigadores franceses, no fue percibida

por esos autores antiguos128. Sin embargo, si bien esa permanencia era obvia, hubo un

intenso debate centrado en determinar cómo había sido el desarrollo concreto que dio

lugar a la constitución de la “raza” bereber. En este caso, se propusieron diversas

alternativas, entre las que prevaleció la insistencia por vincular esa etnogénesis a la acción

de poblaciones europeas129.

128 Si bien para algunos los bereberes-kabilios y los tuareg tenían sus ancestros en los libios y en los gétulos respectivamente (De la Malle 1852: 29), la mayoría coincidía en que había existido una raza o nación únicas, denominada libia, origen de la raza bereber (Roy 1855: 25, Reinaud 1860: 107, Mercier 1871: 421). Esta “raza primitiva”, para Duprat, “permanece viva”, de modo que “los bereberes de hoy, como los bereberes de ayer” conservan sus rasgos físicos y morales (1845: 104-5 y 299-302). 129 Con la certeza de la permanencia bereber, el debate se centró en si los bereberes eran autóctonos o foráneos. Si bien se defendió la primera opción (Duval 1859: 11, Faidherbe 1859: 292, Warnier 1865: 4, Gaffarel 1888: 8), fue una communis opinio que las migraciones habían tenido un peso decisivo, lo que permitió ubicar a los bereberes en el Mediterráneo o en el mundo semita. Esta vía encontró en la Guerra de Yugurta de Salustio un apoyo documental, pues exponía que el origen de mauros y númidas (ascendientes de los bereberes) se encontraba en la unión de los gétulos y libios (razas autóctonas) con los medos y persas (razas foráneas). Este texto permitió vincular el origen bereber a la acción europea, al considerar a esos persas o arameos poblaciones arias o celtas que, en su mezcla con los indígenas, dieron a luz la raza bereber. Esta explicación permitía justificar históricamente la acción colonial.

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107

Estos planteamientos historiográficos no sólo afectaron al estudio de África, sino

que fueron fundamentales en la historiografía romántica y nacionalista francesa

(representada por los hermanos Thierry, Michelet o Edwards), que defendió una

concepción orgánica de la historia según la cual el pasado seguía vivo en el presente, puesto

que las antiguas naciones y sus descendientes aún existían, a través de la permanencia de

determinados elementos, como la raza130. Así, si la nación francesa era la continuación racial

y espiritual de los celtas, lo mismo ocurría con los bereberes.

Pero esta continuidad y permanencia no sólo se debió a la estabilidad de sus

componentes raciales, lingüísticos o étnicos en su conjunto sino también a la

imperturbabilidad de su grado de evolución social. En este caso, se insistió en que el

bereber siempre había ostentado una condición primitiva. Por tanto, si bien algunas naciones

(como la francesa) habían progresado hacia la civilización, otras (como la bereber) habían

permanecido en ese estadio primitivo, pese a que tenía capacidad potencial para participar

del progreso. Para la mayor parte de los autores, la causa de este atraso podía encontrarse

en factores naturales (derivados de su orografía montañosa o desértica, y su consecuente

aislamiento), sociopolíticos (fragmentación tribal) o bien en la influencia negativa de los

árabes y el Islam. No sólo porque éste era incompatible con el progreso sino porque su

irrupción en la historia de los bereberes quebró las bases “civilizatorias” que la

romanización y el cristianismo habían instaurado entre ellos.

Para el pensamiento del momento, fueron estas circunstancias las que

condenaron al bereber a residir en un estadio primitivo. Moraba, por consiguiente, en el

pasado, el cual no sólo era concebido como un fenómeno histórico, sino como un aspecto

cualitativo asociado al grado de progreso de las sociedades. Este enfoque, desarrollado por

la antropología evolucionista, permitió que tanto las culturas pretéritas como las del

presente pudieran ser ubicadas en una misma línea temporal según esa escala evolutiva

(Fabian 1983: 11). De este modo, el bereber puede ser comprendido como un efecto de la

comprensión europea de la alteridad, propia del contexto colonial, que dio lugar a la

“invención” de la sociedad primitiva, concepto que sirvió para reunir a todos aquellos

colectivos que habían quedado al margen del progreso moderno y de la evolución social,

entre los cuales se encontraba el bereber (Kuper 1988).

En consecuencia, el esencialismo y el primitivismo confirmaron la permanencia

bereber. Esta perspectiva resulta fundamental, puesto que confirmó que el bereber del

130 Para Edwards “los descendientes directos de casi todas las grandes naciones conocidas en la antigüedad todavía deben existir hoy” (1841: 36). Así, combinó “la idea física de la raza y el principio cultural de la nacionalidad” (Blanckaert 1988: 22).

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108

pasado era el mismo que el del presente. Por tanto, para poder indagar en su pasado no

sólo era posible remitirse a las huellas históricas. La observación “etnográfica” representaba

una metodología que podía hablar del pasado.

3.2. El folclore bereber y las supervivencias

Es de destacar que este enfoque no sólo afectó a la investigación bereber, sino

que fue el mismo con el que el nacionalismo europeo y, más en concreto, el francés, indagó

en su pasado ancestral a través de los incipientes estudios de folclore. Así, si los

historiadores románticos explicaron el presente como una continuación de las identidades

nacionales desde sus orígenes, la Academia Céltica (fundadora del folclore en Francia) quiso

remontarse a la fuente de las costumbres y tradiciones populares, la cual se identificó entre

los celtas, considerados la población original de la nación (Belmont 1975, Senn 1981).

De este modo, tanto los restos arqueológicos (cuyo paradigma eran los

monumentos megalíticos, valorados como la principal expresión de la arqueología nacional)

como las distintas tradiciones del campesinado eran monumentos que se remontaban a esos

orígenes nacionales. Como plantearon los folcloristas franceses, la ausencia de tradición

escrita entre los celtas implicaba que la única forma de interpretar esos restos ancestrales

era a través de dos cauces: las fuentes clásicas y los campesinos, apreciados como los

guardianes de ese pasado milenario.

Este contexto es importante para comprender el proceso de construcción del

bereber, puesto que los autores que trabajaron en Argelia, contemporáneos a estos

postulados e influidos por ellos, aplicaron estas perspectivas en su descripción de la

sociedad bereber. Esto tuvo lugar especialmente a partir de 1857, momento en el que la

Kabilia fue militarmente sometida y fueron enviadas allí algunas expediciones destinadas a

conocer en profundidad su realidad geográfica, natural y humana. En los estudios

resultantes se describe el hábitat, las características físicas y morales, así como las más

diversas costumbres y tradiciones de esos habitantes, inaugurando así el folclore bereber. Estas

aportaciones, asociadas al objetivo de conocer y asimilar estas poblaciones, fueron obra en

su mayoría de militares, médicos y administradores coloniales, muchos de ellos de

tendencia kabilófila, como Rozet, Carette, Daumas, Hanoteau, Letorneaux o Liorel,

quienes proporcionaron un corpus importante de evidencias etnográficas. De forma

paralela, se produjo una intensa investigación filológica sobre la lengua bereber, lo que

permitió la puesta por escrito de su tradición oral (consistente en leyendas, canciones y

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109

poesías populares131), la cual fue interpretada como una supervivencia de una antigua

mitología suplantada por el Islam132.

Estos trabajos presentaron la sociedad kabilia desde una perspectiva romántica

que ensalzaba la vida bucólica y tradicional del mundo campesino y su capacidad de vivir

en perfecta armonía con la naturaleza. En el caso de los kabilios, su vida agrícola y

montañesa fue encumbrada por los valores que representaba. Mientras el primer aspecto se

vinculó al sedentarismo, a la pequeña propiedad y a la productividad, es decir, a valores

incorporados en el imaginario moderno y en el modelo de civilización; la montaña fue

asociada a la pureza, a la independencia, a la individualidad, al trabajo intensivo y a la

resistencia y, por tanto, a la conservación de su tradición milenaria. Dicha preservación era

patente, como destacó Hany, en elementos materiales como los tatuajes, la arquitectura, la

elección de los emplazamientos, la cerámica o el mobiliario, elementos que permitían

conocer tanto el modo de vida ancestral bereber como el de los primeros agricultores y

pastores europeos (1900: 70). En este sentido, para los franceses esa imagen ilustró claras

semejanzas con el mundo popular europeo, sobre todo con los campesinos franceses y

suizos133. El bereber fue visto así como una pieza de museo y su sociedad como una

estampa en la que el tiempo se había detenido.

No obstante, las comunidades rurales eran consideradas organismos vivos, es

decir, entidades que habían sobrevivido junto a todos sus componentes culturales. Éstos,

conservados por el campesinado, tenían su origen en un pasado nacional ancestral, y fueron

denominados supersticiones o supervivencias por los folcloristas. Dichas supervivencias,

calificadas como monumentos nacionales, ilustraban una religiosidad primitiva basada en

prácticas rituales vinculadas a la fertilidad, y que habría estado fundamentada en la

adoración de y en la naturaleza134. En este sentido, la naturaleza se constituyó como el espacio

primitivo por antonomasia. Se convirtió en una categoría imaginada en la que se ubicaron

131 La consideración de la lengua como uno de los elementos primordiales de las nacionalidades (Daumas 1847: 6, Rambaud 1889: 47), favoreció un intenso estudio de la lengua y literatura bereberes que se tradujo en la publicación de gramáticas, diccionarios, vocabularios y antologías sobre su tradición oral entre las que destacan las de René Basset, Hanoteau, Calassanti-Motylinski y Masqueray. 132 Véase Masqueray (1876: 42) y Basset (1887: v). 133 Véase Duprat (1845: 286), Daumas (1847: 44), Gaffarel (1888: 8), Hany (1900: 70) y las referencias de Brémond (1942: 371). Igualmente, estas semejanzas incluían una lectura dentro del proceso colonial. Así pues, los kabilios, con “necesidades análogas a las de nuestros campesinos (…) parecen domesticarse fácilmente y someterse sin demasiada resistencia a la dominación francesa” (De la Malle 1852: 37). 134 Para el caso bereber, podemos encontrar descripciones de estas supervivencias en Daumas (1847: 225, 1853: 168 y ss), Hoefer (1848: 271 y ss), Berteuil (1856: 340 y ss), Barth (1860: 41), Voisin (1861), Tissot (1877: 181), Aubé (1879: 245), Houdas (1886: 62), Liorel (1893: 101).

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110

todos aquellos sujetos y elementos que no habían participado de la modernidad135, entre los

que se encontraba el bereber.

Este esquema era patente también en la redacción de su historia. Ésta esbozaba

un esquema articulado a través de dicotomías como historia-naturaleza, cultura-naturaleza o

civilización-naturaleza que confinó al bereber a residir en la segunda categoría, mientras que

las grandes civilizaciones participaban de la primera (Cantón 2001: 29). Los historiadores de

la antigüedad aplicaron este esquema, erigiendo dicotomías como llano/montaña, cultura

urbana/cultura rural, sedentarios/nómadas, Estado/tribu, civilizados/indígenas, entre

otras, que sirvieron para explicar los procesos históricos y cómo se articulaban las

relaciones sociales en el pasado norteafricano.

Estas nociones no sólo permitieron abordar el pasado sino también construir una

identidad bereber delimitada y confinada a ese espacio natural. De este modo, atado a la

naturaleza, sin posibilidad de participar en la historia (puesto que al hacerlo esa identidad

bereber desaparecería) se convirtió en un sujeto pasivo e insignificante en la historia. La

única forma de salir de ese espacio era con la ayuda del colonizador, es decir, de la mano

francesa o, en la antigüedad, con la ayuda de Roma.

Pero el mejor exponente que ilustra esa valoración del pasado como un hecho

aún vivo reside en la interpretación de los monumentos megalíticos. Esas evidencias,

comunes a ambos lados del Mediterráneo, unidas a las defendidas semejanzas raciales entre

bereberes y celtas136, permitieron sustentar empíricamente una supuesta conexión histórica

entre ambas naciones. Diversos autores, influidos por un nacionalismo céltico interesado

en descubrir sus orígenes, explicaron esas semejanzas como producto de una serie de

migraciones arias o celtas cuyos integrantes, según los autores, se habrían impuesto, aliado

o incluso generado (de su mezcla con los indígenas) la propia población bereber. Este

planteamiento estableció una vinculación eterna entre ambas “naciones”, legitimando una

realidad que actualizaba el pasado. La presencia francesa, pues, permitía “reconquistar las

tumbas de sus ancestros” (André 1861: 88)137.

135 Como ha planteado Descola (1996: 98) la naturaleza se ha articulado de forma dicotómica frente a otras categorías como cultura, sociedad, civilización, mente, arte o historia, es decir, ha evocado metáforas asociadas a lo salvaje, a lo ingobernable y a lo natural, en definitiva, a lo pre-moderno. 136 Evidentes en dos aspectos. Primero, por la presencia de rubios y pelirrojos con ojos azules, especialmente en la Kabilia, lo que permitió debatir acerca de una procedencia aria (celta, vándala o germánica) o cananea (entre las diversas aportaciones véase Périer 1870: 35-42 y la síntesis de Boetsch y Ferrié 1991). Segundo, la prueba material de esas migraciones se encontraba en los cráneos, los cuales fueron comparados por Broca, Topinard y demás miembros de la Sociedad de Antropología con otros recogidos en territorio francés, para demostrar esta conectividad entre ambas “razas”. 137 Cf. Houdas (1886: 26), Leroy-Bealieau (1887: 20) y nota nº 27 de este trabajo.

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4. A modo de conclusión: la perpetuación historiográfica

Durante el siglo XX el control colonial francés sobre el norte de África prosiguió

y, con él, permaneció una identidad bereber tal y como fue erigida durante la centuria

anterior, a pesar de los cambios teóricos surgidos y a la nueva documentación disponible.

En este sentido, durante toda la historiografía colonial y, especialmente, entre los

especialistas del mundo antiguo (como Gsell primero, Carcopino, Picard, LeGlay o

Benabou después) se perpetuó la identidad colonizada del bereber, es decir, una entidad

inferior que siempre interactuaba con los sujetos de la historia en una situación de

sumisión, dependencia o resistencia (Sebaï 2005).

Este proceso construyó una identidad que era irreconocible e inexistente sin el

uso de adjetivos (como primitivo, arcaico, atrasado, inferior, salvaje) que expresaran esa

condición marginal, es decir, sólo encontraba su identidad dentro de este marco de

significados. Convertida, asimismo, en una identidad atemporal, sólo podía actuar en el

pasado preislámico como una realidad ubicada a la sombra de la potencia externa y

civilizadora pertinente, que llevaba a cabo diferentes estrategias (aculturación, romanización)

con las que ejecutar su misión civilizadora. Este esquema maniqueo construyó una

identidad histórica bereber que, además, era identificable con diversas etiquetas (africano,

autóctono, indígena, local, nativo) que lo describían desde una perspectiva monolítica y

reduccionista. Se anulaba así su capacidad histórica, se afirmaba su dependencia del foráneo

y se habilitaba la defensa de la noción de permanencia bereber (Dumasy 2005: 64, Sebaï 2005:

48).

No obstante, como señaló Thébert, concentrar la atención histórica en ese

componente indígena, como hiciera Benabou (1976), no representó un intento por

descolonizar la historia sino que supuso la inversión de los procedimientos de la historia

tradicional, lo que denominada historia invertida (Thébert 1978: 65). Prolongaba el marco

explicativo colonial, basado en la separación de razas y culturas opuestas, así como las

visiones esencialistas que tenían como fin legitimar la acción imperial y sostener la

superioridad del colonizador. Como alternativa, desde postulados marxistas, Thébert

planteaba el análisis de los procesos internos y de las formaciones sociales, restituyendo la

idea “de un mundo mediterráneo más unitario y fluido” (1978: 77)

Desde nuestra perspectiva, los intentos por revisar la historia norteafricana no

sólo deben empezar por descolonizar y dignificar al bereber/amazigh y su historia.

Despojándolo de esa semántica negativa tradicional, dándole un nombre digno en el pasado

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y ubicándolo en un lugar central dentro de la nueva historia, el bereber alcanza un nuevo

status. Se reivindica en la historia, dentro de un proceso análogo que contempla cómo se

afirma su identidad dentro de las sociedades norteafricanas actuales, pero sigue

constituyendo una categoría histórica que no nos permite operar en su pasado. Por tanto,

ha de replantearse o redefinirse (en lo que respecta al periodo preislámico) la propia

categoría bereber teniendo en cuenta la carga histórica e historiográfica que arrastra. Su

utilización de forma automática al pasado, como si fuera una entidad atemporal y natural,

reescribe, con un nuevo formato, la historia tradicional.

El bereber, pues, no puede ser entendido como un objeto de conocimiento

objetivo ni como un elemento a priori, sino como una identidad construida discursiva e

históricamente a través de procesos y relaciones complejos que han de ser el objetivo del

análisis. Esto no sólo incluye las representaciones externas construidas por los “foráneos”

(hecho que hemos abordado aquí) sino también el análisis de las identidades a partir de los

marcos de referencia de sus protagonistas (hecho prácticamente inexplorado). Este

esquema permitiría comprender desde otros enfoques la historia norteafricana, poniendo

de relieve los procesos internos de transformación social e identitaria. De lo contrario, el

bereber permanecerá para siempre en aquellos márgenes de la historia.

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